Consideraciones en torno al “Horizonte Campaniforme de Transición”
Juan Antonio López Padilla
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ARCHIVO DE PREHISTORIA LEVANTINA
Vol. XXVI (Valencia, 2006)
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Juan Antonio LÓPEZ PADILLA*
CONSIDERACIONES EN TORNO AL
“HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
RESUMEN: Desde principios de los años 80, la aparición y difusión de los elementos vinculados al denominado “fenómeno campaniforme” en el área del Levante peninsular se ha venido situando en la etapa denominada “Horizonte Campaniforme de Transición”. Dicha fase fue definida básicamente como un período de transformación de las estructuras económicas y sociales “neolíticas” precedentes que caracterizarían posteriormente a la “Edad del Bronce”, en un sentido anticipatorio con
respecto a éstas últimas. Sin embargo, el registro arqueológico permite hoy refutar algunas de las bases
desde las que dicho “horizonte” fue caracterizado, así como respaldar una nueva propuesta explicativa de los procesos de transformación de las sociedades del III milenio BC del Levante y Sudeste peninsulares, evidenciados en diferencias regionales respecto al patrón de ocupación del territorio y al
alcance espacial de determinadas prácticas sociales y tipos de productos.
PALABRAS CLAVE: Cambio social, campaniforme, sistemas-mundo, megalitismo, península
Ibérica.
ABSTRACT: Considerations around the “Bell Beaker Transitional Horizon”. From the
early 1980s, the appearence and diffusion of the Bell Beaker elements in the Levant of the Iberian
Peninsula has been setted to the “Bell Beaker Transitional Horizon”. This period was basically defined as a phase of change of the economic and social “neolithic structures” previous of the “Bronze
Age” ones, as an anticipation of the latter. Nevertheless, the archaeological record allow us to
actually refuse some foundations from which that “horizon” was defined, as well as to support a new
hipotesis about the transformation of Levant and Southeast iberian communities in the third millennium BC, showed in regional differences in relation to patterns of settlement location and spatial
distribution of certain social practices and some kind of products.
KEY WORDS: Social transformation, Bell Beaker, World-systems, Megalithism, Iberian
Peninsula.
* Museo Arqueológico Provincial de Alicante-MARQ. japadi@dip-alicante.es
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Desde que fuera definido por primera vez (Bernabeu, 1979), el denominado
“Horizonte Campaniforme de Transición”1 ha ocupado, en el modelo de secuencia cultural propuesto para el Levante de la Península Ibérica, el lugar correspondiente al momento en que se producía la transformación de las sociedades “neolíticas” en las sociedades
del “Bronce Valenciano”, tomándose como referentes arqueográficos para su reconocimiento los objetos tradicionalmente asociados al Campaniforme.
Sin embargo, creemos que la explicación del proceso histórico acontecido en la zona
meridional de esta área geográfica entre ca. 3000 BC y ca. 2000 BC, no puede seguir sustentándose sobre determinadas proposiciones hasta ahora comúnmente aceptadas en la
investigación prehistórica valenciana, a menos que se esté dispuesto a continuar soslayando determinados indicadores que de manera cada vez más clara revelan notables contradicciones entre el registro arqueológico hoy disponible y los contenidos de los que fue
dotado originalmente el HCT.
Nuestra exploración intentará mostrar que es posible refutar varias de estas hipótesis,
así como proponer, desde los fundamentos teóricos del materialismo histórico, una explicación que dé cuenta de manera más completa de algunos de los procesos involucrados
en el desarrollo histórico del III milenio en el ámbito comprendido entre el valle del río
Júcar, al norte, y la cuenca del Guadalentín, al sur, pretendiendo ser consecuentes con un
programa de investigación que exige no sólo el análisis de las contradicciones fundamentales generadas en la reproducción de las sociedades que ocuparon dicho espacio en
ese tiempo, sino también el de las relaciones establecidas entre ellas, responsables, junto
con aquéllas, del contenido y orientación general de tal desarrollo.
I. HACIA UNA REVISIÓN DE LOS CONTENIDOS FUNDAMENTALES DEL
“HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
Tras la publicación de los trabajos de R. J. Harrison (1974, 1977) resultó evidente que
el esquema de periodización de la prehistoria reciente propuesto por E. Llobregat (1975)
para el Levante peninsular debía reconsiderarse, puesto que si se aceptaban las cronologías que aquél proponía para las cerámicas impresas de “estilo marítimo” y para las incisas y pseudoexcisas del “tipo Ciempozuelos” no podía mantenerse ya la sincronía de los
tipos “primitivos” y los de “reflujo” que E. Llobregat (1975: 128) había propugnado para
la zona valenciana, al tiempo que se planteaban una serie de contradicciones, derivadas
del modelo de “transición” al “Bronce Valenciano” y su cronología, que era necesario
resolver.
Éstas eran las cuestiones fundamentales que J. Bernabeu (1984) abordaba específicamente en su trabajo sobre el campaniforme valenciano, a las que se añadía determinar la
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En adelante, HCT.
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existencia de un auténtico “grupo cultural campaniforme” en el Levante peninsular. Sin
embargo, algunas de las soluciones que al respecto vendría a proponer en este trabajo
habían sido anticipadas en un estudio anterior (Bernabeu, 1979) en el que se propugnaba
la existencia de una fase de “Eneolítico Pleno”, en cuyos momentos finales aparecerían
las cerámicas campaniformes más antiguas, mientras que las de tipo inciso, que acompañaban al resto del “ajuar campaniforme”, se adscribían a una etapa posterior a la que
denominó “Horizonte Campaniforme de Transición” y cuyo final, en torno a 1800 a. C.2
vendría marcado por las fechas radiocarbónicas obtenidas en Terlinques, en Villena, y
Serra Grossa, en Alicante (Bernabeu, 1979: 122-123). Éste es el esquema que defendería
más tarde, asociando la fase del Eneolítico Pleno con el nivel II de Ereta del Pedregal, en
Navarrés, y el Estrato C de El Promontori, en Elche, mientras que el HCT estaría representado por el nivel III y estrato B de estos dos mismos yacimientos (Bernabeu, 1984: 11).
Así, mientras que algunos aspectos permitían establecer claros lazos con las “tradiciones” neolíticas de la etapa anterior –tales como la continuación del hábitat en llano de
algunos poblados o la continuidad en el uso de las necrópolis de inhumación múltiple–
otros permitían considerar “...al HCT como la etapa en la cual se transformarán enteramente las tradiciones neolíticas precedentes dando lugar a formas cercanas a la Edad
del Bronce.” (Bernabeu, 1984: 110). Entre estas transformaciones el autor señalaría:
-la aparición de algunos enclaves sobre cerros y elevaciones de fácil defensa;
-la aparición de recintos amurallados, detectados en Peñón de la Zorra, Ereta del
Pedregal o Puntal de la Rambla Castellarda, en Llíria;
-primeras inhumaciones individuales en grietas cercanas al poblado, como la documentada en la Cueva Oriental del Peñón de la Zorra;
-y cierto desarrollo de la producción metalúrgica, de la que existían ya evidencias
claras en el nivel III de la Ereta del Pedregal.
Pero inicialmente el HCT también conformaba una “cultura” (Bernabeu, 1984: 109),
aunque desde el particularismo histórico entonces imperante poco era lo que podía proponerse acerca del origen de este nuevo “grupo campaniforme”, aparte de consignarse al
respecto un aumento de las “influencias” del Sudeste en el marco más amplio del desarrollo de una “corriente cultural”, de la que participaba toda la Península Ibérica
(Bernabeu, 1984: 112).
Será precisamente a partir de los trabajos desarrollados en años posteriores por J.
Bernabeu y su equipo cuando se empiecen a plantear nuevas hipótesis, en las que el HCT
empezó a situarse más bien como la etapa final de un proceso en el que, una vez agotado el recurso de la puesta en cultivo de nuevas tierras en el territorio, la progresiva intensificación en la producción agropecuaria acabaría por provocar la crisis y disolución de
las estructuras productivas y sociales neolíticas iniciando el proceso de transformación y
de “jerarquización” patente en el “Bronce Valenciano” (Bernabeu y Martí, 1992: 230;
2 Fecha sin calibrar. En el texto, todas las fechas calibradas se expresarán seguidas de las siglas BC.
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4 Asentamientos en altura
• Asentamientos en llano
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Fig. 1.- Asentamientos con materiales campaniformes entre el Júcar y la desembocadura del Segura.
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Bernabeu, 1993: 164; Bernabeu, 1995: 57), de modo que a lo largo de esta trayectoria la
significación atribuida inicialmente a la aparición de las cerámicas campaniformes, concebidas entonces como resultado de la llegada de una “corriente cultural” de escala
peninsular, ha ido perdiendo una parte sustancial de su contenido.
Casi tres décadas después de su formulación, el aumento de la información arqueológica relacionada con el HCT (Juan-Cabanilles, 2004) nos permite hoy realizar algunas
matizaciones en cuanto a la caracterización que para el mismo se propuso inicialmente. Un
primer aspecto, ya señalado (Ruiz Segura, 1990: 80; Hernández, 1997: 96), es la constatación de una serie de diferencias observables a escala regional en cuanto al patrón de
asentamiento considerado hasta ahora típico del HCT, basado en la combinación de asentamientos en altura con emplazamientos en el llano (Bernabeu, 1993: 222). Las prospecciones arqueológicas realizadas (Bernabeu, Guitart y Pascual, 1989; Pascual Beneyto,
1993; Molina y Jover, 2000; Molina Hernández, 2004) han revelado en cambio la existencia de una evidente dicotomía entre una cuenca del Vinalopó donde la distribución de
asentamientos se ajusta a la “norma” establecida para el HCT, frente a los valles interiores –cuenca del Serpis– y zona montañosa nororiental de la provincia de Alicante, en
donde el hábitat parece establecerse exclusivamente en el llano o incluso en cuevas, faltando los emplazamientos sobre cerros o elevaciones montañosas (fig. 1). Se ha de asumir
por tanto una falta de uniformidad en el ámbito del HCT al menos en lo que respecta a este
rasgo, y admitir que frente a una destacada presencia de asentamientos en altura en el
cauce del Vinalopó, se da una ausencia notable de los mismos en el resto del territorio.
Por otra parte, la reciente revisión de uno de los más célebres conjuntos de restos físicos antropológicos adscrito tradicionalmente al HCT obliga en nuestra opinión a reconsiderar seriamente las constantes referencias al enterramiento supuestamente individual de
la Cueva Oriental del Peñón de la Zorra (Soler García, 1981), el mismo que fuera señalado por J. Bernabeu (1984: 112) como terminus postquem para el desarrollo del “Bronce
Valenciano” y como precedente inmediato del tipo de enterramiento en grieta o covacha
que desde los estudios clásicos de M. Tarradell (1963, 1969) se ha considerado típico de
la Edad del Bronce en tierras valencianas (fig. 2). Dicha revisión, realizada tanto sobre los
restos humanos como sobre los elementos del ajuar que los acompañaban, permite concluir que si bien es probable que las dos puntas de Palmela y el puñal de lengüeta localizados formaran un conjunto perteneciente al ajuar de un único individuo, lo que resulta del
todo descartable es la existencia de una sóla inhumación en la cavidad, ya que se han contabilizado restos de un mínimo de 6 individuos (Jover y De Miguel, 2002: 65). En nuestra
opinión, estos datos no hacen más que ajustarse de modo más coherente con lo que hoy
conocemos de las prácticas funerarias del II milenio a. C. en esta zona, donde parece claro
que se mantiene la utilización de las cuevas como necrópolis para la inhumación de varios
cadáveres, paralelamente al empleo esporádico de fosas donde se practican enterramientos individuales dentro del área del poblado pero no en el interior de unidades habitacionales (Martí, De Pedro y Enguix, 1995; Martí Bonafé et al., 1996; De Pedro, 2004).
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Fig. 2.- Peñón de la Zorra, Villena (Alicante). Ajuar metálico del enterramiento de la Cueva Oriental (según J.L. Simón, 1998).
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Si bien esta última práctica tenía hasta hace poco tiempo su único precedente en tierras valencianas en el HCT, las recientes excavaciones realizadas en Camí de Missena,
en la Pobla del Duc (Pascual, Barberá y Ribera, 2005) permiten retrotraer en el tiempo
este tipo de inhumaciones al menos a la primera mitad del III milenio a. C., algo que los
escasos y fragmentarios restos óseos humanos localizados en yacimientos como Les
Jovades (Calvo, 1993: 158) o Marges Alts, en Alqueria d’Asnar (Pascual Benito, 1989)
hacían ya suponer (Soler Díaz, 1995).
Por consiguiente, lo que nos indica ahora el registro es que durante el HCT simplemente se constata una continuación de las prácticas funerarias previas, las cuales además
se prolongarán bastante en el tiempo, por lo que en rigor no es posible seguir utilizando
ningún enterramiento de estos momentos como referente netamente diferenciador respecto de las prácticas funerarias anteriores ni tampoco como claro precedente de las posteriores, como hasta ahora se venía considerando (Bernabeu, 1984: 112; Soler Díaz,
1995: 13; Jover y López, 1997: 111).
Finalmente, habría que referirse a la revisión de que ha sido objeto alguna de las
estratigrafías que en su momento sirvieron de apoyo a J. Bernabeu (1984: 110) para plantear la existencia de niveles en contacto sedimentario que permitían observar la “sucesión
transitiva” entre el HCT y el “Bronce Valenciano”. En la actualidad se cuenta con novedades en el registro que permitirían replantear esta cuestión, especialmente en el caso de
la Ereta del Pedregal, cuya secuencia de cuatro niveles establecida durante las décadas de
1970 y 1980, que se cerraba con una última fase –Ereta IV– cronológica y culturalmente adscrita a la Edad del Bronce (Pla, Martí y Bernabeu, 1983: 243), ha sido posteriormente reinterpretada por J. Juan Cabanilles (1994: 81) señalando que, en base a los resultados de las excavaciones anteriores y en función de los trabajos que él mismo llevó a
cabo en el yacimiento en 1990, “...no hay (...) indicios que permitan presuponer que el
Nivel IV de la Ereta haya albergado una ocupación del Bronce antiguo”, por lo que se
decanta por considerarla como un segmento más del relleno de la fase anterior, Ereta III.
Nada nuevo, en cambio, se ha publicado referente a El Promontori, yacimiento del que
tan sólo los materiales cerámicos con decoración campaniforme han merecido revisión y
publicación de manera reiterada (Ramos Fernández, 1983; Ruiz Segura, 1990).
Actualmente creemos que la presencia fehaciente de niveles arqueológicos de la
Edad del Bronce en estos dos yacimientos debería reconsiderarse, pues además de lo que
la revisión de la estratigrafía de la Ereta del Pedregal ha señalado, las intervenciones realizadas posteriormente en otros yacimientos semejantes como Arenal de la Costa
(Bernabeu et al., 1993) parecen indicar igualmente su inexistencia, algo que las prospecciones superficiales permitirían en principio hacer extensivo también a otros enclaves del
HCT (Molina y Jover, 2000; Molina Hernández, 2004).
Por otra parte, las excavaciones llevadas a cabo en asentamientos de la Edad del
Bronce del ámbito valenciano como la Lloma de Betxí, en Paterna (De Pedro, 1998) o
Terlinques (Jover y López, 2004) están poniendo claramente de manifiesto la inexisten—199—
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cia de materiales cerámicos con decoración campaniforme en la base de sus estratigrafías, contando con dataciones radiocarbónicas que transitan el paso del III al II milenio
BC. De hecho, dentro del territorio administrativo de la Comunidad Valenciana, sólo en
yacimientos argáricos como Tabaià, en Aspe (Hernández, 1982: 15), Pic de les Moreres,
en Crevillent (González, 1986: 207), Laderas del Castillo, en Callosa de Segura (Ruiz
Segura, 1990: 71) o San Antón, en Orihuela (Bernabeu, 1984: 112) han aparecido fragmentos de cerámica campaniforme, presencia que de forma reiterada ha servido para respaldar la hipótesis que defendía la existencia de relaciones entre los grupos “campaniformes” valencianos y los yacimientos argáricos (Bernabeu, 1984; Hernández, 1997). Sin
embargo, como tendremos oportunidad de exponer, esta presencia debe responder más
bien a otro tipo de causas.
En resumidas cuentas si, como acabamos de ver,
– la distribución de los enclaves con elementos “campaniformes” emplazados en
altura no es homogénea en el territorio del HCT, tal y como éste fuera delimitado
en su día, sino que se advierten en él claras diferencias a escala regional, restando
valor al contenido de pretendida “uniformidad de rasgos” inherente al concepto
mismo de “horizonte cultural”;
– si las transformaciones en el ritual funerario –empleadas para señalar los cambios
de orden social que parecen producirse en estos momentos– pierden fuerza como
indicadores de tales procesos a la luz de las nuevas evidencias del registro;
– y si la revisión de las antiguas estratigrafías y los datos aportados por las excavaciones más recientes arrojan sombras en torno a la efectiva existencia de una sucesión estratigráfica, sin solución de continuidad, como la propuesta en su día entre
el HCT y la Edad del Bronce,
parece que se hace necesario un replanteamiento de la explicación del proceso histórico
en el que se involucró el surgimiento y difusión de la cerámica y los elementos “campaniformes” en el Levante peninsular de la segunda mitad del III milenio BC.
II. NUEVOS PLANTEAMIENTOS PARA UNA REINTERPRETACIÓN
DEL HCT
Parece hoy por hoy incuestionable que la amplia dispersión de las cerámicas “campaniformes” debe relacionarse principalmente con la extensión de los contactos intersociales en un momento de clara pulsión expansiva de los mismos, de modo que su imitación y copia en distintos lugares de la Península y su consumo en un amplio espacio geográfico, van en casi todas partes asociadas a sensibles transformaciones de orden social
y económico.
A nuestro entender, no obstante, no se ha prestado suficiente atención al hecho de que
las transformaciones socioeconómicas que acompañaron al “campaniforme” no fueron
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iguales en todas partes, algo en lo que a no dudar ha tenido mucho que ver el “descontexto” de la mayoría de los “materiales campaniformes” de los que se compone el registro, pero sobre todo, con la ausencia de adecuadas perspectivas teóricas, geográficas y
cronológicas desde las que abordar el análisis de estas diferencias (Garrido, 2005).
Para explicar de modo más adecuado el proceso histórico en el que hacen aparición
las cerámicas y el resto de “elementos campaniformes” registrados en el ámbito del
Levante peninsular, deberemos situar a éstos en el plano contextual que les corresponde: como una parte más de los objetos cuya producción y consumo se hizo necesaria
como medio de reproducir la vida social. Pero no seremos capaces de interpretar adecuadamente la naturaleza de los cambios que hicieron posible su incorporación al registro si no es a partir del análisis y explicación de los procesos desarrollados previamente, a partir de los cuales se generaron las condiciones para que se produjeran tales transformaciones.
A nuestro juicio, la historia del III milenio BC en el territorio comprendido entre la
cuenca del río Júcar, al norte, y la cuenca del río Guadalentín, al sur, viene marcada fundamentalmente por el progreso en paralelo de dos procesos cuyo desigual desarrollo a
escala macrorregional se determina en instancias diferentes pero no disociadas:
–uno a nivel intrasocial, cuyo motor reside en la resolución de las contradicciones
generadas en la reproducción de las sociedades que ocupaban dicho territorio;
–y otro a nivel intersocial, cuya naturaleza viene fundamentalmente determinada por
la proyección al exterior de la sociedad de los efectos resultantes de la resolución de esas
mismas contradicciones.
Entre otros aspectos, con el primero de estos procesos debemos relacionar la progresiva –pero desigual– consolidación de la apropiación objetiva del espacio productivo por
parte de los grupos del Levante y Sudeste peninsulares a lo largo del IV y III milenios
BC, mientras que el segundo se vincula, ante todo, con la expansión en el territorio de las
relaciones de explotación intersocial generadas en la reproducción ampliada del entramado social, económico y político articulado en torno al sistema-mundo del Valle del
Guadalquivir (Nocete, 2001) y que en lo que atañe de manera más directa a nuestra
exploración, se relaciona fundamentalmente con el “ámbito millarense”, así como con los
procesos de reacción y/o de resistencia social a estas relaciones de explotación desarrollados en el seno de las sociedades colindantes.
II.1. La apropiación objetiva del espacio de producción
Como ha recordado recientemente L. F. Bate (2004: 27), el elemento que en esencia
determina la calidad de las relaciones sociales de producción de las formaciones sociales
tribales no es tanto su modo de vida –agricultor, pastoril, cazador-recolector, pescador...–
como el establecimiento de la propiedad comunal sobre el objeto de trabajo –y no sólo
su posesión– como condición para el desarrollo del proceso productivo.
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Resulta evidente que la intensificación en la explotación agropecuaria de un territorio
conlleva el incremento del volumen de trabajo comprometido en la obtención de un rendimiento aplazado, lo cual impone aumentar las garantías de apropiación de la tierra, receptora de una mayor inversión de trabajo social. Es en esta necesidad en la que halla fundamento la prevalencia que adquieren los lazos de parentesco, al enfatizar su papel de vínculo
capaz de identificar como grupo propietario y mantener unidos a los miembros de las unidades productivas. Perpetuar esta apropiación determina a su vez una jerarquía genealógica,
que a nivel de conciencia social sitúa en un plano superior a aquellos miembros del linaje
–los mayores– que precedieron a los demás en el trabajo de la tierra y contribuyeron a la producción de la simiente, con la que las sucesivas generaciones que se incorporan a la producción pueden sembrar los campos para reproducir el ciclo agrícola (Meillasoux, 1985: 66).
Es así como en la esfera ideológica la justificación en el derecho de explotación de un territorio se sitúa en un plano que de forma específica relaciona al grupo tribal con sus antepasados: aquéllos a quienes todos deben la simiente y que hicieron por primera vez productiva la tierra (Sahlins, 1977b: 126; Godelier, 1974: 88). De este modo, la disposición de un
gran número de necrópolis y áreas de inhumación colectiva, distribuidas a partir del IV milenio BC en los lindes y áreas de paso entre cuencas y valles, constituiría el argumento con el
que defender la precedencia del linaje ocupante en sus derechos de uso y explotación de los
recursos, heredados de los antepasados que desde emplazamientos estratégicos vigilan el
territorio y, sobre todo, sus vías de acceso (Vicent, 1990; Bernabeu, 1995; Cámara, 2000).
Sin embargo, también podemos vincular con este proceso los datos que reflejan
incrementos significativos en la distribución y circulación de productos en el ámbito del
Levante peninsular, como en el caso del intercambio regional de manufacturas líticas
cuya progresión será constante a lo largo del IV y III milenios BC (Orozco, 2000; Ramos
Millán, 1999). Esta importancia y amplitud de los intercambios, correlativa a la menor
movilidad de unos grupos humanos circunscritos en territorios controlados de forma cada
vez más exclusiva, parece radicar en el hecho de que cuanto mayores son los obstáculos
para acceder libremente a recursos desigualmente repartidos en el territorio –y no sólo
recursos naturales, sino también y en especial a las mujeres, de las que depende la producción de fuerza de trabajo (Meillasoux, 1985)– mayor será la competencia por ellos, y
mayor por tanto el riesgo potencial de enfrentamientos violentos por su control que sólo
pueden terminar provocando mermas más o menos importantes en la capacidad de trabajo. Así, la necesidad de establecer pactos de “no agresión” conforme se establecen límites socialmente aceptados entre diferentes territorios estimuló la creación de amplios circuitos de transferencia de productos, en un marco dominado básicamente por el intercambio equitativo, en donde sobre todo se tenía en cuenta el vínculo social establecido,
pero que a su vez obligaba a intensificar una producción artesanal destinada a satisfacer
las necesidades generadas por estos intercambios.
Sin embargo, esta tendencia a incrementar la productividad del trabajo artesanal chocaba frontalmente con los principios articuladores de una sociedad en la que la supervi—202—
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vencia dependía de garantizar la reproducción y el aprovechamiento del ciclo agrícola en
un espacio apropiado socialmente, cuyas posibilidades de explotación se hallaban sujetas
a la condición de pertenencia al grupo propietario del mismo (Godelier, 1974: 88; Ruíz
Rodríguez, 1978: 20), lo que determinaba a su vez la necesidad social de garantizar a
todos los miembros ese aprovechamiento manteniendo un bajo nivel técnico de los instrumentos de trabajo involucrados en la producción agropecuaria básica.
La consecuencia más claramente perceptible de ese principio fundamental fue un
necesario bloqueo tecnológico en el desarrollo de los medios de producción subsistencial,
el cual explica,
– de una parte, el que las herramientas de trabajo agrícola apenas experimentaran
cambios sustanciales a lo largo de varios miles de años;
– de otra, que el incremento de la producción agrícola sólo pudiera hacerse realmente efectivo a través del aumento de la fuerza de trabajo (es decir, un mayor número de hombres y mujeres trabajando);
– y finalmente, que a lo largo del IV y III milenios BC las actividades de producción
artesanal nunca pudieran llegar a desarrollarse como un verdadero sector productivo al margen de la producción agropecuaria, pues el desarrollo técnico necesario
para su intensificación y diversificación quedaba en última instancia bloqueado al
depender éste de la disponibilidad de fuerza de trabajo sustraída al desempeño del
trabajo agrícola.
Si bien al principio la producción artesanal destinada al intercambio pudo cubrirse
adecuadamente empleando sólo el tiempo disponible durante la etapa improductiva del
ciclo agrícola, a medida que éstos fueron creciendo en importancia, estimulados por un
sector de la sociedad cuya relevancia social se veía acrecentada proporcionalmente gracias a ellos (Terray, 1977), el incremento en la producción artesanal ya sólo podía alcanzarse mediante un aumento previo y necesario de la producción agropecuaria básica, de
modo que fuera posible garantizar el sustento de los miembros de las unidades productivas destinados a generar esta plusproducción de bienes artesanales mientras se encontraran produciéndolos (Sarmiento, 1992: 95), y dado el bloqueo socialmente impuesto al
desarrollo de los medios de producción agrícola, tal incremento sólo podía obtenerse
intensificando los mecanismos de disposición de fuerza de trabajo.
Es así como en esta nueva situación, el papel dominante de los individuos situados
al frente de los linajes de la comunidad no se encontraría apoyado tanto en el desempeño de su papel como coordinadores de los equipos de trabajo o en su autoridad como individuos de avanzada edad –es decir, en su calidad de depositarios de un alto grado de
“saber social” y de conocimientos técnicos del proceso productivo– como en el control
que directa e indirectamente ejercieron sobre la fuerza de trabajo (Meillasoux, 1985;
Terray, 1978). Y puesto que el volumen de fuerza de trabajo sujeta a control se constituyó en la medida en virtud de la cual se otorgaban socialmente los puestos de mayor rango
en la escala del prestigio y la autoridad, es fácil entender por qué aquellos objetos cuya
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posesión denotaba una inversión mayor de la misma se convirtieron en los símbolos de
tal autoridad, y también por qué es en este momento y no en otro –y por qué en determinadas regiones peninsulares antes que en otras– cuando comienzan a aparecer en el registro productos elaborados en materias primas de procedencia extrapeninsular como el
marfil, el ámbar o la cáscara de huevo de avestruz (Nocete, 2001). La obtención de este
tipo de productos adquirió así una importancia esencial como instrumento para expresar
–y también para crear– diferencias de rango social, circunstancia de donde parte el interés de los dirigentes de la comunidad en garantizar e incrementar progresivamente la
manufactura y disposición de estos productos y de estimular y aumentar la producción de
bienes con los que obtenerlos a través de los circuitos de intercambios recíprocos de los
que, por otra parte, se les había otorgado socialmente el control.
Por último, si el afán de garantizar un flujo constante de productos manufacturados
con los que habilitar relaciones de carácter social entre grupos pudo servir de acicate para
incrementar el número de trabajadores, no menos importante debió ser el deseo de procurar la defensa del producto almacenado –que lo será en cantidades cada vez mayores y
en torno al cual se irá produciendo un progresivamente acelerado proceso de nuclearización del poblamiento– y del espacio de producción apropiado, para lo cual resultaba también indispensable contar con el mayor número posible de efectivos. Uno y otro factor,
pues, constituyeron el auténtico estímulo del crecimiento demográfico experimentado.
II.2. La desigualdad intersocial y la teoría de los “Sistemas Mundiales”
Desde el registro arqueológico, podemos relacionar claramente con estos procesos no
sólo el incremento de asentamientos constatado sino también el elevado número de cavidades empleadas como necrópolis de inhumación múltiple que están siendo utilizadas
hacia la segunda mitad del IV milenio BC, tanto en las comarcas centro-meridionales
valencianas (Soler Díaz, 2002) como en el Sistema Ibérico (Lorenzo, 1990; Molina y
Pedraz, 2000) y el área sudoriental de La Mancha (Hernández y Simón, 1993: 37;
Hernández, 2002: 14). En cambio, en las cuencas del Segura y del Guadalentín se abre
una zona en la que este tipo de prácticas funerarias entra en contacto con el área máxima
de expansión hacia el este de las necrópolis de tipo megalítico (San Nicolás, 1994;
Lomba, 1999), lo que pone de relieve la existencia de una dicotomía en este tipo de prácticas sociales en una zona muy concreta que no puede interpretarse más que como área
de contacto entre dos sociedades con sensibles diferencias en los medios empleados para
expresar y justificar ideológicamente la apropiación del espacio productivo (fig. 3).
La constatación de estas diferencias en el registro regional no es, por supuesto, algo
que se revele ahora como novedad. Antes al contrario, hace ya bastante tiempo que se
señaló la ausencia del “fenómeno megalítico” como rasgo especialmente caracterizador
de los grupos del “Eneolítico valenciano” frente a los del resto de la península (Tarradell,
1963), y que en general se han explicado siempre en términos de “marginalidad”, “per—204—
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Fig. 3.- Distribución de las principales necrópolis documentadas entre el valle del Júcar y el valle del Guadalentín entre ca.
3000 y ca. 2500 BC.
sonalidad” o “regresividad” culturales con respecto al Sudeste. Sin embargo, no ha sido
sino hasta fechas relativamente recientes cuando han comenzado a realizarse propuestas
explicativas capaces de dar cuenta de esta diferenciación y “gradación” de rasgos evidenciados en el registro, en términos distintos a los del consabido mayor o menor “atenuamiento” de las “influencias culturales” o en la constatación del mayor o menor “retardamiento” de unas culturas con respecto a otras.
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J. A. LÓPEZ PADILLA
En la medida en que las condiciones de existencia y de reproducción de las sociedades que estamos analizando pudieron hallarse determinadas –en la escala e intensidad que
fuese– por los procesos de producción y reproducción social de otras sociedades contemporáneas, no será posible plantear por separado el análisis de unas y de otras. Es decir,
si existió un nivel de desarrollo desigual (Amín, 1976) entre los grupos del IV y III milenios BC del cuadrante sudoriental peninsular, la explicación del proceso histórico que los
involucra no podrá plantearse más que desde la de cada una de esas sociedades y de la
naturaleza de las desigualdades establecidas entre ellas.
La progresiva consolidación de la apropiación objetiva del espacio de producción y
el necesario aumento de la cohesión grupal relacionado con ésta, favoreció una identificación de carácter excluyente con respecto al territorio apropiado (Cámara, 2000: 104),
en la cual se encuentra explicación a la tendencia a trasladar al exterior –o sea, hacia los
otros– los efectos de la contradicción fundamental generada en el seno de estas sociedades y que, como hemos visto, resultó de la compensación de la precariedad determinada
por el bajo nivel técnico de los medios de producción agrícola y el escaso volumen de
plusproducción generado mediante un alto grado de desarrollo de los mecanismos de gestión y coordinación de la fuerza de trabajo, materializados en la creación y el desempeño de determinados puestos de responsabilidad social capaces de canalizar adecuadamente los lazos de solidaridad y las relaciones intersociales concretadas en los intercambios regionales de productos (Nocete, 2001: 25).
Pero al mismo tiempo, al institucionalizarse la escasez como característica determinante de los objetos que posibilitaban el acceso y expresaban socialmente el desempeño
de estos papeles de prestigio, en función del número también escaso de los mismos
(Godelier, 1974: 34) y dado que estos productos “escasos” eran precisamente aquéllos
que al atravesar los límites de la reciprocidad establecidos en los ámbitos de contacto
intersocial, podían obligar a contrapartidas mayores de productos locales, su circulación,
distribución y consumo permitió también establecer las bases para el desarrollo de unas
condiciones de explotación entre sociedades (Bate, 1984: 79).
La aparición de disimetrías en estos procesos de intercambio intersocial –o, lo que es
lo mismo, de explotación– y sus efectos, es algo que sólo puede percibirse a través del
análisis del territorio concebido no como una unidad de carácter meramente ecológico,
sino como el espacio de expresión reconocible de las formaciones económico-sociales, lo
que le confiere un contenido esencialmente económico y político (Ruiz Rodríguez et al.,
1986: 76; Nocete, 1989: 38) capaz de ofrecer nuevas perspectivas a la investigación,
como a nuestro juicio han evidenciado los recientes ejemplos en los que se han puesto en
práctica programas de investigación basados en la Teoría de los Sistemas Mundiales
(Nocete, 2001; Kristiansen, 2001).
Por nuestra parte, creemos que existen datos suficientes como para considerar la existencia de evidentes desequilibrios a nivel regional en el consumo de determinados productos entre las sociedades peninsulares del III y II milenios BC, que a la postre no expre—206—
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CONSIDERACIONES EN TORNO AL “HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
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san más que desigualdades regionales en la capacidad de movilización y captación de
recursos. Pero para que el desarrollo de dichas desigualdades pueda percibirse, analizarse y por tanto ser explicado, resulta a nuestro juicio imprescindible establecer unidades
de observación territorial muy superiores a las ópticas de alcance local o regional que
habitualmente se han empleado en la investigación, obligando a considerar no sólo el
espacio social en el que se desarrolló y reprodujo cada sociedad, sino también el ámbito
total que abarcó –en su caso– el sistema en el que éstas se encontraban integradas
(Nocete, 1999).
Es probable que entre finales del IV y durante el III milenio BC el sistema abarcara
prácticamente a toda la mitad meridional de la Península Ibérica (Nocete, 2001). Sin
embargo, creemos que para una adecuada observación de los procesos vinculados con la
problemática que específicamente nos ocupa en este trabajo, resultará factible reducir
dicho ámbito al territorio comprendido entre el cauce del Júcar, al norte, y la cuenca del
Guadalentín, al sur, atendiendo no sólo a las diversas calidades que ofrece el registro
empírico en las distintas áreas regionales en él incluidas, sino teniendo además presente
su situación con respecto a la articulación global del sistema del que formó parte esta
zona en sus diferentes diacronías.
III. OBSERVACIONES DE UNA ADECUADA UNIDAD DE ANÁLISIS
TERRITORIAL EN UN INTERVALO CRONOLÓGICO PERTINENTE
Como ya hemos señalado, entre mediados del IV y mediados del III milenio BC se
hace geográficamente reconocible la existencia de al menos dos sociedades concretas
dentro del marco territorial seleccionado para este estudio:
– la que ocupó el área suroccidental de la actual provincia de Murcia, especialmente
en el ámbito del Valle del Guadalentín, Mazarrón y Campo de Lorca, cuyos límites orientales pueden identificarse grosso modo con la zona de máxima expansión
hacia el este de las necrópolis megalíticas;
– y la que se reconoce fundamentalmente al norte y al este de la cuenca del río
Segura, y que se extiende hacia el Levante peninsular, donde las construcciones de
carácter megalítico son inexistentes y las principales necrópolis se ubican invariablemente en el interior de cavidades naturales.
Pero junto a la dicotomía que expresa esta desigual distribución geográfica de determinadas prácticas funerarias, hallamos también otras diferencias en el registro, como el
disimétrico reparto de las producciones cerámicas con almagra, de los vasos de piedra
decorados o de los productos metálicos, entre otros, a las que se añaden otras disimilitudes que se reconocen con mayor claridad a lo largo de la secuencia cronológica, como la
diferente diacronía que ofrecen unos determinados modelos de organización y gestión del
espacio apropiado.
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Así pues, será contemplando en escalas adecuadas a la vez el tiempo y el espacio
como se hará posible la observación de las relaciones e interacciones establecidas entre
estas dos formaciones sociales a lo largo de casi dos mil años de historia, intervalo que,
debido a las diferentes calidades del registro empírico disponible, nos hemos visto forzados a delimitar en dos bloques cronológicos principales:
–el que se establece entre ca. 3500 BC y ca. 2500 BC, por una parte;
–y el que ocupa el período comprendido entre ca. 2500 BC y ca. 2000 BC, por otra.
III.1. El registro arqueológico del IV y III milenios BC entre el Valle del Júcar y la
Cuenca del Segura
Sin duda, el valle del Serpis y la Vall d’Albaida siguen siendo en la actualidad las
zonas mejor conocidas de toda esta área, gracias a una larga trayectoria investigadora de
más de una década centrada en la problemática del surgimiento y desarrollo de las primeras sociedades agrícolas de la fachada mediterránea peninsular (Bernabeu, 1995). Es
por este motivo que los datos más relevantes para la caracterización de estos grupos proceden básicamente de los enclaves excavados en Jovades (Bernabeu et al., 1993), Niuet
(Bernabeu et al., 1994), Colata (Gómez Puche et al., 2004), Camí de Missena (Pascual,
Barberá y Ribera, 2005) y Arenal de la Costa (Bernabeu et al., 1993), no existiendo en la
región ninguna otra zona para la que se disponga de tanto y de tal calidad de registro
como el obtenido en estos yacimientos. En cualquier caso, ello no impide reconocer en
todo el ámbito territorial seleccionado características muy similares a las observadas en
esta área en cuanto a la ubicación de los asentamientos y de los espacios funerarios (fig.
3 y 4).
a) ca. 3500-ca. 2500 BC
En efecto, a lo largo y ancho del territorio comprendido aproximadamente entre el
Júcar y el Segura aparecen distribuidos, entre mediados del IV y mediados del III milenio BC, toda una serie de emplazamientos a menudo definidos como “poblados de silos”
(Gómez Puche et al., 2004), y que artefactualmente caracterizan el Neolítico IIB de la
periodización propuesta por J. Bernabeu (1993; 1995). De la mayoría apenas contamos
con unos cuantos objetos procedentes de prospecciones o, con fortuna, de algunos datos
estratigráficos. De otros, en cambio, se cuenta con un registro abundante y con información generada a lo largo de muchos años de trabajo, como sucede en la Ereta del
Pedregal, en Navarrés, reexcavada a inicios de los años noventa (Juan-Cabanilles, 1994).
A menudo la existencia de asentamientos de esta cronología sólo puede deducirse de la
localización de importantes necrópolis de inhumación múltiple en cuevas y grietas rocosas que hacen suponer la existencia de núcleos habitados en sus alrededores, como ocurre en La Safor, en La Marina, en el Camp d’Alacant y en la Foia de Castalla (Soler Díaz,
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Fig. 4.- Distribución de los principales asentamientos registrados entre el valle del Júcar y el valle del Guadalentín
entre ca. 3000 BC y ca. 2500 BC.
2002), teniendo tan sólo indicios muy parciales acerca de algunos asentamientos, invariablemente emplazados en el llano y en los que se documentan de manera reiterada
estructuras siliformes excavadas en el suelo (Aparicio, Gurrea y Climent, 1983; Belda,
1929; Fairén y García, 2004). Nueva información ha proporcionado la excavación de
enclaves costeros como la Playa del Carabassí, de Elche, donde recientemente se ha podido constatar la existencia de un asentamiento de carácter presumiblemente estacional
(Soler Díaz et al., 2005) o la documentación del yacimiento de La Torreta, en Elda (Jover
et al., 2001), a escasa distancia de la necrópolis de la Cueva de la Casa Colorá (Her—209—
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nández Pérez, 1982) y que permite ampliar el registro ya conocido de otros emplazamientos de esta cronología registrados en el valle del Vinalopó, como los señalados por
J. M. Soler (1981) en el Arenal de la Virgen, Casa de Lara (Fernández López de Pablo,
1999) y La Macolla (Guitart, 1989) asociados a diversas cuevas de enterramiento múltiple, como la Cueva del Alto o la Cueva de las Lechuzas, entre otras, así como los excavados por A. Ramos Folqués (1989) y R. Ramos Fernández (1981) en la Figuera Redona
y El Promontori, en Elche.
Igualmente, y pese a lo fragmentario de la información, hacia 3000 BC tendríamos
ocupadas ya varias zonas llanas en el fondo del valle de Yecla, con asentamientos en todo
similares a los ya comentados del Vinalopó o Serpis, como los de La Balsa y La Ceja
(Ruiz, Muñoz y Amante, 1989; Vicente, 1998). En el mismo momento se registra también una ocupación de las tierras llanas en Jumilla, atestiguada en El Prado, La Borracha
y Santo Costado (Walker y Lillo, 1983; Molina Grande y Molina García, 1991) y también evidencias de enterramientos coetáneos en cavidades como la Cueva de las Atalayas
(Simón, Hernández y Gili, 1999: 21) en Yecla, y la Cueva de los Tiestos, en Jumilla
(Molina Burguera, 2004).
Aún más hacia el interior, los últimos datos publicados señalan también diversos
enclaves a los que se atribuye una cronología del IV y III milenios BC (Jordán, 1992),
aunque tan sólo uno –Fuente de Isso, en Hellín– ha sido apenas excavado (López y Serna,
1996). Constatada la ausencia de construcciones de tipo megalítico, también las evidencias funerarias parecen quedar restringidas en esta zona a cuevas de inhumación múltiple, como la Peña del Gigante de Tobarra (Hernández, 2002: 14). Y por lo que respecta
al denominado Corredor de Almansa, la mayoría de los indicios se refieren a cuevas
sepulcrales como la Cueva de Mediabarba o de las Calaveras, en Montealegre del
Castillo, y la Cueva Santa, en Caudete (Hernández y Simón, 1993: 37), teniéndose sin
embargo noticia de algún yacimiento situado en llano (Pérez Amorós, 1990).
b) ca. 2500-ca. 2200 BC
A partir de mediados del III milenio BC parece darse un cambio en las estrategias de
ocupación del territorio en una amplia porción del espacio que acabamos de recorrer, traducido básicamente en la aparición de una corta serie de enclaves ubicados sobre altozanos, escarpes y peñas, con amplia visibilidad sobre las cuencas y valles, frente a otro
grupo de asentamientos que siguen ocupando terrazas fluviales en lugares cercanos a las
zonas de mayor rendimiento agrícola.
Sin embargo, si en la zona de la Vall d’Albaida, La Costera, L’Alcoià y El Comtat
todos los yacimientos conocidos –como L’Atarcó, Arenal de la Costa, Mas del Barranc o
Mas del Moreral– mantienen su emplazamiento preferente sobre cauces fluviales, en
terrazas o, en general, en lugares escasamente elevados con respecto al llano circundante, las prospecciones realizadas han permitido constatar en la cabecera del río Vinalopó y
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en el curso del río Clariano varios yacimientos sobre cerros y elevaciones –como la
Serrella, en Banyeres, y el Cabeço de Sant Antoni, en Bocairent (Pascual Beneyto, 1993:
120, 121)– que aparecen jalonando los pasos principales entre cuencas, pauta que observamos de manera reiterada a lo largo del Valle del Vinalopó. Así, el Peñón de la Zorra y
el Puntal de los Carniceros controlan la salida del Valle de Benejama hacia el Vinalopó;
El Monastil y El Canalón el acceso entre el Medio y Alto Vinalopó; y Tabaià la puerta
hacia el Camp d’Elx y el camino hacia la costa y la desembocadura del Segura.
Asimismo, las informaciones publicadas permiten constatar en algunos de ellos la existencia de murallas, como ocurre en el Peñón de la Zorra (Soler García, 1981; Jover,
López y López, 1995). Y junto a la aparición de estos enclaves, se registra un aparente
abandono de algunos de los asentamientos emplazados en las tierras bajas del valle y
también la continuidad de otros ubicados asimismo sobre el llano agrícola, cercanos a
humedales o sobre el mismo cauce del río, como Las Terrazas del Pantano, Casa de Lara,
La Alcudia, Figuera Redona o El Promontori (Jover y Segura, 1997; Soler García, 1981;
Ramos Fernández, 1984).
Algo similar parece ocurrir en la zona de Jumilla, donde si bien resulta difícil precisar el momento exacto de abandono del asentamiento de El Prado –dada la ausencia de
cerámicas campaniformes y, en cambio, la presencia de un cincel y un punzón metálicos
en los niveles superiores del yacimiento (Simón, Hernández y Gili, 1999: 21) y a pesar
de que alguna de las fechas radiocarbónicas obtenidas (lamentablemente descontextualizadas) parecen situarse próximas a mediados del III milenio BC (Eiroa y Lomba, 1998:
102)– los indicios registrados en la Herrada del Tollo, al pie de la vertiente noreste de la
Sierra de Santa Ana, parecen otorgar una cronología avanzada a este emplazamiento (Gil
y Hernández, 1999: 29) ubicado en las proximidades de Coimbra del Barranco Ancho, un
enclave en altura en donde se han registrado puntas metálicas de tipo Palmela y afiladores de arenisca perforados (Simón, Hernández y Gili, 1999).
Por tanto, hacia mediados del III milenio BC parece quedar configurado en el área de
Jumilla un modelo de ocupación del territorio análogo al constatado en el Valle del
Vinalopó, pues Coimbra del Barranco Ancho parece repetir en esta área la misma función
de control de paso entre cubetas geográficas, dominando no sólo las tierras llanas de
Jumilla sino también sus comunicaciones, a través de la Rambla del Judío, con el valle
del Segura, mientras que a sus pies, en la Herrada del Tollo, aparece un núcleo de población que conserva en cuanto a su localización las peculiaridades de los asentamientos del
IV milenio BC.
Por fin, mucho peor documentados pero perfectamente ajustados a este mismo modelo de poblamiento encontraríamos otros yacimientos, como el Puntal del Olmo Seco, en
Ayora, donde se señaló la presencia de estructuras identificadas como unidades habitacionales (Bernabeu, 1984: 108) sobre un cerro elevado que se ocupó al parecer en la
segunda mitad del III milenio BC (Juan Cabanilles, 1994: 94) controlando el acceso al
Valle de Cofrentes y al Alto Júcar, situación semejante a la de El Castellar, en Ontinyent
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(Ribera, 1989), que quizá ejerció un control similar del paso entre la Valleta d’Agres y la
Vall d’Albaida.
III.2. El registro arqueológico del IV y III milenios BC en la Cuenca del Segura y
del Guadalentín
Al margen de algunos pocos trabajos relacionados específicamente con el análisis del
territorio –como los llevados a cabo en la Comarca del Noroeste (López García, 1991) o
en las zonas de Lorca (Ayala, 1991) y Mazarrón (Risch y Ruiz, 1994), entre otras– tan
sólo contamos con algunas interesantes valoraciones que aun partiendo de un volumen
muy fragmentario de información, ceñida casi exclusivamente a unos pocos yacimientos
excavados, ofrecen a nuestro juicio datos relevantes al análisis que nos ocupa (Lomba,
1996, 2001; Martínez Sánchez y San Nicolás, 2003).
a) ca. 3500-ca. 2500 BC
Por lo que respecta al valle del Segura, la información actualmente disponible se basa
sobre todo en prospecciones superficiales, rara vez llevadas a cabo con carácter sistemático, que no permiten precisar adecuadamente la cronología de las ocupaciones detectadas, a menudo atribuidas a un “eneolítico” imprecisamente definido en la mayoría de los
casos. Prácticamente en todo el valle, sin embargo, encontramos esporádicamente señalados en el mapa una serie de enclaves que muestran las mismas características que los
asentamientos que hemos reconocido hasta ahora en Alicante, Altiplano de Yecla y
Jumilla o en la comarca de Hellín, siempre establecidos sobre terrazas fluviales, suaves
pendientes o, todo lo más, pequeñas elevaciones o lomas de poca envergadura apenas
destacadas del llano circundante, y siempre en las proximidades de zonas endorreicas o
del cauce de ríos o ramblas. Es el caso de la Fuente de las Pulguinas, en Cieza (Lomba y
Salmerón, 1995), de la Umbría del Mortero, en Abarán (Lisón, 1983) o del Cabezo de la
Zobrina, en Alguazas (Ayala Hurtado, 1977) y La Fuente y Charco Junquera, en Fortuna
(Matilla y Pelegrín, 1987) y cuyo modelo vemos extenderse hacia oriente y hacia el sur
en los emplazamientos costeros de Calblanque y de Las Amoladeras, en Cabo de Palos
(García del Toro, 1987; 1998), en donde la explotación de los recursos marinos debió
tener una gran importancia.
Del mismo modo, las necrópolis hasta ahora localizadas se emplazan en cuevas y
simas situadas en los relieves cercanos, como Los Grajos III y Los Realejos, en Cieza
(Lomba y Salmerón, 1995), Cabezos Viejos, en Archena (Lomba, 2002), Barranco de la
Higuera, en Fortuna (García del Toro y Lillo, 1980), Loma de los Peregrinos, en Alguazas
(Fernández de Avilés, 1946; Nieto, 1959) o la Cueva de Roca, en Orihuela (Moreno,
1942) que repiten en gran medida las pautas señaladas ya en las necrópolis del Prebético
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meridional valenciano al respecto de la composición de los ajuares y su ubicación en el
territorio.
Sin embargo, apenas poseemos información sobre la organización y distribución de las
unidades habitacionales y áreas de actividad de estos asentamientos, aunque por las evidencias recuperadas podemos inferir su sintonía con las registradas en algunos yacimientos
del valle del Argos, como Casa Noguera, en Caravaca de la Cruz, o Los Molinos de Papel,
en Archivel, que desde fechas recientes se vienen excavando y que han proporcionado un
extenso y variado conjunto de estructuras subterráneas definidas como fosos, fondos de
cabañas, fosas y silos de almacenamiento, en algunas de las cuales se han practicado inhumaciones tanto simples como dobles e incluso múltiples (García y Martínez, 2004), de las
que al menos una debe situarse cronológicamente a partir de mediados del III milenio BC
(Pujante, 2001: 21; Martínez Sánchez y San Nicolás, 2003: 159).
En contraste con lo que apreciamos en la cuenca del río Segura, el área de Lorca y
en general la región suroccidental murciana ofrece un panorama sensiblemente distinto
hacia esos mismos momentos, habiéndose documentado un cierto número de asentamientos a lo largo de la cuenca del Guadalentín que, en opinión de J. Lomba (1996: 325;
2001: 22) constituirían el límite oriental de distribución significativa de las producciones
cerámicas con decoración a la almagra, cuya ausencia en los asentamientos de la cuenca
del río Segura resultaría bastante notoria comparativamente (Lomba, 1992).
A. Martínez (1999: 29) ya hacía notar que la mayoría de los asentamientos lorquinos
podía agruparse en dos tipos de emplazamientos distintos, según se dispusieran sobre laderas o pequeñas elevaciones en la confluencia de cañadas, ramblas o ríos –caso de El Capitán,
Chorrillo Bajo, Valdeinfierno, Agua Amarga, Xiquena I y II o Torrealvilla, entre otros– o
sobre relieves más elevados, controlando visualmente vías de comunicación –como La
Parrilla y La Quintilla– e incluso algunos, como El Castellar o el Cerro de la Salud, implantados sobre la cima de relieves destacados que dominan los terrenos circundantes.
De los primeros –dejando al margen el importante asentamiento ubicado bajo el
casco urbano de la ciudad de Lorca, del que trataremos más adelante– la información disponible para el Campo de Lorca se restringe por ahora básicamente a los poblados del
Chorrillo Bajo (Ayala, Jiménez y Gris, 1995) y El Capitán (Gilman y San Nicolás, 1995),
y ello a pesar de que prácticamente en ninguno de los dos se han llegado a realizar excavaciones sistemáticas en extensión. Al parecer, tanto en uno como en otro yacimiento la
totalidad de las estructuras localizadas corresponde a silos y supuestos fondos de cabaña
excavados en el terreno, que podemos suponer semejantes a los hallados en su día en
Campico de Lébor, en Totana (Del Val, 1948).
Por el contrario, en algunos de los enclaves localizados en cotas más elevadas y junto
a los silos y estructuras de almacenamiento características, se constatan unidades de habitación de planta de tendencia circular pero que cuentan con zócalos de piedra, como en
La Parrilla (Lomba, 1996: 326), apareciendo en algunos también, como ocurre en el
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Cerro de la Salud, testimonios que podrían indicar la presencia de obras de fortificación
(Eiroa, 2005: 24). La fecha radiocarbónica obtenida en este último yacimiento, situada en
torno a 2800 BC (Eiroa y Lomba, 1998) fija en las primeras centurias del III milenio BC
la presencia en la región de Lorca de un patrón de asentamiento que está primando con
claridad el control y dominio visual del espacio de explotación, insinuándose en algunos
casos, y evidenciándose en otros, la inversión de trabajo en la construcción de estructuras pétreas con funciones defensivas.
Así pues, con la cautela a la que obliga la precariedad de la información hasta ahora
producida –procedente en su gran mayoría de materiales recogidos en prospecciones
superficiales y de yacimientos que en ocasiones presentan una dilatada secuencia de
sucesivas ocupaciones– es posible dibujar un panorama que, aunque difuso, señalaría no
obstante la coetaneidad probable en esta zona de toda una serie de asentamientos emplazados en laderas, terrazas, lomas o, a lo sumo, suaves elevaciones de escasa entidad, distribuidos a lo largo de los principales cauces fluviales, con un conjunto de enclaves ubicados en relieves destacados que mayoritariamente parecen destinados a controlar los
puntos estratégicos de acceso a los valles, y que en su mayoría presentan restos que
denuncian la existencia de fortificaciones.
De este modo, la presencia del Cerro de la Salud al pie de la Sierra de La Tercia estaría asegurando el control del paso hacia Lorca a través del valle del Guadalentín, mientras que hacia el este otros asentamientos en altura, como Corral de Amarguillo o el Cerro
de la Cueva de La Moneda, en Totana, controlarían el acceso al Campo de Lorca a través
del paso que abre la Rambla de Lébor entre las sierras de Espuña y La Tercia, y que
conectan el Campo de Totana con el Valle del Torrealvilla. Hacia el norte, el asentamiento
amurallado de la Virgen de la Peña I, en Cehegín (Fernández et al., 1991), custodiaría el
paso desde el valle del Segura remontando el curso del río Quípar, mientras que el yacimiento de Los Molinicos, en Moratalla (Lillo, 1987), posiblemente también fortificado
en estos momentos, ejercería un papel semejante desde su estratégica posición, en la confluencia del río Benamor con la Rambla de Caravaca, desde donde se controla el paso
hacia el oeste entre la Sierra del Cerezo y las estribaciones septentrionales de la Sierra de
los Álamos. En la cabecera del Guadalentín, asimismo, hallamos también el poblado fortificado de El Estrecho, en Caravaca de la Cruz (Verdú, 1996; 2002), oportunamente
emplazado sobre el paso que comunica el valle del Quípar y el Alto Guadalentín a través
de la Rambla de Los Royos y de la Rambla del Cantar. Y hacia el oeste, sobre el camino
que abre el valle del río Corneros hacia el Corredor de Vélez Rubio - Chirivel, encontramos nuevamente un poblado en altura, El Castellar, en Lorca, ubicado en las estribaciones septentrionales de la Sierra de La Torrecilla, mientras que al sur de la Sierra del
Gigante, en la confluencia del río Corneros con el río Claro localizamos otro asentamiento amurallado en el Cerro de las Canteras, en Vélez Rubio (Motos, 1918). Por fin,
el estratégico paso del Guadalentín entre las sierras de La Torrecilla y La Tercia, aparece
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vigilado por el enclave fortificado de Murviedro, al que se asocia además la necrópolis
megalítica más importante del área murciana (Lomba, 1999: 72).
A pesar de que las excavaciones de urgencia llevadas a cabo en fecha reciente en
Murviedro han localizado básicamente un asentamiento del denominado “Bronce Tardío”
(Pujante et al., 2003), la potente muralla con que cuenta el emplazamiento, de alrededor de
un metro de espesor, delimita un recinto en el que se han hallado, junto con materiales de
cronología argárica y postargárica, una gran abundancia de restos adscribibles al III milenio BC (Idáñez, Manzano y García, 1987), contemporáneos, por tanto, de las cada vez más
numerosas evidencias localizadas en el subsuelo del casco urbano de Lorca, donde hacia
finales del IV e inicios del III milenio BC hallamos un extenso poblado cuyas dimensiones
reales no parece fácil precisar por ahora, pero que las excavaciones efectuadas permiten
suponer muy importantes (Lomba, 2001: 39; Martínez Rodríguez, 2002; Pujante, 2003;
García, Martínez y Ponce, 2002) y del que al menos en la calle Floridablanca pudo constatarse la presencia de un foso, junto a silos y otras estructuras excavadas, para las que se dispone de dataciones radiocarbónicas que fijan su ocupación desde mediados del IV hasta
mediados del II milenio BC (Martínez Rodríguez y Ponce, 2004).
Por tanto, hacia la primera mitad del III milenio BC el patrón de asentamiento del área
de Lorca y del valle del Guadalentín, en general, parece haber estado conformado por una
serie de asentamientos agrícolas emplazados sobre terrazas fluviales o, a lo sumo, sobre
lomas con buen dominio visual pero maximizando siempre las posibilidades de intervención
agrícola, en contraposición a emplazamientos fortificados situados sobre puntos estratégicos,
decisivos tanto para el control de la circulación de personas y productos como para la vigilancia del propio proceso productivo (Lomba, 1996: 332) (fig. 4).
A todo ello se une además la aparición en el registro, a partir de estos momentos, de
toda una nueva serie de productos como la cerámica simbólica, los vasos de yeso y de
piedra y, por supuesto, el metal, cuya distribución, en general circunscrita a la zona occidental murciana, se ha puesto en relación con unos sólidos lazos de tipo ideológico con
el ámbito “millarense” (Lomba, 2001: 27-29).
b) ca. 2500-ca. 2200 BC
Aunque por ahora resulte difícil precisar cronológicamente su comienzo, al menos a
partir de mediados del III milenio BC se hace ya evidente la transformación de este
modelo de articulación de los espacios habitados, denotando la activación de varios procesos que de forma notoria corren más o menos paralelos:
– por un lado, el inicio de un aparente abandono –con la notable excepción del yacimiento ubicado bajo el casco urbano de Lorca– de un buen número de los asentamientos localizados sobre piedemontes, terrazas fluviales o sobre lomas;
– por otro, la desocupación de algunos de los principales enclaves fortificados en
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altura, vigentes hasta ese momento, como el Cabezo del Plomo, El Estrecho o el
Cerro de la Salud, a los que probablemente se sumen otros, como el Cerro de la
Virgen de la Peña, en los que la ausencia de excavaciones o la escasez de registro
publicado impiden confirmar este extremo;
– y por último, la multiplicación de poblados ubicados invariablemente sobre cerros con
amplio dominio visual sobre su entorno y favorables condiciones para la defensa.
En efecto, ni en Campico de Lébor, ni en El Capitán, Finca de Félix o Chorrillo Bajo,
en Lorca, se encuentran cerámicas o productos adscribibles con claridad a la segunda mitad
del III milenio BC, mientras que con frecuencia hallamos en sus cercanías poblados ex novo
ubicados fundamentalmente sobre cerros, como el Cabezo Juan Clímaco, a escasamente
500 m del Campico de Lébor (Lomba, 1996: 333). A lo largo del cauce del Segura asistimos a un notable incremento de asentamientos de este tipo: el Castillo de Alcalá, El Murtal,
Morrón de Bolbax, Cárcel de Totana, Monteagudo, Espeñetas, Cabezo de Redován y
Castillo de Cox (Ayala e Idáñez, 1987; Bernabeu, 1984; Ros y Bernabeu, 1983; Diz, 1982).
La presencia de cerámicas campaniformes en muchos de los yacimientos argáricos
posteriores como el Cerro de las Viñas, La Capellanía, La Ceñuela o Puntarrón Chico,
entre otros, delatan la estrecha conexión existente entre la posterior formación y articulación del territorio argárico con el proceso que estamos comentando, evidenciado en
ocasiones en los niveles fundacionales de esta cronología constatados en algunos de los
asentamientos excavados, como por ejemplo en el Cerro de las Víboras de Bajil (Eiroa,
1995; 1998), Cerro de Las Fuentes, en Archivel (Brotóns, 2004: 231) o en Santa Catalina
del Monte, en Verdolay (Ruiz Sanz, 1998). Y cuando esto no ocurre, también con mucha
frecuencia se documenta el abandono de un poblado campaniforme adyacente o muy próximo a otro posterior argárico, caso del ya comentado Cerro de Juan Clímaco –junto a La
Bastida– o de la mayoría de los poblados del sur de Alicante, como Espeñetas –próximo
a San Antón–, el Rincón de Redován –cercano a Laderas del Castillo– o Les Moreres
–junto a Pic de Les Moreres–. Significativamente, se trata de un proceso que a partir de
los datos observables se advierte también más al sur, en las cuencas del Antas y del
Almanzora, y en estos mismos momentos (Cámalich y Martín, 1999: 154).
Al final, pues, de esta exploración, y a la luz de los datos que es posible manejar en
la actualidad, podemos observar un cambio sustancial en cuanto a los patrones de ocupación registrados en todo el territorio analizado entre ca. 3000 BC y ca. 2500 BC:
Si hacia finales del IV e inicios del III milenio BC podíamos distinguir dos áreas
principales:
– el Valle del Guadalentín y, especialmente, el Campo de Lorca, en donde aparece
una combinación de asentamientos en el llano, cercanos a los espacios de explotación agrícola, junto a enclaves en altura ubicados sobre puntos estratégicos para la
comunicación entre cuencas;
– y por otra parte, el ámbito que se extiende desde el Valle del Segura hacia el este,
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Fig. 5.- Distribución de los asentamientos localizados entre el valle del Júcar y el valle del Guadalentín entre ca. 2500 BC
y ca. 2200 BC.
en donde sólo hallamos enclaves ubicados sobre el fondo de valle; el panorama que
se dibuja hacia mediados del III milenio BC nos muestra, en cambio:
– de una parte, una cuenca del Segura que comienza a articularse territorialmente en
función de un relativamente profuso grupo de enclaves establecidos principalmente sobre cerros con buenas defensas naturales y en algunos casos con murallas y
estructuras defensivas;
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– de otra, el Altiplano de Yecla y Jumilla, la Cubeta de Villena y el Valle del Vinalopó
en donde se registra una dualidad semejante a la que advertíamos en el Valle del
Guadalentín ca. 3000 BC: unos pocos asentamientos fortificados, emplazados en
altura y con un amplio dominio visual, frente a enclaves dispuestos en el llano junto
a los espacios de producción;
–y finalmente, la zona montañosa de Alicante, La Marina y los valles interiores que,
como la Vall d’Albaida o La Costera conectan este territorio con el valle del Júcar, en
donde el emplazamiento en el llano orientado preferentemente a la intervención agrícola
continúa siendo prácticamente exclusivo (fig. 5).
IV. UNA PROPUESTA DE EXPLICACIÓN DEL PROCESO HISTÓRICO: LA
FORMACIÓN Y TRANSFORMACIÓN DE LA PERIFERIA “CAMPANIFORME” DEL LEVANTE PENINSULAR
En términos de la teoría de Sistemas Mundiales, los tres ámbitos que hemos diferenciado en el territorio en estudio, constituidos a partir de mediados del III milenio BC y
reconocibles en la evaluación del registro empírico que acabamos de realizar, podrían
considerarse a nuestro juicio como resultado de la fase expansiva de un sistema-mundo,
determinando una serie de transformaciones que, en su articulación en el espacio, se
expresan en tres modelos diferentes de organización y gestión de la producción y de la
generación y control de excedentes. Explicar los procesos por medio de los cuales se
llegó a la conformación de estos tres ámbitos dentro de las dinámicas que impone el funcionamiento de un sistema-mundo significa para nosotros explicar la historia de las
sociedades que ocuparon esta amplia porción del Levante y Sudeste peninsulares entre
finales del IV y finales del segundo tercio del III milenio BC.
Ya vimos cómo la intensificación de la producción agropecuaria y su progresiva conversión en la principal rama productiva –lo cual determina el paulatino refuerzo del grado
de fijación al territorio de explotación y de desarrollo de los mecanismos sociales de
expresión de la apropiación objetiva del mismo, así como un significativo incremento en
el grado de cohesión grupal– constituyó a la vez el estímulo para el aumento de los intercambios regionales recíprocos y, en consecuencia, para la intensificación de las actividades artesanales con las que habilitarlos.
A través de estos circuitos de intercambios recíprocos, aquellas unidades productivas con un menor número de miembros en situación de trabajar, aun viéndose obligadas
a concentrar sus esfuerzos en la producción agropecuaria necesaria para su subsistencia,
podrían acceder al consumo de productos artesanales de los que no pudieran proveerse
por sí mismas mediante el intercambio con otras unidades, circunstancialmente más favorecidas por disponer de un mayor volumen de fuerza de trabajo (Meillasoux, 1985: 63).
Sin embargo, conforme ciertos tipos de bienes fueron adquiriendo relevancia en la
articulación de la vida social, y en la medida en que los cauces de vehiculación de pro—218—
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ductos se extendían al pairo de la expansión de los vínculos parentales, irían acentuando
su importancia los canales fundamentados en la redistribución, la cual, en sí misma, no
supone más que el mecanismo habilitado por la sociedad para permitir el abastecimiento
de una variedad de bienes de consumo de los que no se dispone, a cambio del producto
que se canaliza hacia el núcleo redistribuidor (Manzanilla, 1983: 7). Es claro, no obstante, que su importancia iría creciendo a medida que fuese aumentando la cantidad y/o
variedad de procesos de producción que un número igualmente creciente de unidades
productivas no fueran capaces de continuar cubriendo por sí mismas, y que ello abría la
posibilidad de incrementar el control económico –y por tanto, político– sobre dichas unidades. Pero ello no implica necesariamente que desde el primer momento los linajes
detentadores de esas posiciones de privilegio fuesen capaces de desvirtuar de manera
constante el principio del intercambio equivalente, consustancial a la norma de reciprocidad alrededor de la cual se cementa el conjunto social.
En cambio, las nuevas condiciones establecidas por la delineación restrictiva impuesta a los espacios de producción y su carácter excluyente sí permitieron comenzar a torcer
los principios dictados por la reciprocidad allí donde las relaciones de parentesco quedaban desdibujadas (Sahlins, 1977) y se iniciaba el territorio propiedad de los otros, abriendo así la posibilidad de apropiación del trabajo de unas sociedades por parte de otras
(Godelier, 1974: 279; Bate, 1984: 79).
Si los recursos eran propiedad comunal y estaban al alcance de todos, pero no así los
productos elaborados, que aunque pudieran cederse entre miembros del mismo linaje o
de la unidad productiva, ya no constituían propiedad de toda la colectividad (Godelier,
1974: 87, 93; Terray, 1978: 123), y si la realización de manera regular de determinados
procesos de trabajo artesanal sólo quedaba al alcance de las unidades con más fuerza de
trabajo disponible, resulta evidente que el control de ésta se convertía en el elemento
clave con el que crear las bases para la desigualdad entre linajes.
Sin embargo, la sociedad también imponía unos límites al ejercicio de este control
pues, en primer lugar, los elementos esenciales en los que radicaba el principio de autoridad –la precedencia generacional y el conocimiento técnico y social– por el que éste se
legitimaba ideológicamente, se encontraban al alcance de la mayoría de los miembros
adultos de la comunidad: la primera, simplemente a través del paso del tiempo, que
garantizaba por sí solo el ascenso en la escala generacional; y el segundo porque siendo
todavía relativamente escasa la complejidad de los conocimientos involucrados en los
procesos de producción y reproducción sociales, el “saber social” que dotaba de autoridad no podía controlarse de manera exclusiva ni restringirse de forma efectiva. En consecuencia, tal principio de autoridad se tornaba si no débil, sí inestable.
Además, dicha autoridad tampoco permitía imponer a ninguna unidad productiva la
generación de un plusproducto de manera continuada –es decir, no podía mantener sobre
ellas un nivel de exacción económica– pues llegado el caso de excederse los límites considerados tolerables, siempre seguía quedando el recurso a la escisión, la cual permitía
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liberarse de una tutela demasiado opresiva. De este modo, y dado que la fuente de autoridad residía en el volumen de fuerza de trabajo sometido a control, la pérdida de efectivos que la fisión social podía producir implicaba su potencial menoscabo, lo que constituía un riesgo que aquéllos que detentaban el liderazgo grupal debían someter constantemente a consideración (Terray, 1977).
No obstante, esta segmentación del grupo social difícilmente podía llegar a ser completa puesto que desde el momento en que la producción agropecuaria se constituyó en
la principal rama productiva, la separación del grupo no era factible si ésta no iba acompañada de los medios indispensables para reproducir la vida social: semillas y animales
domésticos, los cuales en virtud del tipo de relaciones sociales que como vimos articula
en torno suyo la reproducción del ciclo agrícola, se consideran proporcionados –es decir,
adelantados (Meillasoux, 1985: 66)– por la comunidad de origen, lo que permitía a ésta
última detentar –y explotar ideológicamente– una posición de superioridad –en función
de su anterioridad– con respecto a la comunidad segmentada, lo que sentaba las bases
para el potencial desarrollo de relaciones de dependencia entre asentamientos, muy capaces de convertirse en vehículo para el transvase de plusproducto desde el segundo hacia
el primero.
En resumidas cuentas, estos procesos serán los responsables fundamentales de la
creación de una estructura política (Nocete, 2001: 25) cuya expansión se vería además
apoyada, en el caso millarense, en un desigual nivel de conocimiento técnico y de posibilidades de aprovechamiento efectivo de los recursos metalúrgicos con respecto a las
sociedades de su entorno oriental inmediato, sobre las que se haría posible establecer condiciones de extorsión económica basadas en la escasez de un saber (Godelier, 1974: 294).
Todo ello generó las premisas para una expansión gradual en el territorio, cada vez
más hacia el este –esto es, hacia el ámbito periférico del sistema– que fundamentó el origen y la conformación de una estructura política articuladora de un espacio que, hacia
oriente, integraría no sólo las cuencas del Antas y del Almanzora sino también claramente, hacia finales del IV milenio BC, el área occidental murciana.
A nuestro juicio, distintos elementos del registro arqueológico nos permiten aproximarnos al proceso a través del cual se llevó a cabo esa expansión del entramado social
“millarense” sobre las regiones del occidente murciano. Y es que a la luz de los todavía
exiguos datos disponibles, parece adquirir solidez la hipótesis de una implantación más
o menos temprana de una serie de enclaves, asociados invariablemente a necrópolis
megalíticas de tipo rundgräber, como el Cerro de las Canteras (Motos, 1918), Cerro
Colorado (Lomba, 1999: 60), El Piar (San Nicolás, 1994: 46), o como Peñas de Béjar
(Lomba, 1999: 69), dominando los corredores que comunican el Campo de Lorca con la
Depresión de Vera y Valle del Almanzora a través del Valle del Corneros y de Puerto
Lumbreras, y también en puntos estratégicos de la costa –caso del Cabezo del Plomo
(Muñoz, 1993)– así como en áreas especialmente ricas en recursos estratégicos –sería el
caso de El Capitán, localizado frente a la importante mina de sílex del Cerro Negro en
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donde precisamente se enclava la necrópolis megalítica del poblado (Gilman y San
Nicolás, 1995).
Por desgracia, poco es lo que se puede inferir acerca del momento cronológico aproximado en que se produjo esta expansión desde el oeste, pues apenas contamos con un
par de dataciones de las que conozcamos con precisión el contexto (Eiroa y Lomba,
1998). Sin embargo, parece razonable situarla entre mediados y finales del IV y sobre
todo a inicios del III milenio BC, lo que vendría en general a coincidir, como ya se ha
señalado, con el momento de máxima expansión del enclave de Los Millares (Molina
González et al., 2004) y con un momento de cambios importantes en la reordenación del
territorio de la Cuenca de Vera y del Valle del Almanzora (Cámalich y Martín, 1999). Lo
más relevante, no obstante, de este proceso es que la implantación de estos enclaves en
puntos estratégicos de la costa de Mazarrón y a lo largo del cauce del Alto Guadalentín
no pudo más que implicar profundas transformaciones en las poblaciones que ya ocupaban estas zonas y que desde el registro arqueológico podríamos considerar análogas a las
que ocupaban contemporáneamente el Valle del Segura, el área más oriental de La
Mancha y, en general, el Levante peninsular.
Ya se ha indicado que el contacto entre sociedades con diferente grado de desarrollo
social y económico determina inevitablemente cambios decisivos en las estructuras
sociales de los grupos menos jerarquizados (Bate, 1984: 71), algo que resulta sobretodo
perceptible desde el análisis del espacio social y de la distribución macroterritorial de los
distintos modelos que articulan la producción, el control y el consumo diferencial de
excedentes dentro de un sistema-mundo (Gailey y Patterson, 1988; Nocete, 2001).
Si bien hemos de admitir la insuficiencia actual del registro arqueológico para la adecuada evaluación de este proceso en los propios asentamientos del occidente murciano,
sí existen algunos aspectos del registro funerario que nos permiten reconocer esta acelerada transformación de las pautas sociales anteriores que se materializan en la aparición
de un megalitismo que se ha dado en denominar “atípico” (Lomba, 1999: 72) y que a
nuestro juicio no es más que la expresión de la paulatina imposición en esta zona de la
nueva ideología “millarense”, que trata de absorber y suplantar a las prácticas locales
(Gailey, 1987: 38). De este modo, las características de las necrópolis que aparecen distribuidas por todo este ámbito vienen a poner de relieve la existencia de un complejo
panorama de cambio social que se manifiesta, por una parte, en el mantenimiento de las
prácticas de inhumación colectiva en el interior de cuevas naturales, y por otra, en la
transformación de dicho modelo y la aparición de construcciones megalíticas que claramente tratan de adecuar las prácticas funerarias tradicionales al armazón ideológico
“millarense”. Las estructuras megalíticas de Murviedro o de El Milano, construidas aprovechando las paredes de abrigos rocosos, reflejarían este proceso en la misma medida que
las lajas de piedra dispuestas a la entrada de Cueva Sagrada II y que otorgaban a la cavidad una cierta apariencia de sepulcro de corredor (Lomba, 1999: 61).
Pero el límite oriental de distribución de este tipo de construcciones funerarias nos
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está indicando también que este proceso expansivo hacia el este de las formas de expresión “millarenses” se detuvo en un punto concreto del territorio: la cuenca del río Segura,
más allá del cual no encontramos necrópolis de carácter megalítico ni asentamientos
sobre relieves destacados orientados al control estratégico del territorio, y el registro de
determinados productos tales como cerámica “simbólica” de “estilo millarense”, vasos de
piedra o artefactos metálicos resulta sumamente esporádico (Lomba, 2001: 27).
Naturalmente, la primera cuestión que se debe resolver es por qué las fórmulas de
organización de la vida social expresadas en estos elementos, se vieron aquí contenidas
e incapaces de continuar expandiéndose en el espacio. Es decir, ¿qué barrera hallaron en
la cuenca del río Segura que fueron incapaces de superar?
Según la hipótesis defendida por autores como J. Lomba (1996: 333; 1999: 75), el
impedimento fundamental para la ampliación territorial del “megalitismo” más allá del
valle del río Segura sería la orientación noroeste-sureste del mismo, la cual dificultaría el
mantenimiento de la fluidez de los contactos con el núcleo almeriense en contraste con
las facilidades que ofrecerían para ello los valles occidentales murcianos, cuya orientación predominante es noreste-suroeste. Para nosotros, sin embargo, el límite a dicha
expansión no puede justificarse en la existencia de condicionantes meramente paisajísticos, sino que su presencia debió estar vinculada con los potenciales recursos que el territorio ofrecía para la producción y reproducción de la vida social, y no exclusivamente en
la situación y orientación de sus elementos topográficos.
Pero por otra parte, siendo muchas las evidencias que denotan una base económica
fundamentada en la agricultura y la ganadería en los asentamientos del Sudeste (Castro
et al., 1998), tampoco somos capaces de detectar en el Valle del Segura obstáculos que
en lo que a sus posibilidades de explotación agropecuaria se refiere, fueran capaces de
impedir la expansión a este territorio o a las tierras del Altiplano de Yecla y Jumilla y
valles del Vinalopó, del modelo de explotación y ordenación del espacio productivo y de
las formas de expresión ideológica que reconocemos a occidente del mismo. Por consiguiente, si el obstáculo no pudo residir en unas condiciones negativas para el desarrollo
de la producción agropecuaria básica, éste debió darse entonces en relación con algún
otro sector de la producción que debía resultar igualmente indispensable para garantizar
la reproducción social.
Desde nuestro punto de vista sólo un rasgo del amplio territorio que estamos analizando coincide claramente con este límite del que tratamos: la distribución geográfica de
los recursos minerales susceptibles de ser aprovechados en la producción de manufacturas metálicas (fig. 6). Claro que para advertir en ello la respuesta a la aparición de un condicionante físico para la expansión hacia oriente del entramado político, social y económico “millarense”, resulta imperativo abandonar toda perspectiva formalista al considerar la importancia que tuvo en éste la producción y el consumo de metal.
La idea del escaso “peso económico” de la metalurgia –y por tanto su menguado
valor como factor relevante en la explicación del proceso de cambio social– ha venido
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Fig. 6.- Distribución de las necrópolis megalíticas localizadas y de los afloramientos de rocas metamórficas.
encontrando su justificación en el exiguo inventario de manufacturas metálicas constatado en los yacimientos, en los que éstas se hallan siempre en desventajosa situación numérica en comparación con el resto de artefactos registrados (Delibes et al., 1989: 90;
Montero, 1999: 334) pasándose por alto, sin embargo, su enorme importancia social,
pues es en el ámbito de los mecanismos de reproducción social en donde debe ponderarse la verdadera trascendencia que para estas comunidades tenía el garantizar su acceso a
vetas de mineral de cobre, lo que explica el hecho de que aproximadamente un 66% de
los asentamientos de este momento conocidos en el Sudeste se ubique dentro de un radio
de no más de 10 km de distancia respecto de afloramientos y minas de cobre (Suárez et
al., 1986: 205). Ello resulta en general coherente con un modelo de explotación que trata
de garantizar el mantenimiento de un determinado margen de autonomía en la gestión de
los recursos por parte de cada uno de ellos, asegurando en potencia el acceso a las distintas fuentes de materia prima cuya explotación permitiera cubrir las necesidades de la
producción y reproducción social.
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La composición geológica y disposición orográfica de las Cordilleras Béticas en la
región murciana –y en el Sudeste peninsular en general– determinan una casi homogénea
distribución de las vetas de minerales metálicos a lo largo y ancho de una amplia zona,
desde Cehegín hasta Mazarrón y Águilas y desde la sierra de Cartagena hasta las comarcas de Lorca y Totana. Sin embargo, las posibilidades de conjugar la explotación agropecuaria y el beneficio de minas de cobre que podía darse en el entorno inmediato de los
asentamientos lorquinos, con vetas disponibles en las sierras de la Torrecilla, la Tercia,
Almenara, la Carrasquilla o Loma de Bas, no podían materializarse en la cuenca del
Segura, a pesar de la fertilidad de sus tierras. De esta forma, hacia oriente iría haciéndose cada vez más difícil compaginar de manera óptima una producción agropecuaria adecuada a las necesidades de la comunidad –manteniéndose el mismo nivel de desarrollo
de las fuerzas productivas– con un acceso rentable a los recursos minerales más próximos, que resultarían cada vez más lejanos.
En consecuencia, el progresivo traslado de la contradicción fundamental hacia el
exterior de la sociedad, que actuaba como motor de la expansión territorial, quedó imposibilitado para reproducirse. Es en esta fase en la que se pondrían en funcionamiento los
mecanismos que acabaron generando una situación crítica en la periferia del sistema,
pues las comunidades allí ubicadas debieron responder a un doble aumento progresivo de
la demanda de excedentes: la que debía cubrir las necesidades del centro político para su
reproducción y la necesaria para su propia reproducción (Nocete, 1994: 130).
Pero si, como vimos, el incremento de la producción sólo era posible mediante una
multiplicación de la fuerza de trabajo invertida, el aumento del número de trabajadores
necesario acrecentó correlativamente los efectos de la contradicción en una situación en
la que ésta ya no encontraba salida mediante su expansión en el territorio, determinando
un aumento de la tensión social y de la intensificación de la competición intergrupal por
los mejores espacios de producción y/o por los productos.
Además, el impulso expansivo, apenas contenido dentro de unos límites físicos
socialmente determinados, al enfatizar la necesidad de garantizar el acceso al suministro
de los medios imprescindibles para la manufactura de productos metálicos, arrastró igualmente a un aumento necesario de las relaciones de intercambios inter-asentamientos y a
una multiplicación paralela de la importancia social de los agentes responsables de tales
relaciones y de los puntos estratégicos vitales para el control de los intercambios y del
proceso productivo, en donde radica la extraordinaria importancia que cobrará un enclave con las características de Murviedro, dominador del nodo en el que confluyen las principales vías de comunicación norte-sur y este-oeste a escala regional.
Pero sobre todo, la nueva situación creada introdujo unas nuevas condiciones en la
correlación de fuerzas establecida hasta entonces entre los linajes dominantes y el resto
de las unidades productivas, permitiendo a los primeros aumentar las posibilidades de
exacción económica en virtud de unas circunstancias que, ahora sí, posibilitaban la suje-
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ción de la fuerza de trabajo sometida a su control, dado que las tendencias centrífugas se
habían visto contenidas.
El ejercicio, sobre estas nuevas bases, del control sobre la fuerza de trabajo se explicita en el registro arqueológico en una concentración demográfica sin precedentes en la
zona, generadora del enorme asentamiento situado bajo el actual casco urbano de Lorca,
cuyas verdaderas proporciones sólo hemos podido atisbar hasta ahora y cuya localización
al pie de un núcleo fortificado emplazado en altura sobre un punto estratégico de importancia determinante para el intercambio interregional –Murviedro–, expresa sin lugar a
dudas una nueva situación en la semiperiferia oriental del sistema en cuanto a las condiciones de creación, control y disposición de los excedentes.
Pero a partir de un determinado momento, las posibilidades de incrementar la producción de excedentes en el volumen requerido para reproducir la distancia social quedarían bloqueadas completamente ante la imposibilidad objetiva de una expansión en el
territorio bajo condiciones de mantenimiento del mismo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. Será en este momento cuando se den los pasos hacia un decisivo cambio en la división social del trabajo y para la implantación de mecanismos de extorsión
intrasocial que se habían mantenido inhibidos hasta entonces y que al imponerse, dieron
lugar a nuevas relaciones sociales de producción en el marco de un desarrollo de las fuerzas productivas que constituye el motor del amplio abanico de transformaciones acontecidas en el Sudeste peninsular al menos desde mediados del III milenio BC, y que no
podemos disociar del resto de cambios ocurridos contemporáneamente en toda la mitad
meridional de la Península.
Tal y como ya propusieron autores como L. F. Bate (1984: 72) o G. Sarmiento (1992:
100), este proceso de transformación se concretaría en una tendencia a acentuar la dependencia –y por tanto la distancia social– de unos linajes con respecto a otros, tanto al interior de las comunidades como entre ellas. Y es que la posibilidad de acrecentar la capacidad de disposición de plusproducto agropecuario –convertido en excedente en virtud
del aumento del nivel de sujeción de la fuerza de trabajo– permitió a los sectores dominantes de determinados linajes aumentar correlativamente el control sobre el proceso productivo de manufacturas, y en especial sobre unas –las metálicas– que iban adquiriendo
un valor social cada vez más estratégico, pues además de ser las que posibilitaban una
mayor productividad del trabajo, requerían para su elaboración una materia prima que
había dejado de ser un recurso accesible para las unidades productivas que desearan
abandonar la comunidad de origen tratando de escapar al control ejercido sobre sus capacidades productivas y evitar así la completa subordinación y pérdida de autonomía para
su propia reproducción, puesto que la fisión social ya no se podía dirigir hacia nuevas
vetas de mineral todavía no explotadas.
Dado que la realización completa de los procesos de trabajo más complejos –como
la metalurgia– sólo quedaría de forma regular al alcance de las unidades con mayor dis-
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ponibilidad de fuerza de trabajo, el resto de las unidades productivas no podría más que
confiar en obtener los productos que no podían producir por sí mismas a través del intercambio recíproco con aquéllas, pero ahora en condiciones potencialmente mucho más
desventajosas, puesto que la posibilidad de segmentación social ya no era factible en las
mismas condiciones.
Es así como se abrió la puerta a una acentuación definitiva de la distancia entre linajes: unos, cuyos jefes o cabezas de linaje eran detentadores de un importante control de
la fuerza de trabajo de la comunidad y cuyo objetivo era extenderlo y perpetuarlo controlando en exclusiva el desarrollo de los procesos productivos socialmente más estratégicos –y si llegaba el caso, garantizarlo mediante la coacción física–, y otros a los que
dicha situación abocaba irremediablemente a la subordinación y a la dependencia política de los primeros, puesto que su forzada incapacidad para llevar a cabo aquellos mismos
procesos de trabajo por su propia cuenta, les obligaba a adquirirlos a cambio del principal tipo de plusproducto que estaban en condiciones de generar: el agropecuario, pues
éste era el que con independencia del número de efectivos disponible, toda unidad productiva era capaz de obtener, gracias al bloqueo tecnológico impuesto sobre la producción del instrumental agrícola y al mantenimiento de la propiedad colectiva del espacio
de producción.
Por tanto, a pesar de su relativa escasez en términos absolutos en el registro arqueológico, se puede afirmar que el metal constituyó un elemento clave en el desarrollo de las
contradicciones generadas en la reproducción de la sociedad en función de su papel creador de necesidades cuya satisfacción resultaba insoslayable, pues si hasta entonces los
artefactos metálicos habían disfrutado de una importancia relacionada, por una parte, con
su valor intrínseco como medio de producción y, por otra, como símbolo otorgador de
prestigio social en virtud del volumen de fuerza de trabajo invertido en su elaboración –es
decir, del control que sobre dicha fuerza de trabajo denotaba su posesión– la nueva situación creada hará que se enfatice al máximo este segundo valor en detrimento del primero, y que se asista ahora a un bloqueo en el desarrollo técnico de los artefactos metálicos
involucrados de manera más directa con la producción –sierras, hachas, cinceles, ...– a la
par que se comenzará a incrementar y diversificar extraordinariamente la elaboración de
adornos y de objetos destinados exclusivamente a la expresión del rango social –y especialmente aquéllos con un evidente contenido intimidatorio, como puntas de lanza, puñales y, posteriormente, alabardas y espadas–, transformación reconocible en el registro en
la cambiante proporción que se advierte entre instrumentos y adornos de metal entre el
III y II milenio BC (Montero, 1999: 354).
La tensión desencadenada como resultado de la oposición de una parte de las unidades productivas a la voluntad de la nueva clase dominante de ejercer un control monopolista de la fuerza de trabajo y de la producción y distribución de utensilios metálicos
(entre otros productos de alto valor social), probablemente se refleje en los contextos de
destrucción que clausuran de modo recurrente los niveles de ocupación de los principa—226—
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CONSIDERACIONES EN TORNO AL “HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
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les asentamientos de este momento, como sucede en el propio casco urbano de Lorca
(Martínez Rodríguez, 2002; Martínez Rodríguez y Ponce, 2002; Pujante, 2003; García,
Martínez y Ponce, 2002). Pero si bien no es posible por el momento explicitar bajo qué
condiciones aparentes pudo estar encubierto este conflicto –como por ejemplo en forma
de enfrentamientos entre aldeas– sí conocemos cuál fue su resultado, pues sólo cuando
dicho control estuvo efectivamente en manos de esta nueva clase dominante se posibilitó la expansión y la fisión de la comunidad, pero bajo las condiciones establecidas por las
relaciones sociales que determinaban una nueva formación social.
Y es que para garantizarse el control objetivo de la producción y distribución de objetos metálicos en el marco de una expansión hacia nuevos territorios carentes de recursos
minerales beneficiables, resultaba imprescindible asegurar previamente el control de los
canales de vehiculación del mineral desde sus lugares de extracción. Sólo en la medida
en que la clase dominante, detentadora ahora en exclusiva de la autoridad socialmente
otorgada para la realización de los intercambios recíprocos intercomunales, utilice su privilegiada posición para monopolizar el circuito de transferencia de productos alóctonos
de alto valor social (entre los que ahora figurará también el metal) se posibilitará la
expansión y apropiación, primero, y la intensificación, después, de la explotación agrícola de nuevos territorios carentes de recursos metalíferos.
Ya se ha señalado, en el marco de la teoría de los sistemas mundiales, qué factores
determinaron el que estas transformaciones y los mecanismos habilitados para llevarlas
a cabo surgieran allí donde la necesidad de incrementar los excedentes se dejaba sentir
con mayor peso: en la periferia del sistema. Pero también es precisamente por ello por lo
que en ese ámbito y sobre la base de la creciente red de intercambios desarrollada para
asegurar el mantenimiento del acceso a recursos y productos metálicos cada vez más alejados, la clase dominante estimuló la creación de un nuevo modelo de explotación intersocial establecido sobre la base del control del acceso al metal y a las manufacturas metálicas que demandaban las comunidades del Prebético meridional valenciano y del
Levante peninsular en general, las cuales se incorporaban en ese momento de forma plena
al consumo e incipiente producción de objetos de cobre (Simón, 1998) para cuya elaboración dependían de una materia prima de la que no disponían y que era controlada en
exclusividad por otra formación social. Las posibilidades de explotar en su beneficio el
valor de cambio que el metal cobraba al producirse este intercambio entre dos formaciones sociales diferentes (Godelier, 1974: 123) y las posibilidades de acumulación de excedente que ello permitía, alentó un explícito cerramiento del territorio por su frontera
oriental, cuya delimitación garantizaba, hacia el interior, el acceso exclusivo tanto a espacios agrícolas de alta productividad como a las vetas metalíferas, mientras que hacia el
exterior se materializaba la exclusión de otras sociedades respecto de esos mismos recursos mediante el control de los puntos de comunicación más estratégicos.
Como resultado de todos estos procesos, se producirá un reordenamiento regional del
sistema que a grandes rasgos determinó:
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J. A. LÓPEZ PADILLA
– la generalización, por toda el área integrada en el nuevo centro del sistema recién
constituído, de un modelo de ocupación del espacio social que comenzó a priorizar
el establecimiento de enclaves sobre cerros o elevaciones con buenas condiciones
defensivas y control visual sobre su entorno inmediato, así como un nuevo reparto
del territorio de producción bajo unas condiciones que –sólo aparentemente–
garantizaban la redistribución equitativa del mismo entre todos los asentamientos,
determinando así la conformación de un patrón de tipo modular que estableció una
irregular equidistancia inter-asentamientos sobre la que se articulará y desarrollará
el poblamiento argárico posterior;
– en la periferia, por el contrario, en las comarcas centro-meridionales valencianas
–valle del Júcar, La Costera, Vall d’Albaida, valle del Serpis– el poblado de llanura seguirá constituyendo el tipo de asentamiento exclusivo en estos momentos, evidenciando la continuidad de un modelo de ocupación que prioriza aún la accesibilidad a los espacios de producción;
– y finalmente, entre esta zona y las sierras que delimitan la vertiente oriental de la
cuenca del río Segura –en las áreas adyacentes del Altiplano de Yecla y Jumilla y
valle del Vinalopó–, la transformación de las condiciones para la producción y
reproducción social, consecuencia de la expansión hacia oriente del ámbito territorial del sistema, acabó configurando un área en la que, punto por punto, se aprecian
las características que definen una semiperiferia (Wilkinson, 1993: 232; ChaseDunn y Hall, 1997: 37) (fig. 7).
Podemos ahora concluir que la difusión de la cerámica con decoración de tipo campaniforme en el área meridional del Levante peninsular estuvo ligada a una expansión de
las relaciones de explotación intersocial relacionada con la ampliación y reordenación
territorial de un sistema-mundo, proceso cuyo origen podemos reconocer –en lo que respecta al espacio geográfico que aquí nos atañe más directamente– en el desarrollo histórico del entramado social “millarense” y sus necesidades de extracción de excedente para
reproducir la distancia social.
Por lo que concierne al ámbito adscrito al HCT, no cabe duda de que las sociedades
del Levante peninsular del III milenio BC se hallaban ya, hacia la primera mitad del
mismo, en un incipiente proceso de transformación de sus estructuras socioeconómicas
(Bernabeu 1993; 1995). Pero, hacia 2500 BC, estos procesos se vieron afectados de
forma decisiva por la expansión del sistema y, por tanto, transformados dentro de una
dinámica nueva que facilitó la aceleración de estos cambios de acuerdo con un esquema
típico en el que las sociedades vinculadas a las formas más desarrolladas de extracción
de excedentes se articulan en el espacio en arreglo a la situación del centro con respecto
a la periferia (Gailey y Patterson, 1988: 78; Nocete, 2001: 128).
—228—
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CONSIDERACIONES EN TORNO AL “HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
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Fig. 7.- Distribución regional de los ámbitos del sistema ca. 2400 BC con indicación de los principales canales de
transferencia entre el centro y la periferia “campaniforme” del levante peninsular.
V. CONCLUSIONES. REPLANTEAMIENTO DE LA PERTINENCIA Y
CONTENIDOS DEL “HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
La correcta lectura de este proceso es la que permite interpretar, a nuestro juicio,
determinados elementos del registro no valorados de forma adecuada hasta ahora. El pri—229—
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mero de ellos es la presencia, tantas veces señalada, de cerámicas campaniformes en los
yacimientos argáricos del Bajo Vinalopó y del Segura, leídas tradicionalmente como
resultado de los “contactos culturales” entre los “grupos campaniformes valencianos” y
los asentamientos argáricos del sur de Alicante (Bernabeu, 1984; Martí y Bernabeu,
1992; Hernández, 1997). Sin embargo, toda vez que la presencia de materiales “campaniformes” en los niveles fundacionales de gran parte de los yacimientos argáricos excavados parece constituir prácticamente la norma, y no un elemento poco menos que casual
–si no intrusivo– detectado esporádicamente en las estratigrafías, debemos concluir que
su presencia lo que está poniendo de relieve son las verdaderas raíces del modelo de
organización social y económica que subyace en la génesis del grupo argárico, o lo que
es lo mismo, nos indican que los primeros pasos hacia la configuración de lo que más
tarde podremos reconocer como “cultura argárica” se dieron precisamente, y como no
podía ser de otro modo, con anterioridad al momento en que ésta empieza a ser reconocible en el registro a partir de los rasgos y parámetros establecidos por la arqueografía
tradicional.
La interpretación que ha hecho corresponder la presencia de estos artefactos “campaniformes” con “contactos culturales” es la misma que, en el fondo, esconde una lectura disociativa de la “cultura del vaso campaniforme”, por un lado, y de la “cultura de El
Argar”, por otro, dejándose llevar por el considerable peso de sus “fósiles directores” y
siendo incapaz de reconocer que la desaparición de la cerámica campaniforme no fue más
que el resultado de la disolución de los mecanismos que la hicieron socialmente necesaria y su sustitución por nuevos medios materiales de expresión –y coerción– ideológicos
más acordes con las nuevas relaciones que se impusieron a partir de finales del III milenio BC en buena parte del mediodía peninsular, vinculadas a una mayor integración grupal y territorial y, correlativamente, a unas menores cotas de autonomía política de los
asentamientos.
La coetaneidad, ya apuntada, de la presencia de plata en la Cueva Oriental del Peñón
de la Zorra con los primeros momentos del desarrollo del grupo argárico creemos que
viene a corroborar, desde la base empírica, el modelo de articulación del sistema a escala regional en la delimitación territorial concreta de su centro y de sus semiperiferia y
periferia orientales, dentro de una diacronía caracterizada por su progresiva ampliación,
pues significativamente, la perduración de las expresiones materiales “campaniformes”
en los territorios periféricos orientales de la recién constituída sociedad argárica tiene su
correlato también en su nueva periferia occidental (Arteaga, 2000: 140).
La inexistencia, por el contrario, de niveles arqueológicos con cerámicas con decoración campaniforme en los enclaves del II milenio BC del Altiplano de Yecla y Jumilla, de
los valles Medio y Alto del Vinalopó y, por ende, del resto del ámbito territorial tradicionalmente asociado al denominado “Bronce Valenciano”, se explica también en función de
la diacronía de esta misma dinámica expansiva del sistema, a la vez que confirma, desde
nuevos argumentos, la delimitación de la frontera argárica con el llamado “Bronce
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CONSIDERACIONES EN TORNO AL “HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
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Valenciano” propuesta en función del registro funerario (Jover y López, 1995; 1997) y de
la distribución territorial de determinados tipos de artefactos argáricos con un elevado contenido ideológico y alta significación para la reproducción social, tales como las alabardas
metálicas, las copas o los vasos lenticulares (Jover y López, 2004). Esa frontera puede
ahora, además, dotarse de un significado sociopolítico en el contexto de la articulación de
un sistema-mundo, en cuyas transformaciones hallaremos también explicación a las variaciones que ésta sufrió a lo largo del tiempo en su delimitación en el espacio.
Todo lo anterior nos aboca necesariamente a reconsiderar el modelo de “transición”
a la “Edad del Bronce” contenido tradicionalmente en la propia definición del HCT, ya
que ese pretendido carácter “transitivo” no creemos que pueda seguir defendiéndose en
los mismos términos en que fue originalmente concebido, pues la “transición” que éste
representaba se constituía como una mezcla fundamental de los rasgos propios del
“Neolítico” con los de la “Edad del Bronce”, en un sentido claramente anticipatorio con
respecto a éstos últimos en lo referente, entre otros aspectos, a la ubicación topográfica
de los asentamientos –en altura– y a las prácticas funerarias –enterramientos individuales en grieta o covacha.
Creemos que actualmente existen base empírica y argumentos para defender otra
visión de este proceso, que a nuestro juicio se revela en realidad, más que como una verdadera “transición”, como una auténtica disolución de las estructuras socioeconómicas
del HCT en su sustitución por las del denominado “Bronce Valenciano”. Y es que en contraste con lo que ocurre en los yacimientos argáricos del Bajo Vinalopó, del Segura y del
Guadalentín, la ausencia de materiales cerámicos campaniformes en la base de las estratigrafías de los poblados del llamado “Bronce Valenciano” (De Pedro, 1998; Jover y
López, 2004), y de niveles del “Bronce Valenciano” en los estratos superiores de los yacimientos “campaniformes” del Levante peninsular (Juan-Cabanilles, 1994) nos indica que
en este ámbito la desocupación de los enclaves “campaniformes” se produjo al mismo
tiempo que se conformaba el entramado de asentamientos del “Bronce Valenciano”. Ello
implica aceptar, por supuesto, que este abandono tuvo poco o nada que ver con variaciones climáticas, como las que se señalaron para explicar la desocupación de la Ereta del
Pedregal (Juan-Cabanilles, 1994: 95), causas que por otra parte no explicarían por qué tal
desocupación no afectó únicamente a los asentamientos ubicados en el fondo de los
valles, en zonas encharcadas o junto a los cursos fluviales como la propia Ereta del
Pedregal, Arenal de la Costa, Mas del Barranc o Molí Roig, sino también a los enclaves
ubicados en altura como La Serrella, Peñón de la Zorra, Puntal de los Carniceros, El
Monastil o Coimbra del Barranco Ancho.
Se pone así de manifiesto, a nuestro juicio, la parcial invalidez de uno de los rasgos
postulados originariamente en la definición del HCT, y que se basaba en el pretendido
carácter “transicional” que los yacimientos en altura “campaniformes” tuvieron con respecto a las formas de ocupación características de la Edad del Bronce. Dicha invalidez
radica, para nosotros, en el hecho de que no fueron estos mismos asentamientos en altu—231—
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J. A. LÓPEZ PADILLA
ra los que continuaron ocupándose en el II milenio BC en el Levante peninsular, sino que
fueron otros asentamientos distintos los que se fundaron ex novo sobre cerros, cabezos y
emplazamientos elevados.
Ante este dato, a nuestro juicio no suficientemente valorado hasta ahora, cabe preguntarse por las razones que hacia el tránsito del III al II milenio BC determinaron la conformación de este modelo de ordenamiento del territorio en cuya composición estuvo
implícita la clausura de los enclaves que se habían ocupado hasta ese momento. En nuestra opinión, la explicación estriba en el hecho de que los asentamientos “campaniformes”
en altura del Levante peninsular se inscribían aún en un modelo de explotación que todavía mantenía al conjunto global del espacio productivo –es decir, el espacio grupal–
como el marco de referencia primordial, lo cual explica, de una parte:
– que estos emplazamientos se fijaran en hitos geográficos situados en los límites
inter-cuencas, desde los que resultaba posible un amplio control visual de cada
valle y de los puntos de acceso estratégicos sobre los que se encontraban y sobre
los que se hacía posible una intervención inmediata;
– y de otra, el mantenimiento de poblados y asentamientos agrícolas en el fondo de
valle, responsables de la producción agropecuaria básica y emplazados aún junto a
los terrenos de cultivo de más alto rendimiento que se venían explotando durante
generaciones.
En cambio, el modelo de poblamiento que ordenó y caracterizó el espacio social en
este ámbito durante gran parte del II milenio BC, refleja la aparición y generalización de
un patrón basado en la distribución de enclaves aproximadamente equivalentes en tamaño y más o menos equidistantes entre sí que no puede entenderse más que como el resultado de un reparto de ese espacio grupal entre los distintos linajes propietarios del mismo
(Jover y López, 1998), dentro de un nuevo orden de relaciones entre ellos. La pérdida,
por tanto, del marco referencial que suponía el conjunto del espacio grupal y su fragmentación, fue la causa del abandono de los asentamientos “campaniformes” del Levante
peninsular, tanto de los ubicados sobre el llano agrícola –cuya situación ya no ofrecía plenas garantías desde el punto de vista defensivo, dadas las nuevas condiciones establecidas por el reparto del espacio productivo– como de los emplazados en altura –los cuales
habían surgido como resultado de una determinada estrategia de control del espacio grupal en su conjunto que, una vez fragmentado éste y redistribuido entre una red de nuevos
asentamientos, carecía ya de sentido.
Si en el valle del Segura de mediados del III milenio BC este mismo proceso se desarrolló, como vimos, a consecuencia de la aparición de unos límites a la expansión territorial de una formación social y su superación a través de un cambio en las relaciones
sociales de producción –para el que podríamos considerar unas causas esenciales de
carácter “endógeno”–, en el valle del Vinalopó, Cubeta de Villena y Altiplano de Yecla y
Jumilla de finales del III milenio BC los cambios de orden social se originaron como
resultado precisamente de aquella transformación, al acompañarse ésta de la creación e
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CONSIDERACIONES EN TORNO AL “HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
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imposición de un nuevo circuito de explotación intersocial sobre una nueva área periférica –área en la que, por consiguiente, cabría hablar con propiedad de causas esenciales
de carácter “exógeno” en lo que respecta a su ulterior transformación.
Es desde esta perspectiva desde la que en cierto modo se podría señalar para el primero de estos dos ámbitos –en el sentido más cercano, creemos, al que postuló J.
Bernabeu para el HCT– un verdadero carácter “transitivo” de los contextos “campaniformes” en el desarrollo de este proceso de modificación de las estructuras socioeconómicas preexistentes en las de la “edad del bronce”, y que resultaría del hecho de que fue
en esta zona en donde se gestó la creación de los nuevos mecanismos para la generación
y disposición de excedentes a nivel intra e intersocial, frente a un cierto componente de
“ruptura” que, a nuestro juicio, aquéllos presentarían en cambio en el Valle del Vinalopó
y en el resto del nuevo espacio periférico argárico con respecto al desarrollo de esos mismos mecanismos, y que se explican básicamente en el marco de las transformaciones
determinadas por la extensión de las relaciones de explotación intersocial y de los procesos de resistencia generados contra éstas (Gailley y Patterson, 1988).
Las amplias posibilidades de extorsión económica que permitía el control exclusivo
del acceso a las fuentes de materia prima para la elaboración de productos metálicos permitieron al nuevo centro del sistema –aquél en el que se reconocen las formas de expresión del grupo argárico– imponer unas condiciones de explotación sobre su periferia
inmediata (Jover y López, 2004: 295), las cuales al mismo tiempo que estimularon el
aumento del volumen de producción de excedentes –imprescindible para su transferencia
hacia el centro a cambio del suministro de metal que éste proporcionaba– determinaron
también el aumento paralelo de la fuerza de trabajo necesaria para ello lo que, como
hemos visto, sentó las bases para la transformación de las estructuras sociales y, en consecuencia, también del modelo de ocupación y de explotación del espacio grupal.
Como si de una correa de transmisión se tratase, la rápida expansión por el territorio
periférico argárico de estas nuevas condiciones en la articulación del sistema, implicó la
amplia cadena de cambios que acontecieron a partir de inicios del II milenio BC en el
ámbito levantino y, por ende, en una vasta porción del mediodía y del interior peninsular.
Estamos convencidos de que esta propuesta de explicación del contexto histórico en
el que se desarrolló la difusión y el consumo de los elementos campaniformes en el
Levante peninsular, distará mucho de satisfacer a aquéllos que, con justicia, señalen la
extraordinaria complejidad que puede deducirse de ese proceso a partir del registro, en
comparación con la esencialidad y esquematismo de la propuesta que hemos trazado en
las páginas precedentes. No cabe duda de que encontramos gruesos límites para precisar
los complejos escenarios en que éste se desarrolló en su concrección histórica y que de
alguna manera subyacen tras el repertorio de objetos conocido, recientemente compilado
y revisado de nuevo (Juan-Cabanilles, 2004).
Nuestra exploración ni puede ni ha pretendido dar cuenta de aspectos que, aunque se
advierten claramente a partir de los datos –como por ejemplo, la anterioridad y peculiar
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reparto geográfico que presentan los vasos campaniformes “marítimos”, frente a los de tipo
inciso– resultan a nuestro juicio todavía inaprehensibles en función de la ausencia –o, en
algún caso, ausencia de difusión– de contextos bien documentados relativos a los mismos.
Pero sí creemos, en cambio, que esta propuesta permite explicar de modo más completo una serie de aspectos esenciales, casi todos ellos planteados ya en la bibliografía
publicada hasta ahora y claramente perceptibles en el registro arqueológico del III y II
milenio BC del Levante peninsular, como son:
– las verdaderas causas, en su concreción histórica, que determinaron la delimitación
del ámbito máximo de expansión del “fenómeno megalítico” del Sudeste hacia tierras valencianas;
– los motivos por los cuales las cerámicas campaniformes comparecen en el registro
de los yacimientos argáricos y se encuentran en cambio ausentes en los del denominado “Bronce Valenciano”;
– las razones por las que dicha presencia o ausencia se relaciona con el trazado de la
frontera política que se estableció, a finales del III milenio BC, entre el Grupo
Argárico y las comunidades del Medio y Alto Vinalopó y del Altiplano de Yecla y
Jumilla;
– por qué las manifestaciones materiales “campaniformes” perduraron más tiempo
en los ámbitos periféricos delimitados más allá de dicha frontera, como evidencia
la plata del enterramiento de la Cueva Oriental del Peñón de la Zorra;
– la dinámica que determinó las transformaciones del patrón de poblamiento advertidas en el Levante peninsular a partir de mediados del III milenio BC, y las causas
de las disimetrías advertidas en el mismo a lo largo de este territorio;
– y, por último, por qué el desarrollo histórico de cada uno de estos ámbitos a lo largo
del II milenio BC se verá determinado directamente por la situación que ocupó en
la organización territorial del sistema a finales del III milenio BC, momento en que
el Valle del Vinalopó –y especialmente la Cubeta de Villena– comenzó a jugar un
papel crucial como canal vehiculador de los flujos de productos y excedentes entre
el centro y la periferia, hasta el momento en que, a partir de mediados del II milenio BC, culminen las transformaciones de orden social, económico y político que
acompañaron a una nueva reordenación macroterritorial del sistema.
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ARCHIVO DE PREHISTORIA LEVANTINA
Vol. XXVI (Valencia, 2006)
1
Juan Antonio LÓPEZ PADILLA*
CONSIDERACIONES EN TORNO AL
“HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
RESUMEN: Desde principios de los años 80, la aparición y difusión de los elementos vinculados al denominado “fenómeno campaniforme” en el área del Levante peninsular se ha venido situando en la etapa denominada “Horizonte Campaniforme de Transición”. Dicha fase fue definida básicamente como un período de transformación de las estructuras económicas y sociales “neolíticas” precedentes que caracterizarían posteriormente a la “Edad del Bronce”, en un sentido anticipatorio con
respecto a éstas últimas. Sin embargo, el registro arqueológico permite hoy refutar algunas de las bases
desde las que dicho “horizonte” fue caracterizado, así como respaldar una nueva propuesta explicativa de los procesos de transformación de las sociedades del III milenio BC del Levante y Sudeste peninsulares, evidenciados en diferencias regionales respecto al patrón de ocupación del territorio y al
alcance espacial de determinadas prácticas sociales y tipos de productos.
PALABRAS CLAVE: Cambio social, campaniforme, sistemas-mundo, megalitismo, península
Ibérica.
ABSTRACT: Considerations around the “Bell Beaker Transitional Horizon”. From the
early 1980s, the appearence and diffusion of the Bell Beaker elements in the Levant of the Iberian
Peninsula has been setted to the “Bell Beaker Transitional Horizon”. This period was basically defined as a phase of change of the economic and social “neolithic structures” previous of the “Bronze
Age” ones, as an anticipation of the latter. Nevertheless, the archaeological record allow us to
actually refuse some foundations from which that “horizon” was defined, as well as to support a new
hipotesis about the transformation of Levant and Southeast iberian communities in the third millennium BC, showed in regional differences in relation to patterns of settlement location and spatial
distribution of certain social practices and some kind of products.
KEY WORDS: Social transformation, Bell Beaker, World-systems, Megalithism, Iberian
Peninsula.
* Museo Arqueológico Provincial de Alicante-MARQ. japadi@dip-alicante.es
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Desde que fuera definido por primera vez (Bernabeu, 1979), el denominado
“Horizonte Campaniforme de Transición”1 ha ocupado, en el modelo de secuencia cultural propuesto para el Levante de la Península Ibérica, el lugar correspondiente al momento en que se producía la transformación de las sociedades “neolíticas” en las sociedades
del “Bronce Valenciano”, tomándose como referentes arqueográficos para su reconocimiento los objetos tradicionalmente asociados al Campaniforme.
Sin embargo, creemos que la explicación del proceso histórico acontecido en la zona
meridional de esta área geográfica entre ca. 3000 BC y ca. 2000 BC, no puede seguir sustentándose sobre determinadas proposiciones hasta ahora comúnmente aceptadas en la
investigación prehistórica valenciana, a menos que se esté dispuesto a continuar soslayando determinados indicadores que de manera cada vez más clara revelan notables contradicciones entre el registro arqueológico hoy disponible y los contenidos de los que fue
dotado originalmente el HCT.
Nuestra exploración intentará mostrar que es posible refutar varias de estas hipótesis,
así como proponer, desde los fundamentos teóricos del materialismo histórico, una explicación que dé cuenta de manera más completa de algunos de los procesos involucrados
en el desarrollo histórico del III milenio en el ámbito comprendido entre el valle del río
Júcar, al norte, y la cuenca del Guadalentín, al sur, pretendiendo ser consecuentes con un
programa de investigación que exige no sólo el análisis de las contradicciones fundamentales generadas en la reproducción de las sociedades que ocuparon dicho espacio en
ese tiempo, sino también el de las relaciones establecidas entre ellas, responsables, junto
con aquéllas, del contenido y orientación general de tal desarrollo.
I. HACIA UNA REVISIÓN DE LOS CONTENIDOS FUNDAMENTALES DEL
“HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
Tras la publicación de los trabajos de R. J. Harrison (1974, 1977) resultó evidente que
el esquema de periodización de la prehistoria reciente propuesto por E. Llobregat (1975)
para el Levante peninsular debía reconsiderarse, puesto que si se aceptaban las cronologías que aquél proponía para las cerámicas impresas de “estilo marítimo” y para las incisas y pseudoexcisas del “tipo Ciempozuelos” no podía mantenerse ya la sincronía de los
tipos “primitivos” y los de “reflujo” que E. Llobregat (1975: 128) había propugnado para
la zona valenciana, al tiempo que se planteaban una serie de contradicciones, derivadas
del modelo de “transición” al “Bronce Valenciano” y su cronología, que era necesario
resolver.
Éstas eran las cuestiones fundamentales que J. Bernabeu (1984) abordaba específicamente en su trabajo sobre el campaniforme valenciano, a las que se añadía determinar la
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En adelante, HCT.
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existencia de un auténtico “grupo cultural campaniforme” en el Levante peninsular. Sin
embargo, algunas de las soluciones que al respecto vendría a proponer en este trabajo
habían sido anticipadas en un estudio anterior (Bernabeu, 1979) en el que se propugnaba
la existencia de una fase de “Eneolítico Pleno”, en cuyos momentos finales aparecerían
las cerámicas campaniformes más antiguas, mientras que las de tipo inciso, que acompañaban al resto del “ajuar campaniforme”, se adscribían a una etapa posterior a la que
denominó “Horizonte Campaniforme de Transición” y cuyo final, en torno a 1800 a. C.2
vendría marcado por las fechas radiocarbónicas obtenidas en Terlinques, en Villena, y
Serra Grossa, en Alicante (Bernabeu, 1979: 122-123). Éste es el esquema que defendería
más tarde, asociando la fase del Eneolítico Pleno con el nivel II de Ereta del Pedregal, en
Navarrés, y el Estrato C de El Promontori, en Elche, mientras que el HCT estaría representado por el nivel III y estrato B de estos dos mismos yacimientos (Bernabeu, 1984: 11).
Así, mientras que algunos aspectos permitían establecer claros lazos con las “tradiciones” neolíticas de la etapa anterior –tales como la continuación del hábitat en llano de
algunos poblados o la continuidad en el uso de las necrópolis de inhumación múltiple–
otros permitían considerar “...al HCT como la etapa en la cual se transformarán enteramente las tradiciones neolíticas precedentes dando lugar a formas cercanas a la Edad
del Bronce.” (Bernabeu, 1984: 110). Entre estas transformaciones el autor señalaría:
-la aparición de algunos enclaves sobre cerros y elevaciones de fácil defensa;
-la aparición de recintos amurallados, detectados en Peñón de la Zorra, Ereta del
Pedregal o Puntal de la Rambla Castellarda, en Llíria;
-primeras inhumaciones individuales en grietas cercanas al poblado, como la documentada en la Cueva Oriental del Peñón de la Zorra;
-y cierto desarrollo de la producción metalúrgica, de la que existían ya evidencias
claras en el nivel III de la Ereta del Pedregal.
Pero inicialmente el HCT también conformaba una “cultura” (Bernabeu, 1984: 109),
aunque desde el particularismo histórico entonces imperante poco era lo que podía proponerse acerca del origen de este nuevo “grupo campaniforme”, aparte de consignarse al
respecto un aumento de las “influencias” del Sudeste en el marco más amplio del desarrollo de una “corriente cultural”, de la que participaba toda la Península Ibérica
(Bernabeu, 1984: 112).
Será precisamente a partir de los trabajos desarrollados en años posteriores por J.
Bernabeu y su equipo cuando se empiecen a plantear nuevas hipótesis, en las que el HCT
empezó a situarse más bien como la etapa final de un proceso en el que, una vez agotado el recurso de la puesta en cultivo de nuevas tierras en el territorio, la progresiva intensificación en la producción agropecuaria acabaría por provocar la crisis y disolución de
las estructuras productivas y sociales neolíticas iniciando el proceso de transformación y
de “jerarquización” patente en el “Bronce Valenciano” (Bernabeu y Martí, 1992: 230;
2 Fecha sin calibrar. En el texto, todas las fechas calibradas se expresarán seguidas de las siglas BC.
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4 Asentamientos en altura
• Asentamientos en llano
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Fig. 1.- Asentamientos con materiales campaniformes entre el Júcar y la desembocadura del Segura.
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Bernabeu, 1993: 164; Bernabeu, 1995: 57), de modo que a lo largo de esta trayectoria la
significación atribuida inicialmente a la aparición de las cerámicas campaniformes, concebidas entonces como resultado de la llegada de una “corriente cultural” de escala
peninsular, ha ido perdiendo una parte sustancial de su contenido.
Casi tres décadas después de su formulación, el aumento de la información arqueológica relacionada con el HCT (Juan-Cabanilles, 2004) nos permite hoy realizar algunas
matizaciones en cuanto a la caracterización que para el mismo se propuso inicialmente. Un
primer aspecto, ya señalado (Ruiz Segura, 1990: 80; Hernández, 1997: 96), es la constatación de una serie de diferencias observables a escala regional en cuanto al patrón de
asentamiento considerado hasta ahora típico del HCT, basado en la combinación de asentamientos en altura con emplazamientos en el llano (Bernabeu, 1993: 222). Las prospecciones arqueológicas realizadas (Bernabeu, Guitart y Pascual, 1989; Pascual Beneyto,
1993; Molina y Jover, 2000; Molina Hernández, 2004) han revelado en cambio la existencia de una evidente dicotomía entre una cuenca del Vinalopó donde la distribución de
asentamientos se ajusta a la “norma” establecida para el HCT, frente a los valles interiores –cuenca del Serpis– y zona montañosa nororiental de la provincia de Alicante, en
donde el hábitat parece establecerse exclusivamente en el llano o incluso en cuevas, faltando los emplazamientos sobre cerros o elevaciones montañosas (fig. 1). Se ha de asumir
por tanto una falta de uniformidad en el ámbito del HCT al menos en lo que respecta a este
rasgo, y admitir que frente a una destacada presencia de asentamientos en altura en el
cauce del Vinalopó, se da una ausencia notable de los mismos en el resto del territorio.
Por otra parte, la reciente revisión de uno de los más célebres conjuntos de restos físicos antropológicos adscrito tradicionalmente al HCT obliga en nuestra opinión a reconsiderar seriamente las constantes referencias al enterramiento supuestamente individual de
la Cueva Oriental del Peñón de la Zorra (Soler García, 1981), el mismo que fuera señalado por J. Bernabeu (1984: 112) como terminus postquem para el desarrollo del “Bronce
Valenciano” y como precedente inmediato del tipo de enterramiento en grieta o covacha
que desde los estudios clásicos de M. Tarradell (1963, 1969) se ha considerado típico de
la Edad del Bronce en tierras valencianas (fig. 2). Dicha revisión, realizada tanto sobre los
restos humanos como sobre los elementos del ajuar que los acompañaban, permite concluir que si bien es probable que las dos puntas de Palmela y el puñal de lengüeta localizados formaran un conjunto perteneciente al ajuar de un único individuo, lo que resulta del
todo descartable es la existencia de una sóla inhumación en la cavidad, ya que se han contabilizado restos de un mínimo de 6 individuos (Jover y De Miguel, 2002: 65). En nuestra
opinión, estos datos no hacen más que ajustarse de modo más coherente con lo que hoy
conocemos de las prácticas funerarias del II milenio a. C. en esta zona, donde parece claro
que se mantiene la utilización de las cuevas como necrópolis para la inhumación de varios
cadáveres, paralelamente al empleo esporádico de fosas donde se practican enterramientos individuales dentro del área del poblado pero no en el interior de unidades habitacionales (Martí, De Pedro y Enguix, 1995; Martí Bonafé et al., 1996; De Pedro, 2004).
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1
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Fig. 2.- Peñón de la Zorra, Villena (Alicante). Ajuar metálico del enterramiento de la Cueva Oriental (según J.L. Simón, 1998).
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Si bien esta última práctica tenía hasta hace poco tiempo su único precedente en tierras valencianas en el HCT, las recientes excavaciones realizadas en Camí de Missena,
en la Pobla del Duc (Pascual, Barberá y Ribera, 2005) permiten retrotraer en el tiempo
este tipo de inhumaciones al menos a la primera mitad del III milenio a. C., algo que los
escasos y fragmentarios restos óseos humanos localizados en yacimientos como Les
Jovades (Calvo, 1993: 158) o Marges Alts, en Alqueria d’Asnar (Pascual Benito, 1989)
hacían ya suponer (Soler Díaz, 1995).
Por consiguiente, lo que nos indica ahora el registro es que durante el HCT simplemente se constata una continuación de las prácticas funerarias previas, las cuales además
se prolongarán bastante en el tiempo, por lo que en rigor no es posible seguir utilizando
ningún enterramiento de estos momentos como referente netamente diferenciador respecto de las prácticas funerarias anteriores ni tampoco como claro precedente de las posteriores, como hasta ahora se venía considerando (Bernabeu, 1984: 112; Soler Díaz,
1995: 13; Jover y López, 1997: 111).
Finalmente, habría que referirse a la revisión de que ha sido objeto alguna de las
estratigrafías que en su momento sirvieron de apoyo a J. Bernabeu (1984: 110) para plantear la existencia de niveles en contacto sedimentario que permitían observar la “sucesión
transitiva” entre el HCT y el “Bronce Valenciano”. En la actualidad se cuenta con novedades en el registro que permitirían replantear esta cuestión, especialmente en el caso de
la Ereta del Pedregal, cuya secuencia de cuatro niveles establecida durante las décadas de
1970 y 1980, que se cerraba con una última fase –Ereta IV– cronológica y culturalmente adscrita a la Edad del Bronce (Pla, Martí y Bernabeu, 1983: 243), ha sido posteriormente reinterpretada por J. Juan Cabanilles (1994: 81) señalando que, en base a los resultados de las excavaciones anteriores y en función de los trabajos que él mismo llevó a
cabo en el yacimiento en 1990, “...no hay (...) indicios que permitan presuponer que el
Nivel IV de la Ereta haya albergado una ocupación del Bronce antiguo”, por lo que se
decanta por considerarla como un segmento más del relleno de la fase anterior, Ereta III.
Nada nuevo, en cambio, se ha publicado referente a El Promontori, yacimiento del que
tan sólo los materiales cerámicos con decoración campaniforme han merecido revisión y
publicación de manera reiterada (Ramos Fernández, 1983; Ruiz Segura, 1990).
Actualmente creemos que la presencia fehaciente de niveles arqueológicos de la
Edad del Bronce en estos dos yacimientos debería reconsiderarse, pues además de lo que
la revisión de la estratigrafía de la Ereta del Pedregal ha señalado, las intervenciones realizadas posteriormente en otros yacimientos semejantes como Arenal de la Costa
(Bernabeu et al., 1993) parecen indicar igualmente su inexistencia, algo que las prospecciones superficiales permitirían en principio hacer extensivo también a otros enclaves del
HCT (Molina y Jover, 2000; Molina Hernández, 2004).
Por otra parte, las excavaciones llevadas a cabo en asentamientos de la Edad del
Bronce del ámbito valenciano como la Lloma de Betxí, en Paterna (De Pedro, 1998) o
Terlinques (Jover y López, 2004) están poniendo claramente de manifiesto la inexisten—199—
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cia de materiales cerámicos con decoración campaniforme en la base de sus estratigrafías, contando con dataciones radiocarbónicas que transitan el paso del III al II milenio
BC. De hecho, dentro del territorio administrativo de la Comunidad Valenciana, sólo en
yacimientos argáricos como Tabaià, en Aspe (Hernández, 1982: 15), Pic de les Moreres,
en Crevillent (González, 1986: 207), Laderas del Castillo, en Callosa de Segura (Ruiz
Segura, 1990: 71) o San Antón, en Orihuela (Bernabeu, 1984: 112) han aparecido fragmentos de cerámica campaniforme, presencia que de forma reiterada ha servido para respaldar la hipótesis que defendía la existencia de relaciones entre los grupos “campaniformes” valencianos y los yacimientos argáricos (Bernabeu, 1984; Hernández, 1997). Sin
embargo, como tendremos oportunidad de exponer, esta presencia debe responder más
bien a otro tipo de causas.
En resumidas cuentas si, como acabamos de ver,
– la distribución de los enclaves con elementos “campaniformes” emplazados en
altura no es homogénea en el territorio del HCT, tal y como éste fuera delimitado
en su día, sino que se advierten en él claras diferencias a escala regional, restando
valor al contenido de pretendida “uniformidad de rasgos” inherente al concepto
mismo de “horizonte cultural”;
– si las transformaciones en el ritual funerario –empleadas para señalar los cambios
de orden social que parecen producirse en estos momentos– pierden fuerza como
indicadores de tales procesos a la luz de las nuevas evidencias del registro;
– y si la revisión de las antiguas estratigrafías y los datos aportados por las excavaciones más recientes arrojan sombras en torno a la efectiva existencia de una sucesión estratigráfica, sin solución de continuidad, como la propuesta en su día entre
el HCT y la Edad del Bronce,
parece que se hace necesario un replanteamiento de la explicación del proceso histórico
en el que se involucró el surgimiento y difusión de la cerámica y los elementos “campaniformes” en el Levante peninsular de la segunda mitad del III milenio BC.
II. NUEVOS PLANTEAMIENTOS PARA UNA REINTERPRETACIÓN
DEL HCT
Parece hoy por hoy incuestionable que la amplia dispersión de las cerámicas “campaniformes” debe relacionarse principalmente con la extensión de los contactos intersociales en un momento de clara pulsión expansiva de los mismos, de modo que su imitación y copia en distintos lugares de la Península y su consumo en un amplio espacio geográfico, van en casi todas partes asociadas a sensibles transformaciones de orden social
y económico.
A nuestro entender, no obstante, no se ha prestado suficiente atención al hecho de que
las transformaciones socioeconómicas que acompañaron al “campaniforme” no fueron
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iguales en todas partes, algo en lo que a no dudar ha tenido mucho que ver el “descontexto” de la mayoría de los “materiales campaniformes” de los que se compone el registro, pero sobre todo, con la ausencia de adecuadas perspectivas teóricas, geográficas y
cronológicas desde las que abordar el análisis de estas diferencias (Garrido, 2005).
Para explicar de modo más adecuado el proceso histórico en el que hacen aparición
las cerámicas y el resto de “elementos campaniformes” registrados en el ámbito del
Levante peninsular, deberemos situar a éstos en el plano contextual que les corresponde: como una parte más de los objetos cuya producción y consumo se hizo necesaria
como medio de reproducir la vida social. Pero no seremos capaces de interpretar adecuadamente la naturaleza de los cambios que hicieron posible su incorporación al registro si no es a partir del análisis y explicación de los procesos desarrollados previamente, a partir de los cuales se generaron las condiciones para que se produjeran tales transformaciones.
A nuestro juicio, la historia del III milenio BC en el territorio comprendido entre la
cuenca del río Júcar, al norte, y la cuenca del río Guadalentín, al sur, viene marcada fundamentalmente por el progreso en paralelo de dos procesos cuyo desigual desarrollo a
escala macrorregional se determina en instancias diferentes pero no disociadas:
–uno a nivel intrasocial, cuyo motor reside en la resolución de las contradicciones
generadas en la reproducción de las sociedades que ocupaban dicho territorio;
–y otro a nivel intersocial, cuya naturaleza viene fundamentalmente determinada por
la proyección al exterior de la sociedad de los efectos resultantes de la resolución de esas
mismas contradicciones.
Entre otros aspectos, con el primero de estos procesos debemos relacionar la progresiva –pero desigual– consolidación de la apropiación objetiva del espacio productivo por
parte de los grupos del Levante y Sudeste peninsulares a lo largo del IV y III milenios
BC, mientras que el segundo se vincula, ante todo, con la expansión en el territorio de las
relaciones de explotación intersocial generadas en la reproducción ampliada del entramado social, económico y político articulado en torno al sistema-mundo del Valle del
Guadalquivir (Nocete, 2001) y que en lo que atañe de manera más directa a nuestra
exploración, se relaciona fundamentalmente con el “ámbito millarense”, así como con los
procesos de reacción y/o de resistencia social a estas relaciones de explotación desarrollados en el seno de las sociedades colindantes.
II.1. La apropiación objetiva del espacio de producción
Como ha recordado recientemente L. F. Bate (2004: 27), el elemento que en esencia
determina la calidad de las relaciones sociales de producción de las formaciones sociales
tribales no es tanto su modo de vida –agricultor, pastoril, cazador-recolector, pescador...–
como el establecimiento de la propiedad comunal sobre el objeto de trabajo –y no sólo
su posesión– como condición para el desarrollo del proceso productivo.
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Resulta evidente que la intensificación en la explotación agropecuaria de un territorio
conlleva el incremento del volumen de trabajo comprometido en la obtención de un rendimiento aplazado, lo cual impone aumentar las garantías de apropiación de la tierra, receptora de una mayor inversión de trabajo social. Es en esta necesidad en la que halla fundamento la prevalencia que adquieren los lazos de parentesco, al enfatizar su papel de vínculo
capaz de identificar como grupo propietario y mantener unidos a los miembros de las unidades productivas. Perpetuar esta apropiación determina a su vez una jerarquía genealógica,
que a nivel de conciencia social sitúa en un plano superior a aquellos miembros del linaje
–los mayores– que precedieron a los demás en el trabajo de la tierra y contribuyeron a la producción de la simiente, con la que las sucesivas generaciones que se incorporan a la producción pueden sembrar los campos para reproducir el ciclo agrícola (Meillasoux, 1985: 66).
Es así como en la esfera ideológica la justificación en el derecho de explotación de un territorio se sitúa en un plano que de forma específica relaciona al grupo tribal con sus antepasados: aquéllos a quienes todos deben la simiente y que hicieron por primera vez productiva la tierra (Sahlins, 1977b: 126; Godelier, 1974: 88). De este modo, la disposición de un
gran número de necrópolis y áreas de inhumación colectiva, distribuidas a partir del IV milenio BC en los lindes y áreas de paso entre cuencas y valles, constituiría el argumento con el
que defender la precedencia del linaje ocupante en sus derechos de uso y explotación de los
recursos, heredados de los antepasados que desde emplazamientos estratégicos vigilan el
territorio y, sobre todo, sus vías de acceso (Vicent, 1990; Bernabeu, 1995; Cámara, 2000).
Sin embargo, también podemos vincular con este proceso los datos que reflejan
incrementos significativos en la distribución y circulación de productos en el ámbito del
Levante peninsular, como en el caso del intercambio regional de manufacturas líticas
cuya progresión será constante a lo largo del IV y III milenios BC (Orozco, 2000; Ramos
Millán, 1999). Esta importancia y amplitud de los intercambios, correlativa a la menor
movilidad de unos grupos humanos circunscritos en territorios controlados de forma cada
vez más exclusiva, parece radicar en el hecho de que cuanto mayores son los obstáculos
para acceder libremente a recursos desigualmente repartidos en el territorio –y no sólo
recursos naturales, sino también y en especial a las mujeres, de las que depende la producción de fuerza de trabajo (Meillasoux, 1985)– mayor será la competencia por ellos, y
mayor por tanto el riesgo potencial de enfrentamientos violentos por su control que sólo
pueden terminar provocando mermas más o menos importantes en la capacidad de trabajo. Así, la necesidad de establecer pactos de “no agresión” conforme se establecen límites socialmente aceptados entre diferentes territorios estimuló la creación de amplios circuitos de transferencia de productos, en un marco dominado básicamente por el intercambio equitativo, en donde sobre todo se tenía en cuenta el vínculo social establecido,
pero que a su vez obligaba a intensificar una producción artesanal destinada a satisfacer
las necesidades generadas por estos intercambios.
Sin embargo, esta tendencia a incrementar la productividad del trabajo artesanal chocaba frontalmente con los principios articuladores de una sociedad en la que la supervi—202—
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vencia dependía de garantizar la reproducción y el aprovechamiento del ciclo agrícola en
un espacio apropiado socialmente, cuyas posibilidades de explotación se hallaban sujetas
a la condición de pertenencia al grupo propietario del mismo (Godelier, 1974: 88; Ruíz
Rodríguez, 1978: 20), lo que determinaba a su vez la necesidad social de garantizar a
todos los miembros ese aprovechamiento manteniendo un bajo nivel técnico de los instrumentos de trabajo involucrados en la producción agropecuaria básica.
La consecuencia más claramente perceptible de ese principio fundamental fue un
necesario bloqueo tecnológico en el desarrollo de los medios de producción subsistencial,
el cual explica,
– de una parte, el que las herramientas de trabajo agrícola apenas experimentaran
cambios sustanciales a lo largo de varios miles de años;
– de otra, que el incremento de la producción agrícola sólo pudiera hacerse realmente efectivo a través del aumento de la fuerza de trabajo (es decir, un mayor número de hombres y mujeres trabajando);
– y finalmente, que a lo largo del IV y III milenios BC las actividades de producción
artesanal nunca pudieran llegar a desarrollarse como un verdadero sector productivo al margen de la producción agropecuaria, pues el desarrollo técnico necesario
para su intensificación y diversificación quedaba en última instancia bloqueado al
depender éste de la disponibilidad de fuerza de trabajo sustraída al desempeño del
trabajo agrícola.
Si bien al principio la producción artesanal destinada al intercambio pudo cubrirse
adecuadamente empleando sólo el tiempo disponible durante la etapa improductiva del
ciclo agrícola, a medida que éstos fueron creciendo en importancia, estimulados por un
sector de la sociedad cuya relevancia social se veía acrecentada proporcionalmente gracias a ellos (Terray, 1977), el incremento en la producción artesanal ya sólo podía alcanzarse mediante un aumento previo y necesario de la producción agropecuaria básica, de
modo que fuera posible garantizar el sustento de los miembros de las unidades productivas destinados a generar esta plusproducción de bienes artesanales mientras se encontraran produciéndolos (Sarmiento, 1992: 95), y dado el bloqueo socialmente impuesto al
desarrollo de los medios de producción agrícola, tal incremento sólo podía obtenerse
intensificando los mecanismos de disposición de fuerza de trabajo.
Es así como en esta nueva situación, el papel dominante de los individuos situados
al frente de los linajes de la comunidad no se encontraría apoyado tanto en el desempeño de su papel como coordinadores de los equipos de trabajo o en su autoridad como individuos de avanzada edad –es decir, en su calidad de depositarios de un alto grado de
“saber social” y de conocimientos técnicos del proceso productivo– como en el control
que directa e indirectamente ejercieron sobre la fuerza de trabajo (Meillasoux, 1985;
Terray, 1978). Y puesto que el volumen de fuerza de trabajo sujeta a control se constituyó en la medida en virtud de la cual se otorgaban socialmente los puestos de mayor rango
en la escala del prestigio y la autoridad, es fácil entender por qué aquellos objetos cuya
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posesión denotaba una inversión mayor de la misma se convirtieron en los símbolos de
tal autoridad, y también por qué es en este momento y no en otro –y por qué en determinadas regiones peninsulares antes que en otras– cuando comienzan a aparecer en el registro productos elaborados en materias primas de procedencia extrapeninsular como el
marfil, el ámbar o la cáscara de huevo de avestruz (Nocete, 2001). La obtención de este
tipo de productos adquirió así una importancia esencial como instrumento para expresar
–y también para crear– diferencias de rango social, circunstancia de donde parte el interés de los dirigentes de la comunidad en garantizar e incrementar progresivamente la
manufactura y disposición de estos productos y de estimular y aumentar la producción de
bienes con los que obtenerlos a través de los circuitos de intercambios recíprocos de los
que, por otra parte, se les había otorgado socialmente el control.
Por último, si el afán de garantizar un flujo constante de productos manufacturados
con los que habilitar relaciones de carácter social entre grupos pudo servir de acicate para
incrementar el número de trabajadores, no menos importante debió ser el deseo de procurar la defensa del producto almacenado –que lo será en cantidades cada vez mayores y
en torno al cual se irá produciendo un progresivamente acelerado proceso de nuclearización del poblamiento– y del espacio de producción apropiado, para lo cual resultaba también indispensable contar con el mayor número posible de efectivos. Uno y otro factor,
pues, constituyeron el auténtico estímulo del crecimiento demográfico experimentado.
II.2. La desigualdad intersocial y la teoría de los “Sistemas Mundiales”
Desde el registro arqueológico, podemos relacionar claramente con estos procesos no
sólo el incremento de asentamientos constatado sino también el elevado número de cavidades empleadas como necrópolis de inhumación múltiple que están siendo utilizadas
hacia la segunda mitad del IV milenio BC, tanto en las comarcas centro-meridionales
valencianas (Soler Díaz, 2002) como en el Sistema Ibérico (Lorenzo, 1990; Molina y
Pedraz, 2000) y el área sudoriental de La Mancha (Hernández y Simón, 1993: 37;
Hernández, 2002: 14). En cambio, en las cuencas del Segura y del Guadalentín se abre
una zona en la que este tipo de prácticas funerarias entra en contacto con el área máxima
de expansión hacia el este de las necrópolis de tipo megalítico (San Nicolás, 1994;
Lomba, 1999), lo que pone de relieve la existencia de una dicotomía en este tipo de prácticas sociales en una zona muy concreta que no puede interpretarse más que como área
de contacto entre dos sociedades con sensibles diferencias en los medios empleados para
expresar y justificar ideológicamente la apropiación del espacio productivo (fig. 3).
La constatación de estas diferencias en el registro regional no es, por supuesto, algo
que se revele ahora como novedad. Antes al contrario, hace ya bastante tiempo que se
señaló la ausencia del “fenómeno megalítico” como rasgo especialmente caracterizador
de los grupos del “Eneolítico valenciano” frente a los del resto de la península (Tarradell,
1963), y que en general se han explicado siempre en términos de “marginalidad”, “per—204—
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Fig. 3.- Distribución de las principales necrópolis documentadas entre el valle del Júcar y el valle del Guadalentín entre ca.
3000 y ca. 2500 BC.
sonalidad” o “regresividad” culturales con respecto al Sudeste. Sin embargo, no ha sido
sino hasta fechas relativamente recientes cuando han comenzado a realizarse propuestas
explicativas capaces de dar cuenta de esta diferenciación y “gradación” de rasgos evidenciados en el registro, en términos distintos a los del consabido mayor o menor “atenuamiento” de las “influencias culturales” o en la constatación del mayor o menor “retardamiento” de unas culturas con respecto a otras.
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J. A. LÓPEZ PADILLA
En la medida en que las condiciones de existencia y de reproducción de las sociedades que estamos analizando pudieron hallarse determinadas –en la escala e intensidad que
fuese– por los procesos de producción y reproducción social de otras sociedades contemporáneas, no será posible plantear por separado el análisis de unas y de otras. Es decir,
si existió un nivel de desarrollo desigual (Amín, 1976) entre los grupos del IV y III milenios BC del cuadrante sudoriental peninsular, la explicación del proceso histórico que los
involucra no podrá plantearse más que desde la de cada una de esas sociedades y de la
naturaleza de las desigualdades establecidas entre ellas.
La progresiva consolidación de la apropiación objetiva del espacio de producción y
el necesario aumento de la cohesión grupal relacionado con ésta, favoreció una identificación de carácter excluyente con respecto al territorio apropiado (Cámara, 2000: 104),
en la cual se encuentra explicación a la tendencia a trasladar al exterior –o sea, hacia los
otros– los efectos de la contradicción fundamental generada en el seno de estas sociedades y que, como hemos visto, resultó de la compensación de la precariedad determinada
por el bajo nivel técnico de los medios de producción agrícola y el escaso volumen de
plusproducción generado mediante un alto grado de desarrollo de los mecanismos de gestión y coordinación de la fuerza de trabajo, materializados en la creación y el desempeño de determinados puestos de responsabilidad social capaces de canalizar adecuadamente los lazos de solidaridad y las relaciones intersociales concretadas en los intercambios regionales de productos (Nocete, 2001: 25).
Pero al mismo tiempo, al institucionalizarse la escasez como característica determinante de los objetos que posibilitaban el acceso y expresaban socialmente el desempeño
de estos papeles de prestigio, en función del número también escaso de los mismos
(Godelier, 1974: 34) y dado que estos productos “escasos” eran precisamente aquéllos
que al atravesar los límites de la reciprocidad establecidos en los ámbitos de contacto
intersocial, podían obligar a contrapartidas mayores de productos locales, su circulación,
distribución y consumo permitió también establecer las bases para el desarrollo de unas
condiciones de explotación entre sociedades (Bate, 1984: 79).
La aparición de disimetrías en estos procesos de intercambio intersocial –o, lo que es
lo mismo, de explotación– y sus efectos, es algo que sólo puede percibirse a través del
análisis del territorio concebido no como una unidad de carácter meramente ecológico,
sino como el espacio de expresión reconocible de las formaciones económico-sociales, lo
que le confiere un contenido esencialmente económico y político (Ruiz Rodríguez et al.,
1986: 76; Nocete, 1989: 38) capaz de ofrecer nuevas perspectivas a la investigación,
como a nuestro juicio han evidenciado los recientes ejemplos en los que se han puesto en
práctica programas de investigación basados en la Teoría de los Sistemas Mundiales
(Nocete, 2001; Kristiansen, 2001).
Por nuestra parte, creemos que existen datos suficientes como para considerar la existencia de evidentes desequilibrios a nivel regional en el consumo de determinados productos entre las sociedades peninsulares del III y II milenios BC, que a la postre no expre—206—
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CONSIDERACIONES EN TORNO AL “HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
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san más que desigualdades regionales en la capacidad de movilización y captación de
recursos. Pero para que el desarrollo de dichas desigualdades pueda percibirse, analizarse y por tanto ser explicado, resulta a nuestro juicio imprescindible establecer unidades
de observación territorial muy superiores a las ópticas de alcance local o regional que
habitualmente se han empleado en la investigación, obligando a considerar no sólo el
espacio social en el que se desarrolló y reprodujo cada sociedad, sino también el ámbito
total que abarcó –en su caso– el sistema en el que éstas se encontraban integradas
(Nocete, 1999).
Es probable que entre finales del IV y durante el III milenio BC el sistema abarcara
prácticamente a toda la mitad meridional de la Península Ibérica (Nocete, 2001). Sin
embargo, creemos que para una adecuada observación de los procesos vinculados con la
problemática que específicamente nos ocupa en este trabajo, resultará factible reducir
dicho ámbito al territorio comprendido entre el cauce del Júcar, al norte, y la cuenca del
Guadalentín, al sur, atendiendo no sólo a las diversas calidades que ofrece el registro
empírico en las distintas áreas regionales en él incluidas, sino teniendo además presente
su situación con respecto a la articulación global del sistema del que formó parte esta
zona en sus diferentes diacronías.
III. OBSERVACIONES DE UNA ADECUADA UNIDAD DE ANÁLISIS
TERRITORIAL EN UN INTERVALO CRONOLÓGICO PERTINENTE
Como ya hemos señalado, entre mediados del IV y mediados del III milenio BC se
hace geográficamente reconocible la existencia de al menos dos sociedades concretas
dentro del marco territorial seleccionado para este estudio:
– la que ocupó el área suroccidental de la actual provincia de Murcia, especialmente
en el ámbito del Valle del Guadalentín, Mazarrón y Campo de Lorca, cuyos límites orientales pueden identificarse grosso modo con la zona de máxima expansión
hacia el este de las necrópolis megalíticas;
– y la que se reconoce fundamentalmente al norte y al este de la cuenca del río
Segura, y que se extiende hacia el Levante peninsular, donde las construcciones de
carácter megalítico son inexistentes y las principales necrópolis se ubican invariablemente en el interior de cavidades naturales.
Pero junto a la dicotomía que expresa esta desigual distribución geográfica de determinadas prácticas funerarias, hallamos también otras diferencias en el registro, como el
disimétrico reparto de las producciones cerámicas con almagra, de los vasos de piedra
decorados o de los productos metálicos, entre otros, a las que se añaden otras disimilitudes que se reconocen con mayor claridad a lo largo de la secuencia cronológica, como la
diferente diacronía que ofrecen unos determinados modelos de organización y gestión del
espacio apropiado.
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Así pues, será contemplando en escalas adecuadas a la vez el tiempo y el espacio
como se hará posible la observación de las relaciones e interacciones establecidas entre
estas dos formaciones sociales a lo largo de casi dos mil años de historia, intervalo que,
debido a las diferentes calidades del registro empírico disponible, nos hemos visto forzados a delimitar en dos bloques cronológicos principales:
–el que se establece entre ca. 3500 BC y ca. 2500 BC, por una parte;
–y el que ocupa el período comprendido entre ca. 2500 BC y ca. 2000 BC, por otra.
III.1. El registro arqueológico del IV y III milenios BC entre el Valle del Júcar y la
Cuenca del Segura
Sin duda, el valle del Serpis y la Vall d’Albaida siguen siendo en la actualidad las
zonas mejor conocidas de toda esta área, gracias a una larga trayectoria investigadora de
más de una década centrada en la problemática del surgimiento y desarrollo de las primeras sociedades agrícolas de la fachada mediterránea peninsular (Bernabeu, 1995). Es
por este motivo que los datos más relevantes para la caracterización de estos grupos proceden básicamente de los enclaves excavados en Jovades (Bernabeu et al., 1993), Niuet
(Bernabeu et al., 1994), Colata (Gómez Puche et al., 2004), Camí de Missena (Pascual,
Barberá y Ribera, 2005) y Arenal de la Costa (Bernabeu et al., 1993), no existiendo en la
región ninguna otra zona para la que se disponga de tanto y de tal calidad de registro
como el obtenido en estos yacimientos. En cualquier caso, ello no impide reconocer en
todo el ámbito territorial seleccionado características muy similares a las observadas en
esta área en cuanto a la ubicación de los asentamientos y de los espacios funerarios (fig.
3 y 4).
a) ca. 3500-ca. 2500 BC
En efecto, a lo largo y ancho del territorio comprendido aproximadamente entre el
Júcar y el Segura aparecen distribuidos, entre mediados del IV y mediados del III milenio BC, toda una serie de emplazamientos a menudo definidos como “poblados de silos”
(Gómez Puche et al., 2004), y que artefactualmente caracterizan el Neolítico IIB de la
periodización propuesta por J. Bernabeu (1993; 1995). De la mayoría apenas contamos
con unos cuantos objetos procedentes de prospecciones o, con fortuna, de algunos datos
estratigráficos. De otros, en cambio, se cuenta con un registro abundante y con información generada a lo largo de muchos años de trabajo, como sucede en la Ereta del
Pedregal, en Navarrés, reexcavada a inicios de los años noventa (Juan-Cabanilles, 1994).
A menudo la existencia de asentamientos de esta cronología sólo puede deducirse de la
localización de importantes necrópolis de inhumación múltiple en cuevas y grietas rocosas que hacen suponer la existencia de núcleos habitados en sus alrededores, como ocurre en La Safor, en La Marina, en el Camp d’Alacant y en la Foia de Castalla (Soler Díaz,
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Fig. 4.- Distribución de los principales asentamientos registrados entre el valle del Júcar y el valle del Guadalentín
entre ca. 3000 BC y ca. 2500 BC.
2002), teniendo tan sólo indicios muy parciales acerca de algunos asentamientos, invariablemente emplazados en el llano y en los que se documentan de manera reiterada
estructuras siliformes excavadas en el suelo (Aparicio, Gurrea y Climent, 1983; Belda,
1929; Fairén y García, 2004). Nueva información ha proporcionado la excavación de
enclaves costeros como la Playa del Carabassí, de Elche, donde recientemente se ha podido constatar la existencia de un asentamiento de carácter presumiblemente estacional
(Soler Díaz et al., 2005) o la documentación del yacimiento de La Torreta, en Elda (Jover
et al., 2001), a escasa distancia de la necrópolis de la Cueva de la Casa Colorá (Her—209—
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nández Pérez, 1982) y que permite ampliar el registro ya conocido de otros emplazamientos de esta cronología registrados en el valle del Vinalopó, como los señalados por
J. M. Soler (1981) en el Arenal de la Virgen, Casa de Lara (Fernández López de Pablo,
1999) y La Macolla (Guitart, 1989) asociados a diversas cuevas de enterramiento múltiple, como la Cueva del Alto o la Cueva de las Lechuzas, entre otras, así como los excavados por A. Ramos Folqués (1989) y R. Ramos Fernández (1981) en la Figuera Redona
y El Promontori, en Elche.
Igualmente, y pese a lo fragmentario de la información, hacia 3000 BC tendríamos
ocupadas ya varias zonas llanas en el fondo del valle de Yecla, con asentamientos en todo
similares a los ya comentados del Vinalopó o Serpis, como los de La Balsa y La Ceja
(Ruiz, Muñoz y Amante, 1989; Vicente, 1998). En el mismo momento se registra también una ocupación de las tierras llanas en Jumilla, atestiguada en El Prado, La Borracha
y Santo Costado (Walker y Lillo, 1983; Molina Grande y Molina García, 1991) y también evidencias de enterramientos coetáneos en cavidades como la Cueva de las Atalayas
(Simón, Hernández y Gili, 1999: 21) en Yecla, y la Cueva de los Tiestos, en Jumilla
(Molina Burguera, 2004).
Aún más hacia el interior, los últimos datos publicados señalan también diversos
enclaves a los que se atribuye una cronología del IV y III milenios BC (Jordán, 1992),
aunque tan sólo uno –Fuente de Isso, en Hellín– ha sido apenas excavado (López y Serna,
1996). Constatada la ausencia de construcciones de tipo megalítico, también las evidencias funerarias parecen quedar restringidas en esta zona a cuevas de inhumación múltiple, como la Peña del Gigante de Tobarra (Hernández, 2002: 14). Y por lo que respecta
al denominado Corredor de Almansa, la mayoría de los indicios se refieren a cuevas
sepulcrales como la Cueva de Mediabarba o de las Calaveras, en Montealegre del
Castillo, y la Cueva Santa, en Caudete (Hernández y Simón, 1993: 37), teniéndose sin
embargo noticia de algún yacimiento situado en llano (Pérez Amorós, 1990).
b) ca. 2500-ca. 2200 BC
A partir de mediados del III milenio BC parece darse un cambio en las estrategias de
ocupación del territorio en una amplia porción del espacio que acabamos de recorrer, traducido básicamente en la aparición de una corta serie de enclaves ubicados sobre altozanos, escarpes y peñas, con amplia visibilidad sobre las cuencas y valles, frente a otro
grupo de asentamientos que siguen ocupando terrazas fluviales en lugares cercanos a las
zonas de mayor rendimiento agrícola.
Sin embargo, si en la zona de la Vall d’Albaida, La Costera, L’Alcoià y El Comtat
todos los yacimientos conocidos –como L’Atarcó, Arenal de la Costa, Mas del Barranc o
Mas del Moreral– mantienen su emplazamiento preferente sobre cauces fluviales, en
terrazas o, en general, en lugares escasamente elevados con respecto al llano circundante, las prospecciones realizadas han permitido constatar en la cabecera del río Vinalopó y
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CONSIDERACIONES EN TORNO AL “HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
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en el curso del río Clariano varios yacimientos sobre cerros y elevaciones –como la
Serrella, en Banyeres, y el Cabeço de Sant Antoni, en Bocairent (Pascual Beneyto, 1993:
120, 121)– que aparecen jalonando los pasos principales entre cuencas, pauta que observamos de manera reiterada a lo largo del Valle del Vinalopó. Así, el Peñón de la Zorra y
el Puntal de los Carniceros controlan la salida del Valle de Benejama hacia el Vinalopó;
El Monastil y El Canalón el acceso entre el Medio y Alto Vinalopó; y Tabaià la puerta
hacia el Camp d’Elx y el camino hacia la costa y la desembocadura del Segura.
Asimismo, las informaciones publicadas permiten constatar en algunos de ellos la existencia de murallas, como ocurre en el Peñón de la Zorra (Soler García, 1981; Jover,
López y López, 1995). Y junto a la aparición de estos enclaves, se registra un aparente
abandono de algunos de los asentamientos emplazados en las tierras bajas del valle y
también la continuidad de otros ubicados asimismo sobre el llano agrícola, cercanos a
humedales o sobre el mismo cauce del río, como Las Terrazas del Pantano, Casa de Lara,
La Alcudia, Figuera Redona o El Promontori (Jover y Segura, 1997; Soler García, 1981;
Ramos Fernández, 1984).
Algo similar parece ocurrir en la zona de Jumilla, donde si bien resulta difícil precisar el momento exacto de abandono del asentamiento de El Prado –dada la ausencia de
cerámicas campaniformes y, en cambio, la presencia de un cincel y un punzón metálicos
en los niveles superiores del yacimiento (Simón, Hernández y Gili, 1999: 21) y a pesar
de que alguna de las fechas radiocarbónicas obtenidas (lamentablemente descontextualizadas) parecen situarse próximas a mediados del III milenio BC (Eiroa y Lomba, 1998:
102)– los indicios registrados en la Herrada del Tollo, al pie de la vertiente noreste de la
Sierra de Santa Ana, parecen otorgar una cronología avanzada a este emplazamiento (Gil
y Hernández, 1999: 29) ubicado en las proximidades de Coimbra del Barranco Ancho, un
enclave en altura en donde se han registrado puntas metálicas de tipo Palmela y afiladores de arenisca perforados (Simón, Hernández y Gili, 1999).
Por tanto, hacia mediados del III milenio BC parece quedar configurado en el área de
Jumilla un modelo de ocupación del territorio análogo al constatado en el Valle del
Vinalopó, pues Coimbra del Barranco Ancho parece repetir en esta área la misma función
de control de paso entre cubetas geográficas, dominando no sólo las tierras llanas de
Jumilla sino también sus comunicaciones, a través de la Rambla del Judío, con el valle
del Segura, mientras que a sus pies, en la Herrada del Tollo, aparece un núcleo de población que conserva en cuanto a su localización las peculiaridades de los asentamientos del
IV milenio BC.
Por fin, mucho peor documentados pero perfectamente ajustados a este mismo modelo de poblamiento encontraríamos otros yacimientos, como el Puntal del Olmo Seco, en
Ayora, donde se señaló la presencia de estructuras identificadas como unidades habitacionales (Bernabeu, 1984: 108) sobre un cerro elevado que se ocupó al parecer en la
segunda mitad del III milenio BC (Juan Cabanilles, 1994: 94) controlando el acceso al
Valle de Cofrentes y al Alto Júcar, situación semejante a la de El Castellar, en Ontinyent
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(Ribera, 1989), que quizá ejerció un control similar del paso entre la Valleta d’Agres y la
Vall d’Albaida.
III.2. El registro arqueológico del IV y III milenios BC en la Cuenca del Segura y
del Guadalentín
Al margen de algunos pocos trabajos relacionados específicamente con el análisis del
territorio –como los llevados a cabo en la Comarca del Noroeste (López García, 1991) o
en las zonas de Lorca (Ayala, 1991) y Mazarrón (Risch y Ruiz, 1994), entre otras– tan
sólo contamos con algunas interesantes valoraciones que aun partiendo de un volumen
muy fragmentario de información, ceñida casi exclusivamente a unos pocos yacimientos
excavados, ofrecen a nuestro juicio datos relevantes al análisis que nos ocupa (Lomba,
1996, 2001; Martínez Sánchez y San Nicolás, 2003).
a) ca. 3500-ca. 2500 BC
Por lo que respecta al valle del Segura, la información actualmente disponible se basa
sobre todo en prospecciones superficiales, rara vez llevadas a cabo con carácter sistemático, que no permiten precisar adecuadamente la cronología de las ocupaciones detectadas, a menudo atribuidas a un “eneolítico” imprecisamente definido en la mayoría de los
casos. Prácticamente en todo el valle, sin embargo, encontramos esporádicamente señalados en el mapa una serie de enclaves que muestran las mismas características que los
asentamientos que hemos reconocido hasta ahora en Alicante, Altiplano de Yecla y
Jumilla o en la comarca de Hellín, siempre establecidos sobre terrazas fluviales, suaves
pendientes o, todo lo más, pequeñas elevaciones o lomas de poca envergadura apenas
destacadas del llano circundante, y siempre en las proximidades de zonas endorreicas o
del cauce de ríos o ramblas. Es el caso de la Fuente de las Pulguinas, en Cieza (Lomba y
Salmerón, 1995), de la Umbría del Mortero, en Abarán (Lisón, 1983) o del Cabezo de la
Zobrina, en Alguazas (Ayala Hurtado, 1977) y La Fuente y Charco Junquera, en Fortuna
(Matilla y Pelegrín, 1987) y cuyo modelo vemos extenderse hacia oriente y hacia el sur
en los emplazamientos costeros de Calblanque y de Las Amoladeras, en Cabo de Palos
(García del Toro, 1987; 1998), en donde la explotación de los recursos marinos debió
tener una gran importancia.
Del mismo modo, las necrópolis hasta ahora localizadas se emplazan en cuevas y
simas situadas en los relieves cercanos, como Los Grajos III y Los Realejos, en Cieza
(Lomba y Salmerón, 1995), Cabezos Viejos, en Archena (Lomba, 2002), Barranco de la
Higuera, en Fortuna (García del Toro y Lillo, 1980), Loma de los Peregrinos, en Alguazas
(Fernández de Avilés, 1946; Nieto, 1959) o la Cueva de Roca, en Orihuela (Moreno,
1942) que repiten en gran medida las pautas señaladas ya en las necrópolis del Prebético
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meridional valenciano al respecto de la composición de los ajuares y su ubicación en el
territorio.
Sin embargo, apenas poseemos información sobre la organización y distribución de las
unidades habitacionales y áreas de actividad de estos asentamientos, aunque por las evidencias recuperadas podemos inferir su sintonía con las registradas en algunos yacimientos
del valle del Argos, como Casa Noguera, en Caravaca de la Cruz, o Los Molinos de Papel,
en Archivel, que desde fechas recientes se vienen excavando y que han proporcionado un
extenso y variado conjunto de estructuras subterráneas definidas como fosos, fondos de
cabañas, fosas y silos de almacenamiento, en algunas de las cuales se han practicado inhumaciones tanto simples como dobles e incluso múltiples (García y Martínez, 2004), de las
que al menos una debe situarse cronológicamente a partir de mediados del III milenio BC
(Pujante, 2001: 21; Martínez Sánchez y San Nicolás, 2003: 159).
En contraste con lo que apreciamos en la cuenca del río Segura, el área de Lorca y
en general la región suroccidental murciana ofrece un panorama sensiblemente distinto
hacia esos mismos momentos, habiéndose documentado un cierto número de asentamientos a lo largo de la cuenca del Guadalentín que, en opinión de J. Lomba (1996: 325;
2001: 22) constituirían el límite oriental de distribución significativa de las producciones
cerámicas con decoración a la almagra, cuya ausencia en los asentamientos de la cuenca
del río Segura resultaría bastante notoria comparativamente (Lomba, 1992).
A. Martínez (1999: 29) ya hacía notar que la mayoría de los asentamientos lorquinos
podía agruparse en dos tipos de emplazamientos distintos, según se dispusieran sobre laderas o pequeñas elevaciones en la confluencia de cañadas, ramblas o ríos –caso de El Capitán,
Chorrillo Bajo, Valdeinfierno, Agua Amarga, Xiquena I y II o Torrealvilla, entre otros– o
sobre relieves más elevados, controlando visualmente vías de comunicación –como La
Parrilla y La Quintilla– e incluso algunos, como El Castellar o el Cerro de la Salud, implantados sobre la cima de relieves destacados que dominan los terrenos circundantes.
De los primeros –dejando al margen el importante asentamiento ubicado bajo el
casco urbano de la ciudad de Lorca, del que trataremos más adelante– la información disponible para el Campo de Lorca se restringe por ahora básicamente a los poblados del
Chorrillo Bajo (Ayala, Jiménez y Gris, 1995) y El Capitán (Gilman y San Nicolás, 1995),
y ello a pesar de que prácticamente en ninguno de los dos se han llegado a realizar excavaciones sistemáticas en extensión. Al parecer, tanto en uno como en otro yacimiento la
totalidad de las estructuras localizadas corresponde a silos y supuestos fondos de cabaña
excavados en el terreno, que podemos suponer semejantes a los hallados en su día en
Campico de Lébor, en Totana (Del Val, 1948).
Por el contrario, en algunos de los enclaves localizados en cotas más elevadas y junto
a los silos y estructuras de almacenamiento características, se constatan unidades de habitación de planta de tendencia circular pero que cuentan con zócalos de piedra, como en
La Parrilla (Lomba, 1996: 326), apareciendo en algunos también, como ocurre en el
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Cerro de la Salud, testimonios que podrían indicar la presencia de obras de fortificación
(Eiroa, 2005: 24). La fecha radiocarbónica obtenida en este último yacimiento, situada en
torno a 2800 BC (Eiroa y Lomba, 1998) fija en las primeras centurias del III milenio BC
la presencia en la región de Lorca de un patrón de asentamiento que está primando con
claridad el control y dominio visual del espacio de explotación, insinuándose en algunos
casos, y evidenciándose en otros, la inversión de trabajo en la construcción de estructuras pétreas con funciones defensivas.
Así pues, con la cautela a la que obliga la precariedad de la información hasta ahora
producida –procedente en su gran mayoría de materiales recogidos en prospecciones
superficiales y de yacimientos que en ocasiones presentan una dilatada secuencia de
sucesivas ocupaciones– es posible dibujar un panorama que, aunque difuso, señalaría no
obstante la coetaneidad probable en esta zona de toda una serie de asentamientos emplazados en laderas, terrazas, lomas o, a lo sumo, suaves elevaciones de escasa entidad, distribuidos a lo largo de los principales cauces fluviales, con un conjunto de enclaves ubicados en relieves destacados que mayoritariamente parecen destinados a controlar los
puntos estratégicos de acceso a los valles, y que en su mayoría presentan restos que
denuncian la existencia de fortificaciones.
De este modo, la presencia del Cerro de la Salud al pie de la Sierra de La Tercia estaría asegurando el control del paso hacia Lorca a través del valle del Guadalentín, mientras que hacia el este otros asentamientos en altura, como Corral de Amarguillo o el Cerro
de la Cueva de La Moneda, en Totana, controlarían el acceso al Campo de Lorca a través
del paso que abre la Rambla de Lébor entre las sierras de Espuña y La Tercia, y que
conectan el Campo de Totana con el Valle del Torrealvilla. Hacia el norte, el asentamiento
amurallado de la Virgen de la Peña I, en Cehegín (Fernández et al., 1991), custodiaría el
paso desde el valle del Segura remontando el curso del río Quípar, mientras que el yacimiento de Los Molinicos, en Moratalla (Lillo, 1987), posiblemente también fortificado
en estos momentos, ejercería un papel semejante desde su estratégica posición, en la confluencia del río Benamor con la Rambla de Caravaca, desde donde se controla el paso
hacia el oeste entre la Sierra del Cerezo y las estribaciones septentrionales de la Sierra de
los Álamos. En la cabecera del Guadalentín, asimismo, hallamos también el poblado fortificado de El Estrecho, en Caravaca de la Cruz (Verdú, 1996; 2002), oportunamente
emplazado sobre el paso que comunica el valle del Quípar y el Alto Guadalentín a través
de la Rambla de Los Royos y de la Rambla del Cantar. Y hacia el oeste, sobre el camino
que abre el valle del río Corneros hacia el Corredor de Vélez Rubio - Chirivel, encontramos nuevamente un poblado en altura, El Castellar, en Lorca, ubicado en las estribaciones septentrionales de la Sierra de La Torrecilla, mientras que al sur de la Sierra del
Gigante, en la confluencia del río Corneros con el río Claro localizamos otro asentamiento amurallado en el Cerro de las Canteras, en Vélez Rubio (Motos, 1918). Por fin,
el estratégico paso del Guadalentín entre las sierras de La Torrecilla y La Tercia, aparece
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vigilado por el enclave fortificado de Murviedro, al que se asocia además la necrópolis
megalítica más importante del área murciana (Lomba, 1999: 72).
A pesar de que las excavaciones de urgencia llevadas a cabo en fecha reciente en
Murviedro han localizado básicamente un asentamiento del denominado “Bronce Tardío”
(Pujante et al., 2003), la potente muralla con que cuenta el emplazamiento, de alrededor de
un metro de espesor, delimita un recinto en el que se han hallado, junto con materiales de
cronología argárica y postargárica, una gran abundancia de restos adscribibles al III milenio BC (Idáñez, Manzano y García, 1987), contemporáneos, por tanto, de las cada vez más
numerosas evidencias localizadas en el subsuelo del casco urbano de Lorca, donde hacia
finales del IV e inicios del III milenio BC hallamos un extenso poblado cuyas dimensiones
reales no parece fácil precisar por ahora, pero que las excavaciones efectuadas permiten
suponer muy importantes (Lomba, 2001: 39; Martínez Rodríguez, 2002; Pujante, 2003;
García, Martínez y Ponce, 2002) y del que al menos en la calle Floridablanca pudo constatarse la presencia de un foso, junto a silos y otras estructuras excavadas, para las que se dispone de dataciones radiocarbónicas que fijan su ocupación desde mediados del IV hasta
mediados del II milenio BC (Martínez Rodríguez y Ponce, 2004).
Por tanto, hacia la primera mitad del III milenio BC el patrón de asentamiento del área
de Lorca y del valle del Guadalentín, en general, parece haber estado conformado por una
serie de asentamientos agrícolas emplazados sobre terrazas fluviales o, a lo sumo, sobre
lomas con buen dominio visual pero maximizando siempre las posibilidades de intervención
agrícola, en contraposición a emplazamientos fortificados situados sobre puntos estratégicos,
decisivos tanto para el control de la circulación de personas y productos como para la vigilancia del propio proceso productivo (Lomba, 1996: 332) (fig. 4).
A todo ello se une además la aparición en el registro, a partir de estos momentos, de
toda una nueva serie de productos como la cerámica simbólica, los vasos de yeso y de
piedra y, por supuesto, el metal, cuya distribución, en general circunscrita a la zona occidental murciana, se ha puesto en relación con unos sólidos lazos de tipo ideológico con
el ámbito “millarense” (Lomba, 2001: 27-29).
b) ca. 2500-ca. 2200 BC
Aunque por ahora resulte difícil precisar cronológicamente su comienzo, al menos a
partir de mediados del III milenio BC se hace ya evidente la transformación de este
modelo de articulación de los espacios habitados, denotando la activación de varios procesos que de forma notoria corren más o menos paralelos:
– por un lado, el inicio de un aparente abandono –con la notable excepción del yacimiento ubicado bajo el casco urbano de Lorca– de un buen número de los asentamientos localizados sobre piedemontes, terrazas fluviales o sobre lomas;
– por otro, la desocupación de algunos de los principales enclaves fortificados en
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altura, vigentes hasta ese momento, como el Cabezo del Plomo, El Estrecho o el
Cerro de la Salud, a los que probablemente se sumen otros, como el Cerro de la
Virgen de la Peña, en los que la ausencia de excavaciones o la escasez de registro
publicado impiden confirmar este extremo;
– y por último, la multiplicación de poblados ubicados invariablemente sobre cerros con
amplio dominio visual sobre su entorno y favorables condiciones para la defensa.
En efecto, ni en Campico de Lébor, ni en El Capitán, Finca de Félix o Chorrillo Bajo,
en Lorca, se encuentran cerámicas o productos adscribibles con claridad a la segunda mitad
del III milenio BC, mientras que con frecuencia hallamos en sus cercanías poblados ex novo
ubicados fundamentalmente sobre cerros, como el Cabezo Juan Clímaco, a escasamente
500 m del Campico de Lébor (Lomba, 1996: 333). A lo largo del cauce del Segura asistimos a un notable incremento de asentamientos de este tipo: el Castillo de Alcalá, El Murtal,
Morrón de Bolbax, Cárcel de Totana, Monteagudo, Espeñetas, Cabezo de Redován y
Castillo de Cox (Ayala e Idáñez, 1987; Bernabeu, 1984; Ros y Bernabeu, 1983; Diz, 1982).
La presencia de cerámicas campaniformes en muchos de los yacimientos argáricos
posteriores como el Cerro de las Viñas, La Capellanía, La Ceñuela o Puntarrón Chico,
entre otros, delatan la estrecha conexión existente entre la posterior formación y articulación del territorio argárico con el proceso que estamos comentando, evidenciado en
ocasiones en los niveles fundacionales de esta cronología constatados en algunos de los
asentamientos excavados, como por ejemplo en el Cerro de las Víboras de Bajil (Eiroa,
1995; 1998), Cerro de Las Fuentes, en Archivel (Brotóns, 2004: 231) o en Santa Catalina
del Monte, en Verdolay (Ruiz Sanz, 1998). Y cuando esto no ocurre, también con mucha
frecuencia se documenta el abandono de un poblado campaniforme adyacente o muy próximo a otro posterior argárico, caso del ya comentado Cerro de Juan Clímaco –junto a La
Bastida– o de la mayoría de los poblados del sur de Alicante, como Espeñetas –próximo
a San Antón–, el Rincón de Redován –cercano a Laderas del Castillo– o Les Moreres
–junto a Pic de Les Moreres–. Significativamente, se trata de un proceso que a partir de
los datos observables se advierte también más al sur, en las cuencas del Antas y del
Almanzora, y en estos mismos momentos (Cámalich y Martín, 1999: 154).
Al final, pues, de esta exploración, y a la luz de los datos que es posible manejar en
la actualidad, podemos observar un cambio sustancial en cuanto a los patrones de ocupación registrados en todo el territorio analizado entre ca. 3000 BC y ca. 2500 BC:
Si hacia finales del IV e inicios del III milenio BC podíamos distinguir dos áreas
principales:
– el Valle del Guadalentín y, especialmente, el Campo de Lorca, en donde aparece
una combinación de asentamientos en el llano, cercanos a los espacios de explotación agrícola, junto a enclaves en altura ubicados sobre puntos estratégicos para la
comunicación entre cuencas;
– y por otra parte, el ámbito que se extiende desde el Valle del Segura hacia el este,
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Fig. 5.- Distribución de los asentamientos localizados entre el valle del Júcar y el valle del Guadalentín entre ca. 2500 BC
y ca. 2200 BC.
en donde sólo hallamos enclaves ubicados sobre el fondo de valle; el panorama que
se dibuja hacia mediados del III milenio BC nos muestra, en cambio:
– de una parte, una cuenca del Segura que comienza a articularse territorialmente en
función de un relativamente profuso grupo de enclaves establecidos principalmente sobre cerros con buenas defensas naturales y en algunos casos con murallas y
estructuras defensivas;
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– de otra, el Altiplano de Yecla y Jumilla, la Cubeta de Villena y el Valle del Vinalopó
en donde se registra una dualidad semejante a la que advertíamos en el Valle del
Guadalentín ca. 3000 BC: unos pocos asentamientos fortificados, emplazados en
altura y con un amplio dominio visual, frente a enclaves dispuestos en el llano junto
a los espacios de producción;
–y finalmente, la zona montañosa de Alicante, La Marina y los valles interiores que,
como la Vall d’Albaida o La Costera conectan este territorio con el valle del Júcar, en
donde el emplazamiento en el llano orientado preferentemente a la intervención agrícola
continúa siendo prácticamente exclusivo (fig. 5).
IV. UNA PROPUESTA DE EXPLICACIÓN DEL PROCESO HISTÓRICO: LA
FORMACIÓN Y TRANSFORMACIÓN DE LA PERIFERIA “CAMPANIFORME” DEL LEVANTE PENINSULAR
En términos de la teoría de Sistemas Mundiales, los tres ámbitos que hemos diferenciado en el territorio en estudio, constituidos a partir de mediados del III milenio BC y
reconocibles en la evaluación del registro empírico que acabamos de realizar, podrían
considerarse a nuestro juicio como resultado de la fase expansiva de un sistema-mundo,
determinando una serie de transformaciones que, en su articulación en el espacio, se
expresan en tres modelos diferentes de organización y gestión de la producción y de la
generación y control de excedentes. Explicar los procesos por medio de los cuales se
llegó a la conformación de estos tres ámbitos dentro de las dinámicas que impone el funcionamiento de un sistema-mundo significa para nosotros explicar la historia de las
sociedades que ocuparon esta amplia porción del Levante y Sudeste peninsulares entre
finales del IV y finales del segundo tercio del III milenio BC.
Ya vimos cómo la intensificación de la producción agropecuaria y su progresiva conversión en la principal rama productiva –lo cual determina el paulatino refuerzo del grado
de fijación al territorio de explotación y de desarrollo de los mecanismos sociales de
expresión de la apropiación objetiva del mismo, así como un significativo incremento en
el grado de cohesión grupal– constituyó a la vez el estímulo para el aumento de los intercambios regionales recíprocos y, en consecuencia, para la intensificación de las actividades artesanales con las que habilitarlos.
A través de estos circuitos de intercambios recíprocos, aquellas unidades productivas con un menor número de miembros en situación de trabajar, aun viéndose obligadas
a concentrar sus esfuerzos en la producción agropecuaria necesaria para su subsistencia,
podrían acceder al consumo de productos artesanales de los que no pudieran proveerse
por sí mismas mediante el intercambio con otras unidades, circunstancialmente más favorecidas por disponer de un mayor volumen de fuerza de trabajo (Meillasoux, 1985: 63).
Sin embargo, conforme ciertos tipos de bienes fueron adquiriendo relevancia en la
articulación de la vida social, y en la medida en que los cauces de vehiculación de pro—218—
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ductos se extendían al pairo de la expansión de los vínculos parentales, irían acentuando
su importancia los canales fundamentados en la redistribución, la cual, en sí misma, no
supone más que el mecanismo habilitado por la sociedad para permitir el abastecimiento
de una variedad de bienes de consumo de los que no se dispone, a cambio del producto
que se canaliza hacia el núcleo redistribuidor (Manzanilla, 1983: 7). Es claro, no obstante, que su importancia iría creciendo a medida que fuese aumentando la cantidad y/o
variedad de procesos de producción que un número igualmente creciente de unidades
productivas no fueran capaces de continuar cubriendo por sí mismas, y que ello abría la
posibilidad de incrementar el control económico –y por tanto, político– sobre dichas unidades. Pero ello no implica necesariamente que desde el primer momento los linajes
detentadores de esas posiciones de privilegio fuesen capaces de desvirtuar de manera
constante el principio del intercambio equivalente, consustancial a la norma de reciprocidad alrededor de la cual se cementa el conjunto social.
En cambio, las nuevas condiciones establecidas por la delineación restrictiva impuesta a los espacios de producción y su carácter excluyente sí permitieron comenzar a torcer
los principios dictados por la reciprocidad allí donde las relaciones de parentesco quedaban desdibujadas (Sahlins, 1977) y se iniciaba el territorio propiedad de los otros, abriendo así la posibilidad de apropiación del trabajo de unas sociedades por parte de otras
(Godelier, 1974: 279; Bate, 1984: 79).
Si los recursos eran propiedad comunal y estaban al alcance de todos, pero no así los
productos elaborados, que aunque pudieran cederse entre miembros del mismo linaje o
de la unidad productiva, ya no constituían propiedad de toda la colectividad (Godelier,
1974: 87, 93; Terray, 1978: 123), y si la realización de manera regular de determinados
procesos de trabajo artesanal sólo quedaba al alcance de las unidades con más fuerza de
trabajo disponible, resulta evidente que el control de ésta se convertía en el elemento
clave con el que crear las bases para la desigualdad entre linajes.
Sin embargo, la sociedad también imponía unos límites al ejercicio de este control
pues, en primer lugar, los elementos esenciales en los que radicaba el principio de autoridad –la precedencia generacional y el conocimiento técnico y social– por el que éste se
legitimaba ideológicamente, se encontraban al alcance de la mayoría de los miembros
adultos de la comunidad: la primera, simplemente a través del paso del tiempo, que
garantizaba por sí solo el ascenso en la escala generacional; y el segundo porque siendo
todavía relativamente escasa la complejidad de los conocimientos involucrados en los
procesos de producción y reproducción sociales, el “saber social” que dotaba de autoridad no podía controlarse de manera exclusiva ni restringirse de forma efectiva. En consecuencia, tal principio de autoridad se tornaba si no débil, sí inestable.
Además, dicha autoridad tampoco permitía imponer a ninguna unidad productiva la
generación de un plusproducto de manera continuada –es decir, no podía mantener sobre
ellas un nivel de exacción económica– pues llegado el caso de excederse los límites considerados tolerables, siempre seguía quedando el recurso a la escisión, la cual permitía
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liberarse de una tutela demasiado opresiva. De este modo, y dado que la fuente de autoridad residía en el volumen de fuerza de trabajo sometido a control, la pérdida de efectivos que la fisión social podía producir implicaba su potencial menoscabo, lo que constituía un riesgo que aquéllos que detentaban el liderazgo grupal debían someter constantemente a consideración (Terray, 1977).
No obstante, esta segmentación del grupo social difícilmente podía llegar a ser completa puesto que desde el momento en que la producción agropecuaria se constituyó en
la principal rama productiva, la separación del grupo no era factible si ésta no iba acompañada de los medios indispensables para reproducir la vida social: semillas y animales
domésticos, los cuales en virtud del tipo de relaciones sociales que como vimos articula
en torno suyo la reproducción del ciclo agrícola, se consideran proporcionados –es decir,
adelantados (Meillasoux, 1985: 66)– por la comunidad de origen, lo que permitía a ésta
última detentar –y explotar ideológicamente– una posición de superioridad –en función
de su anterioridad– con respecto a la comunidad segmentada, lo que sentaba las bases
para el potencial desarrollo de relaciones de dependencia entre asentamientos, muy capaces de convertirse en vehículo para el transvase de plusproducto desde el segundo hacia
el primero.
En resumidas cuentas, estos procesos serán los responsables fundamentales de la
creación de una estructura política (Nocete, 2001: 25) cuya expansión se vería además
apoyada, en el caso millarense, en un desigual nivel de conocimiento técnico y de posibilidades de aprovechamiento efectivo de los recursos metalúrgicos con respecto a las
sociedades de su entorno oriental inmediato, sobre las que se haría posible establecer condiciones de extorsión económica basadas en la escasez de un saber (Godelier, 1974: 294).
Todo ello generó las premisas para una expansión gradual en el territorio, cada vez
más hacia el este –esto es, hacia el ámbito periférico del sistema– que fundamentó el origen y la conformación de una estructura política articuladora de un espacio que, hacia
oriente, integraría no sólo las cuencas del Antas y del Almanzora sino también claramente, hacia finales del IV milenio BC, el área occidental murciana.
A nuestro juicio, distintos elementos del registro arqueológico nos permiten aproximarnos al proceso a través del cual se llevó a cabo esa expansión del entramado social
“millarense” sobre las regiones del occidente murciano. Y es que a la luz de los todavía
exiguos datos disponibles, parece adquirir solidez la hipótesis de una implantación más
o menos temprana de una serie de enclaves, asociados invariablemente a necrópolis
megalíticas de tipo rundgräber, como el Cerro de las Canteras (Motos, 1918), Cerro
Colorado (Lomba, 1999: 60), El Piar (San Nicolás, 1994: 46), o como Peñas de Béjar
(Lomba, 1999: 69), dominando los corredores que comunican el Campo de Lorca con la
Depresión de Vera y Valle del Almanzora a través del Valle del Corneros y de Puerto
Lumbreras, y también en puntos estratégicos de la costa –caso del Cabezo del Plomo
(Muñoz, 1993)– así como en áreas especialmente ricas en recursos estratégicos –sería el
caso de El Capitán, localizado frente a la importante mina de sílex del Cerro Negro en
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donde precisamente se enclava la necrópolis megalítica del poblado (Gilman y San
Nicolás, 1995).
Por desgracia, poco es lo que se puede inferir acerca del momento cronológico aproximado en que se produjo esta expansión desde el oeste, pues apenas contamos con un
par de dataciones de las que conozcamos con precisión el contexto (Eiroa y Lomba,
1998). Sin embargo, parece razonable situarla entre mediados y finales del IV y sobre
todo a inicios del III milenio BC, lo que vendría en general a coincidir, como ya se ha
señalado, con el momento de máxima expansión del enclave de Los Millares (Molina
González et al., 2004) y con un momento de cambios importantes en la reordenación del
territorio de la Cuenca de Vera y del Valle del Almanzora (Cámalich y Martín, 1999). Lo
más relevante, no obstante, de este proceso es que la implantación de estos enclaves en
puntos estratégicos de la costa de Mazarrón y a lo largo del cauce del Alto Guadalentín
no pudo más que implicar profundas transformaciones en las poblaciones que ya ocupaban estas zonas y que desde el registro arqueológico podríamos considerar análogas a las
que ocupaban contemporáneamente el Valle del Segura, el área más oriental de La
Mancha y, en general, el Levante peninsular.
Ya se ha indicado que el contacto entre sociedades con diferente grado de desarrollo
social y económico determina inevitablemente cambios decisivos en las estructuras
sociales de los grupos menos jerarquizados (Bate, 1984: 71), algo que resulta sobretodo
perceptible desde el análisis del espacio social y de la distribución macroterritorial de los
distintos modelos que articulan la producción, el control y el consumo diferencial de
excedentes dentro de un sistema-mundo (Gailey y Patterson, 1988; Nocete, 2001).
Si bien hemos de admitir la insuficiencia actual del registro arqueológico para la adecuada evaluación de este proceso en los propios asentamientos del occidente murciano,
sí existen algunos aspectos del registro funerario que nos permiten reconocer esta acelerada transformación de las pautas sociales anteriores que se materializan en la aparición
de un megalitismo que se ha dado en denominar “atípico” (Lomba, 1999: 72) y que a
nuestro juicio no es más que la expresión de la paulatina imposición en esta zona de la
nueva ideología “millarense”, que trata de absorber y suplantar a las prácticas locales
(Gailey, 1987: 38). De este modo, las características de las necrópolis que aparecen distribuidas por todo este ámbito vienen a poner de relieve la existencia de un complejo
panorama de cambio social que se manifiesta, por una parte, en el mantenimiento de las
prácticas de inhumación colectiva en el interior de cuevas naturales, y por otra, en la
transformación de dicho modelo y la aparición de construcciones megalíticas que claramente tratan de adecuar las prácticas funerarias tradicionales al armazón ideológico
“millarense”. Las estructuras megalíticas de Murviedro o de El Milano, construidas aprovechando las paredes de abrigos rocosos, reflejarían este proceso en la misma medida que
las lajas de piedra dispuestas a la entrada de Cueva Sagrada II y que otorgaban a la cavidad una cierta apariencia de sepulcro de corredor (Lomba, 1999: 61).
Pero el límite oriental de distribución de este tipo de construcciones funerarias nos
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está indicando también que este proceso expansivo hacia el este de las formas de expresión “millarenses” se detuvo en un punto concreto del territorio: la cuenca del río Segura,
más allá del cual no encontramos necrópolis de carácter megalítico ni asentamientos
sobre relieves destacados orientados al control estratégico del territorio, y el registro de
determinados productos tales como cerámica “simbólica” de “estilo millarense”, vasos de
piedra o artefactos metálicos resulta sumamente esporádico (Lomba, 2001: 27).
Naturalmente, la primera cuestión que se debe resolver es por qué las fórmulas de
organización de la vida social expresadas en estos elementos, se vieron aquí contenidas
e incapaces de continuar expandiéndose en el espacio. Es decir, ¿qué barrera hallaron en
la cuenca del río Segura que fueron incapaces de superar?
Según la hipótesis defendida por autores como J. Lomba (1996: 333; 1999: 75), el
impedimento fundamental para la ampliación territorial del “megalitismo” más allá del
valle del río Segura sería la orientación noroeste-sureste del mismo, la cual dificultaría el
mantenimiento de la fluidez de los contactos con el núcleo almeriense en contraste con
las facilidades que ofrecerían para ello los valles occidentales murcianos, cuya orientación predominante es noreste-suroeste. Para nosotros, sin embargo, el límite a dicha
expansión no puede justificarse en la existencia de condicionantes meramente paisajísticos, sino que su presencia debió estar vinculada con los potenciales recursos que el territorio ofrecía para la producción y reproducción de la vida social, y no exclusivamente en
la situación y orientación de sus elementos topográficos.
Pero por otra parte, siendo muchas las evidencias que denotan una base económica
fundamentada en la agricultura y la ganadería en los asentamientos del Sudeste (Castro
et al., 1998), tampoco somos capaces de detectar en el Valle del Segura obstáculos que
en lo que a sus posibilidades de explotación agropecuaria se refiere, fueran capaces de
impedir la expansión a este territorio o a las tierras del Altiplano de Yecla y Jumilla y
valles del Vinalopó, del modelo de explotación y ordenación del espacio productivo y de
las formas de expresión ideológica que reconocemos a occidente del mismo. Por consiguiente, si el obstáculo no pudo residir en unas condiciones negativas para el desarrollo
de la producción agropecuaria básica, éste debió darse entonces en relación con algún
otro sector de la producción que debía resultar igualmente indispensable para garantizar
la reproducción social.
Desde nuestro punto de vista sólo un rasgo del amplio territorio que estamos analizando coincide claramente con este límite del que tratamos: la distribución geográfica de
los recursos minerales susceptibles de ser aprovechados en la producción de manufacturas metálicas (fig. 6). Claro que para advertir en ello la respuesta a la aparición de un condicionante físico para la expansión hacia oriente del entramado político, social y económico “millarense”, resulta imperativo abandonar toda perspectiva formalista al considerar la importancia que tuvo en éste la producción y el consumo de metal.
La idea del escaso “peso económico” de la metalurgia –y por tanto su menguado
valor como factor relevante en la explicación del proceso de cambio social– ha venido
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Fig. 6.- Distribución de las necrópolis megalíticas localizadas y de los afloramientos de rocas metamórficas.
encontrando su justificación en el exiguo inventario de manufacturas metálicas constatado en los yacimientos, en los que éstas se hallan siempre en desventajosa situación numérica en comparación con el resto de artefactos registrados (Delibes et al., 1989: 90;
Montero, 1999: 334) pasándose por alto, sin embargo, su enorme importancia social,
pues es en el ámbito de los mecanismos de reproducción social en donde debe ponderarse la verdadera trascendencia que para estas comunidades tenía el garantizar su acceso a
vetas de mineral de cobre, lo que explica el hecho de que aproximadamente un 66% de
los asentamientos de este momento conocidos en el Sudeste se ubique dentro de un radio
de no más de 10 km de distancia respecto de afloramientos y minas de cobre (Suárez et
al., 1986: 205). Ello resulta en general coherente con un modelo de explotación que trata
de garantizar el mantenimiento de un determinado margen de autonomía en la gestión de
los recursos por parte de cada uno de ellos, asegurando en potencia el acceso a las distintas fuentes de materia prima cuya explotación permitiera cubrir las necesidades de la
producción y reproducción social.
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La composición geológica y disposición orográfica de las Cordilleras Béticas en la
región murciana –y en el Sudeste peninsular en general– determinan una casi homogénea
distribución de las vetas de minerales metálicos a lo largo y ancho de una amplia zona,
desde Cehegín hasta Mazarrón y Águilas y desde la sierra de Cartagena hasta las comarcas de Lorca y Totana. Sin embargo, las posibilidades de conjugar la explotación agropecuaria y el beneficio de minas de cobre que podía darse en el entorno inmediato de los
asentamientos lorquinos, con vetas disponibles en las sierras de la Torrecilla, la Tercia,
Almenara, la Carrasquilla o Loma de Bas, no podían materializarse en la cuenca del
Segura, a pesar de la fertilidad de sus tierras. De esta forma, hacia oriente iría haciéndose cada vez más difícil compaginar de manera óptima una producción agropecuaria adecuada a las necesidades de la comunidad –manteniéndose el mismo nivel de desarrollo
de las fuerzas productivas– con un acceso rentable a los recursos minerales más próximos, que resultarían cada vez más lejanos.
En consecuencia, el progresivo traslado de la contradicción fundamental hacia el
exterior de la sociedad, que actuaba como motor de la expansión territorial, quedó imposibilitado para reproducirse. Es en esta fase en la que se pondrían en funcionamiento los
mecanismos que acabaron generando una situación crítica en la periferia del sistema,
pues las comunidades allí ubicadas debieron responder a un doble aumento progresivo de
la demanda de excedentes: la que debía cubrir las necesidades del centro político para su
reproducción y la necesaria para su propia reproducción (Nocete, 1994: 130).
Pero si, como vimos, el incremento de la producción sólo era posible mediante una
multiplicación de la fuerza de trabajo invertida, el aumento del número de trabajadores
necesario acrecentó correlativamente los efectos de la contradicción en una situación en
la que ésta ya no encontraba salida mediante su expansión en el territorio, determinando
un aumento de la tensión social y de la intensificación de la competición intergrupal por
los mejores espacios de producción y/o por los productos.
Además, el impulso expansivo, apenas contenido dentro de unos límites físicos
socialmente determinados, al enfatizar la necesidad de garantizar el acceso al suministro
de los medios imprescindibles para la manufactura de productos metálicos, arrastró igualmente a un aumento necesario de las relaciones de intercambios inter-asentamientos y a
una multiplicación paralela de la importancia social de los agentes responsables de tales
relaciones y de los puntos estratégicos vitales para el control de los intercambios y del
proceso productivo, en donde radica la extraordinaria importancia que cobrará un enclave con las características de Murviedro, dominador del nodo en el que confluyen las principales vías de comunicación norte-sur y este-oeste a escala regional.
Pero sobre todo, la nueva situación creada introdujo unas nuevas condiciones en la
correlación de fuerzas establecida hasta entonces entre los linajes dominantes y el resto
de las unidades productivas, permitiendo a los primeros aumentar las posibilidades de
exacción económica en virtud de unas circunstancias que, ahora sí, posibilitaban la suje-
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ción de la fuerza de trabajo sometida a su control, dado que las tendencias centrífugas se
habían visto contenidas.
El ejercicio, sobre estas nuevas bases, del control sobre la fuerza de trabajo se explicita en el registro arqueológico en una concentración demográfica sin precedentes en la
zona, generadora del enorme asentamiento situado bajo el actual casco urbano de Lorca,
cuyas verdaderas proporciones sólo hemos podido atisbar hasta ahora y cuya localización
al pie de un núcleo fortificado emplazado en altura sobre un punto estratégico de importancia determinante para el intercambio interregional –Murviedro–, expresa sin lugar a
dudas una nueva situación en la semiperiferia oriental del sistema en cuanto a las condiciones de creación, control y disposición de los excedentes.
Pero a partir de un determinado momento, las posibilidades de incrementar la producción de excedentes en el volumen requerido para reproducir la distancia social quedarían bloqueadas completamente ante la imposibilidad objetiva de una expansión en el
territorio bajo condiciones de mantenimiento del mismo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. Será en este momento cuando se den los pasos hacia un decisivo cambio en la división social del trabajo y para la implantación de mecanismos de extorsión
intrasocial que se habían mantenido inhibidos hasta entonces y que al imponerse, dieron
lugar a nuevas relaciones sociales de producción en el marco de un desarrollo de las fuerzas productivas que constituye el motor del amplio abanico de transformaciones acontecidas en el Sudeste peninsular al menos desde mediados del III milenio BC, y que no
podemos disociar del resto de cambios ocurridos contemporáneamente en toda la mitad
meridional de la Península.
Tal y como ya propusieron autores como L. F. Bate (1984: 72) o G. Sarmiento (1992:
100), este proceso de transformación se concretaría en una tendencia a acentuar la dependencia –y por tanto la distancia social– de unos linajes con respecto a otros, tanto al interior de las comunidades como entre ellas. Y es que la posibilidad de acrecentar la capacidad de disposición de plusproducto agropecuario –convertido en excedente en virtud
del aumento del nivel de sujeción de la fuerza de trabajo– permitió a los sectores dominantes de determinados linajes aumentar correlativamente el control sobre el proceso productivo de manufacturas, y en especial sobre unas –las metálicas– que iban adquiriendo
un valor social cada vez más estratégico, pues además de ser las que posibilitaban una
mayor productividad del trabajo, requerían para su elaboración una materia prima que
había dejado de ser un recurso accesible para las unidades productivas que desearan
abandonar la comunidad de origen tratando de escapar al control ejercido sobre sus capacidades productivas y evitar así la completa subordinación y pérdida de autonomía para
su propia reproducción, puesto que la fisión social ya no se podía dirigir hacia nuevas
vetas de mineral todavía no explotadas.
Dado que la realización completa de los procesos de trabajo más complejos –como
la metalurgia– sólo quedaría de forma regular al alcance de las unidades con mayor dis-
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ponibilidad de fuerza de trabajo, el resto de las unidades productivas no podría más que
confiar en obtener los productos que no podían producir por sí mismas a través del intercambio recíproco con aquéllas, pero ahora en condiciones potencialmente mucho más
desventajosas, puesto que la posibilidad de segmentación social ya no era factible en las
mismas condiciones.
Es así como se abrió la puerta a una acentuación definitiva de la distancia entre linajes: unos, cuyos jefes o cabezas de linaje eran detentadores de un importante control de
la fuerza de trabajo de la comunidad y cuyo objetivo era extenderlo y perpetuarlo controlando en exclusiva el desarrollo de los procesos productivos socialmente más estratégicos –y si llegaba el caso, garantizarlo mediante la coacción física–, y otros a los que
dicha situación abocaba irremediablemente a la subordinación y a la dependencia política de los primeros, puesto que su forzada incapacidad para llevar a cabo aquellos mismos
procesos de trabajo por su propia cuenta, les obligaba a adquirirlos a cambio del principal tipo de plusproducto que estaban en condiciones de generar: el agropecuario, pues
éste era el que con independencia del número de efectivos disponible, toda unidad productiva era capaz de obtener, gracias al bloqueo tecnológico impuesto sobre la producción del instrumental agrícola y al mantenimiento de la propiedad colectiva del espacio
de producción.
Por tanto, a pesar de su relativa escasez en términos absolutos en el registro arqueológico, se puede afirmar que el metal constituyó un elemento clave en el desarrollo de las
contradicciones generadas en la reproducción de la sociedad en función de su papel creador de necesidades cuya satisfacción resultaba insoslayable, pues si hasta entonces los
artefactos metálicos habían disfrutado de una importancia relacionada, por una parte, con
su valor intrínseco como medio de producción y, por otra, como símbolo otorgador de
prestigio social en virtud del volumen de fuerza de trabajo invertido en su elaboración –es
decir, del control que sobre dicha fuerza de trabajo denotaba su posesión– la nueva situación creada hará que se enfatice al máximo este segundo valor en detrimento del primero, y que se asista ahora a un bloqueo en el desarrollo técnico de los artefactos metálicos
involucrados de manera más directa con la producción –sierras, hachas, cinceles, ...– a la
par que se comenzará a incrementar y diversificar extraordinariamente la elaboración de
adornos y de objetos destinados exclusivamente a la expresión del rango social –y especialmente aquéllos con un evidente contenido intimidatorio, como puntas de lanza, puñales y, posteriormente, alabardas y espadas–, transformación reconocible en el registro en
la cambiante proporción que se advierte entre instrumentos y adornos de metal entre el
III y II milenio BC (Montero, 1999: 354).
La tensión desencadenada como resultado de la oposición de una parte de las unidades productivas a la voluntad de la nueva clase dominante de ejercer un control monopolista de la fuerza de trabajo y de la producción y distribución de utensilios metálicos
(entre otros productos de alto valor social), probablemente se refleje en los contextos de
destrucción que clausuran de modo recurrente los niveles de ocupación de los principa—226—
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les asentamientos de este momento, como sucede en el propio casco urbano de Lorca
(Martínez Rodríguez, 2002; Martínez Rodríguez y Ponce, 2002; Pujante, 2003; García,
Martínez y Ponce, 2002). Pero si bien no es posible por el momento explicitar bajo qué
condiciones aparentes pudo estar encubierto este conflicto –como por ejemplo en forma
de enfrentamientos entre aldeas– sí conocemos cuál fue su resultado, pues sólo cuando
dicho control estuvo efectivamente en manos de esta nueva clase dominante se posibilitó la expansión y la fisión de la comunidad, pero bajo las condiciones establecidas por las
relaciones sociales que determinaban una nueva formación social.
Y es que para garantizarse el control objetivo de la producción y distribución de objetos metálicos en el marco de una expansión hacia nuevos territorios carentes de recursos
minerales beneficiables, resultaba imprescindible asegurar previamente el control de los
canales de vehiculación del mineral desde sus lugares de extracción. Sólo en la medida
en que la clase dominante, detentadora ahora en exclusiva de la autoridad socialmente
otorgada para la realización de los intercambios recíprocos intercomunales, utilice su privilegiada posición para monopolizar el circuito de transferencia de productos alóctonos
de alto valor social (entre los que ahora figurará también el metal) se posibilitará la
expansión y apropiación, primero, y la intensificación, después, de la explotación agrícola de nuevos territorios carentes de recursos metalíferos.
Ya se ha señalado, en el marco de la teoría de los sistemas mundiales, qué factores
determinaron el que estas transformaciones y los mecanismos habilitados para llevarlas
a cabo surgieran allí donde la necesidad de incrementar los excedentes se dejaba sentir
con mayor peso: en la periferia del sistema. Pero también es precisamente por ello por lo
que en ese ámbito y sobre la base de la creciente red de intercambios desarrollada para
asegurar el mantenimiento del acceso a recursos y productos metálicos cada vez más alejados, la clase dominante estimuló la creación de un nuevo modelo de explotación intersocial establecido sobre la base del control del acceso al metal y a las manufacturas metálicas que demandaban las comunidades del Prebético meridional valenciano y del
Levante peninsular en general, las cuales se incorporaban en ese momento de forma plena
al consumo e incipiente producción de objetos de cobre (Simón, 1998) para cuya elaboración dependían de una materia prima de la que no disponían y que era controlada en
exclusividad por otra formación social. Las posibilidades de explotar en su beneficio el
valor de cambio que el metal cobraba al producirse este intercambio entre dos formaciones sociales diferentes (Godelier, 1974: 123) y las posibilidades de acumulación de excedente que ello permitía, alentó un explícito cerramiento del territorio por su frontera
oriental, cuya delimitación garantizaba, hacia el interior, el acceso exclusivo tanto a espacios agrícolas de alta productividad como a las vetas metalíferas, mientras que hacia el
exterior se materializaba la exclusión de otras sociedades respecto de esos mismos recursos mediante el control de los puntos de comunicación más estratégicos.
Como resultado de todos estos procesos, se producirá un reordenamiento regional del
sistema que a grandes rasgos determinó:
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J. A. LÓPEZ PADILLA
– la generalización, por toda el área integrada en el nuevo centro del sistema recién
constituído, de un modelo de ocupación del espacio social que comenzó a priorizar
el establecimiento de enclaves sobre cerros o elevaciones con buenas condiciones
defensivas y control visual sobre su entorno inmediato, así como un nuevo reparto
del territorio de producción bajo unas condiciones que –sólo aparentemente–
garantizaban la redistribución equitativa del mismo entre todos los asentamientos,
determinando así la conformación de un patrón de tipo modular que estableció una
irregular equidistancia inter-asentamientos sobre la que se articulará y desarrollará
el poblamiento argárico posterior;
– en la periferia, por el contrario, en las comarcas centro-meridionales valencianas
–valle del Júcar, La Costera, Vall d’Albaida, valle del Serpis– el poblado de llanura seguirá constituyendo el tipo de asentamiento exclusivo en estos momentos, evidenciando la continuidad de un modelo de ocupación que prioriza aún la accesibilidad a los espacios de producción;
– y finalmente, entre esta zona y las sierras que delimitan la vertiente oriental de la
cuenca del río Segura –en las áreas adyacentes del Altiplano de Yecla y Jumilla y
valle del Vinalopó–, la transformación de las condiciones para la producción y
reproducción social, consecuencia de la expansión hacia oriente del ámbito territorial del sistema, acabó configurando un área en la que, punto por punto, se aprecian
las características que definen una semiperiferia (Wilkinson, 1993: 232; ChaseDunn y Hall, 1997: 37) (fig. 7).
Podemos ahora concluir que la difusión de la cerámica con decoración de tipo campaniforme en el área meridional del Levante peninsular estuvo ligada a una expansión de
las relaciones de explotación intersocial relacionada con la ampliación y reordenación
territorial de un sistema-mundo, proceso cuyo origen podemos reconocer –en lo que respecta al espacio geográfico que aquí nos atañe más directamente– en el desarrollo histórico del entramado social “millarense” y sus necesidades de extracción de excedente para
reproducir la distancia social.
Por lo que concierne al ámbito adscrito al HCT, no cabe duda de que las sociedades
del Levante peninsular del III milenio BC se hallaban ya, hacia la primera mitad del
mismo, en un incipiente proceso de transformación de sus estructuras socioeconómicas
(Bernabeu 1993; 1995). Pero, hacia 2500 BC, estos procesos se vieron afectados de
forma decisiva por la expansión del sistema y, por tanto, transformados dentro de una
dinámica nueva que facilitó la aceleración de estos cambios de acuerdo con un esquema
típico en el que las sociedades vinculadas a las formas más desarrolladas de extracción
de excedentes se articulan en el espacio en arreglo a la situación del centro con respecto
a la periferia (Gailey y Patterson, 1988: 78; Nocete, 2001: 128).
—228—
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CONSIDERACIONES EN TORNO AL “HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
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Fig. 7.- Distribución regional de los ámbitos del sistema ca. 2400 BC con indicación de los principales canales de
transferencia entre el centro y la periferia “campaniforme” del levante peninsular.
V. CONCLUSIONES. REPLANTEAMIENTO DE LA PERTINENCIA Y
CONTENIDOS DEL “HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
La correcta lectura de este proceso es la que permite interpretar, a nuestro juicio,
determinados elementos del registro no valorados de forma adecuada hasta ahora. El pri—229—
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mero de ellos es la presencia, tantas veces señalada, de cerámicas campaniformes en los
yacimientos argáricos del Bajo Vinalopó y del Segura, leídas tradicionalmente como
resultado de los “contactos culturales” entre los “grupos campaniformes valencianos” y
los asentamientos argáricos del sur de Alicante (Bernabeu, 1984; Martí y Bernabeu,
1992; Hernández, 1997). Sin embargo, toda vez que la presencia de materiales “campaniformes” en los niveles fundacionales de gran parte de los yacimientos argáricos excavados parece constituir prácticamente la norma, y no un elemento poco menos que casual
–si no intrusivo– detectado esporádicamente en las estratigrafías, debemos concluir que
su presencia lo que está poniendo de relieve son las verdaderas raíces del modelo de
organización social y económica que subyace en la génesis del grupo argárico, o lo que
es lo mismo, nos indican que los primeros pasos hacia la configuración de lo que más
tarde podremos reconocer como “cultura argárica” se dieron precisamente, y como no
podía ser de otro modo, con anterioridad al momento en que ésta empieza a ser reconocible en el registro a partir de los rasgos y parámetros establecidos por la arqueografía
tradicional.
La interpretación que ha hecho corresponder la presencia de estos artefactos “campaniformes” con “contactos culturales” es la misma que, en el fondo, esconde una lectura disociativa de la “cultura del vaso campaniforme”, por un lado, y de la “cultura de El
Argar”, por otro, dejándose llevar por el considerable peso de sus “fósiles directores” y
siendo incapaz de reconocer que la desaparición de la cerámica campaniforme no fue más
que el resultado de la disolución de los mecanismos que la hicieron socialmente necesaria y su sustitución por nuevos medios materiales de expresión –y coerción– ideológicos
más acordes con las nuevas relaciones que se impusieron a partir de finales del III milenio BC en buena parte del mediodía peninsular, vinculadas a una mayor integración grupal y territorial y, correlativamente, a unas menores cotas de autonomía política de los
asentamientos.
La coetaneidad, ya apuntada, de la presencia de plata en la Cueva Oriental del Peñón
de la Zorra con los primeros momentos del desarrollo del grupo argárico creemos que
viene a corroborar, desde la base empírica, el modelo de articulación del sistema a escala regional en la delimitación territorial concreta de su centro y de sus semiperiferia y
periferia orientales, dentro de una diacronía caracterizada por su progresiva ampliación,
pues significativamente, la perduración de las expresiones materiales “campaniformes”
en los territorios periféricos orientales de la recién constituída sociedad argárica tiene su
correlato también en su nueva periferia occidental (Arteaga, 2000: 140).
La inexistencia, por el contrario, de niveles arqueológicos con cerámicas con decoración campaniforme en los enclaves del II milenio BC del Altiplano de Yecla y Jumilla, de
los valles Medio y Alto del Vinalopó y, por ende, del resto del ámbito territorial tradicionalmente asociado al denominado “Bronce Valenciano”, se explica también en función de
la diacronía de esta misma dinámica expansiva del sistema, a la vez que confirma, desde
nuevos argumentos, la delimitación de la frontera argárica con el llamado “Bronce
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CONSIDERACIONES EN TORNO AL “HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
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Valenciano” propuesta en función del registro funerario (Jover y López, 1995; 1997) y de
la distribución territorial de determinados tipos de artefactos argáricos con un elevado contenido ideológico y alta significación para la reproducción social, tales como las alabardas
metálicas, las copas o los vasos lenticulares (Jover y López, 2004). Esa frontera puede
ahora, además, dotarse de un significado sociopolítico en el contexto de la articulación de
un sistema-mundo, en cuyas transformaciones hallaremos también explicación a las variaciones que ésta sufrió a lo largo del tiempo en su delimitación en el espacio.
Todo lo anterior nos aboca necesariamente a reconsiderar el modelo de “transición”
a la “Edad del Bronce” contenido tradicionalmente en la propia definición del HCT, ya
que ese pretendido carácter “transitivo” no creemos que pueda seguir defendiéndose en
los mismos términos en que fue originalmente concebido, pues la “transición” que éste
representaba se constituía como una mezcla fundamental de los rasgos propios del
“Neolítico” con los de la “Edad del Bronce”, en un sentido claramente anticipatorio con
respecto a éstos últimos en lo referente, entre otros aspectos, a la ubicación topográfica
de los asentamientos –en altura– y a las prácticas funerarias –enterramientos individuales en grieta o covacha.
Creemos que actualmente existen base empírica y argumentos para defender otra
visión de este proceso, que a nuestro juicio se revela en realidad, más que como una verdadera “transición”, como una auténtica disolución de las estructuras socioeconómicas
del HCT en su sustitución por las del denominado “Bronce Valenciano”. Y es que en contraste con lo que ocurre en los yacimientos argáricos del Bajo Vinalopó, del Segura y del
Guadalentín, la ausencia de materiales cerámicos campaniformes en la base de las estratigrafías de los poblados del llamado “Bronce Valenciano” (De Pedro, 1998; Jover y
López, 2004), y de niveles del “Bronce Valenciano” en los estratos superiores de los yacimientos “campaniformes” del Levante peninsular (Juan-Cabanilles, 1994) nos indica que
en este ámbito la desocupación de los enclaves “campaniformes” se produjo al mismo
tiempo que se conformaba el entramado de asentamientos del “Bronce Valenciano”. Ello
implica aceptar, por supuesto, que este abandono tuvo poco o nada que ver con variaciones climáticas, como las que se señalaron para explicar la desocupación de la Ereta del
Pedregal (Juan-Cabanilles, 1994: 95), causas que por otra parte no explicarían por qué tal
desocupación no afectó únicamente a los asentamientos ubicados en el fondo de los
valles, en zonas encharcadas o junto a los cursos fluviales como la propia Ereta del
Pedregal, Arenal de la Costa, Mas del Barranc o Molí Roig, sino también a los enclaves
ubicados en altura como La Serrella, Peñón de la Zorra, Puntal de los Carniceros, El
Monastil o Coimbra del Barranco Ancho.
Se pone así de manifiesto, a nuestro juicio, la parcial invalidez de uno de los rasgos
postulados originariamente en la definición del HCT, y que se basaba en el pretendido
carácter “transicional” que los yacimientos en altura “campaniformes” tuvieron con respecto a las formas de ocupación características de la Edad del Bronce. Dicha invalidez
radica, para nosotros, en el hecho de que no fueron estos mismos asentamientos en altu—231—
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J. A. LÓPEZ PADILLA
ra los que continuaron ocupándose en el II milenio BC en el Levante peninsular, sino que
fueron otros asentamientos distintos los que se fundaron ex novo sobre cerros, cabezos y
emplazamientos elevados.
Ante este dato, a nuestro juicio no suficientemente valorado hasta ahora, cabe preguntarse por las razones que hacia el tránsito del III al II milenio BC determinaron la conformación de este modelo de ordenamiento del territorio en cuya composición estuvo
implícita la clausura de los enclaves que se habían ocupado hasta ese momento. En nuestra opinión, la explicación estriba en el hecho de que los asentamientos “campaniformes”
en altura del Levante peninsular se inscribían aún en un modelo de explotación que todavía mantenía al conjunto global del espacio productivo –es decir, el espacio grupal–
como el marco de referencia primordial, lo cual explica, de una parte:
– que estos emplazamientos se fijaran en hitos geográficos situados en los límites
inter-cuencas, desde los que resultaba posible un amplio control visual de cada
valle y de los puntos de acceso estratégicos sobre los que se encontraban y sobre
los que se hacía posible una intervención inmediata;
– y de otra, el mantenimiento de poblados y asentamientos agrícolas en el fondo de
valle, responsables de la producción agropecuaria básica y emplazados aún junto a
los terrenos de cultivo de más alto rendimiento que se venían explotando durante
generaciones.
En cambio, el modelo de poblamiento que ordenó y caracterizó el espacio social en
este ámbito durante gran parte del II milenio BC, refleja la aparición y generalización de
un patrón basado en la distribución de enclaves aproximadamente equivalentes en tamaño y más o menos equidistantes entre sí que no puede entenderse más que como el resultado de un reparto de ese espacio grupal entre los distintos linajes propietarios del mismo
(Jover y López, 1998), dentro de un nuevo orden de relaciones entre ellos. La pérdida,
por tanto, del marco referencial que suponía el conjunto del espacio grupal y su fragmentación, fue la causa del abandono de los asentamientos “campaniformes” del Levante
peninsular, tanto de los ubicados sobre el llano agrícola –cuya situación ya no ofrecía plenas garantías desde el punto de vista defensivo, dadas las nuevas condiciones establecidas por el reparto del espacio productivo– como de los emplazados en altura –los cuales
habían surgido como resultado de una determinada estrategia de control del espacio grupal en su conjunto que, una vez fragmentado éste y redistribuido entre una red de nuevos
asentamientos, carecía ya de sentido.
Si en el valle del Segura de mediados del III milenio BC este mismo proceso se desarrolló, como vimos, a consecuencia de la aparición de unos límites a la expansión territorial de una formación social y su superación a través de un cambio en las relaciones
sociales de producción –para el que podríamos considerar unas causas esenciales de
carácter “endógeno”–, en el valle del Vinalopó, Cubeta de Villena y Altiplano de Yecla y
Jumilla de finales del III milenio BC los cambios de orden social se originaron como
resultado precisamente de aquella transformación, al acompañarse ésta de la creación e
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CONSIDERACIONES EN TORNO AL “HORIZONTE CAMPANIFORME DE TRANSICIÓN”
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imposición de un nuevo circuito de explotación intersocial sobre una nueva área periférica –área en la que, por consiguiente, cabría hablar con propiedad de causas esenciales
de carácter “exógeno” en lo que respecta a su ulterior transformación.
Es desde esta perspectiva desde la que en cierto modo se podría señalar para el primero de estos dos ámbitos –en el sentido más cercano, creemos, al que postuló J.
Bernabeu para el HCT– un verdadero carácter “transitivo” de los contextos “campaniformes” en el desarrollo de este proceso de modificación de las estructuras socioeconómicas preexistentes en las de la “edad del bronce”, y que resultaría del hecho de que fue
en esta zona en donde se gestó la creación de los nuevos mecanismos para la generación
y disposición de excedentes a nivel intra e intersocial, frente a un cierto componente de
“ruptura” que, a nuestro juicio, aquéllos presentarían en cambio en el Valle del Vinalopó
y en el resto del nuevo espacio periférico argárico con respecto al desarrollo de esos mismos mecanismos, y que se explican básicamente en el marco de las transformaciones
determinadas por la extensión de las relaciones de explotación intersocial y de los procesos de resistencia generados contra éstas (Gailley y Patterson, 1988).
Las amplias posibilidades de extorsión económica que permitía el control exclusivo
del acceso a las fuentes de materia prima para la elaboración de productos metálicos permitieron al nuevo centro del sistema –aquél en el que se reconocen las formas de expresión del grupo argárico– imponer unas condiciones de explotación sobre su periferia
inmediata (Jover y López, 2004: 295), las cuales al mismo tiempo que estimularon el
aumento del volumen de producción de excedentes –imprescindible para su transferencia
hacia el centro a cambio del suministro de metal que éste proporcionaba– determinaron
también el aumento paralelo de la fuerza de trabajo necesaria para ello lo que, como
hemos visto, sentó las bases para la transformación de las estructuras sociales y, en consecuencia, también del modelo de ocupación y de explotación del espacio grupal.
Como si de una correa de transmisión se tratase, la rápida expansión por el territorio
periférico argárico de estas nuevas condiciones en la articulación del sistema, implicó la
amplia cadena de cambios que acontecieron a partir de inicios del II milenio BC en el
ámbito levantino y, por ende, en una vasta porción del mediodía y del interior peninsular.
Estamos convencidos de que esta propuesta de explicación del contexto histórico en
el que se desarrolló la difusión y el consumo de los elementos campaniformes en el
Levante peninsular, distará mucho de satisfacer a aquéllos que, con justicia, señalen la
extraordinaria complejidad que puede deducirse de ese proceso a partir del registro, en
comparación con la esencialidad y esquematismo de la propuesta que hemos trazado en
las páginas precedentes. No cabe duda de que encontramos gruesos límites para precisar
los complejos escenarios en que éste se desarrolló en su concrección histórica y que de
alguna manera subyacen tras el repertorio de objetos conocido, recientemente compilado
y revisado de nuevo (Juan-Cabanilles, 2004).
Nuestra exploración ni puede ni ha pretendido dar cuenta de aspectos que, aunque se
advierten claramente a partir de los datos –como por ejemplo, la anterioridad y peculiar
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reparto geográfico que presentan los vasos campaniformes “marítimos”, frente a los de tipo
inciso– resultan a nuestro juicio todavía inaprehensibles en función de la ausencia –o, en
algún caso, ausencia de difusión– de contextos bien documentados relativos a los mismos.
Pero sí creemos, en cambio, que esta propuesta permite explicar de modo más completo una serie de aspectos esenciales, casi todos ellos planteados ya en la bibliografía
publicada hasta ahora y claramente perceptibles en el registro arqueológico del III y II
milenio BC del Levante peninsular, como son:
– las verdaderas causas, en su concreción histórica, que determinaron la delimitación
del ámbito máximo de expansión del “fenómeno megalítico” del Sudeste hacia tierras valencianas;
– los motivos por los cuales las cerámicas campaniformes comparecen en el registro
de los yacimientos argáricos y se encuentran en cambio ausentes en los del denominado “Bronce Valenciano”;
– las razones por las que dicha presencia o ausencia se relaciona con el trazado de la
frontera política que se estableció, a finales del III milenio BC, entre el Grupo
Argárico y las comunidades del Medio y Alto Vinalopó y del Altiplano de Yecla y
Jumilla;
– por qué las manifestaciones materiales “campaniformes” perduraron más tiempo
en los ámbitos periféricos delimitados más allá de dicha frontera, como evidencia
la plata del enterramiento de la Cueva Oriental del Peñón de la Zorra;
– la dinámica que determinó las transformaciones del patrón de poblamiento advertidas en el Levante peninsular a partir de mediados del III milenio BC, y las causas
de las disimetrías advertidas en el mismo a lo largo de este territorio;
– y, por último, por qué el desarrollo histórico de cada uno de estos ámbitos a lo largo
del II milenio BC se verá determinado directamente por la situación que ocupó en
la organización territorial del sistema a finales del III milenio BC, momento en que
el Valle del Vinalopó –y especialmente la Cubeta de Villena– comenzó a jugar un
papel crucial como canal vehiculador de los flujos de productos y excedentes entre
el centro y la periferia, hasta el momento en que, a partir de mediados del II milenio BC, culminen las transformaciones de orden social, económico y político que
acompañaron a una nueva reordenación macroterritorial del sistema.
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