Reflexiones sobre los problemas de la conservación arqueológica en el territorio valenciano
Trinidad Pasíes Oviedo
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ARCHIVO DE PREHISTORIA LEVANTINA
Vol. XXVIII, Valencia, 2010, p. 367-402
Trinidad PASÍES OVIEDO (a)
Reflexiones sobre los problemas
de la conservación arqueológica
en el territorio valenciano
RESUMEN: Arqueología y conservación son dos conceptos que a lo largo de la historia no siempre se
han podido compaginar de la mejor manera posible. Los problemas que afectan a la conservación de los
hallazgos arqueológicos son numerosos, desde el instante del descubrimiento, cuando se rompe el equilibrio en el que las estructuras y los objetos han permanecido durante siglos, al momento de su conservación a largo plazo, donde la prevención se convierte en un requisito prioritario para la pervivencia
futura de las obras, expuestas a nuevas condiciones ambientales y a situaciones de riesgo. Por desgracia el ser humano, principal responsable de su perdurabilidad, a menudo se convierte paradójicamente
en una de las principales causas de degradación de los restos arqueológicos.
PALABRAS CLAVE: Conservación arqueológica, restauración, criterios, prevención.
Réflexions concernant les problèmes de conservation archéologique
en territoire valencien
RÉSUMÉ : L’archéologie et la conservation sont deux concepts qui, tout au long de l’histoire, n’ont pu
se concilier de la meilleure des façons. Les problèmes qui affectent la conservation des vestiges
archéologiques sont nombreux, depuis le moment de la découverte, quand se rompt l’équilibre dans
lequel les structures et les objets sont restés pendant des siècles, jusqu’au moment de sa conservation à
long terme, où la prévention devient une condition primordiale pour la survie future des oeuvres,
exposées à de nouvelles conditions environnementales et à des situations à risque. Malheureusement
l’homme, pourtant principal responsable de sa durabilité, devient souvent et paradoxalement une des
principales causes de dégradation des restes archéologiques.
MOTS CLÉS : Conservation archéologique, restauration, critères, prévention.
a Laboratorio de Restauración del Museo de Prehistoria de Valencia. C/ Corona 36; 46003 Valencia. (trini.pasies@dival.es)
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“Nada es imposible cuando hay interés en conservar las reliquias del pasado”
(Monzó, 1976: 24)
El concepto de conservación ha existido siempre a lo largo de la historia, si lo entendemos como una
preocupación de la sociedad por hacer perdurable aquello que se considera valioso, ya sea por motivos sociales, políticos o religiosos. Desde la antigüedad el interés en la conservación ha sido algo natural; en primer lugar se conserva cuando se pretende devolver la funcionalidad a los objetos de uso común (fig. 1).
Igualmente el hombre expresa un deseo de conservación en el momento de la elección del material, del método de ejecución y de las medidas para alargar la vida de las obras que crea. En el mundo clásico, por ejemplo, eran habituales las operaciones de limpieza, reconstrucción, protección y mantenimiento de una gran
diversidad de obras (Martínez, Sánchez-Mesa y Sánchez-Mesa, 2008: 56-68).1
Ese mismo deseo se incrementa con la actividad del coleccionismo de arte, que recobra especial relevancia a partir del periodo renacentista gracias a la figura del mecenas. Sin embargo, en el lado opuesto,
hemos sido también testigos de actitudes en contra de la conservación, como el expolio, las destrucciones
y reutilizaciones de monumentos, las falsificaciones o el tráfico ilegal de arte.
Fueron muchos los siglos en los que el significado de conservar se asociaba únicamente con el de reparar o reconstruir, es decir, devolver a las obras en la medida de lo posible su apariencia original. Así pues
el término conservación, unido ineludiblemente al de restauración, ha tenido diferentes significados según
las épocas. Durante mucho tiempo era el propio artista creador el que se dedicaba a reparar sus propias piezas cuando así lo requerían, obviamente de forma mimética y con las mismas técnicas y materiales empleados para su fabricación, por lo que era impensable una profesión de restaurador separada de la del propio
artista. Poco a poco, con la desaparición de los oficios y las técnicas artesanas tradicionales, la restauración
empezó a considerarse como una actividad cada vez más autónoma, especialmente desde el pasado siglo,
aunque en un principio no respondiese todavía a una profesión reglada, sino más bien a una habilidad artesanal que se desempeñaba de forma autodidacta, con los escasos medios materiales, técnicos y humanos de
los que se disponía.
Para aprender de los errores cometidos el primer paso es reconocerlos. Y en la historia de la conservación arqueológica hemos sido testigos de lamentables acontecimientos, sobre cuyas causas tenemos que
reflexionar. En las últimas décadas han sido varios los trabajos dedicados a la historiografía de la arqueología valenciana, aunque sin abordar el asunto desde el punto de vista del conservador-restaurador. Centrándonos en las experiencias acontecidas en nuestro territorio, en este artículo pretendemos establecer unos
lazos comunes entre estos dos conceptos, arqueología y conservación, aportando algunos documentos que
han quedado reflejados en nuestra memoria histórica. A través del testimonio de nuestros antecesores, podremos reconocer la problemática que implicaba la puesta en práctica del concepto de conservación arqueológica y valorar en qué medida éste ha evolucionado hasta nuestros días.
1 No sólo encontramos en los textos clásicos recetas de las técnicas empleadas para los tratamientos de restauración, sino también
recomendaciones para el correcto mantenimiento de algunas obras, como es el caso de los pavimentos, en palabras de Vitrubio: “Los
pavimentos que vayan a quedar al aire libre deben adaptarse a tal finalidad, pues al hincharse por la humedad los entramados, o al
disminuir su volumen debido a la sequedad, o bien al combarse, sufren variaciones que ocasionan serios problemas en los pavimentos (…) Para que el mortero que va entre las junturas no sufra daños provocados por las heladas, se cubrirá cada año con heces
de aceite, antes del invierno, y así se evitará que penetren las escarchas.” (Vitrubio, De architectura, r. 2006: 262).
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Fig. 1. Cazuela de cerámica itálica de cocina del siglo II-I a.C., procedente de la región de
Campania, con antiguo lañado de plomo, reparación realizada durante el periodo de uso
de la pieza. Archivo gráfico MARQ.
ARQUEOLOGÍA Y CONSERVACIÓN
Para hablar de un auténtico nacimiento de la arqueología y de los estudios dedicados de forma específica a este tema tendríamos que remontarnos a la segunda mitad del siglo XVIII, gracias al interés que
desde el Renacimiento había despertado ya el mundo clásico, en una sociedad europea en continuo proceso
de renovación artística, avivada por los recientes descubrimientos en Herculano (1738) (fig. 2) y Pompeya
(1748) y por las expediciones llevadas a cabo en Egipto hacia 1798 durante el periodo napoleónico. Aunque ya en el Renacimiento se forman las primeras colecciones numismáticas, serán los ilustrados del siglo
XVIII los verdaderos precursores de la arqueología valenciana y es precisamente en este periodo cuando se
crean algunos de los más importantes gabinetes de antigüedades, interesados en recuperar y coleccionar
materiales de procedencia arqueológica. La gran diversidad de materiales que se iban descubriendo, hizo que
historiadores y arqueólogos complementaran sus estudios con las aportaciones de otras disciplinas científicas, como la geología, botánica, química, etc. Esto supondría el inicio de una colaboración interdisciplinaria que hoy en día se considera prioritaria para el desarrollo de cualquier proyecto de conservación.
Precisamente el ideal enciclopedista que impulsó el movimiento de la Ilustración francesa a partir del
siglo XVIII, entre otros factores, inspiraron en nuestro país a numerosos eruditos de la época que relataban
las riquezas arqueológicas de diferentes localidades y, entre ellas, muchas ubicadas en territorio valenciano.
Podemos destacar la figura del Conde de Lumiares, Antonio de Valcárcel Pío de Saboya, que con su obra
Inscripciones y Antigüedades del Reino de Valencia (1852) da comienzo a un nuevo periodo en la arqueología valenciana. Pero a lo largo de la historia han sido numerosos los eruditos que nos han legado importantes manuscritos y documentos, llenos de evocador romanticismo, muchos de los cuales siguen siendo
actualmente referencia obligada: Gaspar Escolano, Antonio José Cavanilles, Aureliano Ibarra, Roque Chabás, Nicolau Primitiu Gómez Serrano y un largo etcétera. En todos ellos se trasluce la humanidad de unos
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Fig. 2. Yacimiento arqueológico de Herculano (Nápoles, Italia).
estudiosos, amantes de nuestras antigüedades, que a menudo se convierten en la única referencia que queda
de numerosas piezas ya perdidas. De hecho, aunque la disciplina de la conservación-restauración de nuestros bienes arqueológicos, tal y como la entendemos hoy en día, es muy reciente, ésta no hubiera sido posible sin la participación entusiasta de muchas instituciones y personalidades que, con sus actividades y
estudios, se preocuparon por dicho patrimonio y manifestaron la evidente necesidad de salvaguardia de unos
bienes que se hallaban desprotegidos. Muchos proclamaron además una crítica inflexible contra aquellas actitudes que perjudicaban a los hallazgos arqueológicos, convirtiéndose a través de sus escritos en las primeras
voces que manifestaban al menos una actitud de denuncia, que sin duda ha servido para concienciar a las
generaciones futuras sobre la importancia de la conservación.
Sería injusto olvidarnos además de aquellos hombres que, desde un cierto anonimato, trabajaron para
la conservación de nuestro patrimonio, precisamente en una época en la que la preocupación por nuestro legado histórico no era algo habitual, sino más bien extraordinario. Nos referimos a algunos labradores o propietarios de terrenos y fincas que en cierto momento, sin que les fuera exigido y únicamente por un respeto
hacia nuestro pasado arqueológico del que no todos hacían gala, fueron capaces de dar aviso y testimonio
de sus hallazgos a instituciones de mayor competencia para que se pudieran salvar los restos.2
Quede como ejemplo simbólico la figura de José Antonio Morand, vecino de Denia, responsable del
descubrimiento en 1878 del conocido mosaico de Severina, hoy en día conservado en el Museo de Bellas Artes
San Pío V de Valencia. De las circunstancias del hallazgo y de las medidas tomadas para su conservación estamos informados gracias a los artículos que Roque Chabás escribiera en su revista El Archivo (fig. 3). Las
2 “En el año 1905 Eugenio Albertini, (…), por indicación de Pedro Ibarra Ruiz, procedió a descubrir un gran mosaico que Ibarra sabía
que estaba allí, porque el labrador, al hacer el hoyo para plantar una higuera, lo vio y se lo comunicó” (Ramos Folqués, 1975: 69).
El texto hace referencia al hallazgo del mosaico de la basílica de La Alcudia de Elche.
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Fig. 3. Portada de la revista literaria semanal El Archivo. Año 1886.
Artículo sobre el hallazgo del sepulcro de Severina en Denia.
noticias son bastante explícitas; el 16 de diciembre de 1878, cuando se estaban realizando unas obras en la
parcela del citado José Morand, propietario de esas tierras, se descubrió a un metro y medio de la superficie
una sepultura cubierta con mosaico teselado. Fue el propio señor Morand el que dio avisó en seguida sobre
la naturaleza de dicho hallazgo y, tras verificarlo, decidió hacer algo para poder conservarlo. Como diría el
propio Chabás, “suerte grande ha sido que una tan rara preciosidad del arte cristiano cayera en manos de
quien ha sabido conservarla” (Chabás, 1886: 20).
Bien cierta era aquella afirmación, si reparamos en que el cruel destino de muchos materiales y estructuras arqueológicas en esos tiempos era precisamente el de ser arrancados de su ubicación original para
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ser reempleados con otro fin. Obviamente las ruinas eran presas fáciles que se utilizaron para la realización
de nuevas construcciones; un material pétreo ya manufacturado y cortado, formando parte de muros o de pavimentos que, despojados de cualquier interés arqueológico, se convertían en una auténtica cantera a bajo
coste a la cual recurrir con facilidad.3
Es bien sabido que el propio Teatro romano de Sagunto, que desde 1896 gozaba de especial protección al ser declarado Monumento Nacional, sirvió durante mucho tiempo de cantera a los habitantes de esta
localidad para restaurar las casas y algunas zonas de la muralla. De hecho, hablando del teatro y de los monumentos saguntinos, es muy ilustrativa la reflexión que en 1830 hiciera Prospero Mérimée en la carta que,
desde Valencia, enviara al director de la Revue de Paris: “Las antigüedades, sobre todo las antigüedades romanas, me conmueven poco. No se cómo me dejé convencer para ir a Murviedro y ver lo que queda de Sagunto. Me fatigué mucho, hice malas comidas y no vi absolutamente nada” (Aranegui, 1988: 110). Frases
como ésta ponen de manifiesto tristemente el mal estado de conservación en el que se encontraba nuestro
legado histórico.
Bien conocidos son también los ejemplos de inscripciones empleadas como elementos de construcción y encajadas en las paredes de muchas casas o iglesias, ya sea por una mera cuestión funcional de reaprovechamiento, por un deseo de conservación o quizá por un cierto simbolismo otorgado a este tipo de
restos antiguos (Moreno y Roig, 2006: 25-26).4
La piedra no sólo se reutilizaba para obras de construcción, sino para otros usos, como el caso de un
relieve escultórico convertido en lastre de un pesquero (Tramoyeres y Fita, 1917: 40) o el ídolo ibérico que
la hornera de Chulilla empleaba “en sustitución de una pesa de á libra para despachar el pan á sus parroquianos” (Martínez Aloy, 1913: 265). Además, se sucedía en aquellos tiempos lo que podríamos denominar como una recogida selectiva de materiales, es decir, el rescate de los restos de cierta relevancia, mejor
estado de conservación y mayor calidad artística, despreciando gran cantidad de piezas y de estructuras arqueológicas que no merecían el mismo trato y quedaban relegadas al olvido.
Eran épocas en las que no abundaban las oportunidades de conservación de nuestros bienes arqueológicos, a consecuencia de actitudes activas o pasivas, es decir, por aquello que se hacía mal o por aquello
que no se hacía.5
3 Gaspar Escolano ya en el siglo XVII pone en evidencia las habituales prácticas de reutilización de materiales a la que estaban sometidos desde antiguo los yacimientos arqueológicos: “En el año mil quinientos cuarenta y tres, cavando los de Villajoyosa en estas
ruinas por llevar las piedras para la cerca de la villa que después se hizo en el sitio que agora la vemos un poco apartado del viejo,
descubrieron junto a dicha torre de Josa unos muy grandes y suntuosos sepulcros, de los cuales como de una oficina de cantero sacaron la que hubieron menester cortada ya y labrada” (Escolano, 1611, r.1879: 41). De esta situación referida en la localidad de Villajoyosa nos informa siglos más tarde José Belda, relatándonos cómo una gran cantidad de elementos constructivos, considerados
“útiles”, habían desaparecido mientras que trozos de estucos y mosaicos que no podían ser reutilizados se desechaban y por esa causa
se habían podido conservar: “De las paredes y pisos de algunas de dichas estancias deben proceder los elementos decorativos antes
citados que el Medievo y la Edad Moderna, al reputarlos como algo inútil, los desecharon, a no tratarse de figuras o llamativos trozos de artístico revocado, habiéndose salvado, por esta causa, tantos estucos y trozos de mosaico. En cambio, muchas piedras y sillarejos desaparecieron al ser aprovechados como materiales de edificación en márgenes, torres y viviendas de aquella partida.”
(Belda, 1948: 173).
Testimonios similares son los que nos ofrecen otros autores, como Aureliano Ibarra, haciendo referencia a los hallazgos de La Alcudia de Elche: “Puede decirse con toda propiedad, que aquel sitio ha servido cual si fuera una inmensa cantera, á los habitantes
de Elche y es indudable que las casas de las inmediaciones en la mayor parte del término, que cae hacia el medio dia del pueblo,
sin contar con otras que podríamos señalar, construidas en nuestros días, en el interior de Elche, se han levantado a expensas de
aquellas construcciones antiquísimas que elevára un día el artífice romano.” (Ibarra, 1879: 133-134).
4 “En el año 1802 descubrió un vecino de Quartell una piedra con letras en la cumbre del monte de la Frontera, y poco después haciéndola rodar hasta el pie de su cuesta, la cargó en un mulo, y la conduxo á su pueblo. Colocose poco después en un pilar de la
Casa que á la sazón construía D. Joseph Bonet, y con este motivo quedó libre de las injurias del tiempo”. Ribelles, s. XIX. Varia.
325x220. 868 pág. (Inventario 1936, 40) Enc. perg., papel.
5 “Y cerramos este párrafo (…) con la mención de una gran catástrofe: el hundimiento del castillo de Buñol. Este era uno de los pocos
ejemplares típicos que se conservaban en nuestro antiguo reino; pero la incuria española lo tenía en tal abandono, que se ha derrumbado, al fin, trágicamente, como si quisiera vengar en la humanidad su propia desgracia” (Martínez Aloy, 1912: 221)
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Reflexionando sobre los problemas que implicaba la puesta en práctica del concepto de conservación
arqueológica, en los siglos en los que no existían todavía profesionales especializados, instituciones dedicadas expresamente a la protección del patrimonio ni, por supuesto, una normativa legislativa severa, la
pregunta que podemos hacernos es la siguiente: ¿cuál era la alternativa de conservación de los hallazgos arqueológicos, cuando no eran recogidos para formar parte de las colecciones privadas? Pues lo cierto es que
estas colecciones, ante la falta de museos donde albergar los restos procedentes de las excavaciones, eran a
menudo la única alternativa para la conservación de muchos objetos antiguos, como fue el caso de la colección de la familia Ibarra en Elche.6
Por otra parte, el hecho de asociar el coleccionismo de antigüedades con el reconocimiento del poder
social, llamaba también la atención de prestigiosas personalidades de la nobleza, que gustaban de adornar
sus palacios con los más preciados materiales. Significativos, por ejemplo en la provincia de Alicante, las
noticias de Gaspar Escolano referentes a hallazgos arqueológicos en Calpe: “En la misma orilla se muestra
un edificio de peña tajada, que llaman los baños de la Reina, (…). Sobre la cueva había aposentos labrados
en la peña viva, y taraceados los suelos de piedrezuelas de varios y diferentes colores, de obra mosáica, y
hechura de dados que por ser de labor tan vistosa, se enviaron á la magestad del rey Felipe segundo, para
un jardín que mandaba hacer.” (Escolano, 1611, r.1879: 45), o en Denia: “Las estatuas que nos refiere Palau,
parece que se las llevó el marqués de Denia a Madrid para su jardín; lo demás casi todo ha desaparecido;
tanto el mosaico como las mil y mil antigüedades que se han sacado de dicho sitio” (Escolano, 1611, r.
1879: 51).
De todas formas, la sistemática extracción de materiales procedentes de excavaciones arqueológicas
no aseguraba tampoco su total protección, ya que en muchos casos los hallazgos sufrieron otros avatares que
han afectado muy negativamente a su conservación, más allá de la inevitable descontextualización del objeto arqueológico. La falta de espacios debidamente acondicionados, el acelerado proceso de degradación
de unos materiales que, de forma traumática, veían quebrantada su situación de equilibrio medioambiental
y no disponían de manos expertas para favorecer su correcta readaptación, son sólo algunas de las causas
que han ocasionado que la situación actual de gran parte de los objetos recuperados sea muy deficiente (fig.
4). Por desgracia, de muchos hallazgos sólo nos quedan los dibujos, las noticias o las fotografías como único
testimonio de su existencia. Pero también es importante el legado que ha podido salvarse, al que podemos
devolver su dignidad y del que somos actualmente responsables.
El interés que despertaban los materiales arqueológicos y la preocupación por su conservación, fue
sin duda la clave para que comenzaran a crearse los principales museos arqueológicos. Lo cierto es que la
crónica de estos primeros museos comienza precisamente con los ya citados gabinetes de antigüedades que
se repartían por todo nuestro territorio. Una de las primeras instituciones fundada en Valencia fue la colección que en el año 1761 se creara en el Palacio Arzobispal, gracias al interés que mostraron los prelados
valencianos D. Andrés Mayoral y D. Francisco Fabián y Fuero, ya citado por A. de Laborde en su Voyage
pittoresque de l’Espagne. Gran parte de los materiales recogidos, por ejemplo, en las excavaciones del Puig
realizadas en 1745, 1765 y 1777, sirvieron para incrementar el tesoro artístico que se guardaba en el palacio arzobispal de la capital valenciana. Desgraciadamente la colección fue dispersada o destruida en 1812,
cuando un bombardeo de las tropas francesas provocó el incendio y consecuente saqueo del Palacio (Barberá, 1923: 8-13). Con la desaparición del citado museo de antigüedades ya no existía en Valencia ninguna
entidad oficial que se hiciera cargo de la recogida de piezas arqueológicas, a excepción del Museo de Be-
6 En un artículo de la revista El Archivo, su director Roque Chabás escribe unas palabras muy ilustrativas en homenaje a Aureliano
Ibarra, comentando que “la colección de antigüedades que ha reunido el Sr. Ibarra, todas ellas descubiertas por él en Elche, es muy
notable. Reproducido queda en su inmortal Ilici. Fragmentos de mosaicos, estatuas de mármol (…) todo ello ordenado y clasificado en sendas vitrinas. Lástima que toda esta riqueza no vaya al Museo Arqueológico, ó mejor, que se formara con ella y con lo
que de la región se recogiese un museo provincial, lo que honraría mucho a Alicante” (Chabás, 1890: 283).
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Fig. 4. Detalle del avanzado deterioro de un plomo ibérico escrito de la necrópolis de Orley
(Vall d’Uixó), perteneciente a la colección del Museo Arqueológico de Burriana.
Actualmente la pieza está en proceso de estudio para establecer su diagnóstico y
las medidas preventivas para su conservación.
llas Artes, ya en funcionamiento desde 1839, que se convirtió en el depositario de la importante colección
artística que la Academia de Bellas Artes de San Carlos logró reunir desde su creación por el monarca Carlos III en 1768. El Museo, ubicado en aquellos tiempos en la antigua sede del Convento del Carmen, reunía
sobre todo pinturas, esculturas, grabados o dibujos, pero admitió también el depósito de algunos materiales
arqueológicos, especialmente epigráficos (Benito y Catalán, 1999: 17-28).
Quizás debido a esta caótica situación, una de las pocas entidades que ofrecía ciertas garantías para
la conservación de piezas relevantes era el Museo Arqueológico Nacional de Madrid que, desde su creación
en 1867, se convirtió en un centro básico de referencia, no sólo como colección artística, sino como modelo
de muchas intervenciones de restauración. Al no existir en esa época museos de cierta entidad que velasen
por los numerosos restos arqueológicos que se iban hallando en todo el territorio español, es lógico que el
de la capital de la nación fuera el principal centro de recogida de materiales. Por ejemplo, la colección descubierta en Elche por Aureliano Ibarra fue vendida por su hija Asunción a esta institución en 1891 por 7.500
pesetas (Ramos Fernández, 2003: 41-42) (fig. 5)7 y el famoso mosaico de los trabajos de Hércules de Liria
7 Cuando en 1897 se produce el hallazgo fortuito de la Dama de Elche, la familia Ibarra vende la pieza por 4.000 francos (unas 5.200
pesetas) al arqueólogo francés M. Pierre Paris para el Museo del Louvre, aunque años más tarde, en 1941, se logra recuperar mediante un intercambio de piezas que se realiza a través del Museo del Prado, pasando en 1971 a ser depositada en el Museo Arqueológico Nacional (Ramos Fernández, 2003: 41-126).
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Fig. 5. Dibujo de Aureliano Ibarra del mosaico de Galatea aparecido en 1861 en la villa de Algorós de Elche
(Ibarra, 1879: lám. XIV). El fragmento que representa el busto de Galatea fue vendido junto a otras piezas
de la colección al Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
fue adquirido en 1941, por la cantidad de 25.000 pesetas (Fernández de Avilés, 1944: 95-96; 1947: 113-115;
Martí Ferrando, 1986: 380).
En el siglo XIX comienzan a aparecer también algunas relevantes instituciones dedicadas al estudio
y la protección del patrimonio (Hernández Pérez y Enguix, 2006: 17-32). Las Comisiones Provinciales de
Monumentos Históricos y Artísticos, en su sección de arqueología y arquitectura, creadas en 1844, tienen
entre sus finalidades la conservación y restauración de los monumentos históricos y la dirección de las excavaciones arqueológicas en las distintas provincias. Encontramos por aquellas fechas las primeras leyes y
decretos dictados por distintos ministerios en los que se establece un especial nivel de protección para los
considerados “Monumentos Nacionales”.
En 1871 se crea en nuestro territorio la Sociedad Arqueológica Valenciana que, organizada en comisiones, realizaba no sólo estudios, excursiones y visitas a los principales yacimientos, sino que mostró
igualmente un loable interés por la formación de profesionales durante numerosos coloquios y conferencias,
llegando incluso a recopilar cierta cantidad de materiales en un pequeño museo.8 Desde esta institución se
alentaba a la propia sociedad valenciana para que continuara “oponiéndose al vandalismo que todo lo destruye y conservando con veneración y respeto, ya las obras antiguas del ingénio humano, ya los monumentos en piedra, bronce, ó simples escritos en pergamino, que determinen un hecho, confirmen una tradición,
recuerden cualquier episodio glorioso ó espresen alguna verdad científica” (Sociedad Arqueológica Valenciana, 1877: 36).
Pero el camino no fue fácil y las dificultades que había que salvar eran numerosas, por lo que sus actividades cesaron unos años después, entre 1883 y 1886, tras la publicación de su última Memoria (Goberna,
1981: 20). El relevo fue tomado por la Sociedad Lo Rat Penat, entidad fundada en 1878 cuyo objetivo primordial era la exaltación de la lengua y la cultura valenciana, para lo cual se servía de las actividades organizadas por sus distintas secciones, entre ellas una de arqueología. Reseñable también la labor de algunas
publicaciones valencianas, como El Archivo, publicada entre 1886 y 1893 o el insigne diario Las Provincias,
8 Los objetivos de esta Sociedad eran claros: “Fuerza es confesar que desde principios á mediados del presente siglo, las antigüedades estuvieron algun tanto olvidadas en nuestra patria; siendo ello la causa de que se hayan perdido un sinnúmero de preciosos monumentos que enriquecen hoy los museos estranjeros, y de que sean por desgracia tan escasos los que hemos logrado sustraer á la
rapacidad de los franceses, durante la lucha con ellos sostenida en ese tiempo (…). Los hallazgos que aquí ocurren a menudo de
ricos monumentos, que atestiguan la presencia de los griegos, romanos, godos y árabes, exigían la creación de una Sociedad en que,
mancomunados los esfuerzos de los amantes de la arqueología, recogieran tan preciosos restos, sustrayéndolos al poder brutal de
la ignorancia, y salvándolos de una destrucción casi segura.” (Sociedad Arqueológica, 1872: 4).
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que cada año publicaba un Almanaque en donde, a partir de 1894, incluirá una breve sección especialmente
dedicada a la arqueología valenciana, como reacción ante el vacío dejado por otras instituciones.9
Hasta 1914 este periódico continuó publicando este resumen anual de los principales descubrimientos arqueológicos. Pero el desaliento por lo que algunos consideraron un “sermón perdido” fue la consecuencia de su desaparición hasta 1923, cuando José Luis Almunia lo vuelve a retomar (Almunia, 1923:
269).10
La importancia cada vez mayor que adquirían los bienes arqueológicos en el contexto internacional,
llevó a que los poderes políticos españoles tomaran cartas en el asunto. Sin duda, el patente interés que manifestaron muchas instituciones y publicaciones se vio reforzado a partir de la creación, en 1915, de la Junta
Superior de Excavaciones y Antigüedades, surgida al amparo de la Ley de Antigüedades y su Reglamento
(1911-1912), que regulaba los trabajos arqueológicos realizados en territorio español y cuyo espíritu era
crear una infraestructura provincial que se apoyara en estas mismas instituciones. Paralelamente continúan
las investigaciones que impulsan la creación, en 1915, del Centro de Cultura Valenciana, importante promotor, entre otros, de estudios relacionados con hallazgos de prehistoria y antropología (Tortosa, 2009: 194195).
Todos estos movimientos partieron del interés por los temas arqueológicos y a ellos debemos gran
parte de las investigaciones realizadas hasta nuestras fechas. Interés y preocupación, porque sin duda todas
estas iniciativas surgieron no sólo por un mero sentimiento de amor hacia las antigüedades, sino también por
una responsable actitud de denuncia ante los innumerables desastres y pérdidas que continuamente se producían a consecuencia de la escasa conciencia social en temas referentes a los bienes arqueológicos. Esta
problemática quedó manifiesta en una de las conferencias realizadas en el Centro de Cultura Valenciana por
N.P. Gómez Serrano: “Y antes de terminar esta poco enjundiosa conferencia nuestra, nos hemos de permitir dirigirnos a nuestros queridos codirectores en este Centro de Cultura y a todos cuantos nos oyen, para rogarles encarecidamente, aunque muchos de ellos sin incentivo de ninguna especie ya lo hacen, que procuren
infundir entre la gente del pueblo y aun entre aquellos, doctos por muchos conceptos, pero nada aficionados a esta clase de estudios o simplemente indiferentes, si no es amor, cuando menos el respeto a los venerados restos de las pasadas civilizaciones de nuestra patria, para que, cuando el azar les ponga ante hallazgos
por ellos incomprendidos, ya sea el mutilado mármol esculpido, la lápida de “extraña lengua”, la moneda
“que no pasa”, la pared que impide el nivelamiento del campo o el más humilde trozo de cacharro, en vez
de hacerlo desaparecer, hagan partícipes del hallazgo a cualquiera persona entendida que pueda por sí estudiarlo o participarlo a su vez a nuestro Centro o a otra entidad cultural que se encargue de hacerlo, en bien
del progreso histórico general y especial de nuestra amada región.” (Gómez Serrano, 1927: 10).
9 “Disuelta la Sociedad Arqueológica valenciana, inactiva la Comisión de Monumentos, y sin dar señales de vida las secciones arqueológicas del Ateneo y de Lo Rat Penat, no hay centro alguno en Valencia encargado de fomentar el estudio y conservación de
nuestras antigüedades. Tan sólo una importante revista de ciencias históricas, titulada El Archivo, alimenta el amor a lo pasado entre
un número cada vez más exiguo de curiosos investigadores.” (Almanaque, 1894: 17).
10 Sobre este sentimiento de desesperación contenida nos pueden servir de muestra las palabras de Tramoyeres: “Parece que en el curso
de las trabajos de excavación practicados en el solar antes descrito, han aparecido nuevos restos romanos, pero ni su número ni clase
ha llegado a nuestro conocimiento. De otros hallazgos en casas inmediatas a la del Sr. Trenor hemos tenido informes, aunque éstos
llegaron siempre tarde y cuando no era ya posible su estudio ó conservación. Muchos de los objetos descubiertos aguardan en la
cimentación de los nuevos edificios de la calle de la Paz una mano amiga que los salve en lo venidero de la esclavitud á que fueron condenados por la ignorancia ó el sórdido egoísmo del propietario.” (Tramoyeres, 1901: 211-213). El comentario del autor hace
referencia a los restos de una domus romana hallada en las manzanas comprendidas entre la calle la Paz, Cruz, Pollo y Beato Juan
de Rivera de Valencia.
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En esas primeras décadas del siglo XX el coleccionismo de antigüedades seguía siendo muy frecuente y en nuestra Comunidad son numerosas las referencias escritas sobre esta actividad en diversas localidades.11 Gran parte de estos hallazgos eran ciertamente motivo de interés comercial, lo que nos lleva a
enlazar con el tema del tráfico de arte. El expolio de yacimientos arqueológicos y la venta de cualquier objeto antiguo, que solía reportar nutridos beneficios, era ya desde siglos anteriores una práctica más habitual
de lo que hubiéramos deseado.12
Basta recordar los saqueos de pinturas rupestres en territorio valenciano o aquellos ocasionados por
el empleo del temible detector de metales. En la actualidad el problema se plantea cuando indagamos sobre
el paradero de dichas colecciones, que muy a menudo pertenecían a propietarios privados o simples aficionados a la arqueología orgullosos de reunir auténticos tesoros. Es entonces cuando caemos en la cuenta de
la enorme dispersión de estos hallazgos; multitud de objetos que se encuentran diseminados, desaparecidos
o quizás ya perdidos.
Y hablamos habitualmente de objetos, considerando en esta categoría los bienes muebles, porque
obviamente los inmuebles no disfrutaban del mismo trato, en una época donde no existía el moderno concepto de conservación in situ ni la importancia que hoy en día damos a la protección y el mantenimiento de
los restos arqueológicos. Así, incluso los pavimentos y revestimientos de preciados mármoles que ornaban
las distintas estancias y que forman parte indisoluble de la arquitectura, eran considerados como objetos
muebles, extraídos y descontextualizados de su ubicación original (fig. 6). Extensa sería, por ejemplo, la lista
de mosaicos romanos que a lo largo de los años se han ido arrancando de su contexto arquitectónico original, considerándolos únicamente como bellos tapices de piedra totalmente desvinculados de sus estratos
preparatorios (Pasíes, 2005: 169-198). Un caso de entre los muchos que podríamos citar para ilustrar el problema de la descontextualización y dispersión de los restos arqueológicos es el de los pavimentos opus sectile saguntinos, hallados en 1956 y 1959. La extracción y posterior subdivisión de los mosaicos en piezas
sobre cemento de pequeño tamaño y fácil manejo ha permitido que algunos de estos módulos independientes se conserven actualmente en otras colecciones. Precisamente de uno de estos mosaicos existe una loseta
expuesta en el Museo de Prehistoria de Valencia, donación hecha por D. Salvador Regües (Fletcher y Pla,
1977: 160) que no pudo ser incluida junto al resto del conjunto conservado en el Museo Arqueológico de
Sagunto y restaurado en 1998 (Pasíes, 2003: 21-36) (fig. 7). Una situación como ésta sólo hace que desvirtuar en gran medida no sólo la apariencia, sino el significado y destino de la obra original.
11 “Fuera de la capital, la villa de Turís es la que ha tenido el privilegio de llamar la atención de los arqueólogos valencianos. En su
término se han encontrado indicios de antigua población, (…); todos estos testimonios y algunos otros, que quizá ignoramos, andan
dispersos en manos de particulares, escondidos algunos, y sin que hasta el presente se haya hecho un esfuerzo para reunirlos o inventariarlos cuando menos.” (Almanaque, 1901: 172).
“En término de Sollana, cerca ya de Almusafes, han salido a flor de tierra trozos de mosaicos, barros saguntinos y grandes bronces de Marco Aurelio, Nerva, Faustina, Adriano, etc. que son objeto de sigilosa especulación (…) ricas joyas del arte que marchan
misteriosamente al extranjero, sin dejar huella en el punto de origen.” (Martínez Aloy, 1914: 289).
12 El comercio de antigüedades, especialmente la venta de objetos a países extranjeros, era una actividad no sólo conocida, sino criticada por muchas instituciones y personalidades valencianas en diferentes épocas. Ya en el siglo XIX Roque Chabás alertaba sobre
esta práctica en uno de los textos de El Archivo: “Ha salido de Barcelona un regular campamento de objetos de arte, antiguos y modernos, recogidos en Cataluña y destinado a los Estados Unidos donde se forman colecciones artísticas con obras adquiridas en el
antiguo continente. Bueno será recordar en Cataluña, y en todas partes, lo poco patriótico de aquellos que por unos cuartos se desprenden de objetos que deben conservar como recuerdo de sus antepasados y joyas del arte” (Chabás, 1889: 192). Con mayor indignación si cabe, en el siglo XX será José Martínez Aloy quien nos advierta: “preciso es confesarlo: no ya los particulares venden
con desenfado a los marchantes extranjeros las joyas artísticas, sino también aquellas entidades que hasta hoy se habían considerado como meras depositarias de las piadosas ofrendas (…). Dícese que somos pobres, que no tenemos bastante fortuna para conservar los blasones y preseas que nos legaron nuestros mayores. ¡Somos pobres, sí, muy pobres! ¡Pobres de espíritu!” (Martínez
Aloy, 1912: 222-223).
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Fig. 6. Proceso de extracción de uno de los pavimentos
en opus sectile de Sagunto aparecido en 1956.
Archivo SIP.
Fig. 7. Módulo sobre cemento perteneciente a uno de los mosaicos opus sectile saguntino conservado
en el Museo de Prehistoria de Valencia. Archivo SIP.
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Fig. 8. Instalaciones del Museo de Prehistoria en la Sala Daurada del Palau de la Generalitat.
1946. Archivo Diputación de Valencia. ADPV (nº 1033).
Retomando el recorrido histórico nos detendremos a continuación en una de las décadas más fructíferas para la arqueología valenciana. A partir de los años veinte se aprecia una reactivación de las investigaciones sobre arqueología y prehistoria. Hacia esas fechas se crea el Laboratorio de Arqueología de la
Universidad de Valencia, ya en plena dinámica desde 1924, que compaginaba los estudios arqueológicos con
la docencia, aunque la falta de medios limitó enormemente el avance de la investigación (Abad, 1985: 338;
Aura, 2006: 33-46). En 1927 se crea el Servicio de Investigación Prehistórica (SIP) y su Museo de Prehistoria (fig. 8) con el fin de estudiar y proteger el patrimonio arqueológico valenciano (Bonet et al., 2006).
Desde sus inicios publica monografías (Serie de Trabajos Varios, 1937), una revista (Archivo de Prehistoria Levantina APL, 1929) y memorias anuales de sus actividades (La labor del SIP y su Museo, 1928).
También en 1927 se inaugura el Museo de la Ciudad o Museo Histórico Municipal, que incluía entre
sus fondos materiales arqueológicos, aparte de otros de indudable valor histórico-artístico. Sin embargo, el
propio Ayuntamiento de Valencia del que dependía no le sirvió de una adecuada dotación y las graves deficiencias que acusó le dañaron negativamente, hasta el punto que se llegó a considerar como un punto de
referencia “puramente nominal o administrativa” (Catalá, 1988). Una década más tarde, en 1937 se crea el
Institut d’Estudis Valencians, que pretende servir de canal para la actividad cultural valenciana pero que tuvo
una existencia breve, condicionada por el estallido y las consecuencias de la guerra civil.
En Alicante, en los años treinta, la Comisión Provincial de Monumentos, fundada en 1844 para velar
por el rico patrimonio histórico-artístico de esta provincia, inicia excavaciones de forma sistemática, como
las del Tossal de Manises en la propia ciudad (Lafuente, 1954; 1955). Estos trabajos supusieron un gran empuje para que, en 1932, se inaugurase el Museo Arqueológico Provincial de Alicante, cuyo precedente hay
que buscarlo en la colección arqueológica que los Padres Jesuitas crearon en 1908 y que se exhibía en Orihuela (fig. 9). En 1939 se crea el Museo Arqueológico Municipal de Elche, vinculado al yacimiento arAPL XXVIII, 2010
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Fig. 9. El restaurador Félix Rebollo junto al Padre Belda en el Laboratorio de Restauración del
Museo Arqueológico Provincial de Alicante, ubicado en una de las torres del Palacio de
la Diputación. Archivo gráfico MARQ.
queológico de La Alcudia, fruto de los trabajos y desvelos de D. Alejandro Ramos Folqués, fundador de una
dinastía de propietarios-investigadores. El Museo de Alcoy se crea en 1945, el Museo Arqueológico José
M.ª Soler de Villena en 1957 y, a partir de entonces, otros muchos en diversas localidades alicantinas.13
En la provincia de Castellón se publicaba desde 1920 el Boletín de la Sociedad Castellonense de
Cultura, símbolo de la actividad cultural en dicha provincia. En Castellón antes de la guerra civil abundan
los museos locales;14 algunos de carácter público, como el Museo Arqueológico de las Escuelas Pías de Burriana (1930) o el Provincial de Bellas Artes de la capital, cuya creación se remonta a 1845, siendo su primera sede el antiguo Convento de Santa Clara15 (fig. 10).
Sin embargo, a pesar de que la creación de todas estas entidades suponía ya un avance en la pervivencia de los hallazgos arqueológicos, los problemas para gestionar y proteger dichos bienes seguían siendo
13 Sobre la historia de los distintos museos arqueológicos de Alicante: Belda, 1944: 161-169; 1945: 159-162; Lafuente, 1959; Ramos
Fernández, 1991; 1995; Azuar, 2000: 9-24; Soler, 2000: 35-46; Olcina, 2000: 47-54.
14 Citaremos brevemente la existencia de importantes colecciones privadas, en manos de eruditos destacados de la sociedad local, como
Joaquín Peris, Vicente Forner, Vicente Esteve, Pascual Meneu, Leandro Alloza, Joan Porcar, etc. Sólo una parte de estas colecciones
fue a parar a instituciones museísticas.
15 En la provincia de Castellón habrá que esperar a los años sesenta para que empiecen a cristalizar colecciones arqueológicas o museos como el de Burriana, Segorbe, Onda, Vilavella, La Vall d’Uixó, etc. En 1975 se funda el Servicio de investigaciones arqueológicas y prehistóricas de la Diputación y en 1990 el Laboratorio de Arqueología y Prehistoria de la Universidad Jaume I (Melchor,
1997: 497-506).
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Fig. 10. Vista general del Museo Arqueológico de Burriana en 1967. Archivo del propio Museo.
numerosos. Las iniciativas o las ayudas por parte del poder político para el desarrollo de actividades arqueológicas eran muy deficientes, y algunos autores manifiestan enérgicamente sus quejas a las autoridades municipales a causa de la falta de previsión, las insuficientes subvenciones o la escasez de la plantilla
de contratados dentro de los propios museos (Gómez Serrano, 1932: 6; 1934: 345; De Pedro, 2006: 61-66).
No fueron menos criticados los continuos destrozos ocasionados a consecuencia de las transformaciones
urbanísticas y mejoras de las redes de alcantarillado o de la red telefónica subterránea realizadas en ciudades como Valencia.
Por otra parte, los repetidos cambios de ubicación que se sucedían de forma habitual en las distintas
instituciones museísticas afectaban a la conservación de las piezas, sometidas en continuadas ocasiones al
riesgo que supone su manipulación, embalaje y transporte, con los rudimentarios medios de los que se disponía, evocando el dicho de que “als museus dos trasllats equivalen a un incendi” (Martí Oliver, 2000: 30).
El mal estado general de las instalaciones, ocupando muchas veces edificios reaprovechados que no
fueron proyectados para albergar colecciones históricas, la falta de espacios para el almacenaje, unido a las
pobres condiciones de los existentes, así como los escasos recursos humanos y económicos disponibles, son
sólo algunas de las características que ya hemos repetido y que podemos considerar comunes a los diferentes museos que, o bien ya existían o comenzaron a crearse en todo el territorio valenciano.
Posiblemente la historia del Museo Arqueológico de Sagunto nos puede servir para ilustrar una problemática que acontecía de forma similar en diversas localidades. La primera colección de antigüedades coAPL XXVIII, 2010
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nocida en Sagunto fue creada a finales del siglo XVIII por Enrique Palos y Navarro, alcalde de la ciudad de
Sagunto en época de Carlos IV, que lo nombró “Conservador de las Antigüedades de Murviedro”.16
Dicha colección se ubicó en una sala de la Casa de la Vila, el denominado “cuarto de les pedres”.
Por desgracia, estos restos se perdieron en gran parte con los saqueos de las tropas francesas durante la guerra de la independencia. A consecuencia de esta pérdida, tanto lo que pudo salvarse como aquello que continuaba descubriéndose se iba almacenando en varias dependencias del desmantelado Castillo y del Teatro
(G.A.V., 1976: 18).17
Esta situación se prolongó hasta que en 1925, gracias a las excavaciones que a partir de 1921 realizara González Simancas en el recinto fortificado, se crea el Museo Histórico Militar, también conocido
como Museo del Castillo que, aunque de reducidas dimensiones, permitía al menos exhibir parte de la colección arqueológica. Mientras tanto, el Teatro continuaba atesorando gran parte del material epigráfico y
escultórico, lo que provocó un conflicto de intereses sobre las adjudicaciones de los distintos objetos. Gran
parte de dicha colección fue trasladada a Valencia durante la guerra civil y recuperada en 1943 por el Ayuntamiento de Sagunto. Tras la contienda, Pío Beltrán Villagrasa, nombrado comisario local de excavaciones arqueológicas fue el encargado de retomar la actividad del museo, de adecentar las instalaciones y de
organizar, clasificar e incluso restaurar muchos de los fondos. Su trabajo y todos los problemas a los que
tuvo que enfrentarse han quedado bien reflejados en las Memorias de los Museos Arqueológicos Provinciales y en el Noticiario Arqueológico Hispánico (Beltrán Villagrasa 1945: 216-219; 1953:122-130;
1956:131-168). Sin embargo, el propio Beltrán Villagrasa siempre consideró este Museo del Castillo como
meramente provisional, poco digno y con numerosas e insalvables deficiencias. Este hecho, así como la idea
de poder finalmente reunir los materiales allí guardados junto a los que se conservaban en el Teatro, llevó
al Ayuntamiento a construir una nueva sede junto al Teatro, que fue inaugurada en 1952 y que reunía los
objetos más interesantes de toda la colección, aunque ya desde el principio se quedó pequeño para albergar todos los materiales. En 1962 fue declarado Monumento Histórico-Artístico (G.A.V., 1976: 21) pero,
desafortunadamente, sufrió un grave derrumbe en 1990 que provocó su desaparición y, de nuevo, la dispersión de la colección durante un largo periodo de tiempo.18
Desgraciadamente un punto de inflexión que marcó un antes y un después en la conservación de
nuestros bienes culturales fueron los acontecimientos acaecidos a partir de 1936. Las consecuencias que
para el patrimonio valenciano tuvo la guerra civil fueron devastadoras y serían incontables los atentados que
contra el legado arqueológico se produjeron en numerosas localidades. Demoledoras son las imágenes que
16 El Dr. Enrique Palos fue considerado el primer restaurador del Teatro romano de Sagunto, realizando en las postrimerías del siglo
XVIII y principios del XIX trabajos de limpieza, consolidación y refuerzo de algunas estructuras, cuyos gastos a menudo él mismo
sufragaba, aunque lamentándose de “no disponer de “rentas suficientes” para realizar las obras “de su cuenta”, viéndose precisado
a buscar algunas ayudas con las que acudir a reparar aquella parte “donde amenaza mayor ruina” (Fletcher, 1964-1965: 14-15)
17 El renombrado Teatro romano de Sagunto ha sido en los últimos años desgraciadamente conocido por sus conflictos ante los Tribunales de Justicia, a consecuencia de la intervención de restauración y rehabilitación arquitectónica llevada a cabo sobre sus ruinas por los arquitectos M. Portaceli y G. Grassi. Este caso se ha convertido en un claro testimonio de la aplicación de los criterios
legales de intervención (Martínez, Sánchez-Mesa y Sánchez-Mesa, 2008: 425-437).
18 Muchísimas son las referencias que nos alertan sobre la precaria situación de conservación que el patrimonio saguntino ha sufrido
durante décadas. Abundantes son, como ya hemos advertido, las dedicadas al Teatro romano que, como nos señalaba Fletcher, ha
sido más dañado “por la rapiña humana que por las inclemencias del tiempo” (Fletcher, 1964-1965: 14). Más antiguos los comentarios, entre otros muchos, de Antonio Ponz, que en su Viaje por España se entristecía al ver convertidos los vetustos monumentos saguntinos en “corrales de estiércol” (Ponz, 1774: 227). La alarmante falta de un museo era, sin duda, una de las asignaturas
pendientes que acuciaba desde hace años al legado saguntino, hasta que finalmente, se decidió la rehabilitación de la Casa del Mestre Peña para la nueva ubicación del Museo Arqueológico, inaugurado en 2007. Algunas referencias bibliográficas sobre la historia del Museo Arqueológico de Sagunto y sus colecciones: González Simancas, s/a: 36-39; 1927: 22-31; 1929: 20-21; 1940; Chabret,
1964: 12-13; Bru, 1983: 27-28; Llueca, 1984: 428-447; Blánquez, 1982: 301-306.
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Fig. 11. Fotografía aérea del bombardeo sobre el Castillo de Sagunto en 1938.
Ministero della Difesa. Ufficio Storico di Roma.
conserva el Ufficio Storico di Roma del Ministero della Difesa, que tuvimos la oportunidad de consultar hace
algunos años, en las que se observa la vista aérea de los bombardeos del ejército italiano teniendo como objetivo el Teatro y el Castillo de Sagunto, donde se ubicaba una batería defensiva y era considerada como zona
estratégica de observatorio (Melchor, 2007: 244-260) (fig. 11).
Como ya hemos insinuado al relatar la historia saguntina, una de las medidas que se tomó por parte
de muchas instituciones para la protección de los materiales durante la guerra eran los traslados de las colecciones, en este caso no por un cambio de ubicación de tipo administrativo, sino por el temor ante el halo
de destrucción de la contienda civil. Existe constancia, por ejemplo, de que las piezas más valiosas que habían sido recogidas en las excavaciones del Tossal de Sant Miquel de Llíria (fig. 12) y que el Servicio de
Investigación Prehistórica guardaba dentro de cajas de madera en esa misma localidad en la casa de Porcar,
fueron trasladadas en 1936 como medida de prevención al Museo de Prehistoria de Valencia, conociéndose
años más tarde que las cajas que se habían quedado en Llíria, con los materiales de la última campaña de
excavación, habían sido utilizadas por las tropas para encender fuego, lo que sin duda provocó no solo la
dispersión, sino la destrucción de muchas piezas (Bonet, 2006: 74). Pero ya pudimos advertir que el traslado de las obras no siempre era sinónimo de garantía de seguridad, sino todo lo contrario, por los graves
riesgos que entrañaba el movimiento y manipulación de las obras, muchas de ellas de gran fragilidad. Cuando
en 1938 se producen los bombardeos sobre Valencia, la Junta Delgada de Incautación, Protección y Conservación del Tesoro Artístico Nacional de la ciudad fue la encargada de establecer las medidas oportunas
para garantizar la seguridad de las principales colecciones, entre ellas las del propio Museo de Prehistoria,
recomendando su traslado a los depósitos que dicha Junta tenía en la ciudad de Valencia (Ballester, 1942:
21-22). Sin embargo, el director del Servicio en aquellos años, Isidro Ballester, temiendo por la integridad
de piezas tan delicadas como las cerámicas, propuso que se acondicionara el sótano de la torre del Palacio
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Fig. 12. Excavación del Tossal de Sant Miquel de Llíria bajo la dirección de Lluís Pericot.
1934. Servicio de Investigación Prehistórica. Archivo SIP.
de la Generalitat, sede en aquel periodo del Museo de Prehistoria, y se opuso de forma tajante a transportarlas a ningún otro lugar, argumentando que “ni deben ni pueden sacarse de él si no se quiere correr el
riesgo de que vuelvan a transformarse de nuevo en un montón de cascos rotos” (De Pedro, 2006: 64-65). No
era infundada la preocupación de Ballester si tenemos en cuenta que, en aquellos años, era impensable asegurar la integridad de las piezas sin contar con los recursos, la especialización profesional ni la mentalidad
de prevención que rige cualquier movimiento de obras en nuestros días.
Tras los sucesos de la contienda nacional, que provocaron sin duda la pérdida de una gran cantidad
de materiales, la situación tiende a mejorar. En la ciudad de Valencia, por ejemplo, los cambios fueron significativos; el Servicio de Investigación Prehistórica continúa con sus excavaciones y diversas instituciones
museísticas reanudan la compra de colecciones particulares valencianas, no sólo con el fin de aumentar sus
fondos, sino porque esa era considerada la mejor alternativa para evitar la dispersión o incluso la desaparición de muchos materiales arqueológicos.
El Museo Histórico Municipal, por ejemplo, se centra en la realización de prospecciones arqueológicas en la ciudad y en la adquisición de colecciones privadas. En 1951 se consigue adquirir la colección de
don Miguel Martí Esteve, que junto a numerosas obras de interés artístico contenía una importante sección
de arqueología (Bru y Catalá, 1986: 70). Desde mediados de la década de los 40 los cambios urbanísticos
en la capital fueron también espectaculares, con obras como la apertura de la nueva avenida del Oeste. Precisamente los hallazgos descubiertos en esta gran avenida fueron el desencadenante de la creación del SIAM
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(Servicio de Investigación Arqueológica Municipal) en 1948, a partir de los trabajos de excavación realizados en la conocida como necrópolis de la Boatella. Es también a partir de esta época cuando se impulsan
los primeros congresos arqueológicos que sirvieron para revalorizar aspectos como el intercambio de conocimientos y la cooperación con otros profesionales fuera del territorio valenciano, claro antecedente de
uno de los criterios que actualmente guía la mentalidad del conservador, la colaboración interdisciplinaria.
Pero a pesar de los avances, los obstáculos que muchas instituciones dedicadas a la salvaguardia de
nuestro patrimonio tuvieron que superar fueron numerosos, tal y como advirtieron algunos autores (Ribera,
1983: 17-21; 1984: 12-15; Fernández Izquierdo, 1989: 693-709). Un problema añadido que siempre ha
arrastrado la investigación arqueológica ha sido, como ya avanzamos, la falta de espacios donde almacenar
la enorme cantidad de materiales que, campaña tras campaña, se van recuperando de las excavaciones. Durante muchas décadas los numerosos materiales a menudo se iban abandonando o bien amontonando de
forma incontrolada en diversas dependencias, con un futuro que a largo plazo se adivinaba trágico. Y no sólo
hablamos en general de falta de espacios, sino de falta de espacios en condiciones adecuadas para favorecer la correcta conservación de los objetos, que difícilmente superarán sin daños el trauma que significa
romper la estabilidad en la que se han mantenido durante siglos, para intentar acomodarse a una nueva situación donde se suceden cambios ambientales excesivamente bruscos.
En la mayoría de los casos estos almacenajes improvisados se realizaban sin las adecuadas medidas
de protección y sin llevar a cabo sobre las piezas específicos trabajos de consolidación o estabilización, con
lo que las expectativas de una buena conservación de los objetos, especialmente los más delicados como metales, vidrios o materiales orgánicos, eran bastante escasas. En la ciudad de Valencia las Torres de Quart, la
Lonja o los bajos del Ayuntamiento son algunos ejemplos de estos almacenes que no reunían las condiciones idóneas de conservación, ni obviamente estaban dotados de sistemas de seguridad contra emergencias,
como podían ser las inundaciones. La terrible riada que tuvo lugar en 1957 ocasionó pérdidas irreparables
y graves deterioros en los materiales almacenados en los sótanos del edificio de la Lonja, donde se ubicaba
también el Laboratorio de Arqueología. El expediente nº 22 de 1959 del Ayuntamiento de Valencia (Sección de Archivo; Negociado de Monumentos) comenta esta noticia, indicando la destrucción del mobiliario, el deterioro provocado en muchas piezas y la mezcla de numerosos fragmentos. Las aguas anegaron
igualmente la planta baja del Museo de Bellas Artes en el Colegio Seminario San Pío V, afectando a las colecciones de arqueología y escultura, que sufrieron importantes daños (Benito y Catalán, 1999: 33-34).
Pero como ya sabemos, no sólo las catástrofes naturales han sido las causantes de la pérdida de muchos de nuestros bienes arqueológicos. Acciones vandálicas premeditadas o actos destructivos inconscientes se han venido sucediendo asiduamente a lo largo de los siglos. Las devastadoras consecuencias que los
trabajos agrícolas y el temido arado han ocasionado sobre nuestro patrimonio, han dejado secuelas imborrables sobre numerosos yacimientos arqueológicos ubicados en zonas de cultivo. Disponemos de diversos
testimonios que nos informan sobre esta terrible realidad, no sólo derivada de los problemas que ocasionaba
la continuada labor agrícola de los terrenos, sino por la mutilación intencionada ante la realización de obras.
Destacaremos el estremecedor documento de J.M.ª Doñate que, en una de sus experiencias en la localidad
de Betxí, nos narra como “en una ocasión, (…), estuvimos lo que se dice “lidiando” a un monstruoso Caterpillar, cuando efectuaba unas pasadas de nivelación, arrancándole de entre las cadenas y durante la marcha fragmentos de lucerna o de terra sigillata.” (Doñate, 1969: 223).19
19 En referencia a Villajoyosa “En las inmediaciones de este sitio hasta la orilla del mar descubrió y descubre todavía el arado los cimientos y escombros de una considerable población, que se puede creer fuese la misma ciudad de Idera, de gran extensión. Se descubrieron parte de un acueducto, (…), y lápidas con inscripciones, de las cuales unas se rompieron y otras se colocaron en
Villajoyosa...” (Ceán, 1832, fasc. 2003: 125).
En referencia a El Cabeçolet (Sagunto): “El 6 de marzo, con el delegado de Zona, se visitó este lugar, ocupado por una necrópolis
romana, destrozada por los tractores” (Fletcher, 1964: 379). En referencia a Burriana: “hacia 1940 pude saber de la existencia de
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A estos problemas se suman las dificultades que para la investigación y la conservación arqueológica
ha supuesto el ritmo vertiginoso de la construcción, especialmente dentro de un área urbana, así como el consecuente empleo de máquinas para los trabajos de cimentación. En la capital valenciana hasta 1951 no existía ninguna normativa que prohibiese el empleo de máquinas para realizar la cimentación de los nuevos
edificios que se construían en la ciudad. El 13 de octubre de 1951, debido probablemente a las terribles pérdidas patrimoniales que acontecían de forma habitual, el Ayuntamiento redacta una moción que prohíbe el
empleo del arado en el desfonde de los solares obligando a que la eliminación de tierras se realice de forma
manual, “a brazo” y supervisado por el Servicio de Investigación Arqueológica. Asimismo, en la norma nº
4 advierte “que todo hallazgo de elemento arqueológico será objeto de riguroso respeto por cuantos en la
obras intervengan (propietario, arquitecto, técnicos, contratistas y obreros) y que toda actividad que ponga
en riesgo su entidad o conservación será responsabilizada con las sanciones oportunas”.20 Aún así, la legislación no se debió ejecutar de forma tajante, porque encontramos nuevamente documentación del propio
SIAM que, años más tarde, advierte del incumplimiento de esta normativa.21
Precisamente a finales de los años cincuenta se crea otra destacada institución valenciana, el Centro
Arqueológico Saguntino, que se constituye el 17 de marzo de 1957 y sus funciones quedan establecidas en
el primer número de su boletín Arse, publicado en agosto del mismo año (Llopis, 1957: 8-11) (fig. 13).
Bajo el lema “necesitamos ser conocidos” la asociación se presenta a su sociedad a través de múltiples actividades, (excavaciones, excursiones, restauraciones, biblioteca, conferencias, etc.), siguiendo la estela de
otras muchas agrupaciones valencianas que les habían precedido. Aunque actualmente se pueda argumentar que su criterio de actuación en aquellos años era poco científico, limitándose en muchas ocasiones a la
simple recogida de materiales, es innegable que el Centro ha sido durante décadas una de las pocas entidades preocupada por el patrimonio saguntino y quién sabe si muchas de las piezas halladas en su territorio se
hubieran perdido o quizá emigrado de no existir esta institución, tal y como sucedió en tantas otras poblaciones. También dieron muestras fehacientes de sus desvelos por la conservación de los restos arqueológicos, no sólo formando a profesionales que se dedicaban a las labores de restauración, dentro de los medios
y posibilidades de la época, sino incluso adoctrinando a la sociedad para que se respetasen los antiguos materiales.22
Aunque también en aquella época las dificultades seguían siendo muchas, al menos era manifiesta
la preocupación de los amantes de la arqueología por la conservación de los objetos hallados y así lo atestiguan algunas denuncias vertidas ante los numerosos atropellos que se producían en todas las provincias.
El breve pero crítico artículo que en 1976 escribe Enrique Monzó sobre la conservación de restos arqueológicos es buena muestra de ello, citando casos como las termas aparecidas en Liria, el Circo romano de Sagunto o “los irreparables atentados sufridos por nuestras incomparables pinturas rupestres, que en sus
emplazamientos originales habían resistido el paso de los milenios, y que hoy son arrancadas, mutiladas o
raspadas, perdiéndose para siempre” (Monzó 1976: 23).
Evidentemente, al margen de los trabajos llevados a cabo por aquellas instituciones ya mencionadas
que atesoraban una gran experiencia profesional, todavía en aquel periodo numerosas excavaciones se rea-
un mosaico romano recién exhumado por los jornaleros que trabajaban en el “terrer” de una antigua fábrica de hacer ladrillos;
cuando me interesé por él, se destruyó a conciencia por temor a que les parasen la extracción de arcillas” (Rufino, 1991: 65, citando
a F. Esteve).
20 Expediente nº 28 del Ayuntamiento de Valencia, año 1951, Sección de Archivo; Negociado de Monumentos.
21 Expediente nº 16 del Ayuntamiento de Valencia, año 1953, Sección de Archivo; Negociado de Monumentos.
22 “Una de las continuas labores de los encargados de la sección de Recuperación de este Centro, es la de rogar a propietarios, albañiles, etc., y a todos aquellos cuyos trabajos estén relacionados con remover el subsuelo, para que, si algo encontraran con tufillo
a viejo, a bien tengan no destruirlo y entregarlo a este Centro o al M. I. Ayuntamiento, para así ir engrosando el tesoro arqueológico de nuestro Museo.” (Arse, 1959: 18).
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Fig. 13. Constitución del Centro Arqueológico Saguntino reunido sobre las ruinas del
Teatro romano. Vista general de los asistentes al acto (Llopis, 1957: 9).
lizaban con escaso método arqueológico, por lo que muchos descubrimientos, como ha quedado atestiguado
en varias ocasiones, eran fruto de la providencia más que del rigor. No nos resistimos a citar un breve texto
de Hipólito Navarro Villaplana, que hace referencia al hallazgo fortuito de un mosaico descubierto en la localidad de Petrer en 1975 y que confirma como, a menudo, la suerte se convertía en el mejor aliado de los
bienes arqueológicos y en una auténtica tabla de salvación para muchas piezas: “Siempre he tenido la sensación de que el hallazgo fue prodigioso o, si se quiere, debido a una serie de connotaciones difíciles de explicar. ¿No es maravilloso que se abriera una calle, hoy de la Constitución y que la excavadora ahondara hasta
dejar dos centímetros de tierra salvándose el mosaico? ¿Que lloviese durante dos días de manera casi torrencial, evitando la continuación de los trabajos y que el agua descarnara, limara la tierra dejando apenas
un trozo visible; y que al pasar por la mañana Andrés Vicedo por allí, le llamara la atención una “cosa”
nada corriente y diera cuenta al Ayuntamiento y éste a Enrique Amat? En fin, una serie de casualidades que
yo llamé providenciales.” (Navarro, 1988).
El cambio que en las últimas décadas del siglo XX se produce en la metodología de excavación favorecerá no sólo la investigación arqueológica, sino consecuentemente la conservación de los hallazgos; la
sustitución del sistema ya obsoleto de pequeñas catas con testigos intermedios por un método de excavación
secuencial, donde se identifican las distintas unidades estratigráficas o capas naturales del terreno, repercutirá por tanto en la mejora de la conservación arqueológica.
Otro detalle que no podemos dejar de mencionar es la situación ventajosa en la que se ha encontrado
durante mucho tiempo la investigación sobre ciertos periodos históricos como, por ejemplo, el caso de los
descubrimientos prehistóricos. La arqueología como ciencia tenía en sus orígenes una importantísima filiación hacia la geología ya que ésta, a su vez, fue la primera en tratar los restos fósiles paleontológicos y de
los primeros homínidos. Con la evolución de la investigación prehistórica hacia un nacionalismo, que pretendía ahondar en sus orígenes, crece en España el interés por el conocimiento de los pueblos primitivos o
prehistóricos, que en nuestro caso incluiría a los iberos. El hecho de que los estudios referentes al mundo
prehistórico hayan ocupado un lugar de relevancia dentro de la investigación arqueológica valenciana, ha
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podido repercutir en la conservación del resto de hallazgos de otras culturas menos privilegiadas. Algunos
autores llegaron a comentar la situación de penuria que durante años había sufrido, por ejemplo, el mundo
romano y toda su cultura material, haciendo responsable de este abandono no sólo a la escasez de medios,
sino al propio interés que despertaban en los principales investigadores épocas como la Prehistoria o la cultura ibérica, ignorando los testigos romanos por considerarlos como una simple recopilación de obras de arte
para museos o como un estudio agotado que poco se podía ampliar (Abad, 1985: 337-339). Lo cierto es que
la falta de investigación específica sobre algunos periodos históricos ha afectado negativamente a la conservación de unos hallazgos a los cuales, por desconocimiento, se les restaba importancia. Beltrán López,
cronista de Benifayó, nos comenta cómo tristemente gran cantidad de restos arqueológicos habían sido durante siglos destruidos intencionadamente por los propietarios de los terrenos o por los propios labradores,
muchos de los cuales no sabían valorar su importancia al atribuirlos “als temps d’els moros” (Beltrán López,
1983: 36). Igualmente otros autores nos han advertido acerca de estas negligencias producidas cuando “el
labrador, (…), suele encontrar trozos de piedras, recias cimentaciones y alguna que otra moneda romana;
(…). Estos hallazgos no trascienden de la familia agrícola, quedando ignorados por carencia de interés en
la divulgación de semejantes restos, casi siempre atribuidos por los labradores valencianos al tiempo de los
árabes, “obra de moros”, conforme al común sentir de la gente popular.” (Tramoyeres y Fita, 1917: 41).
Por último, un problema que repercutía directamente en la perdurabilidad de los descubrimientos arqueológicos y que en alguna ocasión hemos ya insinuado, era la falta de profesionales especializados en conservación y restauración. De hecho, aunque con el paso del tiempo el listado de museos arqueológicos iba
creciendo, no así el número de laboratorios de restauración que, dentro de estas instituciones, trabajaban de
forma paralela a los estudios e investigaciones sobre un gran número de materiales que año tras año se iban
acumulando en sus dependencias. El principal problema, no era ya sólo la falta de recursos humanos o económicos, sino el hecho de que no hubiera realmente profesionales expertos en conservación y restauración,
al no existir todavía una titulación específica. Los trabajos se confiaban entonces, como única alternativa, a
personas con formación autodidacta, por lo que numerosos hallazgos han llegado a nuestros días con diversas
alteraciones y sin que conozcamos en la mayoría de los casos cuál ha sido el tratamiento aplicado, ya que
los materiales empleados dependían de los recursos y prácticas del momento y no era habitual la documentación exhaustiva de las intervenciones realizadas.
Pocos eran los museos o las instituciones que disponían de personal contratado para realizar estas labores. Profesionalmente eran denominados en muchos casos “reconstructores”, en referencia obviamente a
su principal trabajo de recomposición de piezas. El Museo de Prehistoria, por ejemplo, contó desde sus primeros años con un Laboratorio y, posteriormente, con varias generaciones de restauradores (figs. 14 y 15).
El primero de ellos fue Salvador Espí, capataz-reconstructor que, aparte de ser ayudante en los trabajos de
excavación, se dedicaba de forma artesanal a la restauración de gran cantidad de objetos arqueológicos (Pasíes y Peiró, 2006: 171-1). Como empleado de la Diputación de Alicante figuraba Félix Rebollo Casanova
(Belda, 1945: 161-162), que se ocupó durante años de la restauración de muchos materiales y cuyas funciones, a partir de 1976, fueron realizadas por Vicente Bernabeu, que consigue la plaza de restaurador de
arqueología para el Museo Arqueológico Provincial de Alicante (Soler, 2000: 40, 45). Sagunto tenía su propia “escuela de reconstructores”, donde aficionados a la arqueología y miembros fundadores del Centro Arqueológico Saguntino, como Facundo Roca (fig. 16) o Miguel Hernández, entre otros, dedicaron muchos
años y esfuerzos a la restauración del patrimonio saguntino, siendo además reconocidos especialistas en el
tratamiento de mosaicos y requeridos para realizar intervenciones en otras ciudades como Zaragoza, Castellón, Teruel o Tarragona (Arse, 1964: 22-23; Llueca, 1996-1997: 9-11), dedicándose también a la divulgación de sus actividades en el Boletín Arse e incluso en Congresos Nacionales de Restauración (Hernández,
1980: 217-222; 1982: 307-311; 1991: 361-369; Roca, 1978). La constante preocupación de nuestros antecesores por la conservación del patrimonio valenciano ha estado siempre patente y, gracias a ellos, se ha logrado salvar un impresionante conjunto de materiales que quizá, en otras condiciones, hubiera corrido peor
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Fig. 14. Trabajos de restauración de Salvador Espí (sentado a la derecha) y José M.ª
Montañana (de pie a la izquierda) en el Laboratorio de Restauración del Museo
de Prehistoria de Valencia. Años 40. Archivo SIP.
Fig. 15. El restaurador del Museo de Prehistoria de Valencia,
Inocencio Sarrión, desenrollando uno de los plomos ibéricos del
Castellet de Bernabé de Llíria. Año 1995. Archivo SIP.
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Fig. 16. Facundo Roca, restaurador del Centro Arqueológico Saguntino (Llueca, 1996-1997: 12).
suerte. Digna de alabar es la meritoria labor de todos aquellos que incansablemente trabajaron con precarios medios, escasa formación e infinita paciencia para recuperar todo tipo de materiales arqueológicos.
En cualquier caso, dentro de las distintas instituciones museísticas que se iban creando, el personal
contratado para realizar las delicadas labores de conservación y restauración era mínimo y probablemente
podamos puntualizar que lo sigue siendo, a juzgar por lo cercanas que nos parecen las palabras que citara
Isidro Ballester: “El reconstructor Salvador Espí, que como el año anterior, tuvo en 1934 que simultanear
sus trabajos de laboratorio con los de capataz de excavaciones y otras actividades más propias de mozo de
Laboratorio y de Museo, ha continuado la cuidadosa y delicada labor de lavado y reconstrucción de la cerámica, pero con la obligada lentitud que trabajar en tales condiciones impone, (…). Todo ello se resolvería, o se aminoraría cuando menos, aumentando el personal especializado en labores tan delicadas, si se
dispusiera de mayor consignación.” (Ballester, 1935: 69).
Posiblemente a consecuencia de la falta de personal y de la escasa formación técnica de muchos restauradores de la época, en ocasiones se recurría a otras entidades más experimentadas para solucionar problemas específicos. De hecho, tenemos constancia de que, a partir de los años sesenta, se solía contactar con
el Instituto de Conservación de Obras y Objetos de Arte y Arqueología (ICROA),23 creado en Madrid en
1961, en cuyos laboratorios se intervinieron varias piezas significativas, como es el caso de la escultura en
bronce del Apolo de Pinedo, de la colección del Museo de Prehistoria de Valencia (La Labor, 1968: 82; Díaz,
1994: 69-76). También restauradores del Museo de Barcelona, como Jaume Mayas, ofrecieron en momentos puntuales su asesoramiento a este mismo Museo para realizar diversos tratamientos sobre plomos ibéricos escritos.
23 En 1985 pasa a nombrarse Instituto de Conservación y Restauración de Bienes Culturales y recientemente ha vuelto a cambiar su
denominación a la de Instituto del Patrimonio Cultural de España.
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Sin embargo, de nuevo nos hemos referido básicamente a la intervención en laboratorio de los materiales arqueológicos ya extraídos, sin considerar apenas los tratamientos de conservación in situ. Si ya era
difícil lograr la pervivencia de los objetos dentro de las instituciones, más aun lo era para los restos de estructuras arqueológicas, que rara vez disfrutaban de medidas de protección a largo plazo y operaciones de
mantenimiento periódico. Las labores de limpieza, consolidación o extracción de muchos restos arqueológicos eran realizadas a menudo por simples obreros dirigidos por estudiosos o cronistas de la época, que ponían su voluntad y sus esfuerzos en la defensa de estos bienes. Constatados han quedado los golpes con
zapapico sobre algunas piezas (Bonet, 2006: 81), tal y como anecdóticamente nos describen por ejemplo los
diarios de excavación en el Tossal de Sant Miquel de Llíria.24 A pesar de estas desafortunadas circunstancias la actitud habitual era la de extremar el cuidado durante el desenterramiento de los restos.
Pero el problema ya no era sólo el proceso de excavación, sino los efectos posteriores a su inmediato
descubrimiento. Obviamente, no abundaban los profesionales que, dentro de la propia dinámica de una excavación arqueológica, se preocuparan y se ocuparan de aminorar las alteraciones que, sin la menor duda,
un drástico desenterramiento producía en los distintos materiales, así como de asegurar las mejores condiciones de embalaje y traslado de materiales. A pesar de los avances, seguían existiendo serias deficiencias
en lo que a actuaciones de prevención y proyectos de conservación in situ de zonas arqueológicas se trata.
Y no nos referimos, obviamente, a las sencillas obras de consolidación que se podían realizar puntualmente
sobre algunas estructuras una vez finalizada la excavación y que tenían la consideración de definitivas, sino
al desarrollo de proyectos integrales de protección programada y mantenimiento a largo plazo que garantizasen la perdurabilidad de los restos. Éste es, fundamentalmente, el testigo que los profesionales de la conservación y restauración arqueológica hemos recogido en la actualidad y el compromiso que hemos adquirido
para dignificar unos restos que son el reflejo de nuestra historia cultural.
CONSERVAR PARA LAS FUTURAS GENERACIONES
Para frenar toda esta problemática que hemos venido argumentando, era necesario un cambio de
mentalidad en la sociedad, que aprendiera a considerar al legado arqueológico como responsabilidad propia y a valorar la importancia de su conservación para el futuro. Como integrantes de una sociedad que ha
tomado conciencia del valor de los bienes culturales, el primer gran logro ha sido precisamente el hecho de
mentalizarnos de que todos somos responsables de la conservación de nuestro patrimonio arqueológico y de
que este legado histórico se transmita a las generaciones futuras en las mejores condiciones posibles, respetando al máximo su significado y materia original y las características estéticas, históricas y funcionales
de la propia obra, que siempre es única e irrepetible.
En los últimos años hemos asistido a un gran avance en la disciplina de la conservación y restauración. Como recordaremos el Instituto de Conservación de Obras y Objetos de Arte y Arqueología de Madrid (ICROA) se crea en 1961, siguiendo la estela de otras importantes instituciones internacionales, como
el Istituto Centrale del Restauro de Roma (1938), impulsado por Cesare Brandi. Por otra parte, en España
24 “Sobre las 5 de la tarde, cavando Espí, halla, en la 2ª capa compuesta de tierras aún de arrastre, (…), una lámina de plomo de forma
algo elipsoidal y bordes irregulares, doblada por el centro sobre sí misma, que al recibir un golpe de zapapico en uno de los ángulos del doblez, se rompe un poco y deja ver dentro, aprisionada, otra mas pequeña y delgada laminilla de plomo doblada varias veces
apretadamente sobre sí misma. La lámina exterior se ha podido abrir sin deterioro (salvo el dicho); pero la pequeña está tan prieta,
es tan delgadita (…) que no lo intentamos siquiera” (Tossal de Sant Miquel, 1940, Diario 43: 10-11).
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los centros docentes específicos en dichas materias son muy recientes. La primera Escuela Superior de Conservación y Restauración a nivel nacional es la de Madrid y su creación se remonta a los años sesenta, vinculada al propio ICROA. En la Comunidad Valenciana, sin embargo, los estudios sobre estas materias son
bastante posteriores y se sitúan en el ámbito universitario; el área propia del Departamento de Conservación
y Restauración dentro de la Facultad de Bellas de la Universidad Politécnica de Valencia fue concedida por
el Ministerio de Cultura, Educación y Ciencia en 1991. De ahí que, hasta hace pocos años, la falta de una
formación especializada repercutía negativamente en la correcta conservación e intervención de los hallazgos arqueológicos, sobre los que habitualmente se actuaba con más voluntad que criterio. Hoy en día, sin
embargo, el referente es la actual figura del conservador-restaurador, considerada ya como una especialización profesional que se ocupa de la pervivencia de los bienes culturales, actuando con un estricto respeto
al original conservado.
Aunque hoy tengamos claros estos conceptos, se trata de una terminología muy moderna, con criterios que empezaron a establecerse en el siglo XX, gracias a publicaciones como la Teoria del Restauro de
Cesare Brandi (1963).25 Documentos como la Carta de Atenas de 1931 o la Carta de Venecia de 1964 fueron básicos para el establecimiento de los principales criterios de actuación, redactando una serie de instrucciones u orientaciones para la restauración de monumentos, entre los cuales se encuentran los restos
arqueológicos. Un avance significativo fue la aparición de la italiana Carta del Restauro de 1972,26 donde
se abordan recomendaciones que afectan a las intervenciones sobre diversas tipologías de bienes y, entre
ellas, la disciplina arqueológica, incluyendo unas “Instrucciones para la salvaguardia y restauración de Antigüedades”, donde ya se citan unos sencillos criterios de actuación aplicables a objetos cerámicos, vidrios,
metales o mosaicos, entre otros, aparte de algunas referencias sobre el tratamiento de los hallazgos subacuáticos. No es de extrañar que todos estos documentos se sitúen cronológicamente entre la primera mitad
del siglo XX y hasta después de la segunda guerra mundial, momento en el cual se toma conciencia del gran
poder destructivo de la civilización moderna. Sentaron las bases de los que actualmente consideramos criterios y actitudes fundamentales en la intervención sobre patrimonio, como la interdisciplinariedad, el respeto al original, el reconocimiento de los añadidos, la reversibilidad de los tratamientos, la compatibilidad
de los materiales, el apoyo de las técnicas científicas de análisis, la mínima intervención o la importancia
de la prevención y de la documentación (fig. 17).
Evidentemente, gran parte de estos logros no se hubieran podido afianzar sin el desarrollo real de una
legislación específica para la protección de nuestros bienes culturales. En España esta legislación oficial
tuvo que esperar muchos años y no será hasta el siglo XX cuando empiezan a redactarse las principales
leyes oficiales,27 con algunos precedentes de disposiciones puntuales que podemos situar en el siglo anterior, aunque de poca eficacia. Tras los años nada fáciles de la guerra civil y el periodo de posguerra, la preocupación por la conservación del patrimonio cultural en las últimas décadas del siglo XX queda reflejada
25 La primera edición de esta obra aparece en Roma en 1963. La versión española es de 1988, de la editorial Alianza, Madrid.
26 Revisada años más tarde en la conocida como Carta de 1987 de la conservación y restauración de los objetos de arte y cultura.
27 Ante la falta de eficacia de las anteriores normativas decretadas en el siglo XIX, son diversos los documentos legislativos que surgen en este nuevo periodo, encaminados en su mayor parte a paliar el problema e la exportación ilícita y a establecer medidas para
la protección, conservación y acrecentamiento de la riqueza artística de España (García, 2009: 105-164; Sanz, 1996: 261-272). La
ya citada Ley de Excavaciones y Antigüedades de 7 de julio de 1911, reglamentada por el Real Decreto de 1 de marzo de 1912
(Yáñez, 1997: 423-429), regula las actividades arqueológicas y la supervisión de las mismas por el Estado, “prohibiéndose en absoluto los deterioros intencionados” (Art. 3) y “exigiendo siempre que las condiciones en que los objetos se conserven permitan
cumplir los fines de cultura a que se destinan” (Art. 8). La Ley de Monumentos Arquitectónicos-Artísticos de marzo de 1915, que
insta a la catalogación de los monumentos arquitectónicos. El Decreto Ley de 9 de agosto de 1926, que intenta establecer unas mayores medidas de protección del tesoro artístico-histórico. La Constitución de 1931, por su parte, establece en el Art. 45 que “toda
la riqueza artística e histórica del país, sea quien fuere su dueño, constituye tesoro cultural de la Nación y estará bajo la salvaguardia del Estado, que podrá prohibir su exportación y enajenación y decretar las expropiaciones legales que estimare oportunas para
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Fig. 17. Proceso de limpieza de una fíbula de bronce bajo la lupa
binocular. Laboratorio del Museo de Prehistoria de Valencia.
Año 2009. Archivo SIP.
su defensa. El Estado organizará un registro de la riqueza artística e histórica, asegurará su celosa custodia y atenderá a su perfecta
conservación”. La conocida como Ley del Tesoro Artístico de 13 de mayo de 1933 (modificada por la de 22 de diciembre de 1955)
supondrá la culminación de los esfuerzos realizados durante el periodo de la Segunda República en lo que a medidas de protección,
conservación y acrecentamiento del patrimonio se refiere. En dicha Ley se establecen las oportunas inspecciones por parte del Inspector General de Monumentos, cargo que deberá recaer en un profesional cualificado de la arqueología y que dependerá de la Junta
Superior del Tesoro Artístico. La Ley, en su artículo 19, es rotunda también en lo que se refiere al cumplimiento de algunos criterios modernos de restauración, indicando que “se proscribe todo intento de reconstrucción de los monumentos, procurándose por
todos los medios de la técnica su conservación y consolidación, limitándose a restaurar lo que fuera absolutamente indispensable
y dejando siempre reconocibles las adiciones”.
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en diferentes textos, desde la Constitución Española de 197828 a la Ley 16/1985 de Patrimonio Histórico Español,29 que establecen la responsabilidad de los poderes públicos para garantizar su conservación. Por otro
lado, también algunos artículos del Código Civil y el Código Penal regulan cuestiones referentes a la propiedad y sancionan diversos delitos contra el patrimonio (robo, expolio, estafa, contrabando, etc.). A estas
normativas nacionales se le han ido sumando en los últimos años las diferentes Leyes de Patrimonio Histórico de las Comunidades Autónomas y, entre ellas, la ley 4/1998 de Patrimonio Cultural Valenciano (última
modificación realizada en 2007). La ley valenciana supone un significativo avance legal para regular muchas de las actividades que perjudicaban seriamente a los bienes patrimoniales de nuestro territorio, incluyendo en uno de sus apartados aspectos referidos a las actuaciones arqueológicas y paleontológicas. En lo
concerniente precisamente a este tipo de intervenciones, se publicaba en 1987 la Orden que regula la realización de actividades arqueológicas en la Comunidad Valenciana, “inspirada en el propósito de garantizar,
técnicamente, la protección de aquel patrimonio y de permitir, al mismo tiempo, el mejor rendimiento científico de la investigación” (Preámbulo).
De todas formas, aunque la validez de estos textos es indiscutible como punto de partida, no profundizan en muchos de los problemas con los que nos enfrentamos en materia de conservación y restauración
de los bienes arqueológicos. Complementando la legislación nacional, han ido surgiendo diferentes documentos internacionales que intentan abrir nuevas perspectivas de actuación en lo relativo a la arqueología,
algunos con carácter de obligatoriedad, como el Convenio europeo para la protección y la gestión del patrimonio arqueológico (Londres 1969, ratificado en la Convención de Malta de 199230) y otros sólo orientativos, como la Recomendación que define los principios internacionales que deberán aplicarse en las
excavaciones arqueológicas (Nueva Delhi 1956), la Recomendación para la conservación integrada del patrimonio histórico relativa a la protección y puesta en valor del patrimonio arqueológico en el contexto de
las operaciones urbanísticas de ámbito urbano y rural (1989) o la Carta para la protección y la gestión del
patrimonio arqueológico (Lausana 1990) (Querol y Martínez, 1996: 295-306; Mariné, 1996: 273-282; Macarrón, 2008: 180-211). En ésta última, se tratan de forma especial algunos aspectos que consideramos de
enorme importancia para garantizar la correcta conservación de los restos arqueológicos y que fueron posteriormente tenidos en cuenta en la Convención de Malta de 1992; en el Preámbulo se advierte de la necesidad de una “colaboración efectiva entre especialistas de múltiples y diversas disciplinas”, exigiendo
también “la cooperación de las instancias de la Administración, de investigadores, de empresas privadas y
del gran público”, así como el requisito de profesionalidad y del “dominio de numerosas disciplinas en un
alto grado académico y científico” (Art. 8). Se corrobora por tanto el hecho de que la conservación es una
obligación moral de todo ser humano y que “la cooperación internacional resulta esencial para hacer respetar los criterios de gestión de este patrimonio” (Art. 9). Nos indica también la importancia de las políticas
de protección de los bienes arqueológicos dentro de los planes de utilización del suelo y ordenación del territorio, ya sea rural o urbano, así como la provisión de fondos para llevar a cabo dichos programas de protección (Art. 2 y 3), prohibiendo la “destrucción, degradación o alteración por modificación de cualquier
monumento o conjunto arqueológico, o de su entorno” (Art. 3). Y además, establece como objetivo fundamental la conservación in situ, subrayando la necesidad de una especial protección del patrimonio arqueológico, que “no debe estar expuesto a los riesgos y consecuencias de la excavación, ni abandonado después
de la misma sin una garantía previa de financiación que asegure su adecuado mantenimiento y conservación”
28 “Los poderes públicos procurarán garantizar la conservación y promoverán el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y
artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran” (Art. 46 de la Constitución Española de 1978).
29 “Los poderes públicos procurarán por todos los medios de la técnica la conservación, consolidación y mejora de los Bienes declarados de Interés Cultural, así como los bienes muebles incluidos en el inventario general” (Art. 39.1 de la Ley 16/1985 de Patrimonio Histórico Español).
30 España se adhiere al Convenio Europeo de Londres en 1975, cuyo principal objetivos era controlar el expolio y el consiguiente tráfico ilegal de los bienes arqueológicos.
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(Art. 6). Estas palabras son de gran importancia porque manifiestan cómo los hallazgos arqueológicos merecen ser conservados no únicamente como fuente de investigación, sino como un valor cultural en sí mismos, evidenciando entonces la preocupación por su conservación incluso después de la excavación (fig. 18).
Por otra parte, aunque en este artículo nos hemos centrado en aquellos aspectos que afectan básicamente a
la conservación de los bienes procedentes de excavaciones terrestres, es obvio que un tema aparte sería el
de la protección del patrimonio subacuático, con una problemática muy específica y compleja que, sin lugar
a dudas, requeriría un análisis en profundidad, amparado en las últimas normativas internacionales.31
Con el fin de intentar esclarecer los criterios con los que abordar la intervención en patrimonio y definir la profesión del conservador-restaurador son varios los documentos sin carácter legislativo que han
surgido bajo el amparo de diversas instituciones. Por citar sólo algunos recordamos que en 1984 se redacta
la Carta de Copenhague, patrocinada por el ICCROM, donde se define nuestra profesión como una disciplina autónoma independiente de la labor del artista o artesano. En 1997 se presenta el Documento de Pavía,
donde diferentes expertos europeos debaten sobre las competencias profesionales del conservador-restaurador. La última definición de nuestro perfil la establece el documento ECCO Profesional Guidelines II
(2002)32 donde se determina un código deontológico, con derechos y deberes profesionales con respecto al
patrimonio cultural. ECCO (European Confederation of Conservator-Restorers’ Organisations) nos advierte también que la labor del conservador-restaurador va más allá de la acción de restaurar, considerada
como intervención directa, ya que incluye además otras múltiples competencias, como el desarrollo de proyectos de prevención dentro de grupos interdisciplinarios que garanticen la correcta perdurabilidad de los
bienes, la elaboración de informes, las asistencias técnicas, las inspecciones periódicas, las labores de correo, la realización de investigaciones y programas educativos o la divulgación de las informaciones obtenidas, siendo además el responsable de promover en nuestra sociedad una mejor comprensión en materia de
conservación-restauración.33
Es evidente que si en estos últimos años de continua revisión de criterios tuviéramos que destacar
algún concepto, éste sería el de la conservación preventiva. Sobre su importancia dentro de las instituciones se debatió en la Reunión de Vantaa (2000), porque “aminora el ritmo de deterioro de colecciones enteras y, por ello, es pieza fundamental de toda estrategia de conservación y un medio eficaz y económico de
preservar la integridad del patrimonio cultural, reduciendo la necesidad de una intervención adicional sobre
los objetos por separado”.34
En la actualidad, de acuerdo a la última definición establecida en 2008 por el ICOM-CC,35 la conservación es una disciplina científica, alejada de la figura del artesano-reparador, donde la restauración como
intervención activa es sólo una faceta más de la propia actividad de conservación, en la que debemos hacer
31 En 2001 la UNESCO aprueba en Paris la Convención Internacional sobre la Protección del Patrimonio Cultural Subacuático, ratificada por el Gobierno español en junio de 2005. El Centro de arqueología subacuática de la Comunidad Valenciana (CASCV) se
crea en 1996 y se ubica en el puerto de Burriana, aunque su actividad es bastante limitada en comparación con otras entidades similares del territorio nacional (Cartagena, Cádiz o Cataluña). Todas estas entidades, junto al Ministerio de Cultura y otras instituciones colaboradoras, presentaron en 2010 el Libro Verde del Plan de Protección del Patrimonio subacuático.
http://www.mcu.es/patrimonio/MC/LibroVerde/Capitulos.html [consulta: 11/10/2010].
32 http://www.ecco-eu.org/about-e.c.c.o./profesional-guidelines-3.html [consulta: 15/3/2010].
33 En 2005 el grupo de trabajo de conservadores-restauradores de la Subdirección General de Museos Estatales en España publica
unas conclusiones para intentar definir los campos de actuación de estos profesionales en los museos, dejando bien especificadas
en el texto sus variadas funciones (Rallo y Sanz, 2005: 60-65).
http://mcu.es/ museos/docs/MC/MES/Rev1/s2_4conservadorRestaurador.pdf [consulta: 15/3/2010].
34 En 2006 se redacta el Código de deontología del ICOM, que establece las normas mínimas de conducta y práctica profesional para
los museos y su personal, distinguiendo entre conservación preventiva y restauración.
http://icom.museum/codigo.html [consulta: 15/3/2010].
35 International Council of Museums-Committee for Conservation. Terminología para definir la conservación del patrimonio cultural tangible (2008). http://www.icom-cc.org/54/document/icom-cc-resolucion-terminologia-español/?id=748 [consulta: 15/3/2010].
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Fig. 18. Trabajos de conservación en la excavación de Els Alters de L’Ènova (Valencia).
Año 2006.
Fig. 19. Medidas de conservación preventiva. Embalaje de piezas de vidrio en condiciones
que garanticen su preservación. Archivo SIP.
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Fig. 20. Proceso de consolidación in situ de una estructura en el yacimiento de la Lloma
de Betxí en Paterna (Valencia). Año 2007. Archivo SIP.
prevalecer el concepto de prevención para evitar o minimizar el deterioro (fig. 19). Frente a una desmesurada actividad restauradora, que podemos considerar totalmente subjetiva, se apuesta por la objetividad que
nos ofrece la conservación preventiva y la mínima intervención, sin realizar falsificaciones, conscientes del
daño que cualquier actuación directa puede ocasionar a las obras.
Para concluir, querríamos hacer hincapié en algunos aspectos que, desde nuestra profesión, consideramos fundamentales para la conservación de nuestros bienes arqueológicos; en primer lugar somos conscientes de que la arqueología no puede considerarse como un obstáculo para el progreso de la sociedad y su
desarrollo económico, por lo que para esta ciencia es difícilmente comprensible cualquier alternativa que
plantee reducir sensiblemente el número de excavaciones integrales, en favor de unos métodos no destructivos que, al menos hoy en día, no son de total efectividad ni proporcionan a menudo resultados esclarecedores. Sin embargo, desde una actitud de responsabilidad ante nuestro patrimonio, creemos que la decisión
o no de realizar una excavación debería ser reflexionada en profundidad, siendo conscientes de que cualquier
excavación arqueológica implica una destrucción.36
36 El criterio de mínima intervención aplicado en este caso ya no sólo a las actuaciones de restauración sino incluso a las propias excavaciones arqueológicas fue ya insinuado en 1959 por Sigfried J. De Laet en su obra L’Archéologie et ses problèmes: “Aunque
toda excavación arqueológica lleva consigo necesariamente la destrucción parcial de los documentos que son objeto de examen,
es un deber del arqueólogo el limitar esta destrucción al mínimo estricto. Hay que reservar a los sabios del futuro, que dispondrán
de técnicas mucho más desarrolladas y refinadas que las nuestras, la posibilidad de someter nuestras propias investigaciones a una
comprobación siempre deseable y efectuar excavaciones complementarias que podrán señalar aspectos del pasado que con nuestros medios actuales de investigación no podemos encontrar. Es por tanto muy deseable que, cada vez que sea posible, se reserve
una parte del yacimiento, de manera que nuestros sucesores lo encuentren intacto.” (Laet, 1960: 84-85). Este mismo autor, en sus
conclusiones, argumentaba la importancia de la concienciación social porque “toda legislación será, sin embargo, inútil si no se consigue cambiar la mentalidad del gran público” (Laet, 1960: 197).
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La realidad nos demuestra en multitud de ocasiones que no se proporcionan suficientes recursos humanos, técnicos y económicos para conservar adecuadamente todo lo que se excava. Las inversiones no
suelen ser suficientes ni para los restos conservados in situ, que requieren en la práctica de abultados presupuestos para cumplir las recomendaciones estipuladas en los distintos convenios, ni tampoco para las colecciones recogidas en los museos, en donde aparte de los efectos negativos derivados de la descontextualización del objeto arqueológico, se unen los graves problemas de almacenaje de lo que desgraciadamente se llega a convertir en un “peso muerto del pasado”, de cuyas consecuencias son conscientes dichas
instituciones museísticas ya que, con la escasa financiación disponible, difícilmente se pueden abordar las
exigencias que establecen los protocolos de conservación preventiva.
Un gran paso en beneficio del adecuado tratamiento que se le da a estos bienes, sería también la estricta colaboración entre arqueólogos y profesionales de la conservación-restauración (Pedelì y Pulga, 2002:
3-12, Morales, 2005: 32-36), estableciendo la obligatoriedad de que estos últimos formaran parte del equipo
de cualquier intervención arqueológica, no sólo en los casos de urgencias o imprevistos, sino desde el proyecto inicial, durante todo el periodo de la excavación e incluso después de la misma, buscando en todo momento apoyos interdisciplinarios y planteando juntos alternativas de protección futura de los restos, como
pueden ser, por ejemplo, la construcción de cubiertas, el establecimiento de medidas de mantenimiento continuo o la decisión del recubrimiento hasta que se consigan los medios necesarios para garantizar la perdurabilidad de los restos (Standley-Price, 2004; Laurenti, 2006).
Obviamente, sabemos que en la actualidad los problemas no han desaparecido, pero sin duda existe
al menos una mayor concienciación y una supuesta garantía de que los hallazgos arqueológicos se tratarán
con un rigor científico del que hace pocos años se carecía (fig. 20). Con el giro que ha dado nuestra actividad profesional en los últimos años se ha notado una sensible mejora en muchos proyectos que esperamos
puedan continuar desarrollándose sin demasiados obstáculos políticos o económicos. Proyectos donde los
distintos profesionales colaboremos para conseguir un único fin: la revalorización de nuestro patrimonio
arqueológico. En los que se logre aunar esfuerzos para llevar a la práctica el ideal de la conservación programada, a corto, medio y largo plazo, previamente incluso al momento del descubrimiento de los hallazgos y prolongando nuestro objetivo a las futuras generaciones. Y donde realmente podamos dar prioridad
al concepto de conservación preventiva, hablando no sólo de técnicas o soluciones de intervención directa
sobre las obras, sino de alternativas de mantenimiento y protección y de proyectos globales de conservación.
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ARCHIVO DE PREHISTORIA LEVANTINA
Vol. XXVIII, Valencia, 2010, p. 367-402
Trinidad PASÍES OVIEDO (a)
Reflexiones sobre los problemas
de la conservación arqueológica
en el territorio valenciano
RESUMEN: Arqueología y conservación son dos conceptos que a lo largo de la historia no siempre se
han podido compaginar de la mejor manera posible. Los problemas que afectan a la conservación de los
hallazgos arqueológicos son numerosos, desde el instante del descubrimiento, cuando se rompe el equilibrio en el que las estructuras y los objetos han permanecido durante siglos, al momento de su conservación a largo plazo, donde la prevención se convierte en un requisito prioritario para la pervivencia
futura de las obras, expuestas a nuevas condiciones ambientales y a situaciones de riesgo. Por desgracia el ser humano, principal responsable de su perdurabilidad, a menudo se convierte paradójicamente
en una de las principales causas de degradación de los restos arqueológicos.
PALABRAS CLAVE: Conservación arqueológica, restauración, criterios, prevención.
Réflexions concernant les problèmes de conservation archéologique
en territoire valencien
RÉSUMÉ : L’archéologie et la conservation sont deux concepts qui, tout au long de l’histoire, n’ont pu
se concilier de la meilleure des façons. Les problèmes qui affectent la conservation des vestiges
archéologiques sont nombreux, depuis le moment de la découverte, quand se rompt l’équilibre dans
lequel les structures et les objets sont restés pendant des siècles, jusqu’au moment de sa conservation à
long terme, où la prévention devient une condition primordiale pour la survie future des oeuvres,
exposées à de nouvelles conditions environnementales et à des situations à risque. Malheureusement
l’homme, pourtant principal responsable de sa durabilité, devient souvent et paradoxalement une des
principales causes de dégradation des restes archéologiques.
MOTS CLÉS : Conservation archéologique, restauration, critères, prévention.
a Laboratorio de Restauración del Museo de Prehistoria de Valencia. C/ Corona 36; 46003 Valencia. (trini.pasies@dival.es)
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“Nada es imposible cuando hay interés en conservar las reliquias del pasado”
(Monzó, 1976: 24)
El concepto de conservación ha existido siempre a lo largo de la historia, si lo entendemos como una
preocupación de la sociedad por hacer perdurable aquello que se considera valioso, ya sea por motivos sociales, políticos o religiosos. Desde la antigüedad el interés en la conservación ha sido algo natural; en primer lugar se conserva cuando se pretende devolver la funcionalidad a los objetos de uso común (fig. 1).
Igualmente el hombre expresa un deseo de conservación en el momento de la elección del material, del método de ejecución y de las medidas para alargar la vida de las obras que crea. En el mundo clásico, por ejemplo, eran habituales las operaciones de limpieza, reconstrucción, protección y mantenimiento de una gran
diversidad de obras (Martínez, Sánchez-Mesa y Sánchez-Mesa, 2008: 56-68).1
Ese mismo deseo se incrementa con la actividad del coleccionismo de arte, que recobra especial relevancia a partir del periodo renacentista gracias a la figura del mecenas. Sin embargo, en el lado opuesto,
hemos sido también testigos de actitudes en contra de la conservación, como el expolio, las destrucciones
y reutilizaciones de monumentos, las falsificaciones o el tráfico ilegal de arte.
Fueron muchos los siglos en los que el significado de conservar se asociaba únicamente con el de reparar o reconstruir, es decir, devolver a las obras en la medida de lo posible su apariencia original. Así pues
el término conservación, unido ineludiblemente al de restauración, ha tenido diferentes significados según
las épocas. Durante mucho tiempo era el propio artista creador el que se dedicaba a reparar sus propias piezas cuando así lo requerían, obviamente de forma mimética y con las mismas técnicas y materiales empleados para su fabricación, por lo que era impensable una profesión de restaurador separada de la del propio
artista. Poco a poco, con la desaparición de los oficios y las técnicas artesanas tradicionales, la restauración
empezó a considerarse como una actividad cada vez más autónoma, especialmente desde el pasado siglo,
aunque en un principio no respondiese todavía a una profesión reglada, sino más bien a una habilidad artesanal que se desempeñaba de forma autodidacta, con los escasos medios materiales, técnicos y humanos de
los que se disponía.
Para aprender de los errores cometidos el primer paso es reconocerlos. Y en la historia de la conservación arqueológica hemos sido testigos de lamentables acontecimientos, sobre cuyas causas tenemos que
reflexionar. En las últimas décadas han sido varios los trabajos dedicados a la historiografía de la arqueología valenciana, aunque sin abordar el asunto desde el punto de vista del conservador-restaurador. Centrándonos en las experiencias acontecidas en nuestro territorio, en este artículo pretendemos establecer unos
lazos comunes entre estos dos conceptos, arqueología y conservación, aportando algunos documentos que
han quedado reflejados en nuestra memoria histórica. A través del testimonio de nuestros antecesores, podremos reconocer la problemática que implicaba la puesta en práctica del concepto de conservación arqueológica y valorar en qué medida éste ha evolucionado hasta nuestros días.
1 No sólo encontramos en los textos clásicos recetas de las técnicas empleadas para los tratamientos de restauración, sino también
recomendaciones para el correcto mantenimiento de algunas obras, como es el caso de los pavimentos, en palabras de Vitrubio: “Los
pavimentos que vayan a quedar al aire libre deben adaptarse a tal finalidad, pues al hincharse por la humedad los entramados, o al
disminuir su volumen debido a la sequedad, o bien al combarse, sufren variaciones que ocasionan serios problemas en los pavimentos (…) Para que el mortero que va entre las junturas no sufra daños provocados por las heladas, se cubrirá cada año con heces
de aceite, antes del invierno, y así se evitará que penetren las escarchas.” (Vitrubio, De architectura, r. 2006: 262).
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Fig. 1. Cazuela de cerámica itálica de cocina del siglo II-I a.C., procedente de la región de
Campania, con antiguo lañado de plomo, reparación realizada durante el periodo de uso
de la pieza. Archivo gráfico MARQ.
ARQUEOLOGÍA Y CONSERVACIÓN
Para hablar de un auténtico nacimiento de la arqueología y de los estudios dedicados de forma específica a este tema tendríamos que remontarnos a la segunda mitad del siglo XVIII, gracias al interés que
desde el Renacimiento había despertado ya el mundo clásico, en una sociedad europea en continuo proceso
de renovación artística, avivada por los recientes descubrimientos en Herculano (1738) (fig. 2) y Pompeya
(1748) y por las expediciones llevadas a cabo en Egipto hacia 1798 durante el periodo napoleónico. Aunque ya en el Renacimiento se forman las primeras colecciones numismáticas, serán los ilustrados del siglo
XVIII los verdaderos precursores de la arqueología valenciana y es precisamente en este periodo cuando se
crean algunos de los más importantes gabinetes de antigüedades, interesados en recuperar y coleccionar
materiales de procedencia arqueológica. La gran diversidad de materiales que se iban descubriendo, hizo que
historiadores y arqueólogos complementaran sus estudios con las aportaciones de otras disciplinas científicas, como la geología, botánica, química, etc. Esto supondría el inicio de una colaboración interdisciplinaria que hoy en día se considera prioritaria para el desarrollo de cualquier proyecto de conservación.
Precisamente el ideal enciclopedista que impulsó el movimiento de la Ilustración francesa a partir del
siglo XVIII, entre otros factores, inspiraron en nuestro país a numerosos eruditos de la época que relataban
las riquezas arqueológicas de diferentes localidades y, entre ellas, muchas ubicadas en territorio valenciano.
Podemos destacar la figura del Conde de Lumiares, Antonio de Valcárcel Pío de Saboya, que con su obra
Inscripciones y Antigüedades del Reino de Valencia (1852) da comienzo a un nuevo periodo en la arqueología valenciana. Pero a lo largo de la historia han sido numerosos los eruditos que nos han legado importantes manuscritos y documentos, llenos de evocador romanticismo, muchos de los cuales siguen siendo
actualmente referencia obligada: Gaspar Escolano, Antonio José Cavanilles, Aureliano Ibarra, Roque Chabás, Nicolau Primitiu Gómez Serrano y un largo etcétera. En todos ellos se trasluce la humanidad de unos
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Fig. 2. Yacimiento arqueológico de Herculano (Nápoles, Italia).
estudiosos, amantes de nuestras antigüedades, que a menudo se convierten en la única referencia que queda
de numerosas piezas ya perdidas. De hecho, aunque la disciplina de la conservación-restauración de nuestros bienes arqueológicos, tal y como la entendemos hoy en día, es muy reciente, ésta no hubiera sido posible sin la participación entusiasta de muchas instituciones y personalidades que, con sus actividades y
estudios, se preocuparon por dicho patrimonio y manifestaron la evidente necesidad de salvaguardia de unos
bienes que se hallaban desprotegidos. Muchos proclamaron además una crítica inflexible contra aquellas actitudes que perjudicaban a los hallazgos arqueológicos, convirtiéndose a través de sus escritos en las primeras
voces que manifestaban al menos una actitud de denuncia, que sin duda ha servido para concienciar a las
generaciones futuras sobre la importancia de la conservación.
Sería injusto olvidarnos además de aquellos hombres que, desde un cierto anonimato, trabajaron para
la conservación de nuestro patrimonio, precisamente en una época en la que la preocupación por nuestro legado histórico no era algo habitual, sino más bien extraordinario. Nos referimos a algunos labradores o propietarios de terrenos y fincas que en cierto momento, sin que les fuera exigido y únicamente por un respeto
hacia nuestro pasado arqueológico del que no todos hacían gala, fueron capaces de dar aviso y testimonio
de sus hallazgos a instituciones de mayor competencia para que se pudieran salvar los restos.2
Quede como ejemplo simbólico la figura de José Antonio Morand, vecino de Denia, responsable del
descubrimiento en 1878 del conocido mosaico de Severina, hoy en día conservado en el Museo de Bellas Artes
San Pío V de Valencia. De las circunstancias del hallazgo y de las medidas tomadas para su conservación estamos informados gracias a los artículos que Roque Chabás escribiera en su revista El Archivo (fig. 3). Las
2 “En el año 1905 Eugenio Albertini, (…), por indicación de Pedro Ibarra Ruiz, procedió a descubrir un gran mosaico que Ibarra sabía
que estaba allí, porque el labrador, al hacer el hoyo para plantar una higuera, lo vio y se lo comunicó” (Ramos Folqués, 1975: 69).
El texto hace referencia al hallazgo del mosaico de la basílica de La Alcudia de Elche.
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Fig. 3. Portada de la revista literaria semanal El Archivo. Año 1886.
Artículo sobre el hallazgo del sepulcro de Severina en Denia.
noticias son bastante explícitas; el 16 de diciembre de 1878, cuando se estaban realizando unas obras en la
parcela del citado José Morand, propietario de esas tierras, se descubrió a un metro y medio de la superficie
una sepultura cubierta con mosaico teselado. Fue el propio señor Morand el que dio avisó en seguida sobre
la naturaleza de dicho hallazgo y, tras verificarlo, decidió hacer algo para poder conservarlo. Como diría el
propio Chabás, “suerte grande ha sido que una tan rara preciosidad del arte cristiano cayera en manos de
quien ha sabido conservarla” (Chabás, 1886: 20).
Bien cierta era aquella afirmación, si reparamos en que el cruel destino de muchos materiales y estructuras arqueológicas en esos tiempos era precisamente el de ser arrancados de su ubicación original para
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ser reempleados con otro fin. Obviamente las ruinas eran presas fáciles que se utilizaron para la realización
de nuevas construcciones; un material pétreo ya manufacturado y cortado, formando parte de muros o de pavimentos que, despojados de cualquier interés arqueológico, se convertían en una auténtica cantera a bajo
coste a la cual recurrir con facilidad.3
Es bien sabido que el propio Teatro romano de Sagunto, que desde 1896 gozaba de especial protección al ser declarado Monumento Nacional, sirvió durante mucho tiempo de cantera a los habitantes de esta
localidad para restaurar las casas y algunas zonas de la muralla. De hecho, hablando del teatro y de los monumentos saguntinos, es muy ilustrativa la reflexión que en 1830 hiciera Prospero Mérimée en la carta que,
desde Valencia, enviara al director de la Revue de Paris: “Las antigüedades, sobre todo las antigüedades romanas, me conmueven poco. No se cómo me dejé convencer para ir a Murviedro y ver lo que queda de Sagunto. Me fatigué mucho, hice malas comidas y no vi absolutamente nada” (Aranegui, 1988: 110). Frases
como ésta ponen de manifiesto tristemente el mal estado de conservación en el que se encontraba nuestro
legado histórico.
Bien conocidos son también los ejemplos de inscripciones empleadas como elementos de construcción y encajadas en las paredes de muchas casas o iglesias, ya sea por una mera cuestión funcional de reaprovechamiento, por un deseo de conservación o quizá por un cierto simbolismo otorgado a este tipo de
restos antiguos (Moreno y Roig, 2006: 25-26).4
La piedra no sólo se reutilizaba para obras de construcción, sino para otros usos, como el caso de un
relieve escultórico convertido en lastre de un pesquero (Tramoyeres y Fita, 1917: 40) o el ídolo ibérico que
la hornera de Chulilla empleaba “en sustitución de una pesa de á libra para despachar el pan á sus parroquianos” (Martínez Aloy, 1913: 265). Además, se sucedía en aquellos tiempos lo que podríamos denominar como una recogida selectiva de materiales, es decir, el rescate de los restos de cierta relevancia, mejor
estado de conservación y mayor calidad artística, despreciando gran cantidad de piezas y de estructuras arqueológicas que no merecían el mismo trato y quedaban relegadas al olvido.
Eran épocas en las que no abundaban las oportunidades de conservación de nuestros bienes arqueológicos, a consecuencia de actitudes activas o pasivas, es decir, por aquello que se hacía mal o por aquello
que no se hacía.5
3 Gaspar Escolano ya en el siglo XVII pone en evidencia las habituales prácticas de reutilización de materiales a la que estaban sometidos desde antiguo los yacimientos arqueológicos: “En el año mil quinientos cuarenta y tres, cavando los de Villajoyosa en estas
ruinas por llevar las piedras para la cerca de la villa que después se hizo en el sitio que agora la vemos un poco apartado del viejo,
descubrieron junto a dicha torre de Josa unos muy grandes y suntuosos sepulcros, de los cuales como de una oficina de cantero sacaron la que hubieron menester cortada ya y labrada” (Escolano, 1611, r.1879: 41). De esta situación referida en la localidad de Villajoyosa nos informa siglos más tarde José Belda, relatándonos cómo una gran cantidad de elementos constructivos, considerados
“útiles”, habían desaparecido mientras que trozos de estucos y mosaicos que no podían ser reutilizados se desechaban y por esa causa
se habían podido conservar: “De las paredes y pisos de algunas de dichas estancias deben proceder los elementos decorativos antes
citados que el Medievo y la Edad Moderna, al reputarlos como algo inútil, los desecharon, a no tratarse de figuras o llamativos trozos de artístico revocado, habiéndose salvado, por esta causa, tantos estucos y trozos de mosaico. En cambio, muchas piedras y sillarejos desaparecieron al ser aprovechados como materiales de edificación en márgenes, torres y viviendas de aquella partida.”
(Belda, 1948: 173).
Testimonios similares son los que nos ofrecen otros autores, como Aureliano Ibarra, haciendo referencia a los hallazgos de La Alcudia de Elche: “Puede decirse con toda propiedad, que aquel sitio ha servido cual si fuera una inmensa cantera, á los habitantes
de Elche y es indudable que las casas de las inmediaciones en la mayor parte del término, que cae hacia el medio dia del pueblo,
sin contar con otras que podríamos señalar, construidas en nuestros días, en el interior de Elche, se han levantado a expensas de
aquellas construcciones antiquísimas que elevára un día el artífice romano.” (Ibarra, 1879: 133-134).
4 “En el año 1802 descubrió un vecino de Quartell una piedra con letras en la cumbre del monte de la Frontera, y poco después haciéndola rodar hasta el pie de su cuesta, la cargó en un mulo, y la conduxo á su pueblo. Colocose poco después en un pilar de la
Casa que á la sazón construía D. Joseph Bonet, y con este motivo quedó libre de las injurias del tiempo”. Ribelles, s. XIX. Varia.
325x220. 868 pág. (Inventario 1936, 40) Enc. perg., papel.
5 “Y cerramos este párrafo (…) con la mención de una gran catástrofe: el hundimiento del castillo de Buñol. Este era uno de los pocos
ejemplares típicos que se conservaban en nuestro antiguo reino; pero la incuria española lo tenía en tal abandono, que se ha derrumbado, al fin, trágicamente, como si quisiera vengar en la humanidad su propia desgracia” (Martínez Aloy, 1912: 221)
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Reflexionando sobre los problemas que implicaba la puesta en práctica del concepto de conservación
arqueológica, en los siglos en los que no existían todavía profesionales especializados, instituciones dedicadas expresamente a la protección del patrimonio ni, por supuesto, una normativa legislativa severa, la
pregunta que podemos hacernos es la siguiente: ¿cuál era la alternativa de conservación de los hallazgos arqueológicos, cuando no eran recogidos para formar parte de las colecciones privadas? Pues lo cierto es que
estas colecciones, ante la falta de museos donde albergar los restos procedentes de las excavaciones, eran a
menudo la única alternativa para la conservación de muchos objetos antiguos, como fue el caso de la colección de la familia Ibarra en Elche.6
Por otra parte, el hecho de asociar el coleccionismo de antigüedades con el reconocimiento del poder
social, llamaba también la atención de prestigiosas personalidades de la nobleza, que gustaban de adornar
sus palacios con los más preciados materiales. Significativos, por ejemplo en la provincia de Alicante, las
noticias de Gaspar Escolano referentes a hallazgos arqueológicos en Calpe: “En la misma orilla se muestra
un edificio de peña tajada, que llaman los baños de la Reina, (…). Sobre la cueva había aposentos labrados
en la peña viva, y taraceados los suelos de piedrezuelas de varios y diferentes colores, de obra mosáica, y
hechura de dados que por ser de labor tan vistosa, se enviaron á la magestad del rey Felipe segundo, para
un jardín que mandaba hacer.” (Escolano, 1611, r.1879: 45), o en Denia: “Las estatuas que nos refiere Palau,
parece que se las llevó el marqués de Denia a Madrid para su jardín; lo demás casi todo ha desaparecido;
tanto el mosaico como las mil y mil antigüedades que se han sacado de dicho sitio” (Escolano, 1611, r.
1879: 51).
De todas formas, la sistemática extracción de materiales procedentes de excavaciones arqueológicas
no aseguraba tampoco su total protección, ya que en muchos casos los hallazgos sufrieron otros avatares que
han afectado muy negativamente a su conservación, más allá de la inevitable descontextualización del objeto arqueológico. La falta de espacios debidamente acondicionados, el acelerado proceso de degradación
de unos materiales que, de forma traumática, veían quebrantada su situación de equilibrio medioambiental
y no disponían de manos expertas para favorecer su correcta readaptación, son sólo algunas de las causas
que han ocasionado que la situación actual de gran parte de los objetos recuperados sea muy deficiente (fig.
4). Por desgracia, de muchos hallazgos sólo nos quedan los dibujos, las noticias o las fotografías como único
testimonio de su existencia. Pero también es importante el legado que ha podido salvarse, al que podemos
devolver su dignidad y del que somos actualmente responsables.
El interés que despertaban los materiales arqueológicos y la preocupación por su conservación, fue
sin duda la clave para que comenzaran a crearse los principales museos arqueológicos. Lo cierto es que la
crónica de estos primeros museos comienza precisamente con los ya citados gabinetes de antigüedades que
se repartían por todo nuestro territorio. Una de las primeras instituciones fundada en Valencia fue la colección que en el año 1761 se creara en el Palacio Arzobispal, gracias al interés que mostraron los prelados
valencianos D. Andrés Mayoral y D. Francisco Fabián y Fuero, ya citado por A. de Laborde en su Voyage
pittoresque de l’Espagne. Gran parte de los materiales recogidos, por ejemplo, en las excavaciones del Puig
realizadas en 1745, 1765 y 1777, sirvieron para incrementar el tesoro artístico que se guardaba en el palacio arzobispal de la capital valenciana. Desgraciadamente la colección fue dispersada o destruida en 1812,
cuando un bombardeo de las tropas francesas provocó el incendio y consecuente saqueo del Palacio (Barberá, 1923: 8-13). Con la desaparición del citado museo de antigüedades ya no existía en Valencia ninguna
entidad oficial que se hiciera cargo de la recogida de piezas arqueológicas, a excepción del Museo de Be-
6 En un artículo de la revista El Archivo, su director Roque Chabás escribe unas palabras muy ilustrativas en homenaje a Aureliano
Ibarra, comentando que “la colección de antigüedades que ha reunido el Sr. Ibarra, todas ellas descubiertas por él en Elche, es muy
notable. Reproducido queda en su inmortal Ilici. Fragmentos de mosaicos, estatuas de mármol (…) todo ello ordenado y clasificado en sendas vitrinas. Lástima que toda esta riqueza no vaya al Museo Arqueológico, ó mejor, que se formara con ella y con lo
que de la región se recogiese un museo provincial, lo que honraría mucho a Alicante” (Chabás, 1890: 283).
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Fig. 4. Detalle del avanzado deterioro de un plomo ibérico escrito de la necrópolis de Orley
(Vall d’Uixó), perteneciente a la colección del Museo Arqueológico de Burriana.
Actualmente la pieza está en proceso de estudio para establecer su diagnóstico y
las medidas preventivas para su conservación.
llas Artes, ya en funcionamiento desde 1839, que se convirtió en el depositario de la importante colección
artística que la Academia de Bellas Artes de San Carlos logró reunir desde su creación por el monarca Carlos III en 1768. El Museo, ubicado en aquellos tiempos en la antigua sede del Convento del Carmen, reunía
sobre todo pinturas, esculturas, grabados o dibujos, pero admitió también el depósito de algunos materiales
arqueológicos, especialmente epigráficos (Benito y Catalán, 1999: 17-28).
Quizás debido a esta caótica situación, una de las pocas entidades que ofrecía ciertas garantías para
la conservación de piezas relevantes era el Museo Arqueológico Nacional de Madrid que, desde su creación
en 1867, se convirtió en un centro básico de referencia, no sólo como colección artística, sino como modelo
de muchas intervenciones de restauración. Al no existir en esa época museos de cierta entidad que velasen
por los numerosos restos arqueológicos que se iban hallando en todo el territorio español, es lógico que el
de la capital de la nación fuera el principal centro de recogida de materiales. Por ejemplo, la colección descubierta en Elche por Aureliano Ibarra fue vendida por su hija Asunción a esta institución en 1891 por 7.500
pesetas (Ramos Fernández, 2003: 41-42) (fig. 5)7 y el famoso mosaico de los trabajos de Hércules de Liria
7 Cuando en 1897 se produce el hallazgo fortuito de la Dama de Elche, la familia Ibarra vende la pieza por 4.000 francos (unas 5.200
pesetas) al arqueólogo francés M. Pierre Paris para el Museo del Louvre, aunque años más tarde, en 1941, se logra recuperar mediante un intercambio de piezas que se realiza a través del Museo del Prado, pasando en 1971 a ser depositada en el Museo Arqueológico Nacional (Ramos Fernández, 2003: 41-126).
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Fig. 5. Dibujo de Aureliano Ibarra del mosaico de Galatea aparecido en 1861 en la villa de Algorós de Elche
(Ibarra, 1879: lám. XIV). El fragmento que representa el busto de Galatea fue vendido junto a otras piezas
de la colección al Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
fue adquirido en 1941, por la cantidad de 25.000 pesetas (Fernández de Avilés, 1944: 95-96; 1947: 113-115;
Martí Ferrando, 1986: 380).
En el siglo XIX comienzan a aparecer también algunas relevantes instituciones dedicadas al estudio
y la protección del patrimonio (Hernández Pérez y Enguix, 2006: 17-32). Las Comisiones Provinciales de
Monumentos Históricos y Artísticos, en su sección de arqueología y arquitectura, creadas en 1844, tienen
entre sus finalidades la conservación y restauración de los monumentos históricos y la dirección de las excavaciones arqueológicas en las distintas provincias. Encontramos por aquellas fechas las primeras leyes y
decretos dictados por distintos ministerios en los que se establece un especial nivel de protección para los
considerados “Monumentos Nacionales”.
En 1871 se crea en nuestro territorio la Sociedad Arqueológica Valenciana que, organizada en comisiones, realizaba no sólo estudios, excursiones y visitas a los principales yacimientos, sino que mostró
igualmente un loable interés por la formación de profesionales durante numerosos coloquios y conferencias,
llegando incluso a recopilar cierta cantidad de materiales en un pequeño museo.8 Desde esta institución se
alentaba a la propia sociedad valenciana para que continuara “oponiéndose al vandalismo que todo lo destruye y conservando con veneración y respeto, ya las obras antiguas del ingénio humano, ya los monumentos en piedra, bronce, ó simples escritos en pergamino, que determinen un hecho, confirmen una tradición,
recuerden cualquier episodio glorioso ó espresen alguna verdad científica” (Sociedad Arqueológica Valenciana, 1877: 36).
Pero el camino no fue fácil y las dificultades que había que salvar eran numerosas, por lo que sus actividades cesaron unos años después, entre 1883 y 1886, tras la publicación de su última Memoria (Goberna,
1981: 20). El relevo fue tomado por la Sociedad Lo Rat Penat, entidad fundada en 1878 cuyo objetivo primordial era la exaltación de la lengua y la cultura valenciana, para lo cual se servía de las actividades organizadas por sus distintas secciones, entre ellas una de arqueología. Reseñable también la labor de algunas
publicaciones valencianas, como El Archivo, publicada entre 1886 y 1893 o el insigne diario Las Provincias,
8 Los objetivos de esta Sociedad eran claros: “Fuerza es confesar que desde principios á mediados del presente siglo, las antigüedades estuvieron algun tanto olvidadas en nuestra patria; siendo ello la causa de que se hayan perdido un sinnúmero de preciosos monumentos que enriquecen hoy los museos estranjeros, y de que sean por desgracia tan escasos los que hemos logrado sustraer á la
rapacidad de los franceses, durante la lucha con ellos sostenida en ese tiempo (…). Los hallazgos que aquí ocurren a menudo de
ricos monumentos, que atestiguan la presencia de los griegos, romanos, godos y árabes, exigían la creación de una Sociedad en que,
mancomunados los esfuerzos de los amantes de la arqueología, recogieran tan preciosos restos, sustrayéndolos al poder brutal de
la ignorancia, y salvándolos de una destrucción casi segura.” (Sociedad Arqueológica, 1872: 4).
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que cada año publicaba un Almanaque en donde, a partir de 1894, incluirá una breve sección especialmente
dedicada a la arqueología valenciana, como reacción ante el vacío dejado por otras instituciones.9
Hasta 1914 este periódico continuó publicando este resumen anual de los principales descubrimientos arqueológicos. Pero el desaliento por lo que algunos consideraron un “sermón perdido” fue la consecuencia de su desaparición hasta 1923, cuando José Luis Almunia lo vuelve a retomar (Almunia, 1923:
269).10
La importancia cada vez mayor que adquirían los bienes arqueológicos en el contexto internacional,
llevó a que los poderes políticos españoles tomaran cartas en el asunto. Sin duda, el patente interés que manifestaron muchas instituciones y publicaciones se vio reforzado a partir de la creación, en 1915, de la Junta
Superior de Excavaciones y Antigüedades, surgida al amparo de la Ley de Antigüedades y su Reglamento
(1911-1912), que regulaba los trabajos arqueológicos realizados en territorio español y cuyo espíritu era
crear una infraestructura provincial que se apoyara en estas mismas instituciones. Paralelamente continúan
las investigaciones que impulsan la creación, en 1915, del Centro de Cultura Valenciana, importante promotor, entre otros, de estudios relacionados con hallazgos de prehistoria y antropología (Tortosa, 2009: 194195).
Todos estos movimientos partieron del interés por los temas arqueológicos y a ellos debemos gran
parte de las investigaciones realizadas hasta nuestras fechas. Interés y preocupación, porque sin duda todas
estas iniciativas surgieron no sólo por un mero sentimiento de amor hacia las antigüedades, sino también por
una responsable actitud de denuncia ante los innumerables desastres y pérdidas que continuamente se producían a consecuencia de la escasa conciencia social en temas referentes a los bienes arqueológicos. Esta
problemática quedó manifiesta en una de las conferencias realizadas en el Centro de Cultura Valenciana por
N.P. Gómez Serrano: “Y antes de terminar esta poco enjundiosa conferencia nuestra, nos hemos de permitir dirigirnos a nuestros queridos codirectores en este Centro de Cultura y a todos cuantos nos oyen, para rogarles encarecidamente, aunque muchos de ellos sin incentivo de ninguna especie ya lo hacen, que procuren
infundir entre la gente del pueblo y aun entre aquellos, doctos por muchos conceptos, pero nada aficionados a esta clase de estudios o simplemente indiferentes, si no es amor, cuando menos el respeto a los venerados restos de las pasadas civilizaciones de nuestra patria, para que, cuando el azar les ponga ante hallazgos
por ellos incomprendidos, ya sea el mutilado mármol esculpido, la lápida de “extraña lengua”, la moneda
“que no pasa”, la pared que impide el nivelamiento del campo o el más humilde trozo de cacharro, en vez
de hacerlo desaparecer, hagan partícipes del hallazgo a cualquiera persona entendida que pueda por sí estudiarlo o participarlo a su vez a nuestro Centro o a otra entidad cultural que se encargue de hacerlo, en bien
del progreso histórico general y especial de nuestra amada región.” (Gómez Serrano, 1927: 10).
9 “Disuelta la Sociedad Arqueológica valenciana, inactiva la Comisión de Monumentos, y sin dar señales de vida las secciones arqueológicas del Ateneo y de Lo Rat Penat, no hay centro alguno en Valencia encargado de fomentar el estudio y conservación de
nuestras antigüedades. Tan sólo una importante revista de ciencias históricas, titulada El Archivo, alimenta el amor a lo pasado entre
un número cada vez más exiguo de curiosos investigadores.” (Almanaque, 1894: 17).
10 Sobre este sentimiento de desesperación contenida nos pueden servir de muestra las palabras de Tramoyeres: “Parece que en el curso
de las trabajos de excavación practicados en el solar antes descrito, han aparecido nuevos restos romanos, pero ni su número ni clase
ha llegado a nuestro conocimiento. De otros hallazgos en casas inmediatas a la del Sr. Trenor hemos tenido informes, aunque éstos
llegaron siempre tarde y cuando no era ya posible su estudio ó conservación. Muchos de los objetos descubiertos aguardan en la
cimentación de los nuevos edificios de la calle de la Paz una mano amiga que los salve en lo venidero de la esclavitud á que fueron condenados por la ignorancia ó el sórdido egoísmo del propietario.” (Tramoyeres, 1901: 211-213). El comentario del autor hace
referencia a los restos de una domus romana hallada en las manzanas comprendidas entre la calle la Paz, Cruz, Pollo y Beato Juan
de Rivera de Valencia.
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En esas primeras décadas del siglo XX el coleccionismo de antigüedades seguía siendo muy frecuente y en nuestra Comunidad son numerosas las referencias escritas sobre esta actividad en diversas localidades.11 Gran parte de estos hallazgos eran ciertamente motivo de interés comercial, lo que nos lleva a
enlazar con el tema del tráfico de arte. El expolio de yacimientos arqueológicos y la venta de cualquier objeto antiguo, que solía reportar nutridos beneficios, era ya desde siglos anteriores una práctica más habitual
de lo que hubiéramos deseado.12
Basta recordar los saqueos de pinturas rupestres en territorio valenciano o aquellos ocasionados por
el empleo del temible detector de metales. En la actualidad el problema se plantea cuando indagamos sobre
el paradero de dichas colecciones, que muy a menudo pertenecían a propietarios privados o simples aficionados a la arqueología orgullosos de reunir auténticos tesoros. Es entonces cuando caemos en la cuenta de
la enorme dispersión de estos hallazgos; multitud de objetos que se encuentran diseminados, desaparecidos
o quizás ya perdidos.
Y hablamos habitualmente de objetos, considerando en esta categoría los bienes muebles, porque
obviamente los inmuebles no disfrutaban del mismo trato, en una época donde no existía el moderno concepto de conservación in situ ni la importancia que hoy en día damos a la protección y el mantenimiento de
los restos arqueológicos. Así, incluso los pavimentos y revestimientos de preciados mármoles que ornaban
las distintas estancias y que forman parte indisoluble de la arquitectura, eran considerados como objetos
muebles, extraídos y descontextualizados de su ubicación original (fig. 6). Extensa sería, por ejemplo, la lista
de mosaicos romanos que a lo largo de los años se han ido arrancando de su contexto arquitectónico original, considerándolos únicamente como bellos tapices de piedra totalmente desvinculados de sus estratos
preparatorios (Pasíes, 2005: 169-198). Un caso de entre los muchos que podríamos citar para ilustrar el problema de la descontextualización y dispersión de los restos arqueológicos es el de los pavimentos opus sectile saguntinos, hallados en 1956 y 1959. La extracción y posterior subdivisión de los mosaicos en piezas
sobre cemento de pequeño tamaño y fácil manejo ha permitido que algunos de estos módulos independientes se conserven actualmente en otras colecciones. Precisamente de uno de estos mosaicos existe una loseta
expuesta en el Museo de Prehistoria de Valencia, donación hecha por D. Salvador Regües (Fletcher y Pla,
1977: 160) que no pudo ser incluida junto al resto del conjunto conservado en el Museo Arqueológico de
Sagunto y restaurado en 1998 (Pasíes, 2003: 21-36) (fig. 7). Una situación como ésta sólo hace que desvirtuar en gran medida no sólo la apariencia, sino el significado y destino de la obra original.
11 “Fuera de la capital, la villa de Turís es la que ha tenido el privilegio de llamar la atención de los arqueólogos valencianos. En su
término se han encontrado indicios de antigua población, (…); todos estos testimonios y algunos otros, que quizá ignoramos, andan
dispersos en manos de particulares, escondidos algunos, y sin que hasta el presente se haya hecho un esfuerzo para reunirlos o inventariarlos cuando menos.” (Almanaque, 1901: 172).
“En término de Sollana, cerca ya de Almusafes, han salido a flor de tierra trozos de mosaicos, barros saguntinos y grandes bronces de Marco Aurelio, Nerva, Faustina, Adriano, etc. que son objeto de sigilosa especulación (…) ricas joyas del arte que marchan
misteriosamente al extranjero, sin dejar huella en el punto de origen.” (Martínez Aloy, 1914: 289).
12 El comercio de antigüedades, especialmente la venta de objetos a países extranjeros, era una actividad no sólo conocida, sino criticada por muchas instituciones y personalidades valencianas en diferentes épocas. Ya en el siglo XIX Roque Chabás alertaba sobre
esta práctica en uno de los textos de El Archivo: “Ha salido de Barcelona un regular campamento de objetos de arte, antiguos y modernos, recogidos en Cataluña y destinado a los Estados Unidos donde se forman colecciones artísticas con obras adquiridas en el
antiguo continente. Bueno será recordar en Cataluña, y en todas partes, lo poco patriótico de aquellos que por unos cuartos se desprenden de objetos que deben conservar como recuerdo de sus antepasados y joyas del arte” (Chabás, 1889: 192). Con mayor indignación si cabe, en el siglo XX será José Martínez Aloy quien nos advierta: “preciso es confesarlo: no ya los particulares venden
con desenfado a los marchantes extranjeros las joyas artísticas, sino también aquellas entidades que hasta hoy se habían considerado como meras depositarias de las piadosas ofrendas (…). Dícese que somos pobres, que no tenemos bastante fortuna para conservar los blasones y preseas que nos legaron nuestros mayores. ¡Somos pobres, sí, muy pobres! ¡Pobres de espíritu!” (Martínez
Aloy, 1912: 222-223).
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Fig. 6. Proceso de extracción de uno de los pavimentos
en opus sectile de Sagunto aparecido en 1956.
Archivo SIP.
Fig. 7. Módulo sobre cemento perteneciente a uno de los mosaicos opus sectile saguntino conservado
en el Museo de Prehistoria de Valencia. Archivo SIP.
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Fig. 8. Instalaciones del Museo de Prehistoria en la Sala Daurada del Palau de la Generalitat.
1946. Archivo Diputación de Valencia. ADPV (nº 1033).
Retomando el recorrido histórico nos detendremos a continuación en una de las décadas más fructíferas para la arqueología valenciana. A partir de los años veinte se aprecia una reactivación de las investigaciones sobre arqueología y prehistoria. Hacia esas fechas se crea el Laboratorio de Arqueología de la
Universidad de Valencia, ya en plena dinámica desde 1924, que compaginaba los estudios arqueológicos con
la docencia, aunque la falta de medios limitó enormemente el avance de la investigación (Abad, 1985: 338;
Aura, 2006: 33-46). En 1927 se crea el Servicio de Investigación Prehistórica (SIP) y su Museo de Prehistoria (fig. 8) con el fin de estudiar y proteger el patrimonio arqueológico valenciano (Bonet et al., 2006).
Desde sus inicios publica monografías (Serie de Trabajos Varios, 1937), una revista (Archivo de Prehistoria Levantina APL, 1929) y memorias anuales de sus actividades (La labor del SIP y su Museo, 1928).
También en 1927 se inaugura el Museo de la Ciudad o Museo Histórico Municipal, que incluía entre
sus fondos materiales arqueológicos, aparte de otros de indudable valor histórico-artístico. Sin embargo, el
propio Ayuntamiento de Valencia del que dependía no le sirvió de una adecuada dotación y las graves deficiencias que acusó le dañaron negativamente, hasta el punto que se llegó a considerar como un punto de
referencia “puramente nominal o administrativa” (Catalá, 1988). Una década más tarde, en 1937 se crea el
Institut d’Estudis Valencians, que pretende servir de canal para la actividad cultural valenciana pero que tuvo
una existencia breve, condicionada por el estallido y las consecuencias de la guerra civil.
En Alicante, en los años treinta, la Comisión Provincial de Monumentos, fundada en 1844 para velar
por el rico patrimonio histórico-artístico de esta provincia, inicia excavaciones de forma sistemática, como
las del Tossal de Manises en la propia ciudad (Lafuente, 1954; 1955). Estos trabajos supusieron un gran empuje para que, en 1932, se inaugurase el Museo Arqueológico Provincial de Alicante, cuyo precedente hay
que buscarlo en la colección arqueológica que los Padres Jesuitas crearon en 1908 y que se exhibía en Orihuela (fig. 9). En 1939 se crea el Museo Arqueológico Municipal de Elche, vinculado al yacimiento arAPL XXVIII, 2010
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Fig. 9. El restaurador Félix Rebollo junto al Padre Belda en el Laboratorio de Restauración del
Museo Arqueológico Provincial de Alicante, ubicado en una de las torres del Palacio de
la Diputación. Archivo gráfico MARQ.
queológico de La Alcudia, fruto de los trabajos y desvelos de D. Alejandro Ramos Folqués, fundador de una
dinastía de propietarios-investigadores. El Museo de Alcoy se crea en 1945, el Museo Arqueológico José
M.ª Soler de Villena en 1957 y, a partir de entonces, otros muchos en diversas localidades alicantinas.13
En la provincia de Castellón se publicaba desde 1920 el Boletín de la Sociedad Castellonense de
Cultura, símbolo de la actividad cultural en dicha provincia. En Castellón antes de la guerra civil abundan
los museos locales;14 algunos de carácter público, como el Museo Arqueológico de las Escuelas Pías de Burriana (1930) o el Provincial de Bellas Artes de la capital, cuya creación se remonta a 1845, siendo su primera sede el antiguo Convento de Santa Clara15 (fig. 10).
Sin embargo, a pesar de que la creación de todas estas entidades suponía ya un avance en la pervivencia de los hallazgos arqueológicos, los problemas para gestionar y proteger dichos bienes seguían siendo
13 Sobre la historia de los distintos museos arqueológicos de Alicante: Belda, 1944: 161-169; 1945: 159-162; Lafuente, 1959; Ramos
Fernández, 1991; 1995; Azuar, 2000: 9-24; Soler, 2000: 35-46; Olcina, 2000: 47-54.
14 Citaremos brevemente la existencia de importantes colecciones privadas, en manos de eruditos destacados de la sociedad local, como
Joaquín Peris, Vicente Forner, Vicente Esteve, Pascual Meneu, Leandro Alloza, Joan Porcar, etc. Sólo una parte de estas colecciones
fue a parar a instituciones museísticas.
15 En la provincia de Castellón habrá que esperar a los años sesenta para que empiecen a cristalizar colecciones arqueológicas o museos como el de Burriana, Segorbe, Onda, Vilavella, La Vall d’Uixó, etc. En 1975 se funda el Servicio de investigaciones arqueológicas y prehistóricas de la Diputación y en 1990 el Laboratorio de Arqueología y Prehistoria de la Universidad Jaume I (Melchor,
1997: 497-506).
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Fig. 10. Vista general del Museo Arqueológico de Burriana en 1967. Archivo del propio Museo.
numerosos. Las iniciativas o las ayudas por parte del poder político para el desarrollo de actividades arqueológicas eran muy deficientes, y algunos autores manifiestan enérgicamente sus quejas a las autoridades municipales a causa de la falta de previsión, las insuficientes subvenciones o la escasez de la plantilla
de contratados dentro de los propios museos (Gómez Serrano, 1932: 6; 1934: 345; De Pedro, 2006: 61-66).
No fueron menos criticados los continuos destrozos ocasionados a consecuencia de las transformaciones
urbanísticas y mejoras de las redes de alcantarillado o de la red telefónica subterránea realizadas en ciudades como Valencia.
Por otra parte, los repetidos cambios de ubicación que se sucedían de forma habitual en las distintas
instituciones museísticas afectaban a la conservación de las piezas, sometidas en continuadas ocasiones al
riesgo que supone su manipulación, embalaje y transporte, con los rudimentarios medios de los que se disponía, evocando el dicho de que “als museus dos trasllats equivalen a un incendi” (Martí Oliver, 2000: 30).
El mal estado general de las instalaciones, ocupando muchas veces edificios reaprovechados que no
fueron proyectados para albergar colecciones históricas, la falta de espacios para el almacenaje, unido a las
pobres condiciones de los existentes, así como los escasos recursos humanos y económicos disponibles, son
sólo algunas de las características que ya hemos repetido y que podemos considerar comunes a los diferentes museos que, o bien ya existían o comenzaron a crearse en todo el territorio valenciano.
Posiblemente la historia del Museo Arqueológico de Sagunto nos puede servir para ilustrar una problemática que acontecía de forma similar en diversas localidades. La primera colección de antigüedades coAPL XXVIII, 2010
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nocida en Sagunto fue creada a finales del siglo XVIII por Enrique Palos y Navarro, alcalde de la ciudad de
Sagunto en época de Carlos IV, que lo nombró “Conservador de las Antigüedades de Murviedro”.16
Dicha colección se ubicó en una sala de la Casa de la Vila, el denominado “cuarto de les pedres”.
Por desgracia, estos restos se perdieron en gran parte con los saqueos de las tropas francesas durante la guerra de la independencia. A consecuencia de esta pérdida, tanto lo que pudo salvarse como aquello que continuaba descubriéndose se iba almacenando en varias dependencias del desmantelado Castillo y del Teatro
(G.A.V., 1976: 18).17
Esta situación se prolongó hasta que en 1925, gracias a las excavaciones que a partir de 1921 realizara González Simancas en el recinto fortificado, se crea el Museo Histórico Militar, también conocido
como Museo del Castillo que, aunque de reducidas dimensiones, permitía al menos exhibir parte de la colección arqueológica. Mientras tanto, el Teatro continuaba atesorando gran parte del material epigráfico y
escultórico, lo que provocó un conflicto de intereses sobre las adjudicaciones de los distintos objetos. Gran
parte de dicha colección fue trasladada a Valencia durante la guerra civil y recuperada en 1943 por el Ayuntamiento de Sagunto. Tras la contienda, Pío Beltrán Villagrasa, nombrado comisario local de excavaciones arqueológicas fue el encargado de retomar la actividad del museo, de adecentar las instalaciones y de
organizar, clasificar e incluso restaurar muchos de los fondos. Su trabajo y todos los problemas a los que
tuvo que enfrentarse han quedado bien reflejados en las Memorias de los Museos Arqueológicos Provinciales y en el Noticiario Arqueológico Hispánico (Beltrán Villagrasa 1945: 216-219; 1953:122-130;
1956:131-168). Sin embargo, el propio Beltrán Villagrasa siempre consideró este Museo del Castillo como
meramente provisional, poco digno y con numerosas e insalvables deficiencias. Este hecho, así como la idea
de poder finalmente reunir los materiales allí guardados junto a los que se conservaban en el Teatro, llevó
al Ayuntamiento a construir una nueva sede junto al Teatro, que fue inaugurada en 1952 y que reunía los
objetos más interesantes de toda la colección, aunque ya desde el principio se quedó pequeño para albergar todos los materiales. En 1962 fue declarado Monumento Histórico-Artístico (G.A.V., 1976: 21) pero,
desafortunadamente, sufrió un grave derrumbe en 1990 que provocó su desaparición y, de nuevo, la dispersión de la colección durante un largo periodo de tiempo.18
Desgraciadamente un punto de inflexión que marcó un antes y un después en la conservación de
nuestros bienes culturales fueron los acontecimientos acaecidos a partir de 1936. Las consecuencias que
para el patrimonio valenciano tuvo la guerra civil fueron devastadoras y serían incontables los atentados que
contra el legado arqueológico se produjeron en numerosas localidades. Demoledoras son las imágenes que
16 El Dr. Enrique Palos fue considerado el primer restaurador del Teatro romano de Sagunto, realizando en las postrimerías del siglo
XVIII y principios del XIX trabajos de limpieza, consolidación y refuerzo de algunas estructuras, cuyos gastos a menudo él mismo
sufragaba, aunque lamentándose de “no disponer de “rentas suficientes” para realizar las obras “de su cuenta”, viéndose precisado
a buscar algunas ayudas con las que acudir a reparar aquella parte “donde amenaza mayor ruina” (Fletcher, 1964-1965: 14-15)
17 El renombrado Teatro romano de Sagunto ha sido en los últimos años desgraciadamente conocido por sus conflictos ante los Tribunales de Justicia, a consecuencia de la intervención de restauración y rehabilitación arquitectónica llevada a cabo sobre sus ruinas por los arquitectos M. Portaceli y G. Grassi. Este caso se ha convertido en un claro testimonio de la aplicación de los criterios
legales de intervención (Martínez, Sánchez-Mesa y Sánchez-Mesa, 2008: 425-437).
18 Muchísimas son las referencias que nos alertan sobre la precaria situación de conservación que el patrimonio saguntino ha sufrido
durante décadas. Abundantes son, como ya hemos advertido, las dedicadas al Teatro romano que, como nos señalaba Fletcher, ha
sido más dañado “por la rapiña humana que por las inclemencias del tiempo” (Fletcher, 1964-1965: 14). Más antiguos los comentarios, entre otros muchos, de Antonio Ponz, que en su Viaje por España se entristecía al ver convertidos los vetustos monumentos saguntinos en “corrales de estiércol” (Ponz, 1774: 227). La alarmante falta de un museo era, sin duda, una de las asignaturas
pendientes que acuciaba desde hace años al legado saguntino, hasta que finalmente, se decidió la rehabilitación de la Casa del Mestre Peña para la nueva ubicación del Museo Arqueológico, inaugurado en 2007. Algunas referencias bibliográficas sobre la historia del Museo Arqueológico de Sagunto y sus colecciones: González Simancas, s/a: 36-39; 1927: 22-31; 1929: 20-21; 1940; Chabret,
1964: 12-13; Bru, 1983: 27-28; Llueca, 1984: 428-447; Blánquez, 1982: 301-306.
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Fig. 11. Fotografía aérea del bombardeo sobre el Castillo de Sagunto en 1938.
Ministero della Difesa. Ufficio Storico di Roma.
conserva el Ufficio Storico di Roma del Ministero della Difesa, que tuvimos la oportunidad de consultar hace
algunos años, en las que se observa la vista aérea de los bombardeos del ejército italiano teniendo como objetivo el Teatro y el Castillo de Sagunto, donde se ubicaba una batería defensiva y era considerada como zona
estratégica de observatorio (Melchor, 2007: 244-260) (fig. 11).
Como ya hemos insinuado al relatar la historia saguntina, una de las medidas que se tomó por parte
de muchas instituciones para la protección de los materiales durante la guerra eran los traslados de las colecciones, en este caso no por un cambio de ubicación de tipo administrativo, sino por el temor ante el halo
de destrucción de la contienda civil. Existe constancia, por ejemplo, de que las piezas más valiosas que habían sido recogidas en las excavaciones del Tossal de Sant Miquel de Llíria (fig. 12) y que el Servicio de
Investigación Prehistórica guardaba dentro de cajas de madera en esa misma localidad en la casa de Porcar,
fueron trasladadas en 1936 como medida de prevención al Museo de Prehistoria de Valencia, conociéndose
años más tarde que las cajas que se habían quedado en Llíria, con los materiales de la última campaña de
excavación, habían sido utilizadas por las tropas para encender fuego, lo que sin duda provocó no solo la
dispersión, sino la destrucción de muchas piezas (Bonet, 2006: 74). Pero ya pudimos advertir que el traslado de las obras no siempre era sinónimo de garantía de seguridad, sino todo lo contrario, por los graves
riesgos que entrañaba el movimiento y manipulación de las obras, muchas de ellas de gran fragilidad. Cuando
en 1938 se producen los bombardeos sobre Valencia, la Junta Delgada de Incautación, Protección y Conservación del Tesoro Artístico Nacional de la ciudad fue la encargada de establecer las medidas oportunas
para garantizar la seguridad de las principales colecciones, entre ellas las del propio Museo de Prehistoria,
recomendando su traslado a los depósitos que dicha Junta tenía en la ciudad de Valencia (Ballester, 1942:
21-22). Sin embargo, el director del Servicio en aquellos años, Isidro Ballester, temiendo por la integridad
de piezas tan delicadas como las cerámicas, propuso que se acondicionara el sótano de la torre del Palacio
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Fig. 12. Excavación del Tossal de Sant Miquel de Llíria bajo la dirección de Lluís Pericot.
1934. Servicio de Investigación Prehistórica. Archivo SIP.
de la Generalitat, sede en aquel periodo del Museo de Prehistoria, y se opuso de forma tajante a transportarlas a ningún otro lugar, argumentando que “ni deben ni pueden sacarse de él si no se quiere correr el
riesgo de que vuelvan a transformarse de nuevo en un montón de cascos rotos” (De Pedro, 2006: 64-65). No
era infundada la preocupación de Ballester si tenemos en cuenta que, en aquellos años, era impensable asegurar la integridad de las piezas sin contar con los recursos, la especialización profesional ni la mentalidad
de prevención que rige cualquier movimiento de obras en nuestros días.
Tras los sucesos de la contienda nacional, que provocaron sin duda la pérdida de una gran cantidad
de materiales, la situación tiende a mejorar. En la ciudad de Valencia, por ejemplo, los cambios fueron significativos; el Servicio de Investigación Prehistórica continúa con sus excavaciones y diversas instituciones
museísticas reanudan la compra de colecciones particulares valencianas, no sólo con el fin de aumentar sus
fondos, sino porque esa era considerada la mejor alternativa para evitar la dispersión o incluso la desaparición de muchos materiales arqueológicos.
El Museo Histórico Municipal, por ejemplo, se centra en la realización de prospecciones arqueológicas en la ciudad y en la adquisición de colecciones privadas. En 1951 se consigue adquirir la colección de
don Miguel Martí Esteve, que junto a numerosas obras de interés artístico contenía una importante sección
de arqueología (Bru y Catalá, 1986: 70). Desde mediados de la década de los 40 los cambios urbanísticos
en la capital fueron también espectaculares, con obras como la apertura de la nueva avenida del Oeste. Precisamente los hallazgos descubiertos en esta gran avenida fueron el desencadenante de la creación del SIAM
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(Servicio de Investigación Arqueológica Municipal) en 1948, a partir de los trabajos de excavación realizados en la conocida como necrópolis de la Boatella. Es también a partir de esta época cuando se impulsan
los primeros congresos arqueológicos que sirvieron para revalorizar aspectos como el intercambio de conocimientos y la cooperación con otros profesionales fuera del territorio valenciano, claro antecedente de
uno de los criterios que actualmente guía la mentalidad del conservador, la colaboración interdisciplinaria.
Pero a pesar de los avances, los obstáculos que muchas instituciones dedicadas a la salvaguardia de
nuestro patrimonio tuvieron que superar fueron numerosos, tal y como advirtieron algunos autores (Ribera,
1983: 17-21; 1984: 12-15; Fernández Izquierdo, 1989: 693-709). Un problema añadido que siempre ha
arrastrado la investigación arqueológica ha sido, como ya avanzamos, la falta de espacios donde almacenar
la enorme cantidad de materiales que, campaña tras campaña, se van recuperando de las excavaciones. Durante muchas décadas los numerosos materiales a menudo se iban abandonando o bien amontonando de
forma incontrolada en diversas dependencias, con un futuro que a largo plazo se adivinaba trágico. Y no sólo
hablamos en general de falta de espacios, sino de falta de espacios en condiciones adecuadas para favorecer la correcta conservación de los objetos, que difícilmente superarán sin daños el trauma que significa
romper la estabilidad en la que se han mantenido durante siglos, para intentar acomodarse a una nueva situación donde se suceden cambios ambientales excesivamente bruscos.
En la mayoría de los casos estos almacenajes improvisados se realizaban sin las adecuadas medidas
de protección y sin llevar a cabo sobre las piezas específicos trabajos de consolidación o estabilización, con
lo que las expectativas de una buena conservación de los objetos, especialmente los más delicados como metales, vidrios o materiales orgánicos, eran bastante escasas. En la ciudad de Valencia las Torres de Quart, la
Lonja o los bajos del Ayuntamiento son algunos ejemplos de estos almacenes que no reunían las condiciones idóneas de conservación, ni obviamente estaban dotados de sistemas de seguridad contra emergencias,
como podían ser las inundaciones. La terrible riada que tuvo lugar en 1957 ocasionó pérdidas irreparables
y graves deterioros en los materiales almacenados en los sótanos del edificio de la Lonja, donde se ubicaba
también el Laboratorio de Arqueología. El expediente nº 22 de 1959 del Ayuntamiento de Valencia (Sección de Archivo; Negociado de Monumentos) comenta esta noticia, indicando la destrucción del mobiliario, el deterioro provocado en muchas piezas y la mezcla de numerosos fragmentos. Las aguas anegaron
igualmente la planta baja del Museo de Bellas Artes en el Colegio Seminario San Pío V, afectando a las colecciones de arqueología y escultura, que sufrieron importantes daños (Benito y Catalán, 1999: 33-34).
Pero como ya sabemos, no sólo las catástrofes naturales han sido las causantes de la pérdida de muchos de nuestros bienes arqueológicos. Acciones vandálicas premeditadas o actos destructivos inconscientes se han venido sucediendo asiduamente a lo largo de los siglos. Las devastadoras consecuencias que los
trabajos agrícolas y el temido arado han ocasionado sobre nuestro patrimonio, han dejado secuelas imborrables sobre numerosos yacimientos arqueológicos ubicados en zonas de cultivo. Disponemos de diversos
testimonios que nos informan sobre esta terrible realidad, no sólo derivada de los problemas que ocasionaba
la continuada labor agrícola de los terrenos, sino por la mutilación intencionada ante la realización de obras.
Destacaremos el estremecedor documento de J.M.ª Doñate que, en una de sus experiencias en la localidad
de Betxí, nos narra como “en una ocasión, (…), estuvimos lo que se dice “lidiando” a un monstruoso Caterpillar, cuando efectuaba unas pasadas de nivelación, arrancándole de entre las cadenas y durante la marcha fragmentos de lucerna o de terra sigillata.” (Doñate, 1969: 223).19
19 En referencia a Villajoyosa “En las inmediaciones de este sitio hasta la orilla del mar descubrió y descubre todavía el arado los cimientos y escombros de una considerable población, que se puede creer fuese la misma ciudad de Idera, de gran extensión. Se descubrieron parte de un acueducto, (…), y lápidas con inscripciones, de las cuales unas se rompieron y otras se colocaron en
Villajoyosa...” (Ceán, 1832, fasc. 2003: 125).
En referencia a El Cabeçolet (Sagunto): “El 6 de marzo, con el delegado de Zona, se visitó este lugar, ocupado por una necrópolis
romana, destrozada por los tractores” (Fletcher, 1964: 379). En referencia a Burriana: “hacia 1940 pude saber de la existencia de
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A estos problemas se suman las dificultades que para la investigación y la conservación arqueológica
ha supuesto el ritmo vertiginoso de la construcción, especialmente dentro de un área urbana, así como el consecuente empleo de máquinas para los trabajos de cimentación. En la capital valenciana hasta 1951 no existía ninguna normativa que prohibiese el empleo de máquinas para realizar la cimentación de los nuevos
edificios que se construían en la ciudad. El 13 de octubre de 1951, debido probablemente a las terribles pérdidas patrimoniales que acontecían de forma habitual, el Ayuntamiento redacta una moción que prohíbe el
empleo del arado en el desfonde de los solares obligando a que la eliminación de tierras se realice de forma
manual, “a brazo” y supervisado por el Servicio de Investigación Arqueológica. Asimismo, en la norma nº
4 advierte “que todo hallazgo de elemento arqueológico será objeto de riguroso respeto por cuantos en la
obras intervengan (propietario, arquitecto, técnicos, contratistas y obreros) y que toda actividad que ponga
en riesgo su entidad o conservación será responsabilizada con las sanciones oportunas”.20 Aún así, la legislación no se debió ejecutar de forma tajante, porque encontramos nuevamente documentación del propio
SIAM que, años más tarde, advierte del incumplimiento de esta normativa.21
Precisamente a finales de los años cincuenta se crea otra destacada institución valenciana, el Centro
Arqueológico Saguntino, que se constituye el 17 de marzo de 1957 y sus funciones quedan establecidas en
el primer número de su boletín Arse, publicado en agosto del mismo año (Llopis, 1957: 8-11) (fig. 13).
Bajo el lema “necesitamos ser conocidos” la asociación se presenta a su sociedad a través de múltiples actividades, (excavaciones, excursiones, restauraciones, biblioteca, conferencias, etc.), siguiendo la estela de
otras muchas agrupaciones valencianas que les habían precedido. Aunque actualmente se pueda argumentar que su criterio de actuación en aquellos años era poco científico, limitándose en muchas ocasiones a la
simple recogida de materiales, es innegable que el Centro ha sido durante décadas una de las pocas entidades preocupada por el patrimonio saguntino y quién sabe si muchas de las piezas halladas en su territorio se
hubieran perdido o quizá emigrado de no existir esta institución, tal y como sucedió en tantas otras poblaciones. También dieron muestras fehacientes de sus desvelos por la conservación de los restos arqueológicos, no sólo formando a profesionales que se dedicaban a las labores de restauración, dentro de los medios
y posibilidades de la época, sino incluso adoctrinando a la sociedad para que se respetasen los antiguos materiales.22
Aunque también en aquella época las dificultades seguían siendo muchas, al menos era manifiesta
la preocupación de los amantes de la arqueología por la conservación de los objetos hallados y así lo atestiguan algunas denuncias vertidas ante los numerosos atropellos que se producían en todas las provincias.
El breve pero crítico artículo que en 1976 escribe Enrique Monzó sobre la conservación de restos arqueológicos es buena muestra de ello, citando casos como las termas aparecidas en Liria, el Circo romano de Sagunto o “los irreparables atentados sufridos por nuestras incomparables pinturas rupestres, que en sus
emplazamientos originales habían resistido el paso de los milenios, y que hoy son arrancadas, mutiladas o
raspadas, perdiéndose para siempre” (Monzó 1976: 23).
Evidentemente, al margen de los trabajos llevados a cabo por aquellas instituciones ya mencionadas
que atesoraban una gran experiencia profesional, todavía en aquel periodo numerosas excavaciones se rea-
un mosaico romano recién exhumado por los jornaleros que trabajaban en el “terrer” de una antigua fábrica de hacer ladrillos;
cuando me interesé por él, se destruyó a conciencia por temor a que les parasen la extracción de arcillas” (Rufino, 1991: 65, citando
a F. Esteve).
20 Expediente nº 28 del Ayuntamiento de Valencia, año 1951, Sección de Archivo; Negociado de Monumentos.
21 Expediente nº 16 del Ayuntamiento de Valencia, año 1953, Sección de Archivo; Negociado de Monumentos.
22 “Una de las continuas labores de los encargados de la sección de Recuperación de este Centro, es la de rogar a propietarios, albañiles, etc., y a todos aquellos cuyos trabajos estén relacionados con remover el subsuelo, para que, si algo encontraran con tufillo
a viejo, a bien tengan no destruirlo y entregarlo a este Centro o al M. I. Ayuntamiento, para así ir engrosando el tesoro arqueológico de nuestro Museo.” (Arse, 1959: 18).
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Fig. 13. Constitución del Centro Arqueológico Saguntino reunido sobre las ruinas del
Teatro romano. Vista general de los asistentes al acto (Llopis, 1957: 9).
lizaban con escaso método arqueológico, por lo que muchos descubrimientos, como ha quedado atestiguado
en varias ocasiones, eran fruto de la providencia más que del rigor. No nos resistimos a citar un breve texto
de Hipólito Navarro Villaplana, que hace referencia al hallazgo fortuito de un mosaico descubierto en la localidad de Petrer en 1975 y que confirma como, a menudo, la suerte se convertía en el mejor aliado de los
bienes arqueológicos y en una auténtica tabla de salvación para muchas piezas: “Siempre he tenido la sensación de que el hallazgo fue prodigioso o, si se quiere, debido a una serie de connotaciones difíciles de explicar. ¿No es maravilloso que se abriera una calle, hoy de la Constitución y que la excavadora ahondara hasta
dejar dos centímetros de tierra salvándose el mosaico? ¿Que lloviese durante dos días de manera casi torrencial, evitando la continuación de los trabajos y que el agua descarnara, limara la tierra dejando apenas
un trozo visible; y que al pasar por la mañana Andrés Vicedo por allí, le llamara la atención una “cosa”
nada corriente y diera cuenta al Ayuntamiento y éste a Enrique Amat? En fin, una serie de casualidades que
yo llamé providenciales.” (Navarro, 1988).
El cambio que en las últimas décadas del siglo XX se produce en la metodología de excavación favorecerá no sólo la investigación arqueológica, sino consecuentemente la conservación de los hallazgos; la
sustitución del sistema ya obsoleto de pequeñas catas con testigos intermedios por un método de excavación
secuencial, donde se identifican las distintas unidades estratigráficas o capas naturales del terreno, repercutirá por tanto en la mejora de la conservación arqueológica.
Otro detalle que no podemos dejar de mencionar es la situación ventajosa en la que se ha encontrado
durante mucho tiempo la investigación sobre ciertos periodos históricos como, por ejemplo, el caso de los
descubrimientos prehistóricos. La arqueología como ciencia tenía en sus orígenes una importantísima filiación hacia la geología ya que ésta, a su vez, fue la primera en tratar los restos fósiles paleontológicos y de
los primeros homínidos. Con la evolución de la investigación prehistórica hacia un nacionalismo, que pretendía ahondar en sus orígenes, crece en España el interés por el conocimiento de los pueblos primitivos o
prehistóricos, que en nuestro caso incluiría a los iberos. El hecho de que los estudios referentes al mundo
prehistórico hayan ocupado un lugar de relevancia dentro de la investigación arqueológica valenciana, ha
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podido repercutir en la conservación del resto de hallazgos de otras culturas menos privilegiadas. Algunos
autores llegaron a comentar la situación de penuria que durante años había sufrido, por ejemplo, el mundo
romano y toda su cultura material, haciendo responsable de este abandono no sólo a la escasez de medios,
sino al propio interés que despertaban en los principales investigadores épocas como la Prehistoria o la cultura ibérica, ignorando los testigos romanos por considerarlos como una simple recopilación de obras de arte
para museos o como un estudio agotado que poco se podía ampliar (Abad, 1985: 337-339). Lo cierto es que
la falta de investigación específica sobre algunos periodos históricos ha afectado negativamente a la conservación de unos hallazgos a los cuales, por desconocimiento, se les restaba importancia. Beltrán López,
cronista de Benifayó, nos comenta cómo tristemente gran cantidad de restos arqueológicos habían sido durante siglos destruidos intencionadamente por los propietarios de los terrenos o por los propios labradores,
muchos de los cuales no sabían valorar su importancia al atribuirlos “als temps d’els moros” (Beltrán López,
1983: 36). Igualmente otros autores nos han advertido acerca de estas negligencias producidas cuando “el
labrador, (…), suele encontrar trozos de piedras, recias cimentaciones y alguna que otra moneda romana;
(…). Estos hallazgos no trascienden de la familia agrícola, quedando ignorados por carencia de interés en
la divulgación de semejantes restos, casi siempre atribuidos por los labradores valencianos al tiempo de los
árabes, “obra de moros”, conforme al común sentir de la gente popular.” (Tramoyeres y Fita, 1917: 41).
Por último, un problema que repercutía directamente en la perdurabilidad de los descubrimientos arqueológicos y que en alguna ocasión hemos ya insinuado, era la falta de profesionales especializados en conservación y restauración. De hecho, aunque con el paso del tiempo el listado de museos arqueológicos iba
creciendo, no así el número de laboratorios de restauración que, dentro de estas instituciones, trabajaban de
forma paralela a los estudios e investigaciones sobre un gran número de materiales que año tras año se iban
acumulando en sus dependencias. El principal problema, no era ya sólo la falta de recursos humanos o económicos, sino el hecho de que no hubiera realmente profesionales expertos en conservación y restauración,
al no existir todavía una titulación específica. Los trabajos se confiaban entonces, como única alternativa, a
personas con formación autodidacta, por lo que numerosos hallazgos han llegado a nuestros días con diversas
alteraciones y sin que conozcamos en la mayoría de los casos cuál ha sido el tratamiento aplicado, ya que
los materiales empleados dependían de los recursos y prácticas del momento y no era habitual la documentación exhaustiva de las intervenciones realizadas.
Pocos eran los museos o las instituciones que disponían de personal contratado para realizar estas labores. Profesionalmente eran denominados en muchos casos “reconstructores”, en referencia obviamente a
su principal trabajo de recomposición de piezas. El Museo de Prehistoria, por ejemplo, contó desde sus primeros años con un Laboratorio y, posteriormente, con varias generaciones de restauradores (figs. 14 y 15).
El primero de ellos fue Salvador Espí, capataz-reconstructor que, aparte de ser ayudante en los trabajos de
excavación, se dedicaba de forma artesanal a la restauración de gran cantidad de objetos arqueológicos (Pasíes y Peiró, 2006: 171-1). Como empleado de la Diputación de Alicante figuraba Félix Rebollo Casanova
(Belda, 1945: 161-162), que se ocupó durante años de la restauración de muchos materiales y cuyas funciones, a partir de 1976, fueron realizadas por Vicente Bernabeu, que consigue la plaza de restaurador de
arqueología para el Museo Arqueológico Provincial de Alicante (Soler, 2000: 40, 45). Sagunto tenía su propia “escuela de reconstructores”, donde aficionados a la arqueología y miembros fundadores del Centro Arqueológico Saguntino, como Facundo Roca (fig. 16) o Miguel Hernández, entre otros, dedicaron muchos
años y esfuerzos a la restauración del patrimonio saguntino, siendo además reconocidos especialistas en el
tratamiento de mosaicos y requeridos para realizar intervenciones en otras ciudades como Zaragoza, Castellón, Teruel o Tarragona (Arse, 1964: 22-23; Llueca, 1996-1997: 9-11), dedicándose también a la divulgación de sus actividades en el Boletín Arse e incluso en Congresos Nacionales de Restauración (Hernández,
1980: 217-222; 1982: 307-311; 1991: 361-369; Roca, 1978). La constante preocupación de nuestros antecesores por la conservación del patrimonio valenciano ha estado siempre patente y, gracias a ellos, se ha logrado salvar un impresionante conjunto de materiales que quizá, en otras condiciones, hubiera corrido peor
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Fig. 14. Trabajos de restauración de Salvador Espí (sentado a la derecha) y José M.ª
Montañana (de pie a la izquierda) en el Laboratorio de Restauración del Museo
de Prehistoria de Valencia. Años 40. Archivo SIP.
Fig. 15. El restaurador del Museo de Prehistoria de Valencia,
Inocencio Sarrión, desenrollando uno de los plomos ibéricos del
Castellet de Bernabé de Llíria. Año 1995. Archivo SIP.
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Fig. 16. Facundo Roca, restaurador del Centro Arqueológico Saguntino (Llueca, 1996-1997: 12).
suerte. Digna de alabar es la meritoria labor de todos aquellos que incansablemente trabajaron con precarios medios, escasa formación e infinita paciencia para recuperar todo tipo de materiales arqueológicos.
En cualquier caso, dentro de las distintas instituciones museísticas que se iban creando, el personal
contratado para realizar las delicadas labores de conservación y restauración era mínimo y probablemente
podamos puntualizar que lo sigue siendo, a juzgar por lo cercanas que nos parecen las palabras que citara
Isidro Ballester: “El reconstructor Salvador Espí, que como el año anterior, tuvo en 1934 que simultanear
sus trabajos de laboratorio con los de capataz de excavaciones y otras actividades más propias de mozo de
Laboratorio y de Museo, ha continuado la cuidadosa y delicada labor de lavado y reconstrucción de la cerámica, pero con la obligada lentitud que trabajar en tales condiciones impone, (…). Todo ello se resolvería, o se aminoraría cuando menos, aumentando el personal especializado en labores tan delicadas, si se
dispusiera de mayor consignación.” (Ballester, 1935: 69).
Posiblemente a consecuencia de la falta de personal y de la escasa formación técnica de muchos restauradores de la época, en ocasiones se recurría a otras entidades más experimentadas para solucionar problemas específicos. De hecho, tenemos constancia de que, a partir de los años sesenta, se solía contactar con
el Instituto de Conservación de Obras y Objetos de Arte y Arqueología (ICROA),23 creado en Madrid en
1961, en cuyos laboratorios se intervinieron varias piezas significativas, como es el caso de la escultura en
bronce del Apolo de Pinedo, de la colección del Museo de Prehistoria de Valencia (La Labor, 1968: 82; Díaz,
1994: 69-76). También restauradores del Museo de Barcelona, como Jaume Mayas, ofrecieron en momentos puntuales su asesoramiento a este mismo Museo para realizar diversos tratamientos sobre plomos ibéricos escritos.
23 En 1985 pasa a nombrarse Instituto de Conservación y Restauración de Bienes Culturales y recientemente ha vuelto a cambiar su
denominación a la de Instituto del Patrimonio Cultural de España.
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Sin embargo, de nuevo nos hemos referido básicamente a la intervención en laboratorio de los materiales arqueológicos ya extraídos, sin considerar apenas los tratamientos de conservación in situ. Si ya era
difícil lograr la pervivencia de los objetos dentro de las instituciones, más aun lo era para los restos de estructuras arqueológicas, que rara vez disfrutaban de medidas de protección a largo plazo y operaciones de
mantenimiento periódico. Las labores de limpieza, consolidación o extracción de muchos restos arqueológicos eran realizadas a menudo por simples obreros dirigidos por estudiosos o cronistas de la época, que ponían su voluntad y sus esfuerzos en la defensa de estos bienes. Constatados han quedado los golpes con
zapapico sobre algunas piezas (Bonet, 2006: 81), tal y como anecdóticamente nos describen por ejemplo los
diarios de excavación en el Tossal de Sant Miquel de Llíria.24 A pesar de estas desafortunadas circunstancias la actitud habitual era la de extremar el cuidado durante el desenterramiento de los restos.
Pero el problema ya no era sólo el proceso de excavación, sino los efectos posteriores a su inmediato
descubrimiento. Obviamente, no abundaban los profesionales que, dentro de la propia dinámica de una excavación arqueológica, se preocuparan y se ocuparan de aminorar las alteraciones que, sin la menor duda,
un drástico desenterramiento producía en los distintos materiales, así como de asegurar las mejores condiciones de embalaje y traslado de materiales. A pesar de los avances, seguían existiendo serias deficiencias
en lo que a actuaciones de prevención y proyectos de conservación in situ de zonas arqueológicas se trata.
Y no nos referimos, obviamente, a las sencillas obras de consolidación que se podían realizar puntualmente
sobre algunas estructuras una vez finalizada la excavación y que tenían la consideración de definitivas, sino
al desarrollo de proyectos integrales de protección programada y mantenimiento a largo plazo que garantizasen la perdurabilidad de los restos. Éste es, fundamentalmente, el testigo que los profesionales de la conservación y restauración arqueológica hemos recogido en la actualidad y el compromiso que hemos adquirido
para dignificar unos restos que son el reflejo de nuestra historia cultural.
CONSERVAR PARA LAS FUTURAS GENERACIONES
Para frenar toda esta problemática que hemos venido argumentando, era necesario un cambio de
mentalidad en la sociedad, que aprendiera a considerar al legado arqueológico como responsabilidad propia y a valorar la importancia de su conservación para el futuro. Como integrantes de una sociedad que ha
tomado conciencia del valor de los bienes culturales, el primer gran logro ha sido precisamente el hecho de
mentalizarnos de que todos somos responsables de la conservación de nuestro patrimonio arqueológico y de
que este legado histórico se transmita a las generaciones futuras en las mejores condiciones posibles, respetando al máximo su significado y materia original y las características estéticas, históricas y funcionales
de la propia obra, que siempre es única e irrepetible.
En los últimos años hemos asistido a un gran avance en la disciplina de la conservación y restauración. Como recordaremos el Instituto de Conservación de Obras y Objetos de Arte y Arqueología de Madrid (ICROA) se crea en 1961, siguiendo la estela de otras importantes instituciones internacionales, como
el Istituto Centrale del Restauro de Roma (1938), impulsado por Cesare Brandi. Por otra parte, en España
24 “Sobre las 5 de la tarde, cavando Espí, halla, en la 2ª capa compuesta de tierras aún de arrastre, (…), una lámina de plomo de forma
algo elipsoidal y bordes irregulares, doblada por el centro sobre sí misma, que al recibir un golpe de zapapico en uno de los ángulos del doblez, se rompe un poco y deja ver dentro, aprisionada, otra mas pequeña y delgada laminilla de plomo doblada varias veces
apretadamente sobre sí misma. La lámina exterior se ha podido abrir sin deterioro (salvo el dicho); pero la pequeña está tan prieta,
es tan delgadita (…) que no lo intentamos siquiera” (Tossal de Sant Miquel, 1940, Diario 43: 10-11).
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los centros docentes específicos en dichas materias son muy recientes. La primera Escuela Superior de Conservación y Restauración a nivel nacional es la de Madrid y su creación se remonta a los años sesenta, vinculada al propio ICROA. En la Comunidad Valenciana, sin embargo, los estudios sobre estas materias son
bastante posteriores y se sitúan en el ámbito universitario; el área propia del Departamento de Conservación
y Restauración dentro de la Facultad de Bellas de la Universidad Politécnica de Valencia fue concedida por
el Ministerio de Cultura, Educación y Ciencia en 1991. De ahí que, hasta hace pocos años, la falta de una
formación especializada repercutía negativamente en la correcta conservación e intervención de los hallazgos arqueológicos, sobre los que habitualmente se actuaba con más voluntad que criterio. Hoy en día, sin
embargo, el referente es la actual figura del conservador-restaurador, considerada ya como una especialización profesional que se ocupa de la pervivencia de los bienes culturales, actuando con un estricto respeto
al original conservado.
Aunque hoy tengamos claros estos conceptos, se trata de una terminología muy moderna, con criterios que empezaron a establecerse en el siglo XX, gracias a publicaciones como la Teoria del Restauro de
Cesare Brandi (1963).25 Documentos como la Carta de Atenas de 1931 o la Carta de Venecia de 1964 fueron básicos para el establecimiento de los principales criterios de actuación, redactando una serie de instrucciones u orientaciones para la restauración de monumentos, entre los cuales se encuentran los restos
arqueológicos. Un avance significativo fue la aparición de la italiana Carta del Restauro de 1972,26 donde
se abordan recomendaciones que afectan a las intervenciones sobre diversas tipologías de bienes y, entre
ellas, la disciplina arqueológica, incluyendo unas “Instrucciones para la salvaguardia y restauración de Antigüedades”, donde ya se citan unos sencillos criterios de actuación aplicables a objetos cerámicos, vidrios,
metales o mosaicos, entre otros, aparte de algunas referencias sobre el tratamiento de los hallazgos subacuáticos. No es de extrañar que todos estos documentos se sitúen cronológicamente entre la primera mitad
del siglo XX y hasta después de la segunda guerra mundial, momento en el cual se toma conciencia del gran
poder destructivo de la civilización moderna. Sentaron las bases de los que actualmente consideramos criterios y actitudes fundamentales en la intervención sobre patrimonio, como la interdisciplinariedad, el respeto al original, el reconocimiento de los añadidos, la reversibilidad de los tratamientos, la compatibilidad
de los materiales, el apoyo de las técnicas científicas de análisis, la mínima intervención o la importancia
de la prevención y de la documentación (fig. 17).
Evidentemente, gran parte de estos logros no se hubieran podido afianzar sin el desarrollo real de una
legislación específica para la protección de nuestros bienes culturales. En España esta legislación oficial
tuvo que esperar muchos años y no será hasta el siglo XX cuando empiezan a redactarse las principales
leyes oficiales,27 con algunos precedentes de disposiciones puntuales que podemos situar en el siglo anterior, aunque de poca eficacia. Tras los años nada fáciles de la guerra civil y el periodo de posguerra, la preocupación por la conservación del patrimonio cultural en las últimas décadas del siglo XX queda reflejada
25 La primera edición de esta obra aparece en Roma en 1963. La versión española es de 1988, de la editorial Alianza, Madrid.
26 Revisada años más tarde en la conocida como Carta de 1987 de la conservación y restauración de los objetos de arte y cultura.
27 Ante la falta de eficacia de las anteriores normativas decretadas en el siglo XIX, son diversos los documentos legislativos que surgen en este nuevo periodo, encaminados en su mayor parte a paliar el problema e la exportación ilícita y a establecer medidas para
la protección, conservación y acrecentamiento de la riqueza artística de España (García, 2009: 105-164; Sanz, 1996: 261-272). La
ya citada Ley de Excavaciones y Antigüedades de 7 de julio de 1911, reglamentada por el Real Decreto de 1 de marzo de 1912
(Yáñez, 1997: 423-429), regula las actividades arqueológicas y la supervisión de las mismas por el Estado, “prohibiéndose en absoluto los deterioros intencionados” (Art. 3) y “exigiendo siempre que las condiciones en que los objetos se conserven permitan
cumplir los fines de cultura a que se destinan” (Art. 8). La Ley de Monumentos Arquitectónicos-Artísticos de marzo de 1915, que
insta a la catalogación de los monumentos arquitectónicos. El Decreto Ley de 9 de agosto de 1926, que intenta establecer unas mayores medidas de protección del tesoro artístico-histórico. La Constitución de 1931, por su parte, establece en el Art. 45 que “toda
la riqueza artística e histórica del país, sea quien fuere su dueño, constituye tesoro cultural de la Nación y estará bajo la salvaguardia del Estado, que podrá prohibir su exportación y enajenación y decretar las expropiaciones legales que estimare oportunas para
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Fig. 17. Proceso de limpieza de una fíbula de bronce bajo la lupa
binocular. Laboratorio del Museo de Prehistoria de Valencia.
Año 2009. Archivo SIP.
su defensa. El Estado organizará un registro de la riqueza artística e histórica, asegurará su celosa custodia y atenderá a su perfecta
conservación”. La conocida como Ley del Tesoro Artístico de 13 de mayo de 1933 (modificada por la de 22 de diciembre de 1955)
supondrá la culminación de los esfuerzos realizados durante el periodo de la Segunda República en lo que a medidas de protección,
conservación y acrecentamiento del patrimonio se refiere. En dicha Ley se establecen las oportunas inspecciones por parte del Inspector General de Monumentos, cargo que deberá recaer en un profesional cualificado de la arqueología y que dependerá de la Junta
Superior del Tesoro Artístico. La Ley, en su artículo 19, es rotunda también en lo que se refiere al cumplimiento de algunos criterios modernos de restauración, indicando que “se proscribe todo intento de reconstrucción de los monumentos, procurándose por
todos los medios de la técnica su conservación y consolidación, limitándose a restaurar lo que fuera absolutamente indispensable
y dejando siempre reconocibles las adiciones”.
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en diferentes textos, desde la Constitución Española de 197828 a la Ley 16/1985 de Patrimonio Histórico Español,29 que establecen la responsabilidad de los poderes públicos para garantizar su conservación. Por otro
lado, también algunos artículos del Código Civil y el Código Penal regulan cuestiones referentes a la propiedad y sancionan diversos delitos contra el patrimonio (robo, expolio, estafa, contrabando, etc.). A estas
normativas nacionales se le han ido sumando en los últimos años las diferentes Leyes de Patrimonio Histórico de las Comunidades Autónomas y, entre ellas, la ley 4/1998 de Patrimonio Cultural Valenciano (última
modificación realizada en 2007). La ley valenciana supone un significativo avance legal para regular muchas de las actividades que perjudicaban seriamente a los bienes patrimoniales de nuestro territorio, incluyendo en uno de sus apartados aspectos referidos a las actuaciones arqueológicas y paleontológicas. En lo
concerniente precisamente a este tipo de intervenciones, se publicaba en 1987 la Orden que regula la realización de actividades arqueológicas en la Comunidad Valenciana, “inspirada en el propósito de garantizar,
técnicamente, la protección de aquel patrimonio y de permitir, al mismo tiempo, el mejor rendimiento científico de la investigación” (Preámbulo).
De todas formas, aunque la validez de estos textos es indiscutible como punto de partida, no profundizan en muchos de los problemas con los que nos enfrentamos en materia de conservación y restauración
de los bienes arqueológicos. Complementando la legislación nacional, han ido surgiendo diferentes documentos internacionales que intentan abrir nuevas perspectivas de actuación en lo relativo a la arqueología,
algunos con carácter de obligatoriedad, como el Convenio europeo para la protección y la gestión del patrimonio arqueológico (Londres 1969, ratificado en la Convención de Malta de 199230) y otros sólo orientativos, como la Recomendación que define los principios internacionales que deberán aplicarse en las
excavaciones arqueológicas (Nueva Delhi 1956), la Recomendación para la conservación integrada del patrimonio histórico relativa a la protección y puesta en valor del patrimonio arqueológico en el contexto de
las operaciones urbanísticas de ámbito urbano y rural (1989) o la Carta para la protección y la gestión del
patrimonio arqueológico (Lausana 1990) (Querol y Martínez, 1996: 295-306; Mariné, 1996: 273-282; Macarrón, 2008: 180-211). En ésta última, se tratan de forma especial algunos aspectos que consideramos de
enorme importancia para garantizar la correcta conservación de los restos arqueológicos y que fueron posteriormente tenidos en cuenta en la Convención de Malta de 1992; en el Preámbulo se advierte de la necesidad de una “colaboración efectiva entre especialistas de múltiples y diversas disciplinas”, exigiendo
también “la cooperación de las instancias de la Administración, de investigadores, de empresas privadas y
del gran público”, así como el requisito de profesionalidad y del “dominio de numerosas disciplinas en un
alto grado académico y científico” (Art. 8). Se corrobora por tanto el hecho de que la conservación es una
obligación moral de todo ser humano y que “la cooperación internacional resulta esencial para hacer respetar los criterios de gestión de este patrimonio” (Art. 9). Nos indica también la importancia de las políticas
de protección de los bienes arqueológicos dentro de los planes de utilización del suelo y ordenación del territorio, ya sea rural o urbano, así como la provisión de fondos para llevar a cabo dichos programas de protección (Art. 2 y 3), prohibiendo la “destrucción, degradación o alteración por modificación de cualquier
monumento o conjunto arqueológico, o de su entorno” (Art. 3). Y además, establece como objetivo fundamental la conservación in situ, subrayando la necesidad de una especial protección del patrimonio arqueológico, que “no debe estar expuesto a los riesgos y consecuencias de la excavación, ni abandonado después
de la misma sin una garantía previa de financiación que asegure su adecuado mantenimiento y conservación”
28 “Los poderes públicos procurarán garantizar la conservación y promoverán el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y
artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran” (Art. 46 de la Constitución Española de 1978).
29 “Los poderes públicos procurarán por todos los medios de la técnica la conservación, consolidación y mejora de los Bienes declarados de Interés Cultural, así como los bienes muebles incluidos en el inventario general” (Art. 39.1 de la Ley 16/1985 de Patrimonio Histórico Español).
30 España se adhiere al Convenio Europeo de Londres en 1975, cuyo principal objetivos era controlar el expolio y el consiguiente tráfico ilegal de los bienes arqueológicos.
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(Art. 6). Estas palabras son de gran importancia porque manifiestan cómo los hallazgos arqueológicos merecen ser conservados no únicamente como fuente de investigación, sino como un valor cultural en sí mismos, evidenciando entonces la preocupación por su conservación incluso después de la excavación (fig. 18).
Por otra parte, aunque en este artículo nos hemos centrado en aquellos aspectos que afectan básicamente a
la conservación de los bienes procedentes de excavaciones terrestres, es obvio que un tema aparte sería el
de la protección del patrimonio subacuático, con una problemática muy específica y compleja que, sin lugar
a dudas, requeriría un análisis en profundidad, amparado en las últimas normativas internacionales.31
Con el fin de intentar esclarecer los criterios con los que abordar la intervención en patrimonio y definir la profesión del conservador-restaurador son varios los documentos sin carácter legislativo que han
surgido bajo el amparo de diversas instituciones. Por citar sólo algunos recordamos que en 1984 se redacta
la Carta de Copenhague, patrocinada por el ICCROM, donde se define nuestra profesión como una disciplina autónoma independiente de la labor del artista o artesano. En 1997 se presenta el Documento de Pavía,
donde diferentes expertos europeos debaten sobre las competencias profesionales del conservador-restaurador. La última definición de nuestro perfil la establece el documento ECCO Profesional Guidelines II
(2002)32 donde se determina un código deontológico, con derechos y deberes profesionales con respecto al
patrimonio cultural. ECCO (European Confederation of Conservator-Restorers’ Organisations) nos advierte también que la labor del conservador-restaurador va más allá de la acción de restaurar, considerada
como intervención directa, ya que incluye además otras múltiples competencias, como el desarrollo de proyectos de prevención dentro de grupos interdisciplinarios que garanticen la correcta perdurabilidad de los
bienes, la elaboración de informes, las asistencias técnicas, las inspecciones periódicas, las labores de correo, la realización de investigaciones y programas educativos o la divulgación de las informaciones obtenidas, siendo además el responsable de promover en nuestra sociedad una mejor comprensión en materia de
conservación-restauración.33
Es evidente que si en estos últimos años de continua revisión de criterios tuviéramos que destacar
algún concepto, éste sería el de la conservación preventiva. Sobre su importancia dentro de las instituciones se debatió en la Reunión de Vantaa (2000), porque “aminora el ritmo de deterioro de colecciones enteras y, por ello, es pieza fundamental de toda estrategia de conservación y un medio eficaz y económico de
preservar la integridad del patrimonio cultural, reduciendo la necesidad de una intervención adicional sobre
los objetos por separado”.34
En la actualidad, de acuerdo a la última definición establecida en 2008 por el ICOM-CC,35 la conservación es una disciplina científica, alejada de la figura del artesano-reparador, donde la restauración como
intervención activa es sólo una faceta más de la propia actividad de conservación, en la que debemos hacer
31 En 2001 la UNESCO aprueba en Paris la Convención Internacional sobre la Protección del Patrimonio Cultural Subacuático, ratificada por el Gobierno español en junio de 2005. El Centro de arqueología subacuática de la Comunidad Valenciana (CASCV) se
crea en 1996 y se ubica en el puerto de Burriana, aunque su actividad es bastante limitada en comparación con otras entidades similares del territorio nacional (Cartagena, Cádiz o Cataluña). Todas estas entidades, junto al Ministerio de Cultura y otras instituciones colaboradoras, presentaron en 2010 el Libro Verde del Plan de Protección del Patrimonio subacuático.
http://www.mcu.es/patrimonio/MC/LibroVerde/Capitulos.html [consulta: 11/10/2010].
32 http://www.ecco-eu.org/about-e.c.c.o./profesional-guidelines-3.html [consulta: 15/3/2010].
33 En 2005 el grupo de trabajo de conservadores-restauradores de la Subdirección General de Museos Estatales en España publica
unas conclusiones para intentar definir los campos de actuación de estos profesionales en los museos, dejando bien especificadas
en el texto sus variadas funciones (Rallo y Sanz, 2005: 60-65).
http://mcu.es/ museos/docs/MC/MES/Rev1/s2_4conservadorRestaurador.pdf [consulta: 15/3/2010].
34 En 2006 se redacta el Código de deontología del ICOM, que establece las normas mínimas de conducta y práctica profesional para
los museos y su personal, distinguiendo entre conservación preventiva y restauración.
http://icom.museum/codigo.html [consulta: 15/3/2010].
35 International Council of Museums-Committee for Conservation. Terminología para definir la conservación del patrimonio cultural tangible (2008). http://www.icom-cc.org/54/document/icom-cc-resolucion-terminologia-español/?id=748 [consulta: 15/3/2010].
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Fig. 18. Trabajos de conservación en la excavación de Els Alters de L’Ènova (Valencia).
Año 2006.
Fig. 19. Medidas de conservación preventiva. Embalaje de piezas de vidrio en condiciones
que garanticen su preservación. Archivo SIP.
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Fig. 20. Proceso de consolidación in situ de una estructura en el yacimiento de la Lloma
de Betxí en Paterna (Valencia). Año 2007. Archivo SIP.
prevalecer el concepto de prevención para evitar o minimizar el deterioro (fig. 19). Frente a una desmesurada actividad restauradora, que podemos considerar totalmente subjetiva, se apuesta por la objetividad que
nos ofrece la conservación preventiva y la mínima intervención, sin realizar falsificaciones, conscientes del
daño que cualquier actuación directa puede ocasionar a las obras.
Para concluir, querríamos hacer hincapié en algunos aspectos que, desde nuestra profesión, consideramos fundamentales para la conservación de nuestros bienes arqueológicos; en primer lugar somos conscientes de que la arqueología no puede considerarse como un obstáculo para el progreso de la sociedad y su
desarrollo económico, por lo que para esta ciencia es difícilmente comprensible cualquier alternativa que
plantee reducir sensiblemente el número de excavaciones integrales, en favor de unos métodos no destructivos que, al menos hoy en día, no son de total efectividad ni proporcionan a menudo resultados esclarecedores. Sin embargo, desde una actitud de responsabilidad ante nuestro patrimonio, creemos que la decisión
o no de realizar una excavación debería ser reflexionada en profundidad, siendo conscientes de que cualquier
excavación arqueológica implica una destrucción.36
36 El criterio de mínima intervención aplicado en este caso ya no sólo a las actuaciones de restauración sino incluso a las propias excavaciones arqueológicas fue ya insinuado en 1959 por Sigfried J. De Laet en su obra L’Archéologie et ses problèmes: “Aunque
toda excavación arqueológica lleva consigo necesariamente la destrucción parcial de los documentos que son objeto de examen,
es un deber del arqueólogo el limitar esta destrucción al mínimo estricto. Hay que reservar a los sabios del futuro, que dispondrán
de técnicas mucho más desarrolladas y refinadas que las nuestras, la posibilidad de someter nuestras propias investigaciones a una
comprobación siempre deseable y efectuar excavaciones complementarias que podrán señalar aspectos del pasado que con nuestros medios actuales de investigación no podemos encontrar. Es por tanto muy deseable que, cada vez que sea posible, se reserve
una parte del yacimiento, de manera que nuestros sucesores lo encuentren intacto.” (Laet, 1960: 84-85). Este mismo autor, en sus
conclusiones, argumentaba la importancia de la concienciación social porque “toda legislación será, sin embargo, inútil si no se consigue cambiar la mentalidad del gran público” (Laet, 1960: 197).
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La realidad nos demuestra en multitud de ocasiones que no se proporcionan suficientes recursos humanos, técnicos y económicos para conservar adecuadamente todo lo que se excava. Las inversiones no
suelen ser suficientes ni para los restos conservados in situ, que requieren en la práctica de abultados presupuestos para cumplir las recomendaciones estipuladas en los distintos convenios, ni tampoco para las colecciones recogidas en los museos, en donde aparte de los efectos negativos derivados de la descontextualización del objeto arqueológico, se unen los graves problemas de almacenaje de lo que desgraciadamente se llega a convertir en un “peso muerto del pasado”, de cuyas consecuencias son conscientes dichas
instituciones museísticas ya que, con la escasa financiación disponible, difícilmente se pueden abordar las
exigencias que establecen los protocolos de conservación preventiva.
Un gran paso en beneficio del adecuado tratamiento que se le da a estos bienes, sería también la estricta colaboración entre arqueólogos y profesionales de la conservación-restauración (Pedelì y Pulga, 2002:
3-12, Morales, 2005: 32-36), estableciendo la obligatoriedad de que estos últimos formaran parte del equipo
de cualquier intervención arqueológica, no sólo en los casos de urgencias o imprevistos, sino desde el proyecto inicial, durante todo el periodo de la excavación e incluso después de la misma, buscando en todo momento apoyos interdisciplinarios y planteando juntos alternativas de protección futura de los restos, como
pueden ser, por ejemplo, la construcción de cubiertas, el establecimiento de medidas de mantenimiento continuo o la decisión del recubrimiento hasta que se consigan los medios necesarios para garantizar la perdurabilidad de los restos (Standley-Price, 2004; Laurenti, 2006).
Obviamente, sabemos que en la actualidad los problemas no han desaparecido, pero sin duda existe
al menos una mayor concienciación y una supuesta garantía de que los hallazgos arqueológicos se tratarán
con un rigor científico del que hace pocos años se carecía (fig. 20). Con el giro que ha dado nuestra actividad profesional en los últimos años se ha notado una sensible mejora en muchos proyectos que esperamos
puedan continuar desarrollándose sin demasiados obstáculos políticos o económicos. Proyectos donde los
distintos profesionales colaboremos para conseguir un único fin: la revalorización de nuestro patrimonio
arqueológico. En los que se logre aunar esfuerzos para llevar a la práctica el ideal de la conservación programada, a corto, medio y largo plazo, previamente incluso al momento del descubrimiento de los hallazgos y prolongando nuestro objetivo a las futuras generaciones. Y donde realmente podamos dar prioridad
al concepto de conservación preventiva, hablando no sólo de técnicas o soluciones de intervención directa
sobre las obras, sino de alternativas de mantenimiento y protección y de proyectos globales de conservación.
BIBLIOGRAFÍA
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