Mujeres y prehistoria: vivir el presente, pensar el pasado
Paloma González Marcén
2008
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MUJERESYPREHISTORIA:
VIVIR EL PRESENTE, PENSAR EL PASADO
PALOMA GONZÁLEZ MARCÉN
Universitat Autònoma de Barcelona
Aunque de forma habitual el punto de arranque de la investigación sobre las mujeres en la prehistoria se
asocie a los trabajos de Sally Linton (1971), existe una tradición muy anterior de cuestionamiento del
papel de las mujeres en la prehistoria que se remonta a finales del siglo XIX (Arwill-Nordbladh, 1989). En
aquel momento histórico coincidieron dos movimientos, uno científico – el evolucionismo social – y otro
político –– el primer movimiento feminista de las sufragistas –, que convergían, desde sus respectivas
perspectivas, en plantearse el papel de las mujeres en los orígenes de la humanidad como problema.
Sin embargo, efectivamente no es hasta principios de la década de los 70 del pasado siglo XX
cuando, coincidiendo con la así llamada segunda ola de feminismo, comienzan a formularse, en el
campo de la antropología social (Strathern, 1972; Rosaldo y Lamphere, 1974), modelos explicativos alternativos a la conceptualización y estudio de las mujeres que habrían de tener un impacto significativo en
el paradigma de la investigación prehistórica, muy especialmente la anglosajona y la escandinava,
No resulta casual que la aparición de las mujeres como tema de reflexión e investigación en prehistoria haya ido de la mano de los movimientos reivindicativos para la mejora de sus condiciones legales,
económicas y sociales. Ciertamente, la percepción, valoración y acción de las mujeres en todos los
ámbitos de la sociedad se ha transformado de forma radical en un proceso que se inició hace ya más
de cuatro décadas y ello ha conducido a una mayor presencia femenina en los círculos científicos y académicos. Por ello, y a diferencia de otras perspectivas teóricas que se hallan presentes en el debate epistemológico y ontológico de las ciencias sociales, y por tanto también de la arqueología prehistórica, la
presencia de las mujeres como sujetos y objetos de la investigación está directamente relacionado con
posicionamientos ideológicos y políticos referentes a situación en el presente, y sus implicaciones rebasan, en muchos casos, los estrechos marcos disciplinares.
Frecuentemente, esta clara vinculación entre investigación y posicionamiento ideológico y/o político
se ha esgrimido como debilidad científica de la investigación sobre las mujeres en la (pre)historia, como
un pecado original que enturbia la validez de sus resultados. Sin embargo, existe una amplia bibliografía
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que profundiza en los fundamentos epistemológicos sobre los que se parte en la investigación sobre
mujeres. Tal como ha planteado Alison Wylie (1997), éstos se alejan, de forma explícita o implícita, de
los enfoques más ortodoxos del positivismo o del empirismo y se acercan, con gradaciones, a las posturas defendidas por teóricas de la ciencia como Sandra Harding (1990) o Donna Haraway (1995).
En cualquier caso, desde la diversidad de enfoques que abarca la investigación sobre las mujeres
en la prehistoria y a pesar de que esta prehistoria sobre y de mujeres muestra una incidencia disimétrica en diferentes ámbitos académicos, comienza a perfilarse como un posicionamiento que exige a la
práctica convencional de la investigación el reconocimiento de sus sesgos androcéntricos y que, en consecuencia, plantea la necesidad de un replanteamiento profundo de las bases epistemológicas, ontológicas y metodológicas de la arqueología prehistórica (Conkey y Spector, 1984; Bertelsen et alii, 1987;
Conkey y Gero, 1997; Conkey, 2003).
Un rasgo distintivo de esta práctica investigadora reside en que, lejos de presentarse exclusivamente como una corriente teórica o como una escuela dentro de la disciplina, la prehistoria de las mujeres
se vincula, como ya se ha dicho, al cuestionamiento de la posición y situación de las mujeres en la sociedad contemporánea. De hecho, se trata de un viaje intelectual de ida y vuelta; se mira al pasado desde
el presente y se escrutina de nuevo el presente a la luz de la mirada sobre el pasado. De este modo, una
parte esencial de la investigación de las mujeres en prehistoria se ocupa en diseccionar las imágenes
que sobre el pasado y, específicamente, sobre la prehistoria, se han ido creando a lo largo de la historia
de la investigación. Estos relatos del pasado, estas narrativas de los orígenes, como las denominaba
Margaret Conkey y Sarah Williams en un magnífico artículo de 1991, se han esgrimido históricamente
como argumentos legitimadores de las situaciones de discriminación, explotación y desvalorización de
las mujeres y han quedado incrustadas en el imaginario colectivo como arquetipos naturalizados (Gifford
Gonzalez, 1993; Moser, 1998).
Probablemente por ello, la prehistoria de las mujeres concibe de forma consubstancial a su dimensión investigadora, su dimensión social y divulgadora, externa al quehacer académico (Holcomb, 1998;
Jones y Pay, 1999). La prehistoria, más que cualquier otro periodo de la historia de la humanidad, se perfila como una etapa situada entre el mito y la historia, entre la ficción y la ciencia; en definitiva, un arma
poderosa para la construcción y deconstrucción de las ideologías. Es en la prehistoria más profunda
cuando surge nuestra especie y se definen sus pautas de comportamiento biológico y cultural; pero también es en la prehistoria cuando aparecen todos aquellos componentes, materiales y sociales, que conforman las bases de la vida social tal como la conocemos ahora: el poder, la explotación económica, el
estado, la transformación del medio natural, pero también la vida en sociedad, el arte, las tecnologías…
Obviamente este largo camino de la humanidad es un trayecto compartido entre mujeres y hombres y la historia, en tanto que obra humana, es, por tanto, colectiva. Dada esta obviedad ¿qué necesidad hay de buscar a las mujeres de la prehistoria como objeto específico, si el propio enunciado de “lo
humano”, o si se prefiere de “lo social”, las incluye? Y si, efectivamente, hubieran de buscarse ¿resulta
posible abordar su estudio desde la investigación arqueológica?
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La prehistoria no es (sólo) cosa de hombres
No es de extrañar que fuera el estudio del proceso de evolución humana con las concepciones que
entrañaba sobre las categorías de hombre/mujer y su plasmación interpretativa, el tema que se erigió, en
primera instancia, como ámbito de denuncia y de investigación preferencial sobre el papel que se les
otorgaba a las mujeres en la prehistoria. La adscripción de tareas a los sexos y la subsiguiente articulación de estos comportamientos adscritos a modelos evolutivos en los cuáles las tareas y aptitudes del
sexo masculino resultaban los motores del progreso evolutivo y de la consecución de la categoría de
“humano”, quedaba reflejado de forma explícita en la sucesión de imágenes que, desde el simio encorvado al varón erguido, nos mostraba sin el menor género de dudas a los únicos protagonistas del proceso. Nos mostraba, no ya al hombre, sino a los genes masculinos como artífices de nuestra especie.
La teoría de Sally Linton (1971) sobre la importancia de la recolección para la subsistencia de homínidos y humanos y su vinculación a las actividades femeninas, en contraposición a la caza adscrita como
tarea a los varones, generó toda una serie de estudios, réplicas y contrarréplicas en torno a la importancia de la famosa Woman the Gatherer, la mujer recolectora (Dahlberg, 1981). Ciertamente parte de las
teorías y los datos que sustentaban tanto los trabajos de Sally Linton como los de las que siguieron su
modelo en los años 70 y 80 (Tanner y Zihlman, 1976; Zihlman, 1978 y 1981) ha sido posteriormente
rebatida y modificada. No obstante, resulta indiscutible que la investigación sobre el proceso de evolución humana, en concreto, y de la prehistoria, en general, se ha visto obligada a reconsiderar sus perspectivas interpretativas, a reconocer los sesgos ideológicos de sus representaciones gráficas y narrativas y a ampliar el abanico del registro arqueológico y de las técnicas empleadas en su estudio analítico
como consecuencia de este debate (Liesen, 1998).
Si a estas alturas ya nadie debería dudar de la carga ideológica inherente a la investigación sobre
el proceso de hominización y de los modelos de comportamiento social que se le asocian, resultan
menos evidentes, pero igualmente sesgados los discursos históricos relativos a las etapas más recientes de la prehistoria, cuyas pautas interpretativas se desprenden de una determinada concepción del
proceso histórico y de las variables que lo estructuran.
Ya desde la formulación de la periodización fundacional de la prehistoria – el Sistema de la Tres
Edades – a principios del siglo XIX por Christian Thomsen, se crearon las bases de una interpretación
histórica basada en aquellos cambios tecnológicos considerados globales. Por esa misma época, el
paralelismo metodológico que estableció la investigación prehistórica con la naciente ciencia de la geología traspasó a las interpretaciones sobre el pasado lejano una idea de temporalidad profunda y un concepto de cambio cercano al manejado tradicionalmente en las ciencias naturales, vinculado de forma
directa a los cambios medioambientales como demarcadores de los cambios en la dinámica de los grupos humanos (Groenen, 1994). Esta noción ha quedado impregnada en la investigación sobre la prehistoria, que ha querido reconocer en este esquema temporal de largo plazo su particular idiosincrasia disciplinar (Hodder, 1987; Bailey, 1987). De este modo, en él encuentran fácil encaje los análisis de cambios tecnológicos o los estudios de arqueología medioambiental que han caracterizado la investigación
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prehistórica desde los años 60. La pregunta, sin duda, estriba en por qué y hasta qué punto este esquema temporal es responsable de la ausencia de las mujeres de la prehistoria como objeto de estudio ¿No
participan y se ven afectadas acaso las mujeres en las variables que marcan las continuidades y rupturas de largo plazo?
Por supuesto que sí, pero la crítica que se formula desde la arqueología feminista es que junto a los
cambios tecnológicos de amplio espectro, junto a los condicionamientos que suponen las condiciones
medioambientales y junto a las estructuras geopolíticas que surgen en la prehistoria más reciente, existen y existieron otras variables que marcaron la dinámica histórica de los grupos humanos de la prehistoria. La organización social de la reproducción – biológica y cultural –, la estructura y características de
los espacios cotidianos, las tecnologías relacionadas con el consumo, la salud y el cuidado y las condiciones de vida que generan, la propia concepción cultural de las diferencias de sexo y de género y su
concreción social en términos de acceso a los recursos o a los ámbitos de poder – todas ellas variables
fundamentales no sólo para entender la supervivencia, sino para explicar la vida en sociedad y la las
diversas experiencias que han trenzado esa obra humana que llamamos historia.
De hecho, la prehistoria no ha considerado a las mujeres en su investigación porque no ha considerado relevante considerar el coste humano de los grandes cambios tecnológicos y socio-económicos
y porque tampoco ha otorgado valor histórico a las condiciones y a los mecanismos que hicieron posible o resistieron la llegada de nuevas formas económicas y sociales. Por el contrario, ha hecho abstracción de la agencia humana y ha formulado la dinámica social exclusivamente en términos del poder masculino que rige nuestro presente: el control de la macroeconomía, el control político y el control de las
tecnologías de producción.
Por ello no es de extrañar que, tal como menciona Margaret Conkey (2003: 870), la investigación
de las mujeres de la prehistoria se haya centrado, en gran medida, en estas otras variables que se expresan en “la microescala, en el nivel de la unidad doméstica (household) o del acontecimiento, donde las
prácticas cotidianas, el espacio estructurado, el saber y la producción locales (…) resultan accesibles”.
Desde una perspectiva metodológica, esta escala espacio-temporal se corresponde, a grandes rasgos,
con la llamada Household Archaeology en el ámbito anglosajón (Wilk y Rathje, 1982; Allison, 1999) y con
la arqueología etnológica francesa surgida de las propuestas de André Leroi Gourhan (Leroi Gourhan y
Brézillon, 1972). Esta arqueología de los asentamientos permite proponer modelos de relaciones intragrupales en términos sociales ya que parte de una lectura del registro en términos de acciones reiteradas que configuran los modelos de comportamiento social normalizado Se trataría, en suma, de lo que
podríamos denominar rastro material de aquellas acciones que conforman la base de convivencia de las
comunidades humanas, o, en otras palabras, de las pautas de la cotidianeidad.
En trabajos recientes (Foxhall, 2000; Hodder y Cessford, 2004) se destacan dos aspectos complementarios que se muestran en estos estudios de pequeña escala: por una parte, la necesidad de contextualización y caracterización de las acciones recurrentes y reiteradas que se muestran en el registro
arqueológico y que, generalmente, tienden a ser interpretadas sesgadamente en términos de las varia-
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bles que estructuran el tiempo largo de los períodos, y, por la otra, la centralidad de las acciones cotidianas en la reproducción de formas sociales y culturales. En ambos casos se sugiere además que los
componentes temporales, espaciales y sociales de la cotidianeidad son complejos y diversos y que son
susceptibles de ser estudiados y diseccionados más allá del supuesto estatismo que le adjudica la investigación prehistórica.
¿Dónde están las mujeres de la prehistoria?
El estudio de las mujeres de la prehistoria se ha confrontado, desde sus inicios, al desafío metodológico
que representa la obtención de datos susceptibles de ser incorporados a líneas interpretativas en el sentido que acabamos de comentar. El rechazo a una única escala temporal – el largo plazo – como definidora del marco interpretativo de la investigación prehistórica abre la puerta a relevar los contextos arqueológicos específicos y los objetos materiales que los conforman no como paso intermedio entre la empiria
y la generalización, sino como dadores, en sí mismos, de indicios directos para la interpretación histórica.
Objetos con sexo
La recurrente premisa de que el registro arqueológico carece de sexo ha sido puesto entredicho, de forma
implícita y explícita, en los últimos años por la investigación realizada por mujeres y sobre mujeres de la
prehistoria. El registro arqueológico con el que contamos y la diversidad de fuentes y documentación que
dan cuerpo a las interpretaciones que de él hacemos, muestran, si queremos ver, toda una serie de datos
sexuados que permiten enriquecer la investigación prehistórica con la diversidad de sus protagonistas.
Si partimos de que el sexo es una característica, en primera instancia biológica, asociada al cuerpo de los seres humanos, en la investigación prehistórica nuestro acercamiento a los cuerpos la realizamos a partir de los muertos, de cuerpos sin vida. Aunque en un principio pudiese parecer que este hecho
supone una dificultad añadida en el análisis de los vivos, lo cierto es que contamos con nítidos indicadores materiales para conocer tanto historias de vida como la gestión social del cuerpo humano. Los cuerpos humanos o, mejor dicho, aquellos elementos conservados de cuerpos humanos hallados en sepulturas, permiten acceder de forma directa a la materialidad de los agentes de la historia que investigamos:
su edad, su sexo, su aspecto físico. Junto a ello, en estos cuerpos humanos han quedado grabados
rastros de la vida que llevaron a cabo, que podemos estudiar gracias a los análisis paleoantropológicos.
Este campo de evidencias se presenta así como uno de los más fructíferos y directos para el estudio de vida de la personas concretas que vivieron en época prehistórica y, con ello, para la valoración de
diferencias, similitudes, afinidades y movilidad en los que se desenvolvieron mujeres y hombres en un
contexto histórico concreto (Cohen y Bennett, 1993). A grandes rasgos las líneas principales que se han
desarrollado en la investigación paleoantropológica han ido encaminadas a caracterizar con mayor precisión las condiciones y formas de vida de las poblaciones prehistóricas mediante la obtención de perfiles demográficos de poblaciones concretas así como índices de mortalidad, natalidad y esperanza de
vida (p.e. Wilson, 1997), la determinación de patologías, carencias nutricionales o desgastes sufridos por
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actividades reiteradas y su representación diferencial por sexos y grupos de edad (p.e. Molleson, 1994;
Sofaer-Derevenski, 2000) o la determinación de pautas de alimentación y de movilidad a partir de muestras procedentes de esqueletos (p.e. Schulting y Richards, 2001).
Los cuerpos del pasado no flotan en el vacío sino que están anclados en la tierra y a los elementos
materiales que ésta contiene. Las tumbas y su contenido, cuerpos y objetos, se conforman así en contextos con sexo. Ya desde la década de los 60, la cultura material funeraria (contenedor y contenido) adquirió valor explicativo para la caracterización socio-económica de la sociedad que la había utilizado (Binford,
1971). Partiendo de estas premisas, hoy en día resulta casi inconcebible el estudio de necrópolis y sepulturas sin la inclusión del sexo y la edad de los restos humanos como variables en la interpretación socioeconómica y, afortunadamente, son abundantes los trabajos realizados en este campo que se iniciaron
hace más de 20 años con el análisis de Susan Shennan (1975) de la necrópolis eslovaca de Branc.
En los últimos años, también se ha relevado el valor de los conjuntos funerarios como indicadores
de identidades sociales especificas, asumidas y sancionadas por la comunidad que depositaba en la
tumba las ofrendas (Parker Pearson, 1999). En esta línea interpretativa, Marie Louise Stig Sørensen
(2000) ha apuntado recientemente a la abundante documentación que puede hallarse en los ajuares
funerarios sobre la construcción material de la identidad de género a partir del adorno, vestido y los instrumentos depositados con los cuerpos femeninos y que se hace extensible, en relación a las mismas
variables, a las representaciones iconográficas halladas dentro o fuera de las sepulturas.
De hecho, otro gran campo de documentación arqueológica sobre las mujeres de la prehistoria reside no ya en el cuerpo mismo, sino en su representación en figurillas o dibujos y grabados en una amplísima variedad de soportes. Desde el Paleolítico Superior pueden reseguirse sin solución de continuidad
las representaciones de la figura humana y más concreta y abundantemente de la figura del cuerpo femenino, hasta los periodos denominados históricos. Las representaciones de figuras femeninas de época
prehistórica han sido objeto de numerosos análisis y propuestas interpretativas sobre el papel social e
ideológico de las mujeres en diferentes lugares y momentos históricos y de las diversas formas de prácticas socio-simbólicas (Masvidal y Picazo, 2005). Pero sin duda, ha sido la obra de Marija Gimbutas
(1982; 1991) sobre las figurillas femeninas de la prehistoria reciente europea la que ha desbordado, para
bien y para mal, los límites de la investigación arqueológica. El indudable conocimiento exhaustivo de
estos materiales arqueológicos y las sugestivas hipótesis iniciales de Gimbutas han dado paso, sin
embargo, a su reinterpretación simplista de cultos a la Diosa Madre por parte de movimientos sociales y
culturales, más o menos esotéricos, encuadrados en la denominada new age y con vagos lazos de
conexión con el ecofeminismo (Meskell, 1998; Conkey y Tringham, 1999).
Aunque las arqueólogas reconocen la aportación de Marija Gimbutas como pionera en los estudios
de las representaciones de mujeres desde un enfoque alternativo al de la investigación tradicional, actualmente se rechazan las interpretaciones generalizadoras como indicadoras de sociedades
matrilocales/focales y se tiende a un estudio contextualizado de las representaciones femeninas de la
prehistoria (Soffer et alii, 2000).
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La construcción material de la vida social
No todos los contextos arqueológicos contienen objetos directamente sexuados; de hecho, gran (por no
decir la mayor) parte de los yacimientos arqueológicos no se asocian a enterramientos donde hallar cuerpos de mujeres y hombres, niñas y niños, ni a objetos o soportes donde aparezcan representadas figuras humanas. ¿Quiere esto decir que sólo resulta posible investigar a las mujeres de la prehistoria a partir de un tipo y número limitado de contextos arqueológicos? ¿Los poblados, las casas, los talleres resultan opacos a una metodología de investigación interesada en discernir la diversidad sexual y social de
los grupos humanos del pasado lejano?
La atribución de ciertas actividades a la práctica de las mujeres no está exenta de debate y, en cierta medida, se ha tendido a vincularla con posicionamientos esencialistas o conservadores que ubican a
las mujeres en un ámbito de acción social limitado y limitador (Magallón, 1999). Paralelamente, el reconocimiento de la diversidad de fórmulas culturales en la organización material de los sistemas de género
ha apuntado a la prudencia necesaria a la hora de abordar caracterizaciones de orden universalista del
colectivo de mujeres y de sus situaciones (Moore, 1988). Por ello, la investigación de las mujeres de la
prehistoria sólo puede tomar dos caminos: por uno se avanza en la deconstrucción de arquetipos sobre
la adscripción de ciertas actividades consideradas centrales en la interpretación de las sociedades prehistóricas – como la caza, la producción de instrumentos líticos o la metalurgia – exclusivamente a los
varones; por el otro camino se profundiza en el estudio de aquellos ámbitos de acción social en los que,
como ya se ha comentado, necesariamente estuvieron presentes mujeres – como la gestión doméstica, las relaciones interpersonales o el cuidado y socialización de la infancia –.
La profundización en el potencial informativo de las fuentes etnográficas ha resultado fundamental
en la crítica a los modelos establecidos sobre la división sexual de las actividades de los grupos prehistóricos (Spector, 1983). De este modo, se ha ido cuestionando la ausencia de las las mujeres en actividades como la caza (Estioko-Griffin y Griffin, 1981), la producción lítica (Gero, 1991) o metalúrgica
(MacLean, 1998). La vinculación de datos arqueológicos y datos etnográficos cuenta con una larga trayectoria disciplinar en los estudios prehistóricos que se remonta al siglo XIX, aunque actualmente no
resulta aceptable defender aquellas analogías etnográficas directas como prueba de comportamientos
en el pasado. Sin embargo, sí que ha resultado posible demostrar, gracias a esta documentación, la
inconsistencia de aquellos modelos que naturalizaban la adscripción de ciertas actividades a uno u otro
sexo… aunque, desgraciadamente, no se haya producido el esfuerzo divulgativo necesario para hacer
desaparecer estos arquetipos del imaginario social!
La caracterización de las formas de vida de una comunidad va inexorablemente unida, desde la
arqueología, a la estrategia metodológica de la determinación de su organización espacial (Kent, 1990). De
hecho, puede considerarse que el espacio denotado y acotado por los restos arqueológicos, la articulación
de sus diferentes elementos, los recorridos que van de uno a otro, como la expresión material de una determinada lógica en organización de las actividades, una organización concreta y no abstracta, que conforma
y, al tiempo es conformada, por las constantes y cambiantes relaciones que se generaron en aquellos espa-
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cios (Nevett, 1994). Así pues, los espacios arqueológicos no son espacios abstractos, reducibles a patrones o esquemas formales, son espacios que contuvieron vida humana y que fueron creados por ella.
Los conjuntos arqueológicos en sentido amplio, es decir, la cultura material en contexto de uso o
abandono de los espacios habitados, conforman un campo de evidencia fundamental para el estudio de
las mujeres en la prehistoria en cuatro sentidos básicos. En primer lugar, por las propiedades de los artefactos arqueológicos como instrumentos de las tecnologías domésticas o de mantenimiento (Hendon,
1996); en segundo lugar, por su función como mediadores en las prácticas sociales (Spector, 1993); en
tercer lugar, por la disposición de objetos y actividades en el espacio (Hastorf, 1991); y, por último, por
la asociación de todo ello con acciones reiteradas y concretas, es decir, con la escala básica de temporalidad social, la cotidianeidad (Picazo, 1997).
De modo esquemático, el patrón básico de las actividades que tienen su escenario preferencial en
el nivel de los asentamientos y de las casas incluye los trabajos relacionados con la alimentación, la salud,
el cobijo, la socialización y la curación e higiene. Pero también con un bagaje de conocimientos especializados y unas prácticas tecnológicas y simbólicas específicas que pueden proponerse desde un registro arqueológico exhaustivo y detallado, como el realizado por Mirjana Stevanovic (1997) en los poblados
neolíticos del sudeste de Europa, donde resulta verosímil interpretar la construcción y destrucción intencionada de sus casas como acciones simbólicas relacionadas con una determinada concepción cultural de la vida y la muerte del espacio habitado.
El estudio de las tecnologías femeninas es un campo que sólo recientemente ha comenzado a ocupar un lugar en las investigaciones sobre historia de la técnica (Lerman et alii 2003). Sin embargo, la
mayoría de estudios se centran en la participación/aportación de las mujeres en los desarrollos y aplicaciones técnicos en el mundo industrial y postindustrial sin que la tecnología doméstica, haya sido analizada en profundidad. Desde la discusión conceptual, Oldenziel (1996) remarca que ello se debe a que
el estudio (y la concepción) convencional de la tecnología ha estado centrado en dos variables que han
redundado en la ausencia de presencia de las prácticas tecnológicas femeninas: en primer lugar, la categorización de la tecnología en función de la producción en detrimento a la categorización en función de
las prácticas de consumo y uso, y, en segundo lugar, el énfasis en los artefactos de gran envergadura y
que requieren una gran inversión de capital en detrimento de sistemas de baja tecnología y de uso diario. Tal como concluye esta investigadora, esta categorización responde a un sistema de categorización
que separa lo productivo de lo no productivo, lo técnico de lo no técnico, el mundo masculino del mundo
femenino (McGaw, 1996).
Estos presupuestos han influido también de forma clara en el tipo de tecnologías investigadas tradicionalmente por la prehistoria y las que no lo han sido. Éstas últimas (el tejido, la preparación de alimentos, los sistemas de curación, entre otras) constituyen, precisamente, las que han sido objeto de una
atención preferencial por parte de las arqueólogas, partiendo siempre de una perspectiva contextual en
sus análisis, y reforzada, en muchos casos, por información textual e iconográfica (Brumfiel, 1991; Wright,
1996; Meyers, 2003). Estos estudios no sólo muestran el saber tecnológico, altamente especializado, de
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las mujeres prehistóricas, sino también las condiciones y estrategias de resistencia desarrolladas por ellas
en periodos de intensificación de la producción y de creciente control económico o ideológico sobre sus
actividades productivas y reproductivas.
Precisamente, Elisabeth Barber (1994) plantea una posible explicación para la asociación, casi universal, de las mujeres a una tecnología específica: el tejido. Barber mantiene que el tejido y, especialmente, el
hilado, supone una actividad fácilmente compatible con el cuidado y la vigilancia de criaturas de corta edad,
dados los escasos instrumentos necesarios para llevarla a cabo y la posibilidad de interrumpirla y retomarla sin que quede afectada la labor que se realiza. La indiscutible vinculación social e histórica de las mujeres con las criaturas ha comportado que en los últimos años se haya consolidado una nueva línea de investigación encaminada al estudio de la infancia, tanto por sí misma, como grupo social infrarrepresentado en
las interpretaciones históricas, como por su relación directa con la experiencia histórica de las mujeres en
su función de madres y socializadoras (Lillehammer, 1989; Moore y Scott, 1997; Sofaer-Derevenski, 2000;
Kamp, 2001; Schwartzman, 2005). Junto a un acercamiento paleoantropológico y funerario que busca
identificar las condiciones de vida y muerte de las criaturas, el tratamiento diferencial en función de sexo o
grupo familiar y el simbolismo específico que caracteriza los enterramientos infantiles (Rega, 2000), en la
investigación sobre la infancia prehistórica adquiere un peso específico el estudio de las formas y contextos de aprendizaje y de transmisión de saberes. Por ello, el análisis de los procesos técnicos de manufactura de los útiles líticos tallados ha sido ya destacado como indicador de contextos y procesos de aprendizaje infantil (Karlin, 1992), al igual que comienza a plantearse para la producción cerámica (Smith, 2005).
Mujeres de la prehistoria, mujeres de aquí y de ahora
La investigación prehistórica sobre las mujeres muestra todavía una escasa presencia en el panorama
científico y académico español, aunque en los últimos años comienzan a ser cada vez más frecuentes
los encuentros, cursos y publicaciones organizados y promovidos por arqueólogas y prehistoriadoras
(Colomer et alii, 1999; González Marcén, 2000; Sánchez Romero, 2005; González Marcén et alii, 2005;
Prados y Ruiz, 2006), así como los ensayos monográficos sobre mujeres, prehistoria y arqueología
(Hernando, 2002; Sanahuja, 2002; Querol y Lavrin, 2005). No cabe duda que, de este modo, se inicia
una cadena que facilitará, en un futuro que ya está aquí, la formación de nuevas investigadoras y su incorporación a centros de investigación y museos – en los que todavía la paridad queda lejos, y muy especialmente en los puestos de decisión! – , donde, con nuevas ideas y mayores recursos, habrán de incrementar, en cantidad y calidad, estos primeros pasos hacia el enriquecimiento de nuestra visión del pasado más lejano y, con ello, de una mirada más crítica hacia la historia que hacemos y vivimos.
Los objetos y rastros de las mujeres de la prehistoria no hablan por sí mismos sino que requieren
ser reconocidos, descodificados y mostrados. En los últimos 30 años, muchas mujeres y algunos hombres se han dedicado a esta tarea. Así, esas leves huellas, condenadas durante milenios a un doble olvido, sirven hoy para ilustrarnos del papel fundamental y fundacional que desempeñaron las mujeres de la
prehistoria en ser hoy lo que somos.
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LAS MUJERES EN LA PREHISTORIA
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MUJERESYPREHISTORIA:
VIVIR EL PRESENTE, PENSAR EL PASADO
PALOMA GONZÁLEZ MARCÉN
Universitat Autònoma de Barcelona
Aunque de forma habitual el punto de arranque de la investigación sobre las mujeres en la prehistoria se
asocie a los trabajos de Sally Linton (1971), existe una tradición muy anterior de cuestionamiento del
papel de las mujeres en la prehistoria que se remonta a finales del siglo XIX (Arwill-Nordbladh, 1989). En
aquel momento histórico coincidieron dos movimientos, uno científico – el evolucionismo social – y otro
político –– el primer movimiento feminista de las sufragistas –, que convergían, desde sus respectivas
perspectivas, en plantearse el papel de las mujeres en los orígenes de la humanidad como problema.
Sin embargo, efectivamente no es hasta principios de la década de los 70 del pasado siglo XX
cuando, coincidiendo con la así llamada segunda ola de feminismo, comienzan a formularse, en el
campo de la antropología social (Strathern, 1972; Rosaldo y Lamphere, 1974), modelos explicativos alternativos a la conceptualización y estudio de las mujeres que habrían de tener un impacto significativo en
el paradigma de la investigación prehistórica, muy especialmente la anglosajona y la escandinava,
No resulta casual que la aparición de las mujeres como tema de reflexión e investigación en prehistoria haya ido de la mano de los movimientos reivindicativos para la mejora de sus condiciones legales,
económicas y sociales. Ciertamente, la percepción, valoración y acción de las mujeres en todos los
ámbitos de la sociedad se ha transformado de forma radical en un proceso que se inició hace ya más
de cuatro décadas y ello ha conducido a una mayor presencia femenina en los círculos científicos y académicos. Por ello, y a diferencia de otras perspectivas teóricas que se hallan presentes en el debate epistemológico y ontológico de las ciencias sociales, y por tanto también de la arqueología prehistórica, la
presencia de las mujeres como sujetos y objetos de la investigación está directamente relacionado con
posicionamientos ideológicos y políticos referentes a situación en el presente, y sus implicaciones rebasan, en muchos casos, los estrechos marcos disciplinares.
Frecuentemente, esta clara vinculación entre investigación y posicionamiento ideológico y/o político
se ha esgrimido como debilidad científica de la investigación sobre las mujeres en la (pre)historia, como
un pecado original que enturbia la validez de sus resultados. Sin embargo, existe una amplia bibliografía
LAS MUJERES EN LA PREHISTORIA
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que profundiza en los fundamentos epistemológicos sobre los que se parte en la investigación sobre
mujeres. Tal como ha planteado Alison Wylie (1997), éstos se alejan, de forma explícita o implícita, de
los enfoques más ortodoxos del positivismo o del empirismo y se acercan, con gradaciones, a las posturas defendidas por teóricas de la ciencia como Sandra Harding (1990) o Donna Haraway (1995).
En cualquier caso, desde la diversidad de enfoques que abarca la investigación sobre las mujeres
en la prehistoria y a pesar de que esta prehistoria sobre y de mujeres muestra una incidencia disimétrica en diferentes ámbitos académicos, comienza a perfilarse como un posicionamiento que exige a la
práctica convencional de la investigación el reconocimiento de sus sesgos androcéntricos y que, en consecuencia, plantea la necesidad de un replanteamiento profundo de las bases epistemológicas, ontológicas y metodológicas de la arqueología prehistórica (Conkey y Spector, 1984; Bertelsen et alii, 1987;
Conkey y Gero, 1997; Conkey, 2003).
Un rasgo distintivo de esta práctica investigadora reside en que, lejos de presentarse exclusivamente como una corriente teórica o como una escuela dentro de la disciplina, la prehistoria de las mujeres
se vincula, como ya se ha dicho, al cuestionamiento de la posición y situación de las mujeres en la sociedad contemporánea. De hecho, se trata de un viaje intelectual de ida y vuelta; se mira al pasado desde
el presente y se escrutina de nuevo el presente a la luz de la mirada sobre el pasado. De este modo, una
parte esencial de la investigación de las mujeres en prehistoria se ocupa en diseccionar las imágenes
que sobre el pasado y, específicamente, sobre la prehistoria, se han ido creando a lo largo de la historia
de la investigación. Estos relatos del pasado, estas narrativas de los orígenes, como las denominaba
Margaret Conkey y Sarah Williams en un magnífico artículo de 1991, se han esgrimido históricamente
como argumentos legitimadores de las situaciones de discriminación, explotación y desvalorización de
las mujeres y han quedado incrustadas en el imaginario colectivo como arquetipos naturalizados (Gifford
Gonzalez, 1993; Moser, 1998).
Probablemente por ello, la prehistoria de las mujeres concibe de forma consubstancial a su dimensión investigadora, su dimensión social y divulgadora, externa al quehacer académico (Holcomb, 1998;
Jones y Pay, 1999). La prehistoria, más que cualquier otro periodo de la historia de la humanidad, se perfila como una etapa situada entre el mito y la historia, entre la ficción y la ciencia; en definitiva, un arma
poderosa para la construcción y deconstrucción de las ideologías. Es en la prehistoria más profunda
cuando surge nuestra especie y se definen sus pautas de comportamiento biológico y cultural; pero también es en la prehistoria cuando aparecen todos aquellos componentes, materiales y sociales, que conforman las bases de la vida social tal como la conocemos ahora: el poder, la explotación económica, el
estado, la transformación del medio natural, pero también la vida en sociedad, el arte, las tecnologías…
Obviamente este largo camino de la humanidad es un trayecto compartido entre mujeres y hombres y la historia, en tanto que obra humana, es, por tanto, colectiva. Dada esta obviedad ¿qué necesidad hay de buscar a las mujeres de la prehistoria como objeto específico, si el propio enunciado de “lo
humano”, o si se prefiere de “lo social”, las incluye? Y si, efectivamente, hubieran de buscarse ¿resulta
posible abordar su estudio desde la investigación arqueológica?
16
LAS MUJERES EN LA PREHISTORIA
[page-n-3]
La prehistoria no es (sólo) cosa de hombres
No es de extrañar que fuera el estudio del proceso de evolución humana con las concepciones que
entrañaba sobre las categorías de hombre/mujer y su plasmación interpretativa, el tema que se erigió, en
primera instancia, como ámbito de denuncia y de investigación preferencial sobre el papel que se les
otorgaba a las mujeres en la prehistoria. La adscripción de tareas a los sexos y la subsiguiente articulación de estos comportamientos adscritos a modelos evolutivos en los cuáles las tareas y aptitudes del
sexo masculino resultaban los motores del progreso evolutivo y de la consecución de la categoría de
“humano”, quedaba reflejado de forma explícita en la sucesión de imágenes que, desde el simio encorvado al varón erguido, nos mostraba sin el menor género de dudas a los únicos protagonistas del proceso. Nos mostraba, no ya al hombre, sino a los genes masculinos como artífices de nuestra especie.
La teoría de Sally Linton (1971) sobre la importancia de la recolección para la subsistencia de homínidos y humanos y su vinculación a las actividades femeninas, en contraposición a la caza adscrita como
tarea a los varones, generó toda una serie de estudios, réplicas y contrarréplicas en torno a la importancia de la famosa Woman the Gatherer, la mujer recolectora (Dahlberg, 1981). Ciertamente parte de las
teorías y los datos que sustentaban tanto los trabajos de Sally Linton como los de las que siguieron su
modelo en los años 70 y 80 (Tanner y Zihlman, 1976; Zihlman, 1978 y 1981) ha sido posteriormente
rebatida y modificada. No obstante, resulta indiscutible que la investigación sobre el proceso de evolución humana, en concreto, y de la prehistoria, en general, se ha visto obligada a reconsiderar sus perspectivas interpretativas, a reconocer los sesgos ideológicos de sus representaciones gráficas y narrativas y a ampliar el abanico del registro arqueológico y de las técnicas empleadas en su estudio analítico
como consecuencia de este debate (Liesen, 1998).
Si a estas alturas ya nadie debería dudar de la carga ideológica inherente a la investigación sobre
el proceso de hominización y de los modelos de comportamiento social que se le asocian, resultan
menos evidentes, pero igualmente sesgados los discursos históricos relativos a las etapas más recientes de la prehistoria, cuyas pautas interpretativas se desprenden de una determinada concepción del
proceso histórico y de las variables que lo estructuran.
Ya desde la formulación de la periodización fundacional de la prehistoria – el Sistema de la Tres
Edades – a principios del siglo XIX por Christian Thomsen, se crearon las bases de una interpretación
histórica basada en aquellos cambios tecnológicos considerados globales. Por esa misma época, el
paralelismo metodológico que estableció la investigación prehistórica con la naciente ciencia de la geología traspasó a las interpretaciones sobre el pasado lejano una idea de temporalidad profunda y un concepto de cambio cercano al manejado tradicionalmente en las ciencias naturales, vinculado de forma
directa a los cambios medioambientales como demarcadores de los cambios en la dinámica de los grupos humanos (Groenen, 1994). Esta noción ha quedado impregnada en la investigación sobre la prehistoria, que ha querido reconocer en este esquema temporal de largo plazo su particular idiosincrasia disciplinar (Hodder, 1987; Bailey, 1987). De este modo, en él encuentran fácil encaje los análisis de cambios tecnológicos o los estudios de arqueología medioambiental que han caracterizado la investigación
LAS MUJERES EN LA PREHISTORIA
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prehistórica desde los años 60. La pregunta, sin duda, estriba en por qué y hasta qué punto este esquema temporal es responsable de la ausencia de las mujeres de la prehistoria como objeto de estudio ¿No
participan y se ven afectadas acaso las mujeres en las variables que marcan las continuidades y rupturas de largo plazo?
Por supuesto que sí, pero la crítica que se formula desde la arqueología feminista es que junto a los
cambios tecnológicos de amplio espectro, junto a los condicionamientos que suponen las condiciones
medioambientales y junto a las estructuras geopolíticas que surgen en la prehistoria más reciente, existen y existieron otras variables que marcaron la dinámica histórica de los grupos humanos de la prehistoria. La organización social de la reproducción – biológica y cultural –, la estructura y características de
los espacios cotidianos, las tecnologías relacionadas con el consumo, la salud y el cuidado y las condiciones de vida que generan, la propia concepción cultural de las diferencias de sexo y de género y su
concreción social en términos de acceso a los recursos o a los ámbitos de poder – todas ellas variables
fundamentales no sólo para entender la supervivencia, sino para explicar la vida en sociedad y la las
diversas experiencias que han trenzado esa obra humana que llamamos historia.
De hecho, la prehistoria no ha considerado a las mujeres en su investigación porque no ha considerado relevante considerar el coste humano de los grandes cambios tecnológicos y socio-económicos
y porque tampoco ha otorgado valor histórico a las condiciones y a los mecanismos que hicieron posible o resistieron la llegada de nuevas formas económicas y sociales. Por el contrario, ha hecho abstracción de la agencia humana y ha formulado la dinámica social exclusivamente en términos del poder masculino que rige nuestro presente: el control de la macroeconomía, el control político y el control de las
tecnologías de producción.
Por ello no es de extrañar que, tal como menciona Margaret Conkey (2003: 870), la investigación
de las mujeres de la prehistoria se haya centrado, en gran medida, en estas otras variables que se expresan en “la microescala, en el nivel de la unidad doméstica (household) o del acontecimiento, donde las
prácticas cotidianas, el espacio estructurado, el saber y la producción locales (…) resultan accesibles”.
Desde una perspectiva metodológica, esta escala espacio-temporal se corresponde, a grandes rasgos,
con la llamada Household Archaeology en el ámbito anglosajón (Wilk y Rathje, 1982; Allison, 1999) y con
la arqueología etnológica francesa surgida de las propuestas de André Leroi Gourhan (Leroi Gourhan y
Brézillon, 1972). Esta arqueología de los asentamientos permite proponer modelos de relaciones intragrupales en términos sociales ya que parte de una lectura del registro en términos de acciones reiteradas que configuran los modelos de comportamiento social normalizado Se trataría, en suma, de lo que
podríamos denominar rastro material de aquellas acciones que conforman la base de convivencia de las
comunidades humanas, o, en otras palabras, de las pautas de la cotidianeidad.
En trabajos recientes (Foxhall, 2000; Hodder y Cessford, 2004) se destacan dos aspectos complementarios que se muestran en estos estudios de pequeña escala: por una parte, la necesidad de contextualización y caracterización de las acciones recurrentes y reiteradas que se muestran en el registro
arqueológico y que, generalmente, tienden a ser interpretadas sesgadamente en términos de las varia-
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LAS MUJERES EN LA PREHISTORIA
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bles que estructuran el tiempo largo de los períodos, y, por la otra, la centralidad de las acciones cotidianas en la reproducción de formas sociales y culturales. En ambos casos se sugiere además que los
componentes temporales, espaciales y sociales de la cotidianeidad son complejos y diversos y que son
susceptibles de ser estudiados y diseccionados más allá del supuesto estatismo que le adjudica la investigación prehistórica.
¿Dónde están las mujeres de la prehistoria?
El estudio de las mujeres de la prehistoria se ha confrontado, desde sus inicios, al desafío metodológico
que representa la obtención de datos susceptibles de ser incorporados a líneas interpretativas en el sentido que acabamos de comentar. El rechazo a una única escala temporal – el largo plazo – como definidora del marco interpretativo de la investigación prehistórica abre la puerta a relevar los contextos arqueológicos específicos y los objetos materiales que los conforman no como paso intermedio entre la empiria
y la generalización, sino como dadores, en sí mismos, de indicios directos para la interpretación histórica.
Objetos con sexo
La recurrente premisa de que el registro arqueológico carece de sexo ha sido puesto entredicho, de forma
implícita y explícita, en los últimos años por la investigación realizada por mujeres y sobre mujeres de la
prehistoria. El registro arqueológico con el que contamos y la diversidad de fuentes y documentación que
dan cuerpo a las interpretaciones que de él hacemos, muestran, si queremos ver, toda una serie de datos
sexuados que permiten enriquecer la investigación prehistórica con la diversidad de sus protagonistas.
Si partimos de que el sexo es una característica, en primera instancia biológica, asociada al cuerpo de los seres humanos, en la investigación prehistórica nuestro acercamiento a los cuerpos la realizamos a partir de los muertos, de cuerpos sin vida. Aunque en un principio pudiese parecer que este hecho
supone una dificultad añadida en el análisis de los vivos, lo cierto es que contamos con nítidos indicadores materiales para conocer tanto historias de vida como la gestión social del cuerpo humano. Los cuerpos humanos o, mejor dicho, aquellos elementos conservados de cuerpos humanos hallados en sepulturas, permiten acceder de forma directa a la materialidad de los agentes de la historia que investigamos:
su edad, su sexo, su aspecto físico. Junto a ello, en estos cuerpos humanos han quedado grabados
rastros de la vida que llevaron a cabo, que podemos estudiar gracias a los análisis paleoantropológicos.
Este campo de evidencias se presenta así como uno de los más fructíferos y directos para el estudio de vida de la personas concretas que vivieron en época prehistórica y, con ello, para la valoración de
diferencias, similitudes, afinidades y movilidad en los que se desenvolvieron mujeres y hombres en un
contexto histórico concreto (Cohen y Bennett, 1993). A grandes rasgos las líneas principales que se han
desarrollado en la investigación paleoantropológica han ido encaminadas a caracterizar con mayor precisión las condiciones y formas de vida de las poblaciones prehistóricas mediante la obtención de perfiles demográficos de poblaciones concretas así como índices de mortalidad, natalidad y esperanza de
vida (p.e. Wilson, 1997), la determinación de patologías, carencias nutricionales o desgastes sufridos por
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actividades reiteradas y su representación diferencial por sexos y grupos de edad (p.e. Molleson, 1994;
Sofaer-Derevenski, 2000) o la determinación de pautas de alimentación y de movilidad a partir de muestras procedentes de esqueletos (p.e. Schulting y Richards, 2001).
Los cuerpos del pasado no flotan en el vacío sino que están anclados en la tierra y a los elementos
materiales que ésta contiene. Las tumbas y su contenido, cuerpos y objetos, se conforman así en contextos con sexo. Ya desde la década de los 60, la cultura material funeraria (contenedor y contenido) adquirió valor explicativo para la caracterización socio-económica de la sociedad que la había utilizado (Binford,
1971). Partiendo de estas premisas, hoy en día resulta casi inconcebible el estudio de necrópolis y sepulturas sin la inclusión del sexo y la edad de los restos humanos como variables en la interpretación socioeconómica y, afortunadamente, son abundantes los trabajos realizados en este campo que se iniciaron
hace más de 20 años con el análisis de Susan Shennan (1975) de la necrópolis eslovaca de Branc.
En los últimos años, también se ha relevado el valor de los conjuntos funerarios como indicadores
de identidades sociales especificas, asumidas y sancionadas por la comunidad que depositaba en la
tumba las ofrendas (Parker Pearson, 1999). En esta línea interpretativa, Marie Louise Stig Sørensen
(2000) ha apuntado recientemente a la abundante documentación que puede hallarse en los ajuares
funerarios sobre la construcción material de la identidad de género a partir del adorno, vestido y los instrumentos depositados con los cuerpos femeninos y que se hace extensible, en relación a las mismas
variables, a las representaciones iconográficas halladas dentro o fuera de las sepulturas.
De hecho, otro gran campo de documentación arqueológica sobre las mujeres de la prehistoria reside no ya en el cuerpo mismo, sino en su representación en figurillas o dibujos y grabados en una amplísima variedad de soportes. Desde el Paleolítico Superior pueden reseguirse sin solución de continuidad
las representaciones de la figura humana y más concreta y abundantemente de la figura del cuerpo femenino, hasta los periodos denominados históricos. Las representaciones de figuras femeninas de época
prehistórica han sido objeto de numerosos análisis y propuestas interpretativas sobre el papel social e
ideológico de las mujeres en diferentes lugares y momentos históricos y de las diversas formas de prácticas socio-simbólicas (Masvidal y Picazo, 2005). Pero sin duda, ha sido la obra de Marija Gimbutas
(1982; 1991) sobre las figurillas femeninas de la prehistoria reciente europea la que ha desbordado, para
bien y para mal, los límites de la investigación arqueológica. El indudable conocimiento exhaustivo de
estos materiales arqueológicos y las sugestivas hipótesis iniciales de Gimbutas han dado paso, sin
embargo, a su reinterpretación simplista de cultos a la Diosa Madre por parte de movimientos sociales y
culturales, más o menos esotéricos, encuadrados en la denominada new age y con vagos lazos de
conexión con el ecofeminismo (Meskell, 1998; Conkey y Tringham, 1999).
Aunque las arqueólogas reconocen la aportación de Marija Gimbutas como pionera en los estudios
de las representaciones de mujeres desde un enfoque alternativo al de la investigación tradicional, actualmente se rechazan las interpretaciones generalizadoras como indicadoras de sociedades
matrilocales/focales y se tiende a un estudio contextualizado de las representaciones femeninas de la
prehistoria (Soffer et alii, 2000).
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[page-n-7]
La construcción material de la vida social
No todos los contextos arqueológicos contienen objetos directamente sexuados; de hecho, gran (por no
decir la mayor) parte de los yacimientos arqueológicos no se asocian a enterramientos donde hallar cuerpos de mujeres y hombres, niñas y niños, ni a objetos o soportes donde aparezcan representadas figuras humanas. ¿Quiere esto decir que sólo resulta posible investigar a las mujeres de la prehistoria a partir de un tipo y número limitado de contextos arqueológicos? ¿Los poblados, las casas, los talleres resultan opacos a una metodología de investigación interesada en discernir la diversidad sexual y social de
los grupos humanos del pasado lejano?
La atribución de ciertas actividades a la práctica de las mujeres no está exenta de debate y, en cierta medida, se ha tendido a vincularla con posicionamientos esencialistas o conservadores que ubican a
las mujeres en un ámbito de acción social limitado y limitador (Magallón, 1999). Paralelamente, el reconocimiento de la diversidad de fórmulas culturales en la organización material de los sistemas de género
ha apuntado a la prudencia necesaria a la hora de abordar caracterizaciones de orden universalista del
colectivo de mujeres y de sus situaciones (Moore, 1988). Por ello, la investigación de las mujeres de la
prehistoria sólo puede tomar dos caminos: por uno se avanza en la deconstrucción de arquetipos sobre
la adscripción de ciertas actividades consideradas centrales en la interpretación de las sociedades prehistóricas – como la caza, la producción de instrumentos líticos o la metalurgia – exclusivamente a los
varones; por el otro camino se profundiza en el estudio de aquellos ámbitos de acción social en los que,
como ya se ha comentado, necesariamente estuvieron presentes mujeres – como la gestión doméstica, las relaciones interpersonales o el cuidado y socialización de la infancia –.
La profundización en el potencial informativo de las fuentes etnográficas ha resultado fundamental
en la crítica a los modelos establecidos sobre la división sexual de las actividades de los grupos prehistóricos (Spector, 1983). De este modo, se ha ido cuestionando la ausencia de las las mujeres en actividades como la caza (Estioko-Griffin y Griffin, 1981), la producción lítica (Gero, 1991) o metalúrgica
(MacLean, 1998). La vinculación de datos arqueológicos y datos etnográficos cuenta con una larga trayectoria disciplinar en los estudios prehistóricos que se remonta al siglo XIX, aunque actualmente no
resulta aceptable defender aquellas analogías etnográficas directas como prueba de comportamientos
en el pasado. Sin embargo, sí que ha resultado posible demostrar, gracias a esta documentación, la
inconsistencia de aquellos modelos que naturalizaban la adscripción de ciertas actividades a uno u otro
sexo… aunque, desgraciadamente, no se haya producido el esfuerzo divulgativo necesario para hacer
desaparecer estos arquetipos del imaginario social!
La caracterización de las formas de vida de una comunidad va inexorablemente unida, desde la
arqueología, a la estrategia metodológica de la determinación de su organización espacial (Kent, 1990). De
hecho, puede considerarse que el espacio denotado y acotado por los restos arqueológicos, la articulación
de sus diferentes elementos, los recorridos que van de uno a otro, como la expresión material de una determinada lógica en organización de las actividades, una organización concreta y no abstracta, que conforma
y, al tiempo es conformada, por las constantes y cambiantes relaciones que se generaron en aquellos espa-
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cios (Nevett, 1994). Así pues, los espacios arqueológicos no son espacios abstractos, reducibles a patrones o esquemas formales, son espacios que contuvieron vida humana y que fueron creados por ella.
Los conjuntos arqueológicos en sentido amplio, es decir, la cultura material en contexto de uso o
abandono de los espacios habitados, conforman un campo de evidencia fundamental para el estudio de
las mujeres en la prehistoria en cuatro sentidos básicos. En primer lugar, por las propiedades de los artefactos arqueológicos como instrumentos de las tecnologías domésticas o de mantenimiento (Hendon,
1996); en segundo lugar, por su función como mediadores en las prácticas sociales (Spector, 1993); en
tercer lugar, por la disposición de objetos y actividades en el espacio (Hastorf, 1991); y, por último, por
la asociación de todo ello con acciones reiteradas y concretas, es decir, con la escala básica de temporalidad social, la cotidianeidad (Picazo, 1997).
De modo esquemático, el patrón básico de las actividades que tienen su escenario preferencial en
el nivel de los asentamientos y de las casas incluye los trabajos relacionados con la alimentación, la salud,
el cobijo, la socialización y la curación e higiene. Pero también con un bagaje de conocimientos especializados y unas prácticas tecnológicas y simbólicas específicas que pueden proponerse desde un registro arqueológico exhaustivo y detallado, como el realizado por Mirjana Stevanovic (1997) en los poblados
neolíticos del sudeste de Europa, donde resulta verosímil interpretar la construcción y destrucción intencionada de sus casas como acciones simbólicas relacionadas con una determinada concepción cultural de la vida y la muerte del espacio habitado.
El estudio de las tecnologías femeninas es un campo que sólo recientemente ha comenzado a ocupar un lugar en las investigaciones sobre historia de la técnica (Lerman et alii 2003). Sin embargo, la
mayoría de estudios se centran en la participación/aportación de las mujeres en los desarrollos y aplicaciones técnicos en el mundo industrial y postindustrial sin que la tecnología doméstica, haya sido analizada en profundidad. Desde la discusión conceptual, Oldenziel (1996) remarca que ello se debe a que
el estudio (y la concepción) convencional de la tecnología ha estado centrado en dos variables que han
redundado en la ausencia de presencia de las prácticas tecnológicas femeninas: en primer lugar, la categorización de la tecnología en función de la producción en detrimento a la categorización en función de
las prácticas de consumo y uso, y, en segundo lugar, el énfasis en los artefactos de gran envergadura y
que requieren una gran inversión de capital en detrimento de sistemas de baja tecnología y de uso diario. Tal como concluye esta investigadora, esta categorización responde a un sistema de categorización
que separa lo productivo de lo no productivo, lo técnico de lo no técnico, el mundo masculino del mundo
femenino (McGaw, 1996).
Estos presupuestos han influido también de forma clara en el tipo de tecnologías investigadas tradicionalmente por la prehistoria y las que no lo han sido. Éstas últimas (el tejido, la preparación de alimentos, los sistemas de curación, entre otras) constituyen, precisamente, las que han sido objeto de una
atención preferencial por parte de las arqueólogas, partiendo siempre de una perspectiva contextual en
sus análisis, y reforzada, en muchos casos, por información textual e iconográfica (Brumfiel, 1991; Wright,
1996; Meyers, 2003). Estos estudios no sólo muestran el saber tecnológico, altamente especializado, de
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las mujeres prehistóricas, sino también las condiciones y estrategias de resistencia desarrolladas por ellas
en periodos de intensificación de la producción y de creciente control económico o ideológico sobre sus
actividades productivas y reproductivas.
Precisamente, Elisabeth Barber (1994) plantea una posible explicación para la asociación, casi universal, de las mujeres a una tecnología específica: el tejido. Barber mantiene que el tejido y, especialmente, el
hilado, supone una actividad fácilmente compatible con el cuidado y la vigilancia de criaturas de corta edad,
dados los escasos instrumentos necesarios para llevarla a cabo y la posibilidad de interrumpirla y retomarla sin que quede afectada la labor que se realiza. La indiscutible vinculación social e histórica de las mujeres con las criaturas ha comportado que en los últimos años se haya consolidado una nueva línea de investigación encaminada al estudio de la infancia, tanto por sí misma, como grupo social infrarrepresentado en
las interpretaciones históricas, como por su relación directa con la experiencia histórica de las mujeres en
su función de madres y socializadoras (Lillehammer, 1989; Moore y Scott, 1997; Sofaer-Derevenski, 2000;
Kamp, 2001; Schwartzman, 2005). Junto a un acercamiento paleoantropológico y funerario que busca
identificar las condiciones de vida y muerte de las criaturas, el tratamiento diferencial en función de sexo o
grupo familiar y el simbolismo específico que caracteriza los enterramientos infantiles (Rega, 2000), en la
investigación sobre la infancia prehistórica adquiere un peso específico el estudio de las formas y contextos de aprendizaje y de transmisión de saberes. Por ello, el análisis de los procesos técnicos de manufactura de los útiles líticos tallados ha sido ya destacado como indicador de contextos y procesos de aprendizaje infantil (Karlin, 1992), al igual que comienza a plantearse para la producción cerámica (Smith, 2005).
Mujeres de la prehistoria, mujeres de aquí y de ahora
La investigación prehistórica sobre las mujeres muestra todavía una escasa presencia en el panorama
científico y académico español, aunque en los últimos años comienzan a ser cada vez más frecuentes
los encuentros, cursos y publicaciones organizados y promovidos por arqueólogas y prehistoriadoras
(Colomer et alii, 1999; González Marcén, 2000; Sánchez Romero, 2005; González Marcén et alii, 2005;
Prados y Ruiz, 2006), así como los ensayos monográficos sobre mujeres, prehistoria y arqueología
(Hernando, 2002; Sanahuja, 2002; Querol y Lavrin, 2005). No cabe duda que, de este modo, se inicia
una cadena que facilitará, en un futuro que ya está aquí, la formación de nuevas investigadoras y su incorporación a centros de investigación y museos – en los que todavía la paridad queda lejos, y muy especialmente en los puestos de decisión! – , donde, con nuevas ideas y mayores recursos, habrán de incrementar, en cantidad y calidad, estos primeros pasos hacia el enriquecimiento de nuestra visión del pasado más lejano y, con ello, de una mirada más crítica hacia la historia que hacemos y vivimos.
Los objetos y rastros de las mujeres de la prehistoria no hablan por sí mismos sino que requieren
ser reconocidos, descodificados y mostrados. En los últimos 30 años, muchas mujeres y algunos hombres se han dedicado a esta tarea. Así, esas leves huellas, condenadas durante milenios a un doble olvido, sirven hoy para ilustrarnos del papel fundamental y fundacional que desempeñaron las mujeres de la
prehistoria en ser hoy lo que somos.
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