Mundos tribales: una visión etnoarqueológica
Juan Salazar Bonet
Inés Domingo Sanz
José Mª Azkárraga
Helena Bonet Rosado
2008
, ISBN 978-84-7795-523-8 , 176 p.
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MUNDOS TRIBALES
UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
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MUNDOS TRIBALES
UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Juan Salazar, Inés Domingo, José Mª Azkárraga i Helena Bonet
(Coords.)
MUSEU DE PREHISTÒRIA DE VALÈNCIA
DEL 5 DE NOVIEMBRE DE 2008 AL 22 DE MARZO DE 2009
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Este libro se editó con motivo de la exposición temporal “Mundos tribales. Una visión etnoarqueológica”, inaugurada el día 5 de noviembre de 2008
D I P U TA C I Ó N
MUSEU
DE
DE
Presidente
ALFONSO RUS TEROL
VA L E N C I A
PREHISTÒRIA
DE
VA L È N C I A
Diputado del Área de Cultura
SALVADOR ENGUIX MORANT
Directora
HELENA BONET ROSADO
Jefe de la Unidad de Difusión, Didáctica y Exposiciones
SANTIAGO GRAU GADEA
Fondos arqueológicos
MUSEU DE PREHISTÒRIA DE VALÈNCIA
Traducción al Valenciano
UNITAT DE NORMALITZACIÓ LINGÜÍSTICA DE LA
DIPUTACIÓ DE VALÈNCIA
EXPOSICIÓN
Proyecto expositivo
PANÒPTIC C.B.
MUSEU DE PREHISTÒRIA DE VALÈNCIA
Comisariado
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA
INÉS DOMINGO
JUAN SALAZAR
Proyecto instalación y montaje
FRANCESC CHINER
Fondos etnológicos
PANÒPTIC C.B. E INÉS DOMINGO
MIGUEL ÁNGEL LLORENTE
XAVIER VERDEJO
Fotografías
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA, JUAN SALAZAR, INÉS DOMINGO,
ZAFER KIZILKAYA / IMAGES & STORIES, G. FRYSINGER /
TRAVEL IMAGES.COM, CLAIRE SMITH Y SALLY MAY
Producción y montaje
MUSEU DE PREHISTÒRIA DE VALÈNCIA
Ayudantes montaje
AMADEO MOLINER
JOSÉ TAMARIT
JOSÉ LUIS GARRIGA
Audiovisuales
PANÒPTIC
JORDI ANDRÉS
CLAIRE SMITH Y PETER MANABARU
ÁNGEL SÁNCHEZ
Empresas colaboradoras
Carpintería y pintura, SEBASTIÁN LÓPEZ; Cristalería,
ANDRÉS HERNANDORENA; Rotulación y pancartas,
SÍMBOLS SENYALITZACIÓ INTEGRAL; Iluminación, JESÚS
MARTÍNEZ; Diseño y maquetación gráfica, VANESA
MORA; Reproducción fotografías, CICLORAMA
Gestión administrativa
VITA KOROLEVYCH
JOSEP MARÍ
C AT Á L O G O
Edición
MUSEU DE PREHISTÒRIA DE VALÈNCIA
Autores de los artículos
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA
Comisario de la exposición. Fotógrafo. Valencia.
HELENA BONET
Directora del Museu de Prehistòria de València.
INÉS DOMINGO
Comisaria de la exposición. Postdoctoral Fellow. Dpt. of Archaeology,
Flinders University.
ALFREDO GONZÁLEZ RUIBAL
Profesor, Dpto. Prehistoria y Etnología de la Universidad Complutense
de Madrid.
JOAN B. LLINARES
Professor Dpt. Metafísica i Teoria del Coneixement de la Universitat
de València.
SALLY MAY
Lecturer, Dpt. of Archaeology, Flinders University.
ANNE-MARIE PÉTREQUIN
Maison des Sciences de l’Homme C.N. Ledoux, CNRS et Université
de Franche-Comté, Besançon.
PIERRE PÉTREQUIN
Laboratoire de Chrono-écologie, UMR 6565, CNRS et Université de
Franche-Comét, Besançon.
JUAN SALAZAR
Comisario de la exposición. Arqueólogo. Valencia
CLAIRE SMITH
Fotografías
- Las fotografías de los artículos son propiedad intelectual
de cada uno de los autores, excepto indicación pie de foto
- Las fotografías de las piezas del catálogo han sido realizadas por José Mª Azkárraga
- Las fotografías del catálogo son propiedad intelectual de:
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA, págs. 137, 138, 139b, 140,141,
142b, 143, 144, 151, 152, 153, 165 -170
INÉS DOMINGO, págs. 123, 124, 125, 127, 130, 131,
171, 172, 173
JUAN SALAZAR, págs. 139a, 154,155a
CLAIRE SMITH, págs. 125, 126.
ZAFER KIZILKAYA / IMAGES & STORIES, págs. 155b,
156, 158
G. FRYSINGER / TRAVEL-IMAGES.COM, pág. 157
GUILLEM PÉREZ, pág. 142a
SALLY MAY, pág. 129
Todas las imágenes reproducidas en este volumen han
sido tomadas con el permiso de los amos tradicionales de
los territorios o comunidades; todas las personas que aparecen en las imágenes dieron su consentimiento para a ser
fotografiadas. Para aquellas comunidades que exigen un
permiso especial para la reproducción de sus imágenes,
como es el caso de la Tierra de Arnhem, se ha obtenido
siguiendo las leyes de copyright vigentes.
Traducción al Valenciano
UNITAT DE NORMALITZACIÓ LINGÜÍSTICA
DIPUTACIÓ DE VALÈNCIA
Traducción del Francés al Castellano
MARC TIFFAGOM
Associate Profesor, Dpt. of Archaeology, Flinders University and
President of the World Archaeology Congress.
Diseño y maquetación
LUCAS CREATIVOS
DAVID TURTON
Senior Associate, Dpt. of International Development, University of Oxford.
Impresión
PENTAGRAF IMPRESORES S.L.
DE
LA
ISBN edición: 978-84-7795-523-8
D.L.: V-4417-2008
@ de los textos: los autores
@ de las fotografías: los autores
@ de la edición: Diputación de Valencia- Museu de Prehistòria
de València
Agradecimientos
JOAQUIM JUAN, BERNAT MARTÍ, JOSEP LLUÍS PASCUAL,
Mª JESÚS DE PEDRO, ÁNGEL SÁNCHEZ, DEL MUSEU DE
PREHISTÒRIA DE VALÈNCIA; MIGUEL ÁNGEL LORENTE,
GARY JACKSON, DARYL GUSE, DIDAC ROMAN, ANNA
ALBIACH, IAN GARCÍA, SHAUNA LATOSKY, XAVIER
VERDEJO, GUILLEM PÉREZ, MARTA VINYES, MARIA
ESTEBAN, ANTONIO ALBARRÁN, JUAN PEIRÓ, ALBERTO
ADSUARA, JUAN VERGARA, CARLOS TORTOSA, DIANE
HEMMING, GABRIEL MARALNGURRA, WILFRED
NAWIRRIDJ Y ALAMU GEMERRU.
También queremos agradecer a todos aquellos que compartieron sus conocimientos con nosotros. Los amos tradicionales de las comunidades de Barunga, Wugularr,
Gunbalanya, Turmi y Jiwika. En especial a los Jungayi de
las comunidades de Barunga (el nombre de los cuales no
podemos reproducir por cuestiones culturales, al haber
muerto recientemente) y Wugularr (Jimmy Wesan y su
esposa Glen) y a Aiki Muli Soudo por hacernos partícipes del su paso a la edad adulta en el territorio Hamer.
Instituciones que han colaborado
FLINDERS UNIVERSITY (Adelaide)
MUSEUM VICTORIA (Melbourne)
INJALAK ARTS AND CRAFTS (Gunbalanya)
AMERICAN MUSEUM OF NATURAL HISTORY (New York)
NATIONAL MUSEUM OF ETHNOLOGY (Leiden)
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POR QUÉ UNA EXPOSICIÓN SOBRE MUNDOS TRIBALES Y POR QUÉ DESDE UNA PERSPECTIVA ETNOARQUEOLÓGICA
HELENA BONET
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DE LA ETNOARQUEOLOGÍA A LA ARQUEOLOGÍA DEL PRESENTE
ALFREDO GONZÁLEZ RUIBAL
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EL PAPEL DE LA FOTOGRAFÍA EN EL ENCUENTRO CON EL OTRO
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA
38
TIERRA DE ARNHEM, BAJO OMO Y TIERRAS ALTAS DE PAPÚA. LOS PRIMEROS CONTACTOS
JUAN SALAZAR
56
EL ARCO DE LAS MUJERES Y LA REDECILLA DE LOS HOMBRES. ÚTILES Y MITOS DE NUEVA GUINEA
PIERRE Y CLAIRE PÉTREQUIN
66
INTERCAMBIANDO HERIDAS: LA VIOLENCIA MASCULINA RITUALIZADA O LOS DUELOS MURSI
DAVID TURTON
78
LA PINTURA Y SU SIMBOLOGÍA EN LAS COMUNIDADES DE CAZADORES-RECOLECTORES DE LA TIERRA DE ARNHEM
INÉS DOMINGO Y SALLY MAY
92
LA SUPERVIVENCIA DE LAS CULTURAS INDÍGENAS
CLAIRE SMITH
108
LOS PUEBLOS PREINDUSTRIALES Y SU SENTIDO EN UNA ANTROPOLOGÍA AUTOCRÍTICA
JOAN B. LLINARES
CATÁLOGO
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TIERRA DE ARNHEM. EL TIEMPO DE LOS SUEÑOS
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VALLE DEL OMO. LOS SEÑORES DEL GANADO
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PAPÚA. LA ÚLTIMA FRONTERA
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GLOBALIZACIÓN Y SUPERVIVENCIA CULTURAL
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ALFONSO RUS TEROL
Presidente de la Diputación de Valencia
Una vez más el Museo de Prehistoria de la Diputación de Valencia nos sorprende con
una exposición sobre una temática de máxima actualidad, como es ofrecer una visión
conjunta, etnográfica y arqueológica, de unos pueblos indígenas cuyos modelos de vida
y tradiciones se han mantenido a lo largo de los siglos.
La muestra Mundos Tribales, una visión etnoarqueológica sumerge al
espectador en un recorrido visual a través de tres formas de vida tradicional
en las lejanas tierras de Etiopía, Papua y Australia. Imágenes, música y una interesante
colección de piezas etnográficas se articulan en diversos espacios para recordarnos que
en los albores del siglo XXI todavía sobreviven algunos pueblos y culturas con una
forma de subsistencia ajena al modelo industrial mayoritario.
Sugestivas fotografías centran la atención del espectador en la riqueza de los
vestidos, los adornos, la cultura material, las ceremonias y las actividades
cotidianas de las culturas mostradas, para insistir en la diversidad y la
complejidad de las sociedades humanas. Pero esas mismas imágenes nos recuerdan
el carácter efímero de la cultura material, realizada en madera, fibras
vegetales o pieles, y la invisibilidad de las acciones y creencias humanas en el registro
arqueológico. De este modo, a lo largo de la exposición, arqueología y etnografía se convierten en dos disciplinas complementarias para acercarnos a la dimensión humana de
la cultura material.
Mundos tribales: una visión etnoarqueológica es una exposición pionera entre nosotros
sobre esta temática y ha supuesto un reto dentro de las líneas de investigación que viene
desarrollando el Museo de Prehistoria. Es por ello, que la Diputación de Valencia una
vez más felicita al Museo de Prehistoria por esta muestra que invita no sólo a comprender y conocer mejor las sociedades prehistóricas sino a reflexionar sobre la situación de
las actuales pueblos indígenas y el compromiso político y social que deben de tener
todas las personas e instituciones a favor de su supervivencia. Creemos que esta exposición ha conseguido, sobradamente, su objetivo.
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SALVADOR ENGUIX MORANT
Diputado del Área de Cultura
La exposición “Mundos tribales. Una visión etnoarqueológica”, nos introduce en la
complejidad del diálogo entre la Arqueología Prehistórica y la Etnología a partir de dos
líneas principales de reflexión. Por una parte, la gran diversidad de la experiencia humana, la multitud de culturas a través de las cuales los grupos humanos han dado respuesta a sus necesidades vitales y a los misterios de la existencia. De otra, el gran potencial
informativo de la documentación arqueológica cuya lectura gana profundidad desde
esta perspectiva etnoarqueológica.
A través de sucesivos ámbitos, el Museo de Prehistoria nos ofrece la oportunidad de
recorrer tres áreas culturales donde, todavía hoy, habitan pueblos que mantienen vivas
tradiciones y formas de vida ancestrales. En el ámbito dedicado a Los Señores del Ganado
podemos acercarnos al desconocido mundo de las etnias que habitan en la parte inferior del valle del río Omo, en el sudoeste de Etiopía. Seguidamente, visitamos la isla de
Papúa-Nueva Guinea, La última Frontera, donde numerosos grupos culturales han permanecido sin contacto con occidente hasta mediados del siglo XX. Por ultimo, descubriremos Los Guardianes de los Sueños, comunidades aborígenes del noroeste australiano donde, a pesar de años de transformaciones, mantienen una visión propia del
mundo.
El catálogo, que acompaña a la exposición “Mundos tribales: una visión etnoarqueológica” cuenta con la participación de ocho especialistas en el tema, nacionales y extranjeros, que abordan las investigaciones y debates más recientes que se han ido desarrollando en los últimos años sobre esta corriente disciplinar innovadora, la etnoarquelogía, así como sobre el problema de la supervivencia de las sociedades tradicionales cuya
situación preocupa cada vez preocupa más.
Por todo ello, desde el Área de Cultura de la Diputación de Valencia invitamos al
público valenciano a conocer y disfrutar esos mundos que, ya entrado el siglo XXI, ven
peligrar irremediablemente su continuidad cultural ante la imparable globalización.
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POR QUÉ UNA EXPOSICIÓN
SOBRE MUNDOS TRIBALES Y POR
QUÉ DESDE UNA PERSPECTIVA
ETNOARQUEOLÓGICA
HELENA BONET
La exposición Mundos Tribales: una visión etnoarqueológica se inscribe en las actuales
corrientes disciplinares de los estudios prehistóricos que abogan por profundizar en la
lectura del registro arqueológico. Sabemos que a través de las estructuras y de los materiales recuperados en una excavación podemos conocer el modo de vida de los grupos
humanos que investigamos: su relación con el medio ambiente, sus poblados y principales actividades económicas, sus manifestaciones artísticas o los rituales funerarios. Sin
embargo, también somos conscientes de que escapan a nuestro estudio partes fundamentales de esas sociedades, como sería el caso de su mundo simbólico y religioso, entre
otros muchos elementos culturales desaparecidos para siempre. En este sentido, los estudios etnoarqueológicos amplían la perspectiva con la que contemplamos la documentación arqueológica a la vez que nos ayudan a comprender la singularidad y complejidad
de las culturas humanas al aproximarnos a la gran diversidad de los pueblos indígenas
actuales. Y así, de la confluencia entre la etnología, que analiza la culturas vivas, y la
prehistoria, que estudia las sociedades desaparecidas, parten las hipótesis con las que
construimos los modelos sociales. Lo específico de la investigación etnoarqueológica es
que este diálogo implica el contacto real y directo con los pueblos indígenas de las diversas partes del mundo, como sucede con la presente exposición.
El Museu de Prehistòria de València pretende despertar el interés de sus visitantes por esta perspectiva etnoarqueológica mediante una exposición que insiste en el
diálogo entre la etnología y la arqueología. Este diálogo y sus correspondientes líneas
de trabajo han trascendido muy poco en los discursos expositivos de la mayoría de los
museos, cuyas salas de exposición parecen limitarse a presentar los objetos conservados
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de aquellas sociedades. El recorrido a través del tiempo que podemos seguir mediante
la contemplación de los materiales de nuestro museo muestra la dificultad y fragilidad,
pero también el gran potencial informativo, de la documentación arqueológica, de
modo que comprobamos cómo se suceden distintos estadios tecnológicos, aumenta la
complejidad social y el tamaño de los grupos humanos o van conformándose las altas
culturas de la antigüedad. Una perspectiva etnoarqueológica es la que reclama que
todos estos testimonios de sucesión y evolución de las culturas no se contemplen como
pasos de un proceso lineal que conduce a situarnos a nosotros mismos en su punto culminante, sino que en cada una de las culturas veamos un ejemplo del pasado y del presente diversos de la humanidad sobre el que reflexionar para seguir aprendiendo sobre
nosotros mismos.
Mundos tribales: una visión etnoarqueológica, la primera muestra sobre etnoarqueología de pueblos foráneos en nuestras tierras, nos aproxima a seis comunidades
indígenas muy dispares entre sí, singulares como lo fueron tantas y tantas sociedades
en el pasado, y como lo somos nosotros mismos. La exposición nos muestra la vida
cotidiana, los ritos y ceremonias y las creaciones artísticas en tres áreas geográficas: el
bajo río Omo en Etiopía, las Tierras Altas de Papúa y la Tierra de Arnhem en Australia.
En estas zonas los grupos humanos que las habitan cultivan la tierra y crían animales
domésticos, con el complemento de la caza y la recolección, mantienen su forma de
vida tradicional, los poblados, la cultura material, el mundo ceremonial... Esto se nos
muestra a través de un conjunto extraordinario de más de 100 objetos y 130 fotografías y filmaciones procedentes de las comunidades indígenas que viven en estos territorios. Para el Museu de Prehistòria de València esta muestra es un nuevo reto expositivo, como lo fue en 2006 la exposición “Mujeres en la Prehistoria” al tratar un tema
sobre la Arqueología de Género en las primeras etapas de la historia humana en nuestras tierras. En esta ocasión hemos querido ofrecer una exposición que no se limitase a
presentar una excelente exposición fotográfica acompañada de objetos exóticos, sino
que incitase al visitante a la reflexión sobre la situación actual de muchos de estos grupos “indígenas”, culturas supervivientes frente al poderoso avance de la globalización.
Además, nuestro compromiso, como institución museística donde se forman generaciones de escolares y de ciudadanos, es transmitir la complejidad y diversidad de todas
y cada una de las culturas que componen el mosaico de la humanidad y, puesto que la
Historia del mundo es plural y multicultural, mientras más abiertos estemos al conocimiento de todos los pueblos, pasados y presentes, más posibilidades tenemos de
“entender” nuestra propia realidad.
En relación con estos temas, cabe destacar que existe en el Museo de Prehistoria
una línea de estudios etnoarqueológicos centrados en la Cultura Ibérica. El interés por el
conocimiento de otras culturas actuales, como referencia y apoyo para comprender determinados aspectos de la protohistoria valenciana, se inició en los años 80 del siglo pasado
siguiendo las líneas de investigación, ya consolidadas en la década precedente, que pretendían establecer marcos de referencia contrastables para entender mejor, mediante la
analogía, determinados aspectos de la vida cotidiana de las sociedades antiguas. El coloquio y publicación sobre “Ethno-archéologie Méditerranéenne” realizado por la Casa de
Velázquez de Madrid en 1995, nos brindó la oportunidad de reflexionar, desde la pers-
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Mujeres tejiendo en un telar vertical en la kasba de Ait-Benhaddou,
Marruecos. Año 2007.
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pectiva aportada por el conocimiento de algunas sociedades tradicionales, sobre algunos
aspectos de la arquitectura y las actividades domésticas en el mundo ibérico.
Nuestra mirada se dirigió al otro lado del Mediterráneo, al Magreb donde todavía muchas aldeas bereberes, alejadas del mundo industrial, conservan modos de vida tradicionales con una base de subsistencia agrícola-ganadera, técnicas constructivas y enseres de la vida cotidiana similares a los testimonios
hallados en los poblados ibéricos de nuestra península
Esta “comparación etnoarqueológica” se planteaba para
obtener respuestas a preguntas y problemas, generalmente puntuales, que nos surgían en el estudio de la
documentación arqueológica sin que en ningún caso
se intentase establecer una analogía entre ambas culturas, por otro lado tan dispares en el tiempo y en el espacio. De modo que esta observación etnográfica se revela como una herramienta para comprender el funcionamiento de determinados útiles, técnicas constructivas o procesos de fabricación, que su vez nos ha permitido entender muchos aspectos de la cultura ibérica e ir
más allá de la tipología del objeto o la tecnología. En
los años 80 del siglo pasado, los resultados de las excavaciones arqueológicas en los poblados ibéricos del
entorno de la ciudad de Edeta/Tossal de Sant Miquel
de Llíria, nos permitieron ir definiendo materiales, técnicas y soluciones arquitectónicas, como la fabricación
de adobes, enlucidos, cubiertas y problemas de ventilación, desagües, accesos o escaleras, apoyándonos en
gran parte en la observación etnográfica. Estos estudios
etnoarqueológicos no se limitaban a la arquitectura tradicional de barro sino al conjunto de elementos que
configuran el hábitat, como hogares, hornos, recipientes de almacenaje y cocina, herramientas agrícolas y
artesanales y un largo etcetera, que permiten comprender la distribución, el uso y la
dimensión social de los enseres y equipamientos domésticos (fig. 1).
Con todo este bagaje documental que nos ha permitido conocer la vivienda ibérica, tanto desde el punto de vista arquitectónico como de la funcionalidad de espacios,
emprendimos en los años 90 un proyecto de investigación y de arqueología experimental en el oppidum ibérico de la Bastida de les Alcusses en Moixent. Se llevó a cabo la
reconstrucción de una gran vivienda con los mismos materiales y técnicas constructivas
que emplearon los iberos y se recreó en su interior el ambiente de una casa de agricultores del siglo IV a.C. (fig. 2). Si bien el planteamiento inicial de este proyecto era experimental y didáctico, hoy en día nuestro objetivo es saber leer más allá de la funcionalidad
de los objetos, de la tecnología constructiva o del modelo de poblado cuestionándonos
otras problemáticas como su significado social y simbólico. Se trata de buscar a los protagonistas de esa historia y hacer posible la reconstrucción de la vida humana y para ello,
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si bien la etnoarqueología nos amplía el abanico de modelos culturales, nunca hay que
descuidar el contexto socio-cultural y el momento histórico de la sociedad en estudio.
Sin duda, realizar esta exposición nos ha dado la oportunidad de reflexionar
sobre nuestras líneas de trabajo, además de tomar conciencia sobre el pasado, presente y futuro de los pueblos indígenas. Muestra de ello es el presente catálogo que recoge una selección de 70 fotos de las piezas y fotografías más representativas de la exposición y reúne ocho artículos de gran interés etnoarqueológico, algunos de ellos escritos
por destacados especialistas que han desarrollado sus trabajos en Etiopía, Papúa y
Australia.
Alfredo González Rubial, inicia este catálogo con el artículo De la etnoarquelogía
a la arquelogía del presente, una revisión y puesta al día de las distintas tendencias y líneas de investigación dentro de esta disciplina. Su mayor aportación es la reflexión que
hace sobre los problemas de tipo epistemológico y ético que plantea la etnoarqueología,
proponiendo transformar esta práctica científica en una arqueología del presente. Para
González Ruibal, la arqueología del presente es una forma menos colonial y más comprometida de llevar a cabo el trabajo etnoarqueológico, procurando comprender las culturas locales, su contexto histórico y sus problemas políticos actuales.
Jose Azcárraga, autor de la mayoría de las imágenes de la exposición y del catálogo, ha sabido captar a través de su cámara los aspectos y los temas que más interesaban desde el punto de vista etnoarquelógico. El papel de la fotografía en el encuentro del
otro nos da una lectura historiográfica de la visión que tuvieron los primeros fotógrafos
sobre las poblaciones indígenas de Australia, Etiopía y Papúa, así como sus técnicas
fotográficas, testimonios y experiencias. En definitiva, una documentación etnológica
e histórica de gran valor para conocer la vida, costumbres y mitos de estas sociedades.
Concluye con una reflexión crítica sobre el papel que está jugando, en la actualidad, la
fotografía en los viajes turísticos.
Juan Salazar aborda un tema historiográfico de máxima actualidad en Primeros
contactos en la Tierra de Arnhem, Bajo Omo y Tierras altas de Papúa donde recoge interesantísimos testimonios de los nativos que relatan cómo fueron los primeros contactos
entre los exploradores y colonos occidentales y las comunidades que habitaban aquellas
tierras. Un encuentro, en la mayoría de las ocasiones brutal, donde el exterminio diezmó comunidades enteras mientras que en otras regiones, más aisladas, el contacto con
las poblaciones indígenas fue más pacífico. Temas como las políticas colonialistas, el
papel de los misioneros, el racismo o la resistencia y supervivencia de los grupos nativos
nos muestran las grandes transformaciones del mundo entre finales del siglo XIX y primera mitad del XX.
David Turton, en su artículo Intercambiando heridas: la violencia masculina ritualizada o los duelos mursi nos ofrece un magnífico estudio antropológico sobre los combates ritualizados, o thagine, de los mursi, pueblo ganadero y agricultor que habita en
el valle del Omo. En este trabajo muestra como estos combates no son considerados
acontecimientos aislados, o excepcionales, sino que tanto los duelos entre los grupos
locales mursi como la guerra sirven para crear una imagen propia y diferencial no sólo
entre clanes sino entre otros grupos culturales, reforzando de esta manera la identidad
político-territorial del pueblo mursi.
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Reconstrucción de una vivienda
de época ibérica en la Bastida de les
Alcusses siguiendo las técnicas constructivas tradicionales. Año 1999.
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El trabajo de Pierre y Anne Marie Pétrequin sobre El arco de las mujeres y la red
de los hombres. Útiles y mitos de Nueva Guinea es, una vez más, un referente en los estudios etnoarqueológicos. A través de la cultura material de varias etnias de Tierras Altas
de Papúa, como son las hachas de piedra, los arcos y las flechas o la red y el palo excavador, los autores profundizan en el significado y el mundo
simbólico de los objetos. Al estudiar los procesos tecnológicos
de los útiles, muestran cómo estas habilidades técnicas no tendrían ninguna función por sí mismas si no estuvieran socializadas y ritualizadas.
Inés Domingo y Sally K. May nos sumergen en el
mundo del arte rupestre de los aborígenes australianos en La
pintura y su simbología en la comunidades de cazadores recolectores en la Tierra de Arnhem, uno de los escasos ejemplos donde
todavía perdura esta antiquísima tradición, eso sí adaptada a los
constantes cambios socioculturales y ambientales. De este estudio se desprende lo esencial que resulta, para los arqueólogos, la
etnografía a la hora de entender las dificultades de reconstruir
el significado y la función del arte. Además, destacan la importancia que tiene para los aborígenes el arte rupestre como trasmisión de conocimiento y de su imaginario colectivo.
El artículo de Claire Smith, La supervicencia de las culturas indígenas, se centra igualmente en las comunidades aborígenes del norte de Australia pero es, ante todo, un llamamiento a la concienciación de la situación actual de las distintas poblaciones indígenas. Considera clave el trabajo conjunto de los investigadores con los aborígenes tanto en los trabajos de campo como en las publicaciones para ayudar así a
transmitir sus conocimientos culturales pero, sobre todo,
insiste en que la supervivencia cultural de estas poblaciones
frente a la globalización sólo es posible desde la continuidad
de sus prácticas culturales que depende, a su vez, del control
indígena sobre su propia cultura.
Joan B. Llinares, a modo de conclusión, reflexiona en Los pueblos preindustriales
y su sentido en una antropología autocrítica sobre la mirada con que contemplamos a los
demás en el presente contexto multicultural. Retrocediendo hasta los versos de la
Odisea, nos muestra como también la literatura, el arte en su más amplio conjunto,
puede colaborar con la mirada etnoarqueológica. Lejos han de quedar los esquemas de
la arqueología prehistórica decimonónica que veía en los otros pueblos el reflejo de pasados estadios de nuestro desarrollo. Hoy los percibimos sobre todo como nuestros contemporáneos, plenamente dignos de atención y de estudio por sí mismos en cuanto
ejemplos de una plural humanidad repleta afortunadamente de diferencias.
Ésta es la visión que pretende ofrecer la presente exposición, la de que la historia de estos “mundos tribales” es también la nuestra, la de que todos compartimos el presente y somos coautores del futuro.
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DE LA ETNOARQUEOLOGÍA
A LA ARQUEOLOGÍA DEL PRESENTE
ALFREDO GONZÁLEZ RUIBAL
Los problemas de la etnoarqueología
Desde sus inicios hace cerca de medio siglo, la etnoarqueología se ha entendido generalmente como una subdisciplina al servicio de la arqueología, encargada de estudiar
sociedades premodernas actuales para comprender mejor el registro arqueológico,
especialmente de las sociedades prehistóricas (David y Kramer, 2001; González Ruibal,
2003). La mina de la que se extraen las analogías son sociedades no modernas, frecuentemente comunidades de pequeña escala—bandas o tribus, en el lenguaje antropológico neoevolucionista (fig. 1).
En realidad, desde la consolidación de la arqueología como disciplina científica
durante la segunda mitad del siglo XIX los investigadores han recurrido a las sociedades
preindustriales vivas para interpretar el registro arqueólogico: muchos de los primeros
manuales de Prehistoria, de hecho, combinaban datos del pasado remoto y de comunidades “primitivas” (p.ej. Lubbock 1875 [1865]). Sin embargo, no será hasta finales de
los años 50 y principios de los 60 del siglo XX cuando estas comparaciones empiecen a
realizarse de forma más sistemática: a partir de entonces los arqueólogos comenzarán a
trabajar regularmente con sociedades preindustriales para abordar cuestiones que los
antropólogos culturales solían dejar al margen (abandonos, tecnología, estilo, subsistencia, etc.). A este tipo de investigación se le dio el nombre de etnoarqueología. La etnoarqueología nació con la Nueva Arqueología o arqueología procesual: uno de los objetivos fundamentales de este paradigma era hacer de la arqueología una disciplina más
científica (equiparable a las ciencias naturales), más cuantitativa (con resultados medibles y expresables de forma estadística) y nomotética (capaz de formular leyes generales
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Fig. 1.- Haciendo etnoarqueología
entre los gumuz de Etiopía, un
grupo igualitario de agricultores
de roza y quema: Álvaro Falquina
y Dawit Tibebu realizan entrevistas sobre el parentesco para poder
correlacionar los datos con la organización espacial de los conjuntos
domésticos.
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sobre el comportamiento humano). La misión de la etnoarqueología en este contexto
era ofrecer “teorías de alcance medio”, o lo que es lo mismo, marcos de referencia básicos que permitieran dar solidez a teorías arqueológicas más amplias.
Por ejemplo, una gran cantidad de trabajo etnoarqueológico en la actualidad se
centra en la forma en que los cazadores-recolectores actuales descuartizan y procesan sus
presas (Domínguez-Rodrigo, 2002).
Los arqueólogos estudian las marcas de
descarnado, la acción de los animales
carroñeros y las partes de hueso que
pasan al registro arqueológico. La
intención es encontrar marcos de referencia objetivos y contrastables que
permitan entender mejor, de forma
analógica, el papel de la acción humana en los conjuntos faunísticos pliopleistocénicos. El estudio de un conjunto específico de huesos en el presente nos puede permitir comprender
mejor la evolución de la humanidad.
Por la tarea que le fue inicialmente
encomendada, la etnoarqueología ha
tenido un carácter funcionalista, universalista y ahistórico, es decir, ha tratado de encontrar explicaciones al registro arqueológico que no se hallan condicionadas por un determinado contexto histórico o cultural y se ha preocupado sobre
todo por cuestiones de tipo económico y ecológico.
Pese a la crítica a la que se vio sometida esta forma de practicar la etnoarqueología a partir de inicios de los años 80 (Hodder, 1982a y b; en España: Hernando, 1995),
muchos investigadores actuales continúan defendiendo este tipo de investigación (p.ej.
Roux, 2007). El problema es que se trata de un enfoque que ha fracasado irremisiblemente: por un lado, las investigaciones etnoarqueológicas han descendido dramáticamente desde mediados de los 80 y, por otro, prácticamente ningún arqueólogo utiliza
el trabajo de los etnoarqueólogos para comprender el registro arqueológico ¿A qué se
debe esto? Por un lado, los herederos de la Nueva Arqueología han encontrado en la
arqueometría muchas soluciones específicas a sus problemas sobre la fabricación y uso
de objetos prehistóricos. Para saber cómo se ha cocido una cerámica ya no es necesario
observar la labor de una alfarera tradicional, existen procedimientos físico-químicos que
nos permiten resolver la cuestión satisfactoriamente. Algunos investigadores, de hecho,
consideran que el refinamiento de la arqueología permitirá acabar con la etnoarqueología definitivamente (Vila, 2006).
Por otro lado, cuando se trata de proponer teorías más ambiciosas de tipo sociopolítico, los arqueólogos procesuales prefieren recurrir a comparaciones antropológicas,
históricas y etnohistóricas (cf. Parkinson, 2002). Donde se advierte más claramente quizá
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el fracaso de la etnoarqueología procesual es en el área maya. Sobre los mayas actuales se
ha realizado una gran cantidad de trabajos etnoarqueológicos, que cubren aspectos tales
como la organización del espacio doméstico (Wilk, 1983), la producción cerámica (Deal,
1998), la fabricación de metates (Nelson, 1987), la industria lítica (Clark, 1991) o la gestión del desecho (Hayden y Cannon, 1983). Sin embargo, toda esta bibliografía apenas
figura en las obras sobre los
antiguos mayas. Los arqueólogos, en su inmensa mayoría
pertenecientes a la línea procesual, acuden habitualmente
a las etnografías tradicionales
de la zona o a los escritos de
los conquistadores españoles
para interpretar las sociedades
mayas del pasado.
Por lo que se refiere a
la arqueología postestructuralista o posprocesual, los investigadores que se adhieren a
esta tendencia se encuentran
más interesados por cuestiones sociológicas y simbólicas,
culturalmente específicas, y
en consecuencia no encuentran atractiva ni útil la mayor
parte de la bibliografía etnoarqueológica, orientada a cuestiones económicas y tecnológicas en el sentido más estrecho de ambos términos. Los posprocesuales buscan inspiración
para interpretar el pasado en la etnografía y los trabajos antropológicos generales: la interpretación del Neolítico y la Edad del Bronce en las Islas Británicas, por ejemplo, se basa
en buena medida en paralelos etnográficos, especialmente procedentes de Melanesia
(véase por ejemplo Tilley, 1994; Edmonds, 1999; Thomas, 2000). Esta inspiración
antropológica ha servido para cambiar radicalmente la imagen que se tenía de las primeras sociedades agricultoras europeas. La fascinación por la antropología es tan poderosa
que muchos investigadores posprocesuales, insatisfechos con las posibilidades de su propia disciplina, han querido escribir etnografías del pasado (p.ej. Tilley, 1996; Forbes,
2007). Naturalmente, en los trabajos etnográficos que tanto atraen a estos arqueólogos
apenas hay mención alguna a la cultura material, pero al fin y al cabo uno de los problemas de la arqueología postestructuralista ha sido que el énfasis en lo social ha llevado a
olvidar los aspectos más puramente materiales de la existencia (Olsen, 2007). Es significativo que uno de los antropólogos que más ha influido en la arqueología posprocesual,
Clifford Geertz (1973, 22), dijera que los etnógrafos “no estudian aldeas, sino que estudian en aldeas”. Sin embargo, resulta que los arqueólogos, y los etnoarqueólogos, sí estudian aldeas—como colectivos formados por personas, animales, edificios y artefactos,
pero los investigadores posprocesuales parecen haberse olvidado de ello.
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MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 2.- Un grupo de Awá de la
aldea de Jurití (Brasil), armados
para hacer frente a la invasión de
sus tierras.
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Fig. 3.- Ramadán Talow, un brujo
berta, durante una entrevista.
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La etnoarqueología se enfrenta a otro problema, en este caso de carácter ético ¿Es
lícito estudiar a sociedades tradicionales en la actualidad con el único objeto de comprender mejor a comunidades del pasado y, con frecuencia, de otro lugar? En mi opinión, no lo es en absoluto (González Ruibal, 2006b). Este tipo de práctica recuerda bastante al de los antropólogos y arqueólogos coloniales, que robaban (literal o figuradamente) a las sociedades que estudiaban
sus riquezas culturales. Muchos trabajos etnoarqueológicos se llevan a cabo
sin tener en cuenta la experiencia histórica local, ni siquiera la historia reciente, que es con frecuencia traumática y
clave para entender el presente. En
otros casos se utilizan datos etnohistóricos, pero se pasa por alto o apenas se
menciona el papel que tuvo el colonialismo en el devenir de la cultura: un
caso especialmente dramático es el de
los yámana de la Patagonia, una sociedad de cazadores-recolectores que fueron exterminados en el siglo XIX. Al
estudiar a los yámana simplemente
para comprender las sociedades paleolíticas europeas (Vila, 2004) estamos
privando a ese pueblo, aunque sea simbólicamente, de lo último que les
queda: su historia cultural específica y única. Al igual que hacen los antropólogos, deberíamos estudiar a los grupos con que trabajamos como un fin en sí mismo, más que
como una mera fuente de analogías.
Ante los problemas de tipo epistemológico y ético a los que se enfrenta la etnoarqueología, tal y como se lleva a cabo en la actualidad, mi propuesta para hacer de nuevo
relevante esta práctica científica es transformarla en una arqueología del presente
(González Ruibal, 2006a). Se trata, en cierta manera, de darle la vuelta a la dependencia
antropológica de la arqueología: en vez de escribir imposibles etnografías del pasado (la
etnografía implica el tiempo presente), debemos producir arqueologías del mundo contemporáneo, que nos permitan comprender mejor a las sociedades vivas. Este tipo de
arqueología, además, puede proporcionar elementos de comparación para arqueólogos
que exploran períodos y culturas diversos (como sucede con otras investigaciones históricas y antropológicas), pero, desde un punto de vista ético, evita convertir a los pueblos
con que trabaja en meros suministradores neutros de analogías arqueológicas.
Una arqueología del presente
La arqueología del presente, como su nombre indica, estudia a sociedades actuales
mediante la metodología y teoría arqueológicas. En esto, en principio, no es muy diferente de la etnoarqueología. Sin embargo, existen tres diferencias notables: como ya he
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señalado, su objetivo último no es analógico, aunque sus resultados puedan ser utilizados de forma comparativa para otros períodos. En segundo lugar, la arqueología del presente estudia potencialmente todo el mundo actual: tanto sociedades no modernas
como capitalistas. No establece una distinción tajante entre nosotros y los otros. La
arqueología de la basura en Estados Unidos, por ejemplo (Rathje y Murphy, 1992), es
una forma de arqueología del presente. En tercer lugar, este
tipo de arqueología no contempla una distinción drástica
entre pasado y presente: en vez de considerar el uno al servicio del otro, como hace la etnoarqueología, cree que ambos,
pasado y presente, están inextricablemente unidos.
La arqueología del presente, como tal arqueología, es
una disciplina histórica. Un concepto clave a este respecto es
el de genealogía, que viene a reemplazar el más común de biografía utilizado por los etnoarqueólogos y antropólogos
(Kopytoff, 1986). La biografía se refiere a la vida específica de
un determinado objeto, por ejemplo, una cerámica—desde el
momento que se acude a la mina de arcilla para buscar la
materia prima hasta que se abandona la cerámica usada y rota.
Uno de los objetivos principales de la arqueología del presente es trascender la biografía del artefacto y analizar las intrincadas relaciones históricas entre personas y cosas. Para ello, es
necesario entender a las comunidades en perspectiva y en un
contexto más amplio. Las culturas que estudiamos no han
permanecido aisladas e inalteradas durante milenios, por muy
arcaicos que nos parezcan los atuendos, las cerámicas o las
viviendas. La arqueología del presente trata de entender el
cambio, el contacto cultural y la hibridación.
La arqueología del presente es también una etnografía:
una descripción de sociedades vivas, pero no es una etnografía convencional, sino una etnografía de la materialidad. Tiene
en cuenta todo aquello que la antropología suele dejar de lado,
pero que interesa mucho a la arqueología: las cosas en sí mismas. Casas, tumbas, cerámicas, hachas, graneros, caminos y azadas son mucho más que meros índices sociales: son
una parte fundamental e inseparable de la vida de la gente. Los primeros antropólogos lo
entendieron muy bien y se encargaron de documentar los detalles más nimios de las culturas que estudiaban (desde la forma de anudar una hamaca hasta la decoración monumental de las casas rituales), pero a partir de los años 20 esta tendencia fue quedando
progresivamente marginada (Lemonnier, 1992, 11). La arqueología del presente pretende recuperar y ampliar esa sensibilidad por lo material de las primeras etnografías. En la
mayor parte de las etnografías del último medio siglo da la impresión de que podríamos
situar a los sujetos estudiados en cualquier escenario, en cualquier aldea del mundo y utilizando cualquier tipo de objetos. La función de la arqueología del presente es, por tanto,
devolver la experiencia real y directa del mundo a la etnografía: demostrar que las aldeas
son mucho más que un escenario en el que se desarrolla el drama social.
20 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 4.- Bogo Bambush, una mujer
komo, fumando su pipa de calabaza.
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Fig. 5.- Inventario de cerámica en
una casa agaw (Manjari): los grandes recipientes (derecha, color
naranja) se compran a las alfareras
gumuz.
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Finalmente, la arqueología del presente es una arqueología política. Los etnoarqueólogos raramente dejan traslucir en sus escritos conciencia alguna respecto a la situación de los pueblos que estudian, pese a que esa situación es, con frecuencia, grave, en términos de desestructuración social, marginalidad e impotencia frente a los embates del
estado nacional y la globalización. Los antropólogos, por su parte, tienen mayoritariamente a una actitud francamente positiva ante la globalización (Rosaldo e Inda, 2002). Caracterizados al
mismo tiempo por la amnesia histórica y la ceguera política, los antropólogos, especialmente anglosajones, celebran la diversidad y el mestizaje cultural que favorece la globalización y se olvidan de las
brutales injusticias que extiende por todo el
mundo. Al centrar todo su interés en la cultura, se
olvidan de la política y de la economía. El cambio
que viven muchas sociedades tradicionales no tiene
nada de natural e inevitable y poco de positivo, al
contrario de lo que pretenden muchos antropólogos. Es un cambio traumático, impuesto por las
sociedades dominantes y el capitalismo.
En Brasil, donde colaboro en un proyecto
etnoarqueológico sobre un grupo de cazadoresrecolectores, los awá (Hernando et al., 2006), esta
realidad se advierte especialmente bien. La forma
de contacto de los awá con el resto del mundo entre los años 70 y 80 del siglo pasado fue
en forma de ocupación de sus tierras, motivada por intereses económicos nacionales y globales. Hasta 1973 habían permanecido completamente aislados en la selva amazónica. A
partir de entonces, el pueblo awá fue diezmado y recluido en reservas, donde hoy vive todavía, en un grave proceso de desestructuración social y sometido a invasiones de campesinos empobrecidos y madereros (fig. 2). La arqueología y la etnoarqueología han contribuido tradicionalmente a describir a los grupos preindustriales como reliquias del pasado y en
cierta manera han justificado, de forma más o menos inconsciente, el tratamiento que se
les ha dado por parte de las sociedades modernas (Hernando, 2006). La arqueología del
presente toma una postura crítica ante esta situación e incorpora como parte de sus objetivos abordar cuestiones relacionadas con la globalización, la violencia política, los programas de desarrollo o las injerencias estatales en la vida de las comunidades que estudia.
Arqueología del presente en la frontera de Sudán y Etiopía
Desde el año 2001 trabajo en el occidente de Etiopía con diversas comunidades tradicionales. Progresivamente mi investigación ha ido dejando de ser etnoarqueológica, en el sentido clásico del término, y se ha ido convirtiendo en una arqueología del presente
(González Ruibal, 2005, 2006c). La complejidad cultural e histórica de la zona, los problemas sociales y políticos que he ido descubriendo y mis propias convicciones personales me han obligado a cambiar los objetivos de la investigación. De todos modos, estudiar
comunidades vivas es siempre problemático, porque implica una cosificación del sujeto
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estudiado. Trabajar con grupos del Tercer Mundo es doblemente problemático, por la
inmensa e insalvable asimetría que marca toda la relación entre el investigador y el sujeto
investigado. No existe, por lo tanto, una forma cómoda y políticamente correcta de realizar trabajo de campo. Las dificultades son tan grandes que muchos antropólogos han decidido abandonar la investigación con comunidades no modernas y prefieren investigar sólo
sociedades industriales (Augé, 1995).
Sin embargo, uno de los atractivos originales de la antropología era el conocer
otras formas de ver y vivir el mundo: la
diversidad de la experiencia humana.
Diversidad es precisamente lo que
caracteriza la amplia franja de frontera
que separa (o más bien une) Sudán y
Etiopía. Como tantas áreas fronterizas,
posee una larga historia de invasiones,
intercambios, resistencias y mestizaje. Mi
investigación actualmente se centra precisamente en comprender, desde una
perspectiva arqueológica y dando prioridad a la cultura material, la complejidad
de interacciones culturales entre una
diversidad de etnias y formaciones políticas, en el presente y en el pasado.
No es un trabajo fácil.
Oficialmente se reconocen en la región
donde trabajamos (Benishangul-Gumuz) cinco etnias indígenas: berta, gumuz, shinasha,
mao y komo (figs. 3 y 4). A ellas hay que añadir tres grandes grupos étnicos que han llegado en momentos más recientes a la región: amhara, oromo y agaw. En sí, una zona con
ocho grupos étnicos es una zona culturalmente compleja. Pero a ello hay que añadirle dos
hechos: primero, que los grupos pertenecen a tradiciones culturales sumamente distintas
(algunos son semitas, otros nilo-saharianos, otros omóticos) y, segundo, que bajo las etiquetas étnicas que reconoce el Estado se oculta una mayor variedad de culturas. En este
contexto, el mundo material puede ser un elemento fundamental para construir identidad,
facilitar las relaciones étnicas o crear barreras.
Un buen ejemplo de cultura material como articuladora de relaciones interétnicas
es el de las bebidas alcohólicas. En todo el Cuerno de África se fabrican cervezas y licores
caseros de distintos tipos. En la zona de la frontera, los gumuz de Metekel, fabrican grandes contenedores cerámicos (tich’a) adecuados para la fermentación de las bebidas. Sus
vecinos agaw, procedentes del altiplano etíope, compran estos contenedores cerámicos a
los gumuz (fig. 5) y fabrican bebidas alcohólicas en ellos. Posteriormente venden el alcohol a los gumuz, quienes a su vez invitan a sus vecinos agaw a beber. Lo que es interesante es que los agaw saben fabricar contenedores para cerveza: al fin y al cabo los hacían en
su lugar de origen. Los gumuz también saben preparar alcohol. El adquirir algo que ya se
tiene o que se sabe hacer a otra comunidad puede ser una forma de establecer vínculos
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MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 6.- Casas agaw en una aldea
multiétnica de mayoría gumuz
(Manjari).
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Fig. 7.- Una alfarera mao-kwama
vende sus cerámicas. En Mus’a
Mado distintos grupos étnicos
(oromo, bertha y mao) compran
los productos de las alfareras de
Boshuma, aunque los mao son
quienes más vasijas de esta procedencia adquieren. Fotografía del
Servicio de Cultura del Estado
Regional de Benishangul-Gumuz.
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sociales. La cultura material – el alcohol y la cerámica para fabricarlo – se convierte de
este modo en un medio privilegiado de relación entre etnias, una relación que no es en
absoluto sencilla, como demuestran las masacres ocurridas hace pocos años (WoldeSelassie Abbute, 2004). No obstante, la cultura material puede ser una forma de crear
diferencia también. En una aldea interétnica de la región de Metekel (Manjari), los agaw
recién llegados han erigido un
barrio en una zona marginal y con
una forma de organización que claramente refuerza los vínculos
intraétnicos y los separa de los
gumuz. Frente al plano disperso
que caracteriza a los poblados agaw
en su tierra de origen, en Manjari
los muros perimetrales, la densa
ocupación del barrio y la orientación de las casas contribuyen a crear
un sentimiento de seguridad e
identidad compartida en una zona
extraña (fig. 6). No se trata simplemente de que a través de la organización del espacio transmitan un
mensaje de identidad étnica a los
gumuz. Lo interesante está en que
la construcción de la aldea construye a su vez a los agaw, al condicionar
sus vidas, su experiencia social y sus relaciones con los demás.
Otro ejemplo interesante es el de los mao que viven en aldeas al sur y al este de la
ciudad de Bambasi. En realidad, aunque se utiliza una denominación única para referirse a ellos, los mao pertenecen a grupos culturalmente muy diferentes: los que viven en la
aldea de Mus’a Mado, por ejemplo, hablan una lengua omótica y llegaron a esta zona en
algún momento de la Edad Media procedentes del sur de Etiopía. Los de Boshuma, en
cambio, son nilo-saharianos: su presencia en la región se retrotrae a momentos remotos
de la Prehistoria. Por su lengua y cultura los mao de Boshuma se relacionan con el grupo
kwama/gwama que vive más al sur. A pesar de poseer una lengua y una cultura distintas,
los mao de Bambasi insisten, para perplejidad del antropólogo, en que constituyen un
solo grupo. Esta identificación no es del todo incomprensible: al ser comunidades muy
minoritarias y tradicionalmente desposeídas por etnias dominantes, la presentación de
una identidad unificada puede ser una forma de hacerse fuertes y visibles. La cultura
material, nuevamente, constituye un elemento relevante para reforzar vínculos: los mao
de Mus’a Mado compran la cerámica mayoritariamente a los mao de Boshuma (fig. 7)
en el mercado de Bambasi, más que a otras etnias con las que conviven. El atuendo de
las mao de ambas aldeas es también semejante: aunque muy influido por el de las mujeres oromo, de la etnia dominante, tiene rasgos peculiares: un elemento de identidad
importante entre las mujeres son los pendientes, grandes aros de níquel decorados con
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motivos geométricos incisos. Este tipo de
pendientes es característico de todos los
grupos nilo-saharianos de la zona y los mao
omóticos de Mus’a Mado los han adoptado como propios (fig. 8). La profusión de
collares de gruesas cuentas, antes de ámbar
y pasta vítrea, hoy de plástico amarillo, y
los brazaletes metálicos también une a las
mao de Boshuma y a las de Mus’a Mado.
Es significativo que algunos objetos que
definen la identidad de un grupo en realidad sean fabricados por otro: es el caso de
las cerámicas de Boshuma que se consumen en Mus’a o los brazaletes y pendientes
que con frecuencia los fabrican metalúrgicos oromo. Un aspecto sobre el que conviene llamar la atención es el de las técnicas
del cuerpo, como las llamaba Marcel Mauss, o la hexis corporal, en palabras de Pierre
Bourdieu. El cuerpo es cultura material también y, en consecuencia, el modo de usarlo
cambia de unas sociedades a otras. La forma de llevar a los niños o de transportar agua
varía enormemente: desde este punto de vista, los mao de Mus’a Mado y los de Boshuma
son más semejantes entre ellos que respecto a los oromo con quienes conviven, pese a la
gran influencia de los oromo desde hace siglos en
la cultura de sus vecinos (fig. 9).
Desde los años 80 ha habido bastante tendencia entre los arqueólogos a considerar que la
cultura material se utiliza activamente para marcar la identidad, sea étnica o de otro tipo
(Hodder, 1982a, b). Actualmente somos más
conscientes de que la relación con los objetos es
menos unidireccional (Lemonnier, 1992; Olsen,
2007): nosotros creamos cultura material y la
cultura material nos crea a nosotros simultáneamente, nos hace ser quien somos y condiciona
nuestra forma de experimentar el mundo. Con
frecuencia la gente no utiliza los objetos para
manifestar una determinada identidad o una ideología. Sería difícil afirmar que los mao recurren
conscientemente a determinados elementos para
diferenciarse de los oromo, por ejemplo, aunque
es posible que así suceda en determinados contextos. Por lo general, este tipo de comportamientos resultan difíciles o imposibles de verbalizar.
Por ese mismo motivo, estudiar la cultura material puede resultar interesante para
acceder a cuestiones que escapan lo consciente, aquellas cosas de las que se es capaz de
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MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 8.- Mujer mao de Mus’a
Mado con pendientes de níquel
gumuz. Fotografía de Víctor M.
Fernández Martínez y dibujo de
Álvaro Falquina Aparicio.
Fig. 9.- Mujeres mao de Boshuma
durante una reunión. A pesar de la
incorporación de elementos materiales oromo y panislámicos (como
el velo), la forma de vestir, de sentarse y de llevar a los niños constituyen técnicas del cuerpo que singularizan a las mao.
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Fig. 10.- Granero gumuz con
decoración, Manjari (Metekel).
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hablar – o de las que es socialmente lícito hablar: conflictos, problemas, inseguridades,
miedos. Ian Hodder (1991) ya señaló esta realidad al analizar las calabazas ilchamus de
Kenya, las cuales, según el arqueólogo, expresan el conflicto de género inherente a la
sociedad. Lo que pasa es que esta capacidad de la cultura material para articular lo que
no puede verbalizarse es bastante más inconsciente de lo que los arqueólogos posprocesuales están dispuestos a admitir.
La organización del espacio doméstico entre los gumuz de Metekel,
por ejemplo, con sus planos laberínticos y sus múltiples cercados,
todavía materializa el terror ante las
razzias esclavistas, lo que no quiere
decir que los gumuz tengan ninguna intención en expresar un mensaje sobre este hecho histórico: la
organización del espacio y la arquitectura de las casas (con una puerta
trasera) se explican como mecanismos para retrasar la llegada de los
esclavistas y facilitar la evacuación
de la aldea. En su vida diaria, los
gumuz conviven, material pero
inconscientemente, con el fantasma de la esclavitud, el cual constituye parte de su ser actual y de su
forma de ver el mundo.
Otro ejemplo interesante es el de los graneros. Los hombres gumuz construyen
los graneros con bambú entrelazado, pero los decoran las mujeres con barro. Los adornos suelen representar el cuerpo femenino (especialmente el pecho y las escarificaciones) y están claramente relacionados con la fertilidad. Es significativo que donde hay
una mayor profusión y variedad de decoraciones sea en las zonas más multiétnicas y
conflictivas (fig. 10), donde a veces se introducen elementos ajenos a la tradición, como
órganos sexuales masculinos. Este es el caso de la aldea de Manjari (Metekel), donde la
desestructuración social ha sido marcada desde finales de los años 80—debido al reasentamiento de gentes venidas de otros lugares y a programas de desarrollo de gran
impacto. Esta desestructuración se manifiesta en la violencia intraétnica (es decir, luchas
entre los propios clanes gumuz) y en la agresión contra las mujeres (hay una alta tasa de
suicido femenino). Posiblemente, las mujeres se relacionan con el conflicto a través de
los graneros, aunque ellas, naturalmente, nunca lo expresarían así. El hacer cosas nos
hace como personas (Dobres, 2000), si nuestro ser social está en crisis, nuestra forma de
hacer las cosas ha de alterarse necesariamente.
Lo que hemos visto hasta ahora son simplemente algunos de los muchos temas
que la arqueología del presente nos permite tratar en la frontera etíope-sudanesa.
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Conclusión
La arqueología del presente es una forma menos colonial y más comprometida de llevar a cabo trabajo etnoarqueológico. Es una práctica que se preocupa por comprender
las culturas locales, su contexto histórico y sus problemas políticos en el presente. Por
supuesto, la arqueología aquí propuesta puede ser una fuente de reflexión importante
para otros arqueólogos. En el caso concreto que se ha expuesto, se abordan cuestiones
que tienen que ver con procesos de contacto cultural, hibridación, identidad étnica, tecnología y sociedad y organización del espacio doméstico, que son temas todos ellos que
interesan a los arqueólogos en la actualidad. Al fin y al cabo, conocer otras culturas,
otras experiencias sociales, otras formas de hacer las cosas es absolutamente fundamental para poder entender a los pueblos del pasado, cuya existencia no se rigió por nuestras categorías modernas de pensamiento. Como arqueólogos podemos encontrar inspiración en la antropología y en la historia. La ventaja de una arqueología del presente es
que su punto de partida, como en el resto de la arqueología, es la cultura material.
Desgraciadamente, la arqueología del presente, como la etnoarqueología, es una
tarea de urgencia: de todos los elementos de la cultura, el mundo material es el que se
transforma más rápidamente y de forma más drástica bajo la presión de la modernidad,
aunque parezca paradójico. Los mitos y las leyendas se pueden transmitir durante generaciones, incluso cuando una sociedad se ha transformado radicalmente. Cómo hacer una
cerámica o fabricar un arco, son conocimientos frágiles que se pierden para siempre cuando los objetos fabricados industrialmente hacen desaparecer las artesanías tradicionales.
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DE LA ETNOARQUEOLOGÍA A LA ARQUEOLOGÍA DEL PRESENTE
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EL PAPEL DE LA FOTOGRAFÍA
EN EL ENCUENTRO CON EL OTRO
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA
...there is nothing transparent or inherently truthful in the
world of images.
Gustavo E. Fischman
Cuando en 1839 el físico François Arago presentó la fotografía como el gran invento de
Daguerre ante la Academia de Ciencias en París, ya vislumbraba la amplia utilidad que
iba a tener en todos los campos del conocimiento. Incluso tuvo palabras para referirse a la
arqueología expresando que “.... para copiar los millones y millones de jeroglíficos que
cubren, en el exterior incluso, los grandes monumentos de Tebas, de Menfis, de Karnak,
etc. ... se necesitarían veintenas de años y legiones de dibujantes. Con el daguerrotipo, un
solo hombre podría llevar a buen fin ese trabajo inmenso....” (en Figuier, 1851, 57 ). Unos
meses antes, en la Gazette de France del 6 de enero, se habían pronosticado los beneficios
de aquel invento para los viajeros: “pronto podréis adquirir, quizás a un costo de algunos
cientos de francos, el aparato inventado por Daguerre, y podréis traer a Francia los más
famosos monumentos y paisajes del mundo entero” (en Newhall, 2002, 19). Y pocos años
después, a partir de 1845, esta cámara oscura capaz de capturar y fijar imágenes, fue incorporada al equipo de todo tipo de científicos, incluyendo aquellos que realizaban trabajo
de campo como arqueólogos y antropólogos, que la utilizaron para registrar datos visuales y ampliar así los conocimientos sobre el mundo. Las primeras cámaras que salieron al
mercado tenían un precio elevado, pero para quien podía permitirse el lujo de viajar a
mediados del siglo XIX no era el precio el mayor problema. Como expresó Maxime du
Camp, compañero de Flaubert en su viaje por Egipto durante el año 1849: “Aprender
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como tomar una fotografía no es demasiado trabajoso, pero transportar todo el equipo
necesario a lomos de una mula o de un camello, o a la espalda de un hombre es ciertamente duro” (en Frizot, 1998, 158).
De todas formas, a pesar de la aparatosidad en tamaño y en peso de cámaras, trípodes y todo tipo de accesorios, y a pesar del engorroso procedimiento químico que
suponía el revelado de aquellas primeras placas, no fueron pocos los exploradores y viajeros que sobrecargaron su equipaje con todos los útiles necesarios para fotografiar los
lugares y las gentes de países exóticos y lejanos. Desde instancias oficiales de diferentes
países se dieron instrucciones a “...cónsules, jefes de expediciones, gobernadores y
comandantes navales, diseminados por el mundo entero, para realizar -a expensas del
presupuesto nacional- fotografías (de frente, de espaldas y de perfil) de hombres y mujeres de todo tipo de razas...y ejecutarlas sobre una escala uniforme de acuerdo con las
reglas de medición...” (Maury et alii, 1857, 609).
En aquellos años, donde la fotografía y la antropología moderna iniciaban su
andadura, no era sólo el peso del equipo, superior a una tonelada en algunas expediciones, el único inconveniente. También las condiciones técnicas eran determinantes a la
hora de establecer las limitaciones de las fotografías. Las primeras emulsiones fotosensibles necesitaban de un largo periodo de exposición a la luz para que la imagen se impresionara, de modo que las escenas que se pretendían captar, si estas incluían personas,
debían disponerse de forma tal que los sujetos fotografiados pudieran mantener una postura estable e inmóvil durante varios segundos. De hecho, incluso en el trabajo de
campo, llegaban a colocarse soportes que facilitaban el estatismo y, como consecuencia,
mejoraba el resultado final de la toma al disminuir la borrosidad provocada por el movimiento frente a la cámara. Estas posturas “congeladas” convertían a las imágenes en una
especie de dioramas donde, a veces, la única espontaneidad quedaba relegada a las miradas entre orgullosas y temerosas de los nativos fotografiados. Nativos que, en un primer
momento fueron fotografiados con un mero interés antropométrico, forzados a situarse
en posturas poco naturales junto a metros y escalas que indicaban sus tamaños y proporciones. En 1896 aparece publicado en el Journal of the Anthropological Institute of
Great Britain and Ireland un artículo, escrito por M. V. Portman, titulado “Photography
for Anthropologist”, donde se dan indicaciones precisas (y muy reveladoras sobre el tipo
de relación “colonizante” establecida entre el foto-antropólogo occidental y el modelo
“salvaje”) del planteamiento de las fotografías. Podemos leer en este artículo párrafos
como el que sigue:
“Respecto a la fotografía de las razas salvajes, los siguientes consejos pueden ser de utilidad.
Es absolutamente necesario ser paciente con los modelos y no tener ninguna prisa. Si un
sujeto es un mal modelo y no se dispone de una cámara manual, lo mejor es prescindir de
él y buscar otro, pero no hay que perder nunca la calma y decirle a un salvaje que piensas
que es estúpido y que haciendo el tonto puede irritarte y retrasar tu trabajo, ni tampoco
que estás dispuesto a sobornarle para que se calle. Antes de hacer posar a un grupo de salvajes, hay que fijar la cámara (salvo si se trabaja con una cámara manual, obviamente) y
enfocar el punto en el que se van a colocar. Es fácil hacerlo marcando en el suelo el espacio en el que van a situarse los modelos y enfocando directamente a un trozo de madera o
a una piedra. El portaplacas debe estar montado y todo dispuesto para que, en cuanto los
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sujetos se coloquen satisfactoriamente se pueda retirar la tapa del objetivo y se produzca la
exposición. La etnología requiere precisión. No se busca una iluminación delicada ni una
fotografía pintoresca; lo importante es que la iluminación general sea correcta y que un
arma o una pierna inoportuna no oculten objetos importantes” (Portman, 1896, 79-80).
También en este texto, el autor se extiende
sobre las características del equipo fotográfico que
debe llevar un antropólogo, recomendando cámaras
como la Meagher (fabricada en Londres en 1889)
con unas medidas de 38,1 x 30,48 cm, lentes como
la Double Anastigmatic de Goerz, y listando toda
una serie de elementos necesarios como placas, barniz para negativos, papel para copias, paños para el
enfoque, tapas de los objetivos, nivel para la cámara, trípode con patas de una pieza, así como todos
los accesorios y productos químicos para el revelado
“in situ” de las fotografías. La fotografía, con estas
premisas, no dejaba de ser una forma más de colonialismo, utilizando a los sujetos fotografiados
como simples objetos de estudio y comparación, en
un intento de afianzar una supuesta superioridad de
la raza blanca para justificar las ocupaciones territoriales. E.F. im Thurn, explorador, fotógrafo y, posteriormente, gobernador inglés de las
islas Fiji, propuso, utilizando crudas palabras y aprovechando un contexto técnico más
favorable, un nuevo uso de la cámara más allá de la antropología física
“…. para registrar con precisión, no los meros cuerpos de los hombres primitivos (que,
para estos propósitos, se pueden fotografiar y medir con más precisión muertos que vivos,
siempre que se puedan conseguir convenientemente en ese estado), sino la propia vida de
esos pueblos. Ésta es de hecho una aplicación mucho más problemática, mucho menos
puesta en práctica por los antropólogos, y me temo que muchos de ellos se mostrarán de
entrada, inclinados a cuestionar su utilidad para la antropología, considerada como una
ciencia exacta, tal y como es deseo de todos” (Thurn, im,1893, 184).
Esta propuesta de fotografiar algo más que cuerpos inmóviles, se apoyaba en un
antecedente tecnológico: a finales de la década de 1880 los avances en la investigación química hicieron posible que la Eastman Dry Plate Company desarrollara y pusiera en el
mercado emulsiones más sensibles y películas flexibles, inicialmente ligadas a un soporte
de papel. Ambas características supusieron una enorme ventaja para todos aquellos fotógrafos obligados a transportar su equipo. La cámara se independizaba del trípode al disminuir el tiempo requerido para la exposición a la luz y, al mismo tiempo, dejaban de ser
imprescindibles las pesadas y frágiles placas de vidrio, tan incómodas de transportar. Un
nuevo término, el de instantánea, hace su entrada en el escenario de la fotografía. También
se conseguía acortar el tiempo transcurrido entre dos fotografías seguidas: la película evitaba la lenta recarga de la cámara tras cada disparo. El acceso a una mayor espontaneidad
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Fig. 1.- Única fotografía publicada
en el libro de Höhnel “Discovery
of Lakes Rudolf and Stephanie”,
en 1894. En la foto aparece Teleki
con salakof.
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se había convertido en una realidad. Es entonces, cuando los antropólogos empiezan a
considerar un nuevo enfoque de lo visual y a valorar la fotografía como una herramienta
imprescindible para su trabajo. Los antropólogos comienzan a usar la cámara como la utilizamos hoy día: como un instrumento familiar que facilita la exploración del mundo.
Sin embargo habrá que esperar a la década de los años 30 del pasado siglo para
que la fotografía empleada por los modernos antropólogos reciba un
mayor reconocimiento y adquiera un carácter científico y una mayor independencia de los textos y descripciones. A partir de entonces a las fotografías se les otorga voz propia y se considerarán material de estudio de primera mano. Entre los pioneros se encuentran el etnólogo francés Marcel
Griaule, director de la Misión Dakar-Djibuti (1931-1932), y los antropólogos Margaret Mead y Gregory Bateson que a finales de los años 30 integran fotos y cine en un proyecto de investigación en Bali y Nueva Guinea.
Griaule, discípulo de Marcel Mauss, llega a utilizar varias cámaras a la vez,
realiza series para mostrar los procesos de fabricación de objetos y, en las
acciones fotografiadas, llegará a actuar como un director de fotografía en
un montaje cinematográfico a gran escala (López, 2007, 117). Mead y
Bateson aplicarán un sistematismo esencialmente cuantitativo, llegando a
producir más de 25.000 fotos y 6.000 metros de película (Bonte e Izard,
2005, 164). En su trabajo de Bali les interesaba la comunicación gestual y,
evidentemente, la obtención de imágenes era esencial.
Fig. 2.- Portada del libro publicado en Bucarest con las fotos de la
expedición de Teleki y Höhnel en
el Valle del Omo. Año 1977.
Primeras fotografías en el valle del Omo, el norte de Australia, y las tierras
altas de Papúa
Los primeros encuentros fotográficos en las regiones que nos ocupan se
producirán entre 1887 y 1938, unos años ya alejados de los inicios tanto de la fotografía como de la antropología. En estas tres regiones los primeros occidentales que accedieron provistos de cámaras fotográficas coincidían en su interés prioritario por la naturaleza y por carecer de una formación específica en el campo de la antropología y, a
excepción de Baldwin Spencer, también en el de la fotografía. Para estos primeros exploradores la cámara era una simple herramienta auxiliar sin un propósito claramente definido. Ninguno de ellos aparece citado en las historias al uso de la fotografía y tampoco
en las historias de la antropología. A pesar de ello, y como afirma Demetrio Brisset,
“tanto las fotos obtenidas en investigaciones etnográficas como las procedentes de cualquier autoría para usos diversos, pueden aportar valiosas informaciones culturales, siempre que se las sepa interrogar adecuadamente” (Brisset, 2004, 1). Cabe recordar que
vivimos un momento de puesta en valor de un tipo de fotografía antigua que, realizada
sin grandes pretensiones, incluso en el ámbito doméstico o en el estudio fotográfico
rural, aporta un acceso a la comprensión del pasado a través de la simple visualización
de rostros, posturas, actitudes, ropas y otros objetos materiales.
El valle del Omo (1887-1888)
En el caso de los pueblos del valle del río Omo la historia fotográfica se inicia con la expedición del conde húngaro Samuel Teleki, en 1887. A Teleki, que en un principio tenía
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como objetivo organizar un recorrido cinegético, le convenció el oficial naval austriaco
Ludwig Ritter von Höhnel para reorientar la expedición hacia fines geográficos. Su viaje
se convirtió en la exploración austrohúngara de mayor éxito por tierras africanas, llegando a descubrir para el mundo occidental el lago Turkana (bautizado entonces como lago
Rodolfo en honor al príncipe heredero de Austria). En sus más de 3.000 km recorridos
por una región que hoy se reparten
entre Etiopía y Kenia, Teleki y
Höhnel recogieron muestras y datos
sobre la fauna, la flora y el clima, y
reunieron una colección de más de
400 objetos etnográficos (Borsos,
2005). Pero lo que resulta más interesante en el contexto de este artículo es que establecieron contacto por
primera vez con algunas tribus del
valle del río Omo y que fueron los
pioneros en el uso de la fotografía en
aquella zona. De las fotografías son
autores el mismo Teleki, Höhnel y
un acompañante africano (caso
inédito en el que un “no blanco”
hacía uso de la cámara). De estas
fotografías, que se repartieron entre los dos europeos al término de la expedición, sólo se
publicó una en la obra en dos volúmenes donde Höhnel, en 1894, da cuenta de los avatares y los logros de su viaje (fig. 1). Ahora bien, como era muy común en la época dada
la dificultad de conseguir unas impresiones de calidad del material fotográfico, se utilizaron como base de los grabados, mucho más fáciles de imprimir, que ilustran el libro. Las
dos partes en las que quedó dividida la colección de fotos sufrieron suertes distintas. Las
fotos que habían quedado en poder de Höhnel fueron destruidas durante la Segunda
Guerra Mundial, mientras que la colección que guardaba Teleki en el castillo de su familia fue recuperada en los últimos años de la década de 1940 y publicada en 1977 por
Lajos Erdélyi (fig. 2). Estas fotografías fueron hechas en un tiempo de avances técnicos
que facilitaban el uso de la cámara y, en cierta medida, pueden considerarse precursoras
de la moderna fotografía de viaje. No se limitan a los paisajes e incluyen escenas con grupos humanos donde ha desaparecido la excesiva teatralización en el posado.
Los dos autores que han publicado sobre esta colección, Borsos y Erdélyi, coinciden en adjudicar a estas fotografías un nivel de calidad alto, a pesar de que mantienen
alguna discrepancia. Para Erdélyi las fotos de la expedición de Teleki son las primeras de la
exploración del África ecuatorial, mientras que Borsos, sin desmerecer la calidad y el interés de esta colección, cita otras expediciones y concede al viaje del famoso Dr. Livingstone
entre 1858 y 1864, el mérito de ser la primera exploración africana que hace uso de la
fotografía. En el relato publicado del viaje del Dr. Livingstone (Livingstone y Livingstone,
1865) sucede lo mismo que con el libro de Höhnel: las imágenes que acompañan al texto
son grabados, aunque muchos de ellos han sido dibujados a partir de fotografías.
32 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 3.- Jóvenes aborígenes danzando después de la extracción de
un diente. Spencer y Gillen, 1901.
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Fig. 4.- Libro publicado en
Australia (2005) con una selección
de las fotos de Spencer y Gillen.
Fig. 5.- Escena con aborígenes
recreada en el estudio del fotógrafo.
Obsérvese el uso artificial de pieles
para cubrirse . J. W. Lindt. c.a. 1873.
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El norte de Australia (1901 y 1912)
Treinta años antes del uso sistemático de las imágenes por parte de los antropólogos, el
biólogo y explorador Baldwin Spencer, junto con su socio y amigo Frank Gillen, un
empleado de telégrafos, se adelantarán a su tiempo haciendo un uso moderno y exhaustivo de la herramienta fotográfica. En sus viajes de 1901 y 1912 por las tierras del norte
de Australia llegarán a utilizar más de 2.000 m de película para filmar y fotografiar
la vida diaria y ceremonial de los aborígenes. Spencer mantuvo un registro diario
de todas sus observaciones hasta el punto de pretender construir, en línea con su
formación original como científico, una historia natural de esa sociedad. Su fotografía inicia la línea del documentalismo que años más tarde emprenderán reporteros de todo el mundo. Manejan la cámara de una forma radicalmente novedosa,
fotografiando las mismas escenas desde ángulos diferentes y recogiendo series y
secuencias fotográficas de procesos (construcción de herramientas, elaboración de
cuerdas, encendido del fuego, etc.) y de ritos ceremoniales diversos (fig. 3). Además
hacen un buen uso de los diafragmas para ejercer un control sobre la profundidad
de campo, disminuyéndola en los retratos para desenfocar el fondo y así centrar la
atención en las personas fotografiadas, y aumentándola en los paisajes. También
consiguen una amplia gama tonal en sus negativos, lo que permite mostrar los rostros con todo detalle a pesar de las dificultades que entraña fotografiar a personas
de piel oscura a pleno sol. Estas colecciones de fotografías son poco conocidas fuera
de Australia. Allí se encuentran archivados los miles de negativos de los dos autores: en el South Australian Museum de Adelaida las de Gillen, y en el Victoria
Museum de Melbourne las realizadas conjuntamente por Spencer y Gillen. Con fotografías de esta última colección se ha publicado recientemente (Batty et alii, 2005) un libro
donde se puede comprobar la frescura de unas imágenes que no han envejecido a pesar
del tiempo transcurrido (fig.4).
Spencer y Gillen no son los primeros en fotografiar aborígenes australianos. Unos años antes, en el sur, el fotógrafo de origen alemán John W. Lindt
había realizado un trabajo, con unas características muy diferentes, cuya comparación resulta muy ilustrativa. Lindt, para facilitar la obtención de las fotografías y mejorar el control técnico de la toma, trasladó a los aborígenes a un estudio
donde recreó, incluso con plantas recogidas del entorno real, escenarios de la
vida cotidiana aborigen. Frente a un fondo artificial y sobre un suelo de madera sobre el que se esparcía hojarasca, se disponían, a modo de grupo escultórico,
uno o varios aborígenes junto a utensilios diversos y armas, llegando a recrear,
incluso, escenas de caza (fig. 5). Muchas de estas fotografías aparecieron en el
Picturesque Atlas of Australasia (1886-1888), una publicación por fascículos de
gran éxito y difusión en aquellos años. Las fotos de Lindt, calificadas por Tony
Hughes-d’Aeth (1999), de ingénuas y siniestras al mismo tiempo, sirven a una
visión “extincionista” de los aborígenes. Junto a ellas aparecen afirmaciones
como ésta: “Dondequiera que los negros australianos han entrado en contacto
con el hombre blanco, se están extinguiendo rápidamente”.... “su extinción final
de la escena parece ser sólo una cuestión de tiempo” (Garran, 1886, 714). Por el contrario, las fotografías de Spencer y Gillen, enclavadas en lo que González Alcantud
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(1999, 39) considera como “fotografía expedicionaria nativista”, centran su interés en el
comportamiento colectivo, están tomadas directamente en el entorno natural y rompen
con el hieratismo anterior. Lástima que sus fotos, al contrario de las de Lindt que llegaron a exhibirse en Nueva York, no tuvieran, en aquellos años, un eco y un reconocimiento fuera de Australia. Hubieran supuesto una renovación en las formas de mirar.
Las Tierras Altas de Papúa (1938 y 1961)
Corre el año 1938. La fotografía se ha convertido en una práctica social extendida y divulgada por numerosos medios impresos. Grandes fotógrafos han recorrido un mundo lleno de conflictos. Cartier-Bresson, André Kerstész y Robert Capa
ya han hecho algunas de sus mejores fotos. La cámara Leica, capaz de disparar a
1/1000 de segundo, se ha abierto paso en el terreno del fotoperiodismo y del documentalismo. Al mismo tiempo, la tensa situación que se vive a escala internacional ha hecho decaer el interés por lo exótico. Los millones de postales con imágenes de tipos humanos pertenecientes a otras culturas que se habían puesto de
moda en Europa a principios del siglo XX, pasaron a la historia. Y es en ese contexto cuando un hidroavión fletado y pilotado por el millonario y naturalista estadounidense Richard Archbold, aterriza en un lago de las tierras altas de Papúa y se
encuentra con un valle habitado por más de 60.000 personas cuya existencia era
desconocida. La expedición tenía un interés prioritario por la fauna y por la flora,
y en el avión, junto a Archbold, completaban el equipo científico un ornitólogo,
un botánico y un experto en mamíferos. La etnografía no estaba entre los propósitos de este viaje y eso se puede apreciar en el artículo publicado en el National
Geographic de marzo de 1941 (Archbold). En dicho artículo, publicado más de dos años
después del descubrimiento, aparecen tantas fotos de los pobladores del valle como de los
porteadores trasladados desde Borneo. De hecho, son los militares holandeses de la escolta, como administradores durante aquellos años de estas tierras, los que muestran un
mayor interés por sus pobladores. Las fotografías publicadas junto al artículo de National
Geographic carecen de autoría personal y todas se adjudican directamente a la expedición.
Este archivo fotográfico, compuesto mayoritariamente de fotografías de flora, fauna y paisaje, y de fotografías del grupo de exploradores con la presencia del hidroavión, se encuentra depositado en el American Museun of Natural History de Nueva York (fig.6-7).
Habrá que esperar al año 1961 para que una expedición organizada por el Museo
Peabody de la Universidad de Harvard, concretamente por el Film Study Center, una
nueva sección del museo que se acababa de crear, se plantee un exhaustivo registro fotográfico de las tribus que habitan estas tierras altas de Papúa. Hasta ese año el contacto
con el exterior de los habitantes del valle había sido escaso y esporádico. Durante la
segunda guerra mundial fue sobrevolada la zona por la aviación norteamericana con el
objeto de establecer una base de operaciones que al final fue desestimada. Incluso se
produjo un accidente de aviación y la zona fue recorrida por una misión de rescate, pero
este contacto no pasó de ser un hecho anecdótico. De modo que cuando los integrantes de la expedición Peabody-Harvard llegan en 1961 se encuentran con un territorio
casi virgen de la influencia exterior, aunque los primeros misioneros ya habían visitado
la zona, y califican a sus gentes -los dani- como “...tribus de granjeros y guerreros que
34 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 6.- Número de National
Geographic de marzo de 1941 donde
se divulgaron los hallazgos de la
expedición Archbold en Papua.
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viven en el neolítico al margen de cualquier forma de civilización moderna”. El valor del
material fotográfico que obtuvieron (y también del cinematográfico) es inmenso y es
el resultado de un minucioso e intenso trabajo antropológico. Efectivamente, el grupo
de fotóantropólogos de la expedición, formado por Jan Th. Broekhuijse, Eliot Elisifon,
Robert Gardner, Karl G. Heider, Peter Matthiessen, Samuel Putnam y Michael C.
Rockefeller, supo entablar unas relaciones con los dani basadas en la confianza mutua y de esta forma acceder a su vida
cotidiana perturbándola lo menos posible. El resultado fueron más de 18.000 fotografías en blanco y negro y 8.500 en
color tomadas entre febrero de 1961 y diciembre de 1963.
Con una selección de 337 imágenes de esta enorme colección se compuso uno de los mejores relatos de la antropología visual: Gardens of War. Life and Death in the New Guinea
Stone Age (Gardner y Heider: 1974) (fig.8). Margaret Mead
afirma en su prólogo:
Fig. 7.- Grupo de hombres dani,
fotografiados por la expedición
Archbold en 1938. Foto American
Museum of Natural History de
Nueva York.
“Obtener estas imágenes significó muchos meses de trabajo paciente, requerido para establecer una base, y aprender a hablar, a entender y a conocer a aquellas gentes. Pero las fotografías mismas son
lo que muchos de nosotros podíamos haber visto si hubiéramos
estado allí. No son fotos cándidas robadas de forma sutil a personas desprevenidas; no
son acontecimientos artificiosamente construidos sólo para la cámara y divorciados de
la vida real: la participación es auténtica. Son fotos tomadas por quienes estaban - y se
sabía que estaban allí - en medio de aquella próspera sociedad”.
En este libro, donde el relato es predominantemente visual, con escasas páginas
dedicadas al texto, se abordan, entre otras, cuestiones como el juego, la violencia, el mundo mágico y la obtención del alimento. Lo que hace especial a
este trabajo es el momento en el que se realiza, donde confluyen unas condiciones técnicas avanzadas, cierta independencia de intereses coloniales por
parte de los fotógrafos, una formación antropológica de los participantes y
unas tribus, compuestas por varias decenas de miles de individuos, que mantenían sus costumbres tradicionales alejadas de interferencias exteriores. Hoy
sería imposible repetir una experiencia similar.
La mirada de la cámara, hoy
Nada tan falso como describir la realidad
Walter Shunt
Fig. 8.- Gardens of War, publicado
en 1974, es un relato antropológico de las tierras altas de Papua
donde predominan las imágenes.
Mucho ha cambiado el mundo de la fotografía desde las fotos que se hicieron
en la expedición de Teleki hasta nuestros días. La revolución digital ha hecho
posible obtener tantas imágenes en unos minutos como todas las que consiguieron aquellos primeros expedicionarios del valle del Omo en todo un año.
Pero tal vez no sea la evolución tecnológica lo que más ha trastocado el hecho fotográfico frente al otro. Los cambios producidos en el comercio mundial asociados al fenó-
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meno de la globalización y la facilidad de viajar a cualquier lugar recóndito del planeta
han desbaratado muchas peculiaridades culturales y, quizás, el otro lejano ha pasado a ser
menos otro. Aún así, con la mayoría de los viajeros sucede un fenómeno curioso: el
número de fotografías obtenidas de los habitantes del lugar de destino es directamente
proporcional a la distancia cultural. Nadie regresa de Francia cargado con retratos de
franceses. Malinowsky (1922) escribió que los tiempos que describían
a los indígenas como una caricatura grotesca e infantil del ser humano
habían pasado. Pero fue una afirmación prematura. Se sigue buscando
lo raro, lo efectista, lo singular, incluso lo caricaturesco. Y eso tiene sus
consecuencias dado que el número de cámaras dispersas desde hace
décadas por la superficie del globo es inmenso. Al mismo tiempo, el
otro fotografiado ha aprendido a atraer la mirada de la cámara, ha
aprendido a conocer lo que buscan los fotógrafos, sean éstos turistas o
etnógrafos. Y ha aprendido, en definitiva, a sacar un provecho totalmente legítimo de ese interés desmedido por parte del intruso, generalmente occidental o japonés, por unas imágenes que, a su regreso a
casa, certifiquen su estancia entre “salvajes”. Este fenómeno de los viajeros que supeditan su experiencia de viajar a la cámara fotográfica ya
fue analizado de forma lúcida por Susan Sontag (1977). Sontag llega
a afirmar que, para muchos, sin fotografía, no habría viaje. Como consecuencia positiva del uso masivo de la fotografía podría citarse cierto
empuje a favor de mantener unas tradiciones, que sin la presencia de
ese ojo curioso, se habrían ido desvaneciendo hasta desaparecer por
completo. No obstante, en muchas ocasiones van a ser tradiciones teatralizadas y, como las tradiciones que sirven de pretexto para las fiestas
en los países del primer mundo, quedarán más próximas del simulacro
que de la realidad cotidiana. El etnógrafo
no puede caer en esa trampa. El caso de los
mursi, en el valle del Omo es paradigmático. En los últimos años, a partir de la llegada de turistas a su territorio, los miembros
de esta tribu adornan sus cuerpos de forma
exagerada y llamativa con pinturas y objetos variopintos, seguramente con el propósito de atraer el interés de la cámara y conseguir unas pocas monedas a cambio de
dejarse fotografiar (figs. 9 y 10).
La cámara, que nunca fue inocente, ha adquirido un papel clave en la adaptación y, por tanto, modificación, de las
culturas nativas. A pesar de los vaivenes
conceptuales a los que actualmente se ve
sometida la fotografía y a pesar de las dudas
que surgen sobre su credibilidad a partir de
36 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
fig. 9.- Mujer mursi con un tocado de mazorcas de maíz.
Fig. 10- Grupo de turistas americanos fotografiando una ceremonia hamer.
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la era digital, su difusión y democratización han posibilitado una mayor demanda y
comprensión de las imágenes. Cada vez más, la fotografía interviene e influye no sólo
en la configuración de nuestras ideas y en la visión que tenemos del mundo y de sus
gentes, sino también, de manera directa, en el mundo y en sus gentes. La fotografía, una
vez explicitados y entendidos sus códigos, posibilita la transmisión de realidades de
otros pueblos, incluso de otros tiempos. Pero para ello es necesario explicitar las limitaciones del medio fotográfico haciendo patente el engaño al que se ve sometido el ojo
que examina una fotografía. Es preciso aprender a leer las fotografías como un artefacto que media entre la realidad y el observador para no confundir la imagen con la realidad de un determinado contexto social o cultural. Y hay que entender que la cámara
no es un instrumento aséptico y que su uso y su presencia alteran la realidad.
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EL PAPEL DE LA FOTOGRAFÍA EN EL ENCUENTRO CON EL OTRO
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TIERRA DE ARNHEM, BAJO OMO
Y TIERRAS ALTAS DE PAPÚA.
LOS PRIMEROS CONTACTOS
JUAN SALAZAR
A lo largo del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX las políticas colonialistas de las principales potencias europeas, Estados Unidos y Japón transformaron el
mundo en un gran mercado comercial. Un desarrollo económico sin precedentes, una
abrumadora superioridad militar y tecnológica, así como grandes mejoras en los medios
de transporte permitieron a diversos países occidentales acceder a nuevos mercados,
productos y mano de obra, provocando profundos cambios a escala mundial. Como
consecuencia de ello, en este siglo y medio, más de 50 millones de indígenas, con economías basadas en la agricultura, la ganadería y la caza-recolección, fueron exterminados (Lee y Heywood, 1999).
La llegada de exploradores, militares, colonos, misioneros y antropólogos a los
nuevos territorios creó una serie de situaciones de contacto que se plasmaron en multitud de relatos. Hoy esa documentación nos permite reconstruir esos encuentros desde
un doble punto de vista ya que, con frecuencia, reflejaban no sólo sus opiniones y valoraciones sino las de los habitantes que encontraban. Mucho más difícil resulta obtener
documentación y evidencias de lo que esa llegada significó para las poblaciones nativas.
Aún así, el recuerdo de esos primeros encuentros ha permanecido vivo, a través de la
historia oral, en la memoria colectiva de estos pueblos. Más recientemente, el trabajo
de diversos investigadores en colaboración con miembros de comunidades indígenas ha
permitido plasmar la otra versión de los acontecimientos.
A menudo se ha presentado el primer contacto con la cultura occidental como
el inicio de la Historia de los grupos indígenas. Deberíamos tener presente que los procesos de cambio histórico ya existían antes de ese primer encuentro e intentar alejar esa
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visión de pueblos sin “profundidad histórica”, de culturas aisladas o “ancladas en la prehistoria” que aún hoy se utiliza como reclamo comercial.
En este artículo analizaremos esos primeros encuentros entre occidente y las
comunidades indígenas tomando como ejemplo las tres áreas geográficas tratadas en el
presente catálogo y objeto de la exposición “Mundos Tribales”: la Tierra de Arnhem en
Australia, el Bajo Omo en Etiopía y las Tierras Altas de Papúa. Intentaremos hacerlo
desde un doble punto de vista, el occidental y el de las mencionadas comunidades. Los
estados que controlaban esos territorios imprimieron dinámicas propias a la hora de
explorar y colonizar las nuevas tierras, por ello los primeros contactos ocurrieron de formas distintas. Así, por ejemplo, la violencia de los encuentros en el Bajo Omo y el norte
de Australia, a mediados y finales del siglo XIX, contrasta con la llegada relativamente
“pacífica” de las primeras expediciones a las Tierras Altas de Papúa, en los años 30.
La Tierra de Arnhem (Norte de Australia)
“Una de las distracciones preferidas era cazar aborígenes; se elegía el día
y se invitaba a los colonos vecinos, junto con sus familias, a una comida al aire libre… tras el ágape todo era regocijo y alegría, mientras los
caballeros que formaban la partida tomaban sus armas y perros y,
acompañados por dos o tres sirvientes presidiarios, recorrían los matorrales en busca de negros.
A veces regresaban sin diversión; otras, conseguían matar a una mujer
o, si tenían suerte, a un hombre o dos.”
H.M. Hull. Experience of Forty Years in Tasmania (1895).
(Burenbult, 1994, 85)
Este testimonio, lejos de ser un caso excepcional, refleja el trato al que se vieron sometidos los aborígenes australianos desde la llegada de los británicos a Australia a finales del
siglo XVIII. Aunque este relato procede de la isla de Tasmania, se repitieron actos similares por todo el continente. En el extremo norte de Australia, en Arnhem, su aislamiento, debido a las condiciones geográficas y climatológicas, permitió a las poblaciones aborígenes evitar, hasta bien entrado el siglo XIX, los violentos procesos de exterminio que
se daban en el sur de Australia desde finales del XVIII. La ausencia de buenos puertos
naturales y una vegetación de manglar en la costa, dificultaban el anclaje de barcos. La
presencia de grandes ríos y humedales en las zonas costeras y la escasez de tierras altas
habitables, protegidas de las frecuentes inundaciones, ralentizaron la colonización británica que, desde principios de siglo XIX, llevó a cabo diversos intentos infructuosos. El
clima tropical, marcado por el monzón, y la consiguiente creación de grandes zonas inundadas durante gran parte del año propiciaba el ambiente perfecto para la presencia de
enfermedades tropicales como la malaria. Aunque los británicos consideraron este territorio Terra Nulis o Tierra de Nadie, decenas de grupos indígenas habitaban sus costas y
colinas, establecían intercambios comerciales y culturales entre ellos y desarrollaban unas
sociedades dinámicas y perfectamente adaptadas a su entorno, basadas en la recolección
y en la caza. Cuando se inició la ocupación europea se calcula que, sólo en la Tierra de
Arnhem, existía una población de entre 35.000 y 70.000 aborígenes (Gardner, 1990).
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Barcos portugueses y holandeses visitaron y exploraron esporádicamente la costa
norte de Australia durante el siglo XVII contactando por primera vez con diversos grupos aborígenes (fig.1); pero habría que esperar a principios del siglo XIX para que se produjesen los primeros intentos de asentamiento en la zona, en este caso por iniciativa británica. Diversas expediciones recorrieron el territorio. En 1844, Ludwig Leichhadt cruzó
gran parte de la tierra de Arnhem;
Ausgustus Charles Gregory, en
1855, y posteriormente John
McDovall Stuart, en 1862, exploraron el territorio del norte buscando pastos para futuros ranchos
ganaderos (Smith, 2004). Entre
1870 y 1872, la construcción de la
línea terrestre de telégrafos y el
descubrimiento de oro atrajeron a
numerosos colonos a la zona, nuevos habitantes que irían ocupando
el territorio indígena. Un movimiento en gran medida organizado por las compañías ganaderas
que pasaron a dominar miles de
kilómetros cuadrados. La fundación de la actual capital, Darwin,
se produce en ese momento, el 5
de febrero de 1869.
Pero antes de que los británicos se interesasen por la costa norte de Australia,
otros contactos se venían realizando desde hacía décadas, posiblemente siglos: barcos
originarios de Macassar (en la actual provincia Indonesia de Sulawesi) visitaban la
zona para explotar sus recursos naturales. Desde el siglo XVIII los relatos de viajeros
europeos documentan la presencia de estos barcos dedicados a la pesca del trepang, un
gusano marino muy apreciado en los mercados asiáticos como producto alimenticio
y asociado, por la tradición china, a poderes mágicos. Una flota de hasta 60 barcos
acudía todos los años al norte de Australia - territorio conocido por estos pescadores
como Margae -, recorriendo sus costas de diciembre a marzo y procesando el trepang
en campamentos temporales terrestres. Aparte de la pesca del trepang los macassan
intercambiaban con los aborígenes diversos productos. Harry Makarrwala, del grupo
yolngu, en una entrevista con W. Lloyd Warner en 1926 relataba:
“…nuestro país tiene salida al mar en un solo lugar de la bahía de Arnhem. Fue aquí
donde vimos a los macassan. Traían regalos como arroz, jarabe, calicó, hachas, piraguas, cuchillos y ginebra. Nosotros les dimos nácar, perlas, caparazones de tortuga,
sándalo y otras maderas que ellos emplean en medicina. Les ayudamos a recolectar el
cohombro de mar (trepang)” (Mundine, 2002, 43).
40 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 1.- Barco europeo de dos palos
pintado en un abrigo próximo a
Gumbalanya por aborígenes de la
Tierra de Arnhem. Foto Inés
Domingo.
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Fig. 2.- Hombre blanco con sombrero y en actitud de mandar pintado en el abrigo rupestre en la Tierra
de Arnhem. Foto Inés Domingo.
1.- Jerga.
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La presencia de los macassan parece remontarse a los inicios del siglo XVIII aunque existen evidencias históricas de que estos viajes comerciales podrían haber empezado hasta un siglo antes. La explotación comercial del trepang por parte de barcos indonesios perduró durante todo el siglo XIX y finalizó en 1907 cuando el gobierno australiano expulsó al último barco indonesio de sus costas. El continuo contacto a través de
los campamentos de procesamiento de este gusano marino
entre dos culturas no europeas fue, en la mayor parte de los
casos, pacífico y así ha quedado reflejado en la memoria oral
aborigen y en diversos relatos de exploradores europeos. El
escaso interés de los pescadores en ocupar permanentemente las tierras y el acuerdo entre ambos por el intercambio de
bienes preciados posibilitaron unas relaciones comerciales
estables que influyeron en las culturas aborígenes.
El uso de grandes canoas por parte de los aborígenes
parece ser una aportación de los macassan, que introdujeron
también el metal, el vidrio, las telas, las pipas y el tabaco así
como diversos alimentos y el alcohol. Este dinamismo
comercial tuvo su reflejo en la vida aborigen, apareciendo
prácticas culturales como la talla de madera y diversos mitos,
ceremonias y canciones recogidas a través de la memoria oral
y de determinadas pinturas rupestres. El hecho de mantener
una intensa actividad comercial durante siglos provocó el
asombro de los europeos. F. Napier, en 1867, cuenta como
los nativos de la bahía de Castlereag “…regateaban de forma
muy dura, por unas placas de concha de tortuga que querían
vender, no se sentían satisfechos con menos de un hacha”
(Macknight, 1972, 308). Otro aspecto de la importante
influencia macassan en el norte de Australia fue la creación de
una lengua franca basada en el idioma de estos pescadores.
Este hecho llamó la atención a los primeros viajeros
europeos en estas tierras, y así G.W. Earl, en 1842, comentaba “…si preguntas por vocablos, me quedo ridículamente
perplejo. Después de recoger muchas palabras, encuentro que estaba realizando un horrible patois1 del dialecto macasar, de hecho, casi todas las palabras que los nativos utilizan
con nosotros son de los macasar” (Macknigt 1972, 288). Incluso hoy en día muchas palabras aborígenes proceden de esos contactos. Un ejemplo es el nombre de balanda, utilizado por las comunidades aborígenes de Arnhem para designar a los blancos, que viene
de hollander (holandeses), nombre con el que los macassan designaban a todos los blancos. Las relaciones entre las dos culturas también posibilitaron el viaje de algunos aborígenes australianos a la capital de las Celebes (actual Sulawesi). “… a veces se llevaban a
nuestros hombres como miembros de la tripulación. Como a mi hermano, que ya era
muy viejo. Un año fue al país de Macasar. Eran hombres buenos… (Mundine, 2002, 42).
Fue en la segunda mitad del siglo XIX cuando comenzó la llegada masiva de
exploradores, los primeros colonos, misioneros y administradores blancos, transfor-
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mando radicalmente el modelo de vida aborigen. Las posibilidades de trabajo en los
ranchos y el descubrimiento de oro provocaron que, en el último tercio del siglo XIX,
el territorio del norte fuese ocupado de forma intensa y permanente por rancheros,
aventureros, mineros, fugitivos y jornaleros en busca de fortuna en las “nuevas” tierras.
La idea de ocupar una terra nulis, o tierra sin dueños, permitió desplazar a los grupos
aborígenes con facilidad y la violencia hacia la población nativa
formó parte de la vida en el nuevo
territorio. Ernestina Hill, tras
entrevistar a numerosos ganaderos, describe esa situación: “El
negocio de establecer un imperio
ganadero se basaba en matar. A
los nuevos ranchos se traían
negros para trabajar desde territorios alejados y menos problemáticos; estaban aterrados de los
negros de los matorrales” (Rose,
2000, 10) (Fig. 2).
Los yarralin, que habitan la
zona del río Victoria, se preguntaban “…por qué el hombre blanco
no les preguntó por las tierras para
poder haberles dicho que ya estaban ocupadas” y “si los blancos
estaban determinados a hacer la guerra, por qué no dieron rifles a los aborígenes para
que la lucha fuese igualada” (Rose, 2000, 187). Este grupo, todavía hoy, habla de cómo
se sentían al ser tratados como perros por los blancos; se les podía encadenar, se les atacaba, se les podía cazar, disparar y cuando un aborigen se ponía enfermo o envejecía se
le mataba, como harían los blancos con un perro herido o viejo (Bird, 2000).
Los testimonios nativos no dejan lugar a dudas; las primeras décadas de ocupación blanca del territorio se caracterizaron por las matanzas colectivas, el disparo a aborígenes, las palizas y los envenenamientos. Los aborígenes conocen estos años como
“killing times”2. David Daymirringu, del grupo yolngu, relata un ataque a la tribu
walaki : “…los ganaderos, tanto negros como blancos, rodearon la selva y, a medida
que se acercaban comenzaron a descargar sus armas contra los aborígenes que estaban
en los árboles (escondidos). Asesinaron a todos, salvo a un sólo hombre que había trepado muy alto, tan alto como pudo: él fue testigo de toda esa masacre” (Mundine,
2002, 44). Este exterminio también aparece reflejado en la memoria oral cuando
George Jaudaku recuerda: “Antes de que yo naciera había mucha gente en este país. La
gente (blancos) disparaba a la gente (aborígenes). En esta parcela, los blancos solían
perseguir y dispararles” (Smith, 2004, 15). En diversas zonas los aborígenes consiguieron articular una resistencia violenta a esa invasión creando zonas denominadas por los
blancos “bad nigger country”3.
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Fig. 3.- Baldwin Spencer junto a
un grupo de ancianos arrernte en
el centro de Australia en 1896.
Victoria Museum, Melbourne.
Australia.
2.- Tiempos de matanzas.
3.- Tierra de negros peligrosos
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Fig. 4.- Hombres gaagudju en ritual
funerario o moolil , los cestos y otras
posesiones de la difunta aparecen
colgados de los arbóles. Fotografía
de Baldwin Spencer (1912).
Victoria Museum, Melbourne.
Australia.
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Las escasas muertes de blancos a manos de aborígenes tuvieron represalias inmediatas en forma de ataques a comunidades enteras. Lindsay Crawford, administrador de
un rancho en 1895 explicaba: “…durante los últimos 10 años, de hecho desde que el
primer blanco se instaló aquí, no hemos mantenido ninguna comunicación con los
nativos, excepto con el rifle. Nunca se les permitió estar cerca de este rancho o de las
estaciones ganaderas, son demasiado traidores y belicosos” (Rose,
2000, 13).
La consecuencia de esta
etapa de violencia fue el exterminio, en algunas zonas, de grupos
enteros de indígenas, como los
karangpurru o los bilinara. Junto
a las masacres perpetradas por los
blancos, el contagio de enfermedades y los enfrentamientos entre
grupos aborígenes acabaron por
eliminar, en grandes áreas, al 90
% de la población nativa.
A principios del siglo XX,
los misioneros, en su intento de
cristianizar, “pacificar” y sedentarizar, crearon misiones por toda la
región transmitiendo a los aborígenes mensajes como: “Rezad a
Dios. No estéis en el lado que ha perdido. Venir al lado ganador” (Rose, 2000, 190)
ocasionando así profundos cambios en las formas de vida tradicionales.
Es en este escenario de violencia, ocupación y control del territorio cuando
Walter Baldwin Spencer y Frank Gillen realizaron el que se convertiría en el primer
estudio etnográfico de campo del Territorio del Norte, en 1901. Baldwin Spencer se
había graduado como biólogo en Oxford y tras un período de formación en Inglaterra
viajó a Australia para participar en la Expedición Científica Horn, la primera expedición realizada para estudiar la historia natural del centro del país, como zoólogo y
fotógrafo. Allí conoció al que sería su compañero de viajes, Frank Gillen, jefe de la
estación de telégrafos de Alice Spring y etnólogo aficionado. Ya antes habían realizado
un trabajo de campo etnográfico, con los arrernte, en el centro de Australia (fig. 3).
Publicaron sus investigaciones en el volumen “The Native Tribes of Central Australia”
(1899), obra clásica de la etnografía australiana. La documentación obtenida en este
estudio sigue siendo una referencia clave por su calidad e interés etnográfico (Batty et
alii, 2005). Spencer y Gillen trataron de mostrar, a través de la fotografía, no sólo a
personas y objetos, sino también ceremonias y escenas de gran dinamismo. En el viaje
al territorio del norte recorrieron de sur a norte la zona, realizando las primeras películas y grabaciones etnográficas y documentando la cultura material y los ciclos ceremoniales de numerosas comunidades (fig. 4).
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En su segundo viaje al norte de Australia en 1911, y formando parte del gobierno
de la Commonwealth como asesor en la gestión de los asuntos indígenas, Baldwin Spencer
tuvo la oportunidad de visitar numerosas comunidades aborígenes en las diferentes cuencas de los ríos, la costa y diversas islas. Su profundo conocimiento de las culturas estudiadas, su reconocida admiración por los grupos aborígenes y la participación de colaboradores locales que poseían conocimientos de las lenguas nativas le permitieron establecer unas
fluidas relaciones con numerosos ancianos que le introdujeron en un mundo religioso y
ceremonial hasta entonces inaccesible para los occidentales. Su trabajo en esta zona fue
publicado en 1904 con el título de “The Northern Tribes of Central Australia” con el objetivo de documentar unas culturas que, en su opinión, estaban destinadas a desaparecer.
Esta idea, junto a la certeza de que estas poblaciones representaban una versión deshumanizada de un estadio temprano en el desarrollo social humano fueron, en gran parte, fruto
del darwinismo social característico del período colonial (Mulvaney, 1990, 33-36).
El Bajo Omo (Etiopía)
“Incluso los guerreros retrocedían ante nosotros con gran aversión,
aparentemente no por miedo o timidez, sino por antipatía. Algo de
tabaco de primera calidad, que ofrecí a un hombre, fue rechazado
con indignación, a pesar de que todos los reshiat son aficionados a
mascar tabaco y tomarlo aspirado. El sentimiento de repulsión, no
obstante, pronto pasó y por la tarde unos doscientos hombres y
mujeres llenaron los alrededores y el interior del campamento, tocando y observando todas las cosas nuevas para ellos”.
(Höhnel, 1894, 157)
El valle del río Omo, en el sudoeste etíope, está situado en una zona de transición entre
las sabanas del Sudán, al oeste, las áridas estepas de Kenia, al sur, y las montañas etíopes, al norte. A lo largo de la historia diversos movimientos migratorios han supuesto
la llegada de la ganadería, la domesticación de diversas especies vegetales o la metalurgia a esta zona. Hoy en día, el valle del Omo es una babel de etnias y lenguas, uno de
los espacios culturales más ricos de África.
A finales del siglo XIX y en plena carrera colonial, la zona del río Omo fue escenario de diversas expediciones dirigidas por europeos y americanos. La pugna entre las
distintas potencias por afianzarse en el continente africano y el desconocimiento del
curso y desembocadura del Río Omo fueron los motivos que incentivaron estas exploraciones. Aunque no fueron los únicos, también en este período, el Emperador Menelik
II intentó someter, a través de diversas campañas militares, la región a la monarquía
Abisinia.
Podemos reconstruir ese primer contacto entre los occidentales y los habitantes del
valle. Si bien los encuentros están documentados a partir de finales del siglo XIX, anteriormente, comerciantes de marfil de origen africano recorrieron la zona durante décadas,
intercambiando diversos productos como cuentas, cobre, etc., con los pueblos indígenas.
El conde húngaro Samuel Teleki y el oficial naval y cartógrafo austriaco
Ludwig von Höhnel fueron los primeros occidentales que llegaron a la zona en 1887,
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en una expedición promovida desde el Imperio Austrohúngaro. La expedición, que,
llegando desde el sur (actual Kenia), “descubrió” para occidente los actuales lagos
Turkana (bautizado lago Rodolfo en honor al príncipe heredero del Imperio
Austrohúngaro) y Chef Bahir (Lago Estefanía), tenía un interés eminentemente geográfico y cinegético y consideró a los pueblos que habitaban la zona como una parte
más del paisaje africano. Sólo
cuando establecieron relaciones
con un grupo no contactado hasta
el momento por occidentales, los
reshiat (actualmente conocidos
como dassanech, en el bajo río
Omo), se evidenció la importancia del suceso para los europeos.
Los hechos ocurrieron el miércoles 4 de abril de 1888:
Fig. 5.- Grabado titulado “escena de
campo entre los reshiat” que muestra
a Hönel y Teleki junto a varios dassanech. Publicado originalmente
en “Ostäquatorial Afrika zwischen
Pangani und dem neuentdeckten
Rudolf-see” (1890).
“Este fue quizás el día más interesante
de todo nuestro viaje, ya que ahora
estábamos por primera vez cara a cara
con gente totalmente desconocida. Y
la forma en la que estos nativos, que
habían vivido tranquilamente lejos del
resto del mundo hasta ahora, nos recibieron en este primer día de llegada
fue tan simple y tan diferente a las
experiencias relatadas por los viajeros africanos que no podíamos sobreponernos a nuestro asombro” (Höhnel, 1894, 155) (fig. 5).
Inmediatamente se iniciaron intercambios comerciales. La expedición necesitaba de abundantes alimentos pero, para su sorpresa, los reshiat no se mostraron entusiasmados “El hierro no tenía valor, no se interesaban por nuestras cosas, y pensaron
que nuestras pequeñas cuentas eran semillas. La única cosa que les llamaba la atención eran las grandes cuentas azules “ukuta”, las cuales, a pesar de que no las habían
visto antes, las llamaron inmediatamente Tcharra o Tchalla.” (Höhnel, 1894, 157).
Estas dificultades para comerciar con los reshiat, con artículos totalmente desconocidos para ellos, se describen en diversos momentos del relato, siendo causa de sorpresa y malestar en Teleki y Hönel “A pesar de la variedad y calidad de las mercancías que habíamos traído para comerciar no fuimos capaces de comprar nada aquí
excepto dhurra (harina de sorgo), pescado, leche, y algunas bagatelas, no porque a los
reshiat les importara comerciar con su ganado sino porque a ellos no les interesaba
nada de lo que les ofrecíamos a cambio.” (Höhnel, 1894, 167). La actitud poco
receptiva de los reshiat queda bien reflejada en la respuesta de uno de los ancianos,
recogida por Höhnel: “No queremos vuestro hierro.....vuestras cosas no valen nada y
vuestras cuentas son demasiado pequeñas ” (Höhnel, 1894, 174). Las descripciones
que realizan los expedicionarios nos permiten conocer diferentes aspectos de la vida
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cotidiana de los dassanech a finales de siglo XIX. “Poseían miles de cabezas de ganado vacuno, cabras, ovejas y cientos de burros… Cultivaban un poco de tabaco de baja
calidad, ya que podían comprar uno barato y de mejor calidad a sus vecinos más cercanos. Ambos sexos son aficionados a mascarlo. El café es comprado a los aro (actualmente conocidos como ari) a través de intermediarios kerre (o karo). El total de la
población reshiat es de unas 2.000 a 3.000 personas…” (Höhnel,
1894, 167). Gracias a este relato disponemos también de las primeras referencias a los diversos grupos étnicos que poblaban la zona:
los marle (hoy asimilados en el grupo nyantiangyon), los amárr
(conocidos hoy como hamer), los bachada (bashada), los yurkana,
los buma (bume), los budu, los kerre (karo), los murdu/murzu
(mursi), y los borana, entre otros (Höhnel, 1894, 168-169) (fig. 6).
Si bien todo el relato esta impregnado de una actitud colonial basada en la superioridad del hombre blanco, Ludwig von Höhnel resalta algunos aspectos “positivos” de los danassech. La capacidad oratoria del interlocutor principal de los danassech así como la conducta general de los mismos impresionan a Hönel “Estaba dotado
no solo de un sorprendente autocontrol, sino de una cabeza extremadamente clara y con habilidades diplomáticas” (Höhnel, 1894,
173). “No intentaron mendigar o robar, no eran ni impertinentes
ni tímidos, y tuvieron este comportamiento satisfactorio del primero al ultimo” (Höhnel, 1894, 163). Las fuertes tensiones con los
danassech que les impedían cruzar su territorio, tensiones que llegaron casi a un enfrentamiento armado, obligaron a la expedición a
regresar hacia el sur. Las últimas palabras de un anciano, interlocutor con la expedición fueron, por si tenían intención de volver: “No
olvidéis las cuentas tcharra” (Höhnel, 1894, 208).
Siete años después de la expedición austrohúngara, el médico
norteamericano A. Donaldson Smith organizó, con fondos privados propios, diversos
viajes cinegéticos y de exploración por la zona, aunque sin claros objetivos científicos.
Fue el primer occidental en llegar al lago Turkana desde la vecina Somalia, en 1895 y
en su camino estableció contacto, por primera vez, con diversos grupos étnicos del sudoeste etíope. El relato de Donaldson Through unknown African countries refleja la actitud, general en la época, de superioridad tanto con los habitantes de la zona “…los salvajes no tienen un gran dominio del lenguaje, expresando sus emociones con pantomimas, acompañando cada gesto con exclamaciones ruidosas.” (Grinke, 2007, 130),
como con los hombres de su propia expedición “…los otros cuatro gurkas (etnia del
norte de la India) tenían rajput u otra sangre en sus venas, y es con remordimiento que
los mirase como a seres humanos” (Donaldson, 1900, 602 ). Su contacto con los habitantes del Omo aparece marcado por este continuo intento de demostrar la superioridad del hombre blanco mediante el uso de armas de fuego, cohetes y demás adelantos
tecnológicos (fig. 7). Gracias a la memoria oral arbore tenemos un relato de ese primer
contacto. Horra Surra, anciano de esta etnia, relata:
46 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 6.- Grabado de una mujer
buma (actualmente conocidos
como bume) en el que se aprecia el
plato labial. “Ostäquatorial Afrika
zwischen Pangani und dem
neuentdeckten Rudolf-see” (1890).
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“…ellos (arbore) se aproximaron y vieron al hombre blanco y a sus acompañantes. Se
quedaron parados en el lugar, pero el hombre blanco les indicó que se acercasen. Ellos
lo hicieron... El hombre blanco les pidió que le enseñasen como utilizaban el arco y las
flechas para matar animales salvajes…. La flecha fue un poco corta para alcanzar al animal salvaje. Repitieron la acción y, otra vez, la flecha no alcanzó al animal salvaje.
Entonces, el hombre blanco sacó su rifle, apuntó a las cabras salvajes,
disparó y las mató. De nuevo apuntó a otra cabra y la mató también.
¡Veis esto! Se jactó el hombre blanco. Los arbore asintieron, “Sí.
Estaban impresionados por las acciones del hombre blanco” (Grinke,
2007, 134).
Donaldson describió un ataque por parte de los arbore a
raíz de las tensiones surgidas entre la expedición y este grupo
étnico. La escaramuza provocó numerosas bajas entre los arbore,
que desconocían el poder de las armas de fuego. Este ataque perdura en la memoria oral arbore siendo una de las historias más
repetidas entre los hor, uno de los clanes de esta etnia:
“…el hombre blanco era blanco como el ganado y tenía un palo de
fuego rojo. Los de Marle (poblado hor) oyeron que desde Gandarab y
Kulam (también poblados hor) habían enviado ancianos y pensaron
que habían comenzado a saquear el campamento. Para no ser superados, desde Marle se enviaron guerreros para saquear. Cuando los guerreros marle llegaron, se estaban disparando tiros. Como ellos no conocían las armas de fuego, pensaron que se estaban golpeando tambores.
Entonces descubrieron que algunos tenían disparos en las piernas, otros
disparos en el estómago, y vieron como arrastraban los intestinos”
(Miyawaki, 2007,189).
Fig. 7.- Jóvenes mursi junto a la
ribera del Omo, fotografía tomada
durante la segunda expedición de
Donaldson, en 1899 y publicada en
The Geographical Journal en 1900.
Donaldson, posteriormente, saqueó el poblado más cercano para conseguir alimentos.
Casi al mismo tiempo, en 1896, el oficial del ejercito italiano Vittorio Bottego
dirigió la expedición que situó geográficamente el curso del río Omo y su desembocadura en el lago Turkana, dándose a conocer como el “descubridor del Omo”. Esta expedición compuesta por cientos de hombres y 160 mulas de carga (Giansanti, 2004, 42),
recorrió la región tomando datos geográficos, biológicos y etnográficos. Muchos de los
pueblos, afectados por razzias abisinias, les recibieron violentamente como recoge
Bottego en su relato del viaje “¿Qué habéis venido a hacer a este país?” Bottego respondió que eran frengi (extranjeros) y le replicaron “Nosotros no conocemos a los frengi. No
queremos ver a ninguno, ni dejarles libre el paso. Venid, si tenéis coraje, a hacernos la
guerra. Venid aquí, que conoceréis nuestras lanzas” (Vannutelli y Citerni, 1899, 294).
A esta expedición también le debemos descripciones de diversos pueblos del
valle del Omo como los mursi:
“Las mujeres son sucias y feas, van completamente desnudas, excepto por los costados,
que cubren con un estrecho pedazo de piel. Se encuentra alguna con grandes agujeros
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en la oreja o en el labio inferior, donde ponen discos de madera de un diámetro de
aproximadamente cinco o seis centímetros. Estas tribus salvajes tienen hábitos detestables y costumbres bestiales; sin embargo no son de índole feroz, ni son tan belicosas
como los montaraces pero en compensación los hábitos de emboscadas en los bosques
y la instintiva malicia los convierten en ladrones audacísimos. Si la caza y la pesca son
para ellos verdaderos oficios, la agricultura y el pastoreo no están del todo descuidadas:
donde encuentran pequeñas y espesas zonas a orilla del río cultivan a duras penas.
Comen hasta cebarse, raíces y tubérculos que recogen en los bosques, donde algunas
veces encuentran colmenas pegadas a los árboles. En cuanto al ganado, apenas poseen
unas pocas cabras y bueyes” (Vannutelli y Citerni, 1899, 323).
Bottego moriría violentamente durante esta expedición pero sus acompañantes,
Vannutelli y Citerni, consiguieron volver a Italia, tras meses de cautiverio. Una vez en
su tierra natal, publicaron la memoria de la expedición en la se ponía fin al misterio del
curso del rio Omo, aportando una información geográfica, etnográfica, zoológica y
botánica sobre la zona de gran valor documental.
Con objetivos radicalmente distintos al de las expediciones occidentales, el ejército abisinio realizó una serie de campañas militares en el sudoeste etíope para ocupar
y controlar el territorio al norte del lago Turkana. Para una de estas primeras campañas
de anexión, la de 1898, contamos con el relato de Alexander Bulatovich, un militar
ruso que formó parte del ejército dirigido por Ras Welde Giyorgis para el emperador
Menelik II, con órdenes de afianzarse en el Lago Rodolfo (Lago Turkana) (Collins,
1961). Bulatovich describió a diversos pueblos del Omo, “Los hombres y las mujeres
se adornaban con brazaletes de hierro, pendientes de cobre, de los cuales podía haber
hasta siete en cada oreja. Las mujeres, además, llevaban un collar compuesto por varias
tiras, hecho de huesos de pájaros y cocodrilos finamente moldeados, o de cuentas de
arcilla, entre las que resaltan cuentas europeas azules y blancas” (Bulatovich, 2000,
342). En su relato también refleja las opiniones de las tropas que le acompañan, de origen amárico (habitantes del altiplano etíope) sobre los habitantes del Omo: “Son animales salvajes, comen carne de elefantes y de lagartos. Prácticamente no siembran
grano” (Bulatovich, 2000, 311). Y también, la opinión que de los occidentales tenían
los habitantes del Omo: “…los guchumba (europeos-extranjeros para Bulatovich) llegaron desde el sudeste. Montaron un campamento al lado de un poblado jufa, y estuvieron muchos días pidiendo, bajo amenaza de sus armas de fuego, que se les diese pan
de forma gratuita. Se fueron hacia el noroeste.” Bulatovich continua explicando
“Como descubrimos más tarde, todas las tribus desde aquí al lago Rodolfo llaman a los
europeos “guchumba” que literalmente significa vagabundos” (Bulatovich, 2000, 310).
Esta invasión y las continuas razzias abisinias posteriores dejaron una profunda
huella en los pueblos del valle del Omo. Berimba, un anciano hamer, explicaba en un
relato recopilado por Ivo Strecker esos tiempos de crisis:
“Niños, mirad esta tierra. Yo ya soy anciano. Cuando aún éramos jóvenes, los enemigos vinieron y el Emperador Menelik nos conquistó. Así es como nos convertimos en
pobres. Nuestros antepasados se perdieron entonces. Es por eso que no conozco las
familias de los hijos de nuestros ancestros… realmente tampoco conozco quienes son
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con los que deberíamos casarnos. Preguntamos las cosas a los ancianos, a los pocos
ancianos que aun conocen las antiguas conexiones. Algunos no sabían la verdad, y no
les escuchábamos. Solo escuchábamos a lo que coincidía con lo que habíamos oído de
nuestros padres” (Strecker, 2006, 153).
La resistencia de diversos grupos étnicos frente a esta invasión militar acabó en
fracaso por la superioridad de las armas de fuego abisinias. Cientos, si no miles, de habitantes de la zona fueron asesinados o esclavizados, multitud de poblados destruidos y
miles de cabezas de ganado requisadas. Muchas comunidades indígenas desaparecieron
o se vieron obligadas a emigrar. A principio del siglo XX se creó la primera administración estatal de la zona.
Tierras Altas de Papúa (Indonesia)
Al principio estaba el Agujero
Del Agujero salieron los hombres dani
Se asentaron en las tierras fértiles alrededor del Agujero
Entonces vinieron los cerdos. Los dani cogieron a los cerdos
y los domesticaron.
Después vinieron las mujeres, y los dani cogieron a las mujeres
Entonces del Agujero salieron otros hombres –portugueses,
españoles, holandeses, japoneses, americanos.
No había espacio para ellos alrededor del Agujero,
Así que se esparcieron por todo el globo
En búsqueda de tierras tan buenas como la de los dani
Pero nunca las encontraron.
Ahora regresan de nuevo
(Míeselas, 2003, 3)
La isla de Nueva Guinea se encuentra dividida en dos administraciones independientes: la parte occidental - Papúa - bajo el dominio colonial de Holanda hasta 1963, y
hoy bajo control indonesio, y una parte oriental - Papúa-Nueva Guinea - ocupada
hasta la Primera Guerra Mundial por Alemania y, posteriormente, por Inglaterra y
Australia, hasta lograr su independencia en 1975. Esta división artificial de la isla, tan
habitual en el periodo colonial, conllevó multitud de expediciones y otros contactos
entre las autoridades coloniales, viajeros, comerciantes, etc, y las numerosas comunidades que la habitan. Los habitantes de la costa tuvieron contactos muy tempranos con
los occidentales, ya en el siglo XVI, sin embargo, las tierras del interior se mantuvieron rodeadas de un halo de misterio hasta principios del siglo XX.
Los cerca de 100.000 dani que habitan las Tierras Altas de Papúa son uno de
esos pueblos del macizo central “desconocidos” para occidente hasta bien entrado el
siglo XX. La mayor parte de los grupos culturales de las Tierras Altas centran su economía en la agricultura intensiva y la cría de cerdos, como se refleja en la leyenda citada
anteriormente. El cultivo de la batata, alimento básico de la dieta, junto a multitud de
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tubérculos, vegetales y hortalizas, condicionan el paisaje del país dani cuyo territorio,
atravesado por el caudaloso rio Baliem y sus afluentes, se encuentra organizado en
pequeños poblados y numerosos campos de cultivos.
Las costas de Nueva Guinea fueron descritas por primera vez en los relatos de capitanes y cronistas portugueses y españoles del siglo XVI, aunque desde hacía siglos estas
costas eran visitadas frecuentemente
por comerciantes chinos, malayos y
navegantes del reino de Java. La búsqueda del trepang, de conchas de tortugas, aves del paraíso y maderas preciosas motivaron el interés comercial
de estos viajes y las frecuentes relaciones comerciales. (Pétrequin,
2006, 165) Posteriormente, y a partir del siglo XVI, parte de sus costas
estuvieron en la órbita del Sultanato
de Tidore, aliado de los españoles en
el control de las islas de las especias.
Las actividades comerciales de dicho
sultanato provocaron la creación de
unas redes comerciales estables entre
las costas de Papúa occidental y las
islas Molucas.
Numerosos viajeros europeos, atraídos por el exotismo del paisaje y sus habitantes, visitaron las costas de la isla durante los siglos XVII y XVIII aunque no será hasta el siglo XIX cuando se adentren en la isla las primeras expediciones
(Millar, 1996). Tanto las autoridades coloniales holandesas como las australianas realizaron, en las tres primeras décadas de siglo XX, un enorme esfuerzo y despliegue de
medios para explorar y controlar las tierras y los habitantes del interior de la isla. La
autoridad colonial holandesa, por ejemplo, envió más de cien expediciones con la
intención de obtener todo tipo de información sobre el interior de la colonia. A pesar
de ello, algunos territorios como el valle del Baliem, centro del territorio dani, nunca
fueron explorados (Muller, 2001).
La imagen de “mundo perdido” que aun hoy perdura sobre el interior de Papúa
se remonta a esos tiempos. Sin embargo los diversos grupos indígenas que pueblan las
Tierras Altas de Papúa han mantenido durante siglos relaciones estables y dinámicas entre
ellos, creándose fluidos circuitos de intercambio que han permitido la circulación de objetos, productos y conocimientos desde la costa hacia el interior y viceversa. La presencia de
conchas marinas y cauris en poblados de las tierras altas a cientos de kilómetros de la costa
y en valles inaccesibles, a más de 2.000 m sobre el nivel del mar, o la llegada y rápida difusión de la batata, de origen americano, en el siglo XVII son muestras de ese dinamismo
comercial muy alejado de la visión occidental de mundo aislado. El zoólogo australiano
Tim Flannery describía, en 1990, un ejemplo de este comercio hoy en decadencia: “…nos
50 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 8.- Grupo de hombres dani
realizando una empalizada en uno
de los campamentos de R.
Archbold en las Tierras Altas.
American Museum of Natural
History. 1938.
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Fig. 9.- Danza ceremonial dani.
Los hombres, armados con arcos y
flechas, bailan y cantan en círculos. Expedición de Archbold.
American Museum of Natural
History. 1938.
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encontramos con un grupo de viajeros lani. Dos hombres adultos y dos jóvenes venían de
Ilaga, con sal y plumas de aves e iban a venderlo todo en el mercado de Wamena.… la sal
debían haberla obtenido en algún depósito de agua salobre… las plumas, la mayoría pertenecientes a loros y aves del paraíso, estaban envueltas en haces de hojas secas, colocados
luego en tubos de bambú” (Flannery, 1998, 245) (fig.8).
No es hasta el año 1938,
con la expedición del zoólogo y
multimillonario
Richard
Archbold que Occidente tiene,
por primera vez, conocimiento
sobre los dani. Como él mismo
cuenta en su relato, publicado
en el año 1941 en la revista
National Geographic: “Mi tercera expedición a Nueva Guinea
se organizó para realizar una
exhaustiva investigación de la
prácticamente desconocida cara
norte de las Montañas Nevadas
en la segunda isla más grande
del mundo” (Archbold, 1941,
315). El patrocinio de la expedición corrió a cargo del
American Museum of Natural
History de New York y el viaje
tenía como principal objetivo documentar y conseguir especies zoológicas y botánicas.
La expedición contaba con casi 200 personas entre porteadores dayaks de
Borneo y convictos indonesios independentistas, soldados coloniales, varios oficiales
holandeses y un equipo norteamericano formado por un ornitólogo, un botánico, un
zoólogo, dos pilotos y varios técnicos necesarios para hacer funcionar la principal novedad de la expedición: un hidroavión con gran capacidad de carga que permitió el amerizaje en el lago Habbema, en pleno macizo central de Papua. El 23 de junio de 1938
avistaron por primera vez el valle del Baliem y los campos de cultivo dani: “Desde el
aire los huertos, zanjas y vallados de los nativos aparecían como un paisaje rural del centro de Europa. Nunca en toda mi experiencia en Nueva Guinea había visto algo comparable” (Archbold, 1941, 316). Los primeros contactos con las poblaciones de las tierras altas estuvieron marcados por la curiosidad mutua “…aparte del protector de
pene, brazaletes, pulseras y una basta red de malla en la cabeza de uno de ellos, nuestros visitantes estaban desnudos” (Archbold, 1941, 321) (fig. 9). La expedición, interesada en conseguir especímenes zoológicos y botánicos, inició intercambios comerciales
con los dani
“…trajeron bananas, batatas y a menudo traían cerdos para comerciar. Los utensilios
de acero no les interesaban tanto como las conchas o los espejos como medio de inter-
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cambio. Aparentemente consideraban sus utensilios de basta piedra como muy superiores… no les costó mucho, sin embargo, conocer nuestro mayor interés. No tardaron en traernos mamíferos, pájaros e insectos a cambio de conchas.” (Archbold, 1941,
332) (fig.10).
Mientras tanto las columnas dirigidas por los militares holandeses recorrieron
todo el valle de Baliem, verdadero centro político y espiritual del territorio dani. Al
atravesar diferentes territorios de grupos rivales se produjeron momentos de tensión
“Sin poder evitar parar nuestra marcha, hicieron una barrera humana de cinco filas a
través del camino, de pie, hombro con hombro. La situación era tensa, pero Teerink la
solventó con algunas palabras directas y miradas amenazadoras dirigidas a aquellos que
parecían estar al mando” (Archbold, 1941, 324). Esta versión oficial no recoge el disparo y muerte de un hombre dani a manos de un soldado bajo el mando del Capitán
Teerink. Este episodio aparece reflejado en los diarios privados de los oficiales al mando
pero no en el relato de Archbold que aceptó no comunicar esta muerte a cambio de
obtener permiso para seguir trabajando en Papúa (Míeselas, 2003, 12-13).
Para los grupos culturales que vivían en las Tierras Altas la llegada de los hombres blancos tuvo una interpretación cosmológica. Unos seres, blancos, llegaban caminando desde lugares desconocidos. La confusión inicial daba paso, en la mayor parte de
los casos, al miedo y la curiosidad. Muchos grupos tribales pensaron que se trataba de
héroes mitológicos o ancestros desaparecidos que volvían a las tierras de sus orígenes
(Schieffelin y Crittenden, 1991, 3).
También en los años treinta, y a unos 350 km al este del territorio dani, otra
expedición occidental contactaba con diversas culturas de las Tierras Altas, esta vez en
la parte controlada por Australia. Tenemos, gracias a la memoria oral de Huwlael
Hunmol, de Laerop Minina y otros miembros del grupo wola, la descripción de su
reacción tras la llegada de esta expedición, dirigida por Hides y O’Malley “¡Oh!, hay
algo viniendo, algo muy extraño acercándose desde allá. Dicen que son espíritus ancestrales llegados para comernos. Algunos de nosotros huímos temerosos hacia el bosque,
mientras que otros dijeron que irían a echarles un vistazo” (Schieffelin y Crittenden,
1991, 147). “Hay cosas viniendo, haciendo casas y desmontándolas (tiendas de campaña) mientras se acercan. Están viniendo por la senda ahora. Tienen la piel blanca. Con
sus cuerpos cubiertos, y ¡¡¡¡hay hombres negros con ellos también (porteadores)!!!!”
(Schieffelin y Crittenden, 1991, 149).
A estos primeros encuentros, de finales de los años 30, sucedió un período
marcado por la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, que impidió la llegada de
occidentales a las tierras altas. Los pilotos estadounidenses destinados a la base de
Jayapura, capital de la región al norte de la isla, realizaban vuelos de placer sobre el
valle de Bailem, “…a veces en picados bajos para asustar a los dani y verlos correr y
esconderse” (Míeselas, 2003, 16). Acabada la guerra empezaron a llegar misioneros y
administradores holandeses. Los misioneros, en su intento evangelizador, construyeron pistas de aterrizaje en diversos lugares que les permitía contactar incluso con las
comunidades más apartadas y así, en 1954, se instalan los misioneros protestantes de
la Alianza Cristiana Misionera (CAMA) y, en 1955, la Misión Cristiana Australia-
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Fig. 10.- Aves del paraíso y “lingotes” de sal en el mercado dani de
Wamena. Año 2007.
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Pacífica (APCM) y la Sociedad Misionera Baptista Australiana. En un segundo
momento, y a partir de 1959, comienzan a llegar los misioneros católicos con lo que
el valle y las zonas adyacentes se dividen en áreas de influencia de las diversas iglesias
occidentales. Por su parte, las autoridades holandesas centraron sus esfuerzos en pacificar las comunidades dani y acabar con los conflictos tribales que mantenían la región
en un permanente estado de guerra.
Las transformaciones iniciadas por los misioneros intentaban cambiar la cosmovisión dani,
y así, en un intento claro de eliminar sus creencias introdujeron el
concepto de alcanzar la vida eterna como recompensa por la
quema de las posesiones “tradicionales”. Con ello provocaron la
destrucción masiva de los denominados “fetiches” o kukuwak en
prácticamente todo el territorio
dani. En 1960 cerca de la misión
de Patv-paka:
“…se realizaron quemas masivas de grandes cantidades de cultura material, tanto objetos de uso cotidiano como aquellos con significado mágico-religioso. Entre los objetos
quemados había: arcos, flechas, lanzas, gorros de piel y plumas, corazas de tejido trenzadas, diademas de plumas de casuarios (sacudidos durante los bailes), hachas y azuelas de piedra, je – que son piedras pulidas usadas como pagos en bodas y funerales – y
cristales de cuarzo cuyo uso esta documentado en la magia negra” (O’Brien, 1962, 59).
Las actitudes entre las distintas comunidades dani con respecto a los primeros
misioneros variaban entre darles la bienvenida o intentar matarlos, como sucedió en
diversas ocasiones. Los términos con los que los dani denominaban a los sacerdotes son
elocuentes, mbabi que significa “enemigos” y kugi palabra usada para denominar a “los
espíritus” (Bensley, 1994, 21-23).
La primera gran expedición con objetivos etnográficos, organizada por el
Peabody Museum of Archaeology and Ethnnology adscrito a la Harvard University,
llegó en el año 1961. Robert Gardner y Kart G. Heider, en la publicación Gardens of
War, mencionaban que “…en la década de sus infrecuentes relaciones con el mundo
exterior, los dani habían adquirido una reputación de comportamiento hostil e incluso
traicionero, particularmente en sus contactos con los misioneros y oficiales del gobierno” (Gardner y Heider, 1974, 3). En ese momento, 20 años después del primer contacto “no había una sola comunidad dani, no importa lo remota o independiente que
fuese, que no hubiera oído hablar sobre los hombres blancos que habían venido a vivir
en su valle” (Gardner y Heider, 1974, 5). Gardens of War se presentó como “el primer
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documento fotográfico de una tribu de granjeros-guerreros de la Edad de Piedra, de
neolíticos que viven en las Tierras Altas centrales de Nueva Guinea” (Gardner y Heider,
1974). Los dani conocían a los occidentales con el nombre de waro, que en su lengua
significa “reptiles”.
El impacto de los primeros contactos, descritos en el artículo, y la consiguiente
llegada de nuevos modelos políticos, económicos y culturales, transformó radicalmente las comunidades indígenas. Desde Occidente, presentando a los diferentes grupos
étnicos del norte de Australia, Papúa y el rio Omo como “salvajes” o “prehistóricos”, se
justificaron sus conquistas y el control de sus territorios. Hoy en día esa lucha de intereses continúa produciéndose en estos lugares.
En las tres áreas tratadas los habitantes nativos son objeto de un profundo racismo por la mayor parte de la sociedad. Tanto en la actual Etiopía, como en Indonesia,
estos grupos indígenas son vistos como “curiosidades” susceptibles de ser transformadas
por el bien del país. El mensaje es claro, un país moderno no puede permitir que parte
de su población viva en la “prehistoria”. Incluso en un país como Australia, ejemplo de
“desarrollo”, los aborígenes no vieron reconocido su derecho a la posesión tradicional
de la tierra hasta 1972 y no pudieron ejercer el derecho a voto hasta 1967.
Las transformaciones vividas por las comunidades indígenas han sido, y continúan siendo, múltiples, y la adaptación a esos cambios muy diversa, tanto en los aspectos individuales como en los comunitarios. Esa “modernización” a menudo ha chocado con los intereses de dichas comunidades, que han articulado, ya desde el primer
momento, distintos modelos de resistencia.
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TIERRA DE ARNHEM, BAJO OMO Y TIERRAS ALTAS DE PAPÚA. LOS PRIMEROS CONTACTOS
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EL ARCO DE LAS MUJERES
Y LA REDECILLA DE LOS HOMBRES.
Útiles y mitos de Nueva Guinea
PIERRE PÉTREQUIN
ANNE-MARIE PÉTREQUIN
Las Tierras Altas de Nueva Guinea representan para los etnólogos (Sillitoe, 1988), y
para muchos prehistoriadores, el último lugar en el mundo donde ha sido posible observar las técnicas y la organización social de pueblos agricultores en un medio forestal;
gentes que, hasta los pasados años 90, en algún caso todavía abrían sus huertos de cultivo con hachas de piedra pulimentada. El impacto de estas observaciones –en particular las de los etnoarqueólogos que de forma explícita tratan de utilizar marcos de comprensión para la prehistoria basados en los funcionamientos técnicos y sociales actuales
(Pétrequin et Pétrequin, 1992)– ha sido notable durante estos últimos diez años, conduciendo a veces a otra lectura y reinterpretación del Neolítico de Europa occidental.
El caso más elocuente, sin ninguna duda, es el que concierne a los útiles de piedra pulimentada, el hacha, la azuela y el cincel que, recientemente en Nueva Guinea y en otro
tiempo en el Neolítico europeo, conformaban la mayoría de los sistemas técnicos. En la
actualidad, todos los grupos humanos del centro de Nueva Guinea han abandonado sus
utillajes tradicionales; los últimos lo hicieron en los años 90. No obstante, para simplificar el discurso y la presentación de estos grupos emplearemos el presente verbal, como
si esas comunidades hubieran escapado milagrosamente a las consecuencias del choque
de la colonización. De hecho, si entre los años 1945 a 1961 los científicos, militares y
misioneros que exploraban el interior de las tierras de Papúa (parte occidental de Nueva
Guinea, provincia de Indonesia, antes Irian Jaya) encontraban sobre todo grupos humanos que desconocían el uso del metal (Le Roux, 1948-1950), la distribución de cuchillos y hachas de acero –complemento de la bisutería de vidrio clásica– favoreció rápidamente los contactos para conseguir estas nuevas riquezas, sobre todo estos útiles de
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Fig. 1. Mapa de situación de los
grupos lingüísticos mencionados.
Dibujo P. Pétrequin, según Silzer y
Heikkinen Clouse (1991).
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acero que permitían roturar con mayor rapidez que antes, e incluso acelerar la cría de
cerdos y la competencia social.
Los papúes de las Tierras Altas son agricultores que cultivan la batata, el taro, la
caña de azúcar, el banano y el pandano rojo en auténticos huertos limitados por postes
de madera inclinados, con anchos fosos de drenaje ahondados con un pesado palo excavador, sólidos muros de piedra seca o resistentes vallas de tablones verticales ensamblados para evitar los ataques cometidos por parte de
los cerdos domésticos o salvajes. El paisaje queda,
por tanto, dividido en parcelas donde alternan la
selva secundaria, las plantaciones arbóreas, los
baldíos herbosos y los cultivos maduros o a punto
de ser abandonados; el color de los huertos recién
abiertos, donde los plantones se combinan en
función de las variaciones locales de suelo, humedad y luz, contrasta con este mosaico en el que se
pierde la mirada. Unas técnicas de horticultura
complejas, a veces con campos delimitados por
caballones con empleo del abono acumulado en
los canales de drenaje de los pantanos, permiten
sustentar fuertes densidades de población (hasta
180 h/km2 en el norte del Baliem y la región de
Tiom, una antigua cuenca lacustre particularmente fértil), alrededor de 300.000 habitantes en
total para el conjunto de la familia lingüística
dani (fig. 1). Fuera de las cuencas lacustres y de
los fondos de valle, la vieja selva primaria o secundaria está aquí y allá presente en las vertientes más
pronunciadas, donde las talas selectivas permiten
abrir huertos en terrazas que permanecen en cultivo de uno a tres años, antes del rebrote de las
cepas cortadas y de la selva que devolverá la fertilidad a los suelos rápidamente agotados por dos o tres años de plantaciones alimenticias
(Boissière, 1999).
La pesada hacha de piedra con mango recto macizo, usada preferentemente por
los asmat y los dani del oeste, o la azuela con mango ergonómico acodado (fig. 2) de los
dani del Baliem, y de los yali y los una en las provincias del este, son los útiles por excelencia destinados a aclarar la selva, talar el latizal y los árboles más jóvenes, y hender la
base de los árboles más grandes para hacerlos secar de pie. La tala de árboles con el hacha
de piedra pulimentada, para dejar espacio momentáneamente a los huertos, así como
partir los troncos y transformarlos en tablones para las vallas y las casas, recae enteramente en manos de los hombres. Sólo la gestión de la leña queda parcialmente en
manos de las mujeres. Para las otras actividades, la más estricta división sexual del trabajo es la norma (Murdock et al., 1973; Testart, 1986), según la cual los hombres manipulan útiles cortantes y armas apuntadas, orientadas hacia arriba y destinadas a matar
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derramando sangre; mientras que las mujeres saben que deben trabajar con útiles de
punta roma, orientados hacia abajo, más para golpear que para derramar sangre.
La azuela con hoja de piedra pulimentada resulta ser un útil particularmente eficaz, puesto que un árbol de 40 cm de diámetro puede talarse en una hora entre tres
hombres que se vayan turnando. Pero las rocas duras, susceptibles de ser talladas y recibir un excelente pulimento, resistentes a los choques y a la flexión, son escasas en la naturaleza y están repartidas de forma muy
desigual en el territorio. En todas estas fértiles depresiones cársticas que se extienden por las mesetas calcáreas de las Tierras Altas,
lo que sí se puede encontrar son esquistos pardos o negros en
forma de cantos en la parte alta de las cuencas fluviales. Sin
embargo, las hachas y azuelas fabricadas con este material, tan
poco resistente y al alcance de todos, tienen poco interés técnico
a la vez que social; generalmente se reservan para cortar la leña
entre los dani. Debido a su reducido valor en un contexto local e
individual de producción, estas hojas de piedra circulan poco en
los intercambios.
Contrariamente, las mejores rocas metamórficas, como las
del macizo de Yeleme («La-Fuente-de-las-Hachas-de-Piedra») en
territorio de los wano, o del Yamyl («El-Río-de-las-Hachas») de
los una, son objeto de verdaderas expediciones, en general bajo la
dirección de un líder de guerra (Larson, 1987), capaz de reunir en
ocasiones a varias decenas de hombres bajo su mando. Se trata de
atravesar inhóspitas regiones montañosas, de dos a diez días de
marcha, o zonas de menor altitud pero pobladas y por tanto peligrosas si no se han establecido previamente acuerdos de cooperación o relaciones matrimoniales. El grupo, formado sobre todo
por hombres y algunas mujeres mayores que se ocupan del transporte de batatas a la ida y de los esbozos de hacha a la vuelta,
deberá trabajar varios días o incluso, a veces, varias semanas seguidas en un medio de
montaña arbolada, donde la supervivencia, una vez agotadas las reservas de batatas y
plátanos, sólo será posible mediante la caza de pequeños marsupiales arborícolas, la
recogida de larvas y la recolección de brotes tiernos de helecho.
En Wang-Kob-Me, para fracturar la roca, se utiliza la fuerza de la acción térmica
de un hogar instalado en lo alto de un andamio de madera apoyado en la pared de la roca
de glaucofano, una materia prima muy resistente cuya estructura petrográfica favorece su
trabajo por percusión directa (fig. 3). Alrededor de cada «escalera de fuego», un grupo de
trabajo de 6 a 10 hombres sigue las directrices de un «hombre sabio», es decir aquél que
domina los rituales de explotación de la piedra. Estos rituales son particularmente importantes y, cuando el etnólogo pregunta sobre las técnicas, su aprendizaje y el nivel de habilidad, la respuesta de los “hombres sabios” y de los talladores de piedra sólo hace mención a los rituales destinados a atraer las hachas que preexisten en la roca, dar vida a los
Espíritus Femeninos («las Madres de las hachas») y transmitir los cantos que favorecerán
el estallido de la roca y su trabajo mediante la talla con percutor («los Niños de la Roca»).
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Fig. 2. Tala con azuela de piedra.
Langda (Kp. Jayawijaya), grupo
una.
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Fig. 3. Explotación de un frente de
cantera mediante la acción del
fuego (choque térmico).
Yeleme/Wang-Kob-Me (Kp. Paniai),
grupo wano.
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En realidad, se trate de procedimientos muy sencillos de fabricación de una hoja
de hacha, como en Yeleme/Wang-Kob-Me, o de una producción especializada compleja, como la de las hojas de azuela en Langda (fig. 4), Sela y Suntamon (Pétrequin et
Pétrequin 1993), el discurso es siempre el mismo: lo cierto es que se necesitan varios
años de aprendizaje con el padre, o tío paterno, para aprender una técnica de talla reservada a algunos clanes del valle en los que la transmisión es, ante
todo, hereditaria; pero lo más importante es la iniciación de los
muchachos en el interior de “una casa de hombres” donde se conservan las reliquias del Espíritu Femenino que rige la producción
de las canteras. Sólo en el valle del Heime (Langda), de los una,
se cuenta con casi una docena de estas Potencias no humanas, a
las que hay que tener en cuenta (Louwerse, 1998).
De regreso de las expediciones, la posesión de excelentes y
grandes esbozos de hachas por pulir es esencial para los hombres
jóvenes que alcanzan la edad de participar en los intercambios y
pagos compensatorios (O’Brien, 1969), a fin de encontrar una
esposa o compensar el fallecimiento de alguien próximo o de un
aliado mortalmente alcanzado por los efectos de una magia nefasta obra de una mujer o un enemigo. Todas estas compensaciones
para restablecer el equilibrio en la comunidad se sustentan en la
donación de cerdos sacrificados y asados (en forma de grasa y
carne), de conchas marinas intercambiadas con los grupos del
oeste (Pospisil, 1963) y/o de bloques de sal de los manantiales de
Hitadipa (Weller et al., 1996). Finalmente, se debe recordar que
en todos los casos –fabricación de sal, producción de una concha,
o esbozo de una hoja de hacha o azuela, destinados a ser donados
o recibidos–, no se trata de materias primas ordinarias que se
calientan, tallan, pulen o manipulan sino que son los huesos, la
sangre, los humores de una Criatura Primordial o de un
«Propietario de la Tierra» anterior a los hombres (Tinok en Wang-Kob-Me,
Mayulongkwe para la sal, etc.). Por tanto, parece normal que los mejores productores
de hachas y de sal o los grandes criadores de cerdos sean hombres que «saben» los rituales y la manera de comunicarse con las potencias. En este contexto, las habilidades técnicas, la Tecnología tal y como diríamos hoy en día, no tendrían ninguna eficacia por
sí mismas si no estuvieran profundamente socializadas y ritualizadas.
Y de hecho, este es el principio de un proceso en el que los útiles «técnicos»,
en términos de eficacia sobre la materia prima, se apartan de su función inicial para
ser socialmente valorados (Lemonnier, 1986). Se han podido observar varios casos
en Nueva Guinea. El más sencillo es el de los jóvenes guerreros que se exhiben con
una larga y pesada hacha en el hombro, maniobrando en la selva con una herramienta a veces desmesurada, para hacer lo que otros hombres realizan con un hacha o
azuela mucho más ligera, y a menudo mejor adaptada a la tala o al trabajo de la
madera; pero cuando el prestigio individual del hombre está en juego, todos los
esfuerzos son necesarios.
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El segundo caso es el de las ye-yao, las hachas de intercambio. En la montaña, a dos días de camino más allá de
Wang-Kob-Me, se encuentran las canteras que se mantienen en
secreto, donde los wano explotan grandes placas de esquisto y
de anfibolita de grano fino y color verde oscuro. Estas placas se
fracturan con la ayuda del fuego en un lugar llamado Awigobi
(«El-río-de-la-Noche», ya que se cree que estas placas son organismos vivos que se vuelven luminosos en el agua cuando son
alumbrados con una antorcha), se esbozan con un cuidadoso
trabajo de bujarda y se bajan de nuevo al valle para ser intercambiadas con los dani: se las llama ye-yao. Una vez en el valle
del Yamo y en el Baliem central, a 4 y 15 días de camino respectivamente, estas “hachas” de débil resistencia mecánica son
cortadas, regularizadas y pulimentadas. Tras haber sido revestidas con atributos femeninos –un cinturón de fibras de orquídeas característico de las mujeres casadas o una faldilla de
muchacha (fig. 5) –, participan en casi todas las formas de pago
compensatorias de las bodas, de los fallecimientos y del precio
de la sangre (O’Brien, 1969; Heider, 1970). Tratadas durante
muchas horas con grasa de cerdo para abrillantarlas y hacer
resaltar su magnífico color verde, las ye-yao representan explícitamente a las mujeres que se dan y se reciben.
En el Baliem central, pero sobre todo, aún más lejos, en
Angguruk, territorio de los yali, algunas de estas ye-yao están
consagradas, es decir, reciben el nombre de un antepasado, de un hombre poderoso muerto en combate, por el que se sacrificaron
uno o varios cerdos. Escondidas en las
casas de los hombres o, mejor aún, en las
casas sagradas de la región de Angguruk,
las ye-pibit, o hachas sagradas, participan
en la supervivencia del grupo, en los rituales de curación, y están consideradas como
potentes magias para luchar contra los enemigos o adquirir prosperidad (Zöllner,
1977; Pétrequin et al., 2006).
Vemos así cómo, progresivamente,
un útil específico de los hombres –la hoja
de piedra pulimentada– es manipulado y
reinterpretado a medida que nos alejamos
del lugar de producción. Finalmente, a
varios centenares de kilómetros de las canteras, cuando un hacha usada aparece
como algo excepcional por su materia prima, forma, dimensiones o por los mitos que
han circulado en relación con ella, esa misma hacha puede encontrarse clasificada entre
60 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 4. Esbozo de una hoja de
azuela en basalto, mediante talla
con percutor blando.
Langda (Kp. Jayawijaya), grupo una.
Fig. 5. Un hombre parte para un
pago compensatorio con un ye-yao
cargado sobre el hombro. Pyramid
(Kp. Jayawijaya). Grupo dani de
Baliem central.
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Fig. 6. Los componentes de un pago
compensatorio en la Costa Norte de
Nueva Guinea: hacha pulimentada,
cuentas y anillos de vidrio.
Abar (Kp. Jayapura), grupo sentani central.
Fig. 7. Hombres en parada, con
motivo de una fiesta del Pandano
rojo.
Sinak (Kp. Paniai), grupo damal.
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los objetos sagrados de un hombre o un
linaje (Godelier, 1996), o en el tesoro de
un sultán de las Molucas (Pétrequin et al.,
2006); en ambos casos, su inestimable
valor no puede compararse nunca con la
función técnica original. En este terreno
de las donaciones, de pagos compensatorios acordados y de objetos sagrados,
todas las interpretaciones son posibles,
como esta acumulación de extraordinarias
riquezas (fig. 6), propiedad de un ondoafi
(jefe heredero en la cultura del lago
Sentani), que reúne: racimos de perlas de
vidrio cuyo origen es un árbol mágico de
la zona este, en territorio de los Sko; un
hacha extraída de la sangre del Pájaro original, sacrificado en las montañas de Ormu Wari; y dos brazaletes de vidrio que representan las vértebras de la Gran Serpiente muerta y cocinada por los Primeros
Antepasados en un horno de piedras calentadas.
En estos grupos sociales relativamente igualitarios (Ploeg, 1969) –en el sentido
de que, teóricamente, todos tienen los mismos derechos por nacimiento–, el arco y las
flechas participan en las exhibiciones de todos los hombres. En pie desde muy temprano, el hombre ha dormido junto a su arco y su haz de flechas: un gran arco de laurel
negro, a menudo intercambiado en lugares lejanos, y unas flechas entre las cuales las de
punta fusiforme son reservadas por los dani para los combates, las alargadas de bambú
para matar cerdos domésticos o salvajes, las de muesca
para la caza de marsupiales y las flechas maza o tridente para los pájaros (Heider, 1972; Watanabe, 1975;
Lemonnier, 1987). Este es el discurso de todos los
hombres que, hasta la noche, conservarán en la mano
este arco cuidadosamente pulimentado con un colmillo partido de cerdo o una lasca de sílex, y estas flechas
cuyo nombre no tiene ninguna relación directa con la
forma de la punta sino con el nombre de la magia, es
decir, la pequeña decoración geométrica que les confiere toda su potencia (Pétrequin et al., 1990). Por
supuesto, la composición de un carcaj, en este caso de
un puñado de flechas (fig. 7), es una forma muy clara
de ostentación social (Wiessner, 1983). Al niño le
serán reservadas pequeñas flechas, muy sencillas, de
astil simplemente aguzado, pero eficaces para aprender
a tirar con los vecinos de su misma edad, corriendo
para disparar sobre una bola de látex lanzada a toda velocidad por una pendiente o
intentando esquivar las flechas arrojadas en tiro rasante entre dos grupos de alegres chi-
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quillos, mientras las niñas se ríen a carcajadas y
aplauden a los más valerosos. Normalmente, la
posesión de las primeras flechas de guerra se hace
efectiva a partir de la ceremonia de iniciación en la
que el muchacho pasa del mundo femenino al
masculino, una forma de re-nacimiento totalmente controlada por los hombres (Godelier, 1982).
Es entre los 15 y 25 años cuando las puntas de flecha aparecen más diversificadas en los wano, sin
perjuicio de exhibirse con algunas de las flechas de
hierro martilleado o con punta de hueso, que son
las de los enemigos tradicionales de las Tierras
Bajas; es una buena manera de mostrar a todos
cuáles son sus capacidades en la guerra y/o el intercambio. A medida que pasan los años, los hombres aprenderán a fabricar ellos mismos las magníficas flechas de guerra y algunos se convertirán en especialistas, tanto en esculpir los elaborados dentados que mantendrán la armadura en el interior de la carne de los enemigos (fig. 8), como en trenzar y ajustar las largas tiras de esparto que permiten fijar las
puntas de flecha en el astil.
Pero, más allá del discurso de los hombres, casi idéntico de un pueblo a otro,
podemos entrever algún tipo de determinismo en la forma y la popularidad de las flechas. En porcentaje, se observan notables diferencias entre las flechas de los wano –para
quienes la guerra consiste más en escaramuzas que en grandes batallas, mientras que la
caza es el deporte de los hombres por excelencia–
y las flechas de los dani del sur del Baliem –para
los que la caza se limita a abatir pájaros y ratas,
mientras que la guerra es una preocupación casi
cotidiana (Peters, 1975; Larson, 1987). Entre los
primeros predominan las flechas lisas de bambú,
de fabricación rápida, destinadas a la caza (aunque
las flechas de guerra alcanzan el 50% del total); en
los segundos, donde la caza es casi inexistente, el
79% de las armaduras tienen muescas o dentados
complejos. Si bien la expansión territorial se practica raramente a través de la guerra –momento en
que, según se dice, derramar sangre humana también favorece la fertilidad de los huertos–, ésta permite expresar la fuerza y virilidad de los hombres
en combates ritualizados que pueden llegar a
enfrentar a centenares de guerreros, pero donde la
muerte de un solo hombre provoca inmediatamente el cese de la batalla (Heider, 1970), hasta que se reanuda la guerra con la finalidad de equilibrar el número de víctimas en cada campo. Y es que hasta en la muerte y
62 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 8. Esculpiendo los dientes de
una flecha, con los incisivos de
media mandíbula de roedor marsupial.
Soba (Kp. Jayawijaya), grupo
hupla del sur del Baliem.
Fig. 9. Momia ahumada, con una
redecilla en la cabeza fijada con la
cuerda de un arco (tira de mimbre).
Jiwika (Kp. Jayawijaya), grupo
dani del centro del Baliem.
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Fig. 10. Limpieza de un huerto
antes de la plantación.
Pyramid (Kp. Jayawijaya), grupo
dani del norte del Baliem.
Fig. 11. Mujer removiendo la tierra de un huerto abancalado.
Tangma (Kp. Jayawijaya), grupo
dani del sur del Baliem.
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momificación de algunos líderes de guerra
encontramos la «cuerda» de mimbre del
arco, enrollada en anillos que permiten
fijar la redecilla de la cabeza (fig. 9).
En un mundo donde la exhibición
en público es más bien masculina, las
mujeres se vuelven discretas, a menudo
silenciosas; se levantan muy temprano
para ir al huerto donde plantan, desbrozan, recolectan bajo la mirada perdida de
algunos guerreros que se encargan de su
seguridad (Heider, 1970), mientras fuman
hojas de tabaco maduradas bajo el voladizo de la casa de los hombres y comentan
las noticias del valle.
El palo cavador es su herramienta
para trabajar la tierra, una vez que los
hombres han removido el suelo y cavado las zanjas con sus largos y pesados bastones
acabados en espátula (fig. 10). Entre los wano, el palo cavador de las mujeres generalmente no es más que un útil ocasional, un segmento de madera muerta recogido por el
camino y abandonado nada más irse del huerto; en estos huertos abiertos en la vieja
selva secundaria, el trabajo del suelo es casi inexistente y el pequeño palo cavador sirve
para desbrozar superficialmente y recoger cada día los tubérculos para la cena.
Contrariamente, en el valle del Baliem –y por lo general en todas las zonas con una fuerte densidad de población donde la selva
deja paso a barbechos cortos y plantaciones de árboles Casuarina, que proporcionan los elementos de arquitectura y la
leña–, las mujeres trabajan el suelo más
profundamente, con un palo cavador de
entre 1 y 1,20 m de longitud (fig. 11).
Elaborados en densa madera de laurel,
como el arco de los hombres (Heider,
1970; Koch, 1984), estos palos cavadores
intensamente pulidos por el uso, con
puntas regularmente reavivadas mediante
la azuela, han sido fabricados por los
hombres, un padre, un hermano o un
marido. Debido a la división sexual del
trabajo, la mujer queda excluida de la
fabricación de esta imprescindible herramienta agrícola; en definitiva, son los
hombres quienes roturan la selva y remueven la tierra en profundidad, pero son las
mujeres las que plantan, escardan, limpian, cosechan, transportan y cocinan. Por un
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lado un proceso duro, en el cual los hombres que trabajan en grupo cantan o dan gritos para mantener el ritmo de trabajo; por otro, un trabajo lento, repetitivo, discreto,
para asegurar las necesidades cotidianas, pero también una tarea en la que las mujeres
pueden estar juntas.
Se podría creer entonces que, entre los horticultores de las Tierras Altas de Nueva
Guinea, la mujer queda parcialmente borrada del paisaje social, muy
por detrás de estos guerreros que dan la sensación de organizar el
mundo sólo para ellos. Por el contrario, los mitos –y ciertas iniciaciones– recalcan el papel de las Potencias Femeninas Primordiales:
«Hemos flechado la Marrana original… la sangre se escurría de las
heridas y, cada vez que la sangre caía al suelo, nuevos cerdos aparecían, y grupos de hombres, y después legumbres y tubérculos que desconocíamos. Todos estos cerdos, todos estos hombres… han salido de
la sangre de esta Marrana y hemos construido casas sagradas en cada
lugar donde la sangre fue derramada por el suelo» (Neyan Sab, grupo
kim-yal, 1987 en: Pétrequin et al., 2006).
La contradicción entre la parada de los hombres y lo que narra el
mito es flagrante:
«Fue el perro quien salió primero de la cueva, y en sus orejas tenía semillas de calabaza, la misma que usamos para los estuches penianos. Los
hombres salieron más tarde con redecillas, y luego las mujeres con arcos…
Entonces los hombres dijeron a las mujeres “No podéis disponer de los
arcos, no sois bastante fuertes; entregadlos a los hombres y a cambio os
daremos las redecillas”…» (Gemeinde Morip, grupo dani del norte del
Baliem, 1987 en: Pétrequin et al., 2006).
Desde estos tiempos míticos, las mujeres trabajan en los huertos,
crían los cerdos y se encargan de la reproducción biológica del grupo
(fig. 12), mientras que los hombres hacen a nuestros hijos guerreros,
organizan el mundo y aseguran la reproducción social de la comunidad.
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y los cerdos. Volviendo del huerto.
Angguruk (Kp. Jayawijaya), grupo
yali.
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EL ARCO DE LAS MUJERES Y LA REDECILLA DE LOS HOMBRES. ÚTILES Y MITOS DE NUEVA GUINEA
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INTERCAMBIANDO HERIDAS:
LA VIOLENCIA MASCULINA
RITUALIZADA O LOS DUELOS MURSI
DAVID TURTON
Los duelos son una actividad popular y valorada por los hombres mursi, especialmente por los hombres solteros. Es una forma ritual de violencia en la que hombres de las diferentes divisiones locales de la población mursi se enfrentan en cortos pero furiosos combates singulares, usando palos de madera de dos metros y
vistiendo estilizadas ropas protectoras. Se han descrito frecuentemente como
“peleas de palos” pero yo prefiero llamarlo duelos, o incluso “duelos ceremoniales”, para enfatizar su naturaleza altamente convencional y ritualizada. A la hora
de clasificarlos, sería mejor hacerlo como una forma de arte marcial.
Junto a los platos labiales de cerámica (o en ocasiones de madera) que llevan las mujeres mursi en sus labios inferiores (Turton, 2004), los duelos de los
hombres mursi se han convertido en una pieza clave de su identidad, no sólo para
los mismos mursi sino también para el mundo exterior. El palo de los duelos,
como el plato labial, se ha convertido en un icono de su cultura material. Debido
a que se realiza entre equipos de hombres que proceden de diferentes áreas locales
(como el fútbol en nuestra sociedad), es tentador pensar en los duelos como una
manera de expresar, y por ello de ayudar a controlar, la agresividad entre diferentes grupos locales. Entre los mursi se debe resaltar que los grupos locales compiten entre sí por los recursos naturales y, especialmente, por el agua y los pastos
necesarios para el ganado. Aunque éste es, sin duda, uno de los factores de la cuestión, no llega, en mi opinión, a la raíz de aquello que convierte a los duelos en una
clave de la cultura mursi. Para apreciar esto, creo que debemos ver los duelos no
sólo como una expresión de antagonismo entre grupos locales, debido a la com-
66 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
* Este artículo se basa en materiales previamente publicados en
Turton, 2002; 2003; y “en prensa”.
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petición por los recursos naturales, sino también, y en primer lugar, como una de
las vías a través de las cuales se “constituyen” estos grupos. La misma interpretación se le puede dar, mutatis mutandis, a la guerra, que los propios mursi ven
como algo análogo a los duelos.
Fig. 1.- Ubicación del territorio
mursi y sus vecinos en el bajo Valle
del Omo.
¿Quienes son los mursi?
Los mursi son ganaderos y agricultores que suman
menos de 10.000 personas y viven en las tierras bajas
del sudoeste de Etiopia. Su territorio se encuentra en
el valle del Omo, unos 100 km al norte de la frontera
entre Etiopia y Kenia (fig. 1). Si bien normalmente los
habitantes de las montañas y los oficiales del gobierno
los describen como “nómadas”, gente que va de un
lugar a otro “colgando de los rabos de su ganado”, los
mursi dependen al menos en un 50% de la agricultura para su supervivencia, sobretodo del sorgo y el
maíz. Hay dos cosechas al año, una a lo largo de las
orillas del Omo, donde se practica la agricultura después de la inundación, y otra en los afluentes orientales del Omo, donde se abren áreas forestales para el
cultivo aprovechando las lluvias. Los cultivos de inundación se plantan en septiembre y octubre, cuando
retrocede la inundación, y se recogen en enero y
diciembre. Los cultivos que aprovechan las lluvias se
plantan tan pronto como caen las grandes lluvias,
durante marzo y abril, y se recogen en junio y julio.
No obstante, el comienzo, duración y distribución
espacial de las lluvias varían considerablemente de un
año al otro. Es esta impredicibilidad de las lluvias,
unida a la limitación del área cultivable disponible
tras la retirada de la inundación, lo que convierte a la
cría de ganado en un recurso adicional vital para los
mursi. Los bóvidos y el ganado menor, aparte de proveer una importante fuente de proteínas en forma de
leche, sangre y carne, pueden ser intercambiados por grano en las tierras altas en
los periodos de malas cosechas y representar para muchas familias la última
defensa contra la hambruna.
Si bien no dependen prioritariamente de los productos ganaderos para su
subsistencia, los mursi atribuyen al ganado una elevada valoración cultural, y virtualmente todas las relaciones sociales –sobre todo el matrimonio- están marcadas
y validadas por el intercambio de ganado. La dote (idealmente compuesta por 38
cabezas de ganado) pasa de la familia del novio al padre de la novia, que tiene que
hacer frente a las demandas de un amplio abanico de familiares, de diferentes clanes, que tienen derecho a compartir el ganado de la dote. Como en otros pueblos
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ganaderos del este africano, los hombres se agrupan en “grupos de edad”, pasando a través de diferentes “grados de edad”, desde guerreros a ancianos.
El liderazgo político es ejercido por aquellos individuos ancianos que han
conseguido una posición de influencia en la comunidad local, en gran parte gracias a sus habilidades oratorias y de debate. El
único rol de liderazgo formalmente definido en la
sociedad es el de komoru o sacerdote (fig. 2), un
oficio heredado que tiene un significado principalmente religioso y ritual. El sacerdote personifica el bienestar del grupo en su conjunto y actúa
como medio de comunicación entre la comunidad
y Dios (tumwi), especialmente cuando ésta es
amenazada por acontecimientos tales como la
sequía, plagas en las cosechas y enfermedades.
Los mursi pasaron a ser parte del estado etíope en los últimos años del siglo XIX, cuando el
emperador Menelik II estableció su control sobre
lo que hoy es la región sur del país. Pero no debería considerárseles como una “cultura” o sociedad
históricamente estática y territorialmente limitada. Son el producto relativamente reciente del
movimiento migratorio a gran escala de un pueblo
ganadero hacia las tierras altas etíopes. Tal como
los conocemos hoy en día, son el resultado de tres
movimientos de población independientes, como
consecuencia de la creciente presión medioambiental debida a la rápida desecación de la cuenca
del río Omo durante los últimos 150 a 200 años
(Búster, 1971).
En primer lugar hubo una travesía del Omo desde el oeste hacia mediados
del siglo XIX, que es considerada por los mursi como un acontecimiento histórico en la construcción de su identidad política actual. Posteriormente, en los primeros años del siglo pasado, se produjo otra migración hacia el norte en dirección
a los territorios mejor irrigados del valle. Finalmente hubo un tercer paso que se
inició a comienzos de los 80 y que llevó a los migrantes todavía más allá, a los altos
llanos del Bajo Omo, en contacto cercano y regular con sus vecinos de las tierras
altas, los agricultores aari. Cada una de estas migraciones se hacía, inicialmente,
por un pequeño grupo de familias que viajaban a una distancia relativamente
corta hasta un nuevo lugar en la frontera del área de su asentamiento. Una vez se
establecían los pioneros, en los años siguientes les seguía un flujo de individuos y
familias. Los emigrantes explicaban cada cambio como una respuesta a la presión
medioambiental y como parte de un esfuerzo continuado para encontrar y ocupar
un “lugar fresco”, un lugar bendecido con bosque ribereño para el cultivo y praderas regadas para la cría de ganado.
68 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 2.- Sacerdote (komoru) de la
zona norte del territorio mursi,
Komorakora, vestido con una piel
utilizada habitualmente por las
mujeres, ungiendo a los participantes para protegerlos de las heridas durante un combate de duelo
en Warra, en la “casa” del bhuran
de baruba. 1996.
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Fig. 3.- Participante de un thagine
momentos antes del combate, en
Gomai, valle de Elma. Octubre,
1969.
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Esta búsqueda de un “lugar fresco” acaba de forma abrupta en los últimos
20 años, ya que los mursi se han encontrado frente a las acciones mucho más
radicales de “la ordenación del territorio” dirigidas por parte del estado etíope
(Turton, 2005). Al mismo tiempo, crece constantemente la gama de artículos
que se han convertido en necesarios para un
estilo de vida satisfactorio, pero cuya producción está más allá de su capacidad tecnológica. Estos incluyen hoy en día bidones de
plástico, cacerolas de aluminio, ropa de
algodón, mantas y ropa fabricada comercialmente. También han entrado en un contacto, cada vez más, con el mundo de la
última modernidad –representado, entre
otros, por turistas, misioneros y antropólogos. Estas influencias han cambiado su
visión sobre sí mismos como pueblo soberano e independiente, autosuficiente en un
sentido material, así como los valores y aspiraciones que dan significado y propósito a
sus vidas.
El cada vez más frecuente, y a menudo tenso, encuentro entre los mursi y los
turistas extranjeros ofrece una imagen particularmente chocante. Los turistas llegan al
Bajo Omo atraídos por la imagen que se les
presenta en los folletos de las agencias de
viaje como una de las últimas “tierras vírgenes” del mundo, habitada por animales salvajes, guerreros desnudos y –en el caso de los
mursi- por mujeres portadoras de grandes
platos labiales de cerámica en su labio inferior y por jóvenes que llevan sus bastones de
duelo. En esta literatura turística, se presenta
a los mursi como uno de los últimos pueblos “tribales” y “vírgenes” de África, que
nadie que se aventure en el valle del Omo debería perderse. Sin embargo, irónicamente, su creciente dependencia del intercambio de mercado es lo que lleva a
los hombres y mujeres mursi a jugar el papel degradante de los arquetipos primitivos, posando recubiertos de pinturas y envueltos en todo tipo de extraña parafernalia para que los turistas de paso los fotografíen a cambio de unos pocos birr
(moneda etíope). Aunque deseado por ambas partes, este “encuentro” entre los
mursi, pobres y fijados territorialmente, y los turistas, ricos y ambulantes, es tan
incómodo para los que toman parte en él, como inquietante para los que son testigo de ello (Turton, 2004).
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Intercambiando heridas
El combate de duelo (thagine) se prolonga normalmentedurante varios días,
habiéndose preparado cuidadosamente
durante los meses previos, con discusiones frecuentes tanto en el interior de cada
grupo combatiente como entre ambos
bandos. Se programa para un momento
del año en el que haya disponibles abundantes alimentos, con el fin de que los
participantes puedan estar bien preparados físicamente. Cuando finalmente tiene
lugar, se hace con la máxima seriedad; un
indicador es que se le describe frecuentemente como “guerra” (kaman). Y como la
guerra, los combates de duelo no se ven
como acontecimientos aislados o “excepcionales”. Se consideran como parte de
una serie continuada de acontecimientos, en los que cada bando, por turnos, visita la “tierra natal” del otro bando, con
intervalos de hasta un año, para “intercambiar” sus “heridas” (chacah muloi). O,
en el caso de la guerra, intercambiar muertes. Por lo tanto, a lo largo de estos
periódicos combates de duelo, como en una guerra, los grupos locales se mantienen unidos por una continua relación de intercambio en la que
cada episodio de hostilidad recuerda al último y mira hacia el próximo.
El arma de duelo es un bastón de madera (donga, plural dongen) de unos dos metros de largo (fig. 3), cortado de una de las dos
especies de árbol del género grewia (kalochi). En posición de ataque,
se coge el donga por su base con las dos manos, la izquierda por encima de la derecha, con el objetivo de asestar un golpe con el mango
(nunca con la punta) en cualquier parte del cuerpo del oponente,
incluida la cabeza, con la fuerza suficiente como para hacerlo caer
(fig. 4). Los golpes se paran agarrando la base del donga con la mano
derecha, mientras se desliza la mano izquierda hacia arriba del
mango hasta el punto por encima del cual se recibe el golpe. Cada
contendiente lleva un “equipo” de duelo (tumoga) que es a la vez
protector y de adorno. Incluye una protección para la mano derecha
hecha de cestería (figs. 3 y 5), protecciones para las espinillas hechas
de piel de animales, anillos de cuerda de pita trenzados para proteger los codos y rodillas, una piel de leopardo sobre la parte delantera del tronco, una falda de piel cortada a tiras, y un cencerro atado
a la cintura. La cabeza se protege enrollándola en largas tiras de algodón. Cuando contemplé por primera vez un duelo mursi, en 1970,
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Fig. 4.- Combate de duelo (thagine).
En la actualidad, se usan los mismos
adornos y ropa protectora, o “kit”,
excepto los cascos, que antes eran
trenzados con hojas de palmera y
hoy han sido reemplazados por protecciones más efectivas, aunque
menos pintorescas, realizadas a base
de largos trozos de tela de algodón
enrolladas en la cabeza. Gomai, en
el valle de Elma. Octubre, 1969.
Fig. 5.- Dos jóvenes espectadores
en un combate de duelo en el valle
del Mago, en 1982.
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Fig. 6.- Participante esperando
que empiece un combate de duelo
(thagine) en Gomai, en el valle de
Elma. Octubre, 1969.
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la protección para la cabeza era un casco de forma elegante, de cestería, tejido de
hojas de palmera doum. Estos cascos eran propensos a soltarse durante el combate, dejando al que lo llevaba expuesto a heridas potencialmente fatales. Ahora han
sido totalmente remplazados por la más eficaz, aunque menos pintoresca, protección de tela de algodón, ya que ésta ha pasado a ser más accesible para los mursi
debido a su creciente integración en la economía monetaria de las tierras altas.
No sólo no se encuentran cascos dongen hoy en día en la tierra mursi, sino que se
ha perdido la habilidad de hacerlos (fig. 6).
Los combates se controlan por uno o más árbitros (kwethana; singular kwethani) que mantienen a los contendientes separados con sus propios dongen, mientras se miran entre sí, listos para la lucha. Tan pronto como el árbitro retira sus
dongen de entre los contendientes, estos se lanzan el uno hacia el otro con furia,
aparentemente intentando causar al otro el mayor daño en el menor
tiempo (fig. 7). La mayoría de los combates duran menos de un
minuto y acaban con la intervención del árbitro.
Para que un combate acabe con la victoria de uno de los contendientes, su oponente debe caer al suelo o retirarse herido (normalmente con los dedos rotos o magullados). En el primer caso,
aunque no en el segundo, el vencedor es llevado a hombros de los
compañeros locales de la misma edad a través del campo (fig. 8) y
luego es rodeado por la chicas solteras del clan de su madre, sus “girl
mother” (dole juge). Colocan pieles de cabra en el suelo para que se
siente y le hacen sombra extendiendo sobre su cabeza telas de algodón sujetas con los palos de duelo. El simbolismo explícito es el de
una madre protegiendo a su bebé del sol: “arropan a su hijo. ¿No se
arropa a un bebé para protegerlo del sol?” Es probablemente esta
costumbre la que dio origen a la creencia popular de que el vencedor de un combate de duelo puede elegir entre las chicas casaderas
disponibles. De hecho hay una prohibición estricta sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer del clan de su madre. Son estas
mismas “girl mother” las que dan la bienvenida, con cuentas de
collar como regalo, al hombre que vuelve de la guerra después de
haber matado por primera vez.
Los contendientes en un duelo provienen de un mismo grupo de edad pero
nunca del mismo clan. Un clan (kabi), de los que hay diecinueve, es una categoría patrilineal de personas que se supone descienden de diferentes coesposas del
mismo hombre. Varían mucho en tamaño y, aunque hay cierta concentración
local de miembros de ciertos clanes en áreas determinadas, los miembros del
mismo clan pueden encontrarse dispersos a lo largo y ancho de la tierra mursi. La
justificación de que los miembros de un mismo clan no deben competir en duelo
entre ellos responde a la norma de la exogamia del clan, y de hecho la única forma
de reestablecer relaciones pacíficas entre dos familias que se han visto envueltas
en un homicidio es por medio de un matrimonio acordado entre una mujer de
la familia del homicida y un hombre de la familia de la víctima. Si en un duelo
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se recibiese una lesión fatal entre hombres del mismo clan, sería imposible que la
“hermana” del contendiente superviviente se casase con el “hermano” del hombre muerto, ya que los dos serían miembros del mismo clan.
Una justificación similar se da para otra de las normas del duelo, que un hombre no debería combatir con
un miembro del clan de su
madre (uno de los “hermanos de su madre”) o con el
hijo de una mujer de su propio clan (uno de los “hijos
de sus hermanas”). Tal como
se ha visto, un hombre no
puede casarse dentro del
clan de su madre y, en casos
de homicidio en los que la
familia del asesino no puede
proporcionar una chica para
casarla en la familia de la víctima, se acepta, y es un procedimiento común, que esa
chica se consiga por parte de
la familia del hermano de la
madre del asesino. Por lo
tanto, un hombre sólo compite en duelo con hombres cuyas “hermanas” pueda obtener en matrimonio. A
todos los hombres que entran en esta categoría se les llama miroga, que es también
el término utilizado para los enemigos, especialmente los ladrones de ganado de grupos vecinos.
Formando grupos
La clave es que los combatientes de los duelos siempre provienen de grupos locales diferentes dentro de la tierra mursi. La población se divide en cinco principales grupos locales o buranyoga (singular buran), que se llaman de norte a sur, baruba, mugjo, biogolakare, ariholi y gongulobibi (fig. 9). Como el término buran se
refiere a un grupo de personas co-residentes, más que al espacio físico que ocupan,
no es posible dibujar límites espaciales claros entre los buranyoga. Lo que les da su
definición espacial no es que sus miembros vivan en unidades territoriales claramente delimitadas, sino que se mueven de un lado a otro, de forma coordinada,
entre las mismas tierras que se destinan al cultivo que depende de la lluvia e inundación y al pastoreo de los bóvidos. En otras palabras, tienen focos territoriales
más que límites territoriales.
Es importante señalar la reciente aparición de estas divisiones locales, especialmente las dos más septentrionales, la baruba y la mugjo, y los motivos de la
expansión territorial. Hace unos ciento cincuenta años, los antepasados de los
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Fig. 7.- Combate de duelo (thagine).
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Fig. 8.- Participante de un thagine,
que ha resultado ganador en su
combate, siendo llevado a hombros por sus compañeros de edad,
como celebración.
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mursis actuales, que llegaban del oeste, comenzaron a ocupar la orilla este del
Omo en una travesía que se considera hoy, según la historia oral, un acontecimiento decisivo en la creación de la identidad específicamente mursi. En los primeros años de este siglo comenzó una segunda emigración hacia el norte, hacia el
río Mara, que forma el límite
norte del territorio mursi. Las
dos migraciones representaron
una expansión mursi en territorios anteriormente habitados
por sus vecinos del norte, los
bodi.
Antes de su marcha
hacia el Mara, existían tres
buranyoga, denominados de
norte a sur, dola, ariholi y gongulobibi, compartiendo los
dola el área ocupada en la
actualidad por los biogolokare.
Los nombres biogolokare,
mugjo y baruba, que distinguen diferentes sub-unidades
de los dola, empezaron a usarse
gradualmente sólo después de
que comenzase la emigración al
Mara y cuando creció la población del área recién ocupada. Finalmente, sólo a
partir de los últimos 10 a 15 años los nombres mugjo y baruba se han generalizado en el habla cotidiana. Por lo tanto, es evidente que esas divisiones locales de la
población mursi no deberían considerarse como estáticas e históricamente permanentes. La imagen es de fluidez y cambio, con creación de nuevas identidades y
modificación de las viejas como resultado de la expansión hacia el norte. Una
expansión que fue alimentada a lo largo de los años por una emigración continua, de sur a norte, de individuos y familias, facilitada en gran medida por matrimonios entre parientes, dando como resultado que los vínculos de pertenencia al
clan y de afinidad, personificados por el intercambio y la cooperación económica,
se ramifican por toda la población rebasando los límites buranyoga.
Los buranyoga, por lo tanto, son grupos “politico-territoriales”: consiste en
gente con intereses compartidos dentro de un territorio también compartido
(Mackenzie, 1978) y que dirigen sus asuntos con relativa independencia de los
otros grupos. Sin embargo, tales grupos no se originan por casualidad, no aparecen por un proceso “natural”. Esto no quiere decir que factores prácticos y materiales, tales como la topografía, la ecología y la necesidad de cooperación en la
explotación y defensa de los escasos recursos, no tengan un papel clave en la determinación del tamaño, forma y distribución de grupos “sobre el terreno”.
Simplemente, significa que tales factores no bastan para explicar el sentido de per-
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tenencia, el sentimiento de unión que experimentan los miembros de ese grupo y
que no sólo los prepara sino que les hace desear hacer grandes sacrificios en su
nombre. Si esos sentimientos fuesen simplemente el resultado de la co-residencia
y el reconocimiento de intereses comunes, sería difícil justificar aquellos casos (la
mayoría) en los que el límite del grupo no está marcado por
una característica natural que aísle eficazmente a todos sus
miembros de un contacto regular con miembros de cualquier
otro grupo. Como nos enseñó el antropólogo Frederick Barth
hace tiempo, los límites étnicos se crean por contacto, no por
aislamiento (1961). Si los límites grupales fuesen una simple
extensión de la cercanía física e interés común, sería difícil
explicar por qué la gente debería sentirse más unida a miembros de su propio grupo, a los que nunca han visto, que a
miembros de un grupo diferente con los que están en contacto diario y amistoso.
Parece razonable asumir que los límites grupales no
son un simple producto de la necesidad práctica sino que
deben de ser considerados en un sentido conceptual. ¿Qué
implica hacer tal distinción conceptual? En primer lugar, la
afirmación de la existencia de al menos dos grupos diferenciados (“ellos” y “nosotros”). En segundo lugar, y como consecuencia lógica de esa misma afirmación, parece evidente la
existencia de un espacio social más amplio en el cual ambos
grupos coexisten. Como el filósofo E. Leclau ha expresado:
“no puedo afirmar una identidad diferencial sin distinguirla
de un contexto y, en el proceso de hacer la distinción, sostengo el contexto al mismo tiempo” (1995,100). La afirmación
de la diferencia es, por lo tanto, una afirmación de la igualdad, de algo compartido, de un “contexto” o espacio social
común. Se deduce de todo ello que el proceso de
“creación/formación” de un grupo se convierte en su separación o “extracción” de
otros grupos similares. Es esta ”desvinculación” de un grupo local respecto de otro
lo que se consigue en el país mursi a través de la violencia masculina ritualizada
del duelo.
Como ya he sugerido, el mismo análisis puede aplicarse a la más letal, pero
igualmente ritualizada, forma de la violencia masculina que llamamos guerra. La
guerra mursi es ritualizada en, al menos, dos sentidos. Primero, existe la conexión
íntima y esencial entre la guerra y los rituales que la llevan a finalizar: hay un sentido real por el cual los mursi y sus vecinos van a la guerra para conseguir la paz.
Segundo, es un hecho que el papel social del guerrero corresponde a una categoría de la población ritualmente definida: es decir, los hombres que ocupan el
rango de edad conocido como rora (singular rori).
Como ya se ha apuntado, la expansión hacia el norte de los mursi durante
este siglo se consiguió a costa de sus vecinos del norte, los bodi. La guerra jugó un
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MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 9: Grupos locales (buranyoga)
en tierra mursi. El mapa muestra
las divisiones territoriasles de las
riberas del Omo donde los miembros de cada grupo practican el
cultivo por inundación durante,
aproximadamente, la mitad del
año (Octubre-Febrero).
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Fig. 10.- Ganador del combate llevado a hombros por sus compañeros en Warra, en la tierra del bhuran
de Baruba. 1996.
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papel importante en esta expansión, aunque no se trata, de ningún modo, de un
asunto sencillo según el cual los mursi disponían de una fuerza militar superior a
la de los bodi y por ello ocuparon su territorio. Para entender el papel de la guerra en la expansión mursi debemos considerar que la guerra y los medios rituales
por la que ésta finaliza son partes integrantes del mismo proceso.
Desde que acabó en
1975 el último período de
intensas hostilidades mursibodi, los mursi no han ampliado su frontera norte más allá
del Mara. Lo que ha cambiado,
como resultado de la guerra, es
el estatus legal de la frontera. El
final de las hostilidades se selló
mediante un ritual de paz,
celebrado en el río Mara, a
unas 20 millas al norte de
donde otro ritual similar marcó
el fin de las hostilidades, a principios de los años 50. Por lo
tanto, desde el punto de vista
de los mursi la guerra de principios de los 70 se hizo para
adquirir un nuevo territorio en un sentido de jure: establecer su derecho legal hasta
el Mara, que de facto venían ocupando desde los años 20. Así, la celebración de
una ceremonia de paz en un determinado lugar es una forma de legitimar la propiedad de un territorio que anteriormente les pertenecía solo de facto. En ese caso,
se puede decir que el objetivo de la ceremonia es dar ratificación legal a una invasión territorial que ya había ocurrido, pacíficamente, antes de que la lucha empezase (Turton 1978, 99). Esta conexión entre la guerra y el ritual de pacificación es
una de las razones por la que describo la guerra como violencia masculina ritualizada. Otra razón es que aquellos que van a la guerra, al igual que los que toman
parte en los combates de duelo, son miembros idóneos de una categoría de población definida ritualmente: son miembros del rango de edad rora.
Este es el rango más joven del hombre adulto y, mientras se ocupa este
grado, es cuando se espera que los hombres se casen por primera vez, normalmente al final de su veintena. La transición a este rango se produce mediante una
ceremonia llamada nitha, que también tiene el efecto de agrupar a los nuevos
titulares del rango en un grupo de edad del cual serán miembros hasta que mueran. La previsión formal es que el rora permanezca soltero aunque se trate de
hombres físicamente maduros cuyo principal rol social se define como militar y
de “seguridad”. Se espera de ellos que proporcionen a la comunidad un “pre-
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aviso” de ataque por medio de expediciones regulares de exploración por las áreas
fronterizas y que sean los primeros en movilizarse en el caso de producirse uno
de estos ataques. También se espera de ellos que ejecuten las órdenes de los ancianos en asuntos que conciernen a la disciplina de los miembros recalcitrantes dentro de la misma comunidad. Y del mismo modo, se espera de ellos que asuman
el papel principal en los combates de duelo. Si reunimos todas estas expectativas
y obligaciones, el modo normal en el que un informante resumiría el rol del rora
sería decir que son el “ejército” o la “policía” (holiso) de los mursi. El grado en el
que esta imagen ideal del rora como “guerreros” solteros se aproxime a la realidad
dependerá de la longitud del intervalo de tiempo entre las sucesivas incorporaciones. Se dice que en el pasado este intervalo era normalmente de unos siete
años, lo que significaría que la mayor parte del rora estaría comprendido entre el
final de la década de los veinte años y el comienzo de los treinta. Hoy, sin embargo, prácticamente todo el rora son hombres casados y muchos de ellos tienen
hijos casados. Ello se debe a que la última ceremonia de constitución, realizada
en 1991, tuvo lugar treinta años después de la anterior. De este modo, aquellos
que constituyeron la nueva incorporación en 1991, y que por lo tanto se convirtieron en rora, tenían entonces entre 15 y 45 años de edad, estando hoy (2008)
entre 32 y 62 años.
Conclusión
El duelo y la guerra tienen al menos cuatro características comunes. En primer
lugar, son actividades características de la misma categoría específica de género y
edad de la población. Segundo, se anima y se prepara a los hombres para que se
ocupen de ambas actividades a través de su participación en los rituales de las organizaciones de grupos de edad. Tercero, enfrentan a los hombres como miembros
de grupos político-territoriales diferentes. Y cuarto, son el resultado de una relación recíproca entre estos grupos. Cada caso de guerra o duelo se considera como
un “retorno”, justificado y llevado a cabo en razón de un caso previo, y por lo tanto
como parte de un “intercambio” continuo –de muertes en el caso de la guerra y de
heridas en el caso de los duelos. Según el argumento de este artículo, estas similitudes superficiales se explican por un propósito ritual subyacente común: la afirmación de identidades político-territoriales separadas y el derecho de estas identidades a la coexistencia dentro de un espacio social compartido. ¿Por qué debería
de haber periódicamente una necesidad de afirmar estas identidades?
En el caso de los duelos se puede señalar que los buranyoga no tienen límites territoriales claramente definidos, sólo ámbitos territoriales; que las identidades grupales locales están en un proceso de reajuste y cambio continuo; que las
lealtades basadas en la co-residencia y los intereses compartidos en las actividades
económicas cotidianas se entrecruzan con las lealtades basadas en la pertenencia al
clan y la afinidad; que el duelo incluso da prioridad a las lealtades basadas en relaciones de parentesco pan-mursi, garantizando, por ejemplo, que hombres del
mismo clan pero de distinto buranyoga no compitan en duelo entre ellos; y que el
duelo es, sin embargo, el único contexto en el que se trazan de forma regular y
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visible los límites entre un buran y otro. El duelo, en otras palabras, afirma una
identidad política mursi global, o un “contexto”, incluso distinguiendo y enemistando diferentes “subgrupos” políticos de los mursi (fig. 10).
En el caso de la guerra, podemos destacar que los límites físicos entre aquellos grupos que van a la guerra tampoco están claramente definidos, ni físicamente ni a través del tiempo; que, como en el duelo, la guerra es una relación recíproca, basada por lo tanto en convencionalismos y expectativas comunes, no menos
en cuanto a su resolución; y que la relación no excluye lazos cercanos de intercambio económico y ayuda mutua. La guerra, en otras palabras, afirma valores compartidos que trascienden los límites políticos (culturales, lingüísticos), incluso distinguiendo y enemistando diferentes grupos políticos. Esto lo hace no tanto a través de las normas que rigen la conducta de las hostilidades (aunque tales reglas
existen), como a través de las normas que gobiernan su resolución.
De acuerdo con ello, el duelo y la guerra se comprenden mejor como afirmaciones rituales de un derecho a la diferencia dentro de un contexto de valores
compartidos. Esto no significa que “expresen” o “representen” diferencias ya existentes, como aquellas que han sido bien establecidas por una necesidad práctica y
que los participantes dan por sentado. Tales diferencias difícilmente necesitarían
de una afirmación ritual periódica. El argumento que se ha expuesto es que el
duelo y la guerra son los que “hacen” esta diferencia. Son actos de comunicación
no verbal que tienen la cualidad que el filósofo J. L. Austin denominó como
comunicación verbal “interpretativa”: originan lo que afirman o expresan. Tal
como Austin explicó, a modo de ejemplo, “cuando digo, ante el registro o el
altar… ‘sí, quiero’, no estoy informando sobre una boda, estoy consintiendo en
ello” (Austin, 1982, 6).
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LA PINTURA Y SU SIMBOLOGÍA
EN LAS COMUNIDADES DE
CAZADORES-RECOLECTORES
DE LA TIERRA DE ARNHEM
INÉS DOMINGO
SALLY K. MAY
El arte rupestre no es más que la expresión gráfica de un sistema de creencias y una tradición socio-cultural cuyo significado es tan sólo accesible para aquellos que han sido
formados en el seno de la cultura o tradición que lo creó. Y en este sentido es comparable a cualquier manifestación gráfica cuya finalidad es la de ilustrar un relato o transmitir un mensaje, ya sea para educar, regular, recordar o señalizar. El arte rupestre combina el arte civil y el religioso, pero también la información que en la actualidad transmitimos por medio de señales y carteles, mediante códigos que aprendemos a lo largo
de la vida, que se transmiten de generación en generación y cuya finalidad es la de regular el comportamiento en sociedad.
Descifrar el arte rupestre de otra cultura es como viajar a otro país en el que desconoces el contexto socio-cultural. Las señales, las imágenes y los códigos dejan de
tener significado y de transmitirte información. Y por tanto ignoras cómo comportarte, cómo llegar a un lugar, dónde encontrar lo que buscas, cuáles son tus obligaciones,
qué peligros hay, etc. Mientras que una guía del viajero o un amigo local pueden iniciarte en la cultura de otro país, cuando viajamos al pasado las posibilidades de descifrar los mensajes transmitidos por el arte rupestre quedan reducidas a la identificación
visual del tema representado, pero perdemos el relato al que se vincula y por tanto el
significado del mensaje transmitido. Como arqueólogos, mediante el análisis del contexto arqueológico o del lugar que ocupa una representación en el paisaje y en el panel,
tratamos de deducir la función o el mensaje transmitido, pero el desconocimiento de
las tradiciones socio-culturales a las que se vincula limita en gran medida nuestras
interpretaciones.
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Fig. 1. Ngarrbek (equidna) pintado por Bobby Nganjmirra en la
Galería Principal de la colina de
Injalak en 1985 (Kunbarlanja,
Oeste de la Tierra de Arnhem).
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En la actualidad, son pocas las culturas en las que el arte rupestre todavía forma
parte de la simbología de una cultura viva y, por tanto, en las que aún podemos acceder a su significado guiados por los conocimientos de los autores o sus descendientes.
Entre los pocos ejemplos destaca el arte rupestre australiano de lugares como la Tierra
de Arnhem (Territorio del Norte, Australia), donde el impacto de la invasión europea
fue menor que en otros territorios del
mismo país y permitió la conservación de
una de las tradiciones pintadas más longevas de la humanidad.
Es cierto que la interpretación de
cerca de 40000 años de manifestaciones
rupestres a partir de los conocimientos de
poblaciones aborígenes actuales no está
exenta de polémica (Rosenfeld, 1992;
Layton, 1992 y 2006), ya que muchos
investigadores debaten si el arte rupestre
antiguo puede ser interpretado de forma
válida a partir de la etnografía moderna.
Como cualquier forma de expresión cultural, el arte aborigen no es una tradición
estática e invariable, sino que se ha ido
adaptando constantemente a los cambios
socioculturales y medioambientales que se
han producido a lo largo del tiempo
(Taçon y Chippindale, 1998). Muchos motivos contienen diversos significados simbólicos,
que no sólo varían entre clanes o grupos lingüísticos sino también entre los miembros de
una misma comunidad dependiendo del estatus social del individuo, de su género o de su
grado de iniciación. Por tanto, si existen cambios a nivel sincrónico, es más que probable
que las interpretaciones y el simbolismo hayan variado también a lo largo del tiempo. Pero
lo que no varía es la forma en la que el arte se utiliza para marcar el territorio y transmitir
conocimientos acerca del paisaje, la sociedad, la cultura y las formas de comportamiento.
Si el arte rupestre en Europa no puede estudiarse disociado del contexto
arqueológico, en Australia debe tener en cuenta además la información etnográfica, que
nos permite descifrar prácticas socio-culturales completamente imperceptibles cuando
se desconoce el contexto social. Y es ahí donde reside la importancia de los estudios
etnoarqueológicos, en proporcionar las claves para determinar las diversas funciones del
arte en sociedades actuales ( Lewis y Rose 1988; Layton 1992; Taylor, 1996) y utilizar
esas claves para establecer modelos de análisis del arte rupestre antiguo. Uno de los
ejemplos que mejor ilustra la importancia de la etnografía en la interpretación del arte
rupestre es la experiencia de Macintosh en su estudio de los motivos rupestres del yacimiento de Doria (Barunga, Territorio del Norte). En su primera visita al conjunto
Macintosh efectuó una interpretación de los motivos faunísticos a partir de la identificación literal de lo representado (Macintosh, 1952), que resultó errónea en un 90 por
cien al visitar nuevamente el conjunto con el anciano aborigen y líder del clan Bagual,
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Lamjerroc (Macintosh, 1977). En esa revisión del conjunto Macintosh pudo determinar que existen al menos cuatro niveles de interpretación de los motivos, que van desde
el simple reconocimiento visual de lo representado a una interpretación mucho más
compleja vinculada con su significación simbólica, y que las posibilidades de acceder a
la significación sin conocer el contexto socio-cultural son más bien escasas.
Con este ejemplo no queremos decir que la etnografía sirva para interpretar el
arte prehistórico, sino tan sólo para pulir nuestros métodos de análisis, abrir interrogantes en nuestras interpretaciones, proponer otras vías de investigación y cuestionarnos la
validez y limitaciones del método arqueológico. Es en este sentido dónde se sitúa nuestro interés por revisar el significado del arte rupestre en un contexto etnográfico.
La supervivencia de una tradición: el arte rupestre de la Tierra de Arnhem.
Durante cerca de 50.000 años la Tierra de Arnhem fue habitada por diversas poblaciones
aborígenes con una forma de subsistencia basada en la caza y la recolección. Estas poblaciones se organizaban en bandas flexibles, con un intercambio de miembros mediante
matrimonios (Layton, 1985), y su dependencia de fuentes de alimento estacionales les llevaba a practicar una cierta movilidad. La relativa simplicidad tecnológica de las poblaciones aborígenes contrastaba con su sofisticada vida socio-cultural, con una mayor inversión de tiempo en los aspectos culturales que en las actividades económicas, que explica
el elevado desarrollo del arte, la religión y las leyes (Flood, 1997, 2). El mantenimiento
de esas complejas estructuras sociales y de esas sofisticadas prácticas culturales se garantizaba por medio de la celebración de ceremonias de forma cíclica (Smith and Burke, 2007,
41). Ceremonias en las que religión, historia y leyes se fundían a través de danzas, música, relatos y diversas formas de arte (corporal, rupestre y mueble), para garantizar la formación adecuada de las nuevas generaciones, el intercambio de ideas, de novedades o de
materias primas, para acordar matrimonios o para despedir a los difuntos.
La llegada de los europeos al Territorio del Norte tuvo un fuerte impacto en las
formas de vida de estas poblaciones cazadoras-recolectoras (ver Salazar, en este mismo
volumen) y quedó registrada con gran detalle en los abrigos rupestres, como había sucedido con anterioridad durante el contacto con las poblaciones asiáticas (los denominados macassan). Sin embargo, la interrupción de su sistema económico y su sedentarización no provocaron la desaparición de su sistema de creencias y sus prácticas socio-culturales. Bien al contrario, se vieron reforzados como un símbolo de identidad frente a
los “otros” y como una forma de garantizar la transmisión de conocimientos ancestrales
a las nuevas generaciones.
La tradición de pintar y repintar, o rejuvenecer, los abrigos rupestres constituía
una parte integral de su obligación de custodiar el territorio y reavivar su significación
cultural y sus tradiciones ancestrales, prestando homenaje o renovando los lazos con espíritus y ancestros. Simbolizaba por tanto la renovación cíclica de la vida, como se regenera el paisaje tras la estación seca o como el espíritu de los difuntos retorna a las aguas y a
su forma de espíritu niño por medio de rituales en los que sus huesos se impregnan con
colorante rojo (Taçon, 1989, 334). La actividad de renovar o rejuvenecer los abrigos tan
sólo podía llevarse a cabo por individuos relacionados con el yacimiento por descendencia, es decir, miembros del clan local al que pertenecen las tierras donde se sitúa el con-
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Fig. 2. La multitud de superposiciones es la mejor evidencia de la
continuidad del uso de los mismos
abrigos a lo largo de diversas generaciones y la importancia del lugar
frente a los motivos representados
(Galería Principal de la colina de
Injalak, Kunbarlanja, Oeste de la
Tierra de Arnhem).
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junto (Smith, 1996; Layton, 2006). Pero la dislocación cultural que tuvo lugar tras la llegada de los europeos ha provocado la casi total desaparición de esta práctica y el consecuente deterioro de los conjuntos, sin que vuelvan a ser rejuvenecidos y por tanto sin que
sus poderes puedan ser revitalizados. Así mismo, los movimientos de población consecuencia de la llegada de los europeos han provocado que en muchos lugares los aborígenes se vieran desprovistos de su conexión
con sus territorios tradicionales y que
muchos se encuentren custodiando yacimientos o motivos que fueron creados por
otros y, por tanto, con un arte que en origen estaba vinculado a un paisaje cultural
distinto. Pero por lo general, la reacción
de las poblaciones trasladadas fue marcar
los nuevos territorios con nuevos símbolos
de su identidad e incorporar los símbolos
de esos nuevos territorios a la cosmología
local (Clarke, 2003, 95-96), cuyo significado era conocido por algunos miembros
de los clanes aledaños. Y es que una forma
de garantizar la supervivencia de las tradiciones culturales de un clan, en caso de
que su población desaparezca, es estableciendo alianzas con los clanes vecinos que
llevan a compartir dicha información con
miembros selectos de los otros clanes a través de ceremonias.
A pesar de los cambios, los conocimientos ancestrales se siguen transmitiendo por
medio de ceremonias, danzas, canciones y relatos que tienen su representación gráfica en
los abrigos pintados, y en la actualidad también sobre corteza de árbol o papel (ver Taylor,
1996, May, 2006 y en prensa). Los ancianos todavía conocen y siguen revelando a las
nuevas generaciones las tradiciones rupestres de la región, la importancia de determinados enclaves y el significado de una gran parte de las representaciones, así como los sistemas de creencias y las tradiciones orales que se asocian a ellas. Algunos de ellos aún
rememoran cuando en un pasado reciente todavía habitaron, durante la estación húmeda, los abrigos pintados por sus padres y ancestros e incluso recuerdan los nombres de
algunos de los autores. En 1986 Taçon pudo constatar todavía la realización, tan sólo un
año antes, de varios motivos llenos de simbolismo en la colina de Injalak (Gunbalayna,
Arnhem Land) por el anciano aborigen Bobby Nganjmirra y su hijo Alex, entre los que
destaca la representación de Likanaya, madre de los espíritus niños, un echidna o un
cocodrilo de agua dulce de la galería principal (Taçon, en prensa) (fig. 1).
La multitud de motivos (grabados, abrasiones, pinturas, dibujos, siluetas e impresiones) y superposiciones que pueblan los abrigos pintados de la tierra de Arnhem son la
evidencia más clara de la longevidad de esta tradición artística y de su progresiva adaptación a los cambios socio-culturales y medioambientales que se han producido a lo largo
de la historia (fig. 2). No se trata por tanto de una expresión cultural estática e invariable,
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sino que los cambios estilísticos y temáticos constituyen un testimonio significativo de los
eventos y cambios que fueron dando forma a su historia (Taçon y Chippindale, 1998).
Para los investigadores resulta fundamental establecer la cronología y la seriación
estilística del arte que puebla las galerías pintadas de la Tierra de Arnhem (ver las propuestas de Brandl, 1973; Chaloupka, 1984 y 1993, Lewis, 1988 o Taçon 1989a) con
objeto de reconstruir su evolución y cuantificar los cambios socio-culturales y
medioambientales pasados. Sin embargo, para las poblaciones indígenas las superposiciones no son más que una evidencia de la continuidad de una tradición iniciada por
los Seres Ancestrales en el pasado, durante el Tiempo de los sueños (palabra europea utilizada para identificar el periodo de la creación en la mitología aborigen) (Walsh, 1988,
35), pero que perdura en el presente. Ese arte, íntimamente relacionado con la organización social, los derechos ancestrales sobre el territorio y las relaciones entre los diversos grupos que mantienen la propiedad tradicional de cada territorio, combina creencias encriptadas, que han perdurado cientos de generaciones, con imágenes de su
mundo espiritual y terrenal, sus pertenencias materiales o su sentido de identidad individual y de grupo (Mulvaney y Kamminga, 1999, 357). Es este segundo aspecto el que
nos interesa revisar en este artículo para comprender la complejidad de la realidad que
gobierna la producción artística pasada y presente.
El arte del Tiempo de los Sueños
Como ya hemos señalado con anterioridad, la mayor parte del arte aborigen, toma su significado del Tiempo de los Sueños, al igual que las ceremonias, las danzas y las canciones
a las que se vincula. Durante el Tiempo de los Sueños los Seres o Espíritus Ancestrales procedentes del cielo, del mar o de la tierra recorrieron el territorio australiano dando forma
al paisaje con sus acciones y creando la vida a su paso. Con posterioridad crearon a la
población, a la que dotaron de diversas lenguas y les otorgaron la “Ley”, que sancionaba
el orden social y que especifica las prácticas socioculturales, religiosas y los códigos de
conducta que debían seguir a lo largo de su vida (fig. 3). Una vez finalizado su trabajo
regresaron a la tierra, pasando a formar parte del paisaje bajo la forma de ríos, montañas,
rocas, árboles, etc. De este modo, la totalidad del paisaje no es sólo una evidencia de sus
acciones pasadas, sino de su presencia en el presente (Chaloupka, 1993, 45).
La ocupación humana del territorio quedó condicionada a la celebración de ceremonias y la transmisión de esas leyes sagradas que conmemoraban las acciones de los
Seres de la Creación (Flood, 1997, 349 y 352). Tras la creación y hasta la actualidad, a
cada uno de esos lugares por los que pasaron o en los que se transformaron los Seres de
la Creación se les asocia leyendas específicas que narran su creación, canciones y danzas
que conmemoran dichos eventos y motivos pintados que representan a los seres legendarios en su forma humana o animal (Layton, 1985, 435-436). Las canciones y los relatos narran dónde habitan todavía esos Seres y las influencias que pueden ejercer, ya sean
benignas o maléficas. También relatan cuáles son los mejores lugares y las mejores épocas para la caza, dónde encontrar agua en los años más secos, y especifican cuáles son
las reglas de parentesco y las normas correctas a la hora de elegir pareja. El arte del
Tiempo de los Sueños no es más que la expresión gráfica de esas creencias y valores sagrados y, en consecuencia, una guía para desplazarse por el territorio habitado y convivir
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Fig. 3. Yirgana es uno de los principales ancestros para los aborígenes de la Tierra de Arnhem, al ser
la responsable de su creación. En
las quince bolsas transportaba a
niños que fue distribuyendo por el
territorio, enseñándoles una lengua y asignándoles un clan.
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en sociedad, pero también un documento que revela la pertenencia de la tierra a un
determinado clan.
Algunos mitos sobre los principales Seres de la Creación son compartidos por
diversos clanes o grupos lingüísticos. Pero en tal caso los clanes se identifican con la parte
específica del trayecto que recorre sus tierras y con la leyenda concreta que tuvo lugar en
esa parte del trayecto. Asociadas con
esos puntos existen canciones, leyendas y representaciones rupestres específicas, que se diferencian de las de
otros clanes a nivel estilístico y técnico, pero también a nivel temático
(Layton, 1985, 436). Así mismo,
existen otros mitos de carácter local
que se vinculan al territorio de un
solo clan (Taylor, 1996). De este
modo, los motivos y sus diseños internos constituyen la muestra más evidente de la posesión de un territorio,
por lo que los derechos de uso de esos
motivos y temas y de las leyendas y
canciones asociados a ellos son guardados celosamente. Sin embargo,
aunque el clan controla el acceso a sus
yacimientos sagrados que delimitan su territorio, no mantiene el uso exclusivo de los
recursos de ese territorio, que pueden ser utilizados por miembros de otros clanes
(Layton 1985, 436) tras obtener el permiso del clan pertinente. Esa fluidez en el movimiento por el territorio de otros clanes y en el acceso a sus recursos es paralela a la fluidez de los derechos a pintar motivos de tipo no sagrado (Rosenfeld, 1997, 294), ejecutados en contexto públicos. Los diversos clanes mantienen así mismo ciertos lazos de
unión al participar de tradiciones religiosas comunes, acordar matrimonios, o al compartir dialectos o derechos de explotación del territorio. Sin embargo, los diseños, ya sean
corporales, muebles o rupestres, suelen ser específicos de un clan, por lo que utilizar los
diseños de otro sin obtener su permiso es considerado como una usurpación de sus tierras y de su identidad (Layton, 1985, 437; Smith, 1992). Solo en circunstancias específicas, como cuando se establecen alianzas, se permite la utilización de los diseños de otros.
Por tanto, el arte rupestre está íntimamente ligado con el lugar, con los Seres de la
Creación que actuaron en dicho lugar y que dieron identidad al territorio y con la población
o el clan al que pertenece dicho territorio. El arte es pues la evidencia material de los derechos inalienables del clan sobre un determinado lugar (ya sea un yacimiento o un territorio).
En la actualidad, a pesar de que la práctica de pintar sobre las pareces rocosas ha sido
casi totalmente sustituida por las pinturas sobre corteza o papel, los derechos sobre qué diseños, qué motivos o qué relatos puede pintar cada individuo en función de su estatus social
y su lugar de procedencia se mantienen. Por lo tanto, motivos, temas y diseños revelan la
identidad del individuo y el lugar que ocupa en la sociedad, en el espacio y en el tiempo.
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Los autores
En la Tierra de Arnhem la tradición de pintar sobre paredes rocosas se atribuye fundamentalmente a los hombres (Chaloupka, 1993, 23), especialmente cuando se trata de
contextos ceremoniales o sagrados. Esta asunción se debe fundamentalmente al hecho
de que la mayoría de las investigaciones que se han llevado a cabo en la Tierra de
Arnhem han sido realizadas por
hombres, que trabajan a su vez con
los hombres aborígenes, en una
sociedad en la que la información no
se comparte entre géneros o entre
categorías sociales distintas. No obstante la documentación de negativos
y siluetas de manos de mujeres y
niños en diversos abrigos evidencian,
cuanto menos, su participación en
los contextos públicos.
Como señala Smith (1992 y
en prensa), en teoría el artista puede
pintar lo que quiera, pero en la práctica está condicionado por las normas
que regulan la producción artística
en los diversos contextos de uso. La
producción y el mantenimiento del
arte está regulada por reglas que fueron establecidas por los ancestros durante el Tiempo
del Sueño y que restringen las posibilidades de introducir variaciones estilísticas o temáticas, especialmente en los contextos sagrados. Existen reglas estrictas sobre quién puede
pintar cada diseño, el contexto en el que puede ser pintado, y en el caso de objetos sagrados, quién tiene permiso para verlos (Isaacs, 1984: 34). Ciertas danzas, canciones y diseños son custodiados por determinados individuos, que los han heredado de sus antepasados como heredaron los derechos sobre la tierra o a desempeñar determinados roles
en determinadas ceremonias. Por tanto nadie más puede utilizar los mismos diseños
sagrados, que se convierten en un símbolo de identidad y de estatus social. Dado que
las imágenes están vinculadas con determinados enclaves del paisaje, usar los motivos de
otra persona o de otro clan sería como pretender la posesión de sus tierras (Smith,
1992). Sin embargo, la ejecución de representaciones en contextos no sagrados está
menos regulada (Rosenfeld, 1997, 296-297).
Diversas investigaciones etnográficas han demostrado que a la hora de diferenciar diversos tipos de arte, los Aborígenes no prestan atención a la cronología, sino a los
autores y al contexto de realización, que les lleva a diferenciar tres tipos de arte
(Rosenfeld, 1997):
· El arte rupestre atribuido a los Seres de la Creación. Se trata por lo general de
un arte sagrado y lleno de simbolismo que se atribuye a dos tipos de autores.
Ciertas representaciones se consideran efectuadas por los Mimih, Seres de la
Creación y parientes de los actuales Mimih que habitan en los escarpes y se
84 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 4. El gigante Luma Luma es la
única representación en la colina
de Injalak cuya autoría se atribuye
al propio ser maléfico que se
emplazó a sí mismo en la pared.
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esconden entre las grietas. Los Aborígenes creen que los Mimih fueron los primeros pintores y enseñaron a pintar a sus antepasados, pero también cómo
cazar, trocear o cocinar a los animales, así como las canciones y las danzas utilizadas en sus ceremonias (Chaloupka, 1993, 64). Así mismo existen representaciones atribuidas a Espíritus Ancestrales, seres maléficos o criaturas peligrosas
que se situaron a sí mismos en las paredes (fig. 4) y que por tanto no son consideradas representaciones pintadas sino los propios Seres Ancestrales
(Chaloupka, 1993, 87). En ocasiones estas representaciones aparecen en lugares inaccesibles, lo que se considera una clara evidencia de que no fueron realizados por humanos. No obstante, aunque su autoría no es atribuida a los humanos, en algunas comunidades los ancianos tienen la obligación de garantizar su
preservación mediante repintes o retoques realizados en contextos rituales, para
asegurar que las estaciones vuelven en el momento adecuado, así como para
garantizar la abundancia de recursos y el nacimiento de nuevas generaciones.
Algunos investigadores reacios a la utilización de conocimientos etnográficos
para la interpretación del arte rupestre consideran que la atribución de su autoría a los Seres de la Creación es una clara evidencia de que esa manifestación
pertenece a una tradición extinguida y que ha perdido su significado. Sin
embargo, la adscripción de un origen espiritual al arte es un aspecto esencial del
sistema de creencias aborigen (Layton, 1992). Es más, en la actualidad se sabe
que en ocasiones los aborígenes reencarnan a los seres de la creación y atribuyen la autoría del arte a esos seres mientras efectúan ellos mismos las representaciones (Layton, 2006), como una forma de garantizar la continuidad de sus
creencias. Una costumbre que nos recuerda nuestra tradición de los Reyes
Magos o Papá Noel, cuya finalidad no es engañar a los niños sobre quién les
hace los regalos, sino mantener viva una tradición cultural.
· rupestre creado por los humanos, que narra eventos del Tiempo de los Sueños, ya
sea pasados o presentes, y que por tanto tiene una simbología sagrada. Este tipo
de representaciones a menudo se consideran evidencia de la relación existente
entre el artista, su familia, el paisaje y determinados Seres de la Creación.
· El arte rupestre creado por los humanos, que refleja sus preocupaciones (magia
de amor, conmemoración de eventos o con finalidad educativa) o sus actividades cotidianas (como escenas de caza o pesca). Se trata por lo general de un arte
realizado en contextos seculares, de carácter público.
Los temas
En la Tierra de Arnhem los aborígenes efectuaron representaciones sobre una variedad de temas entre las que se incluyen los mencionados Seres Mitológicos, pero también figuras humanas, marsupiales, pájaros, peces, reptiles, huellas, etc, así como diseños abstractos.
La mayoría de las representaciones guardan estrecha relación con la religión y
codifican diversos niveles de información que son revelados a los miembros de la
comunidad de forma gradual en base a su edad, su género, su grado de iniciación y
su filiación social. En la actualidad cuando los aborígenes ofrecen una interpretación
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al visitante, generalmente ésta es básica, la misma
que se le daría a un niño no iniciado. Los conocimientos más profundos sobre el significado,
tales como las referencias a símbolos sagrados
utilizados y otros detalles, se reservan para los
ancianos de las comunidades que han alcanzado
la madurez ritual.
Junto a las representaciones sagradas existen
multitud de motivos realizados exclusivamente
para pasar el tiempo o para narrar historias en contextos públicos durante las largas horas que los
aborígenes pasaban en los grandes abrigos rocosos
protegiéndose de las lluvias durante la estación
húmeda (Layton, 2006). En ese caso las representaciones son simplemente registros de caza y pesca
o de actividades de índole más cotidiana, aunque
no por ello están exentas de significación cultural.
Entre los temas representados destacan a grandes rasgos:
· Representaciones de espíritus, que pueden adoptar forma humana o animal, o
una combinación de ambas, pero que incluyen cierto grado de distorsión o elementos no humanos (fig. 5);
· Seres ancestrales.
· Representaciones de los propios aborígenes, pintándose a sí mismos y a sus
parientes utilizando armas y herramientas, cestos, bolsas, redes, así como adornos
corporales y vestidos. Cuando representan
escenas narrativas, los artistas dibujan claramente diversas actividades en las se plasma el comportamiento humano y sus
relaciones sociales. Es por ello que el arte
rupestre de esta región constituye una
muestra inigualable para estudiar la evolución de los útiles y el adorno de estas
poblaciones (Chaloupka y Giuliani,
2005) (fig. 6).
· Manos en negativo o en positivo, generalmente consideradas marcas personales o
como la firma del artista, que muestra la asociación de un determinado individuo
con un lugar (Taçon, 1994: 123), (fig. 7).
· Imágenes de brujería o hechizos amorosos: por lo general se trata de representaciones humanas (hombres o mujeres), que adoptan posturas ridículas o
aparecen en posición invertida y con los genitales distorsionados y cuya finalidad es provocar la enfermedad o la muerte de la persona “a la que se canta”
(fig. 8).
86 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 5. Aunque podría parecer una
escena de caza, se trata en realidad de
una lección de moral que muestra las
consecuencias de transgredir las
leyes. El individuo trasgresor
(izquierda) fue “cantado” por los
miembros de su comunidad para
que los espíritus malignos penetraran
en él, para darle una lección, y después le persiguieron y lo mataron.
Fig. 6. En ocasiones los aborígenes
se pintan a sí mismos en situaciones
diversas, como las representaciones
de guerreros del yacimiento de
Wulk (próximo a Kunbarlanja), en
las que se recoge con todo detalle su
armamento (propulsor, lanzas y
hachas que penden de la cintura o
de la mano del guerrero), su equipo
(cestos en los que transportan sus
pertenencias, como los palos para
hacer fuego) y sus adornos.
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Fig. 7. Las representaciones de
manos se utilizaban con frecuencia
para marcar la presencia de un
individuo en un abrigo, en ocasiones como símbolo de propiedad
de un individuo o un clan.
Fig. 8. Algunas representaciones
tienen la finalidad de causar enfermedades o incluso la muerte de un
individuo que ha trasgredido la
ley. Pero esta forma de magia también se utiliza con posterioridad
contra mujeres infieles o amantes
que han rechazado las atenciones
de un hombre (colina de Injalak).
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· Alimento y medicinas (ya sea de origen
vegetal o animal). En el arte rupestre
existen numerosas muestras de recursos
vegetales y animales que han sido utilizados por los aborígenes durante generaciones como alimento o como medicina.
Su presencia en el arte les recuerda
dónde y en qué estación encontrarlos,
pero también cómo procesarlos y en qué
contexto pueden ser utilizados. En la
colina de Injalak (Gunbalanya), las
representaciones de pescado, ya sea troceado o completo pero con subdivisiones internas, se utilizan para enseñar
cómo procesar la carne y qué partes son
las más valoradas a la hora de realizar la
distribución del alimento (fig. 9). Pero el pescado no es sólo alimento, sino que
es un símbolo poderoso de vida y su representación puede utilizarse a su vez a
modo de mapas que muestran los territorios de diversos clanes, para relatar historias del Tiempo de los Sueños o incluso para otros propósitos más restringidos
(Taçon, 1994, 124).
A su vez, los diversos temas muestran variaciones dependiendo del
estilo personal, del clan o del grupo lingüístico, por lo que en un solo motivo pueden quedar reflejados diversos niveles de identidad (Taçon, 1994,
124). Así mismo, cada motivo o tema no tiene un solo significado, sino que
suele contener significados múltiples dependiendo del contexto de interpretación (Clarke, 2003). Esos cambios de significado según el contexto no son
ajenos a nuestra cultura o religión, en la que la figura de un gallo puede simplemente indicar la presencia de una carnicería, o representar las tres negaciones de San Pedro a Dios en la religión cristiana.
La clasificación de los motivos en figurativos o no figurativos carece
de significación para los aborígenes, para los que lo importante es el mensaje codificado en la imagen. Como ya hemos señalado en líneas anteriores, los
conocimientos sobre el Tiempo de los Sueños, y en consecuencia la capacidad
de identificar lo representado, se revelan de forma progresiva a lo largo de la
vida del individuo, pero queda reservado a un determinado género, a los ya
iniciados o a los ancianos que han alcanzado la madurez espiritual. Por tanto,
nadie, ya sea una persona, un clan o un grupo lingüístico, conoce más que
una pequeña parte de todos los relatos de la creación (Mulvaney y Kamminga, 1999,77)
y por tanto de la significación de lo representado.
Tras el contacto con las diversas culturas de exploradores e invasores que llegaron a
Australia (en primer lugar los macassan procedentes de diversas islas asiáticas y más tarde
los primeros europeos) el arte aborigen sufrió algunos cambios significativos. A los temas
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del imaginario local se incorporaron representaciones de objetos, animales y figuras humanas que evidencian claramente la cultura del “otro”. Pero mientras para algunos investigadores se trata simplemente de imágenes seculares del encuentro entre dos culturas
(Chaloupka, 1979; Layton, 1992) para otros la representación de objetos, primero macassan y posteriormente europeos, siguió cargada del simbolismo propio del arte aborigen
(Frederick, 1999).
El arte del contacto: continuidad o ruptura del simbolismo tradicional.
Como arte de contacto se debe entender a las manifestaciones rupestres producidas
durante y tras el contexto de un intercambio socio-cultural (Frederick, 1999:34).
Durante mucho tiempo los investigadores australianos han considerado como arte de
contacto a las representaciones de objetos o individuos foráneos, ya fueran macasar o
europeos, pero no al resto de representaciones que se producen en el mismo contexto
siguiendo las convenciones y el simbolismo tradicional aborigen. Sin embargo, como
señalan McNiven y Russell (2002), esa interpretación deja de lado la respuesta de los
aborígenes a esas incursiones, en los casos en los que se siguen utilizando los motivos
tradicionales para enfatizar la relación de los aborígenes con el territorio y para significar el tema de las relaciones sociales.
La relación entre las poblaciones aborígenes y los contactos con macassan y europeos fueron notablemente distintas. Con los macassan los aborígenes establecieron relaciones relativamente cordiales, probablemente debido a que se trataba básicamente de
visitas anuales, sin ocupación permanente del territorio aborigen. Los macassan ejercieron una enorme influencia no sólo en el arte sino también en los mitos, los ritos y la
cultura material de los aborígenes, que todavía se evidencia en ceremonias y canciones
actuales. Muchos elementos decorativos adoptados por el arte aborigen a partir de esos
contactos podrían haber sido tomados de los diseños de las telas y los cestos macassan:
como los rellenos de rombos, de trama cruzada o en forma de diamante de diversos
motivos parietales (Chaloupka, 1993). Esos diseños, lejos de constituir una mera copia
artística sin ninguna carga simbólica, pasaron a formar parte de la identidad aborigen
reflejando una vez más la identidad del artista y su pertenencia a un determinado clan
o grupo lingüístico, por lo que fueron cargados de significación cultural. A pesar de los
cambios aportados por las poblaciones macassan, las novedades introducidas no llegaron a transformar el estilo de vida cazador-recolector aborigen.
Por el contrario, el contacto con los europeos fue mucho más trágico, ya que
vinieron para quedarse y en muchas áreas desposeyeron a los indígenas de sus tierras.
El arte rupestre aborigen pasó a combinar los motivos tradicionales con motivos europeos (armas, caballos y ovejas, hombres con sombrero, etc). Pero estas representaciones
no constituían simplemente un reflejo pasivo de los tiempos cambiantes, sino que se
convirtieron en una forma de reafirmación de los derechos inalienables de los aborígenes sobre la tierra. Los motivos de tipo europeo no constituían meras ilustraciones de
las novedades recién llegadas, sino que fueron impregnados con valores aborígenes con
objeto de volver a ganar el control sobre el territorio y los recursos. Como señalan
McNiven y Russell, puede que su representación tuviera lugar en el contexto de ceremonias para favorecer su acceso a dichos objetos, o incluso que el objeto pasara a ser
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Fig. 9. En la colina de Injalak
abundan las representaciones de
Barramundi, completos o troceados (como en esta imagen). La
forma más sencilla de transportarlo es cortando la cabeza y sujetándolo por las agallas (izquierda). Así
mismo, es importante aprender
qué a trocearlo y distinguir qué
partes son las más valoradas a la
hora de distribuirlo.
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vinculado con las acciones de los Seres de la Creación. Un buen ejemplo de ello es la
consideración de las armas como el origen del rayo y del trueno entre algunas poblaciones aborígenes de Queensland (Menson 1986 según cita en McNiven y Russel,
2002, 34), por lo que su representación pasó a jugar un papel simbólico en las ceremonias celebradas para provocar un aumento de las lluvias.
La respuesta de los aborígenes a la
invasión fue por tanto física y espiritual.
Así mismo se produjo un aumento significativo del arte de tipo mágico, para tratar
de controlar el asesinato masivo de aborígenes y la introducción de enfermedades
por los europeos. No obstante, en este
segundo caso no está claro si los aborígenes
atribuyeron las enfermedades a los europeos o las atribuyeron a un comportamiento
inadecuado de los propios aborígenes y
por tanto la magia estaba destinada a castigar a los propios indígenas responsables
de las enfermedades (Chaloupka, 1993).
Por último, el arte mantuvo su valor como
delimitador territorial, aunque esta vez
como una forma de reafirmar la posesión y
el control del territorio aborigen frente a
los europeos.
Conclusión
En la Tierra de Arnhem las poblaciones aborígenes todavía conservan una gran cantidad de información acerca del significado y la función del arte rupestre que puede ser
de gran utilidad para la construcción de una metodología de análisis del arte rupestre
antiguo mucho más crítica. Si bien es cierto que se trata de información de culturas contemporáneas, también lo es que los relatos narrados en fechas recientes varían sólo ligeramente de los recogidos por los primeros etnógrafos a principios del siglo pasado
(Taçon, 1989b). Al margen de la perduración temporal del relato, lo importante desde
el punto de vista arqueológico es que la etnografía nos ayuda a entender las dificultades de reconstruir el significado y la función del arte rupestre cuando se desconoce el
contexto socio-cultural.
Entender cómo funciona el arte en una sociedad resulta clave para entender las
posibles causas de su variación en relación con la estructura social, el contexto de uso y
los cambios que se producen en espacio y tiempo para adaptarse a las nuevas realidades
socio-culturales y medioambientales.
Para los aborígenes de la Tierra de Arnhem el arte rupestre ha servido como de
forma de transmitir su relación con el paisaje y con los seres que lo habitan. A medida
que las representaciones se iban perdiendo, se fueron añadiendo otras nuevas. Pero lejos
de olvidarse las representaciones antiguas, pasaron a formar parte del imaginario colecti-
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vo y a ser interpretadas como evidencia de los ancestros, los espíritus, los Seres poderosos de la creación, los Seres malignos y las fuerzas de la naturaleza. La diferencia fundamental reside en la concepción del tiempo distinta entre la cultura aborigen y la europea
(ver Smith en este volumen). Y mientras para nosotros el pasado ha terminado y está
separado del presente, para los aborígenes de la Tierra de Arnhem el pasado continúa en
el presente y se mantiene vivo a través
del rejuvenecimiento del arte que renueva los vínculos con los antepasados.
Para los investigadores las transformaciones temáticas y estilísticas en el
arte rupestre son una evidencia visual de
los cambios que han tenido lugar a lo
largo de la historia en la Tierra de
Arnhem. Esas transformaciones tienen su
origen en cambios medioambientales que
se evidencian en la fauna representada, en
las transformaciones tecnológicas que
tuvieron lugar in situ y que se evidencian
en los cambios en el armamento utilizado
a lo largo de la secuencia, o en las situaciones de contacto con otros grupos aborígenes o con culturas foráneas como los
macasar o los europeos.
La combinación de ambos conceptos de interpretación del arte rupestre
nos proporciona una visión enriquecedora de la importancia del arte para las sociedades
pasadas y presentes, ya que el registro pintado de la Tierra de Arnhem nos informa tanto
sobre la identidad social e individual de los artistas, su lugar en la sociedad y en el territorio, como sobre los cambios tecnológicos y medioambientales, los conflictos o los
intercambios culturales que se han producido a lo largo de la historia en ese territorio.
Afortunadamente, a pesar de que la práctica de pintar en abrigos rupestres ha disminuido notablemente, la transmisión de conocimientos a través del arte (fig. 10) todavía se mantiene viva gracias a la continuidad de la tradición artística sobre corteza o papel.
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90 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 10. La tradición artística y los
relatos asociados a ellas continúan
transmitiéndose sobre corteza o
papel. Raphalia Badari (izquierda)
y Sharon Nawirridj con una pintura realizada por el artista Wilfred
Nawirridj (Kunbarlanja, 2007).
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LA SUPERVIVENCIA
DE LAS CULTURAS INDÍGENAS
CLAIRE SMITH
Este artículo aborda algunas formas en las que la investigación antropológica y arqueológica puede favorecer la supervivencia de las culturas indígenas. Así mismo reflexiona acerca de cómo llevar a cabo la investigación para que ayude a la transmisión de
conocimientos culturales y tenga en cuenta el impacto de la globalización en la supervivencia cultural de los indígenas. Mi argumento se basa en la premisa de que la continuidad es la clave para la supervivencia de dichas culturas. Las culturas son entidades
vivas que se transmiten de generación en generación y, si bien tienen manifestaciones
materiales, son algo más que meros objetos materiales. La continuidad cultural depende del reconocimiento social de la identidad de una comunidad y de la transmisión de
los productos culturales, tales como relatos, danzas, ritos religiosos, formas cotidianas
de interacción, o de la reproducción de la organización de la sociedad como un todo.
Toda esa miríada de factores que conforman lo que denominamos cultura tienen que
ser transmitidos si queremos que haya una continuidad cultural si bien esto no excluye
el cambio cultural. Los seres humanos son criaturas inteligentes y adaptativas y todas las
culturas se hallan en un estado constante de “cambio”, es decir, de convertirse en la
manifestación futura de esa cultura.
Las disciplinas que estudian las culturas indígenas han heredado un legado que
es profundamente colonial. El proceso colonial estaba basado en el deseo de conquistar
mundos desconocidos. Los artefactos se convirtieron en la prueba material de la conquista de una nación, estableciendo lo que Said (1978) denomina la “posición de superioridad” de los colonizadores. El encuentro con el ‘otro’ cultural se teorizaba como
‘exótico’ y, como tal, digno de atención erudita. Las colecciones de los colonizadores
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Fig. 1.- Noción indígena del concepto de tiempo.
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representaban la paradoja de los mundos desconocidos, aunque conocidos. Cuando se
exhibían en museos, cada nueva exposición era transformada por su contexto en símbolo de la capacidad europea de conocer y controlar los mundos inexplorados de las exóticas colonias. Como parte integrante del proceso se llevó a cabo una apropiación de las
culturas indígenas lograda mediante la investigación y la representación. Sin embargo
se prestó poca atención a las formas de
supervivencia de estas culturas frente al
ataque violento del colonialismo. De
hecho, con frecuencia se asumía su desaparición y lo mejor que los colonizadores
podían hacer por los pueblos indígenas
era suavizar su agonía.
Durante décadas, la invasión colonial española, inglesa, francesa, holandesa y
portuguesa de diversas partes del mundo fue interpretada como el principio del fin
de las culturas indígenas. Sin embargo, en la actualidad, es evidente que estas culturas han sobrevivido, aunque su aspecto exterior puede haber variado y algunas se
encuentran todavía amenazadas. El resultado del proceso de contacto ha adoptado
formas diversas en las distintas partes del mundo, del mismo modo que las culturas
indígenas eran diferentes con anterioridad al contacto con los europeos. Si bien han
experimentado cambios radicales en muchas partes, las poblaciones indígenas han
utilizado la flexibilidad y la resistencia inherentes a sus culturas para asegurar su
supervivencia. En este proceso, muchas de estas poblaciones han optado por adoptar
los instrumentos que fueron utilizados para cambiarlos, controlarlos y desposeerlos,
para asegurar la supervivencia de sus propias sociedades y valores culturales. El investigador anishinaabe, Gerald Vizenor (1999), acuñó el término “survivance” para describir el proceso.
En un mundo interconectado, las poblaciones indígenas se enfrentan a nuevos
desafíos y a nuevas oportunidades. Los desafíos guardan relación con su entorno social
y físico, con presiones concomitantes hacia el cambio radical, mientras las oportunidades descansan principalmente en las posibilidades para establecer alianzas globales con
otras poblaciones indígenas y en el desarrollo de empresas económicas.
Los sistemas de conocimiento indígenas y los occidentales
El desafío de favorecer la supervivencia de los grupos indígenas requiere el compromiso de respetar los valores culturales que informan sus sistemas de conocimiento y sus
creencias. Aunque puede parecer una tarea sencilla, en realidad no lo es. Los indígenas
y las sociedades occidentales tienen una visión del mundo muy diferente. Lo que significa que puede que ni siquiera seamos capaces de identificar algunas creencias importantes, y mucho menos de respetarlas. Todos interpretamos el mundo que nos rodea a
través de la lente de nuestra propia experiencia, así que no resulta sencillo entender el
mundo desde el punto de vista de la experiencia de otra persona especialmente cuando
esa experiencia surge de una base cultural totalmente diferente. Por lo tanto, el primer
paso para llevar a cabo una investigación que favorezca la supervivencia de estas culturas es tratar de comprender la visión que tienen del mundo.
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Su visión del mundo y el enfoque científico occidental en la investigación representan dos sistemas de conocimiento bien diferenciados. La arqueología tiene sus raíces
en la ciencia occidental y explica el pasado indígena a partir de la visión del mundo occidental. Sin embargo, existen diferencias significativas: por ejemplo, mientras la percepción occidental tiende a enfatizar las entidades limitadas, las discontinuidades y el individualismo, las indígenas tienden a acentuar los enlaces, las continuidades y las relaciones. Una diferencia fundamental es la relacionada
con la noción de tiempo (figs. 1 y 2). Frente a la noción del tiempo
lineal de los occidentales, en la que el presente surge del pasado a un
ritmo regular y cuantificable, desde el punto de vista indígena el pasado permanece embebido en el presente, y, como tal, ejerce una
influencia progresiva en la acción presente.
Los arqueólogos interpretan la cultura material indígena en
términos de la lógica de las tipologías y de los sistemas de clasificación occidentales. Basados en sistemas de conocimiento occidentales, los sistemas de clasificación arqueológicos fallan, a menudo, a la
hora de ver las posibles variables y las diferentes lógicas tipológicas
de las sociedades indígenas. Sin embargo, la teoría y la lógica indígenas pueden jugar un papel a la hora de ampliar las interpretaciones arqueológicas, y aproximarlas a lo que pudiera haber existido en
el pasado.
La incorporación de los conocimientos indígenas a la práctica arqueológica es una tendencia minoritaria, aunque importante, en la arqueología de Australasia y norteamericana, y es evidente que algunos sistemas de clasificación entrelazan, cortan o incluso contradicen algunos tipos y clases
arqueológicos considerados “normales”. Por ejemplo, la arqueóloga Tara Million usa
su herencia cree para guiar su práctica arqueológica, desde el diseño de su investigación al análisis o la excavación. Guiada por esa filosofía cree, Million desarrolló un
modelo de investigación circular, con cuatro cuadrantes: la comunidad nativa, los
académicos, el registro arqueológico y la interpretación (fig. 3). De este modelo deriva una práctica arqueológica en la que la excavación se lleva a cabo en círculos, en
vez de en cuadrados. El trabajo de Million demuestra que el desarrollo de una
arqueología indígena conlleva numerosos desafíos y negociaciones, como evidencia
el siguiente pasaje:
“Mis proyectos arqueológicos y mis publicaciones se basan en la construcción de un
puente entre dos sistemas de valores en competencia y en conflicto: el aborigen y el
académico occidental convencional… yo me veo arrastrada en varias direcciones
contradictorias. Sobre la mesa se exponen valores culturales que van conformando
las preguntas expresadas por cada individuo, aborigen o académico… En cambio,
yo elijo llegar a acuerdos y negociaciones con estas dos culturas específicas”
(Million 2005, 51).
La supervivencia de los valores culturales indígenas es factible utilizando dichos
valores para guiar las prácticas de investigación. Pero, para que esos conocimientos indí-
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Fig. 2.- Noción occidental del concepto de tiempo.
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genas pasen a ocupar un papel central, son necesarios cambios sustanciales en dichas
prácticas de investigación:
“Si nos fijamos en algunos de los conceptos que tienen estas comunidades sobre el
pasado, las formas tradicionales de enseñar su historia, su patrimonio y sus restos ancestrales, y el papel y la responsabilidad de los conocimientos de la investigación para las comunidades, estaremos en disposición de concebir un
tipo de práctica arqueológica muy diferente –aquella que pone énfasis
en la ética y en la justicia social destinada a una audiencia más amplia
y diversa” (Atalay 2006, 295-96).
Fig. 3.- Modelo de investigación
circular de Tara Million
Este enfoque puede hacer que la investigación adquiera
un mayor valor para las comunidades indígenas y reforzar así
las bases para garantizar su supervivencia cultural. No basta con
que los investigadores enseñen a las comunidades una versión
occidental de cómo funciona el mundo, sino que tenemos que
proporcionar a los miembros de la comunidad una plataforma
a partir de la cual poder guiar las prácticas de la disciplina, de
modo que tengan significado y sean útiles para ellos, en relación a la perpetuación de sus propios sistemas de conocimiento. De esta manera, la investigación puede ser incorporada dentro del conjunto de herramientas que garanticen la supervivencia cultural.
Propiedad intelectual y propiedad cultural
La protección de la propiedad intelectual y cultural indígena es esencial para la supervivencia de sus valores culturales, pero en ocasiones la protección de estos derechos de
propiedad parece reñida con el avance del conocimiento científico. El debate sobre ‘a
quién pertenece el pasado’ es especialmente acalorado cuando implica la propiedad intelectual y cultural de las poblaciones indígenas (Nicholas y Bannister, 2004; Smith y
Wobst, 2005). Las críticas indígenas de la práctica arqueológica han movilizado a la disciplina en direcciones constructivas. Estas críticas, como las anteriores opiniones de
marxistas y feministas, ponen hoy en día un nuevo énfasis y abren nuevas perspectivas
para el desarrollo de una práctica arqueológica con conciencia política, que sea sensible
y se halle en armonía con las metas de las poblaciones indígenas. Entre los temas clave
están: ¿quién se beneficia de la investigación arqueológica?, ¿tienen derecho los arqueólogos a controlar el pasado de otros?, ¿es el enfoque científico occidental, en cuanto a
teoría y métodos arqueológicos, necesariamente la ‘mejor’ manera de interpretar el pasado?, ¿cuáles son las implicaciones prácticas de la investigación arqueológica para las
poblaciones indígenas con las que trabajan, para quienes los ‘artefactos’ constituyen un
patrimonio vivo?, ¿cómo pueden transformar los investigadores su teoría y su práctica
para dejar de causar daños a las poblaciones indígenas?
Normalmente los arqueólogos asumen por sí mismos las respuestas a este tipo de
preguntas. A menudo damos por hecho que la arqueología es útil y que tenemos la res-
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ponsabilidad, así como el derecho, de controlar y crear el pasado de los otros. Nos parece evidente que es algo necesario y que debe hacerse de forma científica y rigurosa, como
es propio de la arqueología. Rara vez tenemos en cuenta enfoques distintos al occidental a la hora de proteger el patrimonio cultural, o cuestionamos los temas propuestos
por nuestra investigación y cómo estos temas promueven o impiden la supervivencia
cultural indígena.
Si bien se han creado diversas organizaciones, declaraciones y códigos internacionales (como el World Archaeological Congress), en ningún caso el éxito de las medidas
de propiedad intelectual y cultural se hallan subordinadas a que las poblaciones afectadas estén al tanto de sus derechos y, por tanto, tengan la opción de dar su consentimiento (o denegarlo) para que se usen sus materiales. Esta situación se complica, con frecuencia, por el hecho de que para las poblaciones aborígenes la “propiedad” de muchos
conocimientos no es inalienable e individual, sino que pertenece a todo un grupo (ej.
familias, clanes o grupos lingüísticos).
La repatriación de restos humanos es una de las principales preocupaciones de
las poblaciones indígenas a escala global. Si bien los diversos grupos indígenas tienen
opiniones distintas sobre estas cuestiones (por ejemplo, en algunas partes de Australia
los lugares que contienen este tipo de restos tienen que ser evitados, pero en muchas
islas del Pacífico no ocurre lo mismo), existe una preocupación generalizada entre los
propios grupos indígenas para que este tipo de restos sean tratados con respeto.
En los Estados Unidos se produjo un punto de inflexión en 1991 en el tema
de la repatriación con la aprobación de la Ley de Repatriación y Protección de
Tumbas de los Indios Americanos (NAGPRA) en 1991. Esta ley regula la repatriación de los restos humanos, de los ajuares funerarios y del patrimonio cultural de los
indios americanos depositados en museos e instituciones de los Estados Unidos que
reciben financiación federal (http://www.nps.gov/history/nagpra/). Sin embargo, el
cumplimiento de esta ley no es una tarea sencilla, ya que la repatriación válida
depende de si las tribus son reconocidas a nivel federal o no. A pesar de las buenas
intenciones, NAGPRA ha aumentado las dificultades para que los museos repatríen los restos de las tribus no reconocidas a nivel federal, y así algunos museos escogen la ruta más conveniente, y más provechosa a nivel financiero, que es consultar a
aquellos que puedan proporcionarles más fondos federales, en vez de a quienes tienen una conexión cultural más directa con los restos humanos en cuestión. De esta
forma, NAGPRA vincula este aspecto de la supervivencia cultural al reconocimiento de una tribu a nivel federal -en sí mismo una decisión de la administración colonialista.
Las diferencias entre Australia y los Estados Unidos se ponen de manifiesto al
comparar la controversia actual en torno al retorno de los restos del Hombre de
Kennewick (conocido como el Ancient One o el Antiguo), de 9200 años de antigüedad, con el retorno de la Dama Mumgo a la comunidad aborigen de Willandra, datada inicialmente en el 24.710 ± 1.270 años B.P y recientemente vuelta a datar en unos
40.000 años, fecha que ha sido recibida con mucha más publicidad. Mientras que los
restos del Antiguo son todavía objeto de una enconada disputa, los restos de la Dama
Mungo yacen cerca del lugar donde fue enterrada originalmente, depositada en una
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caja fuerte de madera, forrada de terciopelo, y con dos llaves, una que custodia un
arqueólogo y otra en posesión de la comunidad aborigen. Tanto el Antiguo como la
Dama Mungo son símbolos poderosos de la relación existente entre muchos arqueólogos y las poblaciones indígenas de cada uno de los países implicados. Las diferencias
en el control que pueden ejercer los indígenas australianos y los indios americanos se
deben en parte al hecho de que los primeros tienen una mayor presencia en el imaginario nacional que los segundos. Si bien la colonización ha tenido consecuencias destructivas en ambos países, en los Estados Unidos existen otras llamadas a la conciencia
nacional, especialmente por parte de los afro-americanos. Las diferencias de actitud
también se deben a la influencia de los distintos códigos éticos que guían la práctica
arqueológica en cada país.
Mi último punto de atención en términos de repatriación es que existe un
retraso en las tendencias globales: en las naciones colonizadas, como Canadá, los
Estados Unidos, Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica, la búsqueda para la repatriación de restos humanos en colecciones museísticas se ha llevado a cabo en las dos últimas décadas, mientras que en las naciones con economías menos favorecidas, como
Chile, Argentina o la India, esta batalla todavía no ha empezado. Sin embargo, en
todos estos casos, la cuestión de fondo es si las poblaciones indígenas tendrán el control de su propia cultura.
Paisajes vivos
La incorporación de los sistemas de conocimiento indígenas en la práctica arqueológica produce una ampliación de las miras interpretativas, como muestra la noción de
“paisajes vivos”. Desde una perspectiva europea, la cultura es claramente un producto
humano. Sin embargo, para las poblaciones indígenas la cultura puede ser la naturaleza o un resultado de la interacción con el medio. De hecho, el paisaje es por sí mismo
un artefacto cultural, no sólo en términos de los cambios antrópicos del medioambiente (como los incendios regulares practicados por los aborígenes australianos) sino también porque los seres ancestrales y los espíritus de aquellos que han fallecido en un
pasado reciente, habitan en el paisaje y continúan supervisando la gestión de su territorio en el presente.
Los paisajes habitados por los indígenas australianos están llenos de significado,
impregnados de poderes, y a veces traicioneros. Los fenómenos naturales, como las
acciones de los pájaros o las inundaciones, pueden actuar como señales enviadas por
seres ancestrales o individuos que han fallecido. El paisaje deber ser atravesado con cautela, y existen numerosos lugares a los que tan sólo pueden acceder individuos con
derechos o conocimientos particulares. Cuando algunas personas de la región de
Barunga, en el Territorio del Norte de Australia, visitan lugares en los que no han estado desde hace mucho tiempo, llaman en voz alta y en lengua aborigen a los ancianos
cuyos espíritus todavía deambulan por estos lugares, diciéndoles que no desean molestarles. Si quieren hacer algo especial, como retocar las pinturas rupestres, solicitan permiso a sus ancestros, asegurándose de no provocar su cólera siendo irrespetuosos. La
anciana y propietaria tradicional, Phyllis Wijnjorroc, dice: “Esas personas están escuchando ahora. No están sordos”.
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Muchos de estos lugares repletos de significado no pueden ser identificados por
métodos arqueológicos tradicionales. Los ancianos son los encargados de mantener
dichos conocimientos, que transmiten a los niños como herencia ancestral para que
entiendan el paisaje en el que crecieron (fig. 4). De esta forma, la herencia viva de la tierra está ligada a la herencia viva de las tradiciones orales, a los rituales y a los sistemas
de conocimiento indígenas. Si bien
algunos elementos de estas tradiciones
se han visto sujetos a transformaciones
como parte del colonialismo, otros
están directamente ligados con los
ancestros de las poblaciones indígenas
contemporáneas. Para estas poblaciones el patrimonio cultural es una tradición viva y en constante evolución y su
continuidad es vital para el mantenimiento de su identidad y para su
supervivencia cultural. En tanto que
tradición viva, el patrimonio cultural
indígena está íntimamente ligado a historias orales y al proceso de recrear esas
tradiciones:
“Para una cultura viva basada en
el espíritu de un lugar, la parte
más importante para mantener la
cultura y, por lo tanto, salvaguardar ese lugar es la continuación de la tradición oral que cuenta una determinada historia. El proceso de recreación, más que la reproducción, es esencial en la realidad de
las poblaciones indígenas. Para ellos, la reproducción es irreal, mientras que la recreación es real. La fijación [europea] en la palabra escrita tiene implicaciones en el uso
del patrimonio cultural” (Departamento de Asuntos Aborígenes, NSW, citado en
Janke, 1999, 8).
La noción de patrimonio vivo se cimienta en las interrelaciones entre el lugar,
los seres ancestrales, las poblaciones actuales y sus antecesores, y la forma en que la
era del Dreaming nos informa en el presente. Esto culmina en una comprensión del
mundo natural como dinámico, sensible, y vivo. La tierra no sólo fue creada por seres
ancestrales, sino que éstos todavía habitan en lugares específicos e incluso a veces en
varios lugares simultáneamente. Para muchas poblaciones aborígenes, tanto los seres
ancestrales, como los antepasados pueden tener un impacto directo sobre los vivos en
el día a día. Así, los lugares asociados con ellos continúan estando impregnados de
su potencia, formando una parte importante de los paisajes vivos de los indígenas
australianos.
Esta noción aborigen de un legado vivo es muy diferente a la noción que tienen
los australianos de tradición europea de una herencia prístina e inmutable, y ello tiene
98 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 4.- Shaqkayla, Alana y Catina
frente a un yacimiento Women’s
Dreaming, Barunga, Territorio del
Norte, Australia, 2004.
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implicaciones en las filosofías de gestión del patrimonio. La filosofía europea de gestión
del patrimonio que busca la conservación del pasado y el mantenimiento de la autenticidad original se basa en una noción de tiempo lineal. Por otra parte, la noción de tiempo indígena, en la que el pasado continúa existiendo en el presente, asegura una filosofía de gestión del patrimonio cultural en la que el pasado se mantiene activo (o de algún
modo vivo) mediante el uso apropiado y recurrente de la tierra y de los yacimientos en
el presente.
La política de la lengua.
La supervivencia de las culturas indígenas está ligada a una comprensión de la forma
en la que el lenguaje ha sido utilizado para asegurar las estereotipos coloniales y las relaciones de poder. Las personas se constituyen entre sí y a sí mismos por medio del lenguaje, estableciendo, normalizando o combatiendo las desigualdades en el proceso.
Como dice Said (1978, 5), en términos del “orientalismo”, las palabras son ideas que
emergen de la historia y de la tradición del pensamiento, formadas por imágenes asociadas y en proceso de cambio, que dan forma a las realidades de estos conceptos y a
la percepción del mundo de las personas que las utilizan. Las poblaciones indígenas
entienden bien este punto, y la política del lenguaje ha sido el foco de muchas investigaciones realizadas por investigadores indígenas. Estos asuntos son inherentes a la
dominación colonial en muchas regiones del mundo, como señala el investigador
keniano, Ngugi wa Thiong’o:
“Pero la parte más importante de la dominación fue el universo mental de los colonizados, el control, por medio de la cultura, de cómo se percibían las personas a sí mismas y
su relación con el mundo. El control económico y político nunca puede ser completo ni
efectivo sin el control mental. Controlar la cultura de una población es controlar sus instrumentos de auto-definición en relación con los otros. Para el colonialismo esto implicó dos aspectos del mismo proceso: la destrucción o la infravaloración deliberada de la
cultura de las poblaciones, de su arte, de sus danzas, de sus religiones, de su historia, de
su geografía, de su educación, de su oratoria y su literatura, y la elevación consciente del
idioma del colonizador. La dominación del idioma de una población por el idioma de la
nación colonizadora fue crucial para la dominación del universo mental del colonizado”
(Ngugi wa Thiong’o 1986, 16).
Si bien el uso del idioma y de las imágenes ha sido criticado extensamente por
teóricos de la cultura en relación con aquellos estereotipos que consideran a las
poblaciones indígenas como “niños de la naturaleza”, “primitivos” o como “el buen
salvaje”, sólo recientemente estamos considerando seriamente la forma en que el discurso de la antropología y la arqueología refuerza las asunciones y las injusticias del
colonialismo.
Como han señalado numerosos investigadores, el discurso colonial sirvió a los
propósitos del estado dominante (Smith, 1999; Wobst y Smith, 2005). Por ejemplo, la
colonización inglesa de Australia utilizó el término “aborigen” para diluir las fronteras
culturales y geográficas de más de 600 grupos indígenas diversos, cada uno de ellos con
su propio sistema político, sus leyes y su idioma, en una sola categoría “aborigen”. Esta
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noción de la homogeneidad indígena enmascara no sólo la diversidad de las culturas,
sino también su autonomía política y los procesos de autogobierno que estaban vigentes en las sociedades indígenas antes de la llegada de los europeos. Por medio del idioma, la diversidad y la vitalidad fueron reemplazadas por una homogeneidad imaginaria
y un éxtasis implícito, un factor en la pérdida de la identidad que se produjo como consecuencia de la invasión.
La construcción de la identidad por medio del idioma es evidente en el caso del
apartheid en África meridional1. Como señala Ouzman (2005), aunque la doctrina política del apartheid2 ya no existe oficialmente, sus efectos perduran en esta región. El apartheid forjó una jerarquía de significados a partir de palabras tales como “blanco”, “noeuropeo”, “negro”, “de color” y “bosquimano”. En esta parte del mundo el término
“nativo” se convirtió en un término denigrante, al igual que en diversas partes de
Sudamérica el término “indígena” también se considera peyorativo. Con el apartheid la
identidad se medía en base a un estándar central de blancura, de modo que los bosquimanos del África meridional encajan mal en esta clasificación racial, como una población primitiva situada en algún lugar entre la “naturaleza” y la “cultura”.
Otro foco de preocupación es el idioma que excluye las experiencias y la percepción del mundo indígena. ‘El racismo de la omisión’ se produce cuando el idioma pasa
por alto la acción indígena. El ejemplo clásico es la declaración ‘Australia fue descubierta por el Capitán Cook en 1770’, que ignora la ocupación de las poblaciones indígenas
durante los 50.000 años previos. Del mismo modo, el término “colonización” implica
el asentamiento relativamente pacífico de tierras despobladas, más que la “invasión” de
tierras previamente ocupadas. Para combatir este mensaje los aborígenes australianos
han renombrado el Día de Australia, el día en que llegaron los primeros colonizadores
ingleses, como el Día de la Invasión o el Día de la Supervivencia, desplazando la atención de la celebración del asentamiento inglés a la conmemoración de la supervivencia
de los indígenas australianos.
El lenguaje puede ser utilizado para fortalecer a las poblaciones indígenas, en vez
de fortalecer el status quo (fig. 5). Y más importante todavía, puede ser utilizado para
reconocer y legitimar la autoridad indígena, un componente esencial para la supervivencia de estas culturas.
Tradición oral versus tradición escrita
Los valores culturales indígenas también se ven amenazados por el tipo de evidencias
aceptadas por los investigadores, las administraciones y los tribunales de justicia. En
los modos de pensamiento coloniales la historia escrita se considera como objetiva y
fidedigna, mientras que la historia oral se considera emotiva, subjetiva y cambiante.
La reciente controversia sobre la construcción de un puente en la Isla de Hindmarsh,
en las tierras tradicionales de la población narrindjeri en Australia del Sur (ver Bell
1998), se centra en el debate en torno a si se debe privilegiar la historia escrita frente
a la oral. Algunas mujeres ngarrindjeri se opusieron a la construcción del puente argumentando que perturbaría un importante yacimiento femenino, pero otras mujeres
ngarrindjeri ignoraban esos conocimientos. La construcción del puente fue paralizada y se apeló a la Comisión Real, con antropólogos apoyando a ambas facciones
100 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
1.- Africa meridional como región
geopolítica está comprendida por
Angola, Botswana, Lesotho,
Mozambique, Namibia, Sudáfrica,
Suazilandia y Zimbaue.
2 Traducido por los Afrikaans
como 'separatismo', el apartheid
fue la política doméstica oficial de
segregación racial del Partido
Nacional de Sudáfrica entre 1948
y 1994.
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Fig. 5.- Una visión indígena del
mundo, que invierte los estereotipos coloniales.
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enfrentadas. En 1995, la Comisión Real del Puente Hindmarsh determinó que la
reclamación sobre la existencia de asuntos secretos de mujeres había sido inventada.
Al interpretar el mundo desde la perspectiva occidental de un acceso al conocimiento relativamente abierto, esta decisión falló al no reconocer que los conocimientos
indígenas se encuentran a menudo segmentados en base a cualidades como la edad o
el género, creando toda una maraña cultural muy
sutil e intangible (Bell, 1998). Embebida en la tradición occidental de las divisiones jerárquicas, la
Comisión dio una mayor credibilidad a los registros
históricos y etnográficos de investigadores europeos
que a la historia oral indígena —la ordenación jerárquica de las tradiciones orales y literarias se ha naturalizado de tal manera que enmascara el etnocentrismo en el que está basada.
Irónicamente, se puede demostrar la profunda antigüedad de las historias orales en muchas
comunidades aborígenes australianas, entre ellas la
población ngrrindjeri, que tienen una historia del
Dreaming sobre la subida del nivel del mar que provocó la separación de un pedazo de tierra del continente, creando una isla que actualmente se conoce como Kangaroo Island (la Isla de los Canguros). Los científicos han demostrado
que este acontecimiento tuvo lugar hace unos 8.000 años. De modo que el núcleo
de esta historia oral puede vincularse a un acontecimiento científicamente registrado
hace 8.000 años. En otras partes de Australia, existen historias aborígenes que hablan
sobre la existencia de megafauna —canguros, serpientes, emús y otras criaturas
gigantescas— que se calcula que se extinguieron hace entre 30.000 y 50.000 años,
dependiendo de la especie. La cuestión es que las historias orales pueden tener una
antigüedad demostrable, incluso mayor que las historias escritas, y el hecho de privilegiar a estas últimas frente a las primeras surge de los sistemas de conocimiento
coloniales.
Compartir los beneficios
La supervivencia de las culturas indígenas también puede verse favorecida al compartir los beneficios que se derivan de la investigación. El sistema heredado de las estructuras coloniales es aquel en el que los académicos acumulan los beneficios a largo
plazo de la investigación, mientras que las poblaciones indígenas no obtienen ningún
beneficio, o tan sólo a corto plazo. Y eso a pesar de que la mayoría de la investigación
arqueológica se adquiere a través del conocimiento indígena, y una gran parte de la
misma no podría producirse sin su ayuda. Si bien los investigadores aportan sus conocimientos a los proyectos, a menudo no aportan los datos primarios. Tanto unos
como otros tienen derechos sobre la propiedad intelectual que surge de tal investigación, ya que ambos son esenciales para la obtención de resultados. Una forma de conceptualizar esta idea es pensar en la investigación como una especie de sopa, en la que
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varias personas aportan diversos ingredientes esenciales. Aunque puede que haya un
“chef ” (el investigador, sea o no indígena), esa sopa no podría existir sin la suma de
los ingredientes (tanto los conocimientos occidentales como indígenas), y todas las
personas que proporcionan ingredientes tienen derechos sobre la sopa. Por tanto,
parece lógico asumir que todas las partes implicadas en la investigación deben beneficiarse de sus resultados.
En el pasado, a menudo
los investigadores no pagaban
nada a la población indígena, en
parte asumiendo el derecho científico al conocimiento, pero también debido a la creencia en que
todas las personas tienen la responsabilidad de contribuir al
“crecimiento” del conocimiento.
En fechas más recientes, los
investigadores suelen recompensar a la población indígena por su
tiempo, aunque todavía existen
muchos casos en los que se les
entrevista sin compensación económica. Más aún, aunque a veces
la población indígena comparte
los beneficios de la investigación
a corto plazo, rara vez los comparten a largo plazo a pesar de haber aportado ingredientes esenciales para la sopa académica. A ello han contribuido diversos factores: la
demora temporal entre el trabajo de campo, la publicación y la difusión; el hecho de
que los beneficios de la investigación se adquieren de forma indirecta; la distancia
entre los lugares donde se lleva a cabo el trabajo de campo y las universidades; y el que
el resultado final de la investigación presenta una forma diferente a lo que se hizo en
el trabajo de campo.
El punto crítico se halla en que los beneficios de la investigación surgen algún
tiempo después de realizar el trabajo de campo, a veces muchos años después, y que
los beneficios económicos de la investigación se acumulan de forma indirecta. El
lapso de tiempo entre el trabajo de campo y la obtención de resultados contribuye a
que los investigadores se olviden, o minimicen, la contribución indígena a la investigación. Sin embargo, estas comunidades tienen plena conciencia de que las carreras académicas se construyen basándose en sus conocimientos y, en ocasiones, señalan que los antropólogos y arqueólogos “minan” los conocimientos indígenas. Desde
este punto de vista, los investigadores extraen conocimientos de la comunidad y los
trasladan al mundo académico para convertirlos en una cosa diferente, sin volver a
consultar o sin escuchar las sugerencias de la comunidad. A menudo, el producto
final no vuelve a la comunidad, sino que tiene una vida independiente de ella. Por
ejemplo, la investigación arqueológica llevada a cabo por Evans-Pritchard con los
102 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 6.- El anciano Inuk Luke Suluk
con Ngadjuri y el Grupo del
Danzas de Descendientes de
Narrunga. Burra, Australia del sur,
diciembre, 2006 (Foto Daniel
Puletama).
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nuer, en los años 30 del siglo XX (Evans-Pritchard, 1969[1940]), era muy conocida
y sumamente valorada entre los círculos académicos, sin embargo era completamente desconocida para los miembros de la comunidad veinte años después. En este sentido, los objetos de la investigación son permanentemente apropiados por las esferas académicas, mientras que los trabajos académicos no se integran en las esferas
indígenas. Disfunciones como ésta son típicas del proceso
colonial.
En relación a este tema existe una tendencia por parte de
los arqueólogos a compartir los beneficios económicos de
la investigación. Cada vez es más frecuente que los derechos de autor de libros que abordan temas indígenas sean
desviados a fondos que se dedican a ayudar a investigadores indígenas. Por ejemplo, los derechos de autor de Skull
wars (Thomas, 2000) se envían a la Sociedad para la
Financiación de la Arqueología de los Indios Americanos.
Del mismo modo, los derechos de autor de la serie
Arqueologías Indígenas publicada por Left Coast Press se
utilizan para financiar la asistencia de indígenas a las reuniones del World Archaeological Congress. Si bien las sumas
implicadas pueden ser relativamente pequeñas, la intención que se esconde tras este tipo de gestos es la de compartir los beneficios económicos de la investigación
arqueológica con las poblaciones cuya cultura posibilita la
investigación. Dependiendo de la publicación, ello se hace
en términos de comunidades individuales, de grupos con
objetivos específicos o de comunidades indígenas en un
sentido más amplio.
Fig. 7.- Grupo de estudiantes y un
miembro de la comunidad local
visitando un abrigo con pintura
rupestre en la colina de Injalak,
Tierra de Arnhem, Australia.
Las voces indígenas
Una forma importante de favorecer la supervivencia de
las culturas indígenas es apoyando a sus voces. Existen
poblaciones indígenas en 72 países del mundo y en todos
ellos estos grupos se encuentran en posiciones desfavorecidas con respecto a la
población dominante. Especialmente en los países económicamente desfavorecidos,
se trata de gente cuya voz tiene menos probabilidades de ser escuchada en foros globables. El actual incremento de las voces indígenas en la literatura arqueológica y en
las disciplinas relacionadas con ella refleja dos tendencias: en primer lugar, un
aumento de las publicaciones en las que los arqueólogos figuran junto a los indígenas con los que trabajan; y, en segundo lugar, un aumento de investigadores y académicos indígenas. Las publicaciones generadas por estos investigadores juegan un
papel importante al permitir que el conocimiento indígena guíe la práctica arqueológica contemporánea.
En relación con este tema se ha producido un aumento de la participación indígena en foros internacionales. En cierto sentido, es el resultado natural del aumento del
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número de investigadores indígenas en países económicamente desarrollados, tales
como Canadá y los EEUU. Sin embargo, hay también una tendencia a que los investigadores compartan los beneficios facilitando el que los miembros de la comunidad pueden viajar para participar en las reuniones arqueológicas. A veces, este viaje se emprende a instancias de una comunidad indígena que trata de aumentar sus conocimientos
sobre un tema en particular, y esto puede implicar no sólo viajes dentro su propio país,
sino también al extranjero (fig. 6).
Los investigadores indígenas y los miembros de la comunidad que asisten a foros
internacionales alcanzan una comprensión más profunda del proceso de investigación y
son capaces de participar de forma más activa a la hora de modelar la arqueología como
disciplina. Además, la asistencia a conferencias arqueológicas tiene valor para ellos, no
sólo porque sus voces pueden ser escuchadas, sino también porque les proporciona la
posibilidad de forjar alianzas, tanto a nivel nacional como internacional. Estas alianzas
permiten a las poblaciones indígenas compartir estrategias que garanticen su éxito, evitando obstáculos y reforzando tanto al individuo como al grupo. Todo esto es importante para su supervivencia (fig. 7).
Los desafíos y las oportunidades de la globalización
La segunda Década Internacional de los Pueblos Indígenas del Mundo empezó en el
2005, en un contexto en el que las decisiones que afectan a los pueblos indígenas y a
sus comunidades se toman cada vez más a nivel global, muy lejos de las realidades locales. A lo largo y ancho del mundo, procuran que sus voces sean escuchadas en la toma
de decisiones que afecta a sus vidas tanto a nivel global como a nivel nacional, donde
su movilización puede traducirse en poder político. Pero todavía quedan muchos desafíos pendientes en la lucha por el reconocimiento de sus derechos.
Las poblaciones indígenas de todo el mundo están encontrando causas comunes
en la lucha para retener su identidad y su tierra. En algunos casos, descubren que tienen más en común entre ellos, a nivel global, que con la gente con la que comparten el
país en el que viven. Las comunidades tradicionales luchan por el reconocimiento y por
su tierra en muchas partes del mundo. Namibia, por ejemplo, reconoce tan sólo tres de
las seis Autoridades Tradicionales San: las ju/hoansi, kung y hai//om, y todavía no han
sido reconocidas !xoo y, ≠au//gesi de Omaheke, así como el khwe del Caprivi
Occidental. En todo el mundo la identidad indígena está íntimamente ligada a la tierra. “Un mapuche sin tierra no puede ser un mapuche” dijo Christian Qechupán
Huenuñir, un mapuche activista de Chile, en una sesión plenaria sobre la Lucha y la
Resistencia Indígena en el Foro Internacional de la Solidaridad Iberoamericana y del
Pacífico Asiático.
El desplazamiento de sus tierras tradicionales es un resultado devastador de la
globalización en muchas partes del mundo, aunque luchan activamente contra esto.
En Botswana, por ejemplo, los bosquimanos /gwii y //gana llevaron al Estado a los tribunales después de su desahucio de la Reserva de Caza del Kalahari Central. A principios de los noventa, el asentamiento masivo de gente de Java en la isla de Kalimantan,
anteriormente conocida como Borneo, provocó que las poblaciones indígenas locales
llevaran a cabo una exitosa guerra en la jungla. En el distrito oriental de Batticaloa, en
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Fig. 8.- Evo Morales, Presidente
de Bolivia desde enero de 2006.
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Sri Lanka, un reasentamiento masivo de más de 100.000 personas, planeado recientemente, fue desplazado a causa de las violentas batallas entre los rebeldes tamil y el ejército de Sri Lanka.
En algunos casos, el desplazamiento es causado por el deterioro del medioambiente local debido a la explotación económica de los recursos naturales. Las comunidades que vivieron, durante siglos, de la pesca y de los productos del bosque en el archipiélago Chiloe, al sur de Chile, han empezado a abandonarlo. Podían afrontar las condiciones difíciles, pero el medioambiente deteriorado ya no puede sustentarlos a todos. Otras comunidades de esta parte
del mundo se encuentran amenazadas por las actividades mineras que han
deteriorado la calidad del agua, y con ello la capacidad de las comunidades ganaderas para mantener al ganado: si bien la gente puede hervir el
agua para el uso propio, los animales dependen de la calidad del agua de
arroyos y ríos.
Si bien la situación es mejor en países económicamente desarrollados, éstos también tienen problemas. En Canadá, por ejemplo, no parece
haber una resolución rápida a la larga batalla por los derechos sobre la tierra entre los grupos indígenas y los intereses mineros y de las explotaciones
forestales, a los que se les han otorgado concesiones para explotar los recursos en un vasto bosque boreal conocido como Gras Narrows. El Banco
Mundial está implicado en algunas de estas controversias y ha sido acusado, en la República Democrática del Congo, de transgredir sus propias
reglas al apoyar explotaciones forestales a expensas de las tierras y el sustento de los pigmeos.
En Sudamérica, los pueblos indígenas aclamaron la elección del presidente indígena de izquierdas Evo Morales (fig.8). Morales tiene un importante programa para la
población indígena de su nación y, es más, para la región en su totalidad. Los representantes de las compañías de petróleo extranjeras activas en Bolivia cedieron recientemente el control sobre sus operaciones, y acordaron pagar una proporción mayor de derechos y tasas. También recientemente, líderes indígenas celebraron un Congreso
Regional en Bolivia para discutir las estrategias con el fin de obligar a los gobiernos a
hacer una política de estado conforme a la Declaración de los Derechos de las poblaciones indígenas aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 13 de septiembre de 2007. Rigoberta Manchú, premio Nobel de la Paz, describió el Congreso
como una manera de demostrar apoyo al trabajo del presidente Morales, que convocó
una asamblea constituyente para reescribir la constitución reconociendo los valores culturales, las costumbres y el derecho a la tierra y a la autodeterminación de los pueblos
indígenas.
Entre los resultados positivos cabe destacar el creciente reconocimiento del
papel clave jugado por los pueblos indígenas que viven a lo largo de Asia y del
Pacífico en la conservación del bosque, y la creciente utilización de los conocimientos indígenas para la comercialización de tecnologías biomédicas innovadoras que
mejoran la salud humana. Alrededor del 62 % de todas las drogas contra el cáncer
aprobadas por la Administración de Alimentación y Farmacia de los Estados Unidos
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han sido elaboradas a partir de productos cuyos ingredientes activos han sido identificados por pueblos indígenas. Las naciones latinoamericanas, especialmente las que
viven en el Amazonas, tienen una flora muy rica y diversa, por lo que las posibilidades de aplicación comercial de los recursos de estas regiones son especialmente
importantes. Mientras que, aproximadamente, sólo uno entre 10.000 productos vale
la pena desarrollarlo a nivel comercial, los pocos que lo han sido pueden producir
ingresos lucrativos. África meridional es otra de las regiones en las que la biotecnología está cosechando beneficios económicos para los pueblos indígenas. En el 2006 la
aplicación de San Traditional Knowledge (IK), Intelectual Property Rights (IPR) y el
Access and Benefit Sharing (ABS) ocasionó una oferta histórica por parte de los cultivadores sudafricanos de hoodia, de pagar el 6% de todas sus ventas de hoodia al
Grupo de Trabajo de Minorías Indígenas de Africa Meridional (WIMSA). Este acuerdo tiene inmensos beneficios para los san, excluidos del inmenso y conocido mercado de hoodia, y conlleva beneficios no sólo para los cultivadores, sino también para
los segadores de hoodia.
Discusión
Las sociedades indígenas que encontraron los colonizadores europeos tenían estructuras sociales complejas y refinadas. Sin embargo, estos colonizadores juzgaban la sofisticación en base a la presencia o ausencia de una cultura material elaborada, como los
palacios y las pirámides, y puesto que las sociedades indígenas no habían construido
monumentos de esta clase, los europeos dedujeron que estas poblaciones estaban “atrasadas” o eran “primitivas”. De hecho, era todo lo contrario: mientras los europeos habían puesto la inteligencia y la energía humana en la construcción de sofisticados y elegantes edificios materiales, los pueblos indígenas las utilizaron para construir sofisticados y elegantes edificios sociales e intelectuales.
La supervivencia de estas culturas, ricas y diversas, depende de la continuidad de
sus prácticas culturales, que depende, a su vez, de sí misma, del control indígena sobre
su propia cultura. Si los valores culturales indígenas tienen que resistir al ataque violento de la globalización, estas comunidades necesitan mantener el control sobre sus vidas.
El borrador de la Declaración en los Derechos de los Pueblos Indígenas de las Naciones
Unidas (Parte Sexta, el Artículo 29) afirma lo siguiente:
“Los pueblos indígenas tienen derecho al reconocimiento de la propiedad completa, el
control y la protección de su propiedad cultural e intelectual.
Tienen derecho a medidas especiales para controlar, desarrollar y proteger su ciencia, su
tecnología y sus manifestaciones culturales, incluyendo tanto los recursos humanos
como los genéticos, las semillas, las medicinas, el conocimiento de las propiedades de la
fauna y la flora, las tradiciones orales, la literatura, los diseños y las artes visuales e interpretativas.”
La continuidad cultural se ve amenazada cuando los pueblos indígenas pierden
el control sobre su propiedad cultural e intelectual mientras que se ve apoyada cuando los pueblos no-indígenas trabajan dentro de una estructura que incorpora el control indígena y que está sujeta a reglas culturales indígenas. Dado que el acceso dife-
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rencial al poder está en el centro de las relaciones coloniales, el desarrollo de investigaciones que faciliten la supervivencia de las culturas indígenas conlleva un replanteamiento de las relaciones de poder entre las poblaciones indígenas y no-indígenas.
Implica alejarse del supuesto colonial del derecho a adquirir conocimiento, así como
el reconocimiento de los derechos de estas poblaciones a proteger su propiedad cultural e intelectual y a compartir los conocimientos en sus propios términos. Este proceso traslada las preocupaciones y los valores indígenas del “exterior” al “centro”, y
depende de un compromiso por reforzar sus sistemas de conocimiento. Las prácticas
resumidas en este artículo no “refuerzan” a los pueblos indígenas, simplemente frenan
su pérdida de poder y les proporcionan el espacio necesario para asegurar la supervivencia de sus diversas culturas.
Agradecimientos
En el trabajo de campo participan conmigo Gary Jackson y Jim Smith, a quienes agradezco la miríada de desafíos intelectuales, tanto en el campo como fuera de él. Este artículo nunca lo habría escrito sin la dulce insistencia de Inés Domingo Sanz.
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LOS PUEBLOS PREINDUSTRIALES
Y SU SENTIDO EN UNA
ANTROPOLOGÍA AUTOCRÍTICA
JOAN B. LLINARES
La vida cotidiana de una persona que resida en una ciudad occidental de nuestros días
quizá tenga muy poco contacto con aquello que propiamente se denomina el campo.
Será lo más probable porque eso es lo que nos sucede a la mayoría de los humanos del
mundo industrializado. De hecho, ya estamos habituados a contraponer el campo y la
ciudad como si fueran dos opciones antitéticas, dos modos de vida muy diferentes entre
sí. En efecto, lo único aproximadamente campestre que le brindan las motorizadas calles
a quien ha de vivir y trabajar en ellas lo constituye esa gratificante interrupción que vienen a ser los parques y jardines, las limitadas zonas verdes, que, en el mejor de los casos,
conservan a duras penas un minúsculo bosque, unos cuantos árboles en torno a lo que
queda de alguna antigua ermita o alquería. Dicho ciudadano puede que sólo conozca
de la agricultura lo que ésta proporciona para la alimentación gracias a los productos ya
empaquetados que adquiere en los supermercados. Por ello lo que es propiamente el
campo, esto es, vivir del campo y en el campo como hace un labrador dedicado a las
complejas labores de cultivarlo, acaso se reduzca para muchos ‘urbanitas’ a un mero
escenario, al panorama fugaz que se percibe tras las ventanillas de un coche o del tren,
o al cuadro de abstracta geometría que a veces se alcanza a contemplar desde un avión.
Esas formas de vida, atentas al paso de las estaciones y repletas de múltiples aperos para
la siembra, la labranza y la siega, necesitadas de talas, barbechos, roturaciones y regadíos antes de obtener la cosecha, son cada vez más desconocidas. Por lo demás, las labores agrícolas de las sociedades pre-industriales que viven junto a selvas y sabanas o en
zonas quasidesérticas eran y siguen siendo de índole muy diversa de las que podemos
observar en las comarcas vinícolas o naranjeras de nuestro país.
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Fig. 1.- Retrato de J.J. Rousseau.
En “Émile, ou de L'Éducation”,
Paris, 1857.
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Seguramente la ignorancia será similar o todavía mayor con respecto a la ganadería, a la vida de los diferentes tipos de pastores, nómadas trashumantes o más sedentarios y especializados, que conviven con sus vecinos. Los animales vivos con los que se
ha podido encontrar un ciudadano del mundo industrial probablemente sólo sean unos
cuantos ejemplares de especies domésticas, pero es difícil que se sepa por experiencia
propia lo que es un rebaño de cabras y ovejas, unas
cuantas vacas en un establo, un gallinero en el corral o
un simple palomar, por no hablar de las colmenas de
abejas o de los bancos de sardinas en el mar. Con suerte
se habrán observado éstas y otras especies de animales
más o menos sumisas o exóticas en alguna visita a granjas educativas, a un zoológico, o bien en espectáculos
circenses. El resto depende de la omnipresente cultura
de la imagen que puebla nuestras mentes, de todo ese
caudal que nos atraviesa y que hemos obtenido de fotos,
películas o documentales que intentan satisfacer nuestras ansias de información, de sorpresa y de curiosidad,
y que puede quedar aparcado, por desgracia, en uno de
tantos islotes de nuestro universo virtual, desprovisto de
carne, de sangre y de vitalidad.
Y más vale que no indaguemos sobre la caza y la
recolección como formas de subsistencia de los humanos,
estrategias fundamentales que posibilitaron la vida de
nuestra especie durante muchos milenios, junto a peligrosos animales carniceros y carroñeros: casi no se alcanza a imaginar otra cosa bajo estas palabras que una batida en un coto, con rifles y escopetas, persiguiendo los escondrijos de las liebres, de la perdiz o la codorniz, o el grato
recuerdo de alguna mañana otoñal buscando setas en un bosque, o recogiendo espárragos o fresas silvestres en paseos por senderos de montaña.
Así suele ser, más o menos, el agudo contraste entre aquella primordial forma de
subsistir y el mundo de experiencias que configura el día a día de nuestra existencia en
las ciudades, los núcleos demográficos constitutivos del mundo industrializado. Tamaña
ignorancia de cómo subsistimos todos los humanos hasta hace unos diez mil años y de
cómo viven todavía determinadas tribus en algunos lugares de la tierra es una faceta
característica que nos define a millones de personas en la actualidad. No obstante, este
predominio de la vida ciudadana, reforzado por el enorme número de quienes la compartimos y la orgullosa sensación de normalidad y de progreso que solemos manifestar,
impide que caigamos en la cuenta de la excepcionalidad que significa y de los riesgos
que conlleva en la ya larga persistencia de nuestra especie: bastaría para tomar conciencia de ello que retrocediéramos en el tiempo, o que nos desplazáramos a otras zonas del
planeta, e hiciéramos una simple comparación. Este doble movimiento en el espacio y
en la historia, atendiendo a quienes muestran su humanidad de forma tan diferente, es
muy necesario y aleccionador si queremos saber qué somos, de dónde venimos, y hacia
dónde deberíamos ir. Y lo es por una razón muy sencilla.
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Los seres humanos tenemos una naturaleza propia, claro está, de ahí la importancia del desciframiento del genoma humano, la validez de la medicina y la farmacia
en sus conocimientos de aplicación universal, o las hermosas variedades físicas del mestizaje. Pero esa misma naturaleza que conforma nuestro substrato psicosomático compartido es radicalmente cultural: el contexto familiar en el que hemos sido engendrados
y aquél en el que nos reproducimos puede variar muchísimo en extensión, ubicación,
líneas de ascendencia, normas y componentes reconocidos, etcétera; nos vestimos, nos
desnudamos, nos cortamos y peinamos el cabello y nos adornamos el cuerpo y la cara
de mil maneras diferentes, como captaremos en seguida con la mera observación de
fotografías de varias etnias; subsistimos con artes diversas que nos proporcionan la energía que necesitamos de medios y contextos con flora y fauna notablemente disímiles;
hablamos lenguas que nos asombran por su mutua extrañeza, fabricamos utensilios distintos usando distintos materiales y los decoramos siguiendo tradiciones autónomas,
cantamos y bailamos con melodías y ritmos muy diversos, interpretamos nuestros sueños y pensamos sobre la vida de ultratumba de maneras increíblemente sorprendentes,
etcétera, etcétera. En este sentido, los humanos somos gestores de nosotros mismos,
capaces de adaptarnos creativamente a entornos geográficos sumamente dispares, que
van del calor de los trópicos al frío del Ártico, del desierto a las selvas, de la sabana a las
montañas, mediante utensilios técnicos que han ido cambiando de materia, de forma y
de estructura, de diseño, objetivos y aplicabilidades, en una gama inmensa que va desde
el hacha de sílex hasta los robots de última generación. Como seres temporales e históricos, guardamos memoria selectiva de lo que hemos sido, olvidamos también fragmentos de lo que fuimos, y tenemos un futuro problemático que en parte moldeamos con
nuestras opciones y decisiones. Nos preguntamos por nosotros mismos, narramos nuestro pasado y nos interpretamos a nosotros mismos en una indagación sin más pausa que
la muerte. Así las cosas, conocer otras formas de vida, sobre todo si nos sorprenden y
asombran, esto es, si nos llenan de interrogantes, es como una necesidad ineludible, es
el fundamento de esa difícil sabiduría que nos permite captar nuestro rostro y entender
qué es lo que nos define y caracteriza, pues para vernos y percibirnos necesitamos siempre un espejo: contemplarnos con un poco de rigor requiere la reflexión en el rostro de
los otros, el chispazo desconcertante de las diferencias que, quizá, encenderá el fuego
que ilumine nuestro propio pensar y aportará calor a nuestra solidaridad. Sin este trabajo de reconocimiento no somos sujetos responsables en el contexto multicultural en
el que ya estamos.
Por eso el ejercicio de la comparación intercultural es una fuente de enseñanzas
sobre nosotros mismos gracias a la viva presencia de los otros. He aquí, pues, por qué conviene que practiquemos un atento desplazamiento en el espacio y en el tiempo como el
que nos brinda una exposición como la presente. Sin informaciones detalladas de la diversidad humana somos ingenuos y arrogantes desconocedores no sólo de los otros, sino también de nosotros mismos y del abundante material que hemos ido fabricando para subsistir y convivir, sin esas aportaciones perdemos el sentido de nuestra historia y de nuestro
particular presente, que, en esta época de globalización por el transporte y las comunicaciones, es aún más plural e interactivo. Como ya dijo muy bien Rousseau (fig. 1):
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“…la reflexión nace de las ideas comparadas y es la pluralidad de las ideas lo que
lleva a compararlas. El que sólo ve un objeto no puede comparar nada. El que ve
un pequeño número de objetos, y siempre los mismos desde su infancia, tampoco los compara porque la costumbre de verlos lo priva de la atención necesaria
para examinarlos. Pero a medida que un objeto nuevo nos sorprende, queremos
conocerlo e intentamos relacionarlo con aquellos que nos son conocidos. Es así
como aprendemos a considerar lo que está bajo nuestros ojos; lo que nos es extraño nos incita al examen de lo que está próximo”.
Por tanto, y para comenzar, podemos describir y comparar aquellas formas de
subsistencia que ya desde la Antigüedad greco-romana nuestra sociedad sabe que los
humanos hemos inventado en nuestra creativa adaptación al entorno. La fina atención
a tales contextos es una de las enseñanzas de la mejor literatura. Desde la excelencia poética de nuestra épica fundacional y gracias a la frescura de insuperadas imágenes verbales, la literatura puede colaborar con la mejor mirada etnoarqueológica, la que trabaja
para profundizar sobre los retos técnicos, éticos y políticos de nuestro presente con sus
rigurosas y veraces aportaciones plásticas y objetuales.
Hace ya mucho tiempo, casi tres mil años, en la Grecia arcaica, quienes ya
poseían un modo de vida de notables logros culturales se asombraban de encontrar una
isla despoblada y salvaje, en la que podían dedicarse a la caza y donde su imaginación
en seguida se disparaba, pensando cómo aprovechar los recursos naturales para tener así
una vida placentera, si acaso llegaran a ser algún día los futuros habitantes de esa zona
inexplorada. Éste es el modo como Homero nos cuenta la llegada de Odiseo y sus compañeros a una isla cercana a la tierra de los cíclopes, a una especie de naturaleza virgen,
el grado cero de la civilización, todavía desprovisto de cualquier forma de ganadería, de
agricultura, de navegación o de comercio, pues los humanos todavía no han llegado a
habitarla. Es el propio héroe quien lo narra con sus palabras autobiográficas ante quienes le han dado hospitalidad:
“…al lado del puerto, se extiende una isla llana, llena de bosques. En ella se crían
innumerables cabras salvajes, pues no pasan por allí hombres que se lo impidan
ni las persiguen los cazadores, los que sufren dificultades en el bosque persiguiendo las crestas de los montes. La isla tampoco está ocupada por ganados ni sembrados, sino que, no sembrada ni arada, carece de cultivadores todo el año y alimenta a las baladoras cabras. No disponen quienes habitan en las cercanías de
naves de rojas proas, ni hay allí armadores que pudieran trabajar en construir
bien entabladas naves; éstas tendrían como término cada una de las ciudades de
mortales a las que suelen llegar los hombres atravesando con sus naves el mar,
unos en busca de otros, y se habrían hecho una isla bien fundada. Pues no es
mala y daría una cosecha en cada estación; tiene prados junto a las riberas del
canoso mar, húmedos, blandos. Las viñas sobre todo producirían constantemente, y las tierras de pan llevar son llanas. Recogerían siempre las profundas mieses
en su tiempo oportuno, ya que el subsuelo es fértil. También hay en ella un puerto fácil para atracar, donde no hay necesidad de cable ni de arrojar las anclas ni
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de atar las amarras. Se puede permanecer allí, una vez arribados, hasta el día en
que el ánimo de los marineros les impulse y soplen los vientos. En la parte alta
del puerto corre un agua resplandeciente, una fuente que surge de la profundidad de una cueva, y en torno crecen los álamos. Hacia allí navegamos, llegamos
a tierra, arrastramos las naves de buenos bancos, recogimos todas las velas y descendimos sobre la orilla del mar, y esperamos la aurora durmiendo sobre la arena.
Cuando llegó la mañana, deambulamos llenos de admiración por la isla. Las
cabras montaraces se agitaron, así que en seguida sacamos de las naves los curvados arcos y las flechas de largas puntas, y ordenados en tres grupos comenzamos
a disparar, pronto tuvimos abundante caza. Así estuvimos todo el día hasta el
sumergirse del sol, comiendo innumerables trozos de carne…”
Los miembros de esa sociedad guerrera ejercitan su valor y se preparan para los
combates practicando sistemáticamente la caza, como será habitual entre señores y aristócratas: tan pronto como se mostró la aurora,
“...salieron de cacería los perros y los mismos hijos de Autólico, y entre ellos iba
el divino Odiseo, [el nieto de aquél y el sobrino de éstos]. Ascendieron al elevado monte Parnaso, vestido de selva, y en seguida llegaron a los ventosos valles.
El sol caía sobre los campos cultivados recién salido de las plácidas y profundas
corrientes del océano, cuando llegaron los cazadores a un valle. Delante de ellos
iban los perros buscando las huellas y detrás los hijos de Autólico, y entre ellos
marchaba Odiseo blandiendo, cerca de los perros, su lanza de larga sombra. Un
enorme jabalí estaba tumbado en una densa espesura a la que no atravesaba el
húmedo soplo de los vientos al agitarse ni golpeaba con sus rayos el resplandeciente sol ni penetraba la lluvia por completo -¡tan densa era!-, y una gran alfombra de hojas la cubría. Llegó al jabalí el ruido de los pies de hombres y perros
cuando marchaba cazando y desde la espesura, erizada la crin y brillando fuego
sus ojos, se detuvo frente a ellos. Odiseo fue el primero en acometerlo, levantando la lanza de larga sombra con su robusta mano deseando herirlo. El jabalí le
atacó sobre la rodilla y, lanzándose oblicuamente, desgarró con el colmillo
112 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 2.- Crátera ática con escena
de cacería de jabalíes. “Caza de
Calidón”. Museo Arqueológico de
Florencia.
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mucha carne, pero no llegó al hueso del mortal. En cambio Odiseo le hirió
alcanzándole en la paletilla derecha y la punta de la resplandeciente lanza lo atravesó de parte a parte y cayó en el polvo dando chillidos, y escapó volando su espíritu. En seguida le rodearon los hijos de Autólico, vendaron sabiamente la herida del irreprochable Odiseo semejante a un dios y con un conjuro retuvieron la
negra sangre”(fig. 2).
El poema también describe con admirable precisión la forma de vida de un individuo, miembro de una sociedad ganadera. De nuevo, es el héroe Odiseo quien relata
su experiencia, con valiosos detalles sobre los objetos, las prácticas corporales y los tipos
de animales que entonces se encontró, en el largo camino de retorno a su añorada tierra materna: “Desde esa isla salvaje, echamos un vistazo a la tierra de los cíclopes que
estaban cerca y vimos el humo de sus fogatas y escuchamos el vagido de sus ovejas y
cabras…”, dice el héroe griego, para explicar la curiosidad que siente por saber quiénes
son esos hombres desconocidos, si son soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad para con los dioses. Para despejar la
incógnita y hallar la respuesta, embarca con sus compañeros, que reman en dirección a
esa tierra extranjera:
“Y cuando llegamos a un lugar cercano, vimos una cueva cerca del mar, elevada, techada de laurel. Allí pasaba la noche abundante ganado –ovejas y cabras–,
y alrededor había una alta cerca construida con piedras hundidas en tierra y
con enormes pinos y encinas de elevada copa. Allí habitaba un hombre monstruoso que apacentaba sus rebaños, solo, apartado, y no frecuentaba a los
demás, sino que vivía alejado y tenía pensamientos impíos. Era un monstruo
digno de admiración: no se parecía a un hombre, a uno que come trigo, sino
a una cima cubierta de bosque de las elevadas montañas que aparece sola, destacada de las otras”.
Una vez llegados a tierra, esconden sus naves y con un grupo de compañeros
Odiseo se pone en camino:
“Llegamos en seguida a su cueva y no lo encontramos dentro, sino que guardaba sus gordos rebaños en el pasto. Conque entramos en la cueva y echamos un
vistazo a cada cosa: los canastos se inclinaban bajo el peso de los quesos, y los
establos estaban llenos de corderos y cabritillas. Todos estaban cerrados por separado: a un lado los padres, a otro los medianos y a otro los recentales. Y todos los
recipientes rebosaban de suero –colodras y jarros bien construidos, con los que
ordeñaba.” Se sentaron y aguardaron dentro de la cueva “…hasta que llegó conduciendo el rebaño. Traía el cíclope una pesada carga de leña seca para aderezar
su comida y la tiró dentro con gran ruido… a continuación introdujo sus gordos rebaños, todos cuantos solía ordeñar, y a los machos –a los carneros y cabrones– los dejó la puerta, fuera del profundo establo. Después levantó una gran
roca y la puso sobre la puerta… Sentóse luego a ordeñar a las ovejas y a las bala-
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doras cabras, cada una en su momento, y debajo de cada una colocó un recental. En seguida puso a cuajar la mitad de la blanca leche en cestas bien entretejidas y la otra mitad la colocó en cubos, para beber cuando comiera y le sirviera
de adición al banquete” (fig. 3).
La Grecia arcaica conoce y practica otras formas de
ganadería; por ejemplo, cuando Odiseo regresa finalmente a
su tierra, a Ítaca, la diosa Atenea le aconseja que visite en primer lugar a Eumeo, su fiel porquero, al que encontrará junto
a los cerdos:
“…éstos están paciendo junto a la Roca del Cuervo,
cerca de la fuente Aretusa, comiendo innumerables
bellotas y bebiendo agua negra, cosas que crían en los
cerdos abundante grasa.
”Entonces él se puso en camino desde el puerto a través de un sendero escarpado en lugar boscoso, por las
cumbres, hacia donde Atenea le había manifestado que
encontraría al divino porquero, el que cuidaba de su
hacienda más que los demás siervos… y lo encontró
sentado en el pórtico, donde tenía edificada una elevada cuadra, hermosa y grande, aislada, en lugar abierto.
El porquero mismo la había edificado para los cerdos
de su soberano ausente… Había arrastrado las piedras
y lo había cercado de espino; tendió fuera una empalizada completa, espesa y
cerrada, sacando estacas de lo negro de la encina. Dentro de la cuadra había
construido doce pocilgas, unas junto a otras, para encamar a las cerdas, y en cada
una se encerraban cincuenta cerdas, todas hembras que ya habían parido. Los
cerdos dormían fuera y eran muy inferiores en número, pues los habían diezmado los pretendientes con sus banquetes… También dormían a su lado cuatro
perros, semejantes a fieras, que alimentaba el porquero, caudillo de hombres.
Este andaba entonces sujetando a sus pies unas sandalias después de cortar una
moteada piel de buey. Los demás porqueros, tres en total, habían marchado cada
uno por su lado con los cerdos en manada”.
Eumeo recibe al forastero, lo lleva a su cabaña, extiende maleza espesa sobre la
que pone una piel de cabra salvaje, y le ofrece ese lecho, su propia yacija, para que descanse, luego va a las pocilgas, toma dos cochinillos, los sacrifica y trocea, y los pone al
fuego con asadores, extiende harina y los ofrece directamente a las manos de su huésped con un cuenco en el que ha mezclado vino para que beba…
Como es evidente, en esa sociedad hay ganadería de diversos tipos, se han
domesticado ya los bueyes y los caballos, que facilitan las labores de labranza y tiran
de los carros en las carreras, pero dispone también sobre todo de la agricultura, por
eso sus miembros se alimentan no sólo de carne, sino sobre todo de pan de harina de
114 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 3.- Crátera ática de columnas.
Odíseo huyendo de la cueva de
Polifemo.“Pintor de Safo”. Badisches
Landesmuseum, Carlsruhe.
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trigo y de vino extraído de los racimos de las vides, de olivas y aceite, y de diversas
frutas. Ciertamente, sobre la agricultura la Odisea brinda varios ejemplos, como el de
Laertes, el padre del héroe, que tiene en Ítaca un hermoso y bien cultivado campo,
con una mansión rodeada de un cobertizo, en el que comen, descansan y duermen los
esclavos que le ayudan en las labores, por ejemplo, a cercar de espinos la viña. El
anciano “vestía un manto descolorido, zurcido, vergonzoso y
alrededor de sus piernas tenía atadas unas mal cosidas grebas
para evitar los arañazos; en sus manos tenía unos guantes por
causa de las zarzas y sobre su cabeza una gorra de piel de
cabra”. Su hijo le saluda con estas palabras: “Anciano, no eres
inexperto en cultivar el huerto, que tiene un buen cultivo y
nada en tu jardín está descuidado ni la planta ni la higuera ni
la vid ni el olivo ni el peral ni la legumbre.”
También es memorable la descripción del mítico huerto que tiene el señor de los feacios, el magnánimo Alcínoo,
junto a su famosa morada, un elevado palacio señorial:
Fig. 4.- Habitantes de las islas Viti
en “Les Origenes de la Civilisation”
de J. Lubbock, 1881.
“…fuera del patio, cerca de las puertas, hay un gran huerto de
cuatro yugadas y alrededor se extiende un cerco a ambos lados.
Allí han nacido y florecen frondosos árboles: perales y granados, manzanos de espléndidos frutos, dulces higueras y verdes
olivos; de ellos no se pierde el fruto ni falta nunca en invierno
ni en verano: son perennes… Allí tiene plantada una viña muy
fructífera, en la que unas uvas se secan al sol en lugar abrigado,
otras se vendimian y otras se pisan: delante están la vides que
dejan salir la flor y otras hay también que apenas negrean. Allí
también, en el fondo del huerto, crecen liños de verduras de
todas clases siempre lozanas. También hay allí dos fuentes, la
una que corre por todo el huerto, la otra que va de una parte a
otra bajo el umbral del patio hasta la elevada morada a donde
van por agua los ciudadanos.”
No deja de resonar en esta mítica descripción el eco de uno de los sueños más
frecuentes de los pueblos de agricultores: que las cosechas persistieran a lo largo del
año, sin la drástica alternancia de hambrunas y abundancias opíparas, de la escasez y
el exceso. De ahí la necesidad de previsión, la importancia vital de disponer de métodos e instrumentos para la conservación de los alimentos, la conveniencia de intercambiar con otros grupos aquello de lo que se carece y que ellos pueden proporcionar, la
génesis de interesantes simbiosis entre agricultores sedentarios y pastores que regularmente los visitan…
Estas tres formas fundamentales de subsistencia, la caza-recolección, el pastoreo
y la agricultura, ya en la Antigüedad fueron consideradas como los estadios por los que
pasa la humanidad en su desarrollo, es decir, como los primeros peldaños en la escalera
de la civilización, a lo largo de un proceso temporal lento y complejo (fig. 4). Los frag-
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mentos de Dicearco, los versos de Lucrecio o la prosa sobre las propiedades rústicas de
Marco Terencio Varrón lo testimonian. En el siglo XVIII se volvió a utilizar esta manera de interpretar la primitiva historia de la humanidad de una manera cada vez más rigurosa y sistemática, como documentan los escritos de Adam Smith o estos textos de
Rousseau:
“Los primeros hombres fueron cazadores o pastores y no labradores. Los primeros bienes fueron rebaños y no campos. Antes de que la propiedad de la tierra
fuese repartida, nadie pensaba en cultivarla. La agricultura es un arte que exige
instrumentos, sembrar para cosechar es una precaución que exige previsión”.
Desde un primitivo estado de embrutecimiento, cercano a la animalidad, los
humanos tuvieron que agenciárselas para vivir:
“Los más activos, los más robustos, los que iban siempre adelante, sólo podían vivir de frutos y de la caza. Se hicieron así cazadores violentos, sanguinarios. Luego, con el tiempo, fueron guerreros, conquistadores, usurpadores…
La guerra y las conquistas no son otra cosa que cacerías de los hombres… La
mayoría, menos activa y más pacífica, se asentó apenas pudo hacerlo, reunió
ganado, lo domesticó, lo volvió dócil a la voz humana. Para alimentarse
aprendió a cuidarlo, a facilitar su reproducción, y de este modo comenzó la
vid pastoril.
”La industria humana crece simultáneamente con las necesidades que la originan. De las tres maneras de vivir posibles para el hombre, es decir, la caza, el cuidado del ganado y la agricultura, la primera ejercita el cuerpo para la fuerza, para
la destreza, la competición; el alma para el coraje, para la astucia; endurece al
hombre y lo vuelve feroz. El país de los cazadores no es durante mucho tiempo
el de la caza. Es preciso perseguir muy lejos a la presa; así surge la equitación. Es
preciso alcanzar a la presa que huye; de allí las armas ligeras, la honda, la flecha,
la jabalina. El arte pastoril, padre del reposo y las pasiones ociosas, es el que más
se basta a sí mismo. Proporciona al hombre, sin mayores esfuerzos, la subsistencia y el abrigo así como también su morada. Las tiendas de los primeros pastores estaban hechas con piel de animales… La agricultura, más lenta en nacer, está
relacionada con todas las artes; introduce la propiedad, el gobierno, las leyes, y
progresivamente la miseria y los crímenes, inseparables para nuestra especie de la
ciencia del bien y del mal… Los tres estados del hombre considerado en relación
con la sociedad están referidos a la división precedente. El salvaje es cazador, el
bárbaro es pastor, el hombre civilizado es labrador.”
Así dice Rousseau, reconstruyendo con su imaginación el despliegue de esas formas de vida. Pero, a diferencia de Homero, en su rememoración del pasado ya no intervienen héroes, gigantes y dioses, sino que son humanos como nosotros mismos quienes
cazaban, pastoreaban o, dadas una serie de circunstancias diversas, se pusieron a vallar
el campo y a cultivar la tierra.
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Este esquema básico y general, descriptivo y clasificatorio, permitía una primera comparación entre los pueblos. Al aplicarlo a todas las sociedades conocidas de la
tierra, incluso aquellas consideradas más salvajes, como las de los indios de América,
dejaban de ser ‘como animales que hablan’ y pasaban a formar parte de la historia de
la humanidad, ellos eran en el presente un testimonio vivo de cómo habíamos sido
los europeos en épocas remotas, en los orígenes de la historia, en edades con técnicas
e instrumentos de piedra y madera, como los arcos y las flechas, practicando una
forma de vida nómada y cazadora, etcétera. La especie entera, por tanto, seguía una
misma senda de progreso y de desarrollo, atravesando dichas etapas fundamentales, el
salvajismo, la barbarie y la civilización, como también expuso con detalladas argumentaciones el ilustrado escocés Adam Ferguson en el siglo XVIII. Este enfoque comparativo se consagró con el triunfo del evolucionismo clásico entre los antropólogos
fundacionales del siglo XIX, los primeros que instituyeron la docencia de esta disciplina en las universidades británicas, francesas y americanas. Para reconstruir el pasado carente de documentación escrita y de limitados registros fósiles de nuestra existencia primitiva, la de nuestros antepasados en los albores de la historia, se usaron
comparaciones sistemáticas con pueblos coetáneos que tuvieran similares recursos técnicos y formas de subsistencia semejantes, por eso a éstos se les denominó ‘primitivos’, ‘salvajes’, y también ‘pueblos naturales’, como si ellos, los ‘otros’ por antonomasia, nuestros antípodas en tantos sentidos, habitantes de zonas distantes y remotas,
acabaran de salir del regazo de la madre naturaleza y carecieran de pasado, y como si
sólo merecieran la atribución de cultura propiamente tal los pueblos con escritura y
con civilización, como los nuestros. En efecto, el presente de los occidentales, con
industria y comercio, ciencias y técnicas, estaba considerado como el momento más
evolucionado y más perfecto de la humanidad, era la meta a la que tendían todas las
sociedades de la tierra, en una especie de positivista ley de estadios de obligado cumplimiento. Las otras formas de vida eran pensadas desde las nuestras y se las entendía
como más simples y sencillas, como predecesoras o antecesoras de las nuestras, perdían así su autonomía y su valor propios y quedaban como anexionadas a nuestra historia. La manera occidental de desarrollo era considerada el patrón, el modelo, el
camino ejemplar que servía para medir toda alteridad. Cualquier diferencia constatada en los otros pueblos era calificada entonces como inferioridad, atraso, desviación,
infantilismo, incapacidad, e incluso como degradación y hasta como un absurdo
incomprensible, como una aberración que convenía subsanar cuanto antes. Los aciertos y la extraordinaria belleza de las otras opciones culturales apenas se percibía bajo
esta mirada, se insistía en cambio, en interesados contrastes etnocéntricos, en las diferencias existentes, y a éstas se las interpretaba con carga negativa como deficiencias,
carencias y estupideces, propias de una base racial cualitativamente peor dotada, que
obstaculiza e impide el óptimo desarrollo de la genuina civilización. No es necesario
subrayar que este enfoque sobre los otros grupos humanos, cargado del denominado
darwinismo social, cumplía funciones de legitimidad en un momento de fuerte
expansión colonial y consolidación de los imperialismos europeos sobre los otros continentes, sobre Asia, África y Oceanía en especial. Una era la cultura vencedora y
poderosa, la del Occidente cristiano, la única merecedora de tal nombre, la cual, para
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justificar su agresiva presencia en todas las partes del mundo, decía que quería ayudar
al desarrollo, y, junto a ella, pero en posición sometida e inferior, estaban las otras culturas, las cuales, tras ese violento choque cultural que las dominaba, eran las perdedoras, las vencidas y desprestigiadas. Los modos de saber que se practicaron no eran
ajenos a los ejercicios de poder de tal contexto imperialista.
Este enfoque de la arqueología prehistórica decimonónica,
el evolucionismo clásico que se
puede detectar con claridad en
obras
fundacionales
como
Tiempos prehistóricos (1865) y Los
orígenes de la civilización y la condición primitiva del hombre
(1870) de John Lubbock (fig. 5)
ha ido cambiando desde entonces,
gracias a sucesivas estrategias de
investigación, muy diferentes,
como el difusionismo, el particularismo histórico, el funcionalismo, el estructuralismo y la denominada antropología simbólica y
hermenéutica, como también ha
variado el contexto de aplicación,
esto es, la situación real en las
relaciones de poder desde el reconocimiento de la independencia de muchos países
que han luchado por sus libertades, y los nuevos problemas de un mundo postcolonial, globalizado y multicultural. Estudiar la vida de grupos humanos minoritarios y
frágiles compromete a quienes los conocen. La ciencia que se elabore sobre sus formas de vida ha de tener una vertiente crítica con respecto a la situación internacional
presente, que es la responsable en gran medida de las dificultades que tienen y del
poco espacio del que disponen para desarrollar sus propias posibilidades. De lo contrario, esa ciencia deja de ser verdaderamente humana y se reduce a mera técnica aplicada, convirtiéndose así en otro instrumento de control al servicio de los intereses de
los más poderosos y perdiendo su capacidad emancipatoria. Los otros pueblos, ciertamente, no sólo son imágenes vivas de nuestro pasado, son sobre todo nuestros contemporáneos, plenamente dignos de atención y de estudio por sí mismos en el presente, en cuanto ejemplos de la humanidad, de nuestra plural humanidad repleta
afortunadamente de diferencias aquí y ahora. Convivir con ellos nos obliga a conocer
su cultura, a participar en sus formas de vida, a aprender de ellos relativizando nuestros hábitos y costumbres, sin pretender su asimilación o anexión. Una cultura diferente a la nuestra no es, por el hecho de mostrar tal diferencia, ni inferior, ni aberrante, sino que también tiene su coherencia, su complejidad, sus sistemas de conocimiento y de clasificación de la realidad, sus esquemas de valores, sus criterios estéticos, jurídicos y religiosos, etcétera. Al compararla con la nuestra hemos de esforzarnos para
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Fig. 5.- Cazadores-recolectores bosquimanos en “Las Razas Humanas”
de F. Ratzel, 1888.
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llegar a formular posibles principios generales que den razón de las semejanzas y de
las diferencias que observamos y que nos permitan comprendernos a todos, a nosotros
y a ellos, en cuanto humanos en una tierra compartida. En efecto, todos hemos de
hacer frente a problemas similares, ecológicos, psicológicos, sociales y transculturales,
es decir, internacionales, globales, planetarios en suma. Y en esa tarea ineludible
hemos de ser autocríticos, pues quienes hemos ejercido una despiadada dominación
económica, ideológica y política sobre los otros pueblos hemos sido los occidentales,
en especial en la Modernidad. Sólo así es pensable un humanismo que, a diferencia
del que se dio en el Renacimiento, no se reduzca ni a unos modelos clásicos de referencia exclusiva como los greco-romanos de la Antigüedad, ni, por tanto, a unos
pocos saberes artístico-literarios, ni a unas clases sociales privilegiadas, ni a un área
geográfica restringida, mediterránea, europea o del hemisferio norte, sino que merezca ser denominado un humanismo interactivo, emancipatorio, integral y global. Los
otros son entonces, como plenamente humanos con los que convivimos, nuestro presente, porque son también y sobre todo coautores de nuestro futuro, ya que en ellos
perduran valores a reivindicar que se han perdido entre nosotros. Ellos nos enseñan a
descubrir la complejidad de la vida humana, los valores que señalan las carencias y
vacíos que nos delatan, las deficiencias que acarrea nuestra forma de vida tan avasalladora: una subsistencia urbana motorizada y veloz, como decíamos al comienzo,
solitaria entre masas de individuos, sin fuertes lazos afectivos interpersonales, gravemente escindida entre lo privado y lo público, ignorante de los ritmos de la naturaleza, las variedades vegetales, la convivencia con los animales, el cuidado en el consumo, la tolerancia con quienes prefieren remar a su aire... reacia, en suma, a aprender
de los otros, que podrían aparecer entonces como buenos etnoarqueólogos de nuestro presente y cualificados esbozos de nuestro posible futuro.
Bibliografía
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LÉVI-STRAUSS, C. (1979): Antropología estructural. Mito, sociedad, humanidades. Trad. De J. Almela,
Siglo XXI, México. Cf. en especial “Jean-Jacques Rousseau, fundador de las ciencias del hombre”
y “Los tres humanismos”.
LLINARES, J. B. (1995): Introdució històrica a l’Antropologia. I. Textos antropològics dels clàsics grecoromans. Servei de Publicacions de la Universitat de València, València. Cf. en especial el cap. 4
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LLINARES, J. B. (1982): Materiales para la historia de la Antropología. 3 vols. Valencia, Nau Llibres,
1982, 1983 y 1984 (reediciones en 1993 y 1996). Cf. en especial los capítulos “Lucrecio” en el
vol. I, “Locke”, “Rousseau” y “Ferguson” en el vol. II y “Darwin”, “Lubbock”, “Morgan” y “Tylor”
en el vol. III.
MEEK, R. (1981): Los orígenes de la ciencia social. El desarrollo de la teoría de los cuatro estadios. Trad.
de E. Pérez Sedeño, Madrid.
SAN MARTÍN, J. (1985): La antropología, ciencia humana, ciencia crítica. Montesinos, Barcelona.
VALDÉS, R. (1977): Las Artes de subsistencia. Una aproximación tecnológica y ecológica al estudio de la
sociedad primitiva. Adara, La Coruña.
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C ATÁ LO G O
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TIERRA DE ARNHEM
El tiempo de los sueños
Australia
Mujer kunwinjku recolectando Pandanus spiralis para la elaboración de objetos de fibra (cestos, bolsas, adornos, trampas de pesca, etc.).
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La colina de Injalak constituyó durante generaciones un importante foco de actividad artística, especialmente durante la estación húmeda, kudjewk,
cuando la inundación de los valles obligaba a los aborígenes a buscar refugio en sus galerías.
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Mujer jawoyn con escarificaciones. Este tipo de cicatrices decorativas se producen durante los ritos de iniciación. Su significado es tan sólo conocido por los iniciados y constituye un símbolo de identidad que
revela el grado de iniciación o el estatus social del individuo.
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Hombre jawoyn con escarificaciones. Su forma y su número varía en función de la procedencia
del individuo, pero en la Tierra de Arnhem suelen adoptar la forma de líneas paralelas en el
hombro y en el torso.
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El didjeridú es el instrumento musical por excelencia de la Tierra de Arnhem, aunque en la actualidad
se ha convertido en símbolo de identidad aborigen en toda Australia.
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Artistas jawoyn durante el proceso de elaboración de didjeridús. Aunque la decoración depende del artista, en los contextos ceremoniales rara vez se utilizan motivos figurativos.
Hombre jawoyn captado en el momento previo al disparo de una lanza con propulsor. Ambos instrumentos constituían las herramientas básicas del cazador y del guerrero en la Tierra de Arnhem.
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Hombres kunwinjku preparándose para la danza. En contextos ceremoniales la música, la danza y los adornos corporales juegan un papel
fundamental. La arcilla blanca protege al individuo de los espíritus mientras danzan al ritmo del didjeridú y de los palos "de dar palmas".
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Mujer jawoyn tejiendo una bolsa de Pandanus spiralis mediante la técnica ancestral del anudado.
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Mujer kunwinjku preparando un sencillo horno de tierra para la cocción de carne. La corteza de árbol evita que la carne se llene de tierra al cubrir el
horno para mantener la temperatura.
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Propulsor tallado en madera y decorado con colorantes naturales. En un
extremo presenta un apéndice de madera fijado a la pieza mediante cera
de abeja, que sirve para asegurar la posición de la lanza antes del disparo. Utilizada por los hombres para la caza y la guerra.
L. 76,5; A. 4,5 cm
Adorno de cabeza de tipo ceremonial. Compuesto por un aro de fibra y dos adornos
de plumas fijados a ambos lados mediante cera de abeja.
L. 18,5 cm
Lanzas talladas en madera con punta fija y decorada con colorantes naturales. La tipología de las puntas varía en base a su funcionalidad: caza, pesca, guerra o ceremonial.
L. 1,64 m
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Representación de Namarnkol (Barramundi, Lates calcarifer) y lirios de agua realizados con colorantes naturales sobre papel. Ambos motivos juegan un papel
importante en la dieta aborigen. Artista: Gabriel Maralngurra (Gunbalanya,
Tierra de Arnhem).
L. 52 cm; A. 71 cm.
Espíritu Mimi tallado en madera y decorado con colorantes naturales. Estas tallas de madera sustituyen a las tradicionales figuras de corteza de árbol y cuerda utilizadas en contextos funerarios para representar al espíritu del difunto.
L. 77,5; A. 4 cm
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Didjeridú o instrumento musical de viento
utilizado por los aborígenes de la tierra de
Arnhem durante las ceremonias. Decorado
con colorantes naturales y motivos no figurativos. Su sonido y resonancia depende de la
longitud, la forma y el grosor de la pared. Tan
sólo los hombres pueden hacerlo sonar al
representar al órgano reproductor masculino.
L. 1,18 m; Diám. max. 8 cm
“Palos de aplaudir” tallados en madera y decorados con colorantes naturales. Su decoración lisa es característica de la Tierra
de Arnhem. Los hombres los golpean al son del didjeridú.
L. 22 y 19; A. 2,5 y 4 cm
“Palo mensaje”. Pieza de madera grabada
con trazos y puntos, utilizado por los aborígenes para enviar mensajes a las tribus o grupos lingüístico vecinos por medio de un
mensajero.
L. 12 cm.
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Bolsa cónica tejida con fibra extraída de las
hojas del Pandanus spiralis. Los colores pálidos y grisáceos son los propios de la estación
seca. Hombres y mujeres se la cuelgan de la
cabeza o el cuello para transportar sus enseres.
L. 24; A. 16 cm
Representación de Namarrkon (el hombre rayo)
realizada utilizando colorantes naturales sobre
corteza de Eucalyptus. Es el espíritu responsable
de las enormes cortinas de rayos que acompañan
a las lluvias durante la estación húmeda. Artista:
Bob Namundja (Gunbalanya, Tierra de Arnhem).
L. 67; A. 30 cm.
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VALLE DEL OMO
Los señores del ganado
Etiopía
Los hamer acuden a los mercados para comerciar con multitud de productos: desde ganado y grano hasta ocre, con el que se decoran las mujeres el cabello.
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Retrato de mujer hamer. Los collares, tanto el de metal (isanti) como el de cuero (binyare) indican que se trata
de una mujer casada.
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La sangre del ganado supone un aporte de proteínas indispensable en la alimentación hamer, basada principalmente en el sorgo y el maíz.
Las tobilleras, o waro wara, acompañan a los cantos y bailes de las mujeres para animar al iniciado en la
principal ceremonia de la vida hamer, el salto sobre el ganado.
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Ritual hamer del salto del toro. El ukuli, o joven iniciado, ha de saltar desnudo sobre los lomos del
ganado para pasar a la “edad adulta”.
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Los hombres y mujeres mursi recorren decenas de kilómetros para acceder a los mercados en las poblaciones sedentarias de otras comunidades indígenas.
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Los graneros, muy frecuentes en la región del Omo, permiten almacenar alimentos para épocas de carestía, ya que las lluvias son escasas e imprevisibles.
Las mujeres mursi se encargan de la mayor parte del trabajo agrícola.
Campamento temporal mursi formado por varias cabañas, o duri, en la ribera
del río Mago, zona ocupada durante parte del año para cultivar maíz y sorgo.
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Joven mursi con un AK47, el arma automática más codiciada en el valle del Omo. Los jóvenes solteros,
o rora, son los encargados de proteger al grupo de posibles incursiones enemigas y de vigilar el ganado.
Pág. siguiente: Contenedores cerámicos o “daa” en el poblado de Dimika, situado en la confluencia entre territorios de varios grupos culturales del bajo Omo. Hamers, bashadas, aris, etc., acuden al mismo para comerciar.
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Lira mursi, o chonkudolete, compuesta por una caja de resonancia de madera y cuero con tres palos, dos verticales y uno horizontal que permiten
tensar las cinco cuerdas.
L. 67; A. 30 cm
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Reposacabezas, o borkoto, de madera con tira de cuero para
su transporte, decorado con motivos incisos a bandas,
triangulares y en cuadrícula. Utilizado por los hombres
hamer como reposacabezas y asiento en la vida cotidiana. El
de color claro está en proceso de fabricación.
L. 13; A. 17,5 cm
Calabaza hamer, o chxarca, con decoración incisa a cuadrículas. Tiene
una tira de cuero que permite utilizarla para el transporte de líquidos.
L. 16; Diám. máx.. 11 cm
Contenedor de cestería, o garchu, de forma globular utilizado por las mujeres mursi para mantener la pasta de sorgo.
Diám. máx. 25; A. 20 cm
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Collar circular de cuero, o bynyare/binyere, decorado con ocre
y placas cuadradas y tubulares de metal. Las mujeres hamer llevan estos collares para indicar su condición de casadas.
L. 25; A. 14 cm
Dos protectores de mano, u orgamay, realizados en fibra vegetal. Estas piezas de cestería, reforzadas con tiras de cuero, son utilizadas por los hombres solteros mursi
(rora) en los duelos ceremoniales o thagine.
L. 13; A. 10,5 cm
Platos labiales circulares realizados en arcilla de color rojizo-marrón
con manchas de cocción negras (dhebi a golonya). Utilizados por las
mujeres mursi como símbolo de belleza y madurez sexual.
Diám. máx. 12 y 13,5 cm
Hacha compuesta por mango de madera y hoja de metal con filo cortante utilizada
por los hombres hamer para cortar leña y realizar instrumentos en madera.
L. 49; A. 16 cm
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Vestido de piel de antílope, o kel, pintado con líneas negras y decorado con elementos metálicos (balas, arandelas, etc.). Utilizado por las mujeres mursi.
L. 82; A. 44 cm
Porra de madera con decoración incisa formando cuadrículas y triángulos utilizada por los hombres hamer
para llevar el ganado.
L. 52; A. 9 cm
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PAPÚA
La última frontera
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Papúa Nueva Guinea
Papúa (Indonesia)
,•
Un agricultor dani caminando entre huertos de batatas protegidos por vallas de madera. Los hombres desbrozan los campos, construyen los vallados
y cavan canales de irrigación.
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•
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Los kain son grandes jefes danis momificados, respetados en vida por su liderazgo en la guerra. El fin de
la violencia entre grupos rivales y la influencia de los misioneros acabaron con la tradición de momificar.
Mujeres cocinando batatas en un fuego comunitario o mumus. Este tubérculo supone el 90 % de la
dieta dani. Además plantan en la actualidad taros, yames, bananos, caña de azucar, pepinos, calabazas,
tomates, tabaco, etc.
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Las mujeres dani realizan gran parte de los trabajos diarios, como tejer, plantar y recoger las cosechas, cuidar
de los cerdos, cocinar y vender todo tipo de productos en los mercados.
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Hombre dani vendiendo arpas de boca en un mercado, en Wamena. Estos instrumentos realizados con secciones de bambú son muy populares en el valle de Baliem.
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Los poblados dani están organizados en torno a un espacio central con casas circulares, diferenciadas para hombres y mujeres, y casas
comunitarias rectangulares con diversos hogares.
Hombres asmat remando en canoas de guerra. Aunque las guerras están prohibidas en la zona desde los años 60 por las autoridades coloniales holandesas, y hoy por el gobierno indonesio, se siguen realizando competiciones deportivas a modo de enfrentamiento entre poblados.
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Hombre asmat construyendo una canoa monóxila. Éstas son imprescindibles en un ecosistema marcado
por zonas lacustres, ríos y bosques de manglares.
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Hombre asmat con nariguera, tocado de cuscús y plumas de cacatúa, en el poblado de Owus. Debido a la
actividad evangelizadora muchos de los elementos de la cultura material asmat han desaparecido.
Pág. siguiente: Ceremonia de jipae en el poblado de Omandeseb. Los asmat, tras una muerte reciente y mediante
esta ceremonia “animan” al espíritu del muerto a abandonar el poblado y dirigirse a Safan, el reino de los espíritus.
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Narigueras o adornos nasales asmat, o bipane, realizados con dos fragmentos de concha marina unidos mediante resina. La parte interior de la
concha, de un blanco más intenso, es la que se coloca hacia el exterior.
L. 16,5; A. 5 cm
L. 17; A. 7,5 cm
Cuhillo, o pisuwe, de hueso de casuario decorado con plumas, fibra vegetal y semillas. Utilizado tradicionalmente por
los hombres asmat en las partidas y como símbolo de estatus.
L. 37; A. 5,5 cm
Collar compuesto por piezas de conchas marinas pulidas, perfordas y engarzadas
en un cinta de fibra vegetal. Se compone de once fragmentos de concha destacando una pieza central de gran tamaño. Utilizado por los hombres dani como elemento decorativo.
L. 54; A. 20,5 cm
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Collar asmat formado por fibras trenzadas en las
que aparecen ensartados 75 caninos de perro perforados. Son collares muy valorados y se ofrecen
como regalos de boda y pagos compensatorios.
L. 53; A. 3,5 cm
Tambor de madera, o em, asmat de forma troncocónica y mango
tallado, en la parte superior una piel de reptil tensada mediante
fibra de bambú. Elaborada decoración tallada con motivos decorativos geométricos/simbólicos por toda la superficie del tambor,
excepto en la banda central.
L. 53; A. 27 cm
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Traje ceremonial, o jipae, de cuerpo entero realizado en fibra vegetal trenzada, tiene
elementos decorativos típicos del adorno
masculino asmat como la nariguera, plumas de cacatúa y semillas. Utilizado en las
ceremonias jipae para ahuyentar de los
poblados a los espíritus de los muertos.
L. 1,35 m; A. 50 cm
Pectoral compuesto por tira de corteza de árbol cubierta por cauris seccionados y perforados, organizados
en líneas ocupando toda la superficie
de la corteza. Utilizado por los hombres dani como pieza de gran valor.
L. 37,5; A. 11cm
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Hacha dani del valle de Baliem compuesta por
mango de madera y piedra pulida atada con
trenzado de ratán. Eran utilizadas por los hombres dani en la tala y desbroce de ramas. Las
piedras de hachas eran objeto de un intenso
comercio hasta la llegada de las herramientas
de metal.
L. 47; A. 28 cm
Protector de pene u horim. Fragmento de calabaza
utilizada por los hombres dani para cubrirse el sexo.
L. 32; Diam. máx. 4,5 cm
Escudo asmat, o jamasj, de madera.
Decorado con motivos que parecen
representar remolinos de agua y un
lagarto o cocodrilo, pintados con
ocre, carbón y cal. Los escudos poseen el espíritu de un antepasado que
protege al guerrero y aterroriza a sus
enemigos. Con frecuencia se rompe
y es enterrado junto a su dueño.
L. 218; A. 75 cm
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GLOBALIZACIÓN
y supervivencia cultural
En el Bajo Omo (Etiopía) los contenedores de plásticos de todo tipo sustituyen, paulatinamente, a los recipientes realizados con calabazas y cerámica.
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Pendiente de plástico. Multitud de nuevos materiales realizados en plástico y acero se encuentran en
los mercados del Bajo Omo.
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Mujer mursi pintada para los turistas. Este tipo de decoración corporal era desconocida entre los mursi antes de la llegada del turismo y de su interés por
las culturas indígenas. Bajo Omo.
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Ferretería en Wamena (Papúa). A partir de los años 60 del siglo XX el metal comenzó a sustituir, incluso en los valles más remotos, a los útiles de piedra.
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Iglesia Cristiana en Wamena (Papúa). Diversas organizaciones misioneras se encuentran repartidas
por el territorio dani, tanto católicos como protestantes han evangelizado el territorio.
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Casa ceremonial en poblado dani (Papúa). Los ancianos siguen conservando gran parte de su cultura tradicional, previa al contacto con occidente.
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Para las mujeres de Barunga (Tierra de Arnhem, Austràlia) el baloncesto es más que un deporte. Es una forma de reunión social y de transmisión de
conocimientos, en la que las adolescentes siguen aprendiendo de las mujeres adultas.
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El arte rupestre de yacimientos remotos de la Tierra de Arnhem proporciona una de las mejores muestras del alcance de la II Guerra Mundial.
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La cultura material muestra las influencias externas en las poblaciones aborígenes. El tabaco y la pipa fueron
introducidos por los pescadores macassan y su uso ha continuado hasta la actualidad (Tierra de Arnhem).
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MUSEI DE PIEHISTOIII lE VWIICII
D~CI.()D&
VALENCIA
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MUNDOS TRIBALES
UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Juan Salazar, Inés Domingo, José Mª Azkárraga i Helena Bonet
(Coords.)
MUSEU DE PREHISTÒRIA DE VALÈNCIA
DEL 5 DE NOVIEMBRE DE 2008 AL 22 DE MARZO DE 2009
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Este libro se editó con motivo de la exposición temporal “Mundos tribales. Una visión etnoarqueológica”, inaugurada el día 5 de noviembre de 2008
D I P U TA C I Ó N
MUSEU
DE
DE
Presidente
ALFONSO RUS TEROL
VA L E N C I A
PREHISTÒRIA
DE
VA L È N C I A
Diputado del Área de Cultura
SALVADOR ENGUIX MORANT
Directora
HELENA BONET ROSADO
Jefe de la Unidad de Difusión, Didáctica y Exposiciones
SANTIAGO GRAU GADEA
Fondos arqueológicos
MUSEU DE PREHISTÒRIA DE VALÈNCIA
Traducción al Valenciano
UNITAT DE NORMALITZACIÓ LINGÜÍSTICA DE LA
DIPUTACIÓ DE VALÈNCIA
EXPOSICIÓN
Proyecto expositivo
PANÒPTIC C.B.
MUSEU DE PREHISTÒRIA DE VALÈNCIA
Comisariado
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA
INÉS DOMINGO
JUAN SALAZAR
Proyecto instalación y montaje
FRANCESC CHINER
Fondos etnológicos
PANÒPTIC C.B. E INÉS DOMINGO
MIGUEL ÁNGEL LLORENTE
XAVIER VERDEJO
Fotografías
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA, JUAN SALAZAR, INÉS DOMINGO,
ZAFER KIZILKAYA / IMAGES & STORIES, G. FRYSINGER /
TRAVEL IMAGES.COM, CLAIRE SMITH Y SALLY MAY
Producción y montaje
MUSEU DE PREHISTÒRIA DE VALÈNCIA
Ayudantes montaje
AMADEO MOLINER
JOSÉ TAMARIT
JOSÉ LUIS GARRIGA
Audiovisuales
PANÒPTIC
JORDI ANDRÉS
CLAIRE SMITH Y PETER MANABARU
ÁNGEL SÁNCHEZ
Empresas colaboradoras
Carpintería y pintura, SEBASTIÁN LÓPEZ; Cristalería,
ANDRÉS HERNANDORENA; Rotulación y pancartas,
SÍMBOLS SENYALITZACIÓ INTEGRAL; Iluminación, JESÚS
MARTÍNEZ; Diseño y maquetación gráfica, VANESA
MORA; Reproducción fotografías, CICLORAMA
Gestión administrativa
VITA KOROLEVYCH
JOSEP MARÍ
C AT Á L O G O
Edición
MUSEU DE PREHISTÒRIA DE VALÈNCIA
Autores de los artículos
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA
Comisario de la exposición. Fotógrafo. Valencia.
HELENA BONET
Directora del Museu de Prehistòria de València.
INÉS DOMINGO
Comisaria de la exposición. Postdoctoral Fellow. Dpt. of Archaeology,
Flinders University.
ALFREDO GONZÁLEZ RUIBAL
Profesor, Dpto. Prehistoria y Etnología de la Universidad Complutense
de Madrid.
JOAN B. LLINARES
Professor Dpt. Metafísica i Teoria del Coneixement de la Universitat
de València.
SALLY MAY
Lecturer, Dpt. of Archaeology, Flinders University.
ANNE-MARIE PÉTREQUIN
Maison des Sciences de l’Homme C.N. Ledoux, CNRS et Université
de Franche-Comté, Besançon.
PIERRE PÉTREQUIN
Laboratoire de Chrono-écologie, UMR 6565, CNRS et Université de
Franche-Comét, Besançon.
JUAN SALAZAR
Comisario de la exposición. Arqueólogo. Valencia
CLAIRE SMITH
Fotografías
- Las fotografías de los artículos son propiedad intelectual
de cada uno de los autores, excepto indicación pie de foto
- Las fotografías de las piezas del catálogo han sido realizadas por José Mª Azkárraga
- Las fotografías del catálogo son propiedad intelectual de:
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA, págs. 137, 138, 139b, 140,141,
142b, 143, 144, 151, 152, 153, 165 -170
INÉS DOMINGO, págs. 123, 124, 125, 127, 130, 131,
171, 172, 173
JUAN SALAZAR, págs. 139a, 154,155a
CLAIRE SMITH, págs. 125, 126.
ZAFER KIZILKAYA / IMAGES & STORIES, págs. 155b,
156, 158
G. FRYSINGER / TRAVEL-IMAGES.COM, pág. 157
GUILLEM PÉREZ, pág. 142a
SALLY MAY, pág. 129
Todas las imágenes reproducidas en este volumen han
sido tomadas con el permiso de los amos tradicionales de
los territorios o comunidades; todas las personas que aparecen en las imágenes dieron su consentimiento para a ser
fotografiadas. Para aquellas comunidades que exigen un
permiso especial para la reproducción de sus imágenes,
como es el caso de la Tierra de Arnhem, se ha obtenido
siguiendo las leyes de copyright vigentes.
Traducción al Valenciano
UNITAT DE NORMALITZACIÓ LINGÜÍSTICA
DIPUTACIÓ DE VALÈNCIA
Traducción del Francés al Castellano
MARC TIFFAGOM
Associate Profesor, Dpt. of Archaeology, Flinders University and
President of the World Archaeology Congress.
Diseño y maquetación
LUCAS CREATIVOS
DAVID TURTON
Senior Associate, Dpt. of International Development, University of Oxford.
Impresión
PENTAGRAF IMPRESORES S.L.
DE
LA
ISBN edición: 978-84-7795-523-8
D.L.: V-4417-2008
@ de los textos: los autores
@ de las fotografías: los autores
@ de la edición: Diputación de Valencia- Museu de Prehistòria
de València
Agradecimientos
JOAQUIM JUAN, BERNAT MARTÍ, JOSEP LLUÍS PASCUAL,
Mª JESÚS DE PEDRO, ÁNGEL SÁNCHEZ, DEL MUSEU DE
PREHISTÒRIA DE VALÈNCIA; MIGUEL ÁNGEL LORENTE,
GARY JACKSON, DARYL GUSE, DIDAC ROMAN, ANNA
ALBIACH, IAN GARCÍA, SHAUNA LATOSKY, XAVIER
VERDEJO, GUILLEM PÉREZ, MARTA VINYES, MARIA
ESTEBAN, ANTONIO ALBARRÁN, JUAN PEIRÓ, ALBERTO
ADSUARA, JUAN VERGARA, CARLOS TORTOSA, DIANE
HEMMING, GABRIEL MARALNGURRA, WILFRED
NAWIRRIDJ Y ALAMU GEMERRU.
También queremos agradecer a todos aquellos que compartieron sus conocimientos con nosotros. Los amos tradicionales de las comunidades de Barunga, Wugularr,
Gunbalanya, Turmi y Jiwika. En especial a los Jungayi de
las comunidades de Barunga (el nombre de los cuales no
podemos reproducir por cuestiones culturales, al haber
muerto recientemente) y Wugularr (Jimmy Wesan y su
esposa Glen) y a Aiki Muli Soudo por hacernos partícipes del su paso a la edad adulta en el territorio Hamer.
Instituciones que han colaborado
FLINDERS UNIVERSITY (Adelaide)
MUSEUM VICTORIA (Melbourne)
INJALAK ARTS AND CRAFTS (Gunbalanya)
AMERICAN MUSEUM OF NATURAL HISTORY (New York)
NATIONAL MUSEUM OF ETHNOLOGY (Leiden)
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POR QUÉ UNA EXPOSICIÓN SOBRE MUNDOS TRIBALES Y POR QUÉ DESDE UNA PERSPECTIVA ETNOARQUEOLÓGICA
HELENA BONET
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DE LA ETNOARQUEOLOGÍA A LA ARQUEOLOGÍA DEL PRESENTE
ALFREDO GONZÁLEZ RUIBAL
28
EL PAPEL DE LA FOTOGRAFÍA EN EL ENCUENTRO CON EL OTRO
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA
38
TIERRA DE ARNHEM, BAJO OMO Y TIERRAS ALTAS DE PAPÚA. LOS PRIMEROS CONTACTOS
JUAN SALAZAR
56
EL ARCO DE LAS MUJERES Y LA REDECILLA DE LOS HOMBRES. ÚTILES Y MITOS DE NUEVA GUINEA
PIERRE Y CLAIRE PÉTREQUIN
66
INTERCAMBIANDO HERIDAS: LA VIOLENCIA MASCULINA RITUALIZADA O LOS DUELOS MURSI
DAVID TURTON
78
LA PINTURA Y SU SIMBOLOGÍA EN LAS COMUNIDADES DE CAZADORES-RECOLECTORES DE LA TIERRA DE ARNHEM
INÉS DOMINGO Y SALLY MAY
92
LA SUPERVIVENCIA DE LAS CULTURAS INDÍGENAS
CLAIRE SMITH
108
LOS PUEBLOS PREINDUSTRIALES Y SU SENTIDO EN UNA ANTROPOLOGÍA AUTOCRÍTICA
JOAN B. LLINARES
CATÁLOGO
122
TIERRA DE ARNHEM. EL TIEMPO DE LOS SUEÑOS
136
VALLE DEL OMO. LOS SEÑORES DEL GANADO
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PAPÚA. LA ÚLTIMA FRONTERA
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GLOBALIZACIÓN Y SUPERVIVENCIA CULTURAL
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ALFONSO RUS TEROL
Presidente de la Diputación de Valencia
Una vez más el Museo de Prehistoria de la Diputación de Valencia nos sorprende con
una exposición sobre una temática de máxima actualidad, como es ofrecer una visión
conjunta, etnográfica y arqueológica, de unos pueblos indígenas cuyos modelos de vida
y tradiciones se han mantenido a lo largo de los siglos.
La muestra Mundos Tribales, una visión etnoarqueológica sumerge al
espectador en un recorrido visual a través de tres formas de vida tradicional
en las lejanas tierras de Etiopía, Papua y Australia. Imágenes, música y una interesante
colección de piezas etnográficas se articulan en diversos espacios para recordarnos que
en los albores del siglo XXI todavía sobreviven algunos pueblos y culturas con una
forma de subsistencia ajena al modelo industrial mayoritario.
Sugestivas fotografías centran la atención del espectador en la riqueza de los
vestidos, los adornos, la cultura material, las ceremonias y las actividades
cotidianas de las culturas mostradas, para insistir en la diversidad y la
complejidad de las sociedades humanas. Pero esas mismas imágenes nos recuerdan
el carácter efímero de la cultura material, realizada en madera, fibras
vegetales o pieles, y la invisibilidad de las acciones y creencias humanas en el registro
arqueológico. De este modo, a lo largo de la exposición, arqueología y etnografía se convierten en dos disciplinas complementarias para acercarnos a la dimensión humana de
la cultura material.
Mundos tribales: una visión etnoarqueológica es una exposición pionera entre nosotros
sobre esta temática y ha supuesto un reto dentro de las líneas de investigación que viene
desarrollando el Museo de Prehistoria. Es por ello, que la Diputación de Valencia una
vez más felicita al Museo de Prehistoria por esta muestra que invita no sólo a comprender y conocer mejor las sociedades prehistóricas sino a reflexionar sobre la situación de
las actuales pueblos indígenas y el compromiso político y social que deben de tener
todas las personas e instituciones a favor de su supervivencia. Creemos que esta exposición ha conseguido, sobradamente, su objetivo.
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SALVADOR ENGUIX MORANT
Diputado del Área de Cultura
La exposición “Mundos tribales. Una visión etnoarqueológica”, nos introduce en la
complejidad del diálogo entre la Arqueología Prehistórica y la Etnología a partir de dos
líneas principales de reflexión. Por una parte, la gran diversidad de la experiencia humana, la multitud de culturas a través de las cuales los grupos humanos han dado respuesta a sus necesidades vitales y a los misterios de la existencia. De otra, el gran potencial
informativo de la documentación arqueológica cuya lectura gana profundidad desde
esta perspectiva etnoarqueológica.
A través de sucesivos ámbitos, el Museo de Prehistoria nos ofrece la oportunidad de
recorrer tres áreas culturales donde, todavía hoy, habitan pueblos que mantienen vivas
tradiciones y formas de vida ancestrales. En el ámbito dedicado a Los Señores del Ganado
podemos acercarnos al desconocido mundo de las etnias que habitan en la parte inferior del valle del río Omo, en el sudoeste de Etiopía. Seguidamente, visitamos la isla de
Papúa-Nueva Guinea, La última Frontera, donde numerosos grupos culturales han permanecido sin contacto con occidente hasta mediados del siglo XX. Por ultimo, descubriremos Los Guardianes de los Sueños, comunidades aborígenes del noroeste australiano donde, a pesar de años de transformaciones, mantienen una visión propia del
mundo.
El catálogo, que acompaña a la exposición “Mundos tribales: una visión etnoarqueológica” cuenta con la participación de ocho especialistas en el tema, nacionales y extranjeros, que abordan las investigaciones y debates más recientes que se han ido desarrollando en los últimos años sobre esta corriente disciplinar innovadora, la etnoarquelogía, así como sobre el problema de la supervivencia de las sociedades tradicionales cuya
situación preocupa cada vez preocupa más.
Por todo ello, desde el Área de Cultura de la Diputación de Valencia invitamos al
público valenciano a conocer y disfrutar esos mundos que, ya entrado el siglo XXI, ven
peligrar irremediablemente su continuidad cultural ante la imparable globalización.
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POR QUÉ UNA EXPOSICIÓN
SOBRE MUNDOS TRIBALES Y POR
QUÉ DESDE UNA PERSPECTIVA
ETNOARQUEOLÓGICA
HELENA BONET
La exposición Mundos Tribales: una visión etnoarqueológica se inscribe en las actuales
corrientes disciplinares de los estudios prehistóricos que abogan por profundizar en la
lectura del registro arqueológico. Sabemos que a través de las estructuras y de los materiales recuperados en una excavación podemos conocer el modo de vida de los grupos
humanos que investigamos: su relación con el medio ambiente, sus poblados y principales actividades económicas, sus manifestaciones artísticas o los rituales funerarios. Sin
embargo, también somos conscientes de que escapan a nuestro estudio partes fundamentales de esas sociedades, como sería el caso de su mundo simbólico y religioso, entre
otros muchos elementos culturales desaparecidos para siempre. En este sentido, los estudios etnoarqueológicos amplían la perspectiva con la que contemplamos la documentación arqueológica a la vez que nos ayudan a comprender la singularidad y complejidad
de las culturas humanas al aproximarnos a la gran diversidad de los pueblos indígenas
actuales. Y así, de la confluencia entre la etnología, que analiza la culturas vivas, y la
prehistoria, que estudia las sociedades desaparecidas, parten las hipótesis con las que
construimos los modelos sociales. Lo específico de la investigación etnoarqueológica es
que este diálogo implica el contacto real y directo con los pueblos indígenas de las diversas partes del mundo, como sucede con la presente exposición.
El Museu de Prehistòria de València pretende despertar el interés de sus visitantes por esta perspectiva etnoarqueológica mediante una exposición que insiste en el
diálogo entre la etnología y la arqueología. Este diálogo y sus correspondientes líneas
de trabajo han trascendido muy poco en los discursos expositivos de la mayoría de los
museos, cuyas salas de exposición parecen limitarse a presentar los objetos conservados
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de aquellas sociedades. El recorrido a través del tiempo que podemos seguir mediante
la contemplación de los materiales de nuestro museo muestra la dificultad y fragilidad,
pero también el gran potencial informativo, de la documentación arqueológica, de
modo que comprobamos cómo se suceden distintos estadios tecnológicos, aumenta la
complejidad social y el tamaño de los grupos humanos o van conformándose las altas
culturas de la antigüedad. Una perspectiva etnoarqueológica es la que reclama que
todos estos testimonios de sucesión y evolución de las culturas no se contemplen como
pasos de un proceso lineal que conduce a situarnos a nosotros mismos en su punto culminante, sino que en cada una de las culturas veamos un ejemplo del pasado y del presente diversos de la humanidad sobre el que reflexionar para seguir aprendiendo sobre
nosotros mismos.
Mundos tribales: una visión etnoarqueológica, la primera muestra sobre etnoarqueología de pueblos foráneos en nuestras tierras, nos aproxima a seis comunidades
indígenas muy dispares entre sí, singulares como lo fueron tantas y tantas sociedades
en el pasado, y como lo somos nosotros mismos. La exposición nos muestra la vida
cotidiana, los ritos y ceremonias y las creaciones artísticas en tres áreas geográficas: el
bajo río Omo en Etiopía, las Tierras Altas de Papúa y la Tierra de Arnhem en Australia.
En estas zonas los grupos humanos que las habitan cultivan la tierra y crían animales
domésticos, con el complemento de la caza y la recolección, mantienen su forma de
vida tradicional, los poblados, la cultura material, el mundo ceremonial... Esto se nos
muestra a través de un conjunto extraordinario de más de 100 objetos y 130 fotografías y filmaciones procedentes de las comunidades indígenas que viven en estos territorios. Para el Museu de Prehistòria de València esta muestra es un nuevo reto expositivo, como lo fue en 2006 la exposición “Mujeres en la Prehistoria” al tratar un tema
sobre la Arqueología de Género en las primeras etapas de la historia humana en nuestras tierras. En esta ocasión hemos querido ofrecer una exposición que no se limitase a
presentar una excelente exposición fotográfica acompañada de objetos exóticos, sino
que incitase al visitante a la reflexión sobre la situación actual de muchos de estos grupos “indígenas”, culturas supervivientes frente al poderoso avance de la globalización.
Además, nuestro compromiso, como institución museística donde se forman generaciones de escolares y de ciudadanos, es transmitir la complejidad y diversidad de todas
y cada una de las culturas que componen el mosaico de la humanidad y, puesto que la
Historia del mundo es plural y multicultural, mientras más abiertos estemos al conocimiento de todos los pueblos, pasados y presentes, más posibilidades tenemos de
“entender” nuestra propia realidad.
En relación con estos temas, cabe destacar que existe en el Museo de Prehistoria
una línea de estudios etnoarqueológicos centrados en la Cultura Ibérica. El interés por el
conocimiento de otras culturas actuales, como referencia y apoyo para comprender determinados aspectos de la protohistoria valenciana, se inició en los años 80 del siglo pasado
siguiendo las líneas de investigación, ya consolidadas en la década precedente, que pretendían establecer marcos de referencia contrastables para entender mejor, mediante la
analogía, determinados aspectos de la vida cotidiana de las sociedades antiguas. El coloquio y publicación sobre “Ethno-archéologie Méditerranéenne” realizado por la Casa de
Velázquez de Madrid en 1995, nos brindó la oportunidad de reflexionar, desde la pers-
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Mujeres tejiendo en un telar vertical en la kasba de Ait-Benhaddou,
Marruecos. Año 2007.
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pectiva aportada por el conocimiento de algunas sociedades tradicionales, sobre algunos
aspectos de la arquitectura y las actividades domésticas en el mundo ibérico.
Nuestra mirada se dirigió al otro lado del Mediterráneo, al Magreb donde todavía muchas aldeas bereberes, alejadas del mundo industrial, conservan modos de vida tradicionales con una base de subsistencia agrícola-ganadera, técnicas constructivas y enseres de la vida cotidiana similares a los testimonios
hallados en los poblados ibéricos de nuestra península
Esta “comparación etnoarqueológica” se planteaba para
obtener respuestas a preguntas y problemas, generalmente puntuales, que nos surgían en el estudio de la
documentación arqueológica sin que en ningún caso
se intentase establecer una analogía entre ambas culturas, por otro lado tan dispares en el tiempo y en el espacio. De modo que esta observación etnográfica se revela como una herramienta para comprender el funcionamiento de determinados útiles, técnicas constructivas o procesos de fabricación, que su vez nos ha permitido entender muchos aspectos de la cultura ibérica e ir
más allá de la tipología del objeto o la tecnología. En
los años 80 del siglo pasado, los resultados de las excavaciones arqueológicas en los poblados ibéricos del
entorno de la ciudad de Edeta/Tossal de Sant Miquel
de Llíria, nos permitieron ir definiendo materiales, técnicas y soluciones arquitectónicas, como la fabricación
de adobes, enlucidos, cubiertas y problemas de ventilación, desagües, accesos o escaleras, apoyándonos en
gran parte en la observación etnográfica. Estos estudios
etnoarqueológicos no se limitaban a la arquitectura tradicional de barro sino al conjunto de elementos que
configuran el hábitat, como hogares, hornos, recipientes de almacenaje y cocina, herramientas agrícolas y
artesanales y un largo etcetera, que permiten comprender la distribución, el uso y la
dimensión social de los enseres y equipamientos domésticos (fig. 1).
Con todo este bagaje documental que nos ha permitido conocer la vivienda ibérica, tanto desde el punto de vista arquitectónico como de la funcionalidad de espacios,
emprendimos en los años 90 un proyecto de investigación y de arqueología experimental en el oppidum ibérico de la Bastida de les Alcusses en Moixent. Se llevó a cabo la
reconstrucción de una gran vivienda con los mismos materiales y técnicas constructivas
que emplearon los iberos y se recreó en su interior el ambiente de una casa de agricultores del siglo IV a.C. (fig. 2). Si bien el planteamiento inicial de este proyecto era experimental y didáctico, hoy en día nuestro objetivo es saber leer más allá de la funcionalidad
de los objetos, de la tecnología constructiva o del modelo de poblado cuestionándonos
otras problemáticas como su significado social y simbólico. Se trata de buscar a los protagonistas de esa historia y hacer posible la reconstrucción de la vida humana y para ello,
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si bien la etnoarqueología nos amplía el abanico de modelos culturales, nunca hay que
descuidar el contexto socio-cultural y el momento histórico de la sociedad en estudio.
Sin duda, realizar esta exposición nos ha dado la oportunidad de reflexionar
sobre nuestras líneas de trabajo, además de tomar conciencia sobre el pasado, presente y futuro de los pueblos indígenas. Muestra de ello es el presente catálogo que recoge una selección de 70 fotos de las piezas y fotografías más representativas de la exposición y reúne ocho artículos de gran interés etnoarqueológico, algunos de ellos escritos
por destacados especialistas que han desarrollado sus trabajos en Etiopía, Papúa y
Australia.
Alfredo González Rubial, inicia este catálogo con el artículo De la etnoarquelogía
a la arquelogía del presente, una revisión y puesta al día de las distintas tendencias y líneas de investigación dentro de esta disciplina. Su mayor aportación es la reflexión que
hace sobre los problemas de tipo epistemológico y ético que plantea la etnoarqueología,
proponiendo transformar esta práctica científica en una arqueología del presente. Para
González Ruibal, la arqueología del presente es una forma menos colonial y más comprometida de llevar a cabo el trabajo etnoarqueológico, procurando comprender las culturas locales, su contexto histórico y sus problemas políticos actuales.
Jose Azcárraga, autor de la mayoría de las imágenes de la exposición y del catálogo, ha sabido captar a través de su cámara los aspectos y los temas que más interesaban desde el punto de vista etnoarquelógico. El papel de la fotografía en el encuentro del
otro nos da una lectura historiográfica de la visión que tuvieron los primeros fotógrafos
sobre las poblaciones indígenas de Australia, Etiopía y Papúa, así como sus técnicas
fotográficas, testimonios y experiencias. En definitiva, una documentación etnológica
e histórica de gran valor para conocer la vida, costumbres y mitos de estas sociedades.
Concluye con una reflexión crítica sobre el papel que está jugando, en la actualidad, la
fotografía en los viajes turísticos.
Juan Salazar aborda un tema historiográfico de máxima actualidad en Primeros
contactos en la Tierra de Arnhem, Bajo Omo y Tierras altas de Papúa donde recoge interesantísimos testimonios de los nativos que relatan cómo fueron los primeros contactos
entre los exploradores y colonos occidentales y las comunidades que habitaban aquellas
tierras. Un encuentro, en la mayoría de las ocasiones brutal, donde el exterminio diezmó comunidades enteras mientras que en otras regiones, más aisladas, el contacto con
las poblaciones indígenas fue más pacífico. Temas como las políticas colonialistas, el
papel de los misioneros, el racismo o la resistencia y supervivencia de los grupos nativos
nos muestran las grandes transformaciones del mundo entre finales del siglo XIX y primera mitad del XX.
David Turton, en su artículo Intercambiando heridas: la violencia masculina ritualizada o los duelos mursi nos ofrece un magnífico estudio antropológico sobre los combates ritualizados, o thagine, de los mursi, pueblo ganadero y agricultor que habita en
el valle del Omo. En este trabajo muestra como estos combates no son considerados
acontecimientos aislados, o excepcionales, sino que tanto los duelos entre los grupos
locales mursi como la guerra sirven para crear una imagen propia y diferencial no sólo
entre clanes sino entre otros grupos culturales, reforzando de esta manera la identidad
político-territorial del pueblo mursi.
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Reconstrucción de una vivienda
de época ibérica en la Bastida de les
Alcusses siguiendo las técnicas constructivas tradicionales. Año 1999.
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El trabajo de Pierre y Anne Marie Pétrequin sobre El arco de las mujeres y la red
de los hombres. Útiles y mitos de Nueva Guinea es, una vez más, un referente en los estudios etnoarqueológicos. A través de la cultura material de varias etnias de Tierras Altas
de Papúa, como son las hachas de piedra, los arcos y las flechas o la red y el palo excavador, los autores profundizan en el significado y el mundo
simbólico de los objetos. Al estudiar los procesos tecnológicos
de los útiles, muestran cómo estas habilidades técnicas no tendrían ninguna función por sí mismas si no estuvieran socializadas y ritualizadas.
Inés Domingo y Sally K. May nos sumergen en el
mundo del arte rupestre de los aborígenes australianos en La
pintura y su simbología en la comunidades de cazadores recolectores en la Tierra de Arnhem, uno de los escasos ejemplos donde
todavía perdura esta antiquísima tradición, eso sí adaptada a los
constantes cambios socioculturales y ambientales. De este estudio se desprende lo esencial que resulta, para los arqueólogos, la
etnografía a la hora de entender las dificultades de reconstruir
el significado y la función del arte. Además, destacan la importancia que tiene para los aborígenes el arte rupestre como trasmisión de conocimiento y de su imaginario colectivo.
El artículo de Claire Smith, La supervicencia de las culturas indígenas, se centra igualmente en las comunidades aborígenes del norte de Australia pero es, ante todo, un llamamiento a la concienciación de la situación actual de las distintas poblaciones indígenas. Considera clave el trabajo conjunto de los investigadores con los aborígenes tanto en los trabajos de campo como en las publicaciones para ayudar así a
transmitir sus conocimientos culturales pero, sobre todo,
insiste en que la supervivencia cultural de estas poblaciones
frente a la globalización sólo es posible desde la continuidad
de sus prácticas culturales que depende, a su vez, del control
indígena sobre su propia cultura.
Joan B. Llinares, a modo de conclusión, reflexiona en Los pueblos preindustriales
y su sentido en una antropología autocrítica sobre la mirada con que contemplamos a los
demás en el presente contexto multicultural. Retrocediendo hasta los versos de la
Odisea, nos muestra como también la literatura, el arte en su más amplio conjunto,
puede colaborar con la mirada etnoarqueológica. Lejos han de quedar los esquemas de
la arqueología prehistórica decimonónica que veía en los otros pueblos el reflejo de pasados estadios de nuestro desarrollo. Hoy los percibimos sobre todo como nuestros contemporáneos, plenamente dignos de atención y de estudio por sí mismos en cuanto
ejemplos de una plural humanidad repleta afortunadamente de diferencias.
Ésta es la visión que pretende ofrecer la presente exposición, la de que la historia de estos “mundos tribales” es también la nuestra, la de que todos compartimos el presente y somos coautores del futuro.
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DE LA ETNOARQUEOLOGÍA
A LA ARQUEOLOGÍA DEL PRESENTE
ALFREDO GONZÁLEZ RUIBAL
Los problemas de la etnoarqueología
Desde sus inicios hace cerca de medio siglo, la etnoarqueología se ha entendido generalmente como una subdisciplina al servicio de la arqueología, encargada de estudiar
sociedades premodernas actuales para comprender mejor el registro arqueológico,
especialmente de las sociedades prehistóricas (David y Kramer, 2001; González Ruibal,
2003). La mina de la que se extraen las analogías son sociedades no modernas, frecuentemente comunidades de pequeña escala—bandas o tribus, en el lenguaje antropológico neoevolucionista (fig. 1).
En realidad, desde la consolidación de la arqueología como disciplina científica
durante la segunda mitad del siglo XIX los investigadores han recurrido a las sociedades
preindustriales vivas para interpretar el registro arqueólogico: muchos de los primeros
manuales de Prehistoria, de hecho, combinaban datos del pasado remoto y de comunidades “primitivas” (p.ej. Lubbock 1875 [1865]). Sin embargo, no será hasta finales de
los años 50 y principios de los 60 del siglo XX cuando estas comparaciones empiecen a
realizarse de forma más sistemática: a partir de entonces los arqueólogos comenzarán a
trabajar regularmente con sociedades preindustriales para abordar cuestiones que los
antropólogos culturales solían dejar al margen (abandonos, tecnología, estilo, subsistencia, etc.). A este tipo de investigación se le dio el nombre de etnoarqueología. La etnoarqueología nació con la Nueva Arqueología o arqueología procesual: uno de los objetivos fundamentales de este paradigma era hacer de la arqueología una disciplina más
científica (equiparable a las ciencias naturales), más cuantitativa (con resultados medibles y expresables de forma estadística) y nomotética (capaz de formular leyes generales
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Fig. 1.- Haciendo etnoarqueología
entre los gumuz de Etiopía, un
grupo igualitario de agricultores
de roza y quema: Álvaro Falquina
y Dawit Tibebu realizan entrevistas sobre el parentesco para poder
correlacionar los datos con la organización espacial de los conjuntos
domésticos.
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sobre el comportamiento humano). La misión de la etnoarqueología en este contexto
era ofrecer “teorías de alcance medio”, o lo que es lo mismo, marcos de referencia básicos que permitieran dar solidez a teorías arqueológicas más amplias.
Por ejemplo, una gran cantidad de trabajo etnoarqueológico en la actualidad se
centra en la forma en que los cazadores-recolectores actuales descuartizan y procesan sus
presas (Domínguez-Rodrigo, 2002).
Los arqueólogos estudian las marcas de
descarnado, la acción de los animales
carroñeros y las partes de hueso que
pasan al registro arqueológico. La
intención es encontrar marcos de referencia objetivos y contrastables que
permitan entender mejor, de forma
analógica, el papel de la acción humana en los conjuntos faunísticos pliopleistocénicos. El estudio de un conjunto específico de huesos en el presente nos puede permitir comprender
mejor la evolución de la humanidad.
Por la tarea que le fue inicialmente
encomendada, la etnoarqueología ha
tenido un carácter funcionalista, universalista y ahistórico, es decir, ha tratado de encontrar explicaciones al registro arqueológico que no se hallan condicionadas por un determinado contexto histórico o cultural y se ha preocupado sobre
todo por cuestiones de tipo económico y ecológico.
Pese a la crítica a la que se vio sometida esta forma de practicar la etnoarqueología a partir de inicios de los años 80 (Hodder, 1982a y b; en España: Hernando, 1995),
muchos investigadores actuales continúan defendiendo este tipo de investigación (p.ej.
Roux, 2007). El problema es que se trata de un enfoque que ha fracasado irremisiblemente: por un lado, las investigaciones etnoarqueológicas han descendido dramáticamente desde mediados de los 80 y, por otro, prácticamente ningún arqueólogo utiliza
el trabajo de los etnoarqueólogos para comprender el registro arqueológico ¿A qué se
debe esto? Por un lado, los herederos de la Nueva Arqueología han encontrado en la
arqueometría muchas soluciones específicas a sus problemas sobre la fabricación y uso
de objetos prehistóricos. Para saber cómo se ha cocido una cerámica ya no es necesario
observar la labor de una alfarera tradicional, existen procedimientos físico-químicos que
nos permiten resolver la cuestión satisfactoriamente. Algunos investigadores, de hecho,
consideran que el refinamiento de la arqueología permitirá acabar con la etnoarqueología definitivamente (Vila, 2006).
Por otro lado, cuando se trata de proponer teorías más ambiciosas de tipo sociopolítico, los arqueólogos procesuales prefieren recurrir a comparaciones antropológicas,
históricas y etnohistóricas (cf. Parkinson, 2002). Donde se advierte más claramente quizá
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el fracaso de la etnoarqueología procesual es en el área maya. Sobre los mayas actuales se
ha realizado una gran cantidad de trabajos etnoarqueológicos, que cubren aspectos tales
como la organización del espacio doméstico (Wilk, 1983), la producción cerámica (Deal,
1998), la fabricación de metates (Nelson, 1987), la industria lítica (Clark, 1991) o la gestión del desecho (Hayden y Cannon, 1983). Sin embargo, toda esta bibliografía apenas
figura en las obras sobre los
antiguos mayas. Los arqueólogos, en su inmensa mayoría
pertenecientes a la línea procesual, acuden habitualmente
a las etnografías tradicionales
de la zona o a los escritos de
los conquistadores españoles
para interpretar las sociedades
mayas del pasado.
Por lo que se refiere a
la arqueología postestructuralista o posprocesual, los investigadores que se adhieren a
esta tendencia se encuentran
más interesados por cuestiones sociológicas y simbólicas,
culturalmente específicas, y
en consecuencia no encuentran atractiva ni útil la mayor
parte de la bibliografía etnoarqueológica, orientada a cuestiones económicas y tecnológicas en el sentido más estrecho de ambos términos. Los posprocesuales buscan inspiración
para interpretar el pasado en la etnografía y los trabajos antropológicos generales: la interpretación del Neolítico y la Edad del Bronce en las Islas Británicas, por ejemplo, se basa
en buena medida en paralelos etnográficos, especialmente procedentes de Melanesia
(véase por ejemplo Tilley, 1994; Edmonds, 1999; Thomas, 2000). Esta inspiración
antropológica ha servido para cambiar radicalmente la imagen que se tenía de las primeras sociedades agricultoras europeas. La fascinación por la antropología es tan poderosa
que muchos investigadores posprocesuales, insatisfechos con las posibilidades de su propia disciplina, han querido escribir etnografías del pasado (p.ej. Tilley, 1996; Forbes,
2007). Naturalmente, en los trabajos etnográficos que tanto atraen a estos arqueólogos
apenas hay mención alguna a la cultura material, pero al fin y al cabo uno de los problemas de la arqueología postestructuralista ha sido que el énfasis en lo social ha llevado a
olvidar los aspectos más puramente materiales de la existencia (Olsen, 2007). Es significativo que uno de los antropólogos que más ha influido en la arqueología posprocesual,
Clifford Geertz (1973, 22), dijera que los etnógrafos “no estudian aldeas, sino que estudian en aldeas”. Sin embargo, resulta que los arqueólogos, y los etnoarqueólogos, sí estudian aldeas—como colectivos formados por personas, animales, edificios y artefactos,
pero los investigadores posprocesuales parecen haberse olvidado de ello.
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Fig. 2.- Un grupo de Awá de la
aldea de Jurití (Brasil), armados
para hacer frente a la invasión de
sus tierras.
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Fig. 3.- Ramadán Talow, un brujo
berta, durante una entrevista.
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La etnoarqueología se enfrenta a otro problema, en este caso de carácter ético ¿Es
lícito estudiar a sociedades tradicionales en la actualidad con el único objeto de comprender mejor a comunidades del pasado y, con frecuencia, de otro lugar? En mi opinión, no lo es en absoluto (González Ruibal, 2006b). Este tipo de práctica recuerda bastante al de los antropólogos y arqueólogos coloniales, que robaban (literal o figuradamente) a las sociedades que estudiaban
sus riquezas culturales. Muchos trabajos etnoarqueológicos se llevan a cabo
sin tener en cuenta la experiencia histórica local, ni siquiera la historia reciente, que es con frecuencia traumática y
clave para entender el presente. En
otros casos se utilizan datos etnohistóricos, pero se pasa por alto o apenas se
menciona el papel que tuvo el colonialismo en el devenir de la cultura: un
caso especialmente dramático es el de
los yámana de la Patagonia, una sociedad de cazadores-recolectores que fueron exterminados en el siglo XIX. Al
estudiar a los yámana simplemente
para comprender las sociedades paleolíticas europeas (Vila, 2004) estamos
privando a ese pueblo, aunque sea simbólicamente, de lo último que les
queda: su historia cultural específica y única. Al igual que hacen los antropólogos, deberíamos estudiar a los grupos con que trabajamos como un fin en sí mismo, más que
como una mera fuente de analogías.
Ante los problemas de tipo epistemológico y ético a los que se enfrenta la etnoarqueología, tal y como se lleva a cabo en la actualidad, mi propuesta para hacer de nuevo
relevante esta práctica científica es transformarla en una arqueología del presente
(González Ruibal, 2006a). Se trata, en cierta manera, de darle la vuelta a la dependencia
antropológica de la arqueología: en vez de escribir imposibles etnografías del pasado (la
etnografía implica el tiempo presente), debemos producir arqueologías del mundo contemporáneo, que nos permitan comprender mejor a las sociedades vivas. Este tipo de
arqueología, además, puede proporcionar elementos de comparación para arqueólogos
que exploran períodos y culturas diversos (como sucede con otras investigaciones históricas y antropológicas), pero, desde un punto de vista ético, evita convertir a los pueblos
con que trabaja en meros suministradores neutros de analogías arqueológicas.
Una arqueología del presente
La arqueología del presente, como su nombre indica, estudia a sociedades actuales
mediante la metodología y teoría arqueológicas. En esto, en principio, no es muy diferente de la etnoarqueología. Sin embargo, existen tres diferencias notables: como ya he
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señalado, su objetivo último no es analógico, aunque sus resultados puedan ser utilizados de forma comparativa para otros períodos. En segundo lugar, la arqueología del presente estudia potencialmente todo el mundo actual: tanto sociedades no modernas
como capitalistas. No establece una distinción tajante entre nosotros y los otros. La
arqueología de la basura en Estados Unidos, por ejemplo (Rathje y Murphy, 1992), es
una forma de arqueología del presente. En tercer lugar, este
tipo de arqueología no contempla una distinción drástica
entre pasado y presente: en vez de considerar el uno al servicio del otro, como hace la etnoarqueología, cree que ambos,
pasado y presente, están inextricablemente unidos.
La arqueología del presente, como tal arqueología, es
una disciplina histórica. Un concepto clave a este respecto es
el de genealogía, que viene a reemplazar el más común de biografía utilizado por los etnoarqueólogos y antropólogos
(Kopytoff, 1986). La biografía se refiere a la vida específica de
un determinado objeto, por ejemplo, una cerámica—desde el
momento que se acude a la mina de arcilla para buscar la
materia prima hasta que se abandona la cerámica usada y rota.
Uno de los objetivos principales de la arqueología del presente es trascender la biografía del artefacto y analizar las intrincadas relaciones históricas entre personas y cosas. Para ello, es
necesario entender a las comunidades en perspectiva y en un
contexto más amplio. Las culturas que estudiamos no han
permanecido aisladas e inalteradas durante milenios, por muy
arcaicos que nos parezcan los atuendos, las cerámicas o las
viviendas. La arqueología del presente trata de entender el
cambio, el contacto cultural y la hibridación.
La arqueología del presente es también una etnografía:
una descripción de sociedades vivas, pero no es una etnografía convencional, sino una etnografía de la materialidad. Tiene
en cuenta todo aquello que la antropología suele dejar de lado,
pero que interesa mucho a la arqueología: las cosas en sí mismas. Casas, tumbas, cerámicas, hachas, graneros, caminos y azadas son mucho más que meros índices sociales: son
una parte fundamental e inseparable de la vida de la gente. Los primeros antropólogos lo
entendieron muy bien y se encargaron de documentar los detalles más nimios de las culturas que estudiaban (desde la forma de anudar una hamaca hasta la decoración monumental de las casas rituales), pero a partir de los años 20 esta tendencia fue quedando
progresivamente marginada (Lemonnier, 1992, 11). La arqueología del presente pretende recuperar y ampliar esa sensibilidad por lo material de las primeras etnografías. En la
mayor parte de las etnografías del último medio siglo da la impresión de que podríamos
situar a los sujetos estudiados en cualquier escenario, en cualquier aldea del mundo y utilizando cualquier tipo de objetos. La función de la arqueología del presente es, por tanto,
devolver la experiencia real y directa del mundo a la etnografía: demostrar que las aldeas
son mucho más que un escenario en el que se desarrolla el drama social.
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Fig. 4.- Bogo Bambush, una mujer
komo, fumando su pipa de calabaza.
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Fig. 5.- Inventario de cerámica en
una casa agaw (Manjari): los grandes recipientes (derecha, color
naranja) se compran a las alfareras
gumuz.
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Finalmente, la arqueología del presente es una arqueología política. Los etnoarqueólogos raramente dejan traslucir en sus escritos conciencia alguna respecto a la situación de los pueblos que estudian, pese a que esa situación es, con frecuencia, grave, en términos de desestructuración social, marginalidad e impotencia frente a los embates del
estado nacional y la globalización. Los antropólogos, por su parte, tienen mayoritariamente a una actitud francamente positiva ante la globalización (Rosaldo e Inda, 2002). Caracterizados al
mismo tiempo por la amnesia histórica y la ceguera política, los antropólogos, especialmente anglosajones, celebran la diversidad y el mestizaje cultural que favorece la globalización y se olvidan de las
brutales injusticias que extiende por todo el
mundo. Al centrar todo su interés en la cultura, se
olvidan de la política y de la economía. El cambio
que viven muchas sociedades tradicionales no tiene
nada de natural e inevitable y poco de positivo, al
contrario de lo que pretenden muchos antropólogos. Es un cambio traumático, impuesto por las
sociedades dominantes y el capitalismo.
En Brasil, donde colaboro en un proyecto
etnoarqueológico sobre un grupo de cazadoresrecolectores, los awá (Hernando et al., 2006), esta
realidad se advierte especialmente bien. La forma
de contacto de los awá con el resto del mundo entre los años 70 y 80 del siglo pasado fue
en forma de ocupación de sus tierras, motivada por intereses económicos nacionales y globales. Hasta 1973 habían permanecido completamente aislados en la selva amazónica. A
partir de entonces, el pueblo awá fue diezmado y recluido en reservas, donde hoy vive todavía, en un grave proceso de desestructuración social y sometido a invasiones de campesinos empobrecidos y madereros (fig. 2). La arqueología y la etnoarqueología han contribuido tradicionalmente a describir a los grupos preindustriales como reliquias del pasado y en
cierta manera han justificado, de forma más o menos inconsciente, el tratamiento que se
les ha dado por parte de las sociedades modernas (Hernando, 2006). La arqueología del
presente toma una postura crítica ante esta situación e incorpora como parte de sus objetivos abordar cuestiones relacionadas con la globalización, la violencia política, los programas de desarrollo o las injerencias estatales en la vida de las comunidades que estudia.
Arqueología del presente en la frontera de Sudán y Etiopía
Desde el año 2001 trabajo en el occidente de Etiopía con diversas comunidades tradicionales. Progresivamente mi investigación ha ido dejando de ser etnoarqueológica, en el sentido clásico del término, y se ha ido convirtiendo en una arqueología del presente
(González Ruibal, 2005, 2006c). La complejidad cultural e histórica de la zona, los problemas sociales y políticos que he ido descubriendo y mis propias convicciones personales me han obligado a cambiar los objetivos de la investigación. De todos modos, estudiar
comunidades vivas es siempre problemático, porque implica una cosificación del sujeto
DE LA ETNOARQUEOLOGÍA A LA ARQUEOLOGÍA DEL PRESENTE
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estudiado. Trabajar con grupos del Tercer Mundo es doblemente problemático, por la
inmensa e insalvable asimetría que marca toda la relación entre el investigador y el sujeto
investigado. No existe, por lo tanto, una forma cómoda y políticamente correcta de realizar trabajo de campo. Las dificultades son tan grandes que muchos antropólogos han decidido abandonar la investigación con comunidades no modernas y prefieren investigar sólo
sociedades industriales (Augé, 1995).
Sin embargo, uno de los atractivos originales de la antropología era el conocer
otras formas de ver y vivir el mundo: la
diversidad de la experiencia humana.
Diversidad es precisamente lo que
caracteriza la amplia franja de frontera
que separa (o más bien une) Sudán y
Etiopía. Como tantas áreas fronterizas,
posee una larga historia de invasiones,
intercambios, resistencias y mestizaje. Mi
investigación actualmente se centra precisamente en comprender, desde una
perspectiva arqueológica y dando prioridad a la cultura material, la complejidad
de interacciones culturales entre una
diversidad de etnias y formaciones políticas, en el presente y en el pasado.
No es un trabajo fácil.
Oficialmente se reconocen en la región
donde trabajamos (Benishangul-Gumuz) cinco etnias indígenas: berta, gumuz, shinasha,
mao y komo (figs. 3 y 4). A ellas hay que añadir tres grandes grupos étnicos que han llegado en momentos más recientes a la región: amhara, oromo y agaw. En sí, una zona con
ocho grupos étnicos es una zona culturalmente compleja. Pero a ello hay que añadirle dos
hechos: primero, que los grupos pertenecen a tradiciones culturales sumamente distintas
(algunos son semitas, otros nilo-saharianos, otros omóticos) y, segundo, que bajo las etiquetas étnicas que reconoce el Estado se oculta una mayor variedad de culturas. En este
contexto, el mundo material puede ser un elemento fundamental para construir identidad,
facilitar las relaciones étnicas o crear barreras.
Un buen ejemplo de cultura material como articuladora de relaciones interétnicas
es el de las bebidas alcohólicas. En todo el Cuerno de África se fabrican cervezas y licores
caseros de distintos tipos. En la zona de la frontera, los gumuz de Metekel, fabrican grandes contenedores cerámicos (tich’a) adecuados para la fermentación de las bebidas. Sus
vecinos agaw, procedentes del altiplano etíope, compran estos contenedores cerámicos a
los gumuz (fig. 5) y fabrican bebidas alcohólicas en ellos. Posteriormente venden el alcohol a los gumuz, quienes a su vez invitan a sus vecinos agaw a beber. Lo que es interesante es que los agaw saben fabricar contenedores para cerveza: al fin y al cabo los hacían en
su lugar de origen. Los gumuz también saben preparar alcohol. El adquirir algo que ya se
tiene o que se sabe hacer a otra comunidad puede ser una forma de establecer vínculos
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Fig. 6.- Casas agaw en una aldea
multiétnica de mayoría gumuz
(Manjari).
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Fig. 7.- Una alfarera mao-kwama
vende sus cerámicas. En Mus’a
Mado distintos grupos étnicos
(oromo, bertha y mao) compran
los productos de las alfareras de
Boshuma, aunque los mao son
quienes más vasijas de esta procedencia adquieren. Fotografía del
Servicio de Cultura del Estado
Regional de Benishangul-Gumuz.
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sociales. La cultura material – el alcohol y la cerámica para fabricarlo – se convierte de
este modo en un medio privilegiado de relación entre etnias, una relación que no es en
absoluto sencilla, como demuestran las masacres ocurridas hace pocos años (WoldeSelassie Abbute, 2004). No obstante, la cultura material puede ser una forma de crear
diferencia también. En una aldea interétnica de la región de Metekel (Manjari), los agaw
recién llegados han erigido un
barrio en una zona marginal y con
una forma de organización que claramente refuerza los vínculos
intraétnicos y los separa de los
gumuz. Frente al plano disperso
que caracteriza a los poblados agaw
en su tierra de origen, en Manjari
los muros perimetrales, la densa
ocupación del barrio y la orientación de las casas contribuyen a crear
un sentimiento de seguridad e
identidad compartida en una zona
extraña (fig. 6). No se trata simplemente de que a través de la organización del espacio transmitan un
mensaje de identidad étnica a los
gumuz. Lo interesante está en que
la construcción de la aldea construye a su vez a los agaw, al condicionar
sus vidas, su experiencia social y sus relaciones con los demás.
Otro ejemplo interesante es el de los mao que viven en aldeas al sur y al este de la
ciudad de Bambasi. En realidad, aunque se utiliza una denominación única para referirse a ellos, los mao pertenecen a grupos culturalmente muy diferentes: los que viven en la
aldea de Mus’a Mado, por ejemplo, hablan una lengua omótica y llegaron a esta zona en
algún momento de la Edad Media procedentes del sur de Etiopía. Los de Boshuma, en
cambio, son nilo-saharianos: su presencia en la región se retrotrae a momentos remotos
de la Prehistoria. Por su lengua y cultura los mao de Boshuma se relacionan con el grupo
kwama/gwama que vive más al sur. A pesar de poseer una lengua y una cultura distintas,
los mao de Bambasi insisten, para perplejidad del antropólogo, en que constituyen un
solo grupo. Esta identificación no es del todo incomprensible: al ser comunidades muy
minoritarias y tradicionalmente desposeídas por etnias dominantes, la presentación de
una identidad unificada puede ser una forma de hacerse fuertes y visibles. La cultura
material, nuevamente, constituye un elemento relevante para reforzar vínculos: los mao
de Mus’a Mado compran la cerámica mayoritariamente a los mao de Boshuma (fig. 7)
en el mercado de Bambasi, más que a otras etnias con las que conviven. El atuendo de
las mao de ambas aldeas es también semejante: aunque muy influido por el de las mujeres oromo, de la etnia dominante, tiene rasgos peculiares: un elemento de identidad
importante entre las mujeres son los pendientes, grandes aros de níquel decorados con
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motivos geométricos incisos. Este tipo de
pendientes es característico de todos los
grupos nilo-saharianos de la zona y los mao
omóticos de Mus’a Mado los han adoptado como propios (fig. 8). La profusión de
collares de gruesas cuentas, antes de ámbar
y pasta vítrea, hoy de plástico amarillo, y
los brazaletes metálicos también une a las
mao de Boshuma y a las de Mus’a Mado.
Es significativo que algunos objetos que
definen la identidad de un grupo en realidad sean fabricados por otro: es el caso de
las cerámicas de Boshuma que se consumen en Mus’a o los brazaletes y pendientes
que con frecuencia los fabrican metalúrgicos oromo. Un aspecto sobre el que conviene llamar la atención es el de las técnicas
del cuerpo, como las llamaba Marcel Mauss, o la hexis corporal, en palabras de Pierre
Bourdieu. El cuerpo es cultura material también y, en consecuencia, el modo de usarlo
cambia de unas sociedades a otras. La forma de llevar a los niños o de transportar agua
varía enormemente: desde este punto de vista, los mao de Mus’a Mado y los de Boshuma
son más semejantes entre ellos que respecto a los oromo con quienes conviven, pese a la
gran influencia de los oromo desde hace siglos en
la cultura de sus vecinos (fig. 9).
Desde los años 80 ha habido bastante tendencia entre los arqueólogos a considerar que la
cultura material se utiliza activamente para marcar la identidad, sea étnica o de otro tipo
(Hodder, 1982a, b). Actualmente somos más
conscientes de que la relación con los objetos es
menos unidireccional (Lemonnier, 1992; Olsen,
2007): nosotros creamos cultura material y la
cultura material nos crea a nosotros simultáneamente, nos hace ser quien somos y condiciona
nuestra forma de experimentar el mundo. Con
frecuencia la gente no utiliza los objetos para
manifestar una determinada identidad o una ideología. Sería difícil afirmar que los mao recurren
conscientemente a determinados elementos para
diferenciarse de los oromo, por ejemplo, aunque
es posible que así suceda en determinados contextos. Por lo general, este tipo de comportamientos resultan difíciles o imposibles de verbalizar.
Por ese mismo motivo, estudiar la cultura material puede resultar interesante para
acceder a cuestiones que escapan lo consciente, aquellas cosas de las que se es capaz de
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MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 8.- Mujer mao de Mus’a
Mado con pendientes de níquel
gumuz. Fotografía de Víctor M.
Fernández Martínez y dibujo de
Álvaro Falquina Aparicio.
Fig. 9.- Mujeres mao de Boshuma
durante una reunión. A pesar de la
incorporación de elementos materiales oromo y panislámicos (como
el velo), la forma de vestir, de sentarse y de llevar a los niños constituyen técnicas del cuerpo que singularizan a las mao.
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Fig. 10.- Granero gumuz con
decoración, Manjari (Metekel).
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hablar – o de las que es socialmente lícito hablar: conflictos, problemas, inseguridades,
miedos. Ian Hodder (1991) ya señaló esta realidad al analizar las calabazas ilchamus de
Kenya, las cuales, según el arqueólogo, expresan el conflicto de género inherente a la
sociedad. Lo que pasa es que esta capacidad de la cultura material para articular lo que
no puede verbalizarse es bastante más inconsciente de lo que los arqueólogos posprocesuales están dispuestos a admitir.
La organización del espacio doméstico entre los gumuz de Metekel,
por ejemplo, con sus planos laberínticos y sus múltiples cercados,
todavía materializa el terror ante las
razzias esclavistas, lo que no quiere
decir que los gumuz tengan ninguna intención en expresar un mensaje sobre este hecho histórico: la
organización del espacio y la arquitectura de las casas (con una puerta
trasera) se explican como mecanismos para retrasar la llegada de los
esclavistas y facilitar la evacuación
de la aldea. En su vida diaria, los
gumuz conviven, material pero
inconscientemente, con el fantasma de la esclavitud, el cual constituye parte de su ser actual y de su
forma de ver el mundo.
Otro ejemplo interesante es el de los graneros. Los hombres gumuz construyen
los graneros con bambú entrelazado, pero los decoran las mujeres con barro. Los adornos suelen representar el cuerpo femenino (especialmente el pecho y las escarificaciones) y están claramente relacionados con la fertilidad. Es significativo que donde hay
una mayor profusión y variedad de decoraciones sea en las zonas más multiétnicas y
conflictivas (fig. 10), donde a veces se introducen elementos ajenos a la tradición, como
órganos sexuales masculinos. Este es el caso de la aldea de Manjari (Metekel), donde la
desestructuración social ha sido marcada desde finales de los años 80—debido al reasentamiento de gentes venidas de otros lugares y a programas de desarrollo de gran
impacto. Esta desestructuración se manifiesta en la violencia intraétnica (es decir, luchas
entre los propios clanes gumuz) y en la agresión contra las mujeres (hay una alta tasa de
suicido femenino). Posiblemente, las mujeres se relacionan con el conflicto a través de
los graneros, aunque ellas, naturalmente, nunca lo expresarían así. El hacer cosas nos
hace como personas (Dobres, 2000), si nuestro ser social está en crisis, nuestra forma de
hacer las cosas ha de alterarse necesariamente.
Lo que hemos visto hasta ahora son simplemente algunos de los muchos temas
que la arqueología del presente nos permite tratar en la frontera etíope-sudanesa.
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Conclusión
La arqueología del presente es una forma menos colonial y más comprometida de llevar a cabo trabajo etnoarqueológico. Es una práctica que se preocupa por comprender
las culturas locales, su contexto histórico y sus problemas políticos en el presente. Por
supuesto, la arqueología aquí propuesta puede ser una fuente de reflexión importante
para otros arqueólogos. En el caso concreto que se ha expuesto, se abordan cuestiones
que tienen que ver con procesos de contacto cultural, hibridación, identidad étnica, tecnología y sociedad y organización del espacio doméstico, que son temas todos ellos que
interesan a los arqueólogos en la actualidad. Al fin y al cabo, conocer otras culturas,
otras experiencias sociales, otras formas de hacer las cosas es absolutamente fundamental para poder entender a los pueblos del pasado, cuya existencia no se rigió por nuestras categorías modernas de pensamiento. Como arqueólogos podemos encontrar inspiración en la antropología y en la historia. La ventaja de una arqueología del presente es
que su punto de partida, como en el resto de la arqueología, es la cultura material.
Desgraciadamente, la arqueología del presente, como la etnoarqueología, es una
tarea de urgencia: de todos los elementos de la cultura, el mundo material es el que se
transforma más rápidamente y de forma más drástica bajo la presión de la modernidad,
aunque parezca paradójico. Los mitos y las leyendas se pueden transmitir durante generaciones, incluso cuando una sociedad se ha transformado radicalmente. Cómo hacer una
cerámica o fabricar un arco, son conocimientos frágiles que se pierden para siempre cuando los objetos fabricados industrialmente hacen desaparecer las artesanías tradicionales.
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EL PAPEL DE LA FOTOGRAFÍA
EN EL ENCUENTRO CON EL OTRO
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA
...there is nothing transparent or inherently truthful in the
world of images.
Gustavo E. Fischman
Cuando en 1839 el físico François Arago presentó la fotografía como el gran invento de
Daguerre ante la Academia de Ciencias en París, ya vislumbraba la amplia utilidad que
iba a tener en todos los campos del conocimiento. Incluso tuvo palabras para referirse a la
arqueología expresando que “.... para copiar los millones y millones de jeroglíficos que
cubren, en el exterior incluso, los grandes monumentos de Tebas, de Menfis, de Karnak,
etc. ... se necesitarían veintenas de años y legiones de dibujantes. Con el daguerrotipo, un
solo hombre podría llevar a buen fin ese trabajo inmenso....” (en Figuier, 1851, 57 ). Unos
meses antes, en la Gazette de France del 6 de enero, se habían pronosticado los beneficios
de aquel invento para los viajeros: “pronto podréis adquirir, quizás a un costo de algunos
cientos de francos, el aparato inventado por Daguerre, y podréis traer a Francia los más
famosos monumentos y paisajes del mundo entero” (en Newhall, 2002, 19). Y pocos años
después, a partir de 1845, esta cámara oscura capaz de capturar y fijar imágenes, fue incorporada al equipo de todo tipo de científicos, incluyendo aquellos que realizaban trabajo
de campo como arqueólogos y antropólogos, que la utilizaron para registrar datos visuales y ampliar así los conocimientos sobre el mundo. Las primeras cámaras que salieron al
mercado tenían un precio elevado, pero para quien podía permitirse el lujo de viajar a
mediados del siglo XIX no era el precio el mayor problema. Como expresó Maxime du
Camp, compañero de Flaubert en su viaje por Egipto durante el año 1849: “Aprender
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como tomar una fotografía no es demasiado trabajoso, pero transportar todo el equipo
necesario a lomos de una mula o de un camello, o a la espalda de un hombre es ciertamente duro” (en Frizot, 1998, 158).
De todas formas, a pesar de la aparatosidad en tamaño y en peso de cámaras, trípodes y todo tipo de accesorios, y a pesar del engorroso procedimiento químico que
suponía el revelado de aquellas primeras placas, no fueron pocos los exploradores y viajeros que sobrecargaron su equipaje con todos los útiles necesarios para fotografiar los
lugares y las gentes de países exóticos y lejanos. Desde instancias oficiales de diferentes
países se dieron instrucciones a “...cónsules, jefes de expediciones, gobernadores y
comandantes navales, diseminados por el mundo entero, para realizar -a expensas del
presupuesto nacional- fotografías (de frente, de espaldas y de perfil) de hombres y mujeres de todo tipo de razas...y ejecutarlas sobre una escala uniforme de acuerdo con las
reglas de medición...” (Maury et alii, 1857, 609).
En aquellos años, donde la fotografía y la antropología moderna iniciaban su
andadura, no era sólo el peso del equipo, superior a una tonelada en algunas expediciones, el único inconveniente. También las condiciones técnicas eran determinantes a la
hora de establecer las limitaciones de las fotografías. Las primeras emulsiones fotosensibles necesitaban de un largo periodo de exposición a la luz para que la imagen se impresionara, de modo que las escenas que se pretendían captar, si estas incluían personas,
debían disponerse de forma tal que los sujetos fotografiados pudieran mantener una postura estable e inmóvil durante varios segundos. De hecho, incluso en el trabajo de
campo, llegaban a colocarse soportes que facilitaban el estatismo y, como consecuencia,
mejoraba el resultado final de la toma al disminuir la borrosidad provocada por el movimiento frente a la cámara. Estas posturas “congeladas” convertían a las imágenes en una
especie de dioramas donde, a veces, la única espontaneidad quedaba relegada a las miradas entre orgullosas y temerosas de los nativos fotografiados. Nativos que, en un primer
momento fueron fotografiados con un mero interés antropométrico, forzados a situarse
en posturas poco naturales junto a metros y escalas que indicaban sus tamaños y proporciones. En 1896 aparece publicado en el Journal of the Anthropological Institute of
Great Britain and Ireland un artículo, escrito por M. V. Portman, titulado “Photography
for Anthropologist”, donde se dan indicaciones precisas (y muy reveladoras sobre el tipo
de relación “colonizante” establecida entre el foto-antropólogo occidental y el modelo
“salvaje”) del planteamiento de las fotografías. Podemos leer en este artículo párrafos
como el que sigue:
“Respecto a la fotografía de las razas salvajes, los siguientes consejos pueden ser de utilidad.
Es absolutamente necesario ser paciente con los modelos y no tener ninguna prisa. Si un
sujeto es un mal modelo y no se dispone de una cámara manual, lo mejor es prescindir de
él y buscar otro, pero no hay que perder nunca la calma y decirle a un salvaje que piensas
que es estúpido y que haciendo el tonto puede irritarte y retrasar tu trabajo, ni tampoco
que estás dispuesto a sobornarle para que se calle. Antes de hacer posar a un grupo de salvajes, hay que fijar la cámara (salvo si se trabaja con una cámara manual, obviamente) y
enfocar el punto en el que se van a colocar. Es fácil hacerlo marcando en el suelo el espacio en el que van a situarse los modelos y enfocando directamente a un trozo de madera o
a una piedra. El portaplacas debe estar montado y todo dispuesto para que, en cuanto los
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sujetos se coloquen satisfactoriamente se pueda retirar la tapa del objetivo y se produzca la
exposición. La etnología requiere precisión. No se busca una iluminación delicada ni una
fotografía pintoresca; lo importante es que la iluminación general sea correcta y que un
arma o una pierna inoportuna no oculten objetos importantes” (Portman, 1896, 79-80).
También en este texto, el autor se extiende
sobre las características del equipo fotográfico que
debe llevar un antropólogo, recomendando cámaras
como la Meagher (fabricada en Londres en 1889)
con unas medidas de 38,1 x 30,48 cm, lentes como
la Double Anastigmatic de Goerz, y listando toda
una serie de elementos necesarios como placas, barniz para negativos, papel para copias, paños para el
enfoque, tapas de los objetivos, nivel para la cámara, trípode con patas de una pieza, así como todos
los accesorios y productos químicos para el revelado
“in situ” de las fotografías. La fotografía, con estas
premisas, no dejaba de ser una forma más de colonialismo, utilizando a los sujetos fotografiados
como simples objetos de estudio y comparación, en
un intento de afianzar una supuesta superioridad de
la raza blanca para justificar las ocupaciones territoriales. E.F. im Thurn, explorador, fotógrafo y, posteriormente, gobernador inglés de las
islas Fiji, propuso, utilizando crudas palabras y aprovechando un contexto técnico más
favorable, un nuevo uso de la cámara más allá de la antropología física
“…. para registrar con precisión, no los meros cuerpos de los hombres primitivos (que,
para estos propósitos, se pueden fotografiar y medir con más precisión muertos que vivos,
siempre que se puedan conseguir convenientemente en ese estado), sino la propia vida de
esos pueblos. Ésta es de hecho una aplicación mucho más problemática, mucho menos
puesta en práctica por los antropólogos, y me temo que muchos de ellos se mostrarán de
entrada, inclinados a cuestionar su utilidad para la antropología, considerada como una
ciencia exacta, tal y como es deseo de todos” (Thurn, im,1893, 184).
Esta propuesta de fotografiar algo más que cuerpos inmóviles, se apoyaba en un
antecedente tecnológico: a finales de la década de 1880 los avances en la investigación química hicieron posible que la Eastman Dry Plate Company desarrollara y pusiera en el
mercado emulsiones más sensibles y películas flexibles, inicialmente ligadas a un soporte
de papel. Ambas características supusieron una enorme ventaja para todos aquellos fotógrafos obligados a transportar su equipo. La cámara se independizaba del trípode al disminuir el tiempo requerido para la exposición a la luz y, al mismo tiempo, dejaban de ser
imprescindibles las pesadas y frágiles placas de vidrio, tan incómodas de transportar. Un
nuevo término, el de instantánea, hace su entrada en el escenario de la fotografía. También
se conseguía acortar el tiempo transcurrido entre dos fotografías seguidas: la película evitaba la lenta recarga de la cámara tras cada disparo. El acceso a una mayor espontaneidad
30 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 1.- Única fotografía publicada
en el libro de Höhnel “Discovery
of Lakes Rudolf and Stephanie”,
en 1894. En la foto aparece Teleki
con salakof.
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se había convertido en una realidad. Es entonces, cuando los antropólogos empiezan a
considerar un nuevo enfoque de lo visual y a valorar la fotografía como una herramienta
imprescindible para su trabajo. Los antropólogos comienzan a usar la cámara como la utilizamos hoy día: como un instrumento familiar que facilita la exploración del mundo.
Sin embargo habrá que esperar a la década de los años 30 del pasado siglo para
que la fotografía empleada por los modernos antropólogos reciba un
mayor reconocimiento y adquiera un carácter científico y una mayor independencia de los textos y descripciones. A partir de entonces a las fotografías se les otorga voz propia y se considerarán material de estudio de primera mano. Entre los pioneros se encuentran el etnólogo francés Marcel
Griaule, director de la Misión Dakar-Djibuti (1931-1932), y los antropólogos Margaret Mead y Gregory Bateson que a finales de los años 30 integran fotos y cine en un proyecto de investigación en Bali y Nueva Guinea.
Griaule, discípulo de Marcel Mauss, llega a utilizar varias cámaras a la vez,
realiza series para mostrar los procesos de fabricación de objetos y, en las
acciones fotografiadas, llegará a actuar como un director de fotografía en
un montaje cinematográfico a gran escala (López, 2007, 117). Mead y
Bateson aplicarán un sistematismo esencialmente cuantitativo, llegando a
producir más de 25.000 fotos y 6.000 metros de película (Bonte e Izard,
2005, 164). En su trabajo de Bali les interesaba la comunicación gestual y,
evidentemente, la obtención de imágenes era esencial.
Fig. 2.- Portada del libro publicado en Bucarest con las fotos de la
expedición de Teleki y Höhnel en
el Valle del Omo. Año 1977.
Primeras fotografías en el valle del Omo, el norte de Australia, y las tierras
altas de Papúa
Los primeros encuentros fotográficos en las regiones que nos ocupan se
producirán entre 1887 y 1938, unos años ya alejados de los inicios tanto de la fotografía como de la antropología. En estas tres regiones los primeros occidentales que accedieron provistos de cámaras fotográficas coincidían en su interés prioritario por la naturaleza y por carecer de una formación específica en el campo de la antropología y, a
excepción de Baldwin Spencer, también en el de la fotografía. Para estos primeros exploradores la cámara era una simple herramienta auxiliar sin un propósito claramente definido. Ninguno de ellos aparece citado en las historias al uso de la fotografía y tampoco
en las historias de la antropología. A pesar de ello, y como afirma Demetrio Brisset,
“tanto las fotos obtenidas en investigaciones etnográficas como las procedentes de cualquier autoría para usos diversos, pueden aportar valiosas informaciones culturales, siempre que se las sepa interrogar adecuadamente” (Brisset, 2004, 1). Cabe recordar que
vivimos un momento de puesta en valor de un tipo de fotografía antigua que, realizada
sin grandes pretensiones, incluso en el ámbito doméstico o en el estudio fotográfico
rural, aporta un acceso a la comprensión del pasado a través de la simple visualización
de rostros, posturas, actitudes, ropas y otros objetos materiales.
El valle del Omo (1887-1888)
En el caso de los pueblos del valle del río Omo la historia fotográfica se inicia con la expedición del conde húngaro Samuel Teleki, en 1887. A Teleki, que en un principio tenía
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como objetivo organizar un recorrido cinegético, le convenció el oficial naval austriaco
Ludwig Ritter von Höhnel para reorientar la expedición hacia fines geográficos. Su viaje
se convirtió en la exploración austrohúngara de mayor éxito por tierras africanas, llegando a descubrir para el mundo occidental el lago Turkana (bautizado entonces como lago
Rodolfo en honor al príncipe heredero de Austria). En sus más de 3.000 km recorridos
por una región que hoy se reparten
entre Etiopía y Kenia, Teleki y
Höhnel recogieron muestras y datos
sobre la fauna, la flora y el clima, y
reunieron una colección de más de
400 objetos etnográficos (Borsos,
2005). Pero lo que resulta más interesante en el contexto de este artículo es que establecieron contacto por
primera vez con algunas tribus del
valle del río Omo y que fueron los
pioneros en el uso de la fotografía en
aquella zona. De las fotografías son
autores el mismo Teleki, Höhnel y
un acompañante africano (caso
inédito en el que un “no blanco”
hacía uso de la cámara). De estas
fotografías, que se repartieron entre los dos europeos al término de la expedición, sólo se
publicó una en la obra en dos volúmenes donde Höhnel, en 1894, da cuenta de los avatares y los logros de su viaje (fig. 1). Ahora bien, como era muy común en la época dada
la dificultad de conseguir unas impresiones de calidad del material fotográfico, se utilizaron como base de los grabados, mucho más fáciles de imprimir, que ilustran el libro. Las
dos partes en las que quedó dividida la colección de fotos sufrieron suertes distintas. Las
fotos que habían quedado en poder de Höhnel fueron destruidas durante la Segunda
Guerra Mundial, mientras que la colección que guardaba Teleki en el castillo de su familia fue recuperada en los últimos años de la década de 1940 y publicada en 1977 por
Lajos Erdélyi (fig. 2). Estas fotografías fueron hechas en un tiempo de avances técnicos
que facilitaban el uso de la cámara y, en cierta medida, pueden considerarse precursoras
de la moderna fotografía de viaje. No se limitan a los paisajes e incluyen escenas con grupos humanos donde ha desaparecido la excesiva teatralización en el posado.
Los dos autores que han publicado sobre esta colección, Borsos y Erdélyi, coinciden en adjudicar a estas fotografías un nivel de calidad alto, a pesar de que mantienen
alguna discrepancia. Para Erdélyi las fotos de la expedición de Teleki son las primeras de la
exploración del África ecuatorial, mientras que Borsos, sin desmerecer la calidad y el interés de esta colección, cita otras expediciones y concede al viaje del famoso Dr. Livingstone
entre 1858 y 1864, el mérito de ser la primera exploración africana que hace uso de la
fotografía. En el relato publicado del viaje del Dr. Livingstone (Livingstone y Livingstone,
1865) sucede lo mismo que con el libro de Höhnel: las imágenes que acompañan al texto
son grabados, aunque muchos de ellos han sido dibujados a partir de fotografías.
32 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 3.- Jóvenes aborígenes danzando después de la extracción de
un diente. Spencer y Gillen, 1901.
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Fig. 4.- Libro publicado en
Australia (2005) con una selección
de las fotos de Spencer y Gillen.
Fig. 5.- Escena con aborígenes
recreada en el estudio del fotógrafo.
Obsérvese el uso artificial de pieles
para cubrirse . J. W. Lindt. c.a. 1873.
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El norte de Australia (1901 y 1912)
Treinta años antes del uso sistemático de las imágenes por parte de los antropólogos, el
biólogo y explorador Baldwin Spencer, junto con su socio y amigo Frank Gillen, un
empleado de telégrafos, se adelantarán a su tiempo haciendo un uso moderno y exhaustivo de la herramienta fotográfica. En sus viajes de 1901 y 1912 por las tierras del norte
de Australia llegarán a utilizar más de 2.000 m de película para filmar y fotografiar
la vida diaria y ceremonial de los aborígenes. Spencer mantuvo un registro diario
de todas sus observaciones hasta el punto de pretender construir, en línea con su
formación original como científico, una historia natural de esa sociedad. Su fotografía inicia la línea del documentalismo que años más tarde emprenderán reporteros de todo el mundo. Manejan la cámara de una forma radicalmente novedosa,
fotografiando las mismas escenas desde ángulos diferentes y recogiendo series y
secuencias fotográficas de procesos (construcción de herramientas, elaboración de
cuerdas, encendido del fuego, etc.) y de ritos ceremoniales diversos (fig. 3). Además
hacen un buen uso de los diafragmas para ejercer un control sobre la profundidad
de campo, disminuyéndola en los retratos para desenfocar el fondo y así centrar la
atención en las personas fotografiadas, y aumentándola en los paisajes. También
consiguen una amplia gama tonal en sus negativos, lo que permite mostrar los rostros con todo detalle a pesar de las dificultades que entraña fotografiar a personas
de piel oscura a pleno sol. Estas colecciones de fotografías son poco conocidas fuera
de Australia. Allí se encuentran archivados los miles de negativos de los dos autores: en el South Australian Museum de Adelaida las de Gillen, y en el Victoria
Museum de Melbourne las realizadas conjuntamente por Spencer y Gillen. Con fotografías de esta última colección se ha publicado recientemente (Batty et alii, 2005) un libro
donde se puede comprobar la frescura de unas imágenes que no han envejecido a pesar
del tiempo transcurrido (fig.4).
Spencer y Gillen no son los primeros en fotografiar aborígenes australianos. Unos años antes, en el sur, el fotógrafo de origen alemán John W. Lindt
había realizado un trabajo, con unas características muy diferentes, cuya comparación resulta muy ilustrativa. Lindt, para facilitar la obtención de las fotografías y mejorar el control técnico de la toma, trasladó a los aborígenes a un estudio
donde recreó, incluso con plantas recogidas del entorno real, escenarios de la
vida cotidiana aborigen. Frente a un fondo artificial y sobre un suelo de madera sobre el que se esparcía hojarasca, se disponían, a modo de grupo escultórico,
uno o varios aborígenes junto a utensilios diversos y armas, llegando a recrear,
incluso, escenas de caza (fig. 5). Muchas de estas fotografías aparecieron en el
Picturesque Atlas of Australasia (1886-1888), una publicación por fascículos de
gran éxito y difusión en aquellos años. Las fotos de Lindt, calificadas por Tony
Hughes-d’Aeth (1999), de ingénuas y siniestras al mismo tiempo, sirven a una
visión “extincionista” de los aborígenes. Junto a ellas aparecen afirmaciones
como ésta: “Dondequiera que los negros australianos han entrado en contacto
con el hombre blanco, se están extinguiendo rápidamente”.... “su extinción final
de la escena parece ser sólo una cuestión de tiempo” (Garran, 1886, 714). Por el contrario, las fotografías de Spencer y Gillen, enclavadas en lo que González Alcantud
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(1999, 39) considera como “fotografía expedicionaria nativista”, centran su interés en el
comportamiento colectivo, están tomadas directamente en el entorno natural y rompen
con el hieratismo anterior. Lástima que sus fotos, al contrario de las de Lindt que llegaron a exhibirse en Nueva York, no tuvieran, en aquellos años, un eco y un reconocimiento fuera de Australia. Hubieran supuesto una renovación en las formas de mirar.
Las Tierras Altas de Papúa (1938 y 1961)
Corre el año 1938. La fotografía se ha convertido en una práctica social extendida y divulgada por numerosos medios impresos. Grandes fotógrafos han recorrido un mundo lleno de conflictos. Cartier-Bresson, André Kerstész y Robert Capa
ya han hecho algunas de sus mejores fotos. La cámara Leica, capaz de disparar a
1/1000 de segundo, se ha abierto paso en el terreno del fotoperiodismo y del documentalismo. Al mismo tiempo, la tensa situación que se vive a escala internacional ha hecho decaer el interés por lo exótico. Los millones de postales con imágenes de tipos humanos pertenecientes a otras culturas que se habían puesto de
moda en Europa a principios del siglo XX, pasaron a la historia. Y es en ese contexto cuando un hidroavión fletado y pilotado por el millonario y naturalista estadounidense Richard Archbold, aterriza en un lago de las tierras altas de Papúa y se
encuentra con un valle habitado por más de 60.000 personas cuya existencia era
desconocida. La expedición tenía un interés prioritario por la fauna y por la flora,
y en el avión, junto a Archbold, completaban el equipo científico un ornitólogo,
un botánico y un experto en mamíferos. La etnografía no estaba entre los propósitos de este viaje y eso se puede apreciar en el artículo publicado en el National
Geographic de marzo de 1941 (Archbold). En dicho artículo, publicado más de dos años
después del descubrimiento, aparecen tantas fotos de los pobladores del valle como de los
porteadores trasladados desde Borneo. De hecho, son los militares holandeses de la escolta, como administradores durante aquellos años de estas tierras, los que muestran un
mayor interés por sus pobladores. Las fotografías publicadas junto al artículo de National
Geographic carecen de autoría personal y todas se adjudican directamente a la expedición.
Este archivo fotográfico, compuesto mayoritariamente de fotografías de flora, fauna y paisaje, y de fotografías del grupo de exploradores con la presencia del hidroavión, se encuentra depositado en el American Museun of Natural History de Nueva York (fig.6-7).
Habrá que esperar al año 1961 para que una expedición organizada por el Museo
Peabody de la Universidad de Harvard, concretamente por el Film Study Center, una
nueva sección del museo que se acababa de crear, se plantee un exhaustivo registro fotográfico de las tribus que habitan estas tierras altas de Papúa. Hasta ese año el contacto
con el exterior de los habitantes del valle había sido escaso y esporádico. Durante la
segunda guerra mundial fue sobrevolada la zona por la aviación norteamericana con el
objeto de establecer una base de operaciones que al final fue desestimada. Incluso se
produjo un accidente de aviación y la zona fue recorrida por una misión de rescate, pero
este contacto no pasó de ser un hecho anecdótico. De modo que cuando los integrantes de la expedición Peabody-Harvard llegan en 1961 se encuentran con un territorio
casi virgen de la influencia exterior, aunque los primeros misioneros ya habían visitado
la zona, y califican a sus gentes -los dani- como “...tribus de granjeros y guerreros que
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Fig. 6.- Número de National
Geographic de marzo de 1941 donde
se divulgaron los hallazgos de la
expedición Archbold en Papua.
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viven en el neolítico al margen de cualquier forma de civilización moderna”. El valor del
material fotográfico que obtuvieron (y también del cinematográfico) es inmenso y es
el resultado de un minucioso e intenso trabajo antropológico. Efectivamente, el grupo
de fotóantropólogos de la expedición, formado por Jan Th. Broekhuijse, Eliot Elisifon,
Robert Gardner, Karl G. Heider, Peter Matthiessen, Samuel Putnam y Michael C.
Rockefeller, supo entablar unas relaciones con los dani basadas en la confianza mutua y de esta forma acceder a su vida
cotidiana perturbándola lo menos posible. El resultado fueron más de 18.000 fotografías en blanco y negro y 8.500 en
color tomadas entre febrero de 1961 y diciembre de 1963.
Con una selección de 337 imágenes de esta enorme colección se compuso uno de los mejores relatos de la antropología visual: Gardens of War. Life and Death in the New Guinea
Stone Age (Gardner y Heider: 1974) (fig.8). Margaret Mead
afirma en su prólogo:
Fig. 7.- Grupo de hombres dani,
fotografiados por la expedición
Archbold en 1938. Foto American
Museum of Natural History de
Nueva York.
“Obtener estas imágenes significó muchos meses de trabajo paciente, requerido para establecer una base, y aprender a hablar, a entender y a conocer a aquellas gentes. Pero las fotografías mismas son
lo que muchos de nosotros podíamos haber visto si hubiéramos
estado allí. No son fotos cándidas robadas de forma sutil a personas desprevenidas; no
son acontecimientos artificiosamente construidos sólo para la cámara y divorciados de
la vida real: la participación es auténtica. Son fotos tomadas por quienes estaban - y se
sabía que estaban allí - en medio de aquella próspera sociedad”.
En este libro, donde el relato es predominantemente visual, con escasas páginas
dedicadas al texto, se abordan, entre otras, cuestiones como el juego, la violencia, el mundo mágico y la obtención del alimento. Lo que hace especial a
este trabajo es el momento en el que se realiza, donde confluyen unas condiciones técnicas avanzadas, cierta independencia de intereses coloniales por
parte de los fotógrafos, una formación antropológica de los participantes y
unas tribus, compuestas por varias decenas de miles de individuos, que mantenían sus costumbres tradicionales alejadas de interferencias exteriores. Hoy
sería imposible repetir una experiencia similar.
La mirada de la cámara, hoy
Nada tan falso como describir la realidad
Walter Shunt
Fig. 8.- Gardens of War, publicado
en 1974, es un relato antropológico de las tierras altas de Papua
donde predominan las imágenes.
Mucho ha cambiado el mundo de la fotografía desde las fotos que se hicieron
en la expedición de Teleki hasta nuestros días. La revolución digital ha hecho
posible obtener tantas imágenes en unos minutos como todas las que consiguieron aquellos primeros expedicionarios del valle del Omo en todo un año.
Pero tal vez no sea la evolución tecnológica lo que más ha trastocado el hecho fotográfico frente al otro. Los cambios producidos en el comercio mundial asociados al fenó-
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meno de la globalización y la facilidad de viajar a cualquier lugar recóndito del planeta
han desbaratado muchas peculiaridades culturales y, quizás, el otro lejano ha pasado a ser
menos otro. Aún así, con la mayoría de los viajeros sucede un fenómeno curioso: el
número de fotografías obtenidas de los habitantes del lugar de destino es directamente
proporcional a la distancia cultural. Nadie regresa de Francia cargado con retratos de
franceses. Malinowsky (1922) escribió que los tiempos que describían
a los indígenas como una caricatura grotesca e infantil del ser humano
habían pasado. Pero fue una afirmación prematura. Se sigue buscando
lo raro, lo efectista, lo singular, incluso lo caricaturesco. Y eso tiene sus
consecuencias dado que el número de cámaras dispersas desde hace
décadas por la superficie del globo es inmenso. Al mismo tiempo, el
otro fotografiado ha aprendido a atraer la mirada de la cámara, ha
aprendido a conocer lo que buscan los fotógrafos, sean éstos turistas o
etnógrafos. Y ha aprendido, en definitiva, a sacar un provecho totalmente legítimo de ese interés desmedido por parte del intruso, generalmente occidental o japonés, por unas imágenes que, a su regreso a
casa, certifiquen su estancia entre “salvajes”. Este fenómeno de los viajeros que supeditan su experiencia de viajar a la cámara fotográfica ya
fue analizado de forma lúcida por Susan Sontag (1977). Sontag llega
a afirmar que, para muchos, sin fotografía, no habría viaje. Como consecuencia positiva del uso masivo de la fotografía podría citarse cierto
empuje a favor de mantener unas tradiciones, que sin la presencia de
ese ojo curioso, se habrían ido desvaneciendo hasta desaparecer por
completo. No obstante, en muchas ocasiones van a ser tradiciones teatralizadas y, como las tradiciones que sirven de pretexto para las fiestas
en los países del primer mundo, quedarán más próximas del simulacro
que de la realidad cotidiana. El etnógrafo
no puede caer en esa trampa. El caso de los
mursi, en el valle del Omo es paradigmático. En los últimos años, a partir de la llegada de turistas a su territorio, los miembros
de esta tribu adornan sus cuerpos de forma
exagerada y llamativa con pinturas y objetos variopintos, seguramente con el propósito de atraer el interés de la cámara y conseguir unas pocas monedas a cambio de
dejarse fotografiar (figs. 9 y 10).
La cámara, que nunca fue inocente, ha adquirido un papel clave en la adaptación y, por tanto, modificación, de las
culturas nativas. A pesar de los vaivenes
conceptuales a los que actualmente se ve
sometida la fotografía y a pesar de las dudas
que surgen sobre su credibilidad a partir de
36 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
fig. 9.- Mujer mursi con un tocado de mazorcas de maíz.
Fig. 10- Grupo de turistas americanos fotografiando una ceremonia hamer.
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la era digital, su difusión y democratización han posibilitado una mayor demanda y
comprensión de las imágenes. Cada vez más, la fotografía interviene e influye no sólo
en la configuración de nuestras ideas y en la visión que tenemos del mundo y de sus
gentes, sino también, de manera directa, en el mundo y en sus gentes. La fotografía, una
vez explicitados y entendidos sus códigos, posibilita la transmisión de realidades de
otros pueblos, incluso de otros tiempos. Pero para ello es necesario explicitar las limitaciones del medio fotográfico haciendo patente el engaño al que se ve sometido el ojo
que examina una fotografía. Es preciso aprender a leer las fotografías como un artefacto que media entre la realidad y el observador para no confundir la imagen con la realidad de un determinado contexto social o cultural. Y hay que entender que la cámara
no es un instrumento aséptico y que su uso y su presencia alteran la realidad.
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TIERRA DE ARNHEM, BAJO OMO
Y TIERRAS ALTAS DE PAPÚA.
LOS PRIMEROS CONTACTOS
JUAN SALAZAR
A lo largo del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX las políticas colonialistas de las principales potencias europeas, Estados Unidos y Japón transformaron el
mundo en un gran mercado comercial. Un desarrollo económico sin precedentes, una
abrumadora superioridad militar y tecnológica, así como grandes mejoras en los medios
de transporte permitieron a diversos países occidentales acceder a nuevos mercados,
productos y mano de obra, provocando profundos cambios a escala mundial. Como
consecuencia de ello, en este siglo y medio, más de 50 millones de indígenas, con economías basadas en la agricultura, la ganadería y la caza-recolección, fueron exterminados (Lee y Heywood, 1999).
La llegada de exploradores, militares, colonos, misioneros y antropólogos a los
nuevos territorios creó una serie de situaciones de contacto que se plasmaron en multitud de relatos. Hoy esa documentación nos permite reconstruir esos encuentros desde
un doble punto de vista ya que, con frecuencia, reflejaban no sólo sus opiniones y valoraciones sino las de los habitantes que encontraban. Mucho más difícil resulta obtener
documentación y evidencias de lo que esa llegada significó para las poblaciones nativas.
Aún así, el recuerdo de esos primeros encuentros ha permanecido vivo, a través de la
historia oral, en la memoria colectiva de estos pueblos. Más recientemente, el trabajo
de diversos investigadores en colaboración con miembros de comunidades indígenas ha
permitido plasmar la otra versión de los acontecimientos.
A menudo se ha presentado el primer contacto con la cultura occidental como
el inicio de la Historia de los grupos indígenas. Deberíamos tener presente que los procesos de cambio histórico ya existían antes de ese primer encuentro e intentar alejar esa
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visión de pueblos sin “profundidad histórica”, de culturas aisladas o “ancladas en la prehistoria” que aún hoy se utiliza como reclamo comercial.
En este artículo analizaremos esos primeros encuentros entre occidente y las
comunidades indígenas tomando como ejemplo las tres áreas geográficas tratadas en el
presente catálogo y objeto de la exposición “Mundos Tribales”: la Tierra de Arnhem en
Australia, el Bajo Omo en Etiopía y las Tierras Altas de Papúa. Intentaremos hacerlo
desde un doble punto de vista, el occidental y el de las mencionadas comunidades. Los
estados que controlaban esos territorios imprimieron dinámicas propias a la hora de
explorar y colonizar las nuevas tierras, por ello los primeros contactos ocurrieron de formas distintas. Así, por ejemplo, la violencia de los encuentros en el Bajo Omo y el norte
de Australia, a mediados y finales del siglo XIX, contrasta con la llegada relativamente
“pacífica” de las primeras expediciones a las Tierras Altas de Papúa, en los años 30.
La Tierra de Arnhem (Norte de Australia)
“Una de las distracciones preferidas era cazar aborígenes; se elegía el día
y se invitaba a los colonos vecinos, junto con sus familias, a una comida al aire libre… tras el ágape todo era regocijo y alegría, mientras los
caballeros que formaban la partida tomaban sus armas y perros y,
acompañados por dos o tres sirvientes presidiarios, recorrían los matorrales en busca de negros.
A veces regresaban sin diversión; otras, conseguían matar a una mujer
o, si tenían suerte, a un hombre o dos.”
H.M. Hull. Experience of Forty Years in Tasmania (1895).
(Burenbult, 1994, 85)
Este testimonio, lejos de ser un caso excepcional, refleja el trato al que se vieron sometidos los aborígenes australianos desde la llegada de los británicos a Australia a finales del
siglo XVIII. Aunque este relato procede de la isla de Tasmania, se repitieron actos similares por todo el continente. En el extremo norte de Australia, en Arnhem, su aislamiento, debido a las condiciones geográficas y climatológicas, permitió a las poblaciones aborígenes evitar, hasta bien entrado el siglo XIX, los violentos procesos de exterminio que
se daban en el sur de Australia desde finales del XVIII. La ausencia de buenos puertos
naturales y una vegetación de manglar en la costa, dificultaban el anclaje de barcos. La
presencia de grandes ríos y humedales en las zonas costeras y la escasez de tierras altas
habitables, protegidas de las frecuentes inundaciones, ralentizaron la colonización británica que, desde principios de siglo XIX, llevó a cabo diversos intentos infructuosos. El
clima tropical, marcado por el monzón, y la consiguiente creación de grandes zonas inundadas durante gran parte del año propiciaba el ambiente perfecto para la presencia de
enfermedades tropicales como la malaria. Aunque los británicos consideraron este territorio Terra Nulis o Tierra de Nadie, decenas de grupos indígenas habitaban sus costas y
colinas, establecían intercambios comerciales y culturales entre ellos y desarrollaban unas
sociedades dinámicas y perfectamente adaptadas a su entorno, basadas en la recolección
y en la caza. Cuando se inició la ocupación europea se calcula que, sólo en la Tierra de
Arnhem, existía una población de entre 35.000 y 70.000 aborígenes (Gardner, 1990).
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Barcos portugueses y holandeses visitaron y exploraron esporádicamente la costa
norte de Australia durante el siglo XVII contactando por primera vez con diversos grupos aborígenes (fig.1); pero habría que esperar a principios del siglo XIX para que se produjesen los primeros intentos de asentamiento en la zona, en este caso por iniciativa británica. Diversas expediciones recorrieron el territorio. En 1844, Ludwig Leichhadt cruzó
gran parte de la tierra de Arnhem;
Ausgustus Charles Gregory, en
1855, y posteriormente John
McDovall Stuart, en 1862, exploraron el territorio del norte buscando pastos para futuros ranchos
ganaderos (Smith, 2004). Entre
1870 y 1872, la construcción de la
línea terrestre de telégrafos y el
descubrimiento de oro atrajeron a
numerosos colonos a la zona, nuevos habitantes que irían ocupando
el territorio indígena. Un movimiento en gran medida organizado por las compañías ganaderas
que pasaron a dominar miles de
kilómetros cuadrados. La fundación de la actual capital, Darwin,
se produce en ese momento, el 5
de febrero de 1869.
Pero antes de que los británicos se interesasen por la costa norte de Australia,
otros contactos se venían realizando desde hacía décadas, posiblemente siglos: barcos
originarios de Macassar (en la actual provincia Indonesia de Sulawesi) visitaban la
zona para explotar sus recursos naturales. Desde el siglo XVIII los relatos de viajeros
europeos documentan la presencia de estos barcos dedicados a la pesca del trepang, un
gusano marino muy apreciado en los mercados asiáticos como producto alimenticio
y asociado, por la tradición china, a poderes mágicos. Una flota de hasta 60 barcos
acudía todos los años al norte de Australia - territorio conocido por estos pescadores
como Margae -, recorriendo sus costas de diciembre a marzo y procesando el trepang
en campamentos temporales terrestres. Aparte de la pesca del trepang los macassan
intercambiaban con los aborígenes diversos productos. Harry Makarrwala, del grupo
yolngu, en una entrevista con W. Lloyd Warner en 1926 relataba:
“…nuestro país tiene salida al mar en un solo lugar de la bahía de Arnhem. Fue aquí
donde vimos a los macassan. Traían regalos como arroz, jarabe, calicó, hachas, piraguas, cuchillos y ginebra. Nosotros les dimos nácar, perlas, caparazones de tortuga,
sándalo y otras maderas que ellos emplean en medicina. Les ayudamos a recolectar el
cohombro de mar (trepang)” (Mundine, 2002, 43).
40 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 1.- Barco europeo de dos palos
pintado en un abrigo próximo a
Gumbalanya por aborígenes de la
Tierra de Arnhem. Foto Inés
Domingo.
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Fig. 2.- Hombre blanco con sombrero y en actitud de mandar pintado en el abrigo rupestre en la Tierra
de Arnhem. Foto Inés Domingo.
1.- Jerga.
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La presencia de los macassan parece remontarse a los inicios del siglo XVIII aunque existen evidencias históricas de que estos viajes comerciales podrían haber empezado hasta un siglo antes. La explotación comercial del trepang por parte de barcos indonesios perduró durante todo el siglo XIX y finalizó en 1907 cuando el gobierno australiano expulsó al último barco indonesio de sus costas. El continuo contacto a través de
los campamentos de procesamiento de este gusano marino
entre dos culturas no europeas fue, en la mayor parte de los
casos, pacífico y así ha quedado reflejado en la memoria oral
aborigen y en diversos relatos de exploradores europeos. El
escaso interés de los pescadores en ocupar permanentemente las tierras y el acuerdo entre ambos por el intercambio de
bienes preciados posibilitaron unas relaciones comerciales
estables que influyeron en las culturas aborígenes.
El uso de grandes canoas por parte de los aborígenes
parece ser una aportación de los macassan, que introdujeron
también el metal, el vidrio, las telas, las pipas y el tabaco así
como diversos alimentos y el alcohol. Este dinamismo
comercial tuvo su reflejo en la vida aborigen, apareciendo
prácticas culturales como la talla de madera y diversos mitos,
ceremonias y canciones recogidas a través de la memoria oral
y de determinadas pinturas rupestres. El hecho de mantener
una intensa actividad comercial durante siglos provocó el
asombro de los europeos. F. Napier, en 1867, cuenta como
los nativos de la bahía de Castlereag “…regateaban de forma
muy dura, por unas placas de concha de tortuga que querían
vender, no se sentían satisfechos con menos de un hacha”
(Macknight, 1972, 308). Otro aspecto de la importante
influencia macassan en el norte de Australia fue la creación de
una lengua franca basada en el idioma de estos pescadores.
Este hecho llamó la atención a los primeros viajeros
europeos en estas tierras, y así G.W. Earl, en 1842, comentaba “…si preguntas por vocablos, me quedo ridículamente
perplejo. Después de recoger muchas palabras, encuentro que estaba realizando un horrible patois1 del dialecto macasar, de hecho, casi todas las palabras que los nativos utilizan
con nosotros son de los macasar” (Macknigt 1972, 288). Incluso hoy en día muchas palabras aborígenes proceden de esos contactos. Un ejemplo es el nombre de balanda, utilizado por las comunidades aborígenes de Arnhem para designar a los blancos, que viene
de hollander (holandeses), nombre con el que los macassan designaban a todos los blancos. Las relaciones entre las dos culturas también posibilitaron el viaje de algunos aborígenes australianos a la capital de las Celebes (actual Sulawesi). “… a veces se llevaban a
nuestros hombres como miembros de la tripulación. Como a mi hermano, que ya era
muy viejo. Un año fue al país de Macasar. Eran hombres buenos… (Mundine, 2002, 42).
Fue en la segunda mitad del siglo XIX cuando comenzó la llegada masiva de
exploradores, los primeros colonos, misioneros y administradores blancos, transfor-
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mando radicalmente el modelo de vida aborigen. Las posibilidades de trabajo en los
ranchos y el descubrimiento de oro provocaron que, en el último tercio del siglo XIX,
el territorio del norte fuese ocupado de forma intensa y permanente por rancheros,
aventureros, mineros, fugitivos y jornaleros en busca de fortuna en las “nuevas” tierras.
La idea de ocupar una terra nulis, o tierra sin dueños, permitió desplazar a los grupos
aborígenes con facilidad y la violencia hacia la población nativa
formó parte de la vida en el nuevo
territorio. Ernestina Hill, tras
entrevistar a numerosos ganaderos, describe esa situación: “El
negocio de establecer un imperio
ganadero se basaba en matar. A
los nuevos ranchos se traían
negros para trabajar desde territorios alejados y menos problemáticos; estaban aterrados de los
negros de los matorrales” (Rose,
2000, 10) (Fig. 2).
Los yarralin, que habitan la
zona del río Victoria, se preguntaban “…por qué el hombre blanco
no les preguntó por las tierras para
poder haberles dicho que ya estaban ocupadas” y “si los blancos
estaban determinados a hacer la guerra, por qué no dieron rifles a los aborígenes para
que la lucha fuese igualada” (Rose, 2000, 187). Este grupo, todavía hoy, habla de cómo
se sentían al ser tratados como perros por los blancos; se les podía encadenar, se les atacaba, se les podía cazar, disparar y cuando un aborigen se ponía enfermo o envejecía se
le mataba, como harían los blancos con un perro herido o viejo (Bird, 2000).
Los testimonios nativos no dejan lugar a dudas; las primeras décadas de ocupación blanca del territorio se caracterizaron por las matanzas colectivas, el disparo a aborígenes, las palizas y los envenenamientos. Los aborígenes conocen estos años como
“killing times”2. David Daymirringu, del grupo yolngu, relata un ataque a la tribu
walaki : “…los ganaderos, tanto negros como blancos, rodearon la selva y, a medida
que se acercaban comenzaron a descargar sus armas contra los aborígenes que estaban
en los árboles (escondidos). Asesinaron a todos, salvo a un sólo hombre que había trepado muy alto, tan alto como pudo: él fue testigo de toda esa masacre” (Mundine,
2002, 44). Este exterminio también aparece reflejado en la memoria oral cuando
George Jaudaku recuerda: “Antes de que yo naciera había mucha gente en este país. La
gente (blancos) disparaba a la gente (aborígenes). En esta parcela, los blancos solían
perseguir y dispararles” (Smith, 2004, 15). En diversas zonas los aborígenes consiguieron articular una resistencia violenta a esa invasión creando zonas denominadas por los
blancos “bad nigger country”3.
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MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 3.- Baldwin Spencer junto a
un grupo de ancianos arrernte en
el centro de Australia en 1896.
Victoria Museum, Melbourne.
Australia.
2.- Tiempos de matanzas.
3.- Tierra de negros peligrosos
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Fig. 4.- Hombres gaagudju en ritual
funerario o moolil , los cestos y otras
posesiones de la difunta aparecen
colgados de los arbóles. Fotografía
de Baldwin Spencer (1912).
Victoria Museum, Melbourne.
Australia.
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Las escasas muertes de blancos a manos de aborígenes tuvieron represalias inmediatas en forma de ataques a comunidades enteras. Lindsay Crawford, administrador de
un rancho en 1895 explicaba: “…durante los últimos 10 años, de hecho desde que el
primer blanco se instaló aquí, no hemos mantenido ninguna comunicación con los
nativos, excepto con el rifle. Nunca se les permitió estar cerca de este rancho o de las
estaciones ganaderas, son demasiado traidores y belicosos” (Rose,
2000, 13).
La consecuencia de esta
etapa de violencia fue el exterminio, en algunas zonas, de grupos
enteros de indígenas, como los
karangpurru o los bilinara. Junto
a las masacres perpetradas por los
blancos, el contagio de enfermedades y los enfrentamientos entre
grupos aborígenes acabaron por
eliminar, en grandes áreas, al 90
% de la población nativa.
A principios del siglo XX,
los misioneros, en su intento de
cristianizar, “pacificar” y sedentarizar, crearon misiones por toda la
región transmitiendo a los aborígenes mensajes como: “Rezad a
Dios. No estéis en el lado que ha perdido. Venir al lado ganador” (Rose, 2000, 190)
ocasionando así profundos cambios en las formas de vida tradicionales.
Es en este escenario de violencia, ocupación y control del territorio cuando
Walter Baldwin Spencer y Frank Gillen realizaron el que se convertiría en el primer
estudio etnográfico de campo del Territorio del Norte, en 1901. Baldwin Spencer se
había graduado como biólogo en Oxford y tras un período de formación en Inglaterra
viajó a Australia para participar en la Expedición Científica Horn, la primera expedición realizada para estudiar la historia natural del centro del país, como zoólogo y
fotógrafo. Allí conoció al que sería su compañero de viajes, Frank Gillen, jefe de la
estación de telégrafos de Alice Spring y etnólogo aficionado. Ya antes habían realizado
un trabajo de campo etnográfico, con los arrernte, en el centro de Australia (fig. 3).
Publicaron sus investigaciones en el volumen “The Native Tribes of Central Australia”
(1899), obra clásica de la etnografía australiana. La documentación obtenida en este
estudio sigue siendo una referencia clave por su calidad e interés etnográfico (Batty et
alii, 2005). Spencer y Gillen trataron de mostrar, a través de la fotografía, no sólo a
personas y objetos, sino también ceremonias y escenas de gran dinamismo. En el viaje
al territorio del norte recorrieron de sur a norte la zona, realizando las primeras películas y grabaciones etnográficas y documentando la cultura material y los ciclos ceremoniales de numerosas comunidades (fig. 4).
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En su segundo viaje al norte de Australia en 1911, y formando parte del gobierno
de la Commonwealth como asesor en la gestión de los asuntos indígenas, Baldwin Spencer
tuvo la oportunidad de visitar numerosas comunidades aborígenes en las diferentes cuencas de los ríos, la costa y diversas islas. Su profundo conocimiento de las culturas estudiadas, su reconocida admiración por los grupos aborígenes y la participación de colaboradores locales que poseían conocimientos de las lenguas nativas le permitieron establecer unas
fluidas relaciones con numerosos ancianos que le introdujeron en un mundo religioso y
ceremonial hasta entonces inaccesible para los occidentales. Su trabajo en esta zona fue
publicado en 1904 con el título de “The Northern Tribes of Central Australia” con el objetivo de documentar unas culturas que, en su opinión, estaban destinadas a desaparecer.
Esta idea, junto a la certeza de que estas poblaciones representaban una versión deshumanizada de un estadio temprano en el desarrollo social humano fueron, en gran parte, fruto
del darwinismo social característico del período colonial (Mulvaney, 1990, 33-36).
El Bajo Omo (Etiopía)
“Incluso los guerreros retrocedían ante nosotros con gran aversión,
aparentemente no por miedo o timidez, sino por antipatía. Algo de
tabaco de primera calidad, que ofrecí a un hombre, fue rechazado
con indignación, a pesar de que todos los reshiat son aficionados a
mascar tabaco y tomarlo aspirado. El sentimiento de repulsión, no
obstante, pronto pasó y por la tarde unos doscientos hombres y
mujeres llenaron los alrededores y el interior del campamento, tocando y observando todas las cosas nuevas para ellos”.
(Höhnel, 1894, 157)
El valle del río Omo, en el sudoeste etíope, está situado en una zona de transición entre
las sabanas del Sudán, al oeste, las áridas estepas de Kenia, al sur, y las montañas etíopes, al norte. A lo largo de la historia diversos movimientos migratorios han supuesto
la llegada de la ganadería, la domesticación de diversas especies vegetales o la metalurgia a esta zona. Hoy en día, el valle del Omo es una babel de etnias y lenguas, uno de
los espacios culturales más ricos de África.
A finales del siglo XIX y en plena carrera colonial, la zona del río Omo fue escenario de diversas expediciones dirigidas por europeos y americanos. La pugna entre las
distintas potencias por afianzarse en el continente africano y el desconocimiento del
curso y desembocadura del Río Omo fueron los motivos que incentivaron estas exploraciones. Aunque no fueron los únicos, también en este período, el Emperador Menelik
II intentó someter, a través de diversas campañas militares, la región a la monarquía
Abisinia.
Podemos reconstruir ese primer contacto entre los occidentales y los habitantes del
valle. Si bien los encuentros están documentados a partir de finales del siglo XIX, anteriormente, comerciantes de marfil de origen africano recorrieron la zona durante décadas,
intercambiando diversos productos como cuentas, cobre, etc., con los pueblos indígenas.
El conde húngaro Samuel Teleki y el oficial naval y cartógrafo austriaco
Ludwig von Höhnel fueron los primeros occidentales que llegaron a la zona en 1887,
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en una expedición promovida desde el Imperio Austrohúngaro. La expedición, que,
llegando desde el sur (actual Kenia), “descubrió” para occidente los actuales lagos
Turkana (bautizado lago Rodolfo en honor al príncipe heredero del Imperio
Austrohúngaro) y Chef Bahir (Lago Estefanía), tenía un interés eminentemente geográfico y cinegético y consideró a los pueblos que habitaban la zona como una parte
más del paisaje africano. Sólo
cuando establecieron relaciones
con un grupo no contactado hasta
el momento por occidentales, los
reshiat (actualmente conocidos
como dassanech, en el bajo río
Omo), se evidenció la importancia del suceso para los europeos.
Los hechos ocurrieron el miércoles 4 de abril de 1888:
Fig. 5.- Grabado titulado “escena de
campo entre los reshiat” que muestra
a Hönel y Teleki junto a varios dassanech. Publicado originalmente
en “Ostäquatorial Afrika zwischen
Pangani und dem neuentdeckten
Rudolf-see” (1890).
“Este fue quizás el día más interesante
de todo nuestro viaje, ya que ahora
estábamos por primera vez cara a cara
con gente totalmente desconocida. Y
la forma en la que estos nativos, que
habían vivido tranquilamente lejos del
resto del mundo hasta ahora, nos recibieron en este primer día de llegada
fue tan simple y tan diferente a las
experiencias relatadas por los viajeros africanos que no podíamos sobreponernos a nuestro asombro” (Höhnel, 1894, 155) (fig. 5).
Inmediatamente se iniciaron intercambios comerciales. La expedición necesitaba de abundantes alimentos pero, para su sorpresa, los reshiat no se mostraron entusiasmados “El hierro no tenía valor, no se interesaban por nuestras cosas, y pensaron
que nuestras pequeñas cuentas eran semillas. La única cosa que les llamaba la atención eran las grandes cuentas azules “ukuta”, las cuales, a pesar de que no las habían
visto antes, las llamaron inmediatamente Tcharra o Tchalla.” (Höhnel, 1894, 157).
Estas dificultades para comerciar con los reshiat, con artículos totalmente desconocidos para ellos, se describen en diversos momentos del relato, siendo causa de sorpresa y malestar en Teleki y Hönel “A pesar de la variedad y calidad de las mercancías que habíamos traído para comerciar no fuimos capaces de comprar nada aquí
excepto dhurra (harina de sorgo), pescado, leche, y algunas bagatelas, no porque a los
reshiat les importara comerciar con su ganado sino porque a ellos no les interesaba
nada de lo que les ofrecíamos a cambio.” (Höhnel, 1894, 167). La actitud poco
receptiva de los reshiat queda bien reflejada en la respuesta de uno de los ancianos,
recogida por Höhnel: “No queremos vuestro hierro.....vuestras cosas no valen nada y
vuestras cuentas son demasiado pequeñas ” (Höhnel, 1894, 174). Las descripciones
que realizan los expedicionarios nos permiten conocer diferentes aspectos de la vida
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cotidiana de los dassanech a finales de siglo XIX. “Poseían miles de cabezas de ganado vacuno, cabras, ovejas y cientos de burros… Cultivaban un poco de tabaco de baja
calidad, ya que podían comprar uno barato y de mejor calidad a sus vecinos más cercanos. Ambos sexos son aficionados a mascarlo. El café es comprado a los aro (actualmente conocidos como ari) a través de intermediarios kerre (o karo). El total de la
población reshiat es de unas 2.000 a 3.000 personas…” (Höhnel,
1894, 167). Gracias a este relato disponemos también de las primeras referencias a los diversos grupos étnicos que poblaban la zona:
los marle (hoy asimilados en el grupo nyantiangyon), los amárr
(conocidos hoy como hamer), los bachada (bashada), los yurkana,
los buma (bume), los budu, los kerre (karo), los murdu/murzu
(mursi), y los borana, entre otros (Höhnel, 1894, 168-169) (fig. 6).
Si bien todo el relato esta impregnado de una actitud colonial basada en la superioridad del hombre blanco, Ludwig von Höhnel resalta algunos aspectos “positivos” de los danassech. La capacidad oratoria del interlocutor principal de los danassech así como la conducta general de los mismos impresionan a Hönel “Estaba dotado
no solo de un sorprendente autocontrol, sino de una cabeza extremadamente clara y con habilidades diplomáticas” (Höhnel, 1894,
173). “No intentaron mendigar o robar, no eran ni impertinentes
ni tímidos, y tuvieron este comportamiento satisfactorio del primero al ultimo” (Höhnel, 1894, 163). Las fuertes tensiones con los
danassech que les impedían cruzar su territorio, tensiones que llegaron casi a un enfrentamiento armado, obligaron a la expedición a
regresar hacia el sur. Las últimas palabras de un anciano, interlocutor con la expedición fueron, por si tenían intención de volver: “No
olvidéis las cuentas tcharra” (Höhnel, 1894, 208).
Siete años después de la expedición austrohúngara, el médico
norteamericano A. Donaldson Smith organizó, con fondos privados propios, diversos
viajes cinegéticos y de exploración por la zona, aunque sin claros objetivos científicos.
Fue el primer occidental en llegar al lago Turkana desde la vecina Somalia, en 1895 y
en su camino estableció contacto, por primera vez, con diversos grupos étnicos del sudoeste etíope. El relato de Donaldson Through unknown African countries refleja la actitud, general en la época, de superioridad tanto con los habitantes de la zona “…los salvajes no tienen un gran dominio del lenguaje, expresando sus emociones con pantomimas, acompañando cada gesto con exclamaciones ruidosas.” (Grinke, 2007, 130),
como con los hombres de su propia expedición “…los otros cuatro gurkas (etnia del
norte de la India) tenían rajput u otra sangre en sus venas, y es con remordimiento que
los mirase como a seres humanos” (Donaldson, 1900, 602 ). Su contacto con los habitantes del Omo aparece marcado por este continuo intento de demostrar la superioridad del hombre blanco mediante el uso de armas de fuego, cohetes y demás adelantos
tecnológicos (fig. 7). Gracias a la memoria oral arbore tenemos un relato de ese primer
contacto. Horra Surra, anciano de esta etnia, relata:
46 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 6.- Grabado de una mujer
buma (actualmente conocidos
como bume) en el que se aprecia el
plato labial. “Ostäquatorial Afrika
zwischen Pangani und dem
neuentdeckten Rudolf-see” (1890).
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“…ellos (arbore) se aproximaron y vieron al hombre blanco y a sus acompañantes. Se
quedaron parados en el lugar, pero el hombre blanco les indicó que se acercasen. Ellos
lo hicieron... El hombre blanco les pidió que le enseñasen como utilizaban el arco y las
flechas para matar animales salvajes…. La flecha fue un poco corta para alcanzar al animal salvaje. Repitieron la acción y, otra vez, la flecha no alcanzó al animal salvaje.
Entonces, el hombre blanco sacó su rifle, apuntó a las cabras salvajes,
disparó y las mató. De nuevo apuntó a otra cabra y la mató también.
¡Veis esto! Se jactó el hombre blanco. Los arbore asintieron, “Sí.
Estaban impresionados por las acciones del hombre blanco” (Grinke,
2007, 134).
Donaldson describió un ataque por parte de los arbore a
raíz de las tensiones surgidas entre la expedición y este grupo
étnico. La escaramuza provocó numerosas bajas entre los arbore,
que desconocían el poder de las armas de fuego. Este ataque perdura en la memoria oral arbore siendo una de las historias más
repetidas entre los hor, uno de los clanes de esta etnia:
“…el hombre blanco era blanco como el ganado y tenía un palo de
fuego rojo. Los de Marle (poblado hor) oyeron que desde Gandarab y
Kulam (también poblados hor) habían enviado ancianos y pensaron
que habían comenzado a saquear el campamento. Para no ser superados, desde Marle se enviaron guerreros para saquear. Cuando los guerreros marle llegaron, se estaban disparando tiros. Como ellos no conocían las armas de fuego, pensaron que se estaban golpeando tambores.
Entonces descubrieron que algunos tenían disparos en las piernas, otros
disparos en el estómago, y vieron como arrastraban los intestinos”
(Miyawaki, 2007,189).
Fig. 7.- Jóvenes mursi junto a la
ribera del Omo, fotografía tomada
durante la segunda expedición de
Donaldson, en 1899 y publicada en
The Geographical Journal en 1900.
Donaldson, posteriormente, saqueó el poblado más cercano para conseguir alimentos.
Casi al mismo tiempo, en 1896, el oficial del ejercito italiano Vittorio Bottego
dirigió la expedición que situó geográficamente el curso del río Omo y su desembocadura en el lago Turkana, dándose a conocer como el “descubridor del Omo”. Esta expedición compuesta por cientos de hombres y 160 mulas de carga (Giansanti, 2004, 42),
recorrió la región tomando datos geográficos, biológicos y etnográficos. Muchos de los
pueblos, afectados por razzias abisinias, les recibieron violentamente como recoge
Bottego en su relato del viaje “¿Qué habéis venido a hacer a este país?” Bottego respondió que eran frengi (extranjeros) y le replicaron “Nosotros no conocemos a los frengi. No
queremos ver a ninguno, ni dejarles libre el paso. Venid, si tenéis coraje, a hacernos la
guerra. Venid aquí, que conoceréis nuestras lanzas” (Vannutelli y Citerni, 1899, 294).
A esta expedición también le debemos descripciones de diversos pueblos del
valle del Omo como los mursi:
“Las mujeres son sucias y feas, van completamente desnudas, excepto por los costados,
que cubren con un estrecho pedazo de piel. Se encuentra alguna con grandes agujeros
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en la oreja o en el labio inferior, donde ponen discos de madera de un diámetro de
aproximadamente cinco o seis centímetros. Estas tribus salvajes tienen hábitos detestables y costumbres bestiales; sin embargo no son de índole feroz, ni son tan belicosas
como los montaraces pero en compensación los hábitos de emboscadas en los bosques
y la instintiva malicia los convierten en ladrones audacísimos. Si la caza y la pesca son
para ellos verdaderos oficios, la agricultura y el pastoreo no están del todo descuidadas:
donde encuentran pequeñas y espesas zonas a orilla del río cultivan a duras penas.
Comen hasta cebarse, raíces y tubérculos que recogen en los bosques, donde algunas
veces encuentran colmenas pegadas a los árboles. En cuanto al ganado, apenas poseen
unas pocas cabras y bueyes” (Vannutelli y Citerni, 1899, 323).
Bottego moriría violentamente durante esta expedición pero sus acompañantes,
Vannutelli y Citerni, consiguieron volver a Italia, tras meses de cautiverio. Una vez en
su tierra natal, publicaron la memoria de la expedición en la se ponía fin al misterio del
curso del rio Omo, aportando una información geográfica, etnográfica, zoológica y
botánica sobre la zona de gran valor documental.
Con objetivos radicalmente distintos al de las expediciones occidentales, el ejército abisinio realizó una serie de campañas militares en el sudoeste etíope para ocupar
y controlar el territorio al norte del lago Turkana. Para una de estas primeras campañas
de anexión, la de 1898, contamos con el relato de Alexander Bulatovich, un militar
ruso que formó parte del ejército dirigido por Ras Welde Giyorgis para el emperador
Menelik II, con órdenes de afianzarse en el Lago Rodolfo (Lago Turkana) (Collins,
1961). Bulatovich describió a diversos pueblos del Omo, “Los hombres y las mujeres
se adornaban con brazaletes de hierro, pendientes de cobre, de los cuales podía haber
hasta siete en cada oreja. Las mujeres, además, llevaban un collar compuesto por varias
tiras, hecho de huesos de pájaros y cocodrilos finamente moldeados, o de cuentas de
arcilla, entre las que resaltan cuentas europeas azules y blancas” (Bulatovich, 2000,
342). En su relato también refleja las opiniones de las tropas que le acompañan, de origen amárico (habitantes del altiplano etíope) sobre los habitantes del Omo: “Son animales salvajes, comen carne de elefantes y de lagartos. Prácticamente no siembran
grano” (Bulatovich, 2000, 311). Y también, la opinión que de los occidentales tenían
los habitantes del Omo: “…los guchumba (europeos-extranjeros para Bulatovich) llegaron desde el sudeste. Montaron un campamento al lado de un poblado jufa, y estuvieron muchos días pidiendo, bajo amenaza de sus armas de fuego, que se les diese pan
de forma gratuita. Se fueron hacia el noroeste.” Bulatovich continua explicando
“Como descubrimos más tarde, todas las tribus desde aquí al lago Rodolfo llaman a los
europeos “guchumba” que literalmente significa vagabundos” (Bulatovich, 2000, 310).
Esta invasión y las continuas razzias abisinias posteriores dejaron una profunda
huella en los pueblos del valle del Omo. Berimba, un anciano hamer, explicaba en un
relato recopilado por Ivo Strecker esos tiempos de crisis:
“Niños, mirad esta tierra. Yo ya soy anciano. Cuando aún éramos jóvenes, los enemigos vinieron y el Emperador Menelik nos conquistó. Así es como nos convertimos en
pobres. Nuestros antepasados se perdieron entonces. Es por eso que no conozco las
familias de los hijos de nuestros ancestros… realmente tampoco conozco quienes son
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con los que deberíamos casarnos. Preguntamos las cosas a los ancianos, a los pocos
ancianos que aun conocen las antiguas conexiones. Algunos no sabían la verdad, y no
les escuchábamos. Solo escuchábamos a lo que coincidía con lo que habíamos oído de
nuestros padres” (Strecker, 2006, 153).
La resistencia de diversos grupos étnicos frente a esta invasión militar acabó en
fracaso por la superioridad de las armas de fuego abisinias. Cientos, si no miles, de habitantes de la zona fueron asesinados o esclavizados, multitud de poblados destruidos y
miles de cabezas de ganado requisadas. Muchas comunidades indígenas desaparecieron
o se vieron obligadas a emigrar. A principio del siglo XX se creó la primera administración estatal de la zona.
Tierras Altas de Papúa (Indonesia)
Al principio estaba el Agujero
Del Agujero salieron los hombres dani
Se asentaron en las tierras fértiles alrededor del Agujero
Entonces vinieron los cerdos. Los dani cogieron a los cerdos
y los domesticaron.
Después vinieron las mujeres, y los dani cogieron a las mujeres
Entonces del Agujero salieron otros hombres –portugueses,
españoles, holandeses, japoneses, americanos.
No había espacio para ellos alrededor del Agujero,
Así que se esparcieron por todo el globo
En búsqueda de tierras tan buenas como la de los dani
Pero nunca las encontraron.
Ahora regresan de nuevo
(Míeselas, 2003, 3)
La isla de Nueva Guinea se encuentra dividida en dos administraciones independientes: la parte occidental - Papúa - bajo el dominio colonial de Holanda hasta 1963, y
hoy bajo control indonesio, y una parte oriental - Papúa-Nueva Guinea - ocupada
hasta la Primera Guerra Mundial por Alemania y, posteriormente, por Inglaterra y
Australia, hasta lograr su independencia en 1975. Esta división artificial de la isla, tan
habitual en el periodo colonial, conllevó multitud de expediciones y otros contactos
entre las autoridades coloniales, viajeros, comerciantes, etc, y las numerosas comunidades que la habitan. Los habitantes de la costa tuvieron contactos muy tempranos con
los occidentales, ya en el siglo XVI, sin embargo, las tierras del interior se mantuvieron rodeadas de un halo de misterio hasta principios del siglo XX.
Los cerca de 100.000 dani que habitan las Tierras Altas de Papúa son uno de
esos pueblos del macizo central “desconocidos” para occidente hasta bien entrado el
siglo XX. La mayor parte de los grupos culturales de las Tierras Altas centran su economía en la agricultura intensiva y la cría de cerdos, como se refleja en la leyenda citada
anteriormente. El cultivo de la batata, alimento básico de la dieta, junto a multitud de
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tubérculos, vegetales y hortalizas, condicionan el paisaje del país dani cuyo territorio,
atravesado por el caudaloso rio Baliem y sus afluentes, se encuentra organizado en
pequeños poblados y numerosos campos de cultivos.
Las costas de Nueva Guinea fueron descritas por primera vez en los relatos de capitanes y cronistas portugueses y españoles del siglo XVI, aunque desde hacía siglos estas
costas eran visitadas frecuentemente
por comerciantes chinos, malayos y
navegantes del reino de Java. La búsqueda del trepang, de conchas de tortugas, aves del paraíso y maderas preciosas motivaron el interés comercial
de estos viajes y las frecuentes relaciones comerciales. (Pétrequin,
2006, 165) Posteriormente, y a partir del siglo XVI, parte de sus costas
estuvieron en la órbita del Sultanato
de Tidore, aliado de los españoles en
el control de las islas de las especias.
Las actividades comerciales de dicho
sultanato provocaron la creación de
unas redes comerciales estables entre
las costas de Papúa occidental y las
islas Molucas.
Numerosos viajeros europeos, atraídos por el exotismo del paisaje y sus habitantes, visitaron las costas de la isla durante los siglos XVII y XVIII aunque no será hasta el siglo XIX cuando se adentren en la isla las primeras expediciones
(Millar, 1996). Tanto las autoridades coloniales holandesas como las australianas realizaron, en las tres primeras décadas de siglo XX, un enorme esfuerzo y despliegue de
medios para explorar y controlar las tierras y los habitantes del interior de la isla. La
autoridad colonial holandesa, por ejemplo, envió más de cien expediciones con la
intención de obtener todo tipo de información sobre el interior de la colonia. A pesar
de ello, algunos territorios como el valle del Baliem, centro del territorio dani, nunca
fueron explorados (Muller, 2001).
La imagen de “mundo perdido” que aun hoy perdura sobre el interior de Papúa
se remonta a esos tiempos. Sin embargo los diversos grupos indígenas que pueblan las
Tierras Altas de Papúa han mantenido durante siglos relaciones estables y dinámicas entre
ellos, creándose fluidos circuitos de intercambio que han permitido la circulación de objetos, productos y conocimientos desde la costa hacia el interior y viceversa. La presencia de
conchas marinas y cauris en poblados de las tierras altas a cientos de kilómetros de la costa
y en valles inaccesibles, a más de 2.000 m sobre el nivel del mar, o la llegada y rápida difusión de la batata, de origen americano, en el siglo XVII son muestras de ese dinamismo
comercial muy alejado de la visión occidental de mundo aislado. El zoólogo australiano
Tim Flannery describía, en 1990, un ejemplo de este comercio hoy en decadencia: “…nos
50 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 8.- Grupo de hombres dani
realizando una empalizada en uno
de los campamentos de R.
Archbold en las Tierras Altas.
American Museum of Natural
History. 1938.
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Fig. 9.- Danza ceremonial dani.
Los hombres, armados con arcos y
flechas, bailan y cantan en círculos. Expedición de Archbold.
American Museum of Natural
History. 1938.
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encontramos con un grupo de viajeros lani. Dos hombres adultos y dos jóvenes venían de
Ilaga, con sal y plumas de aves e iban a venderlo todo en el mercado de Wamena.… la sal
debían haberla obtenido en algún depósito de agua salobre… las plumas, la mayoría pertenecientes a loros y aves del paraíso, estaban envueltas en haces de hojas secas, colocados
luego en tubos de bambú” (Flannery, 1998, 245) (fig.8).
No es hasta el año 1938,
con la expedición del zoólogo y
multimillonario
Richard
Archbold que Occidente tiene,
por primera vez, conocimiento
sobre los dani. Como él mismo
cuenta en su relato, publicado
en el año 1941 en la revista
National Geographic: “Mi tercera expedición a Nueva Guinea
se organizó para realizar una
exhaustiva investigación de la
prácticamente desconocida cara
norte de las Montañas Nevadas
en la segunda isla más grande
del mundo” (Archbold, 1941,
315). El patrocinio de la expedición corrió a cargo del
American Museum of Natural
History de New York y el viaje
tenía como principal objetivo documentar y conseguir especies zoológicas y botánicas.
La expedición contaba con casi 200 personas entre porteadores dayaks de
Borneo y convictos indonesios independentistas, soldados coloniales, varios oficiales
holandeses y un equipo norteamericano formado por un ornitólogo, un botánico, un
zoólogo, dos pilotos y varios técnicos necesarios para hacer funcionar la principal novedad de la expedición: un hidroavión con gran capacidad de carga que permitió el amerizaje en el lago Habbema, en pleno macizo central de Papua. El 23 de junio de 1938
avistaron por primera vez el valle del Baliem y los campos de cultivo dani: “Desde el
aire los huertos, zanjas y vallados de los nativos aparecían como un paisaje rural del centro de Europa. Nunca en toda mi experiencia en Nueva Guinea había visto algo comparable” (Archbold, 1941, 316). Los primeros contactos con las poblaciones de las tierras altas estuvieron marcados por la curiosidad mutua “…aparte del protector de
pene, brazaletes, pulseras y una basta red de malla en la cabeza de uno de ellos, nuestros visitantes estaban desnudos” (Archbold, 1941, 321) (fig. 9). La expedición, interesada en conseguir especímenes zoológicos y botánicos, inició intercambios comerciales
con los dani
“…trajeron bananas, batatas y a menudo traían cerdos para comerciar. Los utensilios
de acero no les interesaban tanto como las conchas o los espejos como medio de inter-
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cambio. Aparentemente consideraban sus utensilios de basta piedra como muy superiores… no les costó mucho, sin embargo, conocer nuestro mayor interés. No tardaron en traernos mamíferos, pájaros e insectos a cambio de conchas.” (Archbold, 1941,
332) (fig.10).
Mientras tanto las columnas dirigidas por los militares holandeses recorrieron
todo el valle de Baliem, verdadero centro político y espiritual del territorio dani. Al
atravesar diferentes territorios de grupos rivales se produjeron momentos de tensión
“Sin poder evitar parar nuestra marcha, hicieron una barrera humana de cinco filas a
través del camino, de pie, hombro con hombro. La situación era tensa, pero Teerink la
solventó con algunas palabras directas y miradas amenazadoras dirigidas a aquellos que
parecían estar al mando” (Archbold, 1941, 324). Esta versión oficial no recoge el disparo y muerte de un hombre dani a manos de un soldado bajo el mando del Capitán
Teerink. Este episodio aparece reflejado en los diarios privados de los oficiales al mando
pero no en el relato de Archbold que aceptó no comunicar esta muerte a cambio de
obtener permiso para seguir trabajando en Papúa (Míeselas, 2003, 12-13).
Para los grupos culturales que vivían en las Tierras Altas la llegada de los hombres blancos tuvo una interpretación cosmológica. Unos seres, blancos, llegaban caminando desde lugares desconocidos. La confusión inicial daba paso, en la mayor parte de
los casos, al miedo y la curiosidad. Muchos grupos tribales pensaron que se trataba de
héroes mitológicos o ancestros desaparecidos que volvían a las tierras de sus orígenes
(Schieffelin y Crittenden, 1991, 3).
También en los años treinta, y a unos 350 km al este del territorio dani, otra
expedición occidental contactaba con diversas culturas de las Tierras Altas, esta vez en
la parte controlada por Australia. Tenemos, gracias a la memoria oral de Huwlael
Hunmol, de Laerop Minina y otros miembros del grupo wola, la descripción de su
reacción tras la llegada de esta expedición, dirigida por Hides y O’Malley “¡Oh!, hay
algo viniendo, algo muy extraño acercándose desde allá. Dicen que son espíritus ancestrales llegados para comernos. Algunos de nosotros huímos temerosos hacia el bosque,
mientras que otros dijeron que irían a echarles un vistazo” (Schieffelin y Crittenden,
1991, 147). “Hay cosas viniendo, haciendo casas y desmontándolas (tiendas de campaña) mientras se acercan. Están viniendo por la senda ahora. Tienen la piel blanca. Con
sus cuerpos cubiertos, y ¡¡¡¡hay hombres negros con ellos también (porteadores)!!!!”
(Schieffelin y Crittenden, 1991, 149).
A estos primeros encuentros, de finales de los años 30, sucedió un período
marcado por la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, que impidió la llegada de
occidentales a las tierras altas. Los pilotos estadounidenses destinados a la base de
Jayapura, capital de la región al norte de la isla, realizaban vuelos de placer sobre el
valle de Bailem, “…a veces en picados bajos para asustar a los dani y verlos correr y
esconderse” (Míeselas, 2003, 16). Acabada la guerra empezaron a llegar misioneros y
administradores holandeses. Los misioneros, en su intento evangelizador, construyeron pistas de aterrizaje en diversos lugares que les permitía contactar incluso con las
comunidades más apartadas y así, en 1954, se instalan los misioneros protestantes de
la Alianza Cristiana Misionera (CAMA) y, en 1955, la Misión Cristiana Australia-
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Fig. 10.- Aves del paraíso y “lingotes” de sal en el mercado dani de
Wamena. Año 2007.
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Pacífica (APCM) y la Sociedad Misionera Baptista Australiana. En un segundo
momento, y a partir de 1959, comienzan a llegar los misioneros católicos con lo que
el valle y las zonas adyacentes se dividen en áreas de influencia de las diversas iglesias
occidentales. Por su parte, las autoridades holandesas centraron sus esfuerzos en pacificar las comunidades dani y acabar con los conflictos tribales que mantenían la región
en un permanente estado de guerra.
Las transformaciones iniciadas por los misioneros intentaban cambiar la cosmovisión dani,
y así, en un intento claro de eliminar sus creencias introdujeron el
concepto de alcanzar la vida eterna como recompensa por la
quema de las posesiones “tradicionales”. Con ello provocaron la
destrucción masiva de los denominados “fetiches” o kukuwak en
prácticamente todo el territorio
dani. En 1960 cerca de la misión
de Patv-paka:
“…se realizaron quemas masivas de grandes cantidades de cultura material, tanto objetos de uso cotidiano como aquellos con significado mágico-religioso. Entre los objetos
quemados había: arcos, flechas, lanzas, gorros de piel y plumas, corazas de tejido trenzadas, diademas de plumas de casuarios (sacudidos durante los bailes), hachas y azuelas de piedra, je – que son piedras pulidas usadas como pagos en bodas y funerales – y
cristales de cuarzo cuyo uso esta documentado en la magia negra” (O’Brien, 1962, 59).
Las actitudes entre las distintas comunidades dani con respecto a los primeros
misioneros variaban entre darles la bienvenida o intentar matarlos, como sucedió en
diversas ocasiones. Los términos con los que los dani denominaban a los sacerdotes son
elocuentes, mbabi que significa “enemigos” y kugi palabra usada para denominar a “los
espíritus” (Bensley, 1994, 21-23).
La primera gran expedición con objetivos etnográficos, organizada por el
Peabody Museum of Archaeology and Ethnnology adscrito a la Harvard University,
llegó en el año 1961. Robert Gardner y Kart G. Heider, en la publicación Gardens of
War, mencionaban que “…en la década de sus infrecuentes relaciones con el mundo
exterior, los dani habían adquirido una reputación de comportamiento hostil e incluso
traicionero, particularmente en sus contactos con los misioneros y oficiales del gobierno” (Gardner y Heider, 1974, 3). En ese momento, 20 años después del primer contacto “no había una sola comunidad dani, no importa lo remota o independiente que
fuese, que no hubiera oído hablar sobre los hombres blancos que habían venido a vivir
en su valle” (Gardner y Heider, 1974, 5). Gardens of War se presentó como “el primer
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documento fotográfico de una tribu de granjeros-guerreros de la Edad de Piedra, de
neolíticos que viven en las Tierras Altas centrales de Nueva Guinea” (Gardner y Heider,
1974). Los dani conocían a los occidentales con el nombre de waro, que en su lengua
significa “reptiles”.
El impacto de los primeros contactos, descritos en el artículo, y la consiguiente
llegada de nuevos modelos políticos, económicos y culturales, transformó radicalmente las comunidades indígenas. Desde Occidente, presentando a los diferentes grupos
étnicos del norte de Australia, Papúa y el rio Omo como “salvajes” o “prehistóricos”, se
justificaron sus conquistas y el control de sus territorios. Hoy en día esa lucha de intereses continúa produciéndose en estos lugares.
En las tres áreas tratadas los habitantes nativos son objeto de un profundo racismo por la mayor parte de la sociedad. Tanto en la actual Etiopía, como en Indonesia,
estos grupos indígenas son vistos como “curiosidades” susceptibles de ser transformadas
por el bien del país. El mensaje es claro, un país moderno no puede permitir que parte
de su población viva en la “prehistoria”. Incluso en un país como Australia, ejemplo de
“desarrollo”, los aborígenes no vieron reconocido su derecho a la posesión tradicional
de la tierra hasta 1972 y no pudieron ejercer el derecho a voto hasta 1967.
Las transformaciones vividas por las comunidades indígenas han sido, y continúan siendo, múltiples, y la adaptación a esos cambios muy diversa, tanto en los aspectos individuales como en los comunitarios. Esa “modernización” a menudo ha chocado con los intereses de dichas comunidades, que han articulado, ya desde el primer
momento, distintos modelos de resistencia.
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EL ARCO DE LAS MUJERES
Y LA REDECILLA DE LOS HOMBRES.
Útiles y mitos de Nueva Guinea
PIERRE PÉTREQUIN
ANNE-MARIE PÉTREQUIN
Las Tierras Altas de Nueva Guinea representan para los etnólogos (Sillitoe, 1988), y
para muchos prehistoriadores, el último lugar en el mundo donde ha sido posible observar las técnicas y la organización social de pueblos agricultores en un medio forestal;
gentes que, hasta los pasados años 90, en algún caso todavía abrían sus huertos de cultivo con hachas de piedra pulimentada. El impacto de estas observaciones –en particular las de los etnoarqueólogos que de forma explícita tratan de utilizar marcos de comprensión para la prehistoria basados en los funcionamientos técnicos y sociales actuales
(Pétrequin et Pétrequin, 1992)– ha sido notable durante estos últimos diez años, conduciendo a veces a otra lectura y reinterpretación del Neolítico de Europa occidental.
El caso más elocuente, sin ninguna duda, es el que concierne a los útiles de piedra pulimentada, el hacha, la azuela y el cincel que, recientemente en Nueva Guinea y en otro
tiempo en el Neolítico europeo, conformaban la mayoría de los sistemas técnicos. En la
actualidad, todos los grupos humanos del centro de Nueva Guinea han abandonado sus
utillajes tradicionales; los últimos lo hicieron en los años 90. No obstante, para simplificar el discurso y la presentación de estos grupos emplearemos el presente verbal, como
si esas comunidades hubieran escapado milagrosamente a las consecuencias del choque
de la colonización. De hecho, si entre los años 1945 a 1961 los científicos, militares y
misioneros que exploraban el interior de las tierras de Papúa (parte occidental de Nueva
Guinea, provincia de Indonesia, antes Irian Jaya) encontraban sobre todo grupos humanos que desconocían el uso del metal (Le Roux, 1948-1950), la distribución de cuchillos y hachas de acero –complemento de la bisutería de vidrio clásica– favoreció rápidamente los contactos para conseguir estas nuevas riquezas, sobre todo estos útiles de
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Fig. 1. Mapa de situación de los
grupos lingüísticos mencionados.
Dibujo P. Pétrequin, según Silzer y
Heikkinen Clouse (1991).
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acero que permitían roturar con mayor rapidez que antes, e incluso acelerar la cría de
cerdos y la competencia social.
Los papúes de las Tierras Altas son agricultores que cultivan la batata, el taro, la
caña de azúcar, el banano y el pandano rojo en auténticos huertos limitados por postes
de madera inclinados, con anchos fosos de drenaje ahondados con un pesado palo excavador, sólidos muros de piedra seca o resistentes vallas de tablones verticales ensamblados para evitar los ataques cometidos por parte de
los cerdos domésticos o salvajes. El paisaje queda,
por tanto, dividido en parcelas donde alternan la
selva secundaria, las plantaciones arbóreas, los
baldíos herbosos y los cultivos maduros o a punto
de ser abandonados; el color de los huertos recién
abiertos, donde los plantones se combinan en
función de las variaciones locales de suelo, humedad y luz, contrasta con este mosaico en el que se
pierde la mirada. Unas técnicas de horticultura
complejas, a veces con campos delimitados por
caballones con empleo del abono acumulado en
los canales de drenaje de los pantanos, permiten
sustentar fuertes densidades de población (hasta
180 h/km2 en el norte del Baliem y la región de
Tiom, una antigua cuenca lacustre particularmente fértil), alrededor de 300.000 habitantes en
total para el conjunto de la familia lingüística
dani (fig. 1). Fuera de las cuencas lacustres y de
los fondos de valle, la vieja selva primaria o secundaria está aquí y allá presente en las vertientes más
pronunciadas, donde las talas selectivas permiten
abrir huertos en terrazas que permanecen en cultivo de uno a tres años, antes del rebrote de las
cepas cortadas y de la selva que devolverá la fertilidad a los suelos rápidamente agotados por dos o tres años de plantaciones alimenticias
(Boissière, 1999).
La pesada hacha de piedra con mango recto macizo, usada preferentemente por
los asmat y los dani del oeste, o la azuela con mango ergonómico acodado (fig. 2) de los
dani del Baliem, y de los yali y los una en las provincias del este, son los útiles por excelencia destinados a aclarar la selva, talar el latizal y los árboles más jóvenes, y hender la
base de los árboles más grandes para hacerlos secar de pie. La tala de árboles con el hacha
de piedra pulimentada, para dejar espacio momentáneamente a los huertos, así como
partir los troncos y transformarlos en tablones para las vallas y las casas, recae enteramente en manos de los hombres. Sólo la gestión de la leña queda parcialmente en
manos de las mujeres. Para las otras actividades, la más estricta división sexual del trabajo es la norma (Murdock et al., 1973; Testart, 1986), según la cual los hombres manipulan útiles cortantes y armas apuntadas, orientadas hacia arriba y destinadas a matar
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derramando sangre; mientras que las mujeres saben que deben trabajar con útiles de
punta roma, orientados hacia abajo, más para golpear que para derramar sangre.
La azuela con hoja de piedra pulimentada resulta ser un útil particularmente eficaz, puesto que un árbol de 40 cm de diámetro puede talarse en una hora entre tres
hombres que se vayan turnando. Pero las rocas duras, susceptibles de ser talladas y recibir un excelente pulimento, resistentes a los choques y a la flexión, son escasas en la naturaleza y están repartidas de forma muy
desigual en el territorio. En todas estas fértiles depresiones cársticas que se extienden por las mesetas calcáreas de las Tierras Altas,
lo que sí se puede encontrar son esquistos pardos o negros en
forma de cantos en la parte alta de las cuencas fluviales. Sin
embargo, las hachas y azuelas fabricadas con este material, tan
poco resistente y al alcance de todos, tienen poco interés técnico
a la vez que social; generalmente se reservan para cortar la leña
entre los dani. Debido a su reducido valor en un contexto local e
individual de producción, estas hojas de piedra circulan poco en
los intercambios.
Contrariamente, las mejores rocas metamórficas, como las
del macizo de Yeleme («La-Fuente-de-las-Hachas-de-Piedra») en
territorio de los wano, o del Yamyl («El-Río-de-las-Hachas») de
los una, son objeto de verdaderas expediciones, en general bajo la
dirección de un líder de guerra (Larson, 1987), capaz de reunir en
ocasiones a varias decenas de hombres bajo su mando. Se trata de
atravesar inhóspitas regiones montañosas, de dos a diez días de
marcha, o zonas de menor altitud pero pobladas y por tanto peligrosas si no se han establecido previamente acuerdos de cooperación o relaciones matrimoniales. El grupo, formado sobre todo
por hombres y algunas mujeres mayores que se ocupan del transporte de batatas a la ida y de los esbozos de hacha a la vuelta,
deberá trabajar varios días o incluso, a veces, varias semanas seguidas en un medio de
montaña arbolada, donde la supervivencia, una vez agotadas las reservas de batatas y
plátanos, sólo será posible mediante la caza de pequeños marsupiales arborícolas, la
recogida de larvas y la recolección de brotes tiernos de helecho.
En Wang-Kob-Me, para fracturar la roca, se utiliza la fuerza de la acción térmica
de un hogar instalado en lo alto de un andamio de madera apoyado en la pared de la roca
de glaucofano, una materia prima muy resistente cuya estructura petrográfica favorece su
trabajo por percusión directa (fig. 3). Alrededor de cada «escalera de fuego», un grupo de
trabajo de 6 a 10 hombres sigue las directrices de un «hombre sabio», es decir aquél que
domina los rituales de explotación de la piedra. Estos rituales son particularmente importantes y, cuando el etnólogo pregunta sobre las técnicas, su aprendizaje y el nivel de habilidad, la respuesta de los “hombres sabios” y de los talladores de piedra sólo hace mención a los rituales destinados a atraer las hachas que preexisten en la roca, dar vida a los
Espíritus Femeninos («las Madres de las hachas») y transmitir los cantos que favorecerán
el estallido de la roca y su trabajo mediante la talla con percutor («los Niños de la Roca»).
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Fig. 2. Tala con azuela de piedra.
Langda (Kp. Jayawijaya), grupo
una.
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Fig. 3. Explotación de un frente de
cantera mediante la acción del
fuego (choque térmico).
Yeleme/Wang-Kob-Me (Kp. Paniai),
grupo wano.
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En realidad, se trate de procedimientos muy sencillos de fabricación de una hoja
de hacha, como en Yeleme/Wang-Kob-Me, o de una producción especializada compleja, como la de las hojas de azuela en Langda (fig. 4), Sela y Suntamon (Pétrequin et
Pétrequin 1993), el discurso es siempre el mismo: lo cierto es que se necesitan varios
años de aprendizaje con el padre, o tío paterno, para aprender una técnica de talla reservada a algunos clanes del valle en los que la transmisión es, ante
todo, hereditaria; pero lo más importante es la iniciación de los
muchachos en el interior de “una casa de hombres” donde se conservan las reliquias del Espíritu Femenino que rige la producción
de las canteras. Sólo en el valle del Heime (Langda), de los una,
se cuenta con casi una docena de estas Potencias no humanas, a
las que hay que tener en cuenta (Louwerse, 1998).
De regreso de las expediciones, la posesión de excelentes y
grandes esbozos de hachas por pulir es esencial para los hombres
jóvenes que alcanzan la edad de participar en los intercambios y
pagos compensatorios (O’Brien, 1969), a fin de encontrar una
esposa o compensar el fallecimiento de alguien próximo o de un
aliado mortalmente alcanzado por los efectos de una magia nefasta obra de una mujer o un enemigo. Todas estas compensaciones
para restablecer el equilibrio en la comunidad se sustentan en la
donación de cerdos sacrificados y asados (en forma de grasa y
carne), de conchas marinas intercambiadas con los grupos del
oeste (Pospisil, 1963) y/o de bloques de sal de los manantiales de
Hitadipa (Weller et al., 1996). Finalmente, se debe recordar que
en todos los casos –fabricación de sal, producción de una concha,
o esbozo de una hoja de hacha o azuela, destinados a ser donados
o recibidos–, no se trata de materias primas ordinarias que se
calientan, tallan, pulen o manipulan sino que son los huesos, la
sangre, los humores de una Criatura Primordial o de un
«Propietario de la Tierra» anterior a los hombres (Tinok en Wang-Kob-Me,
Mayulongkwe para la sal, etc.). Por tanto, parece normal que los mejores productores
de hachas y de sal o los grandes criadores de cerdos sean hombres que «saben» los rituales y la manera de comunicarse con las potencias. En este contexto, las habilidades técnicas, la Tecnología tal y como diríamos hoy en día, no tendrían ninguna eficacia por
sí mismas si no estuvieran profundamente socializadas y ritualizadas.
Y de hecho, este es el principio de un proceso en el que los útiles «técnicos»,
en términos de eficacia sobre la materia prima, se apartan de su función inicial para
ser socialmente valorados (Lemonnier, 1986). Se han podido observar varios casos
en Nueva Guinea. El más sencillo es el de los jóvenes guerreros que se exhiben con
una larga y pesada hacha en el hombro, maniobrando en la selva con una herramienta a veces desmesurada, para hacer lo que otros hombres realizan con un hacha o
azuela mucho más ligera, y a menudo mejor adaptada a la tala o al trabajo de la
madera; pero cuando el prestigio individual del hombre está en juego, todos los
esfuerzos son necesarios.
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El segundo caso es el de las ye-yao, las hachas de intercambio. En la montaña, a dos días de camino más allá de
Wang-Kob-Me, se encuentran las canteras que se mantienen en
secreto, donde los wano explotan grandes placas de esquisto y
de anfibolita de grano fino y color verde oscuro. Estas placas se
fracturan con la ayuda del fuego en un lugar llamado Awigobi
(«El-río-de-la-Noche», ya que se cree que estas placas son organismos vivos que se vuelven luminosos en el agua cuando son
alumbrados con una antorcha), se esbozan con un cuidadoso
trabajo de bujarda y se bajan de nuevo al valle para ser intercambiadas con los dani: se las llama ye-yao. Una vez en el valle
del Yamo y en el Baliem central, a 4 y 15 días de camino respectivamente, estas “hachas” de débil resistencia mecánica son
cortadas, regularizadas y pulimentadas. Tras haber sido revestidas con atributos femeninos –un cinturón de fibras de orquídeas característico de las mujeres casadas o una faldilla de
muchacha (fig. 5) –, participan en casi todas las formas de pago
compensatorias de las bodas, de los fallecimientos y del precio
de la sangre (O’Brien, 1969; Heider, 1970). Tratadas durante
muchas horas con grasa de cerdo para abrillantarlas y hacer
resaltar su magnífico color verde, las ye-yao representan explícitamente a las mujeres que se dan y se reciben.
En el Baliem central, pero sobre todo, aún más lejos, en
Angguruk, territorio de los yali, algunas de estas ye-yao están
consagradas, es decir, reciben el nombre de un antepasado, de un hombre poderoso muerto en combate, por el que se sacrificaron
uno o varios cerdos. Escondidas en las
casas de los hombres o, mejor aún, en las
casas sagradas de la región de Angguruk,
las ye-pibit, o hachas sagradas, participan
en la supervivencia del grupo, en los rituales de curación, y están consideradas como
potentes magias para luchar contra los enemigos o adquirir prosperidad (Zöllner,
1977; Pétrequin et al., 2006).
Vemos así cómo, progresivamente,
un útil específico de los hombres –la hoja
de piedra pulimentada– es manipulado y
reinterpretado a medida que nos alejamos
del lugar de producción. Finalmente, a
varios centenares de kilómetros de las canteras, cuando un hacha usada aparece
como algo excepcional por su materia prima, forma, dimensiones o por los mitos que
han circulado en relación con ella, esa misma hacha puede encontrarse clasificada entre
60 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 4. Esbozo de una hoja de
azuela en basalto, mediante talla
con percutor blando.
Langda (Kp. Jayawijaya), grupo una.
Fig. 5. Un hombre parte para un
pago compensatorio con un ye-yao
cargado sobre el hombro. Pyramid
(Kp. Jayawijaya). Grupo dani de
Baliem central.
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Fig. 6. Los componentes de un pago
compensatorio en la Costa Norte de
Nueva Guinea: hacha pulimentada,
cuentas y anillos de vidrio.
Abar (Kp. Jayapura), grupo sentani central.
Fig. 7. Hombres en parada, con
motivo de una fiesta del Pandano
rojo.
Sinak (Kp. Paniai), grupo damal.
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los objetos sagrados de un hombre o un
linaje (Godelier, 1996), o en el tesoro de
un sultán de las Molucas (Pétrequin et al.,
2006); en ambos casos, su inestimable
valor no puede compararse nunca con la
función técnica original. En este terreno
de las donaciones, de pagos compensatorios acordados y de objetos sagrados,
todas las interpretaciones son posibles,
como esta acumulación de extraordinarias
riquezas (fig. 6), propiedad de un ondoafi
(jefe heredero en la cultura del lago
Sentani), que reúne: racimos de perlas de
vidrio cuyo origen es un árbol mágico de
la zona este, en territorio de los Sko; un
hacha extraída de la sangre del Pájaro original, sacrificado en las montañas de Ormu Wari; y dos brazaletes de vidrio que representan las vértebras de la Gran Serpiente muerta y cocinada por los Primeros
Antepasados en un horno de piedras calentadas.
En estos grupos sociales relativamente igualitarios (Ploeg, 1969) –en el sentido
de que, teóricamente, todos tienen los mismos derechos por nacimiento–, el arco y las
flechas participan en las exhibiciones de todos los hombres. En pie desde muy temprano, el hombre ha dormido junto a su arco y su haz de flechas: un gran arco de laurel
negro, a menudo intercambiado en lugares lejanos, y unas flechas entre las cuales las de
punta fusiforme son reservadas por los dani para los combates, las alargadas de bambú
para matar cerdos domésticos o salvajes, las de muesca
para la caza de marsupiales y las flechas maza o tridente para los pájaros (Heider, 1972; Watanabe, 1975;
Lemonnier, 1987). Este es el discurso de todos los
hombres que, hasta la noche, conservarán en la mano
este arco cuidadosamente pulimentado con un colmillo partido de cerdo o una lasca de sílex, y estas flechas
cuyo nombre no tiene ninguna relación directa con la
forma de la punta sino con el nombre de la magia, es
decir, la pequeña decoración geométrica que les confiere toda su potencia (Pétrequin et al., 1990). Por
supuesto, la composición de un carcaj, en este caso de
un puñado de flechas (fig. 7), es una forma muy clara
de ostentación social (Wiessner, 1983). Al niño le
serán reservadas pequeñas flechas, muy sencillas, de
astil simplemente aguzado, pero eficaces para aprender
a tirar con los vecinos de su misma edad, corriendo
para disparar sobre una bola de látex lanzada a toda velocidad por una pendiente o
intentando esquivar las flechas arrojadas en tiro rasante entre dos grupos de alegres chi-
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quillos, mientras las niñas se ríen a carcajadas y
aplauden a los más valerosos. Normalmente, la
posesión de las primeras flechas de guerra se hace
efectiva a partir de la ceremonia de iniciación en la
que el muchacho pasa del mundo femenino al
masculino, una forma de re-nacimiento totalmente controlada por los hombres (Godelier, 1982).
Es entre los 15 y 25 años cuando las puntas de flecha aparecen más diversificadas en los wano, sin
perjuicio de exhibirse con algunas de las flechas de
hierro martilleado o con punta de hueso, que son
las de los enemigos tradicionales de las Tierras
Bajas; es una buena manera de mostrar a todos
cuáles son sus capacidades en la guerra y/o el intercambio. A medida que pasan los años, los hombres aprenderán a fabricar ellos mismos las magníficas flechas de guerra y algunos se convertirán en especialistas, tanto en esculpir los elaborados dentados que mantendrán la armadura en el interior de la carne de los enemigos (fig. 8), como en trenzar y ajustar las largas tiras de esparto que permiten fijar las
puntas de flecha en el astil.
Pero, más allá del discurso de los hombres, casi idéntico de un pueblo a otro,
podemos entrever algún tipo de determinismo en la forma y la popularidad de las flechas. En porcentaje, se observan notables diferencias entre las flechas de los wano –para
quienes la guerra consiste más en escaramuzas que en grandes batallas, mientras que la
caza es el deporte de los hombres por excelencia–
y las flechas de los dani del sur del Baliem –para
los que la caza se limita a abatir pájaros y ratas,
mientras que la guerra es una preocupación casi
cotidiana (Peters, 1975; Larson, 1987). Entre los
primeros predominan las flechas lisas de bambú,
de fabricación rápida, destinadas a la caza (aunque
las flechas de guerra alcanzan el 50% del total); en
los segundos, donde la caza es casi inexistente, el
79% de las armaduras tienen muescas o dentados
complejos. Si bien la expansión territorial se practica raramente a través de la guerra –momento en
que, según se dice, derramar sangre humana también favorece la fertilidad de los huertos–, ésta permite expresar la fuerza y virilidad de los hombres
en combates ritualizados que pueden llegar a
enfrentar a centenares de guerreros, pero donde la
muerte de un solo hombre provoca inmediatamente el cese de la batalla (Heider, 1970), hasta que se reanuda la guerra con la finalidad de equilibrar el número de víctimas en cada campo. Y es que hasta en la muerte y
62 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 8. Esculpiendo los dientes de
una flecha, con los incisivos de
media mandíbula de roedor marsupial.
Soba (Kp. Jayawijaya), grupo
hupla del sur del Baliem.
Fig. 9. Momia ahumada, con una
redecilla en la cabeza fijada con la
cuerda de un arco (tira de mimbre).
Jiwika (Kp. Jayawijaya), grupo
dani del centro del Baliem.
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Fig. 10. Limpieza de un huerto
antes de la plantación.
Pyramid (Kp. Jayawijaya), grupo
dani del norte del Baliem.
Fig. 11. Mujer removiendo la tierra de un huerto abancalado.
Tangma (Kp. Jayawijaya), grupo
dani del sur del Baliem.
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momificación de algunos líderes de guerra
encontramos la «cuerda» de mimbre del
arco, enrollada en anillos que permiten
fijar la redecilla de la cabeza (fig. 9).
En un mundo donde la exhibición
en público es más bien masculina, las
mujeres se vuelven discretas, a menudo
silenciosas; se levantan muy temprano
para ir al huerto donde plantan, desbrozan, recolectan bajo la mirada perdida de
algunos guerreros que se encargan de su
seguridad (Heider, 1970), mientras fuman
hojas de tabaco maduradas bajo el voladizo de la casa de los hombres y comentan
las noticias del valle.
El palo cavador es su herramienta
para trabajar la tierra, una vez que los
hombres han removido el suelo y cavado las zanjas con sus largos y pesados bastones
acabados en espátula (fig. 10). Entre los wano, el palo cavador de las mujeres generalmente no es más que un útil ocasional, un segmento de madera muerta recogido por el
camino y abandonado nada más irse del huerto; en estos huertos abiertos en la vieja
selva secundaria, el trabajo del suelo es casi inexistente y el pequeño palo cavador sirve
para desbrozar superficialmente y recoger cada día los tubérculos para la cena.
Contrariamente, en el valle del Baliem –y por lo general en todas las zonas con una fuerte densidad de población donde la selva
deja paso a barbechos cortos y plantaciones de árboles Casuarina, que proporcionan los elementos de arquitectura y la
leña–, las mujeres trabajan el suelo más
profundamente, con un palo cavador de
entre 1 y 1,20 m de longitud (fig. 11).
Elaborados en densa madera de laurel,
como el arco de los hombres (Heider,
1970; Koch, 1984), estos palos cavadores
intensamente pulidos por el uso, con
puntas regularmente reavivadas mediante
la azuela, han sido fabricados por los
hombres, un padre, un hermano o un
marido. Debido a la división sexual del
trabajo, la mujer queda excluida de la
fabricación de esta imprescindible herramienta agrícola; en definitiva, son los
hombres quienes roturan la selva y remueven la tierra en profundidad, pero son las
mujeres las que plantan, escardan, limpian, cosechan, transportan y cocinan. Por un
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lado un proceso duro, en el cual los hombres que trabajan en grupo cantan o dan gritos para mantener el ritmo de trabajo; por otro, un trabajo lento, repetitivo, discreto,
para asegurar las necesidades cotidianas, pero también una tarea en la que las mujeres
pueden estar juntas.
Se podría creer entonces que, entre los horticultores de las Tierras Altas de Nueva
Guinea, la mujer queda parcialmente borrada del paisaje social, muy
por detrás de estos guerreros que dan la sensación de organizar el
mundo sólo para ellos. Por el contrario, los mitos –y ciertas iniciaciones– recalcan el papel de las Potencias Femeninas Primordiales:
«Hemos flechado la Marrana original… la sangre se escurría de las
heridas y, cada vez que la sangre caía al suelo, nuevos cerdos aparecían, y grupos de hombres, y después legumbres y tubérculos que desconocíamos. Todos estos cerdos, todos estos hombres… han salido de
la sangre de esta Marrana y hemos construido casas sagradas en cada
lugar donde la sangre fue derramada por el suelo» (Neyan Sab, grupo
kim-yal, 1987 en: Pétrequin et al., 2006).
La contradicción entre la parada de los hombres y lo que narra el
mito es flagrante:
«Fue el perro quien salió primero de la cueva, y en sus orejas tenía semillas de calabaza, la misma que usamos para los estuches penianos. Los
hombres salieron más tarde con redecillas, y luego las mujeres con arcos…
Entonces los hombres dijeron a las mujeres “No podéis disponer de los
arcos, no sois bastante fuertes; entregadlos a los hombres y a cambio os
daremos las redecillas”…» (Gemeinde Morip, grupo dani del norte del
Baliem, 1987 en: Pétrequin et al., 2006).
Desde estos tiempos míticos, las mujeres trabajan en los huertos,
crían los cerdos y se encargan de la reproducción biológica del grupo
(fig. 12), mientras que los hombres hacen a nuestros hijos guerreros,
organizan el mundo y aseguran la reproducción social de la comunidad.
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64 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 12. El orígen del mundo en
los mitos: las Potencias Femeninas
y los cerdos. Volviendo del huerto.
Angguruk (Kp. Jayawijaya), grupo
yali.
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INTERCAMBIANDO HERIDAS:
LA VIOLENCIA MASCULINA
RITUALIZADA O LOS DUELOS MURSI
DAVID TURTON
Los duelos son una actividad popular y valorada por los hombres mursi, especialmente por los hombres solteros. Es una forma ritual de violencia en la que hombres de las diferentes divisiones locales de la población mursi se enfrentan en cortos pero furiosos combates singulares, usando palos de madera de dos metros y
vistiendo estilizadas ropas protectoras. Se han descrito frecuentemente como
“peleas de palos” pero yo prefiero llamarlo duelos, o incluso “duelos ceremoniales”, para enfatizar su naturaleza altamente convencional y ritualizada. A la hora
de clasificarlos, sería mejor hacerlo como una forma de arte marcial.
Junto a los platos labiales de cerámica (o en ocasiones de madera) que llevan las mujeres mursi en sus labios inferiores (Turton, 2004), los duelos de los
hombres mursi se han convertido en una pieza clave de su identidad, no sólo para
los mismos mursi sino también para el mundo exterior. El palo de los duelos,
como el plato labial, se ha convertido en un icono de su cultura material. Debido
a que se realiza entre equipos de hombres que proceden de diferentes áreas locales
(como el fútbol en nuestra sociedad), es tentador pensar en los duelos como una
manera de expresar, y por ello de ayudar a controlar, la agresividad entre diferentes grupos locales. Entre los mursi se debe resaltar que los grupos locales compiten entre sí por los recursos naturales y, especialmente, por el agua y los pastos
necesarios para el ganado. Aunque éste es, sin duda, uno de los factores de la cuestión, no llega, en mi opinión, a la raíz de aquello que convierte a los duelos en una
clave de la cultura mursi. Para apreciar esto, creo que debemos ver los duelos no
sólo como una expresión de antagonismo entre grupos locales, debido a la com-
66 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
* Este artículo se basa en materiales previamente publicados en
Turton, 2002; 2003; y “en prensa”.
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petición por los recursos naturales, sino también, y en primer lugar, como una de
las vías a través de las cuales se “constituyen” estos grupos. La misma interpretación se le puede dar, mutatis mutandis, a la guerra, que los propios mursi ven
como algo análogo a los duelos.
Fig. 1.- Ubicación del territorio
mursi y sus vecinos en el bajo Valle
del Omo.
¿Quienes son los mursi?
Los mursi son ganaderos y agricultores que suman
menos de 10.000 personas y viven en las tierras bajas
del sudoeste de Etiopia. Su territorio se encuentra en
el valle del Omo, unos 100 km al norte de la frontera
entre Etiopia y Kenia (fig. 1). Si bien normalmente los
habitantes de las montañas y los oficiales del gobierno
los describen como “nómadas”, gente que va de un
lugar a otro “colgando de los rabos de su ganado”, los
mursi dependen al menos en un 50% de la agricultura para su supervivencia, sobretodo del sorgo y el
maíz. Hay dos cosechas al año, una a lo largo de las
orillas del Omo, donde se practica la agricultura después de la inundación, y otra en los afluentes orientales del Omo, donde se abren áreas forestales para el
cultivo aprovechando las lluvias. Los cultivos de inundación se plantan en septiembre y octubre, cuando
retrocede la inundación, y se recogen en enero y
diciembre. Los cultivos que aprovechan las lluvias se
plantan tan pronto como caen las grandes lluvias,
durante marzo y abril, y se recogen en junio y julio.
No obstante, el comienzo, duración y distribución
espacial de las lluvias varían considerablemente de un
año al otro. Es esta impredicibilidad de las lluvias,
unida a la limitación del área cultivable disponible
tras la retirada de la inundación, lo que convierte a la
cría de ganado en un recurso adicional vital para los
mursi. Los bóvidos y el ganado menor, aparte de proveer una importante fuente de proteínas en forma de
leche, sangre y carne, pueden ser intercambiados por grano en las tierras altas en
los periodos de malas cosechas y representar para muchas familias la última
defensa contra la hambruna.
Si bien no dependen prioritariamente de los productos ganaderos para su
subsistencia, los mursi atribuyen al ganado una elevada valoración cultural, y virtualmente todas las relaciones sociales –sobre todo el matrimonio- están marcadas
y validadas por el intercambio de ganado. La dote (idealmente compuesta por 38
cabezas de ganado) pasa de la familia del novio al padre de la novia, que tiene que
hacer frente a las demandas de un amplio abanico de familiares, de diferentes clanes, que tienen derecho a compartir el ganado de la dote. Como en otros pueblos
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ganaderos del este africano, los hombres se agrupan en “grupos de edad”, pasando a través de diferentes “grados de edad”, desde guerreros a ancianos.
El liderazgo político es ejercido por aquellos individuos ancianos que han
conseguido una posición de influencia en la comunidad local, en gran parte gracias a sus habilidades oratorias y de debate. El
único rol de liderazgo formalmente definido en la
sociedad es el de komoru o sacerdote (fig. 2), un
oficio heredado que tiene un significado principalmente religioso y ritual. El sacerdote personifica el bienestar del grupo en su conjunto y actúa
como medio de comunicación entre la comunidad
y Dios (tumwi), especialmente cuando ésta es
amenazada por acontecimientos tales como la
sequía, plagas en las cosechas y enfermedades.
Los mursi pasaron a ser parte del estado etíope en los últimos años del siglo XIX, cuando el
emperador Menelik II estableció su control sobre
lo que hoy es la región sur del país. Pero no debería considerárseles como una “cultura” o sociedad
históricamente estática y territorialmente limitada. Son el producto relativamente reciente del
movimiento migratorio a gran escala de un pueblo
ganadero hacia las tierras altas etíopes. Tal como
los conocemos hoy en día, son el resultado de tres
movimientos de población independientes, como
consecuencia de la creciente presión medioambiental debida a la rápida desecación de la cuenca
del río Omo durante los últimos 150 a 200 años
(Búster, 1971).
En primer lugar hubo una travesía del Omo desde el oeste hacia mediados
del siglo XIX, que es considerada por los mursi como un acontecimiento histórico en la construcción de su identidad política actual. Posteriormente, en los primeros años del siglo pasado, se produjo otra migración hacia el norte en dirección
a los territorios mejor irrigados del valle. Finalmente hubo un tercer paso que se
inició a comienzos de los 80 y que llevó a los migrantes todavía más allá, a los altos
llanos del Bajo Omo, en contacto cercano y regular con sus vecinos de las tierras
altas, los agricultores aari. Cada una de estas migraciones se hacía, inicialmente,
por un pequeño grupo de familias que viajaban a una distancia relativamente
corta hasta un nuevo lugar en la frontera del área de su asentamiento. Una vez se
establecían los pioneros, en los años siguientes les seguía un flujo de individuos y
familias. Los emigrantes explicaban cada cambio como una respuesta a la presión
medioambiental y como parte de un esfuerzo continuado para encontrar y ocupar
un “lugar fresco”, un lugar bendecido con bosque ribereño para el cultivo y praderas regadas para la cría de ganado.
68 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 2.- Sacerdote (komoru) de la
zona norte del territorio mursi,
Komorakora, vestido con una piel
utilizada habitualmente por las
mujeres, ungiendo a los participantes para protegerlos de las heridas durante un combate de duelo
en Warra, en la “casa” del bhuran
de baruba. 1996.
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Fig. 3.- Participante de un thagine
momentos antes del combate, en
Gomai, valle de Elma. Octubre,
1969.
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Esta búsqueda de un “lugar fresco” acaba de forma abrupta en los últimos
20 años, ya que los mursi se han encontrado frente a las acciones mucho más
radicales de “la ordenación del territorio” dirigidas por parte del estado etíope
(Turton, 2005). Al mismo tiempo, crece constantemente la gama de artículos
que se han convertido en necesarios para un
estilo de vida satisfactorio, pero cuya producción está más allá de su capacidad tecnológica. Estos incluyen hoy en día bidones de
plástico, cacerolas de aluminio, ropa de
algodón, mantas y ropa fabricada comercialmente. También han entrado en un contacto, cada vez más, con el mundo de la
última modernidad –representado, entre
otros, por turistas, misioneros y antropólogos. Estas influencias han cambiado su
visión sobre sí mismos como pueblo soberano e independiente, autosuficiente en un
sentido material, así como los valores y aspiraciones que dan significado y propósito a
sus vidas.
El cada vez más frecuente, y a menudo tenso, encuentro entre los mursi y los
turistas extranjeros ofrece una imagen particularmente chocante. Los turistas llegan al
Bajo Omo atraídos por la imagen que se les
presenta en los folletos de las agencias de
viaje como una de las últimas “tierras vírgenes” del mundo, habitada por animales salvajes, guerreros desnudos y –en el caso de los
mursi- por mujeres portadoras de grandes
platos labiales de cerámica en su labio inferior y por jóvenes que llevan sus bastones de
duelo. En esta literatura turística, se presenta
a los mursi como uno de los últimos pueblos “tribales” y “vírgenes” de África, que
nadie que se aventure en el valle del Omo debería perderse. Sin embargo, irónicamente, su creciente dependencia del intercambio de mercado es lo que lleva a
los hombres y mujeres mursi a jugar el papel degradante de los arquetipos primitivos, posando recubiertos de pinturas y envueltos en todo tipo de extraña parafernalia para que los turistas de paso los fotografíen a cambio de unos pocos birr
(moneda etíope). Aunque deseado por ambas partes, este “encuentro” entre los
mursi, pobres y fijados territorialmente, y los turistas, ricos y ambulantes, es tan
incómodo para los que toman parte en él, como inquietante para los que son testigo de ello (Turton, 2004).
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Intercambiando heridas
El combate de duelo (thagine) se prolonga normalmentedurante varios días,
habiéndose preparado cuidadosamente
durante los meses previos, con discusiones frecuentes tanto en el interior de cada
grupo combatiente como entre ambos
bandos. Se programa para un momento
del año en el que haya disponibles abundantes alimentos, con el fin de que los
participantes puedan estar bien preparados físicamente. Cuando finalmente tiene
lugar, se hace con la máxima seriedad; un
indicador es que se le describe frecuentemente como “guerra” (kaman). Y como la
guerra, los combates de duelo no se ven
como acontecimientos aislados o “excepcionales”. Se consideran como parte de
una serie continuada de acontecimientos, en los que cada bando, por turnos, visita la “tierra natal” del otro bando, con
intervalos de hasta un año, para “intercambiar” sus “heridas” (chacah muloi). O,
en el caso de la guerra, intercambiar muertes. Por lo tanto, a lo largo de estos
periódicos combates de duelo, como en una guerra, los grupos locales se mantienen unidos por una continua relación de intercambio en la que
cada episodio de hostilidad recuerda al último y mira hacia el próximo.
El arma de duelo es un bastón de madera (donga, plural dongen) de unos dos metros de largo (fig. 3), cortado de una de las dos
especies de árbol del género grewia (kalochi). En posición de ataque,
se coge el donga por su base con las dos manos, la izquierda por encima de la derecha, con el objetivo de asestar un golpe con el mango
(nunca con la punta) en cualquier parte del cuerpo del oponente,
incluida la cabeza, con la fuerza suficiente como para hacerlo caer
(fig. 4). Los golpes se paran agarrando la base del donga con la mano
derecha, mientras se desliza la mano izquierda hacia arriba del
mango hasta el punto por encima del cual se recibe el golpe. Cada
contendiente lleva un “equipo” de duelo (tumoga) que es a la vez
protector y de adorno. Incluye una protección para la mano derecha
hecha de cestería (figs. 3 y 5), protecciones para las espinillas hechas
de piel de animales, anillos de cuerda de pita trenzados para proteger los codos y rodillas, una piel de leopardo sobre la parte delantera del tronco, una falda de piel cortada a tiras, y un cencerro atado
a la cintura. La cabeza se protege enrollándola en largas tiras de algodón. Cuando contemplé por primera vez un duelo mursi, en 1970,
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Fig. 4.- Combate de duelo (thagine).
En la actualidad, se usan los mismos
adornos y ropa protectora, o “kit”,
excepto los cascos, que antes eran
trenzados con hojas de palmera y
hoy han sido reemplazados por protecciones más efectivas, aunque
menos pintorescas, realizadas a base
de largos trozos de tela de algodón
enrolladas en la cabeza. Gomai, en
el valle de Elma. Octubre, 1969.
Fig. 5.- Dos jóvenes espectadores
en un combate de duelo en el valle
del Mago, en 1982.
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Fig. 6.- Participante esperando
que empiece un combate de duelo
(thagine) en Gomai, en el valle de
Elma. Octubre, 1969.
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la protección para la cabeza era un casco de forma elegante, de cestería, tejido de
hojas de palmera doum. Estos cascos eran propensos a soltarse durante el combate, dejando al que lo llevaba expuesto a heridas potencialmente fatales. Ahora han
sido totalmente remplazados por la más eficaz, aunque menos pintoresca, protección de tela de algodón, ya que ésta ha pasado a ser más accesible para los mursi
debido a su creciente integración en la economía monetaria de las tierras altas.
No sólo no se encuentran cascos dongen hoy en día en la tierra mursi, sino que se
ha perdido la habilidad de hacerlos (fig. 6).
Los combates se controlan por uno o más árbitros (kwethana; singular kwethani) que mantienen a los contendientes separados con sus propios dongen, mientras se miran entre sí, listos para la lucha. Tan pronto como el árbitro retira sus
dongen de entre los contendientes, estos se lanzan el uno hacia el otro con furia,
aparentemente intentando causar al otro el mayor daño en el menor
tiempo (fig. 7). La mayoría de los combates duran menos de un
minuto y acaban con la intervención del árbitro.
Para que un combate acabe con la victoria de uno de los contendientes, su oponente debe caer al suelo o retirarse herido (normalmente con los dedos rotos o magullados). En el primer caso,
aunque no en el segundo, el vencedor es llevado a hombros de los
compañeros locales de la misma edad a través del campo (fig. 8) y
luego es rodeado por la chicas solteras del clan de su madre, sus “girl
mother” (dole juge). Colocan pieles de cabra en el suelo para que se
siente y le hacen sombra extendiendo sobre su cabeza telas de algodón sujetas con los palos de duelo. El simbolismo explícito es el de
una madre protegiendo a su bebé del sol: “arropan a su hijo. ¿No se
arropa a un bebé para protegerlo del sol?” Es probablemente esta
costumbre la que dio origen a la creencia popular de que el vencedor de un combate de duelo puede elegir entre las chicas casaderas
disponibles. De hecho hay una prohibición estricta sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer del clan de su madre. Son estas
mismas “girl mother” las que dan la bienvenida, con cuentas de
collar como regalo, al hombre que vuelve de la guerra después de
haber matado por primera vez.
Los contendientes en un duelo provienen de un mismo grupo de edad pero
nunca del mismo clan. Un clan (kabi), de los que hay diecinueve, es una categoría patrilineal de personas que se supone descienden de diferentes coesposas del
mismo hombre. Varían mucho en tamaño y, aunque hay cierta concentración
local de miembros de ciertos clanes en áreas determinadas, los miembros del
mismo clan pueden encontrarse dispersos a lo largo y ancho de la tierra mursi. La
justificación de que los miembros de un mismo clan no deben competir en duelo
entre ellos responde a la norma de la exogamia del clan, y de hecho la única forma
de reestablecer relaciones pacíficas entre dos familias que se han visto envueltas
en un homicidio es por medio de un matrimonio acordado entre una mujer de
la familia del homicida y un hombre de la familia de la víctima. Si en un duelo
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se recibiese una lesión fatal entre hombres del mismo clan, sería imposible que la
“hermana” del contendiente superviviente se casase con el “hermano” del hombre muerto, ya que los dos serían miembros del mismo clan.
Una justificación similar se da para otra de las normas del duelo, que un hombre no debería combatir con
un miembro del clan de su
madre (uno de los “hermanos de su madre”) o con el
hijo de una mujer de su propio clan (uno de los “hijos
de sus hermanas”). Tal como
se ha visto, un hombre no
puede casarse dentro del
clan de su madre y, en casos
de homicidio en los que la
familia del asesino no puede
proporcionar una chica para
casarla en la familia de la víctima, se acepta, y es un procedimiento común, que esa
chica se consiga por parte de
la familia del hermano de la
madre del asesino. Por lo
tanto, un hombre sólo compite en duelo con hombres cuyas “hermanas” pueda obtener en matrimonio. A
todos los hombres que entran en esta categoría se les llama miroga, que es también
el término utilizado para los enemigos, especialmente los ladrones de ganado de grupos vecinos.
Formando grupos
La clave es que los combatientes de los duelos siempre provienen de grupos locales diferentes dentro de la tierra mursi. La población se divide en cinco principales grupos locales o buranyoga (singular buran), que se llaman de norte a sur, baruba, mugjo, biogolakare, ariholi y gongulobibi (fig. 9). Como el término buran se
refiere a un grupo de personas co-residentes, más que al espacio físico que ocupan,
no es posible dibujar límites espaciales claros entre los buranyoga. Lo que les da su
definición espacial no es que sus miembros vivan en unidades territoriales claramente delimitadas, sino que se mueven de un lado a otro, de forma coordinada,
entre las mismas tierras que se destinan al cultivo que depende de la lluvia e inundación y al pastoreo de los bóvidos. En otras palabras, tienen focos territoriales
más que límites territoriales.
Es importante señalar la reciente aparición de estas divisiones locales, especialmente las dos más septentrionales, la baruba y la mugjo, y los motivos de la
expansión territorial. Hace unos ciento cincuenta años, los antepasados de los
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Fig. 7.- Combate de duelo (thagine).
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Fig. 8.- Participante de un thagine,
que ha resultado ganador en su
combate, siendo llevado a hombros por sus compañeros de edad,
como celebración.
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mursis actuales, que llegaban del oeste, comenzaron a ocupar la orilla este del
Omo en una travesía que se considera hoy, según la historia oral, un acontecimiento decisivo en la creación de la identidad específicamente mursi. En los primeros años de este siglo comenzó una segunda emigración hacia el norte, hacia el
río Mara, que forma el límite
norte del territorio mursi. Las
dos migraciones representaron
una expansión mursi en territorios anteriormente habitados
por sus vecinos del norte, los
bodi.
Antes de su marcha
hacia el Mara, existían tres
buranyoga, denominados de
norte a sur, dola, ariholi y gongulobibi, compartiendo los
dola el área ocupada en la
actualidad por los biogolokare.
Los nombres biogolokare,
mugjo y baruba, que distinguen diferentes sub-unidades
de los dola, empezaron a usarse
gradualmente sólo después de
que comenzase la emigración al
Mara y cuando creció la población del área recién ocupada. Finalmente, sólo a
partir de los últimos 10 a 15 años los nombres mugjo y baruba se han generalizado en el habla cotidiana. Por lo tanto, es evidente que esas divisiones locales de la
población mursi no deberían considerarse como estáticas e históricamente permanentes. La imagen es de fluidez y cambio, con creación de nuevas identidades y
modificación de las viejas como resultado de la expansión hacia el norte. Una
expansión que fue alimentada a lo largo de los años por una emigración continua, de sur a norte, de individuos y familias, facilitada en gran medida por matrimonios entre parientes, dando como resultado que los vínculos de pertenencia al
clan y de afinidad, personificados por el intercambio y la cooperación económica,
se ramifican por toda la población rebasando los límites buranyoga.
Los buranyoga, por lo tanto, son grupos “politico-territoriales”: consiste en
gente con intereses compartidos dentro de un territorio también compartido
(Mackenzie, 1978) y que dirigen sus asuntos con relativa independencia de los
otros grupos. Sin embargo, tales grupos no se originan por casualidad, no aparecen por un proceso “natural”. Esto no quiere decir que factores prácticos y materiales, tales como la topografía, la ecología y la necesidad de cooperación en la
explotación y defensa de los escasos recursos, no tengan un papel clave en la determinación del tamaño, forma y distribución de grupos “sobre el terreno”.
Simplemente, significa que tales factores no bastan para explicar el sentido de per-
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tenencia, el sentimiento de unión que experimentan los miembros de ese grupo y
que no sólo los prepara sino que les hace desear hacer grandes sacrificios en su
nombre. Si esos sentimientos fuesen simplemente el resultado de la co-residencia
y el reconocimiento de intereses comunes, sería difícil justificar aquellos casos (la
mayoría) en los que el límite del grupo no está marcado por
una característica natural que aísle eficazmente a todos sus
miembros de un contacto regular con miembros de cualquier
otro grupo. Como nos enseñó el antropólogo Frederick Barth
hace tiempo, los límites étnicos se crean por contacto, no por
aislamiento (1961). Si los límites grupales fuesen una simple
extensión de la cercanía física e interés común, sería difícil
explicar por qué la gente debería sentirse más unida a miembros de su propio grupo, a los que nunca han visto, que a
miembros de un grupo diferente con los que están en contacto diario y amistoso.
Parece razonable asumir que los límites grupales no
son un simple producto de la necesidad práctica sino que
deben de ser considerados en un sentido conceptual. ¿Qué
implica hacer tal distinción conceptual? En primer lugar, la
afirmación de la existencia de al menos dos grupos diferenciados (“ellos” y “nosotros”). En segundo lugar, y como consecuencia lógica de esa misma afirmación, parece evidente la
existencia de un espacio social más amplio en el cual ambos
grupos coexisten. Como el filósofo E. Leclau ha expresado:
“no puedo afirmar una identidad diferencial sin distinguirla
de un contexto y, en el proceso de hacer la distinción, sostengo el contexto al mismo tiempo” (1995,100). La afirmación
de la diferencia es, por lo tanto, una afirmación de la igualdad, de algo compartido, de un “contexto” o espacio social
común. Se deduce de todo ello que el proceso de
“creación/formación” de un grupo se convierte en su separación o “extracción” de
otros grupos similares. Es esta ”desvinculación” de un grupo local respecto de otro
lo que se consigue en el país mursi a través de la violencia masculina ritualizada
del duelo.
Como ya he sugerido, el mismo análisis puede aplicarse a la más letal, pero
igualmente ritualizada, forma de la violencia masculina que llamamos guerra. La
guerra mursi es ritualizada en, al menos, dos sentidos. Primero, existe la conexión
íntima y esencial entre la guerra y los rituales que la llevan a finalizar: hay un sentido real por el cual los mursi y sus vecinos van a la guerra para conseguir la paz.
Segundo, es un hecho que el papel social del guerrero corresponde a una categoría de la población ritualmente definida: es decir, los hombres que ocupan el
rango de edad conocido como rora (singular rori).
Como ya se ha apuntado, la expansión hacia el norte de los mursi durante
este siglo se consiguió a costa de sus vecinos del norte, los bodi. La guerra jugó un
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Fig. 9: Grupos locales (buranyoga)
en tierra mursi. El mapa muestra
las divisiones territoriasles de las
riberas del Omo donde los miembros de cada grupo practican el
cultivo por inundación durante,
aproximadamente, la mitad del
año (Octubre-Febrero).
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Fig. 10.- Ganador del combate llevado a hombros por sus compañeros en Warra, en la tierra del bhuran
de Baruba. 1996.
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papel importante en esta expansión, aunque no se trata, de ningún modo, de un
asunto sencillo según el cual los mursi disponían de una fuerza militar superior a
la de los bodi y por ello ocuparon su territorio. Para entender el papel de la guerra en la expansión mursi debemos considerar que la guerra y los medios rituales
por la que ésta finaliza son partes integrantes del mismo proceso.
Desde que acabó en
1975 el último período de
intensas hostilidades mursibodi, los mursi no han ampliado su frontera norte más allá
del Mara. Lo que ha cambiado,
como resultado de la guerra, es
el estatus legal de la frontera. El
final de las hostilidades se selló
mediante un ritual de paz,
celebrado en el río Mara, a
unas 20 millas al norte de
donde otro ritual similar marcó
el fin de las hostilidades, a principios de los años 50. Por lo
tanto, desde el punto de vista
de los mursi la guerra de principios de los 70 se hizo para
adquirir un nuevo territorio en un sentido de jure: establecer su derecho legal hasta
el Mara, que de facto venían ocupando desde los años 20. Así, la celebración de
una ceremonia de paz en un determinado lugar es una forma de legitimar la propiedad de un territorio que anteriormente les pertenecía solo de facto. En ese caso,
se puede decir que el objetivo de la ceremonia es dar ratificación legal a una invasión territorial que ya había ocurrido, pacíficamente, antes de que la lucha empezase (Turton 1978, 99). Esta conexión entre la guerra y el ritual de pacificación es
una de las razones por la que describo la guerra como violencia masculina ritualizada. Otra razón es que aquellos que van a la guerra, al igual que los que toman
parte en los combates de duelo, son miembros idóneos de una categoría de población definida ritualmente: son miembros del rango de edad rora.
Este es el rango más joven del hombre adulto y, mientras se ocupa este
grado, es cuando se espera que los hombres se casen por primera vez, normalmente al final de su veintena. La transición a este rango se produce mediante una
ceremonia llamada nitha, que también tiene el efecto de agrupar a los nuevos
titulares del rango en un grupo de edad del cual serán miembros hasta que mueran. La previsión formal es que el rora permanezca soltero aunque se trate de
hombres físicamente maduros cuyo principal rol social se define como militar y
de “seguridad”. Se espera de ellos que proporcionen a la comunidad un “pre-
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aviso” de ataque por medio de expediciones regulares de exploración por las áreas
fronterizas y que sean los primeros en movilizarse en el caso de producirse uno
de estos ataques. También se espera de ellos que ejecuten las órdenes de los ancianos en asuntos que conciernen a la disciplina de los miembros recalcitrantes dentro de la misma comunidad. Y del mismo modo, se espera de ellos que asuman
el papel principal en los combates de duelo. Si reunimos todas estas expectativas
y obligaciones, el modo normal en el que un informante resumiría el rol del rora
sería decir que son el “ejército” o la “policía” (holiso) de los mursi. El grado en el
que esta imagen ideal del rora como “guerreros” solteros se aproxime a la realidad
dependerá de la longitud del intervalo de tiempo entre las sucesivas incorporaciones. Se dice que en el pasado este intervalo era normalmente de unos siete
años, lo que significaría que la mayor parte del rora estaría comprendido entre el
final de la década de los veinte años y el comienzo de los treinta. Hoy, sin embargo, prácticamente todo el rora son hombres casados y muchos de ellos tienen
hijos casados. Ello se debe a que la última ceremonia de constitución, realizada
en 1991, tuvo lugar treinta años después de la anterior. De este modo, aquellos
que constituyeron la nueva incorporación en 1991, y que por lo tanto se convirtieron en rora, tenían entonces entre 15 y 45 años de edad, estando hoy (2008)
entre 32 y 62 años.
Conclusión
El duelo y la guerra tienen al menos cuatro características comunes. En primer
lugar, son actividades características de la misma categoría específica de género y
edad de la población. Segundo, se anima y se prepara a los hombres para que se
ocupen de ambas actividades a través de su participación en los rituales de las organizaciones de grupos de edad. Tercero, enfrentan a los hombres como miembros
de grupos político-territoriales diferentes. Y cuarto, son el resultado de una relación recíproca entre estos grupos. Cada caso de guerra o duelo se considera como
un “retorno”, justificado y llevado a cabo en razón de un caso previo, y por lo tanto
como parte de un “intercambio” continuo –de muertes en el caso de la guerra y de
heridas en el caso de los duelos. Según el argumento de este artículo, estas similitudes superficiales se explican por un propósito ritual subyacente común: la afirmación de identidades político-territoriales separadas y el derecho de estas identidades a la coexistencia dentro de un espacio social compartido. ¿Por qué debería
de haber periódicamente una necesidad de afirmar estas identidades?
En el caso de los duelos se puede señalar que los buranyoga no tienen límites territoriales claramente definidos, sólo ámbitos territoriales; que las identidades grupales locales están en un proceso de reajuste y cambio continuo; que las
lealtades basadas en la co-residencia y los intereses compartidos en las actividades
económicas cotidianas se entrecruzan con las lealtades basadas en la pertenencia al
clan y la afinidad; que el duelo incluso da prioridad a las lealtades basadas en relaciones de parentesco pan-mursi, garantizando, por ejemplo, que hombres del
mismo clan pero de distinto buranyoga no compitan en duelo entre ellos; y que el
duelo es, sin embargo, el único contexto en el que se trazan de forma regular y
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visible los límites entre un buran y otro. El duelo, en otras palabras, afirma una
identidad política mursi global, o un “contexto”, incluso distinguiendo y enemistando diferentes “subgrupos” políticos de los mursi (fig. 10).
En el caso de la guerra, podemos destacar que los límites físicos entre aquellos grupos que van a la guerra tampoco están claramente definidos, ni físicamente ni a través del tiempo; que, como en el duelo, la guerra es una relación recíproca, basada por lo tanto en convencionalismos y expectativas comunes, no menos
en cuanto a su resolución; y que la relación no excluye lazos cercanos de intercambio económico y ayuda mutua. La guerra, en otras palabras, afirma valores compartidos que trascienden los límites políticos (culturales, lingüísticos), incluso distinguiendo y enemistando diferentes grupos políticos. Esto lo hace no tanto a través de las normas que rigen la conducta de las hostilidades (aunque tales reglas
existen), como a través de las normas que gobiernan su resolución.
De acuerdo con ello, el duelo y la guerra se comprenden mejor como afirmaciones rituales de un derecho a la diferencia dentro de un contexto de valores
compartidos. Esto no significa que “expresen” o “representen” diferencias ya existentes, como aquellas que han sido bien establecidas por una necesidad práctica y
que los participantes dan por sentado. Tales diferencias difícilmente necesitarían
de una afirmación ritual periódica. El argumento que se ha expuesto es que el
duelo y la guerra son los que “hacen” esta diferencia. Son actos de comunicación
no verbal que tienen la cualidad que el filósofo J. L. Austin denominó como
comunicación verbal “interpretativa”: originan lo que afirman o expresan. Tal
como Austin explicó, a modo de ejemplo, “cuando digo, ante el registro o el
altar… ‘sí, quiero’, no estoy informando sobre una boda, estoy consintiendo en
ello” (Austin, 1982, 6).
Bibliografía
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TURTON, D. (1978): “Territorial Organisation and Age amongst the Mursi”, in P. Baxter and
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TURTON, D. (in press): “Mursi”. Encyclopaedia Aethiopica, Vol. III, Harrassowitz Verlag,
Hamburg.
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LA PINTURA Y SU SIMBOLOGÍA
EN LAS COMUNIDADES DE
CAZADORES-RECOLECTORES
DE LA TIERRA DE ARNHEM
INÉS DOMINGO
SALLY K. MAY
El arte rupestre no es más que la expresión gráfica de un sistema de creencias y una tradición socio-cultural cuyo significado es tan sólo accesible para aquellos que han sido
formados en el seno de la cultura o tradición que lo creó. Y en este sentido es comparable a cualquier manifestación gráfica cuya finalidad es la de ilustrar un relato o transmitir un mensaje, ya sea para educar, regular, recordar o señalizar. El arte rupestre combina el arte civil y el religioso, pero también la información que en la actualidad transmitimos por medio de señales y carteles, mediante códigos que aprendemos a lo largo
de la vida, que se transmiten de generación en generación y cuya finalidad es la de regular el comportamiento en sociedad.
Descifrar el arte rupestre de otra cultura es como viajar a otro país en el que desconoces el contexto socio-cultural. Las señales, las imágenes y los códigos dejan de
tener significado y de transmitirte información. Y por tanto ignoras cómo comportarte, cómo llegar a un lugar, dónde encontrar lo que buscas, cuáles son tus obligaciones,
qué peligros hay, etc. Mientras que una guía del viajero o un amigo local pueden iniciarte en la cultura de otro país, cuando viajamos al pasado las posibilidades de descifrar los mensajes transmitidos por el arte rupestre quedan reducidas a la identificación
visual del tema representado, pero perdemos el relato al que se vincula y por tanto el
significado del mensaje transmitido. Como arqueólogos, mediante el análisis del contexto arqueológico o del lugar que ocupa una representación en el paisaje y en el panel,
tratamos de deducir la función o el mensaje transmitido, pero el desconocimiento de
las tradiciones socio-culturales a las que se vincula limita en gran medida nuestras
interpretaciones.
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Fig. 1. Ngarrbek (equidna) pintado por Bobby Nganjmirra en la
Galería Principal de la colina de
Injalak en 1985 (Kunbarlanja,
Oeste de la Tierra de Arnhem).
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En la actualidad, son pocas las culturas en las que el arte rupestre todavía forma
parte de la simbología de una cultura viva y, por tanto, en las que aún podemos acceder a su significado guiados por los conocimientos de los autores o sus descendientes.
Entre los pocos ejemplos destaca el arte rupestre australiano de lugares como la Tierra
de Arnhem (Territorio del Norte, Australia), donde el impacto de la invasión europea
fue menor que en otros territorios del
mismo país y permitió la conservación de
una de las tradiciones pintadas más longevas de la humanidad.
Es cierto que la interpretación de
cerca de 40000 años de manifestaciones
rupestres a partir de los conocimientos de
poblaciones aborígenes actuales no está
exenta de polémica (Rosenfeld, 1992;
Layton, 1992 y 2006), ya que muchos
investigadores debaten si el arte rupestre
antiguo puede ser interpretado de forma
válida a partir de la etnografía moderna.
Como cualquier forma de expresión cultural, el arte aborigen no es una tradición
estática e invariable, sino que se ha ido
adaptando constantemente a los cambios
socioculturales y medioambientales que se
han producido a lo largo del tiempo
(Taçon y Chippindale, 1998). Muchos motivos contienen diversos significados simbólicos,
que no sólo varían entre clanes o grupos lingüísticos sino también entre los miembros de
una misma comunidad dependiendo del estatus social del individuo, de su género o de su
grado de iniciación. Por tanto, si existen cambios a nivel sincrónico, es más que probable
que las interpretaciones y el simbolismo hayan variado también a lo largo del tiempo. Pero
lo que no varía es la forma en la que el arte se utiliza para marcar el territorio y transmitir
conocimientos acerca del paisaje, la sociedad, la cultura y las formas de comportamiento.
Si el arte rupestre en Europa no puede estudiarse disociado del contexto
arqueológico, en Australia debe tener en cuenta además la información etnográfica, que
nos permite descifrar prácticas socio-culturales completamente imperceptibles cuando
se desconoce el contexto social. Y es ahí donde reside la importancia de los estudios
etnoarqueológicos, en proporcionar las claves para determinar las diversas funciones del
arte en sociedades actuales ( Lewis y Rose 1988; Layton 1992; Taylor, 1996) y utilizar
esas claves para establecer modelos de análisis del arte rupestre antiguo. Uno de los
ejemplos que mejor ilustra la importancia de la etnografía en la interpretación del arte
rupestre es la experiencia de Macintosh en su estudio de los motivos rupestres del yacimiento de Doria (Barunga, Territorio del Norte). En su primera visita al conjunto
Macintosh efectuó una interpretación de los motivos faunísticos a partir de la identificación literal de lo representado (Macintosh, 1952), que resultó errónea en un 90 por
cien al visitar nuevamente el conjunto con el anciano aborigen y líder del clan Bagual,
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Lamjerroc (Macintosh, 1977). En esa revisión del conjunto Macintosh pudo determinar que existen al menos cuatro niveles de interpretación de los motivos, que van desde
el simple reconocimiento visual de lo representado a una interpretación mucho más
compleja vinculada con su significación simbólica, y que las posibilidades de acceder a
la significación sin conocer el contexto socio-cultural son más bien escasas.
Con este ejemplo no queremos decir que la etnografía sirva para interpretar el
arte prehistórico, sino tan sólo para pulir nuestros métodos de análisis, abrir interrogantes en nuestras interpretaciones, proponer otras vías de investigación y cuestionarnos la
validez y limitaciones del método arqueológico. Es en este sentido dónde se sitúa nuestro interés por revisar el significado del arte rupestre en un contexto etnográfico.
La supervivencia de una tradición: el arte rupestre de la Tierra de Arnhem.
Durante cerca de 50.000 años la Tierra de Arnhem fue habitada por diversas poblaciones
aborígenes con una forma de subsistencia basada en la caza y la recolección. Estas poblaciones se organizaban en bandas flexibles, con un intercambio de miembros mediante
matrimonios (Layton, 1985), y su dependencia de fuentes de alimento estacionales les llevaba a practicar una cierta movilidad. La relativa simplicidad tecnológica de las poblaciones aborígenes contrastaba con su sofisticada vida socio-cultural, con una mayor inversión de tiempo en los aspectos culturales que en las actividades económicas, que explica
el elevado desarrollo del arte, la religión y las leyes (Flood, 1997, 2). El mantenimiento
de esas complejas estructuras sociales y de esas sofisticadas prácticas culturales se garantizaba por medio de la celebración de ceremonias de forma cíclica (Smith and Burke, 2007,
41). Ceremonias en las que religión, historia y leyes se fundían a través de danzas, música, relatos y diversas formas de arte (corporal, rupestre y mueble), para garantizar la formación adecuada de las nuevas generaciones, el intercambio de ideas, de novedades o de
materias primas, para acordar matrimonios o para despedir a los difuntos.
La llegada de los europeos al Territorio del Norte tuvo un fuerte impacto en las
formas de vida de estas poblaciones cazadoras-recolectoras (ver Salazar, en este mismo
volumen) y quedó registrada con gran detalle en los abrigos rupestres, como había sucedido con anterioridad durante el contacto con las poblaciones asiáticas (los denominados macassan). Sin embargo, la interrupción de su sistema económico y su sedentarización no provocaron la desaparición de su sistema de creencias y sus prácticas socio-culturales. Bien al contrario, se vieron reforzados como un símbolo de identidad frente a
los “otros” y como una forma de garantizar la transmisión de conocimientos ancestrales
a las nuevas generaciones.
La tradición de pintar y repintar, o rejuvenecer, los abrigos rupestres constituía
una parte integral de su obligación de custodiar el territorio y reavivar su significación
cultural y sus tradiciones ancestrales, prestando homenaje o renovando los lazos con espíritus y ancestros. Simbolizaba por tanto la renovación cíclica de la vida, como se regenera el paisaje tras la estación seca o como el espíritu de los difuntos retorna a las aguas y a
su forma de espíritu niño por medio de rituales en los que sus huesos se impregnan con
colorante rojo (Taçon, 1989, 334). La actividad de renovar o rejuvenecer los abrigos tan
sólo podía llevarse a cabo por individuos relacionados con el yacimiento por descendencia, es decir, miembros del clan local al que pertenecen las tierras donde se sitúa el con-
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Fig. 2. La multitud de superposiciones es la mejor evidencia de la
continuidad del uso de los mismos
abrigos a lo largo de diversas generaciones y la importancia del lugar
frente a los motivos representados
(Galería Principal de la colina de
Injalak, Kunbarlanja, Oeste de la
Tierra de Arnhem).
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junto (Smith, 1996; Layton, 2006). Pero la dislocación cultural que tuvo lugar tras la llegada de los europeos ha provocado la casi total desaparición de esta práctica y el consecuente deterioro de los conjuntos, sin que vuelvan a ser rejuvenecidos y por tanto sin que
sus poderes puedan ser revitalizados. Así mismo, los movimientos de población consecuencia de la llegada de los europeos han provocado que en muchos lugares los aborígenes se vieran desprovistos de su conexión
con sus territorios tradicionales y que
muchos se encuentren custodiando yacimientos o motivos que fueron creados por
otros y, por tanto, con un arte que en origen estaba vinculado a un paisaje cultural
distinto. Pero por lo general, la reacción
de las poblaciones trasladadas fue marcar
los nuevos territorios con nuevos símbolos
de su identidad e incorporar los símbolos
de esos nuevos territorios a la cosmología
local (Clarke, 2003, 95-96), cuyo significado era conocido por algunos miembros
de los clanes aledaños. Y es que una forma
de garantizar la supervivencia de las tradiciones culturales de un clan, en caso de
que su población desaparezca, es estableciendo alianzas con los clanes vecinos que
llevan a compartir dicha información con
miembros selectos de los otros clanes a través de ceremonias.
A pesar de los cambios, los conocimientos ancestrales se siguen transmitiendo por
medio de ceremonias, danzas, canciones y relatos que tienen su representación gráfica en
los abrigos pintados, y en la actualidad también sobre corteza de árbol o papel (ver Taylor,
1996, May, 2006 y en prensa). Los ancianos todavía conocen y siguen revelando a las
nuevas generaciones las tradiciones rupestres de la región, la importancia de determinados enclaves y el significado de una gran parte de las representaciones, así como los sistemas de creencias y las tradiciones orales que se asocian a ellas. Algunos de ellos aún
rememoran cuando en un pasado reciente todavía habitaron, durante la estación húmeda, los abrigos pintados por sus padres y ancestros e incluso recuerdan los nombres de
algunos de los autores. En 1986 Taçon pudo constatar todavía la realización, tan sólo un
año antes, de varios motivos llenos de simbolismo en la colina de Injalak (Gunbalayna,
Arnhem Land) por el anciano aborigen Bobby Nganjmirra y su hijo Alex, entre los que
destaca la representación de Likanaya, madre de los espíritus niños, un echidna o un
cocodrilo de agua dulce de la galería principal (Taçon, en prensa) (fig. 1).
La multitud de motivos (grabados, abrasiones, pinturas, dibujos, siluetas e impresiones) y superposiciones que pueblan los abrigos pintados de la tierra de Arnhem son la
evidencia más clara de la longevidad de esta tradición artística y de su progresiva adaptación a los cambios socio-culturales y medioambientales que se han producido a lo largo
de la historia (fig. 2). No se trata por tanto de una expresión cultural estática e invariable,
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sino que los cambios estilísticos y temáticos constituyen un testimonio significativo de los
eventos y cambios que fueron dando forma a su historia (Taçon y Chippindale, 1998).
Para los investigadores resulta fundamental establecer la cronología y la seriación
estilística del arte que puebla las galerías pintadas de la Tierra de Arnhem (ver las propuestas de Brandl, 1973; Chaloupka, 1984 y 1993, Lewis, 1988 o Taçon 1989a) con
objeto de reconstruir su evolución y cuantificar los cambios socio-culturales y
medioambientales pasados. Sin embargo, para las poblaciones indígenas las superposiciones no son más que una evidencia de la continuidad de una tradición iniciada por
los Seres Ancestrales en el pasado, durante el Tiempo de los sueños (palabra europea utilizada para identificar el periodo de la creación en la mitología aborigen) (Walsh, 1988,
35), pero que perdura en el presente. Ese arte, íntimamente relacionado con la organización social, los derechos ancestrales sobre el territorio y las relaciones entre los diversos grupos que mantienen la propiedad tradicional de cada territorio, combina creencias encriptadas, que han perdurado cientos de generaciones, con imágenes de su
mundo espiritual y terrenal, sus pertenencias materiales o su sentido de identidad individual y de grupo (Mulvaney y Kamminga, 1999, 357). Es este segundo aspecto el que
nos interesa revisar en este artículo para comprender la complejidad de la realidad que
gobierna la producción artística pasada y presente.
El arte del Tiempo de los Sueños
Como ya hemos señalado con anterioridad, la mayor parte del arte aborigen, toma su significado del Tiempo de los Sueños, al igual que las ceremonias, las danzas y las canciones
a las que se vincula. Durante el Tiempo de los Sueños los Seres o Espíritus Ancestrales procedentes del cielo, del mar o de la tierra recorrieron el territorio australiano dando forma
al paisaje con sus acciones y creando la vida a su paso. Con posterioridad crearon a la
población, a la que dotaron de diversas lenguas y les otorgaron la “Ley”, que sancionaba
el orden social y que especifica las prácticas socioculturales, religiosas y los códigos de
conducta que debían seguir a lo largo de su vida (fig. 3). Una vez finalizado su trabajo
regresaron a la tierra, pasando a formar parte del paisaje bajo la forma de ríos, montañas,
rocas, árboles, etc. De este modo, la totalidad del paisaje no es sólo una evidencia de sus
acciones pasadas, sino de su presencia en el presente (Chaloupka, 1993, 45).
La ocupación humana del territorio quedó condicionada a la celebración de ceremonias y la transmisión de esas leyes sagradas que conmemoraban las acciones de los
Seres de la Creación (Flood, 1997, 349 y 352). Tras la creación y hasta la actualidad, a
cada uno de esos lugares por los que pasaron o en los que se transformaron los Seres de
la Creación se les asocia leyendas específicas que narran su creación, canciones y danzas
que conmemoran dichos eventos y motivos pintados que representan a los seres legendarios en su forma humana o animal (Layton, 1985, 435-436). Las canciones y los relatos narran dónde habitan todavía esos Seres y las influencias que pueden ejercer, ya sean
benignas o maléficas. También relatan cuáles son los mejores lugares y las mejores épocas para la caza, dónde encontrar agua en los años más secos, y especifican cuáles son
las reglas de parentesco y las normas correctas a la hora de elegir pareja. El arte del
Tiempo de los Sueños no es más que la expresión gráfica de esas creencias y valores sagrados y, en consecuencia, una guía para desplazarse por el territorio habitado y convivir
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Fig. 3. Yirgana es uno de los principales ancestros para los aborígenes de la Tierra de Arnhem, al ser
la responsable de su creación. En
las quince bolsas transportaba a
niños que fue distribuyendo por el
territorio, enseñándoles una lengua y asignándoles un clan.
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en sociedad, pero también un documento que revela la pertenencia de la tierra a un
determinado clan.
Algunos mitos sobre los principales Seres de la Creación son compartidos por
diversos clanes o grupos lingüísticos. Pero en tal caso los clanes se identifican con la parte
específica del trayecto que recorre sus tierras y con la leyenda concreta que tuvo lugar en
esa parte del trayecto. Asociadas con
esos puntos existen canciones, leyendas y representaciones rupestres específicas, que se diferencian de las de
otros clanes a nivel estilístico y técnico, pero también a nivel temático
(Layton, 1985, 436). Así mismo,
existen otros mitos de carácter local
que se vinculan al territorio de un
solo clan (Taylor, 1996). De este
modo, los motivos y sus diseños internos constituyen la muestra más evidente de la posesión de un territorio,
por lo que los derechos de uso de esos
motivos y temas y de las leyendas y
canciones asociados a ellos son guardados celosamente. Sin embargo,
aunque el clan controla el acceso a sus
yacimientos sagrados que delimitan su territorio, no mantiene el uso exclusivo de los
recursos de ese territorio, que pueden ser utilizados por miembros de otros clanes
(Layton 1985, 436) tras obtener el permiso del clan pertinente. Esa fluidez en el movimiento por el territorio de otros clanes y en el acceso a sus recursos es paralela a la fluidez de los derechos a pintar motivos de tipo no sagrado (Rosenfeld, 1997, 294), ejecutados en contexto públicos. Los diversos clanes mantienen así mismo ciertos lazos de
unión al participar de tradiciones religiosas comunes, acordar matrimonios, o al compartir dialectos o derechos de explotación del territorio. Sin embargo, los diseños, ya sean
corporales, muebles o rupestres, suelen ser específicos de un clan, por lo que utilizar los
diseños de otro sin obtener su permiso es considerado como una usurpación de sus tierras y de su identidad (Layton, 1985, 437; Smith, 1992). Solo en circunstancias específicas, como cuando se establecen alianzas, se permite la utilización de los diseños de otros.
Por tanto, el arte rupestre está íntimamente ligado con el lugar, con los Seres de la
Creación que actuaron en dicho lugar y que dieron identidad al territorio y con la población
o el clan al que pertenece dicho territorio. El arte es pues la evidencia material de los derechos inalienables del clan sobre un determinado lugar (ya sea un yacimiento o un territorio).
En la actualidad, a pesar de que la práctica de pintar sobre las pareces rocosas ha sido
casi totalmente sustituida por las pinturas sobre corteza o papel, los derechos sobre qué diseños, qué motivos o qué relatos puede pintar cada individuo en función de su estatus social
y su lugar de procedencia se mantienen. Por lo tanto, motivos, temas y diseños revelan la
identidad del individuo y el lugar que ocupa en la sociedad, en el espacio y en el tiempo.
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Los autores
En la Tierra de Arnhem la tradición de pintar sobre paredes rocosas se atribuye fundamentalmente a los hombres (Chaloupka, 1993, 23), especialmente cuando se trata de
contextos ceremoniales o sagrados. Esta asunción se debe fundamentalmente al hecho
de que la mayoría de las investigaciones que se han llevado a cabo en la Tierra de
Arnhem han sido realizadas por
hombres, que trabajan a su vez con
los hombres aborígenes, en una
sociedad en la que la información no
se comparte entre géneros o entre
categorías sociales distintas. No obstante la documentación de negativos
y siluetas de manos de mujeres y
niños en diversos abrigos evidencian,
cuanto menos, su participación en
los contextos públicos.
Como señala Smith (1992 y
en prensa), en teoría el artista puede
pintar lo que quiera, pero en la práctica está condicionado por las normas
que regulan la producción artística
en los diversos contextos de uso. La
producción y el mantenimiento del
arte está regulada por reglas que fueron establecidas por los ancestros durante el Tiempo
del Sueño y que restringen las posibilidades de introducir variaciones estilísticas o temáticas, especialmente en los contextos sagrados. Existen reglas estrictas sobre quién puede
pintar cada diseño, el contexto en el que puede ser pintado, y en el caso de objetos sagrados, quién tiene permiso para verlos (Isaacs, 1984: 34). Ciertas danzas, canciones y diseños son custodiados por determinados individuos, que los han heredado de sus antepasados como heredaron los derechos sobre la tierra o a desempeñar determinados roles
en determinadas ceremonias. Por tanto nadie más puede utilizar los mismos diseños
sagrados, que se convierten en un símbolo de identidad y de estatus social. Dado que
las imágenes están vinculadas con determinados enclaves del paisaje, usar los motivos de
otra persona o de otro clan sería como pretender la posesión de sus tierras (Smith,
1992). Sin embargo, la ejecución de representaciones en contextos no sagrados está
menos regulada (Rosenfeld, 1997, 296-297).
Diversas investigaciones etnográficas han demostrado que a la hora de diferenciar diversos tipos de arte, los Aborígenes no prestan atención a la cronología, sino a los
autores y al contexto de realización, que les lleva a diferenciar tres tipos de arte
(Rosenfeld, 1997):
· El arte rupestre atribuido a los Seres de la Creación. Se trata por lo general de
un arte sagrado y lleno de simbolismo que se atribuye a dos tipos de autores.
Ciertas representaciones se consideran efectuadas por los Mimih, Seres de la
Creación y parientes de los actuales Mimih que habitan en los escarpes y se
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Fig. 4. El gigante Luma Luma es la
única representación en la colina
de Injalak cuya autoría se atribuye
al propio ser maléfico que se
emplazó a sí mismo en la pared.
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esconden entre las grietas. Los Aborígenes creen que los Mimih fueron los primeros pintores y enseñaron a pintar a sus antepasados, pero también cómo
cazar, trocear o cocinar a los animales, así como las canciones y las danzas utilizadas en sus ceremonias (Chaloupka, 1993, 64). Así mismo existen representaciones atribuidas a Espíritus Ancestrales, seres maléficos o criaturas peligrosas
que se situaron a sí mismos en las paredes (fig. 4) y que por tanto no son consideradas representaciones pintadas sino los propios Seres Ancestrales
(Chaloupka, 1993, 87). En ocasiones estas representaciones aparecen en lugares inaccesibles, lo que se considera una clara evidencia de que no fueron realizados por humanos. No obstante, aunque su autoría no es atribuida a los humanos, en algunas comunidades los ancianos tienen la obligación de garantizar su
preservación mediante repintes o retoques realizados en contextos rituales, para
asegurar que las estaciones vuelven en el momento adecuado, así como para
garantizar la abundancia de recursos y el nacimiento de nuevas generaciones.
Algunos investigadores reacios a la utilización de conocimientos etnográficos
para la interpretación del arte rupestre consideran que la atribución de su autoría a los Seres de la Creación es una clara evidencia de que esa manifestación
pertenece a una tradición extinguida y que ha perdido su significado. Sin
embargo, la adscripción de un origen espiritual al arte es un aspecto esencial del
sistema de creencias aborigen (Layton, 1992). Es más, en la actualidad se sabe
que en ocasiones los aborígenes reencarnan a los seres de la creación y atribuyen la autoría del arte a esos seres mientras efectúan ellos mismos las representaciones (Layton, 2006), como una forma de garantizar la continuidad de sus
creencias. Una costumbre que nos recuerda nuestra tradición de los Reyes
Magos o Papá Noel, cuya finalidad no es engañar a los niños sobre quién les
hace los regalos, sino mantener viva una tradición cultural.
· rupestre creado por los humanos, que narra eventos del Tiempo de los Sueños, ya
sea pasados o presentes, y que por tanto tiene una simbología sagrada. Este tipo
de representaciones a menudo se consideran evidencia de la relación existente
entre el artista, su familia, el paisaje y determinados Seres de la Creación.
· El arte rupestre creado por los humanos, que refleja sus preocupaciones (magia
de amor, conmemoración de eventos o con finalidad educativa) o sus actividades cotidianas (como escenas de caza o pesca). Se trata por lo general de un arte
realizado en contextos seculares, de carácter público.
Los temas
En la Tierra de Arnhem los aborígenes efectuaron representaciones sobre una variedad de temas entre las que se incluyen los mencionados Seres Mitológicos, pero también figuras humanas, marsupiales, pájaros, peces, reptiles, huellas, etc, así como diseños abstractos.
La mayoría de las representaciones guardan estrecha relación con la religión y
codifican diversos niveles de información que son revelados a los miembros de la
comunidad de forma gradual en base a su edad, su género, su grado de iniciación y
su filiación social. En la actualidad cuando los aborígenes ofrecen una interpretación
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al visitante, generalmente ésta es básica, la misma
que se le daría a un niño no iniciado. Los conocimientos más profundos sobre el significado,
tales como las referencias a símbolos sagrados
utilizados y otros detalles, se reservan para los
ancianos de las comunidades que han alcanzado
la madurez ritual.
Junto a las representaciones sagradas existen
multitud de motivos realizados exclusivamente
para pasar el tiempo o para narrar historias en contextos públicos durante las largas horas que los
aborígenes pasaban en los grandes abrigos rocosos
protegiéndose de las lluvias durante la estación
húmeda (Layton, 2006). En ese caso las representaciones son simplemente registros de caza y pesca
o de actividades de índole más cotidiana, aunque
no por ello están exentas de significación cultural.
Entre los temas representados destacan a grandes rasgos:
· Representaciones de espíritus, que pueden adoptar forma humana o animal, o
una combinación de ambas, pero que incluyen cierto grado de distorsión o elementos no humanos (fig. 5);
· Seres ancestrales.
· Representaciones de los propios aborígenes, pintándose a sí mismos y a sus
parientes utilizando armas y herramientas, cestos, bolsas, redes, así como adornos
corporales y vestidos. Cuando representan
escenas narrativas, los artistas dibujan claramente diversas actividades en las se plasma el comportamiento humano y sus
relaciones sociales. Es por ello que el arte
rupestre de esta región constituye una
muestra inigualable para estudiar la evolución de los útiles y el adorno de estas
poblaciones (Chaloupka y Giuliani,
2005) (fig. 6).
· Manos en negativo o en positivo, generalmente consideradas marcas personales o
como la firma del artista, que muestra la asociación de un determinado individuo
con un lugar (Taçon, 1994: 123), (fig. 7).
· Imágenes de brujería o hechizos amorosos: por lo general se trata de representaciones humanas (hombres o mujeres), que adoptan posturas ridículas o
aparecen en posición invertida y con los genitales distorsionados y cuya finalidad es provocar la enfermedad o la muerte de la persona “a la que se canta”
(fig. 8).
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Fig. 5. Aunque podría parecer una
escena de caza, se trata en realidad de
una lección de moral que muestra las
consecuencias de transgredir las
leyes. El individuo trasgresor
(izquierda) fue “cantado” por los
miembros de su comunidad para
que los espíritus malignos penetraran
en él, para darle una lección, y después le persiguieron y lo mataron.
Fig. 6. En ocasiones los aborígenes
se pintan a sí mismos en situaciones
diversas, como las representaciones
de guerreros del yacimiento de
Wulk (próximo a Kunbarlanja), en
las que se recoge con todo detalle su
armamento (propulsor, lanzas y
hachas que penden de la cintura o
de la mano del guerrero), su equipo
(cestos en los que transportan sus
pertenencias, como los palos para
hacer fuego) y sus adornos.
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Fig. 7. Las representaciones de
manos se utilizaban con frecuencia
para marcar la presencia de un
individuo en un abrigo, en ocasiones como símbolo de propiedad
de un individuo o un clan.
Fig. 8. Algunas representaciones
tienen la finalidad de causar enfermedades o incluso la muerte de un
individuo que ha trasgredido la
ley. Pero esta forma de magia también se utiliza con posterioridad
contra mujeres infieles o amantes
que han rechazado las atenciones
de un hombre (colina de Injalak).
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· Alimento y medicinas (ya sea de origen
vegetal o animal). En el arte rupestre
existen numerosas muestras de recursos
vegetales y animales que han sido utilizados por los aborígenes durante generaciones como alimento o como medicina.
Su presencia en el arte les recuerda
dónde y en qué estación encontrarlos,
pero también cómo procesarlos y en qué
contexto pueden ser utilizados. En la
colina de Injalak (Gunbalanya), las
representaciones de pescado, ya sea troceado o completo pero con subdivisiones internas, se utilizan para enseñar
cómo procesar la carne y qué partes son
las más valoradas a la hora de realizar la
distribución del alimento (fig. 9). Pero el pescado no es sólo alimento, sino que
es un símbolo poderoso de vida y su representación puede utilizarse a su vez a
modo de mapas que muestran los territorios de diversos clanes, para relatar historias del Tiempo de los Sueños o incluso para otros propósitos más restringidos
(Taçon, 1994, 124).
A su vez, los diversos temas muestran variaciones dependiendo del
estilo personal, del clan o del grupo lingüístico, por lo que en un solo motivo pueden quedar reflejados diversos niveles de identidad (Taçon, 1994,
124). Así mismo, cada motivo o tema no tiene un solo significado, sino que
suele contener significados múltiples dependiendo del contexto de interpretación (Clarke, 2003). Esos cambios de significado según el contexto no son
ajenos a nuestra cultura o religión, en la que la figura de un gallo puede simplemente indicar la presencia de una carnicería, o representar las tres negaciones de San Pedro a Dios en la religión cristiana.
La clasificación de los motivos en figurativos o no figurativos carece
de significación para los aborígenes, para los que lo importante es el mensaje codificado en la imagen. Como ya hemos señalado en líneas anteriores, los
conocimientos sobre el Tiempo de los Sueños, y en consecuencia la capacidad
de identificar lo representado, se revelan de forma progresiva a lo largo de la
vida del individuo, pero queda reservado a un determinado género, a los ya
iniciados o a los ancianos que han alcanzado la madurez espiritual. Por tanto,
nadie, ya sea una persona, un clan o un grupo lingüístico, conoce más que
una pequeña parte de todos los relatos de la creación (Mulvaney y Kamminga, 1999,77)
y por tanto de la significación de lo representado.
Tras el contacto con las diversas culturas de exploradores e invasores que llegaron a
Australia (en primer lugar los macassan procedentes de diversas islas asiáticas y más tarde
los primeros europeos) el arte aborigen sufrió algunos cambios significativos. A los temas
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del imaginario local se incorporaron representaciones de objetos, animales y figuras humanas que evidencian claramente la cultura del “otro”. Pero mientras para algunos investigadores se trata simplemente de imágenes seculares del encuentro entre dos culturas
(Chaloupka, 1979; Layton, 1992) para otros la representación de objetos, primero macassan y posteriormente europeos, siguió cargada del simbolismo propio del arte aborigen
(Frederick, 1999).
El arte del contacto: continuidad o ruptura del simbolismo tradicional.
Como arte de contacto se debe entender a las manifestaciones rupestres producidas
durante y tras el contexto de un intercambio socio-cultural (Frederick, 1999:34).
Durante mucho tiempo los investigadores australianos han considerado como arte de
contacto a las representaciones de objetos o individuos foráneos, ya fueran macasar o
europeos, pero no al resto de representaciones que se producen en el mismo contexto
siguiendo las convenciones y el simbolismo tradicional aborigen. Sin embargo, como
señalan McNiven y Russell (2002), esa interpretación deja de lado la respuesta de los
aborígenes a esas incursiones, en los casos en los que se siguen utilizando los motivos
tradicionales para enfatizar la relación de los aborígenes con el territorio y para significar el tema de las relaciones sociales.
La relación entre las poblaciones aborígenes y los contactos con macassan y europeos fueron notablemente distintas. Con los macassan los aborígenes establecieron relaciones relativamente cordiales, probablemente debido a que se trataba básicamente de
visitas anuales, sin ocupación permanente del territorio aborigen. Los macassan ejercieron una enorme influencia no sólo en el arte sino también en los mitos, los ritos y la
cultura material de los aborígenes, que todavía se evidencia en ceremonias y canciones
actuales. Muchos elementos decorativos adoptados por el arte aborigen a partir de esos
contactos podrían haber sido tomados de los diseños de las telas y los cestos macassan:
como los rellenos de rombos, de trama cruzada o en forma de diamante de diversos
motivos parietales (Chaloupka, 1993). Esos diseños, lejos de constituir una mera copia
artística sin ninguna carga simbólica, pasaron a formar parte de la identidad aborigen
reflejando una vez más la identidad del artista y su pertenencia a un determinado clan
o grupo lingüístico, por lo que fueron cargados de significación cultural. A pesar de los
cambios aportados por las poblaciones macassan, las novedades introducidas no llegaron a transformar el estilo de vida cazador-recolector aborigen.
Por el contrario, el contacto con los europeos fue mucho más trágico, ya que
vinieron para quedarse y en muchas áreas desposeyeron a los indígenas de sus tierras.
El arte rupestre aborigen pasó a combinar los motivos tradicionales con motivos europeos (armas, caballos y ovejas, hombres con sombrero, etc). Pero estas representaciones
no constituían simplemente un reflejo pasivo de los tiempos cambiantes, sino que se
convirtieron en una forma de reafirmación de los derechos inalienables de los aborígenes sobre la tierra. Los motivos de tipo europeo no constituían meras ilustraciones de
las novedades recién llegadas, sino que fueron impregnados con valores aborígenes con
objeto de volver a ganar el control sobre el territorio y los recursos. Como señalan
McNiven y Russell, puede que su representación tuviera lugar en el contexto de ceremonias para favorecer su acceso a dichos objetos, o incluso que el objeto pasara a ser
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Fig. 9. En la colina de Injalak
abundan las representaciones de
Barramundi, completos o troceados (como en esta imagen). La
forma más sencilla de transportarlo es cortando la cabeza y sujetándolo por las agallas (izquierda). Así
mismo, es importante aprender
qué a trocearlo y distinguir qué
partes son las más valoradas a la
hora de distribuirlo.
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vinculado con las acciones de los Seres de la Creación. Un buen ejemplo de ello es la
consideración de las armas como el origen del rayo y del trueno entre algunas poblaciones aborígenes de Queensland (Menson 1986 según cita en McNiven y Russel,
2002, 34), por lo que su representación pasó a jugar un papel simbólico en las ceremonias celebradas para provocar un aumento de las lluvias.
La respuesta de los aborígenes a la
invasión fue por tanto física y espiritual.
Así mismo se produjo un aumento significativo del arte de tipo mágico, para tratar
de controlar el asesinato masivo de aborígenes y la introducción de enfermedades
por los europeos. No obstante, en este
segundo caso no está claro si los aborígenes
atribuyeron las enfermedades a los europeos o las atribuyeron a un comportamiento
inadecuado de los propios aborígenes y
por tanto la magia estaba destinada a castigar a los propios indígenas responsables
de las enfermedades (Chaloupka, 1993).
Por último, el arte mantuvo su valor como
delimitador territorial, aunque esta vez
como una forma de reafirmar la posesión y
el control del territorio aborigen frente a
los europeos.
Conclusión
En la Tierra de Arnhem las poblaciones aborígenes todavía conservan una gran cantidad de información acerca del significado y la función del arte rupestre que puede ser
de gran utilidad para la construcción de una metodología de análisis del arte rupestre
antiguo mucho más crítica. Si bien es cierto que se trata de información de culturas contemporáneas, también lo es que los relatos narrados en fechas recientes varían sólo ligeramente de los recogidos por los primeros etnógrafos a principios del siglo pasado
(Taçon, 1989b). Al margen de la perduración temporal del relato, lo importante desde
el punto de vista arqueológico es que la etnografía nos ayuda a entender las dificultades de reconstruir el significado y la función del arte rupestre cuando se desconoce el
contexto socio-cultural.
Entender cómo funciona el arte en una sociedad resulta clave para entender las
posibles causas de su variación en relación con la estructura social, el contexto de uso y
los cambios que se producen en espacio y tiempo para adaptarse a las nuevas realidades
socio-culturales y medioambientales.
Para los aborígenes de la Tierra de Arnhem el arte rupestre ha servido como de
forma de transmitir su relación con el paisaje y con los seres que lo habitan. A medida
que las representaciones se iban perdiendo, se fueron añadiendo otras nuevas. Pero lejos
de olvidarse las representaciones antiguas, pasaron a formar parte del imaginario colecti-
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vo y a ser interpretadas como evidencia de los ancestros, los espíritus, los Seres poderosos de la creación, los Seres malignos y las fuerzas de la naturaleza. La diferencia fundamental reside en la concepción del tiempo distinta entre la cultura aborigen y la europea
(ver Smith en este volumen). Y mientras para nosotros el pasado ha terminado y está
separado del presente, para los aborígenes de la Tierra de Arnhem el pasado continúa en
el presente y se mantiene vivo a través
del rejuvenecimiento del arte que renueva los vínculos con los antepasados.
Para los investigadores las transformaciones temáticas y estilísticas en el
arte rupestre son una evidencia visual de
los cambios que han tenido lugar a lo
largo de la historia en la Tierra de
Arnhem. Esas transformaciones tienen su
origen en cambios medioambientales que
se evidencian en la fauna representada, en
las transformaciones tecnológicas que
tuvieron lugar in situ y que se evidencian
en los cambios en el armamento utilizado
a lo largo de la secuencia, o en las situaciones de contacto con otros grupos aborígenes o con culturas foráneas como los
macasar o los europeos.
La combinación de ambos conceptos de interpretación del arte rupestre
nos proporciona una visión enriquecedora de la importancia del arte para las sociedades
pasadas y presentes, ya que el registro pintado de la Tierra de Arnhem nos informa tanto
sobre la identidad social e individual de los artistas, su lugar en la sociedad y en el territorio, como sobre los cambios tecnológicos y medioambientales, los conflictos o los
intercambios culturales que se han producido a lo largo de la historia en ese territorio.
Afortunadamente, a pesar de que la práctica de pintar en abrigos rupestres ha disminuido notablemente, la transmisión de conocimientos a través del arte (fig. 10) todavía se mantiene viva gracias a la continuidad de la tradición artística sobre corteza o papel.
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90 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 10. La tradición artística y los
relatos asociados a ellas continúan
transmitiéndose sobre corteza o
papel. Raphalia Badari (izquierda)
y Sharon Nawirridj con una pintura realizada por el artista Wilfred
Nawirridj (Kunbarlanja, 2007).
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LA PINTURA Y SU SIMBOLOGÍA EN LAS COMUNIDADES DE CAZADORES-RECOLECTORES DE LA TIERRA DE ARNHEM
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LA SUPERVIVENCIA
DE LAS CULTURAS INDÍGENAS
CLAIRE SMITH
Este artículo aborda algunas formas en las que la investigación antropológica y arqueológica puede favorecer la supervivencia de las culturas indígenas. Así mismo reflexiona acerca de cómo llevar a cabo la investigación para que ayude a la transmisión de
conocimientos culturales y tenga en cuenta el impacto de la globalización en la supervivencia cultural de los indígenas. Mi argumento se basa en la premisa de que la continuidad es la clave para la supervivencia de dichas culturas. Las culturas son entidades
vivas que se transmiten de generación en generación y, si bien tienen manifestaciones
materiales, son algo más que meros objetos materiales. La continuidad cultural depende del reconocimiento social de la identidad de una comunidad y de la transmisión de
los productos culturales, tales como relatos, danzas, ritos religiosos, formas cotidianas
de interacción, o de la reproducción de la organización de la sociedad como un todo.
Toda esa miríada de factores que conforman lo que denominamos cultura tienen que
ser transmitidos si queremos que haya una continuidad cultural si bien esto no excluye
el cambio cultural. Los seres humanos son criaturas inteligentes y adaptativas y todas las
culturas se hallan en un estado constante de “cambio”, es decir, de convertirse en la
manifestación futura de esa cultura.
Las disciplinas que estudian las culturas indígenas han heredado un legado que
es profundamente colonial. El proceso colonial estaba basado en el deseo de conquistar
mundos desconocidos. Los artefactos se convirtieron en la prueba material de la conquista de una nación, estableciendo lo que Said (1978) denomina la “posición de superioridad” de los colonizadores. El encuentro con el ‘otro’ cultural se teorizaba como
‘exótico’ y, como tal, digno de atención erudita. Las colecciones de los colonizadores
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Fig. 1.- Noción indígena del concepto de tiempo.
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representaban la paradoja de los mundos desconocidos, aunque conocidos. Cuando se
exhibían en museos, cada nueva exposición era transformada por su contexto en símbolo de la capacidad europea de conocer y controlar los mundos inexplorados de las exóticas colonias. Como parte integrante del proceso se llevó a cabo una apropiación de las
culturas indígenas lograda mediante la investigación y la representación. Sin embargo
se prestó poca atención a las formas de
supervivencia de estas culturas frente al
ataque violento del colonialismo. De
hecho, con frecuencia se asumía su desaparición y lo mejor que los colonizadores
podían hacer por los pueblos indígenas
era suavizar su agonía.
Durante décadas, la invasión colonial española, inglesa, francesa, holandesa y
portuguesa de diversas partes del mundo fue interpretada como el principio del fin
de las culturas indígenas. Sin embargo, en la actualidad, es evidente que estas culturas han sobrevivido, aunque su aspecto exterior puede haber variado y algunas se
encuentran todavía amenazadas. El resultado del proceso de contacto ha adoptado
formas diversas en las distintas partes del mundo, del mismo modo que las culturas
indígenas eran diferentes con anterioridad al contacto con los europeos. Si bien han
experimentado cambios radicales en muchas partes, las poblaciones indígenas han
utilizado la flexibilidad y la resistencia inherentes a sus culturas para asegurar su
supervivencia. En este proceso, muchas de estas poblaciones han optado por adoptar
los instrumentos que fueron utilizados para cambiarlos, controlarlos y desposeerlos,
para asegurar la supervivencia de sus propias sociedades y valores culturales. El investigador anishinaabe, Gerald Vizenor (1999), acuñó el término “survivance” para describir el proceso.
En un mundo interconectado, las poblaciones indígenas se enfrentan a nuevos
desafíos y a nuevas oportunidades. Los desafíos guardan relación con su entorno social
y físico, con presiones concomitantes hacia el cambio radical, mientras las oportunidades descansan principalmente en las posibilidades para establecer alianzas globales con
otras poblaciones indígenas y en el desarrollo de empresas económicas.
Los sistemas de conocimiento indígenas y los occidentales
El desafío de favorecer la supervivencia de los grupos indígenas requiere el compromiso de respetar los valores culturales que informan sus sistemas de conocimiento y sus
creencias. Aunque puede parecer una tarea sencilla, en realidad no lo es. Los indígenas
y las sociedades occidentales tienen una visión del mundo muy diferente. Lo que significa que puede que ni siquiera seamos capaces de identificar algunas creencias importantes, y mucho menos de respetarlas. Todos interpretamos el mundo que nos rodea a
través de la lente de nuestra propia experiencia, así que no resulta sencillo entender el
mundo desde el punto de vista de la experiencia de otra persona especialmente cuando
esa experiencia surge de una base cultural totalmente diferente. Por lo tanto, el primer
paso para llevar a cabo una investigación que favorezca la supervivencia de estas culturas es tratar de comprender la visión que tienen del mundo.
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Su visión del mundo y el enfoque científico occidental en la investigación representan dos sistemas de conocimiento bien diferenciados. La arqueología tiene sus raíces
en la ciencia occidental y explica el pasado indígena a partir de la visión del mundo occidental. Sin embargo, existen diferencias significativas: por ejemplo, mientras la percepción occidental tiende a enfatizar las entidades limitadas, las discontinuidades y el individualismo, las indígenas tienden a acentuar los enlaces, las continuidades y las relaciones. Una diferencia fundamental es la relacionada
con la noción de tiempo (figs. 1 y 2). Frente a la noción del tiempo
lineal de los occidentales, en la que el presente surge del pasado a un
ritmo regular y cuantificable, desde el punto de vista indígena el pasado permanece embebido en el presente, y, como tal, ejerce una
influencia progresiva en la acción presente.
Los arqueólogos interpretan la cultura material indígena en
términos de la lógica de las tipologías y de los sistemas de clasificación occidentales. Basados en sistemas de conocimiento occidentales, los sistemas de clasificación arqueológicos fallan, a menudo, a la
hora de ver las posibles variables y las diferentes lógicas tipológicas
de las sociedades indígenas. Sin embargo, la teoría y la lógica indígenas pueden jugar un papel a la hora de ampliar las interpretaciones arqueológicas, y aproximarlas a lo que pudiera haber existido en
el pasado.
La incorporación de los conocimientos indígenas a la práctica arqueológica es una tendencia minoritaria, aunque importante, en la arqueología de Australasia y norteamericana, y es evidente que algunos sistemas de clasificación entrelazan, cortan o incluso contradicen algunos tipos y clases
arqueológicos considerados “normales”. Por ejemplo, la arqueóloga Tara Million usa
su herencia cree para guiar su práctica arqueológica, desde el diseño de su investigación al análisis o la excavación. Guiada por esa filosofía cree, Million desarrolló un
modelo de investigación circular, con cuatro cuadrantes: la comunidad nativa, los
académicos, el registro arqueológico y la interpretación (fig. 3). De este modelo deriva una práctica arqueológica en la que la excavación se lleva a cabo en círculos, en
vez de en cuadrados. El trabajo de Million demuestra que el desarrollo de una
arqueología indígena conlleva numerosos desafíos y negociaciones, como evidencia
el siguiente pasaje:
“Mis proyectos arqueológicos y mis publicaciones se basan en la construcción de un
puente entre dos sistemas de valores en competencia y en conflicto: el aborigen y el
académico occidental convencional… yo me veo arrastrada en varias direcciones
contradictorias. Sobre la mesa se exponen valores culturales que van conformando
las preguntas expresadas por cada individuo, aborigen o académico… En cambio,
yo elijo llegar a acuerdos y negociaciones con estas dos culturas específicas”
(Million 2005, 51).
La supervivencia de los valores culturales indígenas es factible utilizando dichos
valores para guiar las prácticas de investigación. Pero, para que esos conocimientos indí-
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Fig. 2.- Noción occidental del concepto de tiempo.
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genas pasen a ocupar un papel central, son necesarios cambios sustanciales en dichas
prácticas de investigación:
“Si nos fijamos en algunos de los conceptos que tienen estas comunidades sobre el
pasado, las formas tradicionales de enseñar su historia, su patrimonio y sus restos ancestrales, y el papel y la responsabilidad de los conocimientos de la investigación para las comunidades, estaremos en disposición de concebir un
tipo de práctica arqueológica muy diferente –aquella que pone énfasis
en la ética y en la justicia social destinada a una audiencia más amplia
y diversa” (Atalay 2006, 295-96).
Fig. 3.- Modelo de investigación
circular de Tara Million
Este enfoque puede hacer que la investigación adquiera
un mayor valor para las comunidades indígenas y reforzar así
las bases para garantizar su supervivencia cultural. No basta con
que los investigadores enseñen a las comunidades una versión
occidental de cómo funciona el mundo, sino que tenemos que
proporcionar a los miembros de la comunidad una plataforma
a partir de la cual poder guiar las prácticas de la disciplina, de
modo que tengan significado y sean útiles para ellos, en relación a la perpetuación de sus propios sistemas de conocimiento. De esta manera, la investigación puede ser incorporada dentro del conjunto de herramientas que garanticen la supervivencia cultural.
Propiedad intelectual y propiedad cultural
La protección de la propiedad intelectual y cultural indígena es esencial para la supervivencia de sus valores culturales, pero en ocasiones la protección de estos derechos de
propiedad parece reñida con el avance del conocimiento científico. El debate sobre ‘a
quién pertenece el pasado’ es especialmente acalorado cuando implica la propiedad intelectual y cultural de las poblaciones indígenas (Nicholas y Bannister, 2004; Smith y
Wobst, 2005). Las críticas indígenas de la práctica arqueológica han movilizado a la disciplina en direcciones constructivas. Estas críticas, como las anteriores opiniones de
marxistas y feministas, ponen hoy en día un nuevo énfasis y abren nuevas perspectivas
para el desarrollo de una práctica arqueológica con conciencia política, que sea sensible
y se halle en armonía con las metas de las poblaciones indígenas. Entre los temas clave
están: ¿quién se beneficia de la investigación arqueológica?, ¿tienen derecho los arqueólogos a controlar el pasado de otros?, ¿es el enfoque científico occidental, en cuanto a
teoría y métodos arqueológicos, necesariamente la ‘mejor’ manera de interpretar el pasado?, ¿cuáles son las implicaciones prácticas de la investigación arqueológica para las
poblaciones indígenas con las que trabajan, para quienes los ‘artefactos’ constituyen un
patrimonio vivo?, ¿cómo pueden transformar los investigadores su teoría y su práctica
para dejar de causar daños a las poblaciones indígenas?
Normalmente los arqueólogos asumen por sí mismos las respuestas a este tipo de
preguntas. A menudo damos por hecho que la arqueología es útil y que tenemos la res-
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ponsabilidad, así como el derecho, de controlar y crear el pasado de los otros. Nos parece evidente que es algo necesario y que debe hacerse de forma científica y rigurosa, como
es propio de la arqueología. Rara vez tenemos en cuenta enfoques distintos al occidental a la hora de proteger el patrimonio cultural, o cuestionamos los temas propuestos
por nuestra investigación y cómo estos temas promueven o impiden la supervivencia
cultural indígena.
Si bien se han creado diversas organizaciones, declaraciones y códigos internacionales (como el World Archaeological Congress), en ningún caso el éxito de las medidas
de propiedad intelectual y cultural se hallan subordinadas a que las poblaciones afectadas estén al tanto de sus derechos y, por tanto, tengan la opción de dar su consentimiento (o denegarlo) para que se usen sus materiales. Esta situación se complica, con frecuencia, por el hecho de que para las poblaciones aborígenes la “propiedad” de muchos
conocimientos no es inalienable e individual, sino que pertenece a todo un grupo (ej.
familias, clanes o grupos lingüísticos).
La repatriación de restos humanos es una de las principales preocupaciones de
las poblaciones indígenas a escala global. Si bien los diversos grupos indígenas tienen
opiniones distintas sobre estas cuestiones (por ejemplo, en algunas partes de Australia
los lugares que contienen este tipo de restos tienen que ser evitados, pero en muchas
islas del Pacífico no ocurre lo mismo), existe una preocupación generalizada entre los
propios grupos indígenas para que este tipo de restos sean tratados con respeto.
En los Estados Unidos se produjo un punto de inflexión en 1991 en el tema
de la repatriación con la aprobación de la Ley de Repatriación y Protección de
Tumbas de los Indios Americanos (NAGPRA) en 1991. Esta ley regula la repatriación de los restos humanos, de los ajuares funerarios y del patrimonio cultural de los
indios americanos depositados en museos e instituciones de los Estados Unidos que
reciben financiación federal (http://www.nps.gov/history/nagpra/). Sin embargo, el
cumplimiento de esta ley no es una tarea sencilla, ya que la repatriación válida
depende de si las tribus son reconocidas a nivel federal o no. A pesar de las buenas
intenciones, NAGPRA ha aumentado las dificultades para que los museos repatríen los restos de las tribus no reconocidas a nivel federal, y así algunos museos escogen la ruta más conveniente, y más provechosa a nivel financiero, que es consultar a
aquellos que puedan proporcionarles más fondos federales, en vez de a quienes tienen una conexión cultural más directa con los restos humanos en cuestión. De esta
forma, NAGPRA vincula este aspecto de la supervivencia cultural al reconocimiento de una tribu a nivel federal -en sí mismo una decisión de la administración colonialista.
Las diferencias entre Australia y los Estados Unidos se ponen de manifiesto al
comparar la controversia actual en torno al retorno de los restos del Hombre de
Kennewick (conocido como el Ancient One o el Antiguo), de 9200 años de antigüedad, con el retorno de la Dama Mumgo a la comunidad aborigen de Willandra, datada inicialmente en el 24.710 ± 1.270 años B.P y recientemente vuelta a datar en unos
40.000 años, fecha que ha sido recibida con mucha más publicidad. Mientras que los
restos del Antiguo son todavía objeto de una enconada disputa, los restos de la Dama
Mungo yacen cerca del lugar donde fue enterrada originalmente, depositada en una
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caja fuerte de madera, forrada de terciopelo, y con dos llaves, una que custodia un
arqueólogo y otra en posesión de la comunidad aborigen. Tanto el Antiguo como la
Dama Mungo son símbolos poderosos de la relación existente entre muchos arqueólogos y las poblaciones indígenas de cada uno de los países implicados. Las diferencias
en el control que pueden ejercer los indígenas australianos y los indios americanos se
deben en parte al hecho de que los primeros tienen una mayor presencia en el imaginario nacional que los segundos. Si bien la colonización ha tenido consecuencias destructivas en ambos países, en los Estados Unidos existen otras llamadas a la conciencia
nacional, especialmente por parte de los afro-americanos. Las diferencias de actitud
también se deben a la influencia de los distintos códigos éticos que guían la práctica
arqueológica en cada país.
Mi último punto de atención en términos de repatriación es que existe un
retraso en las tendencias globales: en las naciones colonizadas, como Canadá, los
Estados Unidos, Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica, la búsqueda para la repatriación de restos humanos en colecciones museísticas se ha llevado a cabo en las dos últimas décadas, mientras que en las naciones con economías menos favorecidas, como
Chile, Argentina o la India, esta batalla todavía no ha empezado. Sin embargo, en
todos estos casos, la cuestión de fondo es si las poblaciones indígenas tendrán el control de su propia cultura.
Paisajes vivos
La incorporación de los sistemas de conocimiento indígenas en la práctica arqueológica produce una ampliación de las miras interpretativas, como muestra la noción de
“paisajes vivos”. Desde una perspectiva europea, la cultura es claramente un producto
humano. Sin embargo, para las poblaciones indígenas la cultura puede ser la naturaleza o un resultado de la interacción con el medio. De hecho, el paisaje es por sí mismo
un artefacto cultural, no sólo en términos de los cambios antrópicos del medioambiente (como los incendios regulares practicados por los aborígenes australianos) sino también porque los seres ancestrales y los espíritus de aquellos que han fallecido en un
pasado reciente, habitan en el paisaje y continúan supervisando la gestión de su territorio en el presente.
Los paisajes habitados por los indígenas australianos están llenos de significado,
impregnados de poderes, y a veces traicioneros. Los fenómenos naturales, como las
acciones de los pájaros o las inundaciones, pueden actuar como señales enviadas por
seres ancestrales o individuos que han fallecido. El paisaje deber ser atravesado con cautela, y existen numerosos lugares a los que tan sólo pueden acceder individuos con
derechos o conocimientos particulares. Cuando algunas personas de la región de
Barunga, en el Territorio del Norte de Australia, visitan lugares en los que no han estado desde hace mucho tiempo, llaman en voz alta y en lengua aborigen a los ancianos
cuyos espíritus todavía deambulan por estos lugares, diciéndoles que no desean molestarles. Si quieren hacer algo especial, como retocar las pinturas rupestres, solicitan permiso a sus ancestros, asegurándose de no provocar su cólera siendo irrespetuosos. La
anciana y propietaria tradicional, Phyllis Wijnjorroc, dice: “Esas personas están escuchando ahora. No están sordos”.
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Muchos de estos lugares repletos de significado no pueden ser identificados por
métodos arqueológicos tradicionales. Los ancianos son los encargados de mantener
dichos conocimientos, que transmiten a los niños como herencia ancestral para que
entiendan el paisaje en el que crecieron (fig. 4). De esta forma, la herencia viva de la tierra está ligada a la herencia viva de las tradiciones orales, a los rituales y a los sistemas
de conocimiento indígenas. Si bien
algunos elementos de estas tradiciones
se han visto sujetos a transformaciones
como parte del colonialismo, otros
están directamente ligados con los
ancestros de las poblaciones indígenas
contemporáneas. Para estas poblaciones el patrimonio cultural es una tradición viva y en constante evolución y su
continuidad es vital para el mantenimiento de su identidad y para su
supervivencia cultural. En tanto que
tradición viva, el patrimonio cultural
indígena está íntimamente ligado a historias orales y al proceso de recrear esas
tradiciones:
“Para una cultura viva basada en
el espíritu de un lugar, la parte
más importante para mantener la
cultura y, por lo tanto, salvaguardar ese lugar es la continuación de la tradición oral que cuenta una determinada historia. El proceso de recreación, más que la reproducción, es esencial en la realidad de
las poblaciones indígenas. Para ellos, la reproducción es irreal, mientras que la recreación es real. La fijación [europea] en la palabra escrita tiene implicaciones en el uso
del patrimonio cultural” (Departamento de Asuntos Aborígenes, NSW, citado en
Janke, 1999, 8).
La noción de patrimonio vivo se cimienta en las interrelaciones entre el lugar,
los seres ancestrales, las poblaciones actuales y sus antecesores, y la forma en que la
era del Dreaming nos informa en el presente. Esto culmina en una comprensión del
mundo natural como dinámico, sensible, y vivo. La tierra no sólo fue creada por seres
ancestrales, sino que éstos todavía habitan en lugares específicos e incluso a veces en
varios lugares simultáneamente. Para muchas poblaciones aborígenes, tanto los seres
ancestrales, como los antepasados pueden tener un impacto directo sobre los vivos en
el día a día. Así, los lugares asociados con ellos continúan estando impregnados de
su potencia, formando una parte importante de los paisajes vivos de los indígenas
australianos.
Esta noción aborigen de un legado vivo es muy diferente a la noción que tienen
los australianos de tradición europea de una herencia prístina e inmutable, y ello tiene
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Fig. 4.- Shaqkayla, Alana y Catina
frente a un yacimiento Women’s
Dreaming, Barunga, Territorio del
Norte, Australia, 2004.
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implicaciones en las filosofías de gestión del patrimonio. La filosofía europea de gestión
del patrimonio que busca la conservación del pasado y el mantenimiento de la autenticidad original se basa en una noción de tiempo lineal. Por otra parte, la noción de tiempo indígena, en la que el pasado continúa existiendo en el presente, asegura una filosofía de gestión del patrimonio cultural en la que el pasado se mantiene activo (o de algún
modo vivo) mediante el uso apropiado y recurrente de la tierra y de los yacimientos en
el presente.
La política de la lengua.
La supervivencia de las culturas indígenas está ligada a una comprensión de la forma
en la que el lenguaje ha sido utilizado para asegurar las estereotipos coloniales y las relaciones de poder. Las personas se constituyen entre sí y a sí mismos por medio del lenguaje, estableciendo, normalizando o combatiendo las desigualdades en el proceso.
Como dice Said (1978, 5), en términos del “orientalismo”, las palabras son ideas que
emergen de la historia y de la tradición del pensamiento, formadas por imágenes asociadas y en proceso de cambio, que dan forma a las realidades de estos conceptos y a
la percepción del mundo de las personas que las utilizan. Las poblaciones indígenas
entienden bien este punto, y la política del lenguaje ha sido el foco de muchas investigaciones realizadas por investigadores indígenas. Estos asuntos son inherentes a la
dominación colonial en muchas regiones del mundo, como señala el investigador
keniano, Ngugi wa Thiong’o:
“Pero la parte más importante de la dominación fue el universo mental de los colonizados, el control, por medio de la cultura, de cómo se percibían las personas a sí mismas y
su relación con el mundo. El control económico y político nunca puede ser completo ni
efectivo sin el control mental. Controlar la cultura de una población es controlar sus instrumentos de auto-definición en relación con los otros. Para el colonialismo esto implicó dos aspectos del mismo proceso: la destrucción o la infravaloración deliberada de la
cultura de las poblaciones, de su arte, de sus danzas, de sus religiones, de su historia, de
su geografía, de su educación, de su oratoria y su literatura, y la elevación consciente del
idioma del colonizador. La dominación del idioma de una población por el idioma de la
nación colonizadora fue crucial para la dominación del universo mental del colonizado”
(Ngugi wa Thiong’o 1986, 16).
Si bien el uso del idioma y de las imágenes ha sido criticado extensamente por
teóricos de la cultura en relación con aquellos estereotipos que consideran a las
poblaciones indígenas como “niños de la naturaleza”, “primitivos” o como “el buen
salvaje”, sólo recientemente estamos considerando seriamente la forma en que el discurso de la antropología y la arqueología refuerza las asunciones y las injusticias del
colonialismo.
Como han señalado numerosos investigadores, el discurso colonial sirvió a los
propósitos del estado dominante (Smith, 1999; Wobst y Smith, 2005). Por ejemplo, la
colonización inglesa de Australia utilizó el término “aborigen” para diluir las fronteras
culturales y geográficas de más de 600 grupos indígenas diversos, cada uno de ellos con
su propio sistema político, sus leyes y su idioma, en una sola categoría “aborigen”. Esta
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noción de la homogeneidad indígena enmascara no sólo la diversidad de las culturas,
sino también su autonomía política y los procesos de autogobierno que estaban vigentes en las sociedades indígenas antes de la llegada de los europeos. Por medio del idioma, la diversidad y la vitalidad fueron reemplazadas por una homogeneidad imaginaria
y un éxtasis implícito, un factor en la pérdida de la identidad que se produjo como consecuencia de la invasión.
La construcción de la identidad por medio del idioma es evidente en el caso del
apartheid en África meridional1. Como señala Ouzman (2005), aunque la doctrina política del apartheid2 ya no existe oficialmente, sus efectos perduran en esta región. El apartheid forjó una jerarquía de significados a partir de palabras tales como “blanco”, “noeuropeo”, “negro”, “de color” y “bosquimano”. En esta parte del mundo el término
“nativo” se convirtió en un término denigrante, al igual que en diversas partes de
Sudamérica el término “indígena” también se considera peyorativo. Con el apartheid la
identidad se medía en base a un estándar central de blancura, de modo que los bosquimanos del África meridional encajan mal en esta clasificación racial, como una población primitiva situada en algún lugar entre la “naturaleza” y la “cultura”.
Otro foco de preocupación es el idioma que excluye las experiencias y la percepción del mundo indígena. ‘El racismo de la omisión’ se produce cuando el idioma pasa
por alto la acción indígena. El ejemplo clásico es la declaración ‘Australia fue descubierta por el Capitán Cook en 1770’, que ignora la ocupación de las poblaciones indígenas
durante los 50.000 años previos. Del mismo modo, el término “colonización” implica
el asentamiento relativamente pacífico de tierras despobladas, más que la “invasión” de
tierras previamente ocupadas. Para combatir este mensaje los aborígenes australianos
han renombrado el Día de Australia, el día en que llegaron los primeros colonizadores
ingleses, como el Día de la Invasión o el Día de la Supervivencia, desplazando la atención de la celebración del asentamiento inglés a la conmemoración de la supervivencia
de los indígenas australianos.
El lenguaje puede ser utilizado para fortalecer a las poblaciones indígenas, en vez
de fortalecer el status quo (fig. 5). Y más importante todavía, puede ser utilizado para
reconocer y legitimar la autoridad indígena, un componente esencial para la supervivencia de estas culturas.
Tradición oral versus tradición escrita
Los valores culturales indígenas también se ven amenazados por el tipo de evidencias
aceptadas por los investigadores, las administraciones y los tribunales de justicia. En
los modos de pensamiento coloniales la historia escrita se considera como objetiva y
fidedigna, mientras que la historia oral se considera emotiva, subjetiva y cambiante.
La reciente controversia sobre la construcción de un puente en la Isla de Hindmarsh,
en las tierras tradicionales de la población narrindjeri en Australia del Sur (ver Bell
1998), se centra en el debate en torno a si se debe privilegiar la historia escrita frente
a la oral. Algunas mujeres ngarrindjeri se opusieron a la construcción del puente argumentando que perturbaría un importante yacimiento femenino, pero otras mujeres
ngarrindjeri ignoraban esos conocimientos. La construcción del puente fue paralizada y se apeló a la Comisión Real, con antropólogos apoyando a ambas facciones
100 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
1.- Africa meridional como región
geopolítica está comprendida por
Angola, Botswana, Lesotho,
Mozambique, Namibia, Sudáfrica,
Suazilandia y Zimbaue.
2 Traducido por los Afrikaans
como 'separatismo', el apartheid
fue la política doméstica oficial de
segregación racial del Partido
Nacional de Sudáfrica entre 1948
y 1994.
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Fig. 5.- Una visión indígena del
mundo, que invierte los estereotipos coloniales.
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enfrentadas. En 1995, la Comisión Real del Puente Hindmarsh determinó que la
reclamación sobre la existencia de asuntos secretos de mujeres había sido inventada.
Al interpretar el mundo desde la perspectiva occidental de un acceso al conocimiento relativamente abierto, esta decisión falló al no reconocer que los conocimientos
indígenas se encuentran a menudo segmentados en base a cualidades como la edad o
el género, creando toda una maraña cultural muy
sutil e intangible (Bell, 1998). Embebida en la tradición occidental de las divisiones jerárquicas, la
Comisión dio una mayor credibilidad a los registros
históricos y etnográficos de investigadores europeos
que a la historia oral indígena —la ordenación jerárquica de las tradiciones orales y literarias se ha naturalizado de tal manera que enmascara el etnocentrismo en el que está basada.
Irónicamente, se puede demostrar la profunda antigüedad de las historias orales en muchas
comunidades aborígenes australianas, entre ellas la
población ngrrindjeri, que tienen una historia del
Dreaming sobre la subida del nivel del mar que provocó la separación de un pedazo de tierra del continente, creando una isla que actualmente se conoce como Kangaroo Island (la Isla de los Canguros). Los científicos han demostrado
que este acontecimiento tuvo lugar hace unos 8.000 años. De modo que el núcleo
de esta historia oral puede vincularse a un acontecimiento científicamente registrado
hace 8.000 años. En otras partes de Australia, existen historias aborígenes que hablan
sobre la existencia de megafauna —canguros, serpientes, emús y otras criaturas
gigantescas— que se calcula que se extinguieron hace entre 30.000 y 50.000 años,
dependiendo de la especie. La cuestión es que las historias orales pueden tener una
antigüedad demostrable, incluso mayor que las historias escritas, y el hecho de privilegiar a estas últimas frente a las primeras surge de los sistemas de conocimiento
coloniales.
Compartir los beneficios
La supervivencia de las culturas indígenas también puede verse favorecida al compartir los beneficios que se derivan de la investigación. El sistema heredado de las estructuras coloniales es aquel en el que los académicos acumulan los beneficios a largo
plazo de la investigación, mientras que las poblaciones indígenas no obtienen ningún
beneficio, o tan sólo a corto plazo. Y eso a pesar de que la mayoría de la investigación
arqueológica se adquiere a través del conocimiento indígena, y una gran parte de la
misma no podría producirse sin su ayuda. Si bien los investigadores aportan sus conocimientos a los proyectos, a menudo no aportan los datos primarios. Tanto unos
como otros tienen derechos sobre la propiedad intelectual que surge de tal investigación, ya que ambos son esenciales para la obtención de resultados. Una forma de conceptualizar esta idea es pensar en la investigación como una especie de sopa, en la que
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varias personas aportan diversos ingredientes esenciales. Aunque puede que haya un
“chef ” (el investigador, sea o no indígena), esa sopa no podría existir sin la suma de
los ingredientes (tanto los conocimientos occidentales como indígenas), y todas las
personas que proporcionan ingredientes tienen derechos sobre la sopa. Por tanto,
parece lógico asumir que todas las partes implicadas en la investigación deben beneficiarse de sus resultados.
En el pasado, a menudo
los investigadores no pagaban
nada a la población indígena, en
parte asumiendo el derecho científico al conocimiento, pero también debido a la creencia en que
todas las personas tienen la responsabilidad de contribuir al
“crecimiento” del conocimiento.
En fechas más recientes, los
investigadores suelen recompensar a la población indígena por su
tiempo, aunque todavía existen
muchos casos en los que se les
entrevista sin compensación económica. Más aún, aunque a veces
la población indígena comparte
los beneficios de la investigación
a corto plazo, rara vez los comparten a largo plazo a pesar de haber aportado ingredientes esenciales para la sopa académica. A ello han contribuido diversos factores: la
demora temporal entre el trabajo de campo, la publicación y la difusión; el hecho de
que los beneficios de la investigación se adquieren de forma indirecta; la distancia
entre los lugares donde se lleva a cabo el trabajo de campo y las universidades; y el que
el resultado final de la investigación presenta una forma diferente a lo que se hizo en
el trabajo de campo.
El punto crítico se halla en que los beneficios de la investigación surgen algún
tiempo después de realizar el trabajo de campo, a veces muchos años después, y que
los beneficios económicos de la investigación se acumulan de forma indirecta. El
lapso de tiempo entre el trabajo de campo y la obtención de resultados contribuye a
que los investigadores se olviden, o minimicen, la contribución indígena a la investigación. Sin embargo, estas comunidades tienen plena conciencia de que las carreras académicas se construyen basándose en sus conocimientos y, en ocasiones, señalan que los antropólogos y arqueólogos “minan” los conocimientos indígenas. Desde
este punto de vista, los investigadores extraen conocimientos de la comunidad y los
trasladan al mundo académico para convertirlos en una cosa diferente, sin volver a
consultar o sin escuchar las sugerencias de la comunidad. A menudo, el producto
final no vuelve a la comunidad, sino que tiene una vida independiente de ella. Por
ejemplo, la investigación arqueológica llevada a cabo por Evans-Pritchard con los
102 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 6.- El anciano Inuk Luke Suluk
con Ngadjuri y el Grupo del
Danzas de Descendientes de
Narrunga. Burra, Australia del sur,
diciembre, 2006 (Foto Daniel
Puletama).
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nuer, en los años 30 del siglo XX (Evans-Pritchard, 1969[1940]), era muy conocida
y sumamente valorada entre los círculos académicos, sin embargo era completamente desconocida para los miembros de la comunidad veinte años después. En este sentido, los objetos de la investigación son permanentemente apropiados por las esferas académicas, mientras que los trabajos académicos no se integran en las esferas
indígenas. Disfunciones como ésta son típicas del proceso
colonial.
En relación a este tema existe una tendencia por parte de
los arqueólogos a compartir los beneficios económicos de
la investigación. Cada vez es más frecuente que los derechos de autor de libros que abordan temas indígenas sean
desviados a fondos que se dedican a ayudar a investigadores indígenas. Por ejemplo, los derechos de autor de Skull
wars (Thomas, 2000) se envían a la Sociedad para la
Financiación de la Arqueología de los Indios Americanos.
Del mismo modo, los derechos de autor de la serie
Arqueologías Indígenas publicada por Left Coast Press se
utilizan para financiar la asistencia de indígenas a las reuniones del World Archaeological Congress. Si bien las sumas
implicadas pueden ser relativamente pequeñas, la intención que se esconde tras este tipo de gestos es la de compartir los beneficios económicos de la investigación
arqueológica con las poblaciones cuya cultura posibilita la
investigación. Dependiendo de la publicación, ello se hace
en términos de comunidades individuales, de grupos con
objetivos específicos o de comunidades indígenas en un
sentido más amplio.
Fig. 7.- Grupo de estudiantes y un
miembro de la comunidad local
visitando un abrigo con pintura
rupestre en la colina de Injalak,
Tierra de Arnhem, Australia.
Las voces indígenas
Una forma importante de favorecer la supervivencia de
las culturas indígenas es apoyando a sus voces. Existen
poblaciones indígenas en 72 países del mundo y en todos
ellos estos grupos se encuentran en posiciones desfavorecidas con respecto a la
población dominante. Especialmente en los países económicamente desfavorecidos,
se trata de gente cuya voz tiene menos probabilidades de ser escuchada en foros globables. El actual incremento de las voces indígenas en la literatura arqueológica y en
las disciplinas relacionadas con ella refleja dos tendencias: en primer lugar, un
aumento de las publicaciones en las que los arqueólogos figuran junto a los indígenas con los que trabajan; y, en segundo lugar, un aumento de investigadores y académicos indígenas. Las publicaciones generadas por estos investigadores juegan un
papel importante al permitir que el conocimiento indígena guíe la práctica arqueológica contemporánea.
En relación con este tema se ha producido un aumento de la participación indígena en foros internacionales. En cierto sentido, es el resultado natural del aumento del
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número de investigadores indígenas en países económicamente desarrollados, tales
como Canadá y los EEUU. Sin embargo, hay también una tendencia a que los investigadores compartan los beneficios facilitando el que los miembros de la comunidad pueden viajar para participar en las reuniones arqueológicas. A veces, este viaje se emprende a instancias de una comunidad indígena que trata de aumentar sus conocimientos
sobre un tema en particular, y esto puede implicar no sólo viajes dentro su propio país,
sino también al extranjero (fig. 6).
Los investigadores indígenas y los miembros de la comunidad que asisten a foros
internacionales alcanzan una comprensión más profunda del proceso de investigación y
son capaces de participar de forma más activa a la hora de modelar la arqueología como
disciplina. Además, la asistencia a conferencias arqueológicas tiene valor para ellos, no
sólo porque sus voces pueden ser escuchadas, sino también porque les proporciona la
posibilidad de forjar alianzas, tanto a nivel nacional como internacional. Estas alianzas
permiten a las poblaciones indígenas compartir estrategias que garanticen su éxito, evitando obstáculos y reforzando tanto al individuo como al grupo. Todo esto es importante para su supervivencia (fig. 7).
Los desafíos y las oportunidades de la globalización
La segunda Década Internacional de los Pueblos Indígenas del Mundo empezó en el
2005, en un contexto en el que las decisiones que afectan a los pueblos indígenas y a
sus comunidades se toman cada vez más a nivel global, muy lejos de las realidades locales. A lo largo y ancho del mundo, procuran que sus voces sean escuchadas en la toma
de decisiones que afecta a sus vidas tanto a nivel global como a nivel nacional, donde
su movilización puede traducirse en poder político. Pero todavía quedan muchos desafíos pendientes en la lucha por el reconocimiento de sus derechos.
Las poblaciones indígenas de todo el mundo están encontrando causas comunes
en la lucha para retener su identidad y su tierra. En algunos casos, descubren que tienen más en común entre ellos, a nivel global, que con la gente con la que comparten el
país en el que viven. Las comunidades tradicionales luchan por el reconocimiento y por
su tierra en muchas partes del mundo. Namibia, por ejemplo, reconoce tan sólo tres de
las seis Autoridades Tradicionales San: las ju/hoansi, kung y hai//om, y todavía no han
sido reconocidas !xoo y, ≠au//gesi de Omaheke, así como el khwe del Caprivi
Occidental. En todo el mundo la identidad indígena está íntimamente ligada a la tierra. “Un mapuche sin tierra no puede ser un mapuche” dijo Christian Qechupán
Huenuñir, un mapuche activista de Chile, en una sesión plenaria sobre la Lucha y la
Resistencia Indígena en el Foro Internacional de la Solidaridad Iberoamericana y del
Pacífico Asiático.
El desplazamiento de sus tierras tradicionales es un resultado devastador de la
globalización en muchas partes del mundo, aunque luchan activamente contra esto.
En Botswana, por ejemplo, los bosquimanos /gwii y //gana llevaron al Estado a los tribunales después de su desahucio de la Reserva de Caza del Kalahari Central. A principios de los noventa, el asentamiento masivo de gente de Java en la isla de Kalimantan,
anteriormente conocida como Borneo, provocó que las poblaciones indígenas locales
llevaran a cabo una exitosa guerra en la jungla. En el distrito oriental de Batticaloa, en
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Fig. 8.- Evo Morales, Presidente
de Bolivia desde enero de 2006.
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Sri Lanka, un reasentamiento masivo de más de 100.000 personas, planeado recientemente, fue desplazado a causa de las violentas batallas entre los rebeldes tamil y el ejército de Sri Lanka.
En algunos casos, el desplazamiento es causado por el deterioro del medioambiente local debido a la explotación económica de los recursos naturales. Las comunidades que vivieron, durante siglos, de la pesca y de los productos del bosque en el archipiélago Chiloe, al sur de Chile, han empezado a abandonarlo. Podían afrontar las condiciones difíciles, pero el medioambiente deteriorado ya no puede sustentarlos a todos. Otras comunidades de esta parte
del mundo se encuentran amenazadas por las actividades mineras que han
deteriorado la calidad del agua, y con ello la capacidad de las comunidades ganaderas para mantener al ganado: si bien la gente puede hervir el
agua para el uso propio, los animales dependen de la calidad del agua de
arroyos y ríos.
Si bien la situación es mejor en países económicamente desarrollados, éstos también tienen problemas. En Canadá, por ejemplo, no parece
haber una resolución rápida a la larga batalla por los derechos sobre la tierra entre los grupos indígenas y los intereses mineros y de las explotaciones
forestales, a los que se les han otorgado concesiones para explotar los recursos en un vasto bosque boreal conocido como Gras Narrows. El Banco
Mundial está implicado en algunas de estas controversias y ha sido acusado, en la República Democrática del Congo, de transgredir sus propias
reglas al apoyar explotaciones forestales a expensas de las tierras y el sustento de los pigmeos.
En Sudamérica, los pueblos indígenas aclamaron la elección del presidente indígena de izquierdas Evo Morales (fig.8). Morales tiene un importante programa para la
población indígena de su nación y, es más, para la región en su totalidad. Los representantes de las compañías de petróleo extranjeras activas en Bolivia cedieron recientemente el control sobre sus operaciones, y acordaron pagar una proporción mayor de derechos y tasas. También recientemente, líderes indígenas celebraron un Congreso
Regional en Bolivia para discutir las estrategias con el fin de obligar a los gobiernos a
hacer una política de estado conforme a la Declaración de los Derechos de las poblaciones indígenas aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 13 de septiembre de 2007. Rigoberta Manchú, premio Nobel de la Paz, describió el Congreso
como una manera de demostrar apoyo al trabajo del presidente Morales, que convocó
una asamblea constituyente para reescribir la constitución reconociendo los valores culturales, las costumbres y el derecho a la tierra y a la autodeterminación de los pueblos
indígenas.
Entre los resultados positivos cabe destacar el creciente reconocimiento del
papel clave jugado por los pueblos indígenas que viven a lo largo de Asia y del
Pacífico en la conservación del bosque, y la creciente utilización de los conocimientos indígenas para la comercialización de tecnologías biomédicas innovadoras que
mejoran la salud humana. Alrededor del 62 % de todas las drogas contra el cáncer
aprobadas por la Administración de Alimentación y Farmacia de los Estados Unidos
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han sido elaboradas a partir de productos cuyos ingredientes activos han sido identificados por pueblos indígenas. Las naciones latinoamericanas, especialmente las que
viven en el Amazonas, tienen una flora muy rica y diversa, por lo que las posibilidades de aplicación comercial de los recursos de estas regiones son especialmente
importantes. Mientras que, aproximadamente, sólo uno entre 10.000 productos vale
la pena desarrollarlo a nivel comercial, los pocos que lo han sido pueden producir
ingresos lucrativos. África meridional es otra de las regiones en las que la biotecnología está cosechando beneficios económicos para los pueblos indígenas. En el 2006 la
aplicación de San Traditional Knowledge (IK), Intelectual Property Rights (IPR) y el
Access and Benefit Sharing (ABS) ocasionó una oferta histórica por parte de los cultivadores sudafricanos de hoodia, de pagar el 6% de todas sus ventas de hoodia al
Grupo de Trabajo de Minorías Indígenas de Africa Meridional (WIMSA). Este acuerdo tiene inmensos beneficios para los san, excluidos del inmenso y conocido mercado de hoodia, y conlleva beneficios no sólo para los cultivadores, sino también para
los segadores de hoodia.
Discusión
Las sociedades indígenas que encontraron los colonizadores europeos tenían estructuras sociales complejas y refinadas. Sin embargo, estos colonizadores juzgaban la sofisticación en base a la presencia o ausencia de una cultura material elaborada, como los
palacios y las pirámides, y puesto que las sociedades indígenas no habían construido
monumentos de esta clase, los europeos dedujeron que estas poblaciones estaban “atrasadas” o eran “primitivas”. De hecho, era todo lo contrario: mientras los europeos habían puesto la inteligencia y la energía humana en la construcción de sofisticados y elegantes edificios materiales, los pueblos indígenas las utilizaron para construir sofisticados y elegantes edificios sociales e intelectuales.
La supervivencia de estas culturas, ricas y diversas, depende de la continuidad de
sus prácticas culturales, que depende, a su vez, de sí misma, del control indígena sobre
su propia cultura. Si los valores culturales indígenas tienen que resistir al ataque violento de la globalización, estas comunidades necesitan mantener el control sobre sus vidas.
El borrador de la Declaración en los Derechos de los Pueblos Indígenas de las Naciones
Unidas (Parte Sexta, el Artículo 29) afirma lo siguiente:
“Los pueblos indígenas tienen derecho al reconocimiento de la propiedad completa, el
control y la protección de su propiedad cultural e intelectual.
Tienen derecho a medidas especiales para controlar, desarrollar y proteger su ciencia, su
tecnología y sus manifestaciones culturales, incluyendo tanto los recursos humanos
como los genéticos, las semillas, las medicinas, el conocimiento de las propiedades de la
fauna y la flora, las tradiciones orales, la literatura, los diseños y las artes visuales e interpretativas.”
La continuidad cultural se ve amenazada cuando los pueblos indígenas pierden
el control sobre su propiedad cultural e intelectual mientras que se ve apoyada cuando los pueblos no-indígenas trabajan dentro de una estructura que incorpora el control indígena y que está sujeta a reglas culturales indígenas. Dado que el acceso dife-
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rencial al poder está en el centro de las relaciones coloniales, el desarrollo de investigaciones que faciliten la supervivencia de las culturas indígenas conlleva un replanteamiento de las relaciones de poder entre las poblaciones indígenas y no-indígenas.
Implica alejarse del supuesto colonial del derecho a adquirir conocimiento, así como
el reconocimiento de los derechos de estas poblaciones a proteger su propiedad cultural e intelectual y a compartir los conocimientos en sus propios términos. Este proceso traslada las preocupaciones y los valores indígenas del “exterior” al “centro”, y
depende de un compromiso por reforzar sus sistemas de conocimiento. Las prácticas
resumidas en este artículo no “refuerzan” a los pueblos indígenas, simplemente frenan
su pérdida de poder y les proporcionan el espacio necesario para asegurar la supervivencia de sus diversas culturas.
Agradecimientos
En el trabajo de campo participan conmigo Gary Jackson y Jim Smith, a quienes agradezco la miríada de desafíos intelectuales, tanto en el campo como fuera de él. Este artículo nunca lo habría escrito sin la dulce insistencia de Inés Domingo Sanz.
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LOS PUEBLOS PREINDUSTRIALES
Y SU SENTIDO EN UNA
ANTROPOLOGÍA AUTOCRÍTICA
JOAN B. LLINARES
La vida cotidiana de una persona que resida en una ciudad occidental de nuestros días
quizá tenga muy poco contacto con aquello que propiamente se denomina el campo.
Será lo más probable porque eso es lo que nos sucede a la mayoría de los humanos del
mundo industrializado. De hecho, ya estamos habituados a contraponer el campo y la
ciudad como si fueran dos opciones antitéticas, dos modos de vida muy diferentes entre
sí. En efecto, lo único aproximadamente campestre que le brindan las motorizadas calles
a quien ha de vivir y trabajar en ellas lo constituye esa gratificante interrupción que vienen a ser los parques y jardines, las limitadas zonas verdes, que, en el mejor de los casos,
conservan a duras penas un minúsculo bosque, unos cuantos árboles en torno a lo que
queda de alguna antigua ermita o alquería. Dicho ciudadano puede que sólo conozca
de la agricultura lo que ésta proporciona para la alimentación gracias a los productos ya
empaquetados que adquiere en los supermercados. Por ello lo que es propiamente el
campo, esto es, vivir del campo y en el campo como hace un labrador dedicado a las
complejas labores de cultivarlo, acaso se reduzca para muchos ‘urbanitas’ a un mero
escenario, al panorama fugaz que se percibe tras las ventanillas de un coche o del tren,
o al cuadro de abstracta geometría que a veces se alcanza a contemplar desde un avión.
Esas formas de vida, atentas al paso de las estaciones y repletas de múltiples aperos para
la siembra, la labranza y la siega, necesitadas de talas, barbechos, roturaciones y regadíos antes de obtener la cosecha, son cada vez más desconocidas. Por lo demás, las labores agrícolas de las sociedades pre-industriales que viven junto a selvas y sabanas o en
zonas quasidesérticas eran y siguen siendo de índole muy diversa de las que podemos
observar en las comarcas vinícolas o naranjeras de nuestro país.
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Fig. 1.- Retrato de J.J. Rousseau.
En “Émile, ou de L'Éducation”,
Paris, 1857.
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Seguramente la ignorancia será similar o todavía mayor con respecto a la ganadería, a la vida de los diferentes tipos de pastores, nómadas trashumantes o más sedentarios y especializados, que conviven con sus vecinos. Los animales vivos con los que se
ha podido encontrar un ciudadano del mundo industrial probablemente sólo sean unos
cuantos ejemplares de especies domésticas, pero es difícil que se sepa por experiencia
propia lo que es un rebaño de cabras y ovejas, unas
cuantas vacas en un establo, un gallinero en el corral o
un simple palomar, por no hablar de las colmenas de
abejas o de los bancos de sardinas en el mar. Con suerte
se habrán observado éstas y otras especies de animales
más o menos sumisas o exóticas en alguna visita a granjas educativas, a un zoológico, o bien en espectáculos
circenses. El resto depende de la omnipresente cultura
de la imagen que puebla nuestras mentes, de todo ese
caudal que nos atraviesa y que hemos obtenido de fotos,
películas o documentales que intentan satisfacer nuestras ansias de información, de sorpresa y de curiosidad,
y que puede quedar aparcado, por desgracia, en uno de
tantos islotes de nuestro universo virtual, desprovisto de
carne, de sangre y de vitalidad.
Y más vale que no indaguemos sobre la caza y la
recolección como formas de subsistencia de los humanos,
estrategias fundamentales que posibilitaron la vida de
nuestra especie durante muchos milenios, junto a peligrosos animales carniceros y carroñeros: casi no se alcanza a imaginar otra cosa bajo estas palabras que una batida en un coto, con rifles y escopetas, persiguiendo los escondrijos de las liebres, de la perdiz o la codorniz, o el grato
recuerdo de alguna mañana otoñal buscando setas en un bosque, o recogiendo espárragos o fresas silvestres en paseos por senderos de montaña.
Así suele ser, más o menos, el agudo contraste entre aquella primordial forma de
subsistir y el mundo de experiencias que configura el día a día de nuestra existencia en
las ciudades, los núcleos demográficos constitutivos del mundo industrializado. Tamaña
ignorancia de cómo subsistimos todos los humanos hasta hace unos diez mil años y de
cómo viven todavía determinadas tribus en algunos lugares de la tierra es una faceta
característica que nos define a millones de personas en la actualidad. No obstante, este
predominio de la vida ciudadana, reforzado por el enorme número de quienes la compartimos y la orgullosa sensación de normalidad y de progreso que solemos manifestar,
impide que caigamos en la cuenta de la excepcionalidad que significa y de los riesgos
que conlleva en la ya larga persistencia de nuestra especie: bastaría para tomar conciencia de ello que retrocediéramos en el tiempo, o que nos desplazáramos a otras zonas del
planeta, e hiciéramos una simple comparación. Este doble movimiento en el espacio y
en la historia, atendiendo a quienes muestran su humanidad de forma tan diferente, es
muy necesario y aleccionador si queremos saber qué somos, de dónde venimos, y hacia
dónde deberíamos ir. Y lo es por una razón muy sencilla.
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Los seres humanos tenemos una naturaleza propia, claro está, de ahí la importancia del desciframiento del genoma humano, la validez de la medicina y la farmacia
en sus conocimientos de aplicación universal, o las hermosas variedades físicas del mestizaje. Pero esa misma naturaleza que conforma nuestro substrato psicosomático compartido es radicalmente cultural: el contexto familiar en el que hemos sido engendrados
y aquél en el que nos reproducimos puede variar muchísimo en extensión, ubicación,
líneas de ascendencia, normas y componentes reconocidos, etcétera; nos vestimos, nos
desnudamos, nos cortamos y peinamos el cabello y nos adornamos el cuerpo y la cara
de mil maneras diferentes, como captaremos en seguida con la mera observación de
fotografías de varias etnias; subsistimos con artes diversas que nos proporcionan la energía que necesitamos de medios y contextos con flora y fauna notablemente disímiles;
hablamos lenguas que nos asombran por su mutua extrañeza, fabricamos utensilios distintos usando distintos materiales y los decoramos siguiendo tradiciones autónomas,
cantamos y bailamos con melodías y ritmos muy diversos, interpretamos nuestros sueños y pensamos sobre la vida de ultratumba de maneras increíblemente sorprendentes,
etcétera, etcétera. En este sentido, los humanos somos gestores de nosotros mismos,
capaces de adaptarnos creativamente a entornos geográficos sumamente dispares, que
van del calor de los trópicos al frío del Ártico, del desierto a las selvas, de la sabana a las
montañas, mediante utensilios técnicos que han ido cambiando de materia, de forma y
de estructura, de diseño, objetivos y aplicabilidades, en una gama inmensa que va desde
el hacha de sílex hasta los robots de última generación. Como seres temporales e históricos, guardamos memoria selectiva de lo que hemos sido, olvidamos también fragmentos de lo que fuimos, y tenemos un futuro problemático que en parte moldeamos con
nuestras opciones y decisiones. Nos preguntamos por nosotros mismos, narramos nuestro pasado y nos interpretamos a nosotros mismos en una indagación sin más pausa que
la muerte. Así las cosas, conocer otras formas de vida, sobre todo si nos sorprenden y
asombran, esto es, si nos llenan de interrogantes, es como una necesidad ineludible, es
el fundamento de esa difícil sabiduría que nos permite captar nuestro rostro y entender
qué es lo que nos define y caracteriza, pues para vernos y percibirnos necesitamos siempre un espejo: contemplarnos con un poco de rigor requiere la reflexión en el rostro de
los otros, el chispazo desconcertante de las diferencias que, quizá, encenderá el fuego
que ilumine nuestro propio pensar y aportará calor a nuestra solidaridad. Sin este trabajo de reconocimiento no somos sujetos responsables en el contexto multicultural en
el que ya estamos.
Por eso el ejercicio de la comparación intercultural es una fuente de enseñanzas
sobre nosotros mismos gracias a la viva presencia de los otros. He aquí, pues, por qué conviene que practiquemos un atento desplazamiento en el espacio y en el tiempo como el
que nos brinda una exposición como la presente. Sin informaciones detalladas de la diversidad humana somos ingenuos y arrogantes desconocedores no sólo de los otros, sino también de nosotros mismos y del abundante material que hemos ido fabricando para subsistir y convivir, sin esas aportaciones perdemos el sentido de nuestra historia y de nuestro
particular presente, que, en esta época de globalización por el transporte y las comunicaciones, es aún más plural e interactivo. Como ya dijo muy bien Rousseau (fig. 1):
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“…la reflexión nace de las ideas comparadas y es la pluralidad de las ideas lo que
lleva a compararlas. El que sólo ve un objeto no puede comparar nada. El que ve
un pequeño número de objetos, y siempre los mismos desde su infancia, tampoco los compara porque la costumbre de verlos lo priva de la atención necesaria
para examinarlos. Pero a medida que un objeto nuevo nos sorprende, queremos
conocerlo e intentamos relacionarlo con aquellos que nos son conocidos. Es así
como aprendemos a considerar lo que está bajo nuestros ojos; lo que nos es extraño nos incita al examen de lo que está próximo”.
Por tanto, y para comenzar, podemos describir y comparar aquellas formas de
subsistencia que ya desde la Antigüedad greco-romana nuestra sociedad sabe que los
humanos hemos inventado en nuestra creativa adaptación al entorno. La fina atención
a tales contextos es una de las enseñanzas de la mejor literatura. Desde la excelencia poética de nuestra épica fundacional y gracias a la frescura de insuperadas imágenes verbales, la literatura puede colaborar con la mejor mirada etnoarqueológica, la que trabaja
para profundizar sobre los retos técnicos, éticos y políticos de nuestro presente con sus
rigurosas y veraces aportaciones plásticas y objetuales.
Hace ya mucho tiempo, casi tres mil años, en la Grecia arcaica, quienes ya
poseían un modo de vida de notables logros culturales se asombraban de encontrar una
isla despoblada y salvaje, en la que podían dedicarse a la caza y donde su imaginación
en seguida se disparaba, pensando cómo aprovechar los recursos naturales para tener así
una vida placentera, si acaso llegaran a ser algún día los futuros habitantes de esa zona
inexplorada. Éste es el modo como Homero nos cuenta la llegada de Odiseo y sus compañeros a una isla cercana a la tierra de los cíclopes, a una especie de naturaleza virgen,
el grado cero de la civilización, todavía desprovisto de cualquier forma de ganadería, de
agricultura, de navegación o de comercio, pues los humanos todavía no han llegado a
habitarla. Es el propio héroe quien lo narra con sus palabras autobiográficas ante quienes le han dado hospitalidad:
“…al lado del puerto, se extiende una isla llana, llena de bosques. En ella se crían
innumerables cabras salvajes, pues no pasan por allí hombres que se lo impidan
ni las persiguen los cazadores, los que sufren dificultades en el bosque persiguiendo las crestas de los montes. La isla tampoco está ocupada por ganados ni sembrados, sino que, no sembrada ni arada, carece de cultivadores todo el año y alimenta a las baladoras cabras. No disponen quienes habitan en las cercanías de
naves de rojas proas, ni hay allí armadores que pudieran trabajar en construir
bien entabladas naves; éstas tendrían como término cada una de las ciudades de
mortales a las que suelen llegar los hombres atravesando con sus naves el mar,
unos en busca de otros, y se habrían hecho una isla bien fundada. Pues no es
mala y daría una cosecha en cada estación; tiene prados junto a las riberas del
canoso mar, húmedos, blandos. Las viñas sobre todo producirían constantemente, y las tierras de pan llevar son llanas. Recogerían siempre las profundas mieses
en su tiempo oportuno, ya que el subsuelo es fértil. También hay en ella un puerto fácil para atracar, donde no hay necesidad de cable ni de arrojar las anclas ni
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de atar las amarras. Se puede permanecer allí, una vez arribados, hasta el día en
que el ánimo de los marineros les impulse y soplen los vientos. En la parte alta
del puerto corre un agua resplandeciente, una fuente que surge de la profundidad de una cueva, y en torno crecen los álamos. Hacia allí navegamos, llegamos
a tierra, arrastramos las naves de buenos bancos, recogimos todas las velas y descendimos sobre la orilla del mar, y esperamos la aurora durmiendo sobre la arena.
Cuando llegó la mañana, deambulamos llenos de admiración por la isla. Las
cabras montaraces se agitaron, así que en seguida sacamos de las naves los curvados arcos y las flechas de largas puntas, y ordenados en tres grupos comenzamos
a disparar, pronto tuvimos abundante caza. Así estuvimos todo el día hasta el
sumergirse del sol, comiendo innumerables trozos de carne…”
Los miembros de esa sociedad guerrera ejercitan su valor y se preparan para los
combates practicando sistemáticamente la caza, como será habitual entre señores y aristócratas: tan pronto como se mostró la aurora,
“...salieron de cacería los perros y los mismos hijos de Autólico, y entre ellos iba
el divino Odiseo, [el nieto de aquél y el sobrino de éstos]. Ascendieron al elevado monte Parnaso, vestido de selva, y en seguida llegaron a los ventosos valles.
El sol caía sobre los campos cultivados recién salido de las plácidas y profundas
corrientes del océano, cuando llegaron los cazadores a un valle. Delante de ellos
iban los perros buscando las huellas y detrás los hijos de Autólico, y entre ellos
marchaba Odiseo blandiendo, cerca de los perros, su lanza de larga sombra. Un
enorme jabalí estaba tumbado en una densa espesura a la que no atravesaba el
húmedo soplo de los vientos al agitarse ni golpeaba con sus rayos el resplandeciente sol ni penetraba la lluvia por completo -¡tan densa era!-, y una gran alfombra de hojas la cubría. Llegó al jabalí el ruido de los pies de hombres y perros
cuando marchaba cazando y desde la espesura, erizada la crin y brillando fuego
sus ojos, se detuvo frente a ellos. Odiseo fue el primero en acometerlo, levantando la lanza de larga sombra con su robusta mano deseando herirlo. El jabalí le
atacó sobre la rodilla y, lanzándose oblicuamente, desgarró con el colmillo
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Fig. 2.- Crátera ática con escena
de cacería de jabalíes. “Caza de
Calidón”. Museo Arqueológico de
Florencia.
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mucha carne, pero no llegó al hueso del mortal. En cambio Odiseo le hirió
alcanzándole en la paletilla derecha y la punta de la resplandeciente lanza lo atravesó de parte a parte y cayó en el polvo dando chillidos, y escapó volando su espíritu. En seguida le rodearon los hijos de Autólico, vendaron sabiamente la herida del irreprochable Odiseo semejante a un dios y con un conjuro retuvieron la
negra sangre”(fig. 2).
El poema también describe con admirable precisión la forma de vida de un individuo, miembro de una sociedad ganadera. De nuevo, es el héroe Odiseo quien relata
su experiencia, con valiosos detalles sobre los objetos, las prácticas corporales y los tipos
de animales que entonces se encontró, en el largo camino de retorno a su añorada tierra materna: “Desde esa isla salvaje, echamos un vistazo a la tierra de los cíclopes que
estaban cerca y vimos el humo de sus fogatas y escuchamos el vagido de sus ovejas y
cabras…”, dice el héroe griego, para explicar la curiosidad que siente por saber quiénes
son esos hombres desconocidos, si son soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad para con los dioses. Para despejar la
incógnita y hallar la respuesta, embarca con sus compañeros, que reman en dirección a
esa tierra extranjera:
“Y cuando llegamos a un lugar cercano, vimos una cueva cerca del mar, elevada, techada de laurel. Allí pasaba la noche abundante ganado –ovejas y cabras–,
y alrededor había una alta cerca construida con piedras hundidas en tierra y
con enormes pinos y encinas de elevada copa. Allí habitaba un hombre monstruoso que apacentaba sus rebaños, solo, apartado, y no frecuentaba a los
demás, sino que vivía alejado y tenía pensamientos impíos. Era un monstruo
digno de admiración: no se parecía a un hombre, a uno que come trigo, sino
a una cima cubierta de bosque de las elevadas montañas que aparece sola, destacada de las otras”.
Una vez llegados a tierra, esconden sus naves y con un grupo de compañeros
Odiseo se pone en camino:
“Llegamos en seguida a su cueva y no lo encontramos dentro, sino que guardaba sus gordos rebaños en el pasto. Conque entramos en la cueva y echamos un
vistazo a cada cosa: los canastos se inclinaban bajo el peso de los quesos, y los
establos estaban llenos de corderos y cabritillas. Todos estaban cerrados por separado: a un lado los padres, a otro los medianos y a otro los recentales. Y todos los
recipientes rebosaban de suero –colodras y jarros bien construidos, con los que
ordeñaba.” Se sentaron y aguardaron dentro de la cueva “…hasta que llegó conduciendo el rebaño. Traía el cíclope una pesada carga de leña seca para aderezar
su comida y la tiró dentro con gran ruido… a continuación introdujo sus gordos rebaños, todos cuantos solía ordeñar, y a los machos –a los carneros y cabrones– los dejó la puerta, fuera del profundo establo. Después levantó una gran
roca y la puso sobre la puerta… Sentóse luego a ordeñar a las ovejas y a las bala-
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doras cabras, cada una en su momento, y debajo de cada una colocó un recental. En seguida puso a cuajar la mitad de la blanca leche en cestas bien entretejidas y la otra mitad la colocó en cubos, para beber cuando comiera y le sirviera
de adición al banquete” (fig. 3).
La Grecia arcaica conoce y practica otras formas de
ganadería; por ejemplo, cuando Odiseo regresa finalmente a
su tierra, a Ítaca, la diosa Atenea le aconseja que visite en primer lugar a Eumeo, su fiel porquero, al que encontrará junto
a los cerdos:
“…éstos están paciendo junto a la Roca del Cuervo,
cerca de la fuente Aretusa, comiendo innumerables
bellotas y bebiendo agua negra, cosas que crían en los
cerdos abundante grasa.
”Entonces él se puso en camino desde el puerto a través de un sendero escarpado en lugar boscoso, por las
cumbres, hacia donde Atenea le había manifestado que
encontraría al divino porquero, el que cuidaba de su
hacienda más que los demás siervos… y lo encontró
sentado en el pórtico, donde tenía edificada una elevada cuadra, hermosa y grande, aislada, en lugar abierto.
El porquero mismo la había edificado para los cerdos
de su soberano ausente… Había arrastrado las piedras
y lo había cercado de espino; tendió fuera una empalizada completa, espesa y
cerrada, sacando estacas de lo negro de la encina. Dentro de la cuadra había
construido doce pocilgas, unas junto a otras, para encamar a las cerdas, y en cada
una se encerraban cincuenta cerdas, todas hembras que ya habían parido. Los
cerdos dormían fuera y eran muy inferiores en número, pues los habían diezmado los pretendientes con sus banquetes… También dormían a su lado cuatro
perros, semejantes a fieras, que alimentaba el porquero, caudillo de hombres.
Este andaba entonces sujetando a sus pies unas sandalias después de cortar una
moteada piel de buey. Los demás porqueros, tres en total, habían marchado cada
uno por su lado con los cerdos en manada”.
Eumeo recibe al forastero, lo lleva a su cabaña, extiende maleza espesa sobre la
que pone una piel de cabra salvaje, y le ofrece ese lecho, su propia yacija, para que descanse, luego va a las pocilgas, toma dos cochinillos, los sacrifica y trocea, y los pone al
fuego con asadores, extiende harina y los ofrece directamente a las manos de su huésped con un cuenco en el que ha mezclado vino para que beba…
Como es evidente, en esa sociedad hay ganadería de diversos tipos, se han
domesticado ya los bueyes y los caballos, que facilitan las labores de labranza y tiran
de los carros en las carreras, pero dispone también sobre todo de la agricultura, por
eso sus miembros se alimentan no sólo de carne, sino sobre todo de pan de harina de
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Fig. 3.- Crátera ática de columnas.
Odíseo huyendo de la cueva de
Polifemo.“Pintor de Safo”. Badisches
Landesmuseum, Carlsruhe.
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trigo y de vino extraído de los racimos de las vides, de olivas y aceite, y de diversas
frutas. Ciertamente, sobre la agricultura la Odisea brinda varios ejemplos, como el de
Laertes, el padre del héroe, que tiene en Ítaca un hermoso y bien cultivado campo,
con una mansión rodeada de un cobertizo, en el que comen, descansan y duermen los
esclavos que le ayudan en las labores, por ejemplo, a cercar de espinos la viña. El
anciano “vestía un manto descolorido, zurcido, vergonzoso y
alrededor de sus piernas tenía atadas unas mal cosidas grebas
para evitar los arañazos; en sus manos tenía unos guantes por
causa de las zarzas y sobre su cabeza una gorra de piel de
cabra”. Su hijo le saluda con estas palabras: “Anciano, no eres
inexperto en cultivar el huerto, que tiene un buen cultivo y
nada en tu jardín está descuidado ni la planta ni la higuera ni
la vid ni el olivo ni el peral ni la legumbre.”
También es memorable la descripción del mítico huerto que tiene el señor de los feacios, el magnánimo Alcínoo,
junto a su famosa morada, un elevado palacio señorial:
Fig. 4.- Habitantes de las islas Viti
en “Les Origenes de la Civilisation”
de J. Lubbock, 1881.
“…fuera del patio, cerca de las puertas, hay un gran huerto de
cuatro yugadas y alrededor se extiende un cerco a ambos lados.
Allí han nacido y florecen frondosos árboles: perales y granados, manzanos de espléndidos frutos, dulces higueras y verdes
olivos; de ellos no se pierde el fruto ni falta nunca en invierno
ni en verano: son perennes… Allí tiene plantada una viña muy
fructífera, en la que unas uvas se secan al sol en lugar abrigado,
otras se vendimian y otras se pisan: delante están la vides que
dejan salir la flor y otras hay también que apenas negrean. Allí
también, en el fondo del huerto, crecen liños de verduras de
todas clases siempre lozanas. También hay allí dos fuentes, la
una que corre por todo el huerto, la otra que va de una parte a
otra bajo el umbral del patio hasta la elevada morada a donde
van por agua los ciudadanos.”
No deja de resonar en esta mítica descripción el eco de uno de los sueños más
frecuentes de los pueblos de agricultores: que las cosechas persistieran a lo largo del
año, sin la drástica alternancia de hambrunas y abundancias opíparas, de la escasez y
el exceso. De ahí la necesidad de previsión, la importancia vital de disponer de métodos e instrumentos para la conservación de los alimentos, la conveniencia de intercambiar con otros grupos aquello de lo que se carece y que ellos pueden proporcionar, la
génesis de interesantes simbiosis entre agricultores sedentarios y pastores que regularmente los visitan…
Estas tres formas fundamentales de subsistencia, la caza-recolección, el pastoreo
y la agricultura, ya en la Antigüedad fueron consideradas como los estadios por los que
pasa la humanidad en su desarrollo, es decir, como los primeros peldaños en la escalera
de la civilización, a lo largo de un proceso temporal lento y complejo (fig. 4). Los frag-
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mentos de Dicearco, los versos de Lucrecio o la prosa sobre las propiedades rústicas de
Marco Terencio Varrón lo testimonian. En el siglo XVIII se volvió a utilizar esta manera de interpretar la primitiva historia de la humanidad de una manera cada vez más rigurosa y sistemática, como documentan los escritos de Adam Smith o estos textos de
Rousseau:
“Los primeros hombres fueron cazadores o pastores y no labradores. Los primeros bienes fueron rebaños y no campos. Antes de que la propiedad de la tierra
fuese repartida, nadie pensaba en cultivarla. La agricultura es un arte que exige
instrumentos, sembrar para cosechar es una precaución que exige previsión”.
Desde un primitivo estado de embrutecimiento, cercano a la animalidad, los
humanos tuvieron que agenciárselas para vivir:
“Los más activos, los más robustos, los que iban siempre adelante, sólo podían vivir de frutos y de la caza. Se hicieron así cazadores violentos, sanguinarios. Luego, con el tiempo, fueron guerreros, conquistadores, usurpadores…
La guerra y las conquistas no son otra cosa que cacerías de los hombres… La
mayoría, menos activa y más pacífica, se asentó apenas pudo hacerlo, reunió
ganado, lo domesticó, lo volvió dócil a la voz humana. Para alimentarse
aprendió a cuidarlo, a facilitar su reproducción, y de este modo comenzó la
vid pastoril.
”La industria humana crece simultáneamente con las necesidades que la originan. De las tres maneras de vivir posibles para el hombre, es decir, la caza, el cuidado del ganado y la agricultura, la primera ejercita el cuerpo para la fuerza, para
la destreza, la competición; el alma para el coraje, para la astucia; endurece al
hombre y lo vuelve feroz. El país de los cazadores no es durante mucho tiempo
el de la caza. Es preciso perseguir muy lejos a la presa; así surge la equitación. Es
preciso alcanzar a la presa que huye; de allí las armas ligeras, la honda, la flecha,
la jabalina. El arte pastoril, padre del reposo y las pasiones ociosas, es el que más
se basta a sí mismo. Proporciona al hombre, sin mayores esfuerzos, la subsistencia y el abrigo así como también su morada. Las tiendas de los primeros pastores estaban hechas con piel de animales… La agricultura, más lenta en nacer, está
relacionada con todas las artes; introduce la propiedad, el gobierno, las leyes, y
progresivamente la miseria y los crímenes, inseparables para nuestra especie de la
ciencia del bien y del mal… Los tres estados del hombre considerado en relación
con la sociedad están referidos a la división precedente. El salvaje es cazador, el
bárbaro es pastor, el hombre civilizado es labrador.”
Así dice Rousseau, reconstruyendo con su imaginación el despliegue de esas formas de vida. Pero, a diferencia de Homero, en su rememoración del pasado ya no intervienen héroes, gigantes y dioses, sino que son humanos como nosotros mismos quienes
cazaban, pastoreaban o, dadas una serie de circunstancias diversas, se pusieron a vallar
el campo y a cultivar la tierra.
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Este esquema básico y general, descriptivo y clasificatorio, permitía una primera comparación entre los pueblos. Al aplicarlo a todas las sociedades conocidas de la
tierra, incluso aquellas consideradas más salvajes, como las de los indios de América,
dejaban de ser ‘como animales que hablan’ y pasaban a formar parte de la historia de
la humanidad, ellos eran en el presente un testimonio vivo de cómo habíamos sido
los europeos en épocas remotas, en los orígenes de la historia, en edades con técnicas
e instrumentos de piedra y madera, como los arcos y las flechas, practicando una
forma de vida nómada y cazadora, etcétera. La especie entera, por tanto, seguía una
misma senda de progreso y de desarrollo, atravesando dichas etapas fundamentales, el
salvajismo, la barbarie y la civilización, como también expuso con detalladas argumentaciones el ilustrado escocés Adam Ferguson en el siglo XVIII. Este enfoque comparativo se consagró con el triunfo del evolucionismo clásico entre los antropólogos
fundacionales del siglo XIX, los primeros que instituyeron la docencia de esta disciplina en las universidades británicas, francesas y americanas. Para reconstruir el pasado carente de documentación escrita y de limitados registros fósiles de nuestra existencia primitiva, la de nuestros antepasados en los albores de la historia, se usaron
comparaciones sistemáticas con pueblos coetáneos que tuvieran similares recursos técnicos y formas de subsistencia semejantes, por eso a éstos se les denominó ‘primitivos’, ‘salvajes’, y también ‘pueblos naturales’, como si ellos, los ‘otros’ por antonomasia, nuestros antípodas en tantos sentidos, habitantes de zonas distantes y remotas,
acabaran de salir del regazo de la madre naturaleza y carecieran de pasado, y como si
sólo merecieran la atribución de cultura propiamente tal los pueblos con escritura y
con civilización, como los nuestros. En efecto, el presente de los occidentales, con
industria y comercio, ciencias y técnicas, estaba considerado como el momento más
evolucionado y más perfecto de la humanidad, era la meta a la que tendían todas las
sociedades de la tierra, en una especie de positivista ley de estadios de obligado cumplimiento. Las otras formas de vida eran pensadas desde las nuestras y se las entendía
como más simples y sencillas, como predecesoras o antecesoras de las nuestras, perdían así su autonomía y su valor propios y quedaban como anexionadas a nuestra historia. La manera occidental de desarrollo era considerada el patrón, el modelo, el
camino ejemplar que servía para medir toda alteridad. Cualquier diferencia constatada en los otros pueblos era calificada entonces como inferioridad, atraso, desviación,
infantilismo, incapacidad, e incluso como degradación y hasta como un absurdo
incomprensible, como una aberración que convenía subsanar cuanto antes. Los aciertos y la extraordinaria belleza de las otras opciones culturales apenas se percibía bajo
esta mirada, se insistía en cambio, en interesados contrastes etnocéntricos, en las diferencias existentes, y a éstas se las interpretaba con carga negativa como deficiencias,
carencias y estupideces, propias de una base racial cualitativamente peor dotada, que
obstaculiza e impide el óptimo desarrollo de la genuina civilización. No es necesario
subrayar que este enfoque sobre los otros grupos humanos, cargado del denominado
darwinismo social, cumplía funciones de legitimidad en un momento de fuerte
expansión colonial y consolidación de los imperialismos europeos sobre los otros continentes, sobre Asia, África y Oceanía en especial. Una era la cultura vencedora y
poderosa, la del Occidente cristiano, la única merecedora de tal nombre, la cual, para
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justificar su agresiva presencia en todas las partes del mundo, decía que quería ayudar
al desarrollo, y, junto a ella, pero en posición sometida e inferior, estaban las otras culturas, las cuales, tras ese violento choque cultural que las dominaba, eran las perdedoras, las vencidas y desprestigiadas. Los modos de saber que se practicaron no eran
ajenos a los ejercicios de poder de tal contexto imperialista.
Este enfoque de la arqueología prehistórica decimonónica,
el evolucionismo clásico que se
puede detectar con claridad en
obras
fundacionales
como
Tiempos prehistóricos (1865) y Los
orígenes de la civilización y la condición primitiva del hombre
(1870) de John Lubbock (fig. 5)
ha ido cambiando desde entonces,
gracias a sucesivas estrategias de
investigación, muy diferentes,
como el difusionismo, el particularismo histórico, el funcionalismo, el estructuralismo y la denominada antropología simbólica y
hermenéutica, como también ha
variado el contexto de aplicación,
esto es, la situación real en las
relaciones de poder desde el reconocimiento de la independencia de muchos países
que han luchado por sus libertades, y los nuevos problemas de un mundo postcolonial, globalizado y multicultural. Estudiar la vida de grupos humanos minoritarios y
frágiles compromete a quienes los conocen. La ciencia que se elabore sobre sus formas de vida ha de tener una vertiente crítica con respecto a la situación internacional
presente, que es la responsable en gran medida de las dificultades que tienen y del
poco espacio del que disponen para desarrollar sus propias posibilidades. De lo contrario, esa ciencia deja de ser verdaderamente humana y se reduce a mera técnica aplicada, convirtiéndose así en otro instrumento de control al servicio de los intereses de
los más poderosos y perdiendo su capacidad emancipatoria. Los otros pueblos, ciertamente, no sólo son imágenes vivas de nuestro pasado, son sobre todo nuestros contemporáneos, plenamente dignos de atención y de estudio por sí mismos en el presente, en cuanto ejemplos de la humanidad, de nuestra plural humanidad repleta
afortunadamente de diferencias aquí y ahora. Convivir con ellos nos obliga a conocer
su cultura, a participar en sus formas de vida, a aprender de ellos relativizando nuestros hábitos y costumbres, sin pretender su asimilación o anexión. Una cultura diferente a la nuestra no es, por el hecho de mostrar tal diferencia, ni inferior, ni aberrante, sino que también tiene su coherencia, su complejidad, sus sistemas de conocimiento y de clasificación de la realidad, sus esquemas de valores, sus criterios estéticos, jurídicos y religiosos, etcétera. Al compararla con la nuestra hemos de esforzarnos para
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Fig. 5.- Cazadores-recolectores bosquimanos en “Las Razas Humanas”
de F. Ratzel, 1888.
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llegar a formular posibles principios generales que den razón de las semejanzas y de
las diferencias que observamos y que nos permitan comprendernos a todos, a nosotros
y a ellos, en cuanto humanos en una tierra compartida. En efecto, todos hemos de
hacer frente a problemas similares, ecológicos, psicológicos, sociales y transculturales,
es decir, internacionales, globales, planetarios en suma. Y en esa tarea ineludible
hemos de ser autocríticos, pues quienes hemos ejercido una despiadada dominación
económica, ideológica y política sobre los otros pueblos hemos sido los occidentales,
en especial en la Modernidad. Sólo así es pensable un humanismo que, a diferencia
del que se dio en el Renacimiento, no se reduzca ni a unos modelos clásicos de referencia exclusiva como los greco-romanos de la Antigüedad, ni, por tanto, a unos
pocos saberes artístico-literarios, ni a unas clases sociales privilegiadas, ni a un área
geográfica restringida, mediterránea, europea o del hemisferio norte, sino que merezca ser denominado un humanismo interactivo, emancipatorio, integral y global. Los
otros son entonces, como plenamente humanos con los que convivimos, nuestro presente, porque son también y sobre todo coautores de nuestro futuro, ya que en ellos
perduran valores a reivindicar que se han perdido entre nosotros. Ellos nos enseñan a
descubrir la complejidad de la vida humana, los valores que señalan las carencias y
vacíos que nos delatan, las deficiencias que acarrea nuestra forma de vida tan avasalladora: una subsistencia urbana motorizada y veloz, como decíamos al comienzo,
solitaria entre masas de individuos, sin fuertes lazos afectivos interpersonales, gravemente escindida entre lo privado y lo público, ignorante de los ritmos de la naturaleza, las variedades vegetales, la convivencia con los animales, el cuidado en el consumo, la tolerancia con quienes prefieren remar a su aire... reacia, en suma, a aprender
de los otros, que podrían aparecer entonces como buenos etnoarqueólogos de nuestro presente y cualificados esbozos de nuestro posible futuro.
Bibliografía
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LLINARES, J. B. (1982): Materiales para la historia de la Antropología. 3 vols. Valencia, Nau Llibres,
1982, 1983 y 1984 (reediciones en 1993 y 1996). Cf. en especial los capítulos “Lucrecio” en el
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en el vol. III.
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LOS PUEBLOS PREINDUSTRIALES Y SU SENTIDO EN UNA ANTROPOLOGÍA AUTOCRÍTICA 119
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C ATÁ LO G O
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TIERRA DE ARNHEM
El tiempo de los sueños
Australia
Mujer kunwinjku recolectando Pandanus spiralis para la elaboración de objetos de fibra (cestos, bolsas, adornos, trampas de pesca, etc.).
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La colina de Injalak constituyó durante generaciones un importante foco de actividad artística, especialmente durante la estación húmeda, kudjewk,
cuando la inundación de los valles obligaba a los aborígenes a buscar refugio en sus galerías.
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Mujer jawoyn con escarificaciones. Este tipo de cicatrices decorativas se producen durante los ritos de iniciación. Su significado es tan sólo conocido por los iniciados y constituye un símbolo de identidad que
revela el grado de iniciación o el estatus social del individuo.
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Hombre jawoyn con escarificaciones. Su forma y su número varía en función de la procedencia
del individuo, pero en la Tierra de Arnhem suelen adoptar la forma de líneas paralelas en el
hombro y en el torso.
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El didjeridú es el instrumento musical por excelencia de la Tierra de Arnhem, aunque en la actualidad
se ha convertido en símbolo de identidad aborigen en toda Australia.
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Artistas jawoyn durante el proceso de elaboración de didjeridús. Aunque la decoración depende del artista, en los contextos ceremoniales rara vez se utilizan motivos figurativos.
Hombre jawoyn captado en el momento previo al disparo de una lanza con propulsor. Ambos instrumentos constituían las herramientas básicas del cazador y del guerrero en la Tierra de Arnhem.
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Hombres kunwinjku preparándose para la danza. En contextos ceremoniales la música, la danza y los adornos corporales juegan un papel
fundamental. La arcilla blanca protege al individuo de los espíritus mientras danzan al ritmo del didjeridú y de los palos "de dar palmas".
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Mujer jawoyn tejiendo una bolsa de Pandanus spiralis mediante la técnica ancestral del anudado.
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Mujer kunwinjku preparando un sencillo horno de tierra para la cocción de carne. La corteza de árbol evita que la carne se llene de tierra al cubrir el
horno para mantener la temperatura.
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Propulsor tallado en madera y decorado con colorantes naturales. En un
extremo presenta un apéndice de madera fijado a la pieza mediante cera
de abeja, que sirve para asegurar la posición de la lanza antes del disparo. Utilizada por los hombres para la caza y la guerra.
L. 76,5; A. 4,5 cm
Adorno de cabeza de tipo ceremonial. Compuesto por un aro de fibra y dos adornos
de plumas fijados a ambos lados mediante cera de abeja.
L. 18,5 cm
Lanzas talladas en madera con punta fija y decorada con colorantes naturales. La tipología de las puntas varía en base a su funcionalidad: caza, pesca, guerra o ceremonial.
L. 1,64 m
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Representación de Namarnkol (Barramundi, Lates calcarifer) y lirios de agua realizados con colorantes naturales sobre papel. Ambos motivos juegan un papel
importante en la dieta aborigen. Artista: Gabriel Maralngurra (Gunbalanya,
Tierra de Arnhem).
L. 52 cm; A. 71 cm.
Espíritu Mimi tallado en madera y decorado con colorantes naturales. Estas tallas de madera sustituyen a las tradicionales figuras de corteza de árbol y cuerda utilizadas en contextos funerarios para representar al espíritu del difunto.
L. 77,5; A. 4 cm
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Didjeridú o instrumento musical de viento
utilizado por los aborígenes de la tierra de
Arnhem durante las ceremonias. Decorado
con colorantes naturales y motivos no figurativos. Su sonido y resonancia depende de la
longitud, la forma y el grosor de la pared. Tan
sólo los hombres pueden hacerlo sonar al
representar al órgano reproductor masculino.
L. 1,18 m; Diám. max. 8 cm
“Palos de aplaudir” tallados en madera y decorados con colorantes naturales. Su decoración lisa es característica de la Tierra
de Arnhem. Los hombres los golpean al son del didjeridú.
L. 22 y 19; A. 2,5 y 4 cm
“Palo mensaje”. Pieza de madera grabada
con trazos y puntos, utilizado por los aborígenes para enviar mensajes a las tribus o grupos lingüístico vecinos por medio de un
mensajero.
L. 12 cm.
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Bolsa cónica tejida con fibra extraída de las
hojas del Pandanus spiralis. Los colores pálidos y grisáceos son los propios de la estación
seca. Hombres y mujeres se la cuelgan de la
cabeza o el cuello para transportar sus enseres.
L. 24; A. 16 cm
Representación de Namarrkon (el hombre rayo)
realizada utilizando colorantes naturales sobre
corteza de Eucalyptus. Es el espíritu responsable
de las enormes cortinas de rayos que acompañan
a las lluvias durante la estación húmeda. Artista:
Bob Namundja (Gunbalanya, Tierra de Arnhem).
L. 67; A. 30 cm.
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VALLE DEL OMO
Los señores del ganado
Etiopía
Los hamer acuden a los mercados para comerciar con multitud de productos: desde ganado y grano hasta ocre, con el que se decoran las mujeres el cabello.
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Retrato de mujer hamer. Los collares, tanto el de metal (isanti) como el de cuero (binyare) indican que se trata
de una mujer casada.
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La sangre del ganado supone un aporte de proteínas indispensable en la alimentación hamer, basada principalmente en el sorgo y el maíz.
Las tobilleras, o waro wara, acompañan a los cantos y bailes de las mujeres para animar al iniciado en la
principal ceremonia de la vida hamer, el salto sobre el ganado.
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Ritual hamer del salto del toro. El ukuli, o joven iniciado, ha de saltar desnudo sobre los lomos del
ganado para pasar a la “edad adulta”.
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Los hombres y mujeres mursi recorren decenas de kilómetros para acceder a los mercados en las poblaciones sedentarias de otras comunidades indígenas.
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Los graneros, muy frecuentes en la región del Omo, permiten almacenar alimentos para épocas de carestía, ya que las lluvias son escasas e imprevisibles.
Las mujeres mursi se encargan de la mayor parte del trabajo agrícola.
Campamento temporal mursi formado por varias cabañas, o duri, en la ribera
del río Mago, zona ocupada durante parte del año para cultivar maíz y sorgo.
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Joven mursi con un AK47, el arma automática más codiciada en el valle del Omo. Los jóvenes solteros,
o rora, son los encargados de proteger al grupo de posibles incursiones enemigas y de vigilar el ganado.
Pág. siguiente: Contenedores cerámicos o “daa” en el poblado de Dimika, situado en la confluencia entre territorios de varios grupos culturales del bajo Omo. Hamers, bashadas, aris, etc., acuden al mismo para comerciar.
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Lira mursi, o chonkudolete, compuesta por una caja de resonancia de madera y cuero con tres palos, dos verticales y uno horizontal que permiten
tensar las cinco cuerdas.
L. 67; A. 30 cm
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Reposacabezas, o borkoto, de madera con tira de cuero para
su transporte, decorado con motivos incisos a bandas,
triangulares y en cuadrícula. Utilizado por los hombres
hamer como reposacabezas y asiento en la vida cotidiana. El
de color claro está en proceso de fabricación.
L. 13; A. 17,5 cm
Calabaza hamer, o chxarca, con decoración incisa a cuadrículas. Tiene
una tira de cuero que permite utilizarla para el transporte de líquidos.
L. 16; Diám. máx.. 11 cm
Contenedor de cestería, o garchu, de forma globular utilizado por las mujeres mursi para mantener la pasta de sorgo.
Diám. máx. 25; A. 20 cm
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Collar circular de cuero, o bynyare/binyere, decorado con ocre
y placas cuadradas y tubulares de metal. Las mujeres hamer llevan estos collares para indicar su condición de casadas.
L. 25; A. 14 cm
Dos protectores de mano, u orgamay, realizados en fibra vegetal. Estas piezas de cestería, reforzadas con tiras de cuero, son utilizadas por los hombres solteros mursi
(rora) en los duelos ceremoniales o thagine.
L. 13; A. 10,5 cm
Platos labiales circulares realizados en arcilla de color rojizo-marrón
con manchas de cocción negras (dhebi a golonya). Utilizados por las
mujeres mursi como símbolo de belleza y madurez sexual.
Diám. máx. 12 y 13,5 cm
Hacha compuesta por mango de madera y hoja de metal con filo cortante utilizada
por los hombres hamer para cortar leña y realizar instrumentos en madera.
L. 49; A. 16 cm
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Vestido de piel de antílope, o kel, pintado con líneas negras y decorado con elementos metálicos (balas, arandelas, etc.). Utilizado por las mujeres mursi.
L. 82; A. 44 cm
Porra de madera con decoración incisa formando cuadrículas y triángulos utilizada por los hombres hamer
para llevar el ganado.
L. 52; A. 9 cm
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PAPÚA
La última frontera
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Papúa Nueva Guinea
Papúa (Indonesia)
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Un agricultor dani caminando entre huertos de batatas protegidos por vallas de madera. Los hombres desbrozan los campos, construyen los vallados
y cavan canales de irrigación.
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Los kain son grandes jefes danis momificados, respetados en vida por su liderazgo en la guerra. El fin de
la violencia entre grupos rivales y la influencia de los misioneros acabaron con la tradición de momificar.
Mujeres cocinando batatas en un fuego comunitario o mumus. Este tubérculo supone el 90 % de la
dieta dani. Además plantan en la actualidad taros, yames, bananos, caña de azucar, pepinos, calabazas,
tomates, tabaco, etc.
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Las mujeres dani realizan gran parte de los trabajos diarios, como tejer, plantar y recoger las cosechas, cuidar
de los cerdos, cocinar y vender todo tipo de productos en los mercados.
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Hombre dani vendiendo arpas de boca en un mercado, en Wamena. Estos instrumentos realizados con secciones de bambú son muy populares en el valle de Baliem.
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Los poblados dani están organizados en torno a un espacio central con casas circulares, diferenciadas para hombres y mujeres, y casas
comunitarias rectangulares con diversos hogares.
Hombres asmat remando en canoas de guerra. Aunque las guerras están prohibidas en la zona desde los años 60 por las autoridades coloniales holandesas, y hoy por el gobierno indonesio, se siguen realizando competiciones deportivas a modo de enfrentamiento entre poblados.
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Hombre asmat construyendo una canoa monóxila. Éstas son imprescindibles en un ecosistema marcado
por zonas lacustres, ríos y bosques de manglares.
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Hombre asmat con nariguera, tocado de cuscús y plumas de cacatúa, en el poblado de Owus. Debido a la
actividad evangelizadora muchos de los elementos de la cultura material asmat han desaparecido.
Pág. siguiente: Ceremonia de jipae en el poblado de Omandeseb. Los asmat, tras una muerte reciente y mediante
esta ceremonia “animan” al espíritu del muerto a abandonar el poblado y dirigirse a Safan, el reino de los espíritus.
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Narigueras o adornos nasales asmat, o bipane, realizados con dos fragmentos de concha marina unidos mediante resina. La parte interior de la
concha, de un blanco más intenso, es la que se coloca hacia el exterior.
L. 16,5; A. 5 cm
L. 17; A. 7,5 cm
Cuhillo, o pisuwe, de hueso de casuario decorado con plumas, fibra vegetal y semillas. Utilizado tradicionalmente por
los hombres asmat en las partidas y como símbolo de estatus.
L. 37; A. 5,5 cm
Collar compuesto por piezas de conchas marinas pulidas, perfordas y engarzadas
en un cinta de fibra vegetal. Se compone de once fragmentos de concha destacando una pieza central de gran tamaño. Utilizado por los hombres dani como elemento decorativo.
L. 54; A. 20,5 cm
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Collar asmat formado por fibras trenzadas en las
que aparecen ensartados 75 caninos de perro perforados. Son collares muy valorados y se ofrecen
como regalos de boda y pagos compensatorios.
L. 53; A. 3,5 cm
Tambor de madera, o em, asmat de forma troncocónica y mango
tallado, en la parte superior una piel de reptil tensada mediante
fibra de bambú. Elaborada decoración tallada con motivos decorativos geométricos/simbólicos por toda la superficie del tambor,
excepto en la banda central.
L. 53; A. 27 cm
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Traje ceremonial, o jipae, de cuerpo entero realizado en fibra vegetal trenzada, tiene
elementos decorativos típicos del adorno
masculino asmat como la nariguera, plumas de cacatúa y semillas. Utilizado en las
ceremonias jipae para ahuyentar de los
poblados a los espíritus de los muertos.
L. 1,35 m; A. 50 cm
Pectoral compuesto por tira de corteza de árbol cubierta por cauris seccionados y perforados, organizados
en líneas ocupando toda la superficie
de la corteza. Utilizado por los hombres dani como pieza de gran valor.
L. 37,5; A. 11cm
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Hacha dani del valle de Baliem compuesta por
mango de madera y piedra pulida atada con
trenzado de ratán. Eran utilizadas por los hombres dani en la tala y desbroce de ramas. Las
piedras de hachas eran objeto de un intenso
comercio hasta la llegada de las herramientas
de metal.
L. 47; A. 28 cm
Protector de pene u horim. Fragmento de calabaza
utilizada por los hombres dani para cubrirse el sexo.
L. 32; Diam. máx. 4,5 cm
Escudo asmat, o jamasj, de madera.
Decorado con motivos que parecen
representar remolinos de agua y un
lagarto o cocodrilo, pintados con
ocre, carbón y cal. Los escudos poseen el espíritu de un antepasado que
protege al guerrero y aterroriza a sus
enemigos. Con frecuencia se rompe
y es enterrado junto a su dueño.
L. 218; A. 75 cm
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GLOBALIZACIÓN
y supervivencia cultural
En el Bajo Omo (Etiopía) los contenedores de plásticos de todo tipo sustituyen, paulatinamente, a los recipientes realizados con calabazas y cerámica.
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Pendiente de plástico. Multitud de nuevos materiales realizados en plástico y acero se encuentran en
los mercados del Bajo Omo.
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Mujer mursi pintada para los turistas. Este tipo de decoración corporal era desconocida entre los mursi antes de la llegada del turismo y de su interés por
las culturas indígenas. Bajo Omo.
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Ferretería en Wamena (Papúa). A partir de los años 60 del siglo XX el metal comenzó a sustituir, incluso en los valles más remotos, a los útiles de piedra.
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Iglesia Cristiana en Wamena (Papúa). Diversas organizaciones misioneras se encuentran repartidas
por el territorio dani, tanto católicos como protestantes han evangelizado el territorio.
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Casa ceremonial en poblado dani (Papúa). Los ancianos siguen conservando gran parte de su cultura tradicional, previa al contacto con occidente.
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Para las mujeres de Barunga (Tierra de Arnhem, Austràlia) el baloncesto es más que un deporte. Es una forma de reunión social y de transmisión de
conocimientos, en la que las adolescentes siguen aprendiendo de las mujeres adultas.
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El arte rupestre de yacimientos remotos de la Tierra de Arnhem proporciona una de las mejores muestras del alcance de la II Guerra Mundial.
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La cultura material muestra las influencias externas en las poblaciones aborígenes. El tabaco y la pipa fueron
introducidos por los pescadores macassan y su uso ha continuado hasta la actualidad (Tierra de Arnhem).
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MUSEI DE PIEHISTOIII lE VWIICII
D~CI.()D&
VALENCIA
...
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Por qué una exposición sobre mundos tribales y por qué desde una perspectiva etnoarqueológica
Helena Bonet RosadoPag. 11-15descargarTierra de Arnhem, Bajo Omo y tierras altas de Papúa. Los primeros contactos
Juan Salazar BonetPag. 38-55descargarEl arco de las mujeres y la redecilla de los hombres. Útiles y mitos de Nueva Guinea
Pierre Pétrequin / Anne-Marie PetrequinPag. 56-65descargarIntercambiando heridas: la violencia masculina ritualizada o los duelos mursi
David TurtonPag. 66-77descargarLa pintura y su simbología en las comunidades de cazadores-recolectores de la tierra de Arnhem
Inés Domingo Sanz / Sally K MayPag. 78-91descargarLos pueblos preindustriales y su sentido en una antropología autocrítica
Joan B. LlinaresPag. 108-119descargar