El arco de las mujeres y la redecilla de los hombres. Útiles y mitos de Nueva Guinea
Pierre Pétrequin
Anne-Marie Petrequin
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EL ARCO DE LAS MUJERES
Y LA REDECILLA DE LOS HOMBRES.
Útiles y mitos de Nueva Guinea
PIERRE PÉTREQUIN
ANNE-MARIE PÉTREQUIN
Las Tierras Altas de Nueva Guinea representan para los etnólogos (Sillitoe, 1988), y
para muchos prehistoriadores, el último lugar en el mundo donde ha sido posible observar las técnicas y la organización social de pueblos agricultores en un medio forestal;
gentes que, hasta los pasados años 90, en algún caso todavía abrían sus huertos de cultivo con hachas de piedra pulimentada. El impacto de estas observaciones –en particular las de los etnoarqueólogos que de forma explícita tratan de utilizar marcos de comprensión para la prehistoria basados en los funcionamientos técnicos y sociales actuales
(Pétrequin et Pétrequin, 1992)– ha sido notable durante estos últimos diez años, conduciendo a veces a otra lectura y reinterpretación del Neolítico de Europa occidental.
El caso más elocuente, sin ninguna duda, es el que concierne a los útiles de piedra pulimentada, el hacha, la azuela y el cincel que, recientemente en Nueva Guinea y en otro
tiempo en el Neolítico europeo, conformaban la mayoría de los sistemas técnicos. En la
actualidad, todos los grupos humanos del centro de Nueva Guinea han abandonado sus
utillajes tradicionales; los últimos lo hicieron en los años 90. No obstante, para simplificar el discurso y la presentación de estos grupos emplearemos el presente verbal, como
si esas comunidades hubieran escapado milagrosamente a las consecuencias del choque
de la colonización. De hecho, si entre los años 1945 a 1961 los científicos, militares y
misioneros que exploraban el interior de las tierras de Papúa (parte occidental de Nueva
Guinea, provincia de Indonesia, antes Irian Jaya) encontraban sobre todo grupos humanos que desconocían el uso del metal (Le Roux, 1948-1950), la distribución de cuchillos y hachas de acero –complemento de la bisutería de vidrio clásica– favoreció rápidamente los contactos para conseguir estas nuevas riquezas, sobre todo estos útiles de
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Fig. 1. Mapa de situación de los
grupos lingüísticos mencionados.
Dibujo P. Pétrequin, según Silzer y
Heikkinen Clouse (1991).
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acero que permitían roturar con mayor rapidez que antes, e incluso acelerar la cría de
cerdos y la competencia social.
Los papúes de las Tierras Altas son agricultores que cultivan la batata, el taro, la
caña de azúcar, el banano y el pandano rojo en auténticos huertos limitados por postes
de madera inclinados, con anchos fosos de drenaje ahondados con un pesado palo excavador, sólidos muros de piedra seca o resistentes vallas de tablones verticales ensamblados para evitar los ataques cometidos por parte de
los cerdos domésticos o salvajes. El paisaje queda,
por tanto, dividido en parcelas donde alternan la
selva secundaria, las plantaciones arbóreas, los
baldíos herbosos y los cultivos maduros o a punto
de ser abandonados; el color de los huertos recién
abiertos, donde los plantones se combinan en
función de las variaciones locales de suelo, humedad y luz, contrasta con este mosaico en el que se
pierde la mirada. Unas técnicas de horticultura
complejas, a veces con campos delimitados por
caballones con empleo del abono acumulado en
los canales de drenaje de los pantanos, permiten
sustentar fuertes densidades de población (hasta
180 h/km2 en el norte del Baliem y la región de
Tiom, una antigua cuenca lacustre particularmente fértil), alrededor de 300.000 habitantes en
total para el conjunto de la familia lingüística
dani (fig. 1). Fuera de las cuencas lacustres y de
los fondos de valle, la vieja selva primaria o secundaria está aquí y allá presente en las vertientes más
pronunciadas, donde las talas selectivas permiten
abrir huertos en terrazas que permanecen en cultivo de uno a tres años, antes del rebrote de las
cepas cortadas y de la selva que devolverá la fertilidad a los suelos rápidamente agotados por dos o tres años de plantaciones alimenticias
(Boissière, 1999).
La pesada hacha de piedra con mango recto macizo, usada preferentemente por
los asmat y los dani del oeste, o la azuela con mango ergonómico acodado (fig. 2) de los
dani del Baliem, y de los yali y los una en las provincias del este, son los útiles por excelencia destinados a aclarar la selva, talar el latizal y los árboles más jóvenes, y hender la
base de los árboles más grandes para hacerlos secar de pie. La tala de árboles con el hacha
de piedra pulimentada, para dejar espacio momentáneamente a los huertos, así como
partir los troncos y transformarlos en tablones para las vallas y las casas, recae enteramente en manos de los hombres. Sólo la gestión de la leña queda parcialmente en
manos de las mujeres. Para las otras actividades, la más estricta división sexual del trabajo es la norma (Murdock et al., 1973; Testart, 1986), según la cual los hombres manipulan útiles cortantes y armas apuntadas, orientadas hacia arriba y destinadas a matar
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derramando sangre; mientras que las mujeres saben que deben trabajar con útiles de
punta roma, orientados hacia abajo, más para golpear que para derramar sangre.
La azuela con hoja de piedra pulimentada resulta ser un útil particularmente eficaz, puesto que un árbol de 40 cm de diámetro puede talarse en una hora entre tres
hombres que se vayan turnando. Pero las rocas duras, susceptibles de ser talladas y recibir un excelente pulimento, resistentes a los choques y a la flexión, son escasas en la naturaleza y están repartidas de forma muy
desigual en el territorio. En todas estas fértiles depresiones cársticas que se extienden por las mesetas calcáreas de las Tierras Altas,
lo que sí se puede encontrar son esquistos pardos o negros en
forma de cantos en la parte alta de las cuencas fluviales. Sin
embargo, las hachas y azuelas fabricadas con este material, tan
poco resistente y al alcance de todos, tienen poco interés técnico
a la vez que social; generalmente se reservan para cortar la leña
entre los dani. Debido a su reducido valor en un contexto local e
individual de producción, estas hojas de piedra circulan poco en
los intercambios.
Contrariamente, las mejores rocas metamórficas, como las
del macizo de Yeleme («La-Fuente-de-las-Hachas-de-Piedra») en
territorio de los wano, o del Yamyl («El-Río-de-las-Hachas») de
los una, son objeto de verdaderas expediciones, en general bajo la
dirección de un líder de guerra (Larson, 1987), capaz de reunir en
ocasiones a varias decenas de hombres bajo su mando. Se trata de
atravesar inhóspitas regiones montañosas, de dos a diez días de
marcha, o zonas de menor altitud pero pobladas y por tanto peligrosas si no se han establecido previamente acuerdos de cooperación o relaciones matrimoniales. El grupo, formado sobre todo
por hombres y algunas mujeres mayores que se ocupan del transporte de batatas a la ida y de los esbozos de hacha a la vuelta,
deberá trabajar varios días o incluso, a veces, varias semanas seguidas en un medio de
montaña arbolada, donde la supervivencia, una vez agotadas las reservas de batatas y
plátanos, sólo será posible mediante la caza de pequeños marsupiales arborícolas, la
recogida de larvas y la recolección de brotes tiernos de helecho.
En Wang-Kob-Me, para fracturar la roca, se utiliza la fuerza de la acción térmica
de un hogar instalado en lo alto de un andamio de madera apoyado en la pared de la roca
de glaucofano, una materia prima muy resistente cuya estructura petrográfica favorece su
trabajo por percusión directa (fig. 3). Alrededor de cada «escalera de fuego», un grupo de
trabajo de 6 a 10 hombres sigue las directrices de un «hombre sabio», es decir aquél que
domina los rituales de explotación de la piedra. Estos rituales son particularmente importantes y, cuando el etnólogo pregunta sobre las técnicas, su aprendizaje y el nivel de habilidad, la respuesta de los “hombres sabios” y de los talladores de piedra sólo hace mención a los rituales destinados a atraer las hachas que preexisten en la roca, dar vida a los
Espíritus Femeninos («las Madres de las hachas») y transmitir los cantos que favorecerán
el estallido de la roca y su trabajo mediante la talla con percutor («los Niños de la Roca»).
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Fig. 2. Tala con azuela de piedra.
Langda (Kp. Jayawijaya), grupo
una.
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Fig. 3. Explotación de un frente de
cantera mediante la acción del
fuego (choque térmico).
Yeleme/Wang-Kob-Me (Kp. Paniai),
grupo wano.
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En realidad, se trate de procedimientos muy sencillos de fabricación de una hoja
de hacha, como en Yeleme/Wang-Kob-Me, o de una producción especializada compleja, como la de las hojas de azuela en Langda (fig. 4), Sela y Suntamon (Pétrequin et
Pétrequin 1993), el discurso es siempre el mismo: lo cierto es que se necesitan varios
años de aprendizaje con el padre, o tío paterno, para aprender una técnica de talla reservada a algunos clanes del valle en los que la transmisión es, ante
todo, hereditaria; pero lo más importante es la iniciación de los
muchachos en el interior de “una casa de hombres” donde se conservan las reliquias del Espíritu Femenino que rige la producción
de las canteras. Sólo en el valle del Heime (Langda), de los una,
se cuenta con casi una docena de estas Potencias no humanas, a
las que hay que tener en cuenta (Louwerse, 1998).
De regreso de las expediciones, la posesión de excelentes y
grandes esbozos de hachas por pulir es esencial para los hombres
jóvenes que alcanzan la edad de participar en los intercambios y
pagos compensatorios (O’Brien, 1969), a fin de encontrar una
esposa o compensar el fallecimiento de alguien próximo o de un
aliado mortalmente alcanzado por los efectos de una magia nefasta obra de una mujer o un enemigo. Todas estas compensaciones
para restablecer el equilibrio en la comunidad se sustentan en la
donación de cerdos sacrificados y asados (en forma de grasa y
carne), de conchas marinas intercambiadas con los grupos del
oeste (Pospisil, 1963) y/o de bloques de sal de los manantiales de
Hitadipa (Weller et al., 1996). Finalmente, se debe recordar que
en todos los casos –fabricación de sal, producción de una concha,
o esbozo de una hoja de hacha o azuela, destinados a ser donados
o recibidos–, no se trata de materias primas ordinarias que se
calientan, tallan, pulen o manipulan sino que son los huesos, la
sangre, los humores de una Criatura Primordial o de un
«Propietario de la Tierra» anterior a los hombres (Tinok en Wang-Kob-Me,
Mayulongkwe para la sal, etc.). Por tanto, parece normal que los mejores productores
de hachas y de sal o los grandes criadores de cerdos sean hombres que «saben» los rituales y la manera de comunicarse con las potencias. En este contexto, las habilidades técnicas, la Tecnología tal y como diríamos hoy en día, no tendrían ninguna eficacia por
sí mismas si no estuvieran profundamente socializadas y ritualizadas.
Y de hecho, este es el principio de un proceso en el que los útiles «técnicos»,
en términos de eficacia sobre la materia prima, se apartan de su función inicial para
ser socialmente valorados (Lemonnier, 1986). Se han podido observar varios casos
en Nueva Guinea. El más sencillo es el de los jóvenes guerreros que se exhiben con
una larga y pesada hacha en el hombro, maniobrando en la selva con una herramienta a veces desmesurada, para hacer lo que otros hombres realizan con un hacha o
azuela mucho más ligera, y a menudo mejor adaptada a la tala o al trabajo de la
madera; pero cuando el prestigio individual del hombre está en juego, todos los
esfuerzos son necesarios.
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El segundo caso es el de las ye-yao, las hachas de intercambio. En la montaña, a dos días de camino más allá de
Wang-Kob-Me, se encuentran las canteras que se mantienen en
secreto, donde los wano explotan grandes placas de esquisto y
de anfibolita de grano fino y color verde oscuro. Estas placas se
fracturan con la ayuda del fuego en un lugar llamado Awigobi
(«El-río-de-la-Noche», ya que se cree que estas placas son organismos vivos que se vuelven luminosos en el agua cuando son
alumbrados con una antorcha), se esbozan con un cuidadoso
trabajo de bujarda y se bajan de nuevo al valle para ser intercambiadas con los dani: se las llama ye-yao. Una vez en el valle
del Yamo y en el Baliem central, a 4 y 15 días de camino respectivamente, estas “hachas” de débil resistencia mecánica son
cortadas, regularizadas y pulimentadas. Tras haber sido revestidas con atributos femeninos –un cinturón de fibras de orquídeas característico de las mujeres casadas o una faldilla de
muchacha (fig. 5) –, participan en casi todas las formas de pago
compensatorias de las bodas, de los fallecimientos y del precio
de la sangre (O’Brien, 1969; Heider, 1970). Tratadas durante
muchas horas con grasa de cerdo para abrillantarlas y hacer
resaltar su magnífico color verde, las ye-yao representan explícitamente a las mujeres que se dan y se reciben.
En el Baliem central, pero sobre todo, aún más lejos, en
Angguruk, territorio de los yali, algunas de estas ye-yao están
consagradas, es decir, reciben el nombre de un antepasado, de un hombre poderoso muerto en combate, por el que se sacrificaron
uno o varios cerdos. Escondidas en las
casas de los hombres o, mejor aún, en las
casas sagradas de la región de Angguruk,
las ye-pibit, o hachas sagradas, participan
en la supervivencia del grupo, en los rituales de curación, y están consideradas como
potentes magias para luchar contra los enemigos o adquirir prosperidad (Zöllner,
1977; Pétrequin et al., 2006).
Vemos así cómo, progresivamente,
un útil específico de los hombres –la hoja
de piedra pulimentada– es manipulado y
reinterpretado a medida que nos alejamos
del lugar de producción. Finalmente, a
varios centenares de kilómetros de las canteras, cuando un hacha usada aparece
como algo excepcional por su materia prima, forma, dimensiones o por los mitos que
han circulado en relación con ella, esa misma hacha puede encontrarse clasificada entre
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Fig. 4. Esbozo de una hoja de
azuela en basalto, mediante talla
con percutor blando.
Langda (Kp. Jayawijaya), grupo una.
Fig. 5. Un hombre parte para un
pago compensatorio con un ye-yao
cargado sobre el hombro. Pyramid
(Kp. Jayawijaya). Grupo dani de
Baliem central.
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Fig. 6. Los componentes de un pago
compensatorio en la Costa Norte de
Nueva Guinea: hacha pulimentada,
cuentas y anillos de vidrio.
Abar (Kp. Jayapura), grupo sentani central.
Fig. 7. Hombres en parada, con
motivo de una fiesta del Pandano
rojo.
Sinak (Kp. Paniai), grupo damal.
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los objetos sagrados de un hombre o un
linaje (Godelier, 1996), o en el tesoro de
un sultán de las Molucas (Pétrequin et al.,
2006); en ambos casos, su inestimable
valor no puede compararse nunca con la
función técnica original. En este terreno
de las donaciones, de pagos compensatorios acordados y de objetos sagrados,
todas las interpretaciones son posibles,
como esta acumulación de extraordinarias
riquezas (fig. 6), propiedad de un ondoafi
(jefe heredero en la cultura del lago
Sentani), que reúne: racimos de perlas de
vidrio cuyo origen es un árbol mágico de
la zona este, en territorio de los Sko; un
hacha extraída de la sangre del Pájaro original, sacrificado en las montañas de Ormu Wari; y dos brazaletes de vidrio que representan las vértebras de la Gran Serpiente muerta y cocinada por los Primeros
Antepasados en un horno de piedras calentadas.
En estos grupos sociales relativamente igualitarios (Ploeg, 1969) –en el sentido
de que, teóricamente, todos tienen los mismos derechos por nacimiento–, el arco y las
flechas participan en las exhibiciones de todos los hombres. En pie desde muy temprano, el hombre ha dormido junto a su arco y su haz de flechas: un gran arco de laurel
negro, a menudo intercambiado en lugares lejanos, y unas flechas entre las cuales las de
punta fusiforme son reservadas por los dani para los combates, las alargadas de bambú
para matar cerdos domésticos o salvajes, las de muesca
para la caza de marsupiales y las flechas maza o tridente para los pájaros (Heider, 1972; Watanabe, 1975;
Lemonnier, 1987). Este es el discurso de todos los
hombres que, hasta la noche, conservarán en la mano
este arco cuidadosamente pulimentado con un colmillo partido de cerdo o una lasca de sílex, y estas flechas
cuyo nombre no tiene ninguna relación directa con la
forma de la punta sino con el nombre de la magia, es
decir, la pequeña decoración geométrica que les confiere toda su potencia (Pétrequin et al., 1990). Por
supuesto, la composición de un carcaj, en este caso de
un puñado de flechas (fig. 7), es una forma muy clara
de ostentación social (Wiessner, 1983). Al niño le
serán reservadas pequeñas flechas, muy sencillas, de
astil simplemente aguzado, pero eficaces para aprender
a tirar con los vecinos de su misma edad, corriendo
para disparar sobre una bola de látex lanzada a toda velocidad por una pendiente o
intentando esquivar las flechas arrojadas en tiro rasante entre dos grupos de alegres chi-
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quillos, mientras las niñas se ríen a carcajadas y
aplauden a los más valerosos. Normalmente, la
posesión de las primeras flechas de guerra se hace
efectiva a partir de la ceremonia de iniciación en la
que el muchacho pasa del mundo femenino al
masculino, una forma de re-nacimiento totalmente controlada por los hombres (Godelier, 1982).
Es entre los 15 y 25 años cuando las puntas de flecha aparecen más diversificadas en los wano, sin
perjuicio de exhibirse con algunas de las flechas de
hierro martilleado o con punta de hueso, que son
las de los enemigos tradicionales de las Tierras
Bajas; es una buena manera de mostrar a todos
cuáles son sus capacidades en la guerra y/o el intercambio. A medida que pasan los años, los hombres aprenderán a fabricar ellos mismos las magníficas flechas de guerra y algunos se convertirán en especialistas, tanto en esculpir los elaborados dentados que mantendrán la armadura en el interior de la carne de los enemigos (fig. 8), como en trenzar y ajustar las largas tiras de esparto que permiten fijar las
puntas de flecha en el astil.
Pero, más allá del discurso de los hombres, casi idéntico de un pueblo a otro,
podemos entrever algún tipo de determinismo en la forma y la popularidad de las flechas. En porcentaje, se observan notables diferencias entre las flechas de los wano –para
quienes la guerra consiste más en escaramuzas que en grandes batallas, mientras que la
caza es el deporte de los hombres por excelencia–
y las flechas de los dani del sur del Baliem –para
los que la caza se limita a abatir pájaros y ratas,
mientras que la guerra es una preocupación casi
cotidiana (Peters, 1975; Larson, 1987). Entre los
primeros predominan las flechas lisas de bambú,
de fabricación rápida, destinadas a la caza (aunque
las flechas de guerra alcanzan el 50% del total); en
los segundos, donde la caza es casi inexistente, el
79% de las armaduras tienen muescas o dentados
complejos. Si bien la expansión territorial se practica raramente a través de la guerra –momento en
que, según se dice, derramar sangre humana también favorece la fertilidad de los huertos–, ésta permite expresar la fuerza y virilidad de los hombres
en combates ritualizados que pueden llegar a
enfrentar a centenares de guerreros, pero donde la
muerte de un solo hombre provoca inmediatamente el cese de la batalla (Heider, 1970), hasta que se reanuda la guerra con la finalidad de equilibrar el número de víctimas en cada campo. Y es que hasta en la muerte y
62 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 8. Esculpiendo los dientes de
una flecha, con los incisivos de
media mandíbula de roedor marsupial.
Soba (Kp. Jayawijaya), grupo
hupla del sur del Baliem.
Fig. 9. Momia ahumada, con una
redecilla en la cabeza fijada con la
cuerda de un arco (tira de mimbre).
Jiwika (Kp. Jayawijaya), grupo
dani del centro del Baliem.
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Fig. 10. Limpieza de un huerto
antes de la plantación.
Pyramid (Kp. Jayawijaya), grupo
dani del norte del Baliem.
Fig. 11. Mujer removiendo la tierra de un huerto abancalado.
Tangma (Kp. Jayawijaya), grupo
dani del sur del Baliem.
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momificación de algunos líderes de guerra
encontramos la «cuerda» de mimbre del
arco, enrollada en anillos que permiten
fijar la redecilla de la cabeza (fig. 9).
En un mundo donde la exhibición
en público es más bien masculina, las
mujeres se vuelven discretas, a menudo
silenciosas; se levantan muy temprano
para ir al huerto donde plantan, desbrozan, recolectan bajo la mirada perdida de
algunos guerreros que se encargan de su
seguridad (Heider, 1970), mientras fuman
hojas de tabaco maduradas bajo el voladizo de la casa de los hombres y comentan
las noticias del valle.
El palo cavador es su herramienta
para trabajar la tierra, una vez que los
hombres han removido el suelo y cavado las zanjas con sus largos y pesados bastones
acabados en espátula (fig. 10). Entre los wano, el palo cavador de las mujeres generalmente no es más que un útil ocasional, un segmento de madera muerta recogido por el
camino y abandonado nada más irse del huerto; en estos huertos abiertos en la vieja
selva secundaria, el trabajo del suelo es casi inexistente y el pequeño palo cavador sirve
para desbrozar superficialmente y recoger cada día los tubérculos para la cena.
Contrariamente, en el valle del Baliem –y por lo general en todas las zonas con una fuerte densidad de población donde la selva
deja paso a barbechos cortos y plantaciones de árboles Casuarina, que proporcionan los elementos de arquitectura y la
leña–, las mujeres trabajan el suelo más
profundamente, con un palo cavador de
entre 1 y 1,20 m de longitud (fig. 11).
Elaborados en densa madera de laurel,
como el arco de los hombres (Heider,
1970; Koch, 1984), estos palos cavadores
intensamente pulidos por el uso, con
puntas regularmente reavivadas mediante
la azuela, han sido fabricados por los
hombres, un padre, un hermano o un
marido. Debido a la división sexual del
trabajo, la mujer queda excluida de la
fabricación de esta imprescindible herramienta agrícola; en definitiva, son los
hombres quienes roturan la selva y remueven la tierra en profundidad, pero son las
mujeres las que plantan, escardan, limpian, cosechan, transportan y cocinan. Por un
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lado un proceso duro, en el cual los hombres que trabajan en grupo cantan o dan gritos para mantener el ritmo de trabajo; por otro, un trabajo lento, repetitivo, discreto,
para asegurar las necesidades cotidianas, pero también una tarea en la que las mujeres
pueden estar juntas.
Se podría creer entonces que, entre los horticultores de las Tierras Altas de Nueva
Guinea, la mujer queda parcialmente borrada del paisaje social, muy
por detrás de estos guerreros que dan la sensación de organizar el
mundo sólo para ellos. Por el contrario, los mitos –y ciertas iniciaciones– recalcan el papel de las Potencias Femeninas Primordiales:
«Hemos flechado la Marrana original… la sangre se escurría de las
heridas y, cada vez que la sangre caía al suelo, nuevos cerdos aparecían, y grupos de hombres, y después legumbres y tubérculos que desconocíamos. Todos estos cerdos, todos estos hombres… han salido de
la sangre de esta Marrana y hemos construido casas sagradas en cada
lugar donde la sangre fue derramada por el suelo» (Neyan Sab, grupo
kim-yal, 1987 en: Pétrequin et al., 2006).
La contradicción entre la parada de los hombres y lo que narra el
mito es flagrante:
«Fue el perro quien salió primero de la cueva, y en sus orejas tenía semillas de calabaza, la misma que usamos para los estuches penianos. Los
hombres salieron más tarde con redecillas, y luego las mujeres con arcos…
Entonces los hombres dijeron a las mujeres “No podéis disponer de los
arcos, no sois bastante fuertes; entregadlos a los hombres y a cambio os
daremos las redecillas”…» (Gemeinde Morip, grupo dani del norte del
Baliem, 1987 en: Pétrequin et al., 2006).
Desde estos tiempos míticos, las mujeres trabajan en los huertos,
crían los cerdos y se encargan de la reproducción biológica del grupo
(fig. 12), mientras que los hombres hacen a nuestros hijos guerreros,
organizan el mundo y aseguran la reproducción social de la comunidad.
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64 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 12. El orígen del mundo en
los mitos: las Potencias Femeninas
y los cerdos. Volviendo del huerto.
Angguruk (Kp. Jayawijaya), grupo
yali.
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EL ARCO DE LAS MUJERES
Y LA REDECILLA DE LOS HOMBRES.
Útiles y mitos de Nueva Guinea
PIERRE PÉTREQUIN
ANNE-MARIE PÉTREQUIN
Las Tierras Altas de Nueva Guinea representan para los etnólogos (Sillitoe, 1988), y
para muchos prehistoriadores, el último lugar en el mundo donde ha sido posible observar las técnicas y la organización social de pueblos agricultores en un medio forestal;
gentes que, hasta los pasados años 90, en algún caso todavía abrían sus huertos de cultivo con hachas de piedra pulimentada. El impacto de estas observaciones –en particular las de los etnoarqueólogos que de forma explícita tratan de utilizar marcos de comprensión para la prehistoria basados en los funcionamientos técnicos y sociales actuales
(Pétrequin et Pétrequin, 1992)– ha sido notable durante estos últimos diez años, conduciendo a veces a otra lectura y reinterpretación del Neolítico de Europa occidental.
El caso más elocuente, sin ninguna duda, es el que concierne a los útiles de piedra pulimentada, el hacha, la azuela y el cincel que, recientemente en Nueva Guinea y en otro
tiempo en el Neolítico europeo, conformaban la mayoría de los sistemas técnicos. En la
actualidad, todos los grupos humanos del centro de Nueva Guinea han abandonado sus
utillajes tradicionales; los últimos lo hicieron en los años 90. No obstante, para simplificar el discurso y la presentación de estos grupos emplearemos el presente verbal, como
si esas comunidades hubieran escapado milagrosamente a las consecuencias del choque
de la colonización. De hecho, si entre los años 1945 a 1961 los científicos, militares y
misioneros que exploraban el interior de las tierras de Papúa (parte occidental de Nueva
Guinea, provincia de Indonesia, antes Irian Jaya) encontraban sobre todo grupos humanos que desconocían el uso del metal (Le Roux, 1948-1950), la distribución de cuchillos y hachas de acero –complemento de la bisutería de vidrio clásica– favoreció rápidamente los contactos para conseguir estas nuevas riquezas, sobre todo estos útiles de
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Fig. 1. Mapa de situación de los
grupos lingüísticos mencionados.
Dibujo P. Pétrequin, según Silzer y
Heikkinen Clouse (1991).
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acero que permitían roturar con mayor rapidez que antes, e incluso acelerar la cría de
cerdos y la competencia social.
Los papúes de las Tierras Altas son agricultores que cultivan la batata, el taro, la
caña de azúcar, el banano y el pandano rojo en auténticos huertos limitados por postes
de madera inclinados, con anchos fosos de drenaje ahondados con un pesado palo excavador, sólidos muros de piedra seca o resistentes vallas de tablones verticales ensamblados para evitar los ataques cometidos por parte de
los cerdos domésticos o salvajes. El paisaje queda,
por tanto, dividido en parcelas donde alternan la
selva secundaria, las plantaciones arbóreas, los
baldíos herbosos y los cultivos maduros o a punto
de ser abandonados; el color de los huertos recién
abiertos, donde los plantones se combinan en
función de las variaciones locales de suelo, humedad y luz, contrasta con este mosaico en el que se
pierde la mirada. Unas técnicas de horticultura
complejas, a veces con campos delimitados por
caballones con empleo del abono acumulado en
los canales de drenaje de los pantanos, permiten
sustentar fuertes densidades de población (hasta
180 h/km2 en el norte del Baliem y la región de
Tiom, una antigua cuenca lacustre particularmente fértil), alrededor de 300.000 habitantes en
total para el conjunto de la familia lingüística
dani (fig. 1). Fuera de las cuencas lacustres y de
los fondos de valle, la vieja selva primaria o secundaria está aquí y allá presente en las vertientes más
pronunciadas, donde las talas selectivas permiten
abrir huertos en terrazas que permanecen en cultivo de uno a tres años, antes del rebrote de las
cepas cortadas y de la selva que devolverá la fertilidad a los suelos rápidamente agotados por dos o tres años de plantaciones alimenticias
(Boissière, 1999).
La pesada hacha de piedra con mango recto macizo, usada preferentemente por
los asmat y los dani del oeste, o la azuela con mango ergonómico acodado (fig. 2) de los
dani del Baliem, y de los yali y los una en las provincias del este, son los útiles por excelencia destinados a aclarar la selva, talar el latizal y los árboles más jóvenes, y hender la
base de los árboles más grandes para hacerlos secar de pie. La tala de árboles con el hacha
de piedra pulimentada, para dejar espacio momentáneamente a los huertos, así como
partir los troncos y transformarlos en tablones para las vallas y las casas, recae enteramente en manos de los hombres. Sólo la gestión de la leña queda parcialmente en
manos de las mujeres. Para las otras actividades, la más estricta división sexual del trabajo es la norma (Murdock et al., 1973; Testart, 1986), según la cual los hombres manipulan útiles cortantes y armas apuntadas, orientadas hacia arriba y destinadas a matar
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derramando sangre; mientras que las mujeres saben que deben trabajar con útiles de
punta roma, orientados hacia abajo, más para golpear que para derramar sangre.
La azuela con hoja de piedra pulimentada resulta ser un útil particularmente eficaz, puesto que un árbol de 40 cm de diámetro puede talarse en una hora entre tres
hombres que se vayan turnando. Pero las rocas duras, susceptibles de ser talladas y recibir un excelente pulimento, resistentes a los choques y a la flexión, son escasas en la naturaleza y están repartidas de forma muy
desigual en el territorio. En todas estas fértiles depresiones cársticas que se extienden por las mesetas calcáreas de las Tierras Altas,
lo que sí se puede encontrar son esquistos pardos o negros en
forma de cantos en la parte alta de las cuencas fluviales. Sin
embargo, las hachas y azuelas fabricadas con este material, tan
poco resistente y al alcance de todos, tienen poco interés técnico
a la vez que social; generalmente se reservan para cortar la leña
entre los dani. Debido a su reducido valor en un contexto local e
individual de producción, estas hojas de piedra circulan poco en
los intercambios.
Contrariamente, las mejores rocas metamórficas, como las
del macizo de Yeleme («La-Fuente-de-las-Hachas-de-Piedra») en
territorio de los wano, o del Yamyl («El-Río-de-las-Hachas») de
los una, son objeto de verdaderas expediciones, en general bajo la
dirección de un líder de guerra (Larson, 1987), capaz de reunir en
ocasiones a varias decenas de hombres bajo su mando. Se trata de
atravesar inhóspitas regiones montañosas, de dos a diez días de
marcha, o zonas de menor altitud pero pobladas y por tanto peligrosas si no se han establecido previamente acuerdos de cooperación o relaciones matrimoniales. El grupo, formado sobre todo
por hombres y algunas mujeres mayores que se ocupan del transporte de batatas a la ida y de los esbozos de hacha a la vuelta,
deberá trabajar varios días o incluso, a veces, varias semanas seguidas en un medio de
montaña arbolada, donde la supervivencia, una vez agotadas las reservas de batatas y
plátanos, sólo será posible mediante la caza de pequeños marsupiales arborícolas, la
recogida de larvas y la recolección de brotes tiernos de helecho.
En Wang-Kob-Me, para fracturar la roca, se utiliza la fuerza de la acción térmica
de un hogar instalado en lo alto de un andamio de madera apoyado en la pared de la roca
de glaucofano, una materia prima muy resistente cuya estructura petrográfica favorece su
trabajo por percusión directa (fig. 3). Alrededor de cada «escalera de fuego», un grupo de
trabajo de 6 a 10 hombres sigue las directrices de un «hombre sabio», es decir aquél que
domina los rituales de explotación de la piedra. Estos rituales son particularmente importantes y, cuando el etnólogo pregunta sobre las técnicas, su aprendizaje y el nivel de habilidad, la respuesta de los “hombres sabios” y de los talladores de piedra sólo hace mención a los rituales destinados a atraer las hachas que preexisten en la roca, dar vida a los
Espíritus Femeninos («las Madres de las hachas») y transmitir los cantos que favorecerán
el estallido de la roca y su trabajo mediante la talla con percutor («los Niños de la Roca»).
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Fig. 2. Tala con azuela de piedra.
Langda (Kp. Jayawijaya), grupo
una.
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Fig. 3. Explotación de un frente de
cantera mediante la acción del
fuego (choque térmico).
Yeleme/Wang-Kob-Me (Kp. Paniai),
grupo wano.
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En realidad, se trate de procedimientos muy sencillos de fabricación de una hoja
de hacha, como en Yeleme/Wang-Kob-Me, o de una producción especializada compleja, como la de las hojas de azuela en Langda (fig. 4), Sela y Suntamon (Pétrequin et
Pétrequin 1993), el discurso es siempre el mismo: lo cierto es que se necesitan varios
años de aprendizaje con el padre, o tío paterno, para aprender una técnica de talla reservada a algunos clanes del valle en los que la transmisión es, ante
todo, hereditaria; pero lo más importante es la iniciación de los
muchachos en el interior de “una casa de hombres” donde se conservan las reliquias del Espíritu Femenino que rige la producción
de las canteras. Sólo en el valle del Heime (Langda), de los una,
se cuenta con casi una docena de estas Potencias no humanas, a
las que hay que tener en cuenta (Louwerse, 1998).
De regreso de las expediciones, la posesión de excelentes y
grandes esbozos de hachas por pulir es esencial para los hombres
jóvenes que alcanzan la edad de participar en los intercambios y
pagos compensatorios (O’Brien, 1969), a fin de encontrar una
esposa o compensar el fallecimiento de alguien próximo o de un
aliado mortalmente alcanzado por los efectos de una magia nefasta obra de una mujer o un enemigo. Todas estas compensaciones
para restablecer el equilibrio en la comunidad se sustentan en la
donación de cerdos sacrificados y asados (en forma de grasa y
carne), de conchas marinas intercambiadas con los grupos del
oeste (Pospisil, 1963) y/o de bloques de sal de los manantiales de
Hitadipa (Weller et al., 1996). Finalmente, se debe recordar que
en todos los casos –fabricación de sal, producción de una concha,
o esbozo de una hoja de hacha o azuela, destinados a ser donados
o recibidos–, no se trata de materias primas ordinarias que se
calientan, tallan, pulen o manipulan sino que son los huesos, la
sangre, los humores de una Criatura Primordial o de un
«Propietario de la Tierra» anterior a los hombres (Tinok en Wang-Kob-Me,
Mayulongkwe para la sal, etc.). Por tanto, parece normal que los mejores productores
de hachas y de sal o los grandes criadores de cerdos sean hombres que «saben» los rituales y la manera de comunicarse con las potencias. En este contexto, las habilidades técnicas, la Tecnología tal y como diríamos hoy en día, no tendrían ninguna eficacia por
sí mismas si no estuvieran profundamente socializadas y ritualizadas.
Y de hecho, este es el principio de un proceso en el que los útiles «técnicos»,
en términos de eficacia sobre la materia prima, se apartan de su función inicial para
ser socialmente valorados (Lemonnier, 1986). Se han podido observar varios casos
en Nueva Guinea. El más sencillo es el de los jóvenes guerreros que se exhiben con
una larga y pesada hacha en el hombro, maniobrando en la selva con una herramienta a veces desmesurada, para hacer lo que otros hombres realizan con un hacha o
azuela mucho más ligera, y a menudo mejor adaptada a la tala o al trabajo de la
madera; pero cuando el prestigio individual del hombre está en juego, todos los
esfuerzos son necesarios.
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El segundo caso es el de las ye-yao, las hachas de intercambio. En la montaña, a dos días de camino más allá de
Wang-Kob-Me, se encuentran las canteras que se mantienen en
secreto, donde los wano explotan grandes placas de esquisto y
de anfibolita de grano fino y color verde oscuro. Estas placas se
fracturan con la ayuda del fuego en un lugar llamado Awigobi
(«El-río-de-la-Noche», ya que se cree que estas placas son organismos vivos que se vuelven luminosos en el agua cuando son
alumbrados con una antorcha), se esbozan con un cuidadoso
trabajo de bujarda y se bajan de nuevo al valle para ser intercambiadas con los dani: se las llama ye-yao. Una vez en el valle
del Yamo y en el Baliem central, a 4 y 15 días de camino respectivamente, estas “hachas” de débil resistencia mecánica son
cortadas, regularizadas y pulimentadas. Tras haber sido revestidas con atributos femeninos –un cinturón de fibras de orquídeas característico de las mujeres casadas o una faldilla de
muchacha (fig. 5) –, participan en casi todas las formas de pago
compensatorias de las bodas, de los fallecimientos y del precio
de la sangre (O’Brien, 1969; Heider, 1970). Tratadas durante
muchas horas con grasa de cerdo para abrillantarlas y hacer
resaltar su magnífico color verde, las ye-yao representan explícitamente a las mujeres que se dan y se reciben.
En el Baliem central, pero sobre todo, aún más lejos, en
Angguruk, territorio de los yali, algunas de estas ye-yao están
consagradas, es decir, reciben el nombre de un antepasado, de un hombre poderoso muerto en combate, por el que se sacrificaron
uno o varios cerdos. Escondidas en las
casas de los hombres o, mejor aún, en las
casas sagradas de la región de Angguruk,
las ye-pibit, o hachas sagradas, participan
en la supervivencia del grupo, en los rituales de curación, y están consideradas como
potentes magias para luchar contra los enemigos o adquirir prosperidad (Zöllner,
1977; Pétrequin et al., 2006).
Vemos así cómo, progresivamente,
un útil específico de los hombres –la hoja
de piedra pulimentada– es manipulado y
reinterpretado a medida que nos alejamos
del lugar de producción. Finalmente, a
varios centenares de kilómetros de las canteras, cuando un hacha usada aparece
como algo excepcional por su materia prima, forma, dimensiones o por los mitos que
han circulado en relación con ella, esa misma hacha puede encontrarse clasificada entre
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Fig. 4. Esbozo de una hoja de
azuela en basalto, mediante talla
con percutor blando.
Langda (Kp. Jayawijaya), grupo una.
Fig. 5. Un hombre parte para un
pago compensatorio con un ye-yao
cargado sobre el hombro. Pyramid
(Kp. Jayawijaya). Grupo dani de
Baliem central.
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Fig. 6. Los componentes de un pago
compensatorio en la Costa Norte de
Nueva Guinea: hacha pulimentada,
cuentas y anillos de vidrio.
Abar (Kp. Jayapura), grupo sentani central.
Fig. 7. Hombres en parada, con
motivo de una fiesta del Pandano
rojo.
Sinak (Kp. Paniai), grupo damal.
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los objetos sagrados de un hombre o un
linaje (Godelier, 1996), o en el tesoro de
un sultán de las Molucas (Pétrequin et al.,
2006); en ambos casos, su inestimable
valor no puede compararse nunca con la
función técnica original. En este terreno
de las donaciones, de pagos compensatorios acordados y de objetos sagrados,
todas las interpretaciones son posibles,
como esta acumulación de extraordinarias
riquezas (fig. 6), propiedad de un ondoafi
(jefe heredero en la cultura del lago
Sentani), que reúne: racimos de perlas de
vidrio cuyo origen es un árbol mágico de
la zona este, en territorio de los Sko; un
hacha extraída de la sangre del Pájaro original, sacrificado en las montañas de Ormu Wari; y dos brazaletes de vidrio que representan las vértebras de la Gran Serpiente muerta y cocinada por los Primeros
Antepasados en un horno de piedras calentadas.
En estos grupos sociales relativamente igualitarios (Ploeg, 1969) –en el sentido
de que, teóricamente, todos tienen los mismos derechos por nacimiento–, el arco y las
flechas participan en las exhibiciones de todos los hombres. En pie desde muy temprano, el hombre ha dormido junto a su arco y su haz de flechas: un gran arco de laurel
negro, a menudo intercambiado en lugares lejanos, y unas flechas entre las cuales las de
punta fusiforme son reservadas por los dani para los combates, las alargadas de bambú
para matar cerdos domésticos o salvajes, las de muesca
para la caza de marsupiales y las flechas maza o tridente para los pájaros (Heider, 1972; Watanabe, 1975;
Lemonnier, 1987). Este es el discurso de todos los
hombres que, hasta la noche, conservarán en la mano
este arco cuidadosamente pulimentado con un colmillo partido de cerdo o una lasca de sílex, y estas flechas
cuyo nombre no tiene ninguna relación directa con la
forma de la punta sino con el nombre de la magia, es
decir, la pequeña decoración geométrica que les confiere toda su potencia (Pétrequin et al., 1990). Por
supuesto, la composición de un carcaj, en este caso de
un puñado de flechas (fig. 7), es una forma muy clara
de ostentación social (Wiessner, 1983). Al niño le
serán reservadas pequeñas flechas, muy sencillas, de
astil simplemente aguzado, pero eficaces para aprender
a tirar con los vecinos de su misma edad, corriendo
para disparar sobre una bola de látex lanzada a toda velocidad por una pendiente o
intentando esquivar las flechas arrojadas en tiro rasante entre dos grupos de alegres chi-
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quillos, mientras las niñas se ríen a carcajadas y
aplauden a los más valerosos. Normalmente, la
posesión de las primeras flechas de guerra se hace
efectiva a partir de la ceremonia de iniciación en la
que el muchacho pasa del mundo femenino al
masculino, una forma de re-nacimiento totalmente controlada por los hombres (Godelier, 1982).
Es entre los 15 y 25 años cuando las puntas de flecha aparecen más diversificadas en los wano, sin
perjuicio de exhibirse con algunas de las flechas de
hierro martilleado o con punta de hueso, que son
las de los enemigos tradicionales de las Tierras
Bajas; es una buena manera de mostrar a todos
cuáles son sus capacidades en la guerra y/o el intercambio. A medida que pasan los años, los hombres aprenderán a fabricar ellos mismos las magníficas flechas de guerra y algunos se convertirán en especialistas, tanto en esculpir los elaborados dentados que mantendrán la armadura en el interior de la carne de los enemigos (fig. 8), como en trenzar y ajustar las largas tiras de esparto que permiten fijar las
puntas de flecha en el astil.
Pero, más allá del discurso de los hombres, casi idéntico de un pueblo a otro,
podemos entrever algún tipo de determinismo en la forma y la popularidad de las flechas. En porcentaje, se observan notables diferencias entre las flechas de los wano –para
quienes la guerra consiste más en escaramuzas que en grandes batallas, mientras que la
caza es el deporte de los hombres por excelencia–
y las flechas de los dani del sur del Baliem –para
los que la caza se limita a abatir pájaros y ratas,
mientras que la guerra es una preocupación casi
cotidiana (Peters, 1975; Larson, 1987). Entre los
primeros predominan las flechas lisas de bambú,
de fabricación rápida, destinadas a la caza (aunque
las flechas de guerra alcanzan el 50% del total); en
los segundos, donde la caza es casi inexistente, el
79% de las armaduras tienen muescas o dentados
complejos. Si bien la expansión territorial se practica raramente a través de la guerra –momento en
que, según se dice, derramar sangre humana también favorece la fertilidad de los huertos–, ésta permite expresar la fuerza y virilidad de los hombres
en combates ritualizados que pueden llegar a
enfrentar a centenares de guerreros, pero donde la
muerte de un solo hombre provoca inmediatamente el cese de la batalla (Heider, 1970), hasta que se reanuda la guerra con la finalidad de equilibrar el número de víctimas en cada campo. Y es que hasta en la muerte y
62 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 8. Esculpiendo los dientes de
una flecha, con los incisivos de
media mandíbula de roedor marsupial.
Soba (Kp. Jayawijaya), grupo
hupla del sur del Baliem.
Fig. 9. Momia ahumada, con una
redecilla en la cabeza fijada con la
cuerda de un arco (tira de mimbre).
Jiwika (Kp. Jayawijaya), grupo
dani del centro del Baliem.
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Fig. 10. Limpieza de un huerto
antes de la plantación.
Pyramid (Kp. Jayawijaya), grupo
dani del norte del Baliem.
Fig. 11. Mujer removiendo la tierra de un huerto abancalado.
Tangma (Kp. Jayawijaya), grupo
dani del sur del Baliem.
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momificación de algunos líderes de guerra
encontramos la «cuerda» de mimbre del
arco, enrollada en anillos que permiten
fijar la redecilla de la cabeza (fig. 9).
En un mundo donde la exhibición
en público es más bien masculina, las
mujeres se vuelven discretas, a menudo
silenciosas; se levantan muy temprano
para ir al huerto donde plantan, desbrozan, recolectan bajo la mirada perdida de
algunos guerreros que se encargan de su
seguridad (Heider, 1970), mientras fuman
hojas de tabaco maduradas bajo el voladizo de la casa de los hombres y comentan
las noticias del valle.
El palo cavador es su herramienta
para trabajar la tierra, una vez que los
hombres han removido el suelo y cavado las zanjas con sus largos y pesados bastones
acabados en espátula (fig. 10). Entre los wano, el palo cavador de las mujeres generalmente no es más que un útil ocasional, un segmento de madera muerta recogido por el
camino y abandonado nada más irse del huerto; en estos huertos abiertos en la vieja
selva secundaria, el trabajo del suelo es casi inexistente y el pequeño palo cavador sirve
para desbrozar superficialmente y recoger cada día los tubérculos para la cena.
Contrariamente, en el valle del Baliem –y por lo general en todas las zonas con una fuerte densidad de población donde la selva
deja paso a barbechos cortos y plantaciones de árboles Casuarina, que proporcionan los elementos de arquitectura y la
leña–, las mujeres trabajan el suelo más
profundamente, con un palo cavador de
entre 1 y 1,20 m de longitud (fig. 11).
Elaborados en densa madera de laurel,
como el arco de los hombres (Heider,
1970; Koch, 1984), estos palos cavadores
intensamente pulidos por el uso, con
puntas regularmente reavivadas mediante
la azuela, han sido fabricados por los
hombres, un padre, un hermano o un
marido. Debido a la división sexual del
trabajo, la mujer queda excluida de la
fabricación de esta imprescindible herramienta agrícola; en definitiva, son los
hombres quienes roturan la selva y remueven la tierra en profundidad, pero son las
mujeres las que plantan, escardan, limpian, cosechan, transportan y cocinan. Por un
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lado un proceso duro, en el cual los hombres que trabajan en grupo cantan o dan gritos para mantener el ritmo de trabajo; por otro, un trabajo lento, repetitivo, discreto,
para asegurar las necesidades cotidianas, pero también una tarea en la que las mujeres
pueden estar juntas.
Se podría creer entonces que, entre los horticultores de las Tierras Altas de Nueva
Guinea, la mujer queda parcialmente borrada del paisaje social, muy
por detrás de estos guerreros que dan la sensación de organizar el
mundo sólo para ellos. Por el contrario, los mitos –y ciertas iniciaciones– recalcan el papel de las Potencias Femeninas Primordiales:
«Hemos flechado la Marrana original… la sangre se escurría de las
heridas y, cada vez que la sangre caía al suelo, nuevos cerdos aparecían, y grupos de hombres, y después legumbres y tubérculos que desconocíamos. Todos estos cerdos, todos estos hombres… han salido de
la sangre de esta Marrana y hemos construido casas sagradas en cada
lugar donde la sangre fue derramada por el suelo» (Neyan Sab, grupo
kim-yal, 1987 en: Pétrequin et al., 2006).
La contradicción entre la parada de los hombres y lo que narra el
mito es flagrante:
«Fue el perro quien salió primero de la cueva, y en sus orejas tenía semillas de calabaza, la misma que usamos para los estuches penianos. Los
hombres salieron más tarde con redecillas, y luego las mujeres con arcos…
Entonces los hombres dijeron a las mujeres “No podéis disponer de los
arcos, no sois bastante fuertes; entregadlos a los hombres y a cambio os
daremos las redecillas”…» (Gemeinde Morip, grupo dani del norte del
Baliem, 1987 en: Pétrequin et al., 2006).
Desde estos tiempos míticos, las mujeres trabajan en los huertos,
crían los cerdos y se encargan de la reproducción biológica del grupo
(fig. 12), mientras que los hombres hacen a nuestros hijos guerreros,
organizan el mundo y aseguran la reproducción social de la comunidad.
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64 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 12. El orígen del mundo en
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y los cerdos. Volviendo del huerto.
Angguruk (Kp. Jayawijaya), grupo
yali.
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