De la etnoarqueología a la arqueología del presente
Alfredo González Ruibal
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DE LA ETNOARQUEOLOGÍA
A LA ARQUEOLOGÍA DEL PRESENTE
ALFREDO GONZÁLEZ RUIBAL
Los problemas de la etnoarqueología
Desde sus inicios hace cerca de medio siglo, la etnoarqueología se ha entendido generalmente como una subdisciplina al servicio de la arqueología, encargada de estudiar
sociedades premodernas actuales para comprender mejor el registro arqueológico,
especialmente de las sociedades prehistóricas (David y Kramer, 2001; González Ruibal,
2003). La mina de la que se extraen las analogías son sociedades no modernas, frecuentemente comunidades de pequeña escala—bandas o tribus, en el lenguaje antropológico neoevolucionista (fig. 1).
En realidad, desde la consolidación de la arqueología como disciplina científica
durante la segunda mitad del siglo XIX los investigadores han recurrido a las sociedades
preindustriales vivas para interpretar el registro arqueólogico: muchos de los primeros
manuales de Prehistoria, de hecho, combinaban datos del pasado remoto y de comunidades “primitivas” (p.ej. Lubbock 1875 [1865]). Sin embargo, no será hasta finales de
los años 50 y principios de los 60 del siglo XX cuando estas comparaciones empiecen a
realizarse de forma más sistemática: a partir de entonces los arqueólogos comenzarán a
trabajar regularmente con sociedades preindustriales para abordar cuestiones que los
antropólogos culturales solían dejar al margen (abandonos, tecnología, estilo, subsistencia, etc.). A este tipo de investigación se le dio el nombre de etnoarqueología. La etnoarqueología nació con la Nueva Arqueología o arqueología procesual: uno de los objetivos fundamentales de este paradigma era hacer de la arqueología una disciplina más
científica (equiparable a las ciencias naturales), más cuantitativa (con resultados medibles y expresables de forma estadística) y nomotética (capaz de formular leyes generales
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Fig. 1.- Haciendo etnoarqueología
entre los gumuz de Etiopía, un
grupo igualitario de agricultores
de roza y quema: Álvaro Falquina
y Dawit Tibebu realizan entrevistas sobre el parentesco para poder
correlacionar los datos con la organización espacial de los conjuntos
domésticos.
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sobre el comportamiento humano). La misión de la etnoarqueología en este contexto
era ofrecer “teorías de alcance medio”, o lo que es lo mismo, marcos de referencia básicos que permitieran dar solidez a teorías arqueológicas más amplias.
Por ejemplo, una gran cantidad de trabajo etnoarqueológico en la actualidad se
centra en la forma en que los cazadores-recolectores actuales descuartizan y procesan sus
presas (Domínguez-Rodrigo, 2002).
Los arqueólogos estudian las marcas de
descarnado, la acción de los animales
carroñeros y las partes de hueso que
pasan al registro arqueológico. La
intención es encontrar marcos de referencia objetivos y contrastables que
permitan entender mejor, de forma
analógica, el papel de la acción humana en los conjuntos faunísticos pliopleistocénicos. El estudio de un conjunto específico de huesos en el presente nos puede permitir comprender
mejor la evolución de la humanidad.
Por la tarea que le fue inicialmente
encomendada, la etnoarqueología ha
tenido un carácter funcionalista, universalista y ahistórico, es decir, ha tratado de encontrar explicaciones al registro arqueológico que no se hallan condicionadas por un determinado contexto histórico o cultural y se ha preocupado sobre
todo por cuestiones de tipo económico y ecológico.
Pese a la crítica a la que se vio sometida esta forma de practicar la etnoarqueología a partir de inicios de los años 80 (Hodder, 1982a y b; en España: Hernando, 1995),
muchos investigadores actuales continúan defendiendo este tipo de investigación (p.ej.
Roux, 2007). El problema es que se trata de un enfoque que ha fracasado irremisiblemente: por un lado, las investigaciones etnoarqueológicas han descendido dramáticamente desde mediados de los 80 y, por otro, prácticamente ningún arqueólogo utiliza
el trabajo de los etnoarqueólogos para comprender el registro arqueológico ¿A qué se
debe esto? Por un lado, los herederos de la Nueva Arqueología han encontrado en la
arqueometría muchas soluciones específicas a sus problemas sobre la fabricación y uso
de objetos prehistóricos. Para saber cómo se ha cocido una cerámica ya no es necesario
observar la labor de una alfarera tradicional, existen procedimientos físico-químicos que
nos permiten resolver la cuestión satisfactoriamente. Algunos investigadores, de hecho,
consideran que el refinamiento de la arqueología permitirá acabar con la etnoarqueología definitivamente (Vila, 2006).
Por otro lado, cuando se trata de proponer teorías más ambiciosas de tipo sociopolítico, los arqueólogos procesuales prefieren recurrir a comparaciones antropológicas,
históricas y etnohistóricas (cf. Parkinson, 2002). Donde se advierte más claramente quizá
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el fracaso de la etnoarqueología procesual es en el área maya. Sobre los mayas actuales se
ha realizado una gran cantidad de trabajos etnoarqueológicos, que cubren aspectos tales
como la organización del espacio doméstico (Wilk, 1983), la producción cerámica (Deal,
1998), la fabricación de metates (Nelson, 1987), la industria lítica (Clark, 1991) o la gestión del desecho (Hayden y Cannon, 1983). Sin embargo, toda esta bibliografía apenas
figura en las obras sobre los
antiguos mayas. Los arqueólogos, en su inmensa mayoría
pertenecientes a la línea procesual, acuden habitualmente
a las etnografías tradicionales
de la zona o a los escritos de
los conquistadores españoles
para interpretar las sociedades
mayas del pasado.
Por lo que se refiere a
la arqueología postestructuralista o posprocesual, los investigadores que se adhieren a
esta tendencia se encuentran
más interesados por cuestiones sociológicas y simbólicas,
culturalmente específicas, y
en consecuencia no encuentran atractiva ni útil la mayor
parte de la bibliografía etnoarqueológica, orientada a cuestiones económicas y tecnológicas en el sentido más estrecho de ambos términos. Los posprocesuales buscan inspiración
para interpretar el pasado en la etnografía y los trabajos antropológicos generales: la interpretación del Neolítico y la Edad del Bronce en las Islas Británicas, por ejemplo, se basa
en buena medida en paralelos etnográficos, especialmente procedentes de Melanesia
(véase por ejemplo Tilley, 1994; Edmonds, 1999; Thomas, 2000). Esta inspiración
antropológica ha servido para cambiar radicalmente la imagen que se tenía de las primeras sociedades agricultoras europeas. La fascinación por la antropología es tan poderosa
que muchos investigadores posprocesuales, insatisfechos con las posibilidades de su propia disciplina, han querido escribir etnografías del pasado (p.ej. Tilley, 1996; Forbes,
2007). Naturalmente, en los trabajos etnográficos que tanto atraen a estos arqueólogos
apenas hay mención alguna a la cultura material, pero al fin y al cabo uno de los problemas de la arqueología postestructuralista ha sido que el énfasis en lo social ha llevado a
olvidar los aspectos más puramente materiales de la existencia (Olsen, 2007). Es significativo que uno de los antropólogos que más ha influido en la arqueología posprocesual,
Clifford Geertz (1973, 22), dijera que los etnógrafos “no estudian aldeas, sino que estudian en aldeas”. Sin embargo, resulta que los arqueólogos, y los etnoarqueólogos, sí estudian aldeas—como colectivos formados por personas, animales, edificios y artefactos,
pero los investigadores posprocesuales parecen haberse olvidado de ello.
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Fig. 2.- Un grupo de Awá de la
aldea de Jurití (Brasil), armados
para hacer frente a la invasión de
sus tierras.
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Fig. 3.- Ramadán Talow, un brujo
berta, durante una entrevista.
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La etnoarqueología se enfrenta a otro problema, en este caso de carácter ético ¿Es
lícito estudiar a sociedades tradicionales en la actualidad con el único objeto de comprender mejor a comunidades del pasado y, con frecuencia, de otro lugar? En mi opinión, no lo es en absoluto (González Ruibal, 2006b). Este tipo de práctica recuerda bastante al de los antropólogos y arqueólogos coloniales, que robaban (literal o figuradamente) a las sociedades que estudiaban
sus riquezas culturales. Muchos trabajos etnoarqueológicos se llevan a cabo
sin tener en cuenta la experiencia histórica local, ni siquiera la historia reciente, que es con frecuencia traumática y
clave para entender el presente. En
otros casos se utilizan datos etnohistóricos, pero se pasa por alto o apenas se
menciona el papel que tuvo el colonialismo en el devenir de la cultura: un
caso especialmente dramático es el de
los yámana de la Patagonia, una sociedad de cazadores-recolectores que fueron exterminados en el siglo XIX. Al
estudiar a los yámana simplemente
para comprender las sociedades paleolíticas europeas (Vila, 2004) estamos
privando a ese pueblo, aunque sea simbólicamente, de lo último que les
queda: su historia cultural específica y única. Al igual que hacen los antropólogos, deberíamos estudiar a los grupos con que trabajamos como un fin en sí mismo, más que
como una mera fuente de analogías.
Ante los problemas de tipo epistemológico y ético a los que se enfrenta la etnoarqueología, tal y como se lleva a cabo en la actualidad, mi propuesta para hacer de nuevo
relevante esta práctica científica es transformarla en una arqueología del presente
(González Ruibal, 2006a). Se trata, en cierta manera, de darle la vuelta a la dependencia
antropológica de la arqueología: en vez de escribir imposibles etnografías del pasado (la
etnografía implica el tiempo presente), debemos producir arqueologías del mundo contemporáneo, que nos permitan comprender mejor a las sociedades vivas. Este tipo de
arqueología, además, puede proporcionar elementos de comparación para arqueólogos
que exploran períodos y culturas diversos (como sucede con otras investigaciones históricas y antropológicas), pero, desde un punto de vista ético, evita convertir a los pueblos
con que trabaja en meros suministradores neutros de analogías arqueológicas.
Una arqueología del presente
La arqueología del presente, como su nombre indica, estudia a sociedades actuales
mediante la metodología y teoría arqueológicas. En esto, en principio, no es muy diferente de la etnoarqueología. Sin embargo, existen tres diferencias notables: como ya he
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señalado, su objetivo último no es analógico, aunque sus resultados puedan ser utilizados de forma comparativa para otros períodos. En segundo lugar, la arqueología del presente estudia potencialmente todo el mundo actual: tanto sociedades no modernas
como capitalistas. No establece una distinción tajante entre nosotros y los otros. La
arqueología de la basura en Estados Unidos, por ejemplo (Rathje y Murphy, 1992), es
una forma de arqueología del presente. En tercer lugar, este
tipo de arqueología no contempla una distinción drástica
entre pasado y presente: en vez de considerar el uno al servicio del otro, como hace la etnoarqueología, cree que ambos,
pasado y presente, están inextricablemente unidos.
La arqueología del presente, como tal arqueología, es
una disciplina histórica. Un concepto clave a este respecto es
el de genealogía, que viene a reemplazar el más común de biografía utilizado por los etnoarqueólogos y antropólogos
(Kopytoff, 1986). La biografía se refiere a la vida específica de
un determinado objeto, por ejemplo, una cerámica—desde el
momento que se acude a la mina de arcilla para buscar la
materia prima hasta que se abandona la cerámica usada y rota.
Uno de los objetivos principales de la arqueología del presente es trascender la biografía del artefacto y analizar las intrincadas relaciones históricas entre personas y cosas. Para ello, es
necesario entender a las comunidades en perspectiva y en un
contexto más amplio. Las culturas que estudiamos no han
permanecido aisladas e inalteradas durante milenios, por muy
arcaicos que nos parezcan los atuendos, las cerámicas o las
viviendas. La arqueología del presente trata de entender el
cambio, el contacto cultural y la hibridación.
La arqueología del presente es también una etnografía:
una descripción de sociedades vivas, pero no es una etnografía convencional, sino una etnografía de la materialidad. Tiene
en cuenta todo aquello que la antropología suele dejar de lado,
pero que interesa mucho a la arqueología: las cosas en sí mismas. Casas, tumbas, cerámicas, hachas, graneros, caminos y azadas son mucho más que meros índices sociales: son
una parte fundamental e inseparable de la vida de la gente. Los primeros antropólogos lo
entendieron muy bien y se encargaron de documentar los detalles más nimios de las culturas que estudiaban (desde la forma de anudar una hamaca hasta la decoración monumental de las casas rituales), pero a partir de los años 20 esta tendencia fue quedando
progresivamente marginada (Lemonnier, 1992, 11). La arqueología del presente pretende recuperar y ampliar esa sensibilidad por lo material de las primeras etnografías. En la
mayor parte de las etnografías del último medio siglo da la impresión de que podríamos
situar a los sujetos estudiados en cualquier escenario, en cualquier aldea del mundo y utilizando cualquier tipo de objetos. La función de la arqueología del presente es, por tanto,
devolver la experiencia real y directa del mundo a la etnografía: demostrar que las aldeas
son mucho más que un escenario en el que se desarrolla el drama social.
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Fig. 4.- Bogo Bambush, una mujer
komo, fumando su pipa de calabaza.
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Fig. 5.- Inventario de cerámica en
una casa agaw (Manjari): los grandes recipientes (derecha, color
naranja) se compran a las alfareras
gumuz.
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Finalmente, la arqueología del presente es una arqueología política. Los etnoarqueólogos raramente dejan traslucir en sus escritos conciencia alguna respecto a la situación de los pueblos que estudian, pese a que esa situación es, con frecuencia, grave, en términos de desestructuración social, marginalidad e impotencia frente a los embates del
estado nacional y la globalización. Los antropólogos, por su parte, tienen mayoritariamente a una actitud francamente positiva ante la globalización (Rosaldo e Inda, 2002). Caracterizados al
mismo tiempo por la amnesia histórica y la ceguera política, los antropólogos, especialmente anglosajones, celebran la diversidad y el mestizaje cultural que favorece la globalización y se olvidan de las
brutales injusticias que extiende por todo el
mundo. Al centrar todo su interés en la cultura, se
olvidan de la política y de la economía. El cambio
que viven muchas sociedades tradicionales no tiene
nada de natural e inevitable y poco de positivo, al
contrario de lo que pretenden muchos antropólogos. Es un cambio traumático, impuesto por las
sociedades dominantes y el capitalismo.
En Brasil, donde colaboro en un proyecto
etnoarqueológico sobre un grupo de cazadoresrecolectores, los awá (Hernando et al., 2006), esta
realidad se advierte especialmente bien. La forma
de contacto de los awá con el resto del mundo entre los años 70 y 80 del siglo pasado fue
en forma de ocupación de sus tierras, motivada por intereses económicos nacionales y globales. Hasta 1973 habían permanecido completamente aislados en la selva amazónica. A
partir de entonces, el pueblo awá fue diezmado y recluido en reservas, donde hoy vive todavía, en un grave proceso de desestructuración social y sometido a invasiones de campesinos empobrecidos y madereros (fig. 2). La arqueología y la etnoarqueología han contribuido tradicionalmente a describir a los grupos preindustriales como reliquias del pasado y en
cierta manera han justificado, de forma más o menos inconsciente, el tratamiento que se
les ha dado por parte de las sociedades modernas (Hernando, 2006). La arqueología del
presente toma una postura crítica ante esta situación e incorpora como parte de sus objetivos abordar cuestiones relacionadas con la globalización, la violencia política, los programas de desarrollo o las injerencias estatales en la vida de las comunidades que estudia.
Arqueología del presente en la frontera de Sudán y Etiopía
Desde el año 2001 trabajo en el occidente de Etiopía con diversas comunidades tradicionales. Progresivamente mi investigación ha ido dejando de ser etnoarqueológica, en el sentido clásico del término, y se ha ido convirtiendo en una arqueología del presente
(González Ruibal, 2005, 2006c). La complejidad cultural e histórica de la zona, los problemas sociales y políticos que he ido descubriendo y mis propias convicciones personales me han obligado a cambiar los objetivos de la investigación. De todos modos, estudiar
comunidades vivas es siempre problemático, porque implica una cosificación del sujeto
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estudiado. Trabajar con grupos del Tercer Mundo es doblemente problemático, por la
inmensa e insalvable asimetría que marca toda la relación entre el investigador y el sujeto
investigado. No existe, por lo tanto, una forma cómoda y políticamente correcta de realizar trabajo de campo. Las dificultades son tan grandes que muchos antropólogos han decidido abandonar la investigación con comunidades no modernas y prefieren investigar sólo
sociedades industriales (Augé, 1995).
Sin embargo, uno de los atractivos originales de la antropología era el conocer
otras formas de ver y vivir el mundo: la
diversidad de la experiencia humana.
Diversidad es precisamente lo que
caracteriza la amplia franja de frontera
que separa (o más bien une) Sudán y
Etiopía. Como tantas áreas fronterizas,
posee una larga historia de invasiones,
intercambios, resistencias y mestizaje. Mi
investigación actualmente se centra precisamente en comprender, desde una
perspectiva arqueológica y dando prioridad a la cultura material, la complejidad
de interacciones culturales entre una
diversidad de etnias y formaciones políticas, en el presente y en el pasado.
No es un trabajo fácil.
Oficialmente se reconocen en la región
donde trabajamos (Benishangul-Gumuz) cinco etnias indígenas: berta, gumuz, shinasha,
mao y komo (figs. 3 y 4). A ellas hay que añadir tres grandes grupos étnicos que han llegado en momentos más recientes a la región: amhara, oromo y agaw. En sí, una zona con
ocho grupos étnicos es una zona culturalmente compleja. Pero a ello hay que añadirle dos
hechos: primero, que los grupos pertenecen a tradiciones culturales sumamente distintas
(algunos son semitas, otros nilo-saharianos, otros omóticos) y, segundo, que bajo las etiquetas étnicas que reconoce el Estado se oculta una mayor variedad de culturas. En este
contexto, el mundo material puede ser un elemento fundamental para construir identidad,
facilitar las relaciones étnicas o crear barreras.
Un buen ejemplo de cultura material como articuladora de relaciones interétnicas
es el de las bebidas alcohólicas. En todo el Cuerno de África se fabrican cervezas y licores
caseros de distintos tipos. En la zona de la frontera, los gumuz de Metekel, fabrican grandes contenedores cerámicos (tich’a) adecuados para la fermentación de las bebidas. Sus
vecinos agaw, procedentes del altiplano etíope, compran estos contenedores cerámicos a
los gumuz (fig. 5) y fabrican bebidas alcohólicas en ellos. Posteriormente venden el alcohol a los gumuz, quienes a su vez invitan a sus vecinos agaw a beber. Lo que es interesante es que los agaw saben fabricar contenedores para cerveza: al fin y al cabo los hacían en
su lugar de origen. Los gumuz también saben preparar alcohol. El adquirir algo que ya se
tiene o que se sabe hacer a otra comunidad puede ser una forma de establecer vínculos
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Fig. 6.- Casas agaw en una aldea
multiétnica de mayoría gumuz
(Manjari).
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Fig. 7.- Una alfarera mao-kwama
vende sus cerámicas. En Mus’a
Mado distintos grupos étnicos
(oromo, bertha y mao) compran
los productos de las alfareras de
Boshuma, aunque los mao son
quienes más vasijas de esta procedencia adquieren. Fotografía del
Servicio de Cultura del Estado
Regional de Benishangul-Gumuz.
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sociales. La cultura material – el alcohol y la cerámica para fabricarlo – se convierte de
este modo en un medio privilegiado de relación entre etnias, una relación que no es en
absoluto sencilla, como demuestran las masacres ocurridas hace pocos años (WoldeSelassie Abbute, 2004). No obstante, la cultura material puede ser una forma de crear
diferencia también. En una aldea interétnica de la región de Metekel (Manjari), los agaw
recién llegados han erigido un
barrio en una zona marginal y con
una forma de organización que claramente refuerza los vínculos
intraétnicos y los separa de los
gumuz. Frente al plano disperso
que caracteriza a los poblados agaw
en su tierra de origen, en Manjari
los muros perimetrales, la densa
ocupación del barrio y la orientación de las casas contribuyen a crear
un sentimiento de seguridad e
identidad compartida en una zona
extraña (fig. 6). No se trata simplemente de que a través de la organización del espacio transmitan un
mensaje de identidad étnica a los
gumuz. Lo interesante está en que
la construcción de la aldea construye a su vez a los agaw, al condicionar
sus vidas, su experiencia social y sus relaciones con los demás.
Otro ejemplo interesante es el de los mao que viven en aldeas al sur y al este de la
ciudad de Bambasi. En realidad, aunque se utiliza una denominación única para referirse a ellos, los mao pertenecen a grupos culturalmente muy diferentes: los que viven en la
aldea de Mus’a Mado, por ejemplo, hablan una lengua omótica y llegaron a esta zona en
algún momento de la Edad Media procedentes del sur de Etiopía. Los de Boshuma, en
cambio, son nilo-saharianos: su presencia en la región se retrotrae a momentos remotos
de la Prehistoria. Por su lengua y cultura los mao de Boshuma se relacionan con el grupo
kwama/gwama que vive más al sur. A pesar de poseer una lengua y una cultura distintas,
los mao de Bambasi insisten, para perplejidad del antropólogo, en que constituyen un
solo grupo. Esta identificación no es del todo incomprensible: al ser comunidades muy
minoritarias y tradicionalmente desposeídas por etnias dominantes, la presentación de
una identidad unificada puede ser una forma de hacerse fuertes y visibles. La cultura
material, nuevamente, constituye un elemento relevante para reforzar vínculos: los mao
de Mus’a Mado compran la cerámica mayoritariamente a los mao de Boshuma (fig. 7)
en el mercado de Bambasi, más que a otras etnias con las que conviven. El atuendo de
las mao de ambas aldeas es también semejante: aunque muy influido por el de las mujeres oromo, de la etnia dominante, tiene rasgos peculiares: un elemento de identidad
importante entre las mujeres son los pendientes, grandes aros de níquel decorados con
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motivos geométricos incisos. Este tipo de
pendientes es característico de todos los
grupos nilo-saharianos de la zona y los mao
omóticos de Mus’a Mado los han adoptado como propios (fig. 8). La profusión de
collares de gruesas cuentas, antes de ámbar
y pasta vítrea, hoy de plástico amarillo, y
los brazaletes metálicos también une a las
mao de Boshuma y a las de Mus’a Mado.
Es significativo que algunos objetos que
definen la identidad de un grupo en realidad sean fabricados por otro: es el caso de
las cerámicas de Boshuma que se consumen en Mus’a o los brazaletes y pendientes
que con frecuencia los fabrican metalúrgicos oromo. Un aspecto sobre el que conviene llamar la atención es el de las técnicas
del cuerpo, como las llamaba Marcel Mauss, o la hexis corporal, en palabras de Pierre
Bourdieu. El cuerpo es cultura material también y, en consecuencia, el modo de usarlo
cambia de unas sociedades a otras. La forma de llevar a los niños o de transportar agua
varía enormemente: desde este punto de vista, los mao de Mus’a Mado y los de Boshuma
son más semejantes entre ellos que respecto a los oromo con quienes conviven, pese a la
gran influencia de los oromo desde hace siglos en
la cultura de sus vecinos (fig. 9).
Desde los años 80 ha habido bastante tendencia entre los arqueólogos a considerar que la
cultura material se utiliza activamente para marcar la identidad, sea étnica o de otro tipo
(Hodder, 1982a, b). Actualmente somos más
conscientes de que la relación con los objetos es
menos unidireccional (Lemonnier, 1992; Olsen,
2007): nosotros creamos cultura material y la
cultura material nos crea a nosotros simultáneamente, nos hace ser quien somos y condiciona
nuestra forma de experimentar el mundo. Con
frecuencia la gente no utiliza los objetos para
manifestar una determinada identidad o una ideología. Sería difícil afirmar que los mao recurren
conscientemente a determinados elementos para
diferenciarse de los oromo, por ejemplo, aunque
es posible que así suceda en determinados contextos. Por lo general, este tipo de comportamientos resultan difíciles o imposibles de verbalizar.
Por ese mismo motivo, estudiar la cultura material puede resultar interesante para
acceder a cuestiones que escapan lo consciente, aquellas cosas de las que se es capaz de
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Fig. 8.- Mujer mao de Mus’a
Mado con pendientes de níquel
gumuz. Fotografía de Víctor M.
Fernández Martínez y dibujo de
Álvaro Falquina Aparicio.
Fig. 9.- Mujeres mao de Boshuma
durante una reunión. A pesar de la
incorporación de elementos materiales oromo y panislámicos (como
el velo), la forma de vestir, de sentarse y de llevar a los niños constituyen técnicas del cuerpo que singularizan a las mao.
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Fig. 10.- Granero gumuz con
decoración, Manjari (Metekel).
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hablar – o de las que es socialmente lícito hablar: conflictos, problemas, inseguridades,
miedos. Ian Hodder (1991) ya señaló esta realidad al analizar las calabazas ilchamus de
Kenya, las cuales, según el arqueólogo, expresan el conflicto de género inherente a la
sociedad. Lo que pasa es que esta capacidad de la cultura material para articular lo que
no puede verbalizarse es bastante más inconsciente de lo que los arqueólogos posprocesuales están dispuestos a admitir.
La organización del espacio doméstico entre los gumuz de Metekel,
por ejemplo, con sus planos laberínticos y sus múltiples cercados,
todavía materializa el terror ante las
razzias esclavistas, lo que no quiere
decir que los gumuz tengan ninguna intención en expresar un mensaje sobre este hecho histórico: la
organización del espacio y la arquitectura de las casas (con una puerta
trasera) se explican como mecanismos para retrasar la llegada de los
esclavistas y facilitar la evacuación
de la aldea. En su vida diaria, los
gumuz conviven, material pero
inconscientemente, con el fantasma de la esclavitud, el cual constituye parte de su ser actual y de su
forma de ver el mundo.
Otro ejemplo interesante es el de los graneros. Los hombres gumuz construyen
los graneros con bambú entrelazado, pero los decoran las mujeres con barro. Los adornos suelen representar el cuerpo femenino (especialmente el pecho y las escarificaciones) y están claramente relacionados con la fertilidad. Es significativo que donde hay
una mayor profusión y variedad de decoraciones sea en las zonas más multiétnicas y
conflictivas (fig. 10), donde a veces se introducen elementos ajenos a la tradición, como
órganos sexuales masculinos. Este es el caso de la aldea de Manjari (Metekel), donde la
desestructuración social ha sido marcada desde finales de los años 80—debido al reasentamiento de gentes venidas de otros lugares y a programas de desarrollo de gran
impacto. Esta desestructuración se manifiesta en la violencia intraétnica (es decir, luchas
entre los propios clanes gumuz) y en la agresión contra las mujeres (hay una alta tasa de
suicido femenino). Posiblemente, las mujeres se relacionan con el conflicto a través de
los graneros, aunque ellas, naturalmente, nunca lo expresarían así. El hacer cosas nos
hace como personas (Dobres, 2000), si nuestro ser social está en crisis, nuestra forma de
hacer las cosas ha de alterarse necesariamente.
Lo que hemos visto hasta ahora son simplemente algunos de los muchos temas
que la arqueología del presente nos permite tratar en la frontera etíope-sudanesa.
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Conclusión
La arqueología del presente es una forma menos colonial y más comprometida de llevar a cabo trabajo etnoarqueológico. Es una práctica que se preocupa por comprender
las culturas locales, su contexto histórico y sus problemas políticos en el presente. Por
supuesto, la arqueología aquí propuesta puede ser una fuente de reflexión importante
para otros arqueólogos. En el caso concreto que se ha expuesto, se abordan cuestiones
que tienen que ver con procesos de contacto cultural, hibridación, identidad étnica, tecnología y sociedad y organización del espacio doméstico, que son temas todos ellos que
interesan a los arqueólogos en la actualidad. Al fin y al cabo, conocer otras culturas,
otras experiencias sociales, otras formas de hacer las cosas es absolutamente fundamental para poder entender a los pueblos del pasado, cuya existencia no se rigió por nuestras categorías modernas de pensamiento. Como arqueólogos podemos encontrar inspiración en la antropología y en la historia. La ventaja de una arqueología del presente es
que su punto de partida, como en el resto de la arqueología, es la cultura material.
Desgraciadamente, la arqueología del presente, como la etnoarqueología, es una
tarea de urgencia: de todos los elementos de la cultura, el mundo material es el que se
transforma más rápidamente y de forma más drástica bajo la presión de la modernidad,
aunque parezca paradójico. Los mitos y las leyendas se pueden transmitir durante generaciones, incluso cuando una sociedad se ha transformado radicalmente. Cómo hacer una
cerámica o fabricar un arco, son conocimientos frágiles que se pierden para siempre cuando los objetos fabricados industrialmente hacen desaparecer las artesanías tradicionales.
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DE LA ETNOARQUEOLOGÍA A LA ARQUEOLOGÍA DEL PRESENTE
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DE LA ETNOARQUEOLOGÍA
A LA ARQUEOLOGÍA DEL PRESENTE
ALFREDO GONZÁLEZ RUIBAL
Los problemas de la etnoarqueología
Desde sus inicios hace cerca de medio siglo, la etnoarqueología se ha entendido generalmente como una subdisciplina al servicio de la arqueología, encargada de estudiar
sociedades premodernas actuales para comprender mejor el registro arqueológico,
especialmente de las sociedades prehistóricas (David y Kramer, 2001; González Ruibal,
2003). La mina de la que se extraen las analogías son sociedades no modernas, frecuentemente comunidades de pequeña escala—bandas o tribus, en el lenguaje antropológico neoevolucionista (fig. 1).
En realidad, desde la consolidación de la arqueología como disciplina científica
durante la segunda mitad del siglo XIX los investigadores han recurrido a las sociedades
preindustriales vivas para interpretar el registro arqueólogico: muchos de los primeros
manuales de Prehistoria, de hecho, combinaban datos del pasado remoto y de comunidades “primitivas” (p.ej. Lubbock 1875 [1865]). Sin embargo, no será hasta finales de
los años 50 y principios de los 60 del siglo XX cuando estas comparaciones empiecen a
realizarse de forma más sistemática: a partir de entonces los arqueólogos comenzarán a
trabajar regularmente con sociedades preindustriales para abordar cuestiones que los
antropólogos culturales solían dejar al margen (abandonos, tecnología, estilo, subsistencia, etc.). A este tipo de investigación se le dio el nombre de etnoarqueología. La etnoarqueología nació con la Nueva Arqueología o arqueología procesual: uno de los objetivos fundamentales de este paradigma era hacer de la arqueología una disciplina más
científica (equiparable a las ciencias naturales), más cuantitativa (con resultados medibles y expresables de forma estadística) y nomotética (capaz de formular leyes generales
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Fig. 1.- Haciendo etnoarqueología
entre los gumuz de Etiopía, un
grupo igualitario de agricultores
de roza y quema: Álvaro Falquina
y Dawit Tibebu realizan entrevistas sobre el parentesco para poder
correlacionar los datos con la organización espacial de los conjuntos
domésticos.
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sobre el comportamiento humano). La misión de la etnoarqueología en este contexto
era ofrecer “teorías de alcance medio”, o lo que es lo mismo, marcos de referencia básicos que permitieran dar solidez a teorías arqueológicas más amplias.
Por ejemplo, una gran cantidad de trabajo etnoarqueológico en la actualidad se
centra en la forma en que los cazadores-recolectores actuales descuartizan y procesan sus
presas (Domínguez-Rodrigo, 2002).
Los arqueólogos estudian las marcas de
descarnado, la acción de los animales
carroñeros y las partes de hueso que
pasan al registro arqueológico. La
intención es encontrar marcos de referencia objetivos y contrastables que
permitan entender mejor, de forma
analógica, el papel de la acción humana en los conjuntos faunísticos pliopleistocénicos. El estudio de un conjunto específico de huesos en el presente nos puede permitir comprender
mejor la evolución de la humanidad.
Por la tarea que le fue inicialmente
encomendada, la etnoarqueología ha
tenido un carácter funcionalista, universalista y ahistórico, es decir, ha tratado de encontrar explicaciones al registro arqueológico que no se hallan condicionadas por un determinado contexto histórico o cultural y se ha preocupado sobre
todo por cuestiones de tipo económico y ecológico.
Pese a la crítica a la que se vio sometida esta forma de practicar la etnoarqueología a partir de inicios de los años 80 (Hodder, 1982a y b; en España: Hernando, 1995),
muchos investigadores actuales continúan defendiendo este tipo de investigación (p.ej.
Roux, 2007). El problema es que se trata de un enfoque que ha fracasado irremisiblemente: por un lado, las investigaciones etnoarqueológicas han descendido dramáticamente desde mediados de los 80 y, por otro, prácticamente ningún arqueólogo utiliza
el trabajo de los etnoarqueólogos para comprender el registro arqueológico ¿A qué se
debe esto? Por un lado, los herederos de la Nueva Arqueología han encontrado en la
arqueometría muchas soluciones específicas a sus problemas sobre la fabricación y uso
de objetos prehistóricos. Para saber cómo se ha cocido una cerámica ya no es necesario
observar la labor de una alfarera tradicional, existen procedimientos físico-químicos que
nos permiten resolver la cuestión satisfactoriamente. Algunos investigadores, de hecho,
consideran que el refinamiento de la arqueología permitirá acabar con la etnoarqueología definitivamente (Vila, 2006).
Por otro lado, cuando se trata de proponer teorías más ambiciosas de tipo sociopolítico, los arqueólogos procesuales prefieren recurrir a comparaciones antropológicas,
históricas y etnohistóricas (cf. Parkinson, 2002). Donde se advierte más claramente quizá
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el fracaso de la etnoarqueología procesual es en el área maya. Sobre los mayas actuales se
ha realizado una gran cantidad de trabajos etnoarqueológicos, que cubren aspectos tales
como la organización del espacio doméstico (Wilk, 1983), la producción cerámica (Deal,
1998), la fabricación de metates (Nelson, 1987), la industria lítica (Clark, 1991) o la gestión del desecho (Hayden y Cannon, 1983). Sin embargo, toda esta bibliografía apenas
figura en las obras sobre los
antiguos mayas. Los arqueólogos, en su inmensa mayoría
pertenecientes a la línea procesual, acuden habitualmente
a las etnografías tradicionales
de la zona o a los escritos de
los conquistadores españoles
para interpretar las sociedades
mayas del pasado.
Por lo que se refiere a
la arqueología postestructuralista o posprocesual, los investigadores que se adhieren a
esta tendencia se encuentran
más interesados por cuestiones sociológicas y simbólicas,
culturalmente específicas, y
en consecuencia no encuentran atractiva ni útil la mayor
parte de la bibliografía etnoarqueológica, orientada a cuestiones económicas y tecnológicas en el sentido más estrecho de ambos términos. Los posprocesuales buscan inspiración
para interpretar el pasado en la etnografía y los trabajos antropológicos generales: la interpretación del Neolítico y la Edad del Bronce en las Islas Británicas, por ejemplo, se basa
en buena medida en paralelos etnográficos, especialmente procedentes de Melanesia
(véase por ejemplo Tilley, 1994; Edmonds, 1999; Thomas, 2000). Esta inspiración
antropológica ha servido para cambiar radicalmente la imagen que se tenía de las primeras sociedades agricultoras europeas. La fascinación por la antropología es tan poderosa
que muchos investigadores posprocesuales, insatisfechos con las posibilidades de su propia disciplina, han querido escribir etnografías del pasado (p.ej. Tilley, 1996; Forbes,
2007). Naturalmente, en los trabajos etnográficos que tanto atraen a estos arqueólogos
apenas hay mención alguna a la cultura material, pero al fin y al cabo uno de los problemas de la arqueología postestructuralista ha sido que el énfasis en lo social ha llevado a
olvidar los aspectos más puramente materiales de la existencia (Olsen, 2007). Es significativo que uno de los antropólogos que más ha influido en la arqueología posprocesual,
Clifford Geertz (1973, 22), dijera que los etnógrafos “no estudian aldeas, sino que estudian en aldeas”. Sin embargo, resulta que los arqueólogos, y los etnoarqueólogos, sí estudian aldeas—como colectivos formados por personas, animales, edificios y artefactos,
pero los investigadores posprocesuales parecen haberse olvidado de ello.
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Fig. 2.- Un grupo de Awá de la
aldea de Jurití (Brasil), armados
para hacer frente a la invasión de
sus tierras.
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Fig. 3.- Ramadán Talow, un brujo
berta, durante una entrevista.
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La etnoarqueología se enfrenta a otro problema, en este caso de carácter ético ¿Es
lícito estudiar a sociedades tradicionales en la actualidad con el único objeto de comprender mejor a comunidades del pasado y, con frecuencia, de otro lugar? En mi opinión, no lo es en absoluto (González Ruibal, 2006b). Este tipo de práctica recuerda bastante al de los antropólogos y arqueólogos coloniales, que robaban (literal o figuradamente) a las sociedades que estudiaban
sus riquezas culturales. Muchos trabajos etnoarqueológicos se llevan a cabo
sin tener en cuenta la experiencia histórica local, ni siquiera la historia reciente, que es con frecuencia traumática y
clave para entender el presente. En
otros casos se utilizan datos etnohistóricos, pero se pasa por alto o apenas se
menciona el papel que tuvo el colonialismo en el devenir de la cultura: un
caso especialmente dramático es el de
los yámana de la Patagonia, una sociedad de cazadores-recolectores que fueron exterminados en el siglo XIX. Al
estudiar a los yámana simplemente
para comprender las sociedades paleolíticas europeas (Vila, 2004) estamos
privando a ese pueblo, aunque sea simbólicamente, de lo último que les
queda: su historia cultural específica y única. Al igual que hacen los antropólogos, deberíamos estudiar a los grupos con que trabajamos como un fin en sí mismo, más que
como una mera fuente de analogías.
Ante los problemas de tipo epistemológico y ético a los que se enfrenta la etnoarqueología, tal y como se lleva a cabo en la actualidad, mi propuesta para hacer de nuevo
relevante esta práctica científica es transformarla en una arqueología del presente
(González Ruibal, 2006a). Se trata, en cierta manera, de darle la vuelta a la dependencia
antropológica de la arqueología: en vez de escribir imposibles etnografías del pasado (la
etnografía implica el tiempo presente), debemos producir arqueologías del mundo contemporáneo, que nos permitan comprender mejor a las sociedades vivas. Este tipo de
arqueología, además, puede proporcionar elementos de comparación para arqueólogos
que exploran períodos y culturas diversos (como sucede con otras investigaciones históricas y antropológicas), pero, desde un punto de vista ético, evita convertir a los pueblos
con que trabaja en meros suministradores neutros de analogías arqueológicas.
Una arqueología del presente
La arqueología del presente, como su nombre indica, estudia a sociedades actuales
mediante la metodología y teoría arqueológicas. En esto, en principio, no es muy diferente de la etnoarqueología. Sin embargo, existen tres diferencias notables: como ya he
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señalado, su objetivo último no es analógico, aunque sus resultados puedan ser utilizados de forma comparativa para otros períodos. En segundo lugar, la arqueología del presente estudia potencialmente todo el mundo actual: tanto sociedades no modernas
como capitalistas. No establece una distinción tajante entre nosotros y los otros. La
arqueología de la basura en Estados Unidos, por ejemplo (Rathje y Murphy, 1992), es
una forma de arqueología del presente. En tercer lugar, este
tipo de arqueología no contempla una distinción drástica
entre pasado y presente: en vez de considerar el uno al servicio del otro, como hace la etnoarqueología, cree que ambos,
pasado y presente, están inextricablemente unidos.
La arqueología del presente, como tal arqueología, es
una disciplina histórica. Un concepto clave a este respecto es
el de genealogía, que viene a reemplazar el más común de biografía utilizado por los etnoarqueólogos y antropólogos
(Kopytoff, 1986). La biografía se refiere a la vida específica de
un determinado objeto, por ejemplo, una cerámica—desde el
momento que se acude a la mina de arcilla para buscar la
materia prima hasta que se abandona la cerámica usada y rota.
Uno de los objetivos principales de la arqueología del presente es trascender la biografía del artefacto y analizar las intrincadas relaciones históricas entre personas y cosas. Para ello, es
necesario entender a las comunidades en perspectiva y en un
contexto más amplio. Las culturas que estudiamos no han
permanecido aisladas e inalteradas durante milenios, por muy
arcaicos que nos parezcan los atuendos, las cerámicas o las
viviendas. La arqueología del presente trata de entender el
cambio, el contacto cultural y la hibridación.
La arqueología del presente es también una etnografía:
una descripción de sociedades vivas, pero no es una etnografía convencional, sino una etnografía de la materialidad. Tiene
en cuenta todo aquello que la antropología suele dejar de lado,
pero que interesa mucho a la arqueología: las cosas en sí mismas. Casas, tumbas, cerámicas, hachas, graneros, caminos y azadas son mucho más que meros índices sociales: son
una parte fundamental e inseparable de la vida de la gente. Los primeros antropólogos lo
entendieron muy bien y se encargaron de documentar los detalles más nimios de las culturas que estudiaban (desde la forma de anudar una hamaca hasta la decoración monumental de las casas rituales), pero a partir de los años 20 esta tendencia fue quedando
progresivamente marginada (Lemonnier, 1992, 11). La arqueología del presente pretende recuperar y ampliar esa sensibilidad por lo material de las primeras etnografías. En la
mayor parte de las etnografías del último medio siglo da la impresión de que podríamos
situar a los sujetos estudiados en cualquier escenario, en cualquier aldea del mundo y utilizando cualquier tipo de objetos. La función de la arqueología del presente es, por tanto,
devolver la experiencia real y directa del mundo a la etnografía: demostrar que las aldeas
son mucho más que un escenario en el que se desarrolla el drama social.
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Fig. 4.- Bogo Bambush, una mujer
komo, fumando su pipa de calabaza.
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Fig. 5.- Inventario de cerámica en
una casa agaw (Manjari): los grandes recipientes (derecha, color
naranja) se compran a las alfareras
gumuz.
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Finalmente, la arqueología del presente es una arqueología política. Los etnoarqueólogos raramente dejan traslucir en sus escritos conciencia alguna respecto a la situación de los pueblos que estudian, pese a que esa situación es, con frecuencia, grave, en términos de desestructuración social, marginalidad e impotencia frente a los embates del
estado nacional y la globalización. Los antropólogos, por su parte, tienen mayoritariamente a una actitud francamente positiva ante la globalización (Rosaldo e Inda, 2002). Caracterizados al
mismo tiempo por la amnesia histórica y la ceguera política, los antropólogos, especialmente anglosajones, celebran la diversidad y el mestizaje cultural que favorece la globalización y se olvidan de las
brutales injusticias que extiende por todo el
mundo. Al centrar todo su interés en la cultura, se
olvidan de la política y de la economía. El cambio
que viven muchas sociedades tradicionales no tiene
nada de natural e inevitable y poco de positivo, al
contrario de lo que pretenden muchos antropólogos. Es un cambio traumático, impuesto por las
sociedades dominantes y el capitalismo.
En Brasil, donde colaboro en un proyecto
etnoarqueológico sobre un grupo de cazadoresrecolectores, los awá (Hernando et al., 2006), esta
realidad se advierte especialmente bien. La forma
de contacto de los awá con el resto del mundo entre los años 70 y 80 del siglo pasado fue
en forma de ocupación de sus tierras, motivada por intereses económicos nacionales y globales. Hasta 1973 habían permanecido completamente aislados en la selva amazónica. A
partir de entonces, el pueblo awá fue diezmado y recluido en reservas, donde hoy vive todavía, en un grave proceso de desestructuración social y sometido a invasiones de campesinos empobrecidos y madereros (fig. 2). La arqueología y la etnoarqueología han contribuido tradicionalmente a describir a los grupos preindustriales como reliquias del pasado y en
cierta manera han justificado, de forma más o menos inconsciente, el tratamiento que se
les ha dado por parte de las sociedades modernas (Hernando, 2006). La arqueología del
presente toma una postura crítica ante esta situación e incorpora como parte de sus objetivos abordar cuestiones relacionadas con la globalización, la violencia política, los programas de desarrollo o las injerencias estatales en la vida de las comunidades que estudia.
Arqueología del presente en la frontera de Sudán y Etiopía
Desde el año 2001 trabajo en el occidente de Etiopía con diversas comunidades tradicionales. Progresivamente mi investigación ha ido dejando de ser etnoarqueológica, en el sentido clásico del término, y se ha ido convirtiendo en una arqueología del presente
(González Ruibal, 2005, 2006c). La complejidad cultural e histórica de la zona, los problemas sociales y políticos que he ido descubriendo y mis propias convicciones personales me han obligado a cambiar los objetivos de la investigación. De todos modos, estudiar
comunidades vivas es siempre problemático, porque implica una cosificación del sujeto
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estudiado. Trabajar con grupos del Tercer Mundo es doblemente problemático, por la
inmensa e insalvable asimetría que marca toda la relación entre el investigador y el sujeto
investigado. No existe, por lo tanto, una forma cómoda y políticamente correcta de realizar trabajo de campo. Las dificultades son tan grandes que muchos antropólogos han decidido abandonar la investigación con comunidades no modernas y prefieren investigar sólo
sociedades industriales (Augé, 1995).
Sin embargo, uno de los atractivos originales de la antropología era el conocer
otras formas de ver y vivir el mundo: la
diversidad de la experiencia humana.
Diversidad es precisamente lo que
caracteriza la amplia franja de frontera
que separa (o más bien une) Sudán y
Etiopía. Como tantas áreas fronterizas,
posee una larga historia de invasiones,
intercambios, resistencias y mestizaje. Mi
investigación actualmente se centra precisamente en comprender, desde una
perspectiva arqueológica y dando prioridad a la cultura material, la complejidad
de interacciones culturales entre una
diversidad de etnias y formaciones políticas, en el presente y en el pasado.
No es un trabajo fácil.
Oficialmente se reconocen en la región
donde trabajamos (Benishangul-Gumuz) cinco etnias indígenas: berta, gumuz, shinasha,
mao y komo (figs. 3 y 4). A ellas hay que añadir tres grandes grupos étnicos que han llegado en momentos más recientes a la región: amhara, oromo y agaw. En sí, una zona con
ocho grupos étnicos es una zona culturalmente compleja. Pero a ello hay que añadirle dos
hechos: primero, que los grupos pertenecen a tradiciones culturales sumamente distintas
(algunos son semitas, otros nilo-saharianos, otros omóticos) y, segundo, que bajo las etiquetas étnicas que reconoce el Estado se oculta una mayor variedad de culturas. En este
contexto, el mundo material puede ser un elemento fundamental para construir identidad,
facilitar las relaciones étnicas o crear barreras.
Un buen ejemplo de cultura material como articuladora de relaciones interétnicas
es el de las bebidas alcohólicas. En todo el Cuerno de África se fabrican cervezas y licores
caseros de distintos tipos. En la zona de la frontera, los gumuz de Metekel, fabrican grandes contenedores cerámicos (tich’a) adecuados para la fermentación de las bebidas. Sus
vecinos agaw, procedentes del altiplano etíope, compran estos contenedores cerámicos a
los gumuz (fig. 5) y fabrican bebidas alcohólicas en ellos. Posteriormente venden el alcohol a los gumuz, quienes a su vez invitan a sus vecinos agaw a beber. Lo que es interesante es que los agaw saben fabricar contenedores para cerveza: al fin y al cabo los hacían en
su lugar de origen. Los gumuz también saben preparar alcohol. El adquirir algo que ya se
tiene o que se sabe hacer a otra comunidad puede ser una forma de establecer vínculos
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MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 6.- Casas agaw en una aldea
multiétnica de mayoría gumuz
(Manjari).
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Fig. 7.- Una alfarera mao-kwama
vende sus cerámicas. En Mus’a
Mado distintos grupos étnicos
(oromo, bertha y mao) compran
los productos de las alfareras de
Boshuma, aunque los mao son
quienes más vasijas de esta procedencia adquieren. Fotografía del
Servicio de Cultura del Estado
Regional de Benishangul-Gumuz.
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sociales. La cultura material – el alcohol y la cerámica para fabricarlo – se convierte de
este modo en un medio privilegiado de relación entre etnias, una relación que no es en
absoluto sencilla, como demuestran las masacres ocurridas hace pocos años (WoldeSelassie Abbute, 2004). No obstante, la cultura material puede ser una forma de crear
diferencia también. En una aldea interétnica de la región de Metekel (Manjari), los agaw
recién llegados han erigido un
barrio en una zona marginal y con
una forma de organización que claramente refuerza los vínculos
intraétnicos y los separa de los
gumuz. Frente al plano disperso
que caracteriza a los poblados agaw
en su tierra de origen, en Manjari
los muros perimetrales, la densa
ocupación del barrio y la orientación de las casas contribuyen a crear
un sentimiento de seguridad e
identidad compartida en una zona
extraña (fig. 6). No se trata simplemente de que a través de la organización del espacio transmitan un
mensaje de identidad étnica a los
gumuz. Lo interesante está en que
la construcción de la aldea construye a su vez a los agaw, al condicionar
sus vidas, su experiencia social y sus relaciones con los demás.
Otro ejemplo interesante es el de los mao que viven en aldeas al sur y al este de la
ciudad de Bambasi. En realidad, aunque se utiliza una denominación única para referirse a ellos, los mao pertenecen a grupos culturalmente muy diferentes: los que viven en la
aldea de Mus’a Mado, por ejemplo, hablan una lengua omótica y llegaron a esta zona en
algún momento de la Edad Media procedentes del sur de Etiopía. Los de Boshuma, en
cambio, son nilo-saharianos: su presencia en la región se retrotrae a momentos remotos
de la Prehistoria. Por su lengua y cultura los mao de Boshuma se relacionan con el grupo
kwama/gwama que vive más al sur. A pesar de poseer una lengua y una cultura distintas,
los mao de Bambasi insisten, para perplejidad del antropólogo, en que constituyen un
solo grupo. Esta identificación no es del todo incomprensible: al ser comunidades muy
minoritarias y tradicionalmente desposeídas por etnias dominantes, la presentación de
una identidad unificada puede ser una forma de hacerse fuertes y visibles. La cultura
material, nuevamente, constituye un elemento relevante para reforzar vínculos: los mao
de Mus’a Mado compran la cerámica mayoritariamente a los mao de Boshuma (fig. 7)
en el mercado de Bambasi, más que a otras etnias con las que conviven. El atuendo de
las mao de ambas aldeas es también semejante: aunque muy influido por el de las mujeres oromo, de la etnia dominante, tiene rasgos peculiares: un elemento de identidad
importante entre las mujeres son los pendientes, grandes aros de níquel decorados con
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motivos geométricos incisos. Este tipo de
pendientes es característico de todos los
grupos nilo-saharianos de la zona y los mao
omóticos de Mus’a Mado los han adoptado como propios (fig. 8). La profusión de
collares de gruesas cuentas, antes de ámbar
y pasta vítrea, hoy de plástico amarillo, y
los brazaletes metálicos también une a las
mao de Boshuma y a las de Mus’a Mado.
Es significativo que algunos objetos que
definen la identidad de un grupo en realidad sean fabricados por otro: es el caso de
las cerámicas de Boshuma que se consumen en Mus’a o los brazaletes y pendientes
que con frecuencia los fabrican metalúrgicos oromo. Un aspecto sobre el que conviene llamar la atención es el de las técnicas
del cuerpo, como las llamaba Marcel Mauss, o la hexis corporal, en palabras de Pierre
Bourdieu. El cuerpo es cultura material también y, en consecuencia, el modo de usarlo
cambia de unas sociedades a otras. La forma de llevar a los niños o de transportar agua
varía enormemente: desde este punto de vista, los mao de Mus’a Mado y los de Boshuma
son más semejantes entre ellos que respecto a los oromo con quienes conviven, pese a la
gran influencia de los oromo desde hace siglos en
la cultura de sus vecinos (fig. 9).
Desde los años 80 ha habido bastante tendencia entre los arqueólogos a considerar que la
cultura material se utiliza activamente para marcar la identidad, sea étnica o de otro tipo
(Hodder, 1982a, b). Actualmente somos más
conscientes de que la relación con los objetos es
menos unidireccional (Lemonnier, 1992; Olsen,
2007): nosotros creamos cultura material y la
cultura material nos crea a nosotros simultáneamente, nos hace ser quien somos y condiciona
nuestra forma de experimentar el mundo. Con
frecuencia la gente no utiliza los objetos para
manifestar una determinada identidad o una ideología. Sería difícil afirmar que los mao recurren
conscientemente a determinados elementos para
diferenciarse de los oromo, por ejemplo, aunque
es posible que así suceda en determinados contextos. Por lo general, este tipo de comportamientos resultan difíciles o imposibles de verbalizar.
Por ese mismo motivo, estudiar la cultura material puede resultar interesante para
acceder a cuestiones que escapan lo consciente, aquellas cosas de las que se es capaz de
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MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 8.- Mujer mao de Mus’a
Mado con pendientes de níquel
gumuz. Fotografía de Víctor M.
Fernández Martínez y dibujo de
Álvaro Falquina Aparicio.
Fig. 9.- Mujeres mao de Boshuma
durante una reunión. A pesar de la
incorporación de elementos materiales oromo y panislámicos (como
el velo), la forma de vestir, de sentarse y de llevar a los niños constituyen técnicas del cuerpo que singularizan a las mao.
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Fig. 10.- Granero gumuz con
decoración, Manjari (Metekel).
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hablar – o de las que es socialmente lícito hablar: conflictos, problemas, inseguridades,
miedos. Ian Hodder (1991) ya señaló esta realidad al analizar las calabazas ilchamus de
Kenya, las cuales, según el arqueólogo, expresan el conflicto de género inherente a la
sociedad. Lo que pasa es que esta capacidad de la cultura material para articular lo que
no puede verbalizarse es bastante más inconsciente de lo que los arqueólogos posprocesuales están dispuestos a admitir.
La organización del espacio doméstico entre los gumuz de Metekel,
por ejemplo, con sus planos laberínticos y sus múltiples cercados,
todavía materializa el terror ante las
razzias esclavistas, lo que no quiere
decir que los gumuz tengan ninguna intención en expresar un mensaje sobre este hecho histórico: la
organización del espacio y la arquitectura de las casas (con una puerta
trasera) se explican como mecanismos para retrasar la llegada de los
esclavistas y facilitar la evacuación
de la aldea. En su vida diaria, los
gumuz conviven, material pero
inconscientemente, con el fantasma de la esclavitud, el cual constituye parte de su ser actual y de su
forma de ver el mundo.
Otro ejemplo interesante es el de los graneros. Los hombres gumuz construyen
los graneros con bambú entrelazado, pero los decoran las mujeres con barro. Los adornos suelen representar el cuerpo femenino (especialmente el pecho y las escarificaciones) y están claramente relacionados con la fertilidad. Es significativo que donde hay
una mayor profusión y variedad de decoraciones sea en las zonas más multiétnicas y
conflictivas (fig. 10), donde a veces se introducen elementos ajenos a la tradición, como
órganos sexuales masculinos. Este es el caso de la aldea de Manjari (Metekel), donde la
desestructuración social ha sido marcada desde finales de los años 80—debido al reasentamiento de gentes venidas de otros lugares y a programas de desarrollo de gran
impacto. Esta desestructuración se manifiesta en la violencia intraétnica (es decir, luchas
entre los propios clanes gumuz) y en la agresión contra las mujeres (hay una alta tasa de
suicido femenino). Posiblemente, las mujeres se relacionan con el conflicto a través de
los graneros, aunque ellas, naturalmente, nunca lo expresarían así. El hacer cosas nos
hace como personas (Dobres, 2000), si nuestro ser social está en crisis, nuestra forma de
hacer las cosas ha de alterarse necesariamente.
Lo que hemos visto hasta ahora son simplemente algunos de los muchos temas
que la arqueología del presente nos permite tratar en la frontera etíope-sudanesa.
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Conclusión
La arqueología del presente es una forma menos colonial y más comprometida de llevar a cabo trabajo etnoarqueológico. Es una práctica que se preocupa por comprender
las culturas locales, su contexto histórico y sus problemas políticos en el presente. Por
supuesto, la arqueología aquí propuesta puede ser una fuente de reflexión importante
para otros arqueólogos. En el caso concreto que se ha expuesto, se abordan cuestiones
que tienen que ver con procesos de contacto cultural, hibridación, identidad étnica, tecnología y sociedad y organización del espacio doméstico, que son temas todos ellos que
interesan a los arqueólogos en la actualidad. Al fin y al cabo, conocer otras culturas,
otras experiencias sociales, otras formas de hacer las cosas es absolutamente fundamental para poder entender a los pueblos del pasado, cuya existencia no se rigió por nuestras categorías modernas de pensamiento. Como arqueólogos podemos encontrar inspiración en la antropología y en la historia. La ventaja de una arqueología del presente es
que su punto de partida, como en el resto de la arqueología, es la cultura material.
Desgraciadamente, la arqueología del presente, como la etnoarqueología, es una
tarea de urgencia: de todos los elementos de la cultura, el mundo material es el que se
transforma más rápidamente y de forma más drástica bajo la presión de la modernidad,
aunque parezca paradójico. Los mitos y las leyendas se pueden transmitir durante generaciones, incluso cuando una sociedad se ha transformado radicalmente. Cómo hacer una
cerámica o fabricar un arco, son conocimientos frágiles que se pierden para siempre cuando los objetos fabricados industrialmente hacen desaparecer las artesanías tradicionales.
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