De la Astarté fenicia a la diosa-madre ibérica. Análisis de la documentación arqueológica del santuario del Castillo de Guardamar (Alicante)
Fernando Prados Martínez
Helena Jiménez Vialás
Antonio García Menárguez
2022
Museu de Prehistòria de València
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Archivo de Prehistoria Levantina
Vol. XXXIV, Valencia, 2022, p. 145-171
Permanent IRI: http://mupreva.org/pub/1590
Creative Commons BY-NC-SA 3.0 ES
ISSN: 0210-3230 / eISSN: 1989-0508
Fernando PRADOS MARTÍNEZ a, Helena JIMÉNEZ VIALÁS b y Antonio GARCÍA MENÁRGUEZ c
De la Astarté fenicia a la diosa-madre ibérica.
Análisis de la documentación arqueológica
del santuario del Castillo de Guardamar (Alicante)
RESUMEN: Este artículo se concentra en las fases más antiguas del yacimiento ubicado en el cerro
del Castillo de Guardamar del Segura (Alicante). Junto a la presentación de un lote de materiales
arqueológicos en su mayoría inéditos o poco conocidos, se plantea la existencia de un santuario que
pudo estar activo desde el siglo VIII a.C. A partir del análisis de los distintos hallazgos y de la iconografía
de las terracotas existentes, se propone una advocación para este espacio sacro: la diosa Astarté fenicia,
cuyo culto se pudo prolongar en este lugar a lo largo de prácticamente todo el primer milenio a.C.
PALABRAS CLAVE: santuario, Astarté, religión fenicia, colonización, religión ibérica, terracotas,
pebeteros.
From Phoenician Astarte to the Iberian Mother-Goddess.
Analysis of the archaeological documentation
from the sanctuary of Castillo de Guardamar (Alicante)
ABSTRACT: This article focuses on the earliest phases of the site located on the hill where the castle
of Guardamar del Segura (Alicante) lies. Along with the presentation of several mostly unpublished or
little-known archaeological materials, the existence of a sanctuary that could have been active since
the 8th century BC is proposed. Based on the analysis of the different finds and the iconography of
terracotta figurines, the dedication of this sacred space is proposed: Phoenician goddess Astarte, whose
cult would have continued throughout practically the entire first millennium BC in this place.
KEYWORDS: sanctuary, Astarte, Phoenician religion, colonization, Iberian religion, terracotta,
perfume-burner
a Institut Universitari d’Investigació en Arqueologia i Patrimoni Històric. Universitat d’Alacant.
fernando.prados@ua.es | https://orcid.org/0000-0001-8441-8508
b Departamento de Prehistoria, Historia Antigua y Arqueología. Universidad Complutense de Madrid.
heljimen@ucm.es | https://orcid.org/0000-0002-9679-6968
c Museo Arqueológico de Guardamar.
agarciamenarguez@gmail.com | https://orcid.org/0000-0001-9453-1133
Recibido: 22/04/2021. Aceptado: 12/11/2021.
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INTRODUCCIÓN. ENTRE FENICIOS E ÍBEROS:
UN SANTUARIO EN LA DESEMBOCADURA DEL SEGURA
Desde finales del siglo XX el tramo final del río Segura próximo a su desembocadura ha adquirido un
singular protagonismo en lo que concierne a la investigación arqueológica protohistórica (fig. 1). En este
marco hay que incluir las campañas llevadas a cabo en varios poblados ibéricos señeros: en la orilla norte
El Oral y La Escuera, situados ambos en el término de San Fulgencio (Abad y Sala, 1993; Abad y Sala,
2001) y en la meridional el Cabezo Lucero, en el término de Guardamar (Aranegui et al., 1993; Rouillard,
2010). El descubrimiento años más tarde de los asentamientos fenicios de La Fonteta (González Prats,
2010; Rouillard et al., 2007) y del Cabezo Pequeño del Estaño (García Menárguez, 1995; García y Prados,
2014) fechados entre principios del siglo VIII y finales del VII a.C., permitieron conocer mucho mejor tanto
el origen como el desarrollo de la floreciente cultura ibérica en el sureste (Abad, 2010).
Pero existe otro yacimiento, menos conocido para las fases más antiguas, que consideramos
fundamental dar a conocer con detalle por sus especificidades: el Castillo de Guardamar. En unas
campañas llevadas a cabo en 1993 y 1995, motivadas por la restauración de la fortaleza bajomedieval
y moderna, se realizaron actuaciones arqueológicas en la zona llamada “cuartel de Caballería” (Bevià,
1986). Los resultados no sólo contribuyeron a fijar los criterios para guiar las actuaciones de restauración,
sino que, además, permitieron ampliar la secuencia cultural y cronológica del yacimiento. Aunque ya se
Fig. 1. Mapa de la desembocadura del río Segura con indicación de los principales yacimientos fenicios e ibéricos
mencionados en el texto.
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había reconocido una fase ibérica gracias a los trabajos de excavación dirigidos por el profesor L. Abad
en 1982 (Abad, 1986: 151) en las citadas campañas se documentó una fase de ocupación correspondiente
a la primera Edad del Hierro (García Menárguez, 1992-1993).
Como ya se ha expuesto en trabajos previos (por ejemplo, García Menárguez, 1995 y 2010), la novedad
que ello suponía quedó limitada por la naturaleza de los niveles arqueológicos excavados, ya que el registro
había padecido intensos procesos postdeposicionales de génesis antrópica. Pese a ello, y tras la actual
revisión de los materiales, junto a la documentación gráfica, el conjunto dibuja un interesante panorama
que, como vamos a referir, subraya su función sagrada durante un largo periodo histórico.
La primera referencia sobre el posible carácter cultual del Castillo de Guardamar se remonta al siglo
XVI. La noticia la proporciona E. Gisbert quien, citando al canónigo D. Juan Cival, comenta que en 1594
se encontró en las cercanías de la villa (posiblemente en el cerro del Castillo) una estatua de bronce
representando a Mercurio, de unos dos palmos de altura (Gisbert y Ballesteros, 1901). En el siglo XVIII
Joseph Montesinos menciona más hallazgos, destacando la aparición de varias inscripciones y un tesorillo
de monedas romanas (Montesinos, 1795). Otras evidencias arqueológicas las recoge el mismo Montesinos
citando a Don Joseph Claramunt, canónigo de la Iglesia de Orihuela e hijo de esta Villa de Guardamar,
halladas con motivo de unas excavaciones junto a la Iglesia de la Villa (García Menárguez, 2010).
El término Castillo con que se conoce comúnmente a este yacimiento en realidad se corresponde con
la villa amurallada bajomedieval y moderna que, desde finales del siglo XIII hasta el primer tercio del
siglo XIX, ocupó el cerro que se levanta a espaldas de la actual localidad de Guardamar. La destrucción y
abandono de esta fortaleza tuvo lugar como consecuencia del terremoto de l829, que asoló muchos pueblos
de la comarca alicantina de la Vega Baja del Segura. En Guardamar, la villa amurallada fue reducida a
escombros, obligando a sus habitantes a levantar una población de nueva planta en el llano, a los pies del
cerro y separada del mar por la duna litoral (fig. 2).
Fig. 2. Vista aérea del castillo y su entorno costero. El cuadro señala el lugar donde se concentran la mayor parte de los
hallazgos (fotografía MAG-Museo Arqueológico de Guardamar).
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Fig. 3. Aspectos diversos de la factoría fenicia del Cabezo Pequeño del Estaño. Vista aérea y foso defensivo (arriba).
Manzana de casas y taller metalúrgico (abajo).
Con una altura máxima de 64 m sobre el nivel del mar, esta meseta alargada se compone geológicamente
de margas, calizas y areniscas pliocuaternarias. Presenta defensas naturales por todos sus lados, menos por
el que mira al norte, donde la pendiente desciende suavemente hasta alcanzar el curso fluvial del Segura.
Esta topografía garantiza la defensa y permite el dominio directo de su entorno en 360º. La cuenca visual
incluye el tramo final del valle aluvial, la Vega Baja, y toda la bahía que se abre desde el Cabo de Santa Pola
y la isla de Tabarca hasta el Cabo Cervera, el sinus Ilicitanus que citan autores clásicos como Pomponio
Mela (Chorog., II, 93) o Plinio (N.H., III, 4, 19-20).
Para los navegantes fenicios, estas condiciones naturales no pudieron pasar desapercibidas: prueba de
ello son las instalaciones estables que se fueron fundando en el entorno. El cerro, entendido como accidente
costero, señalaba la existencia de un buen puerto y del lugar donde virar hacia la factoría del Cabezo
Pequeño del Estaño, fundada en la primera mitad del siglo VIII a.C., y ubicada a un kilómetro escaso en
línea recta. Este enclave fortificado (fig. 3) cumplió los requisitos propios de las primeras instalaciones
fenicias (García y Prados, 2014 y 2017): se fundó sobre un espolón de altura moderada, de una superficie
de algo más de una hectárea, con un buen fondeadero, rodeado de una lámina de agua por tres de sus cuatro
partes y al abrigo de los vientos dominantes. Por delante del cerro del Castillo discurrían las principales
rutas náuticas que utilizaron este tramo de la costa como cabeza de puente tanto en los viajes de ida hacia
el estrecho de Gibraltar y el océano Atlántico, como los de vuelta hacia las Baleares, Cerdeña, Sicilia y el
Mediterráneo oriental. No cabe duda de que las fundaciones fenicias de Sa Caleta e Ybusim (Ibiza), desde
una perspectiva de la navegación por el Mediterráneo, jugaron un rol fundamental como bases intermedias
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en las rutas marítimas que unieron oriente y occidente (Ruiz de Arbulo, 2000; Aubet, 2009). Algo similar
sucedería con el Castillo y las colonias fenicias de Guardamar, a medio camino entre las citadas islas y el
área tartesia, más allá de las columnas de Hércules.
Como veremos más adelante, creemos que su prominencia, que lo convierte en el accidente geográfico
más destacado de la desembocadura, fue determinante para su sacralización. Aún hoy día, para cualquier
embarcación que pretenda llegar navegando hasta la gola del Segura, el cerro del Castillo constituye una
referencia geográfica de primer orden, pues visto desde el mar se erige como el hito más destacado de la
costa. En la talasonimia local se le considera una referencia básica para los pescadores (Sempere, 1991).
2. LAS INTERVENCIONES ARQUEOLÓGICAS: LOS NIVELES PROTOHISTÓRICOS
Desde las primeras excavaciones se constató que la estratigrafía había sido en gran medida alterada
por las construcciones medievales y modernas (Abad, 1986; 1992). Pese a ello, en todos los cortes se
documentaron materiales de diferentes épocas y usos, sobresaliendo por su singularidad los de carácter
religioso. De entre éstos, destacaron los denominados pebeteros de terracota en forma de cabeza femenina
(fig. 4), sin duda el conjunto mejor estudiado y conocido de este yacimiento (Abad, 2010). De hecho, del
total de materiales protohistóricos recuperados en las excavaciones y prospecciones el porcentaje de los
fragmentos de pebeteros supuso casi el 50 %. Esta cuestión indicaba, en paralelo, la escasa presencia de
registro arqueológico propio de un hábitat, algo sobre lo que volveremos después. Los datos permitían
inferir que en la cota más alta del cerro del Castillo pudo existir un espacio sacro, quizás un santuario cuyo
uso se prolongó en el tiempo, adquiriendo su máxima expresión en época ibérica, entre los siglos IV y I a.C.
a tenor de los materiales, especialmente las citadas terracotas (Abad, 2010: 60).
Fig. 4. Conjunto de pebeteros ibéricos de terracota tipo “Guardamar” (fotografía MAG-Museo Arqueológico de
Guardamar).
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Fig. 5. Vista del corte A (excavaciones de A. García Menárguez, 1993).
La intervención arqueológica de urgencia de 1993 se concentró en la muralla oriental del Castillo. En
esa campaña, la excavación del corte A (fig. 5) permitió exhumar en su cara externa un potente relleno que
sirvió para sellar, durante las reformas renacentistas, un foso tallado en la roca como defensa avanzada
de la muralla bajomedieval. La excavación de este sector sirvió para observar que la instalación de esta
muralla seccionó el registro estratigráfico de los niveles previos de la Edad del Hierro, pero no supuso su
desmantelamiento.
Una vez retirados los estratos recientes, generados con posterioridad al seísmo de 1829, afloró un
pavimento de época moderna que cubría los niveles inferiores. Debajo se documentó un segundo suelo de
tierra margosa de color amarillento y verdoso compactada, relacionado con la ocupación de época ibérica.
Lo interesante es que sellaba un último estrato compuesto por tierra y piedras menudas que regularizaba las
oquedades de la roca base.
Presuponemos que este último nivel debió de estar asociado a alguna estructura arquitectónica, según se
desprende del hallazgo de improntas vegetales sobre el barro, quizás de la techumbre. El conjunto de materiales,
aunque no muy abundante, era tremendamente significativo: primero, porque estaba ubicado bajo un nivel de
época ibérica que lo sellaba, y, segundo, porque se podía adscribir en su totalidad al Hierro Antiguo.
De todo el lote cabe subrayar el hallazgo de varios elementos relacionados con la artesanía textil.
En concreto, una fusayola bicónica, con perforación central y varias pesas de telar, algunas de ellas en
buen estado de conservación, de las denominadas de doble perforación y escotadura en “V” (fig. 6),
que aparecieron formando línea recta, junto a los restos de un fragmento de madera carbonizada. Ello
posibilitaba interpretar este hallazgo como parte de un telar de bastidor, aparecido en posición primaria.
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Fig. 6. Pesas de telar y fusayolas recuperadas en las excavaciones del Castillo.
Junto a estos elementos se recuperaron fragmentos de cerámica muy tosca, fabricada a mano, representativa
de los tipos clásicos de la vajilla del Bronce Final y del Hierro Antiguo del sureste. Junto a la cerámica a
mano se localizó cerámica a torno, destacando un fragmento de hombro perteneciente a un ánfora fenicia
del grupo de las T-10, de procedencia malagueña. Se trata en su conjunto de un elenco cerámico similar al
que se localiza en la factoría del Cabezo Pequeño del Estaño (García y Prados, 2014: 129).
En 1995 prosiguieron los trabajos con la excavación del corte B, contiguo al anterior por su lado sur (fig. 7).
En este caso, los materiales arqueológicos fenicios aparecieron asociados a un área de desechos, formada por un
estrato de color oscuro de unos 50 cm de espesor. Se documentó una decena de huesos de mamíferos (ovicaprinos
y lepóridos) y malacofauna terrestre (gasterópodos del tipo Iberus alonensis) y marina, sobresaliendo las lapas
del género patella y las peonzas tipo Monodonta turbinata. Por el contexto y los hallazgos daba la impresión de
que se había seleccionado y acondicionado un área de desechos o basurero, aprovechando una depresión entre
las rocas de arenisca y calizas de la base del cerro (García Menárguez, 1992-1993).
Indicativo de la actividad que reflejaba este basurero, junto a la fauna, no muy abundante a excepción
de la malacológica, se recogieron algunas cerámicas a mano muy fragmentadas y un trozo de borde de un
plato de barniz rojo fenicio que podría fecharse hacia mediados del siglo VIII a.C. como veremos en el
siguiente apartado. Aparecieron también otras cerámicas a torno, entre ellas varios fragmentos de plato
de cerámica gris, así como un asa y otros fragmentos del cuerpo de un ánfora del tipo T-10 de producción
fenicia occidental (fig. 8).
Siguiendo una lectura inversa de la estratigrafía, este basurero fue cubierto por un nivel de tierra arcillosa
perteneciente al periodo denominado Ibérico Antiguo (ss. VI-V a.C.). De este periodo se documentó un
muro de mampostería, con una orientación SE-NO, que conservaba una longitud de unos 3 m de largo
por unos 50 cm de ancho conservados. Se le asociaba un pavimento de adobes, con algunos ejemplares
cuadrados de 30 x 30 cm y otros rectangulares de 30 x 25 cm, muy similares a los que se conocen en las
casas destacadas del vecino poblado de El Oral (habitaciones IVH2 y IVH4; Abad y Sala, 2001: 68).
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Fig. 7. Fotografía del corte B (excavaciones de A. García Menárguez, 1995).
El registro asociado a este pavimento no fue abundante, pero sí significativo como para reconocer una
clara ocupación durante el periodo Ibérico Antiguo: varios fragmentos de ánforas y la parte superior de un
plato de cerámica gris, de carena alta y borde exvasado. Se recogieron restos de malacofauna, en este caso
gasterópodos terrestres. Sobre el nivel de abandono que sellaba esta fase la estratigrafía apareció muy alterada
por las fosas bajomedievales. Aun así, se pudo exhumar un pequeño hogar, de forma rectangular, junto al perfil
sur del corte. El estrato grisáceo asociado a éste contenía algunas bolsadas con restos de carbón y materia
orgánica como consecuencia de la estructura de combustión, ofreciendo un registro donde se documentaron
ecofactos: pocos restos óseos de ovicaprinos, cáscaras de huevo de avestruz y de nuevo malacofauna. Se
recuperaron también fragmentos de cerámicas ibéricas con decoración geométrica, de barniz negro y otras ya
de época romana. Lo escaso del registro faunístico no parece resultado de una ocupación estable y un consumo
de tipo doméstico, por lo que habría que pensar en prácticas rituales, sobre todo si lo comparamos con los
volúmenes procedentes de los hábitats fenicios próximos (Moreno, 1996; Iborra, 2007).
De esta intervención cabe destacar por último la localización de varios fragmentos de terracota de época
ibérica, correspondientes a exvotos de pebeteros de cabeza femenina, con las facciones del rostro algo
desfiguradas, encuadrables dentro del Grupo 2 de L. Abad (2010). Este hallazgo, como veremos, viene a
sumarse a la interpretación ritual y a la existencia de un espacio sacralizado en época ibérica, situado en la
cima del cerro, que se emplaza en el sector meridional.
Las últimas intervenciones arqueológicas realizadas durante 2019 por la empresa Alebus Patrimonio
Histórico S.L., han vuelto a incidir especialmente en la misma problemática, corroborando la existencia
de una fase de ocupación histórica correspondiente al Hierro Antiguo a la que se superpone otra de época
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Fig. 8. Conjunto de cerámicas fenicias del Castillo (selección).
ibérica. Esta excavación (fig. 9), desarrollada por la cara interior del flanco occidental de la muralla
bajomedieval, ha permitido documentar de nuevo sobre la roca base un nivel de ocupación del Hierro
Antiguo. Entre los materiales sobresalen las cerámicas a mano, en las formas típicas del Bronce Final o la
primera Edad del Hierro, así como materiales a torno entre los que destacan las grises orientalizantes y otros
vasos con decoración bícroma de bandas paralelas y varios fragmentos de ánforas fenicias que nuevamente
se adscriben al grupo de las T-10. Se trata, en definitiva, de un conjunto representativo que se fecha desde
finales del siglo VIII al siglo VI a.C., y con ello, en clara sintonía con lo que se documenta en los enclaves
fenicios vecinos (García y Prados, 2014; García, Prados y Jiménez, 2020).
Los niveles de época ibérica se constataron en algunos puntos, tanto sobre la roca del cerro como sobre el
citado estrato del Hierro Antiguo. Relacionados con esta fase ibérica se localizaron un par de construcciones
muy afectadas por las transformaciones urbanas bajomedievales. Se trata de dos muros de mampostería,
uno de ellos con tendencia curva y el otro rectilínea. De los materiales asociados a estas construcciones
destacan las producciones ibéricas, sobre todo las cerámicas pintadas decoradas con elementos geométricos
y las ánforas, así como otras importadas, caso de las cerámicas áticas de figuras rojas. Se trata, por tanto,
de un conjunto que se puede fechar en época ibérica plena (siglos IV y III a.C.) y en el no aparece cerámica
común. Además, cabe resaltar la aparición, junto al citado conjunto, de un fragmento de terracota del grupo
1 del “tipo Guardamar” (Abad, 2010: 126). Se trata de un hallazgo relevante debido a que se documenta en
un contexto cronológico algo anterior al que se propone generalmente para estos pebeteros, los siglos II y I
a.C. (Moratalla y Verdú, 2007: 362; Horn, 2011; Grau et al., 2017: 84), y concuerda con la cronología algo
anterior planteada por Sala y Verdú (2017: 32).
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Fig. 9. Ortofoto
del Castillo tras las
restauraciones de
2020. Se indican las
distintas actuaciones
llevadas a cabo.
Cortesía Ayto. de
Guardamar.
3. DEL SANTUARIO EMPÓRICO AL CÍVICO: PAISAJE Y MATERIALES
ARQUEOLÓGICOS
Una vez referidas sucintamente las intervenciones arqueológicas desarrolladas en el Castillo, queremos
incidir en el reconocimiento de la fase fenicia e ibérica antigua y plena (siglos VIII-IV a.C.) y en la existencia
de un lugar sagrado desde los primeros momentos de su ocupación. Esta cuestión resulta fundamental para
comprender la naturaleza de la primera presencia fenicia y su posterior desarrollo, junto a la organización
del proceso de urbanización de toda el área de la desembocadura del río Segura. A partir del examen de
los materiales arqueológicos y del análisis de otras variables, como aquellas que se refieren a la posición
estratégica del emplazamiento respecto del territorio circundante y su percepción desde el mar, como lugar
destacado, proponemos como hipótesis la existencia en el extremo meridional del cerro de un espacio
sacralizado (ver figs. 2 y 9).
Cabe la posibilidad de que este carácter sagrado tuviese su origen en la Prehistoria reciente. La existencia
en el entorno del Castillo de algunos conjuntos de grabados rupestres aún inéditos (cruciformes, cazoletas y
líneas que las conectan) muy similares a otros estudiados en la provincia en conexión con el consumo de sal
por el ganado y asociados a poblados de la Edad del Bronce (Mataix et al., 2015: 38), así como la singular
importancia de las vías de comunicación que discurrían a su pie –que presentan rodadas de carro en algunos
sectores– debió suponer, en opinión de algunos investigadores, su significación como hito territorial desde
fechas tempranas (Mederos, 1999; Mederos y Ruiz, 2001). A todo ello habría que añadir lo conspicuo de
este punto, destacado sobre la plataforma litoral y perceptible desde todo el arco montañoso que rodea la
desembocadura del río Segura.
Sumado a todo ello, la llegada de los navegantes fenicios en los albores del siglo VIII a.C. supuso
la elección de este promontorio costero para ubicar un santuario, que pasaría a convertirse también en
referencia principal para la navegación. Es bien conocida la relación de los primeros establecimientos
fenicios con la elección de un lugar, en un punto significativo de la geografía, generalmente dedicado a
la protección de los navegantes o a rendir culto a determinadas deidades que debían serles propicias en
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su empresa colonial (Brody, 1998: 40). Así sucedió en Gadir, por ejemplo, y en otros muchos lugares de
la colonización fenicia de la península ibérica como Baria (Villaricos, Almería), el peñón de Salobreña
(Granada), el peñón de Gibraltar, El Carambolo (Santiponce, Sevilla) o Ratinhos (Alqueva, Portugal),
donde la primera instalación de fenicios estuvo ligada a la construcción de un santuario o un templo (Ferrer,
2002; López Castro, 2005; Fernández y Rodríguez, 2007; Escacena et al., 2007; Prados, 2010; Silva et al.,
2019). Tanto la posición como la materialidad que ahora pasaremos a estudiar indican que sobre el cerro del
Castillo de Guardamar se erigió un santuario de tipo empórico (López Castro, 2006) y de carácter costero
(García et al., 2020) ubicado en un punto de referencia estratégico y simbólico, fundamental para marcar la
cercanía de la desembocadura del Segura a los navegantes.
El santuario del Castillo responde a un modelo de implantación que se repite a lo largo del litoral costero
del tercio sur peninsular relacionado con el incremento del comercio y, con ello, de la navegación fenicia
a partir del I milenio a.C. (Marín Ceballos, 2010). Es cierto que algunos de estos hitos estratégicos de
especial significación ya habían tenido un origen anterior. Parece evidente que en los lugares sagrados de
advocación a dioses fenicios como Baal Saphon, Melkart o la diosa Astarté, debieron de existir ritos ligados
a la protección de los navegantes, aunque apenas haya quedado constancia en el registro arqueológico, caso
de las anclas de piedra, por ejemplo (Escacena, 2005; Romero, 2012: 112). De hecho, algunos periplos nos
ilustran sobre la religiosidad de las gentes del mar, y refieren la obligatoriedad que tenían los marineros
de bajar a tierra con ofrendas, o realizar sacrificios en la propia embarcación al avistar los promontorios
sacros (Kapitän, 1989; Vargas Girón, 2020); así como la prohibición de permanecer más tiempo del preciso,
como alerta la Ora Maritima respecto a las columnas de Hércules: “las naves se acercan a hacer sacrificios
al dios y se marchan rápidamente: se considera un sacrilegio demorarse en estas islas” (vv. 361-362). De
hecho, la existencia de lugares sagrados en los accidentes geográficos costeros es una constante a lo largo
del Mediterráneo (Gras, 1999; Ferrer, 2002). Los objetos que nos ocuparán más adelante hallados en el
Castillo, junto a la cerámica fenicia y las dataciones radiocarbónicas obtenidas en el Cabezo Pequeño
del Estaño, manifiestan que las prácticas religiosas del santuario arrancaron en un momento inicial de la
presencia colonial en la zona (García y Prados, 2014; García et al., 2020).
Ya hemos avanzado que el carácter sacro del cerro parece inferirse también por su peculiar situación en
un área liminal, lugar de paso, punto estratégico y nodal donde confluían diversas vías de comunicación.
Por un lado, en sentido este-oeste, la vía fluvial que conectaba las rutas marítimas con el antiguo estuario
y el valle del Segura en dirección a tierras murcianas y de la alta Andalucía, con abundantes recursos
agrícolas y metalíferos (Prados et al., 2018). Por lo que se refiere a las vías terrestres, el cerro del Castillo
constituye un cruce de caminos que une las citadas rutas marítimas y fluviales con territorios del interior,
a través de caminos carreteros y cañadas de ganado trashumante, empleadas hasta tiempos recientes –en la
zona se conserva aún el topónimo medieval “bovalar” destinado a un lugar de pastos y reunión del ganado–
(Beviá, 1985). Éstas conectaban la Meseta, a través del valle del Vinalopó, con los pastos que se abren en
la margen derecha del Segura y las lagunas saladas de Torrevieja y La Mata. Por estos mismos caminos,
una vez asentados los fenicios en la costa, discurrirán elementos de prestigio de procedencia oriental y
productos de intercambio como los documentados en Camara y en El Monastil de Elda (Poveda, 1994 y
2000; Mederos y Ruiz, 2001), en el Castellar de Villena (Esquembre, y Ortega, 2017) e incluso más al norte,
en las comarcas del Alcoià y el Comtat (Acosta et al., 2010).
Desde esta perspectiva, y entendido el cerro del Castillo como punto nodal, creemos que reúne las
condiciones de lo que algunos autores han identificado, según los relatos que narran los viajes a occidente,
como un espacio sagrado, sin que sea necesario para ello la presencia de una arquitectura monumental
(Marín, 2010: 500). Así solían operar los santuarios de tránsito y de frontera (Prados, 2006: 55). Es muy
esclarecedor a este respecto la descripción que hace Estrabón (3.1.4) del Hierón Akroterion identificado
con el portugués cabo de San Vicente “como un espacio al aire libre donde no hay templos ni altares, sino
piedras sobre las que, según una antigua costumbre, se derraman libaciones” (Ferrer, 2002: 190; Romero,
2008: 78). Con el tiempo, los espacios sagrados, propiedad de los dioses, lugar de contacto entre éstos y
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los mortales, y entre el mar y la tierra (Aranegui, 1994; Delgado, 2010), podrían disponer de un espacio
delimitado por un murete, a modo de lugar sagrado de exclusión o témenos, y algún altar, como elemento de
comunicación entre el hombre y la divinidad, a través del sacrificio y la plegaria. De existir en el primigenio
espacio sacralizado del Castillo alguna estructura edilicia, tal vez el culto inicial integró en su interior
alguna grieta, como las que afloran en la base de la muralla norte, o quizá en alguna de las cuevas que se
observan en el borde inferior del cerro (fig. 2). Recordemos al respecto que los propios santuarios ibéricos,
excluyendo a los urbanos, no desarrollaron una arquitectura como tal hasta el siglo III a.C. (Ramallo et al.,
1998; Almagro y Moneo, 2000; Grau y Rueda, 2018).
Según algunos autores, parece ser que la sacralización de los accidentes naturales a lo largo de las
costas peninsulares estuvo ligada a un sistema de orientación, con el propósito de garantizar a largo plazo
las rutas de navegación (Aranegui, 1994; Belén, 2000; Ruiz de Arbulo, 2000). Por ello, la disposición de
derroteros y un conocimiento lo más exhaustivo posible de los puntos de fondeo, resguardo y aguada,
resultaba primordial, como también lo era la necesidad de asegurar el carácter neutral del santuario como
punto de escala.
En los periodos conocidos como Bronce Tardío y Bronce Final tanto las cuevas como los promontorios
costeros se consideraban santuarios en sí mismos, lugares santos para los númenes (Gómez-Bellard y
Vidal, 2000; Mateos, 2006; Marín, 2010: 499) y pudieron ser empleados por los navegantes mediterráneos
que alcanzaron las tierras de Iberia en esa época (Ruiz-Gálvez, 1995). Algunos siglos más tarde y quizás
apoyados en derroteros e itinerarios confeccionados en esta etapa previa que se acaba de referir, hay que
situar la llegada regular de los marinos fenicios y su asiento en las tierras del sur y el sureste peninsular.
La fundación del Cabezo Pequeño del Estaño, probablemente en las primeras décadas del siglo VIII a.C.,
con su potente fortificación y foso recientemente excavado (fig. 3), así como la constatación de la recepción
y elaboración de lingotes de plomo y plata en el seno del yacimiento, se han de vincular con este momento
(Prados et al., 2018). Algo después, y como paradigma de lo exitoso del modelo de implantación fenicio, surgió
la ciudad portuaria de La Fonteta, que se enmarca en otro proceso más abierto y menos especializado que el
que refleja la factoría prístina, cuya materialidad indica casi un monopolio fenicio occidental centrado en el
trasiego de plata (recientemente, Prados et al., 2020: 109). Pero todos estos indicios no se pueden comprender
sin la existencia tanto de la divinidad protectora y sancionadora de las fundaciones y los intercambios, como
del centro sagrado de cohesión territorial: ahí es donde incluimos el santuario del Castillo. Junto al vector
principal que supuso el metal (Aranegui y Vives-Ferrándiz, 2017: 27) el desarrollo del nuevo modelo colonial
en las bocas del Segura debió incrementar tanto el flujo comercial con el interior (que explicaría la presencia
de materiales fenicios en Peña Negra, por ejemplo) como el del ganado trashumante y el comercio de la sal a
lo largo del corredor del río Vinalopó (González Prats, 2002; Mederos y Ruiz Cabrero, 2001).
Los materiales arqueológicos documentados en el Castillo ofrecen luz tanto sobre su función religiosa
como sobre su cronología. De todo el conjunto de hallazgos el mayor porcentaje pertenecía a restos
cerámicos. Cabe destacar, en primer lugar, la aparición del citado fragmento de plato fenicio de barniz rojo,
con un borde de 2,2 cm. de ancho (fig. 8.3) que se puede fechar a mediados del siglo VIII a.C. Destacan
también las piezas de cerámica gris (figs. 8.4 y 8.5), con varios fragmentos pertenecientes a dos platos de
borde saliente que se podrían fechar por sus paralelos con el Castillo de doña Blanca (Cádiz) y con Fonteta I
y II a finales del siglo VIII a.C. y principios del VII a.C. (Ruiz Mata, 2016; González Prats, 2014). También
se han documentado fragmentos a torno pertenecientes a un ánfora del grupo de las T-10, de hombro
carenado (fig. 8.2) que se puede vincular con la misma cronología. Del material cerámico fabricado a
mano destaca un recipiente de forma ovoide y bordes reentrantes, con dos mamelones como elementos de
aprehensión (fig. 8.1) cuyos paralelos más cercanos se encuentran en el vecino Cabezo Pequeño del Estaño
en contextos de mediados-finales del siglo VIII a.C.
Junto a la cerámica llama poderosamente la atención la aparición de los citados elementos vinculados
a la artesanía textil. Estas pesas de telar (fig. 6), aunque más evolucionadas, tienen sus precedentes en
los ejemplares documentados en poblados del Bronce Final del sureste (Molina, 1978: 207), como es el
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caso del Cerro de la Encina de Monachil (Arribas et al., 1975). Nuestro paralelo más próximo está en
Peña Negra, donde aparecieron restos de un telar con numerosas pesas de escotadura superior sobre un
pavimento que sellaba desechos de fundición (González Prats, 1992). Ya hemos adelantado que en el
momento de su recuperación los cuatro ejemplares de pesas aparecieron alineados sugiriendo la presencia
del telar instalado in situ. Así pues, en el cerro del Castillo se documenta la existencia de un espacio de
actividad textil que ya estaba en uso en época fenicia arcaica.
Junto a los materiales obtenidos en las excavaciones se han sucedido otros hallazgos de singular interés
que se pueden relacionar con la fase fenicia. Nos estamos refiriendo, en primer lugar, a dos elementos de
metal: dos puntas de flecha de bronce recuperadas en las laderas del Castillo. Una de ellas, donada al Museo
Arqueológico de Guardamar en 1991, era de doble filo con arpón lateral recortado (tipo 11a de Lorrio et al.,
2016: 55). Este tipo, relacionado con la llegada de los fenicios a las costas peninsulares (Mancebo y Ferrer,
1988-1989; Quesada, 1989), se empleó tanto como arma de guerra como para la caza (Elayi y Planas, 1995).
La segunda punta de flecha (fig. 10) fue descubierta a raíz de unas excavaciones de urgencia practicadas
en 1999 en el sector suroccidental de la muralla, con motivo de unos trabajos de restauración. Su localización
en un depósito de ladera dificultó su contextualización estratigráfica. Se trata de una punta de bronce, con
hoja lanceolada, de sección aplanada y largo pedúnculo de sección rectangular, doblado en su extremo
interior. Por su tipología parece tratarse de un ejemplar procedente de la costa sirio-palestina (Yadin, 1963:
353; García et al., 2020: 311 y fig. 10).
Los primeros ejemplos de este peculiar tipo de punta de flecha los tenemos en oriente, ya en el Bronce
Medio, como se aprecia en algunos ejemplares conservados hoy en el Museo Nacional de Beirut (Puech,
2000). Aunque la pieza del Castillo es igual a las orientales, cabe referir la existencia de otra similar localizada
en La Fonteta, algo más evolucionada, lanceolada y de largo pedúnculo (González Prats, 2014: fig. 29).
Documentada en la fase III de este enclave presenta un marco cronológico del siglo VII a.C. (González
Fig. 10. Punta de flecha de bronce del castillo. A la derecha, ejemplares fenicios del Museo Nacional de Beirut (según
Yadin, 1963: 353).
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F. Prados Martínez, H. Jiménez Vialás y A. García Menárguez
Prats, 2014: 272). Junto a los citados paralelos orientales, este contexto nos es muy útil para fechar la del
Castillo, que podría encuadrarse sin problema a lo largo del siglo VIII a.C. Mención aparte merecen las
noticias, algo difusas, que señalan la aparición de un hacha de talón de bronce en las laderas del cerro,
que fue entregada al Museo Arqueológico Provincial de Alicante. Pese a las limitaciones, consideramos
que todos estos hallazgos metálicos se pueden relacionar con el carácter sagrado del cerro del Castillo: en
oriente, flechas y otras armas formaron parte de los depósitos votivos que se realizaban en los santuarios
(Chamberlain, 1983). Se debió tratar de ofrendas religiosas depositadas ante la divinidad para corresponder
su protección o agradecer el haber llegado a buen puerto tras una larga y peligrosa travesía.
Otro hallazgo muy significativo es el de un fragmento de terracota de una figura femenina velada que
presenta un peinado de tipo hathórico, si bien se encuentra erosionada (fig. 11, izq.). Tiene los brazos
cruzados sobre el pecho, el derecho sobre el izquierdo, en una actitud similar a la de los ushebti egipcios,
si bien aquí no se reconocen atributos reales como el cetro y el látigo. Aunque la postura remite a modelos
egipcios, su rostro no tanto. Su mirada frontal, ojos almendrados, las arrugas de la frente y sus orejas
remiten a las imágenes de la diosa Astarté que se conocen bien en terracotas del ámbito fenicio (fig. 11
abajo) y piezas orientalizantes hispanas como la del llamado bronce Carriazo, el marfil de Medellín o la
Astarté del monumento de Pozo Moro. Aunque las imágenes de Astarté que se conocen en terracota o en
las placas áureas presentan los brazos en similar disposición, se cogen los pechos en clara referencia a la
fecundidad y a la maternidad, o sujetan otros atributos (fig. 12) tales como flores de loto o sistros (Bonnet,
1996; Cornelius, 2008). El estado de conservación de la pieza, especialmente dañada en la parte frontal, no
permite saber si sostuvo algo en las manos. Aunque adolece de un contexto claro para fechar su uso, como
se ha dicho, tanto su vinculación con esta divinidad femenina como los rasgos y los paralelos descritos nos
permiten proponer una fecha de los siglos VII o VI a.C. para su fabricación.
Fig. 11. Figura orientalizante de terracota procedente del Castillo. Debajo, ejemplares de la costa sirio-palestina (a partir
de Press, 2014).
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Fig. 12. Colgantes áureos
de Astarté con peinado
hathórico (según Ziffer et
al., 2019).
Por último, en la ladera suroccidental destaca el hallazgo de una cabeza femenina de terracota, con
un cuello largo, a modo de vástago, parcialmente ennegrecida por la acción del fuego. La cabeza aparece
ataviada con un tocado egipcio, quizás un nemes o klaft, fijado en la cabeza mediante una diadema de la
cobra real (fig. 13). Estos tocados se relacionan también en el ámbito religioso fenicio con la imagen de
Astarté (Cornelius, 2008). Ésta es una pieza muy interesante debido a que se conoce incluso un centro de
fabricación en Ascalón, en Palestina, que ha sido objeto de un reciente estudio monográfico (Press, 2014).
Del amplio elenco de figuritas de Ascalón (fig. 13, a la derecha) clasificadas en cuatro tipos: “filisteo-psi”,
“Asdod”, “micénico” o “fenicio”, la nuestra se puede adscribir sin problema a este último grupo (Press,
2014: 58 y ss.). Estas piezas, interpretadas como tapones de recipientes sagrados en algún caso, parece que
fueron empleadas en los santuarios próximo-orientales como ofrendas o exvotos entre los siglos XI y VIII
a.C. Su largo cuello, a modo de vástago, era hincado en los altares o colocado sobre pequeños agujeros
realizados a tal efecto (Press, 2014: 233).
Aunque perteneciente a la fase ibérica del santuario, junto a los pebeteros “tipo Guardamar”, de
amplísima difusión en el área contestana (Horn y Moratalla, 2014: 159; Grau et al., 2017: 77) una de las
terracotas más interesantes del conjunto recuperado en el Castillo es la que representa a una divinidad
nutricia, una diosa curótrofa, que amamanta a un niño (o quizás a dos, pues está fragmentada). Se trata
de un tipo conocido en otros santuarios ibéricos como el de La Serreta de Alcoi, donde se documenta la
llamada “deesa mare” fechada en el siglo III a.C. (Grau et al., 2008; Grau et al., 2017, 95). El ejemplar
guardamarenco (fig. 14, izq.), de un acabado más cuidado y realista que el alcoyano, presenta una figura
femenina en el centro, vestida con un manto y velada, que porta una especie de torque u otro adorno en el
cuello, y que sostiene en su regazo, sobre su brazo izquierdo, un niño –y posiblemente otro en el otro brazo-.
La pieza que representa al bebé se ha perdido, quedando tan solo la pella de barro triangular colocada en el
lugar en el que éste se fijaba al brazo de la madre. Donde debían estar los pechos la figura femenina presenta
dos oquedades que indican el vacío o la pérdida por rotura de los bebés que amamantaba. La pieza, de unos
13 x 9 cm, sólo conserva la mitad superior y, debido a que no es simétrica, siendo más ancha en su parte
derecha, pensamos que se trata de una representación grupal similar a la citada de La Serreta.
En la terracota de Alcoi, de unos 18 x 17 cm, la imagen es mucho más esquemática (fig. 14, dcha.).
Aparece la diosa en un trono amamantando a dos lactantes, y a sus dos lados, dos parejas de mujeres
y niños de menor tamaño que la figura central. A la derecha la mayor coge con el brazo derecho a la
menor, y ambas apoyan el brazo izquierdo en el trono donde se sienta la figura principal. A la izquierda,
una paloma posada en el trono separa la figura principal de las dos menores. Éstas dos tocan el aulós o
flauta doble, dotando a toda la escena de un acentuado carácter ritual cargado de simbolismo. La pieza
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F. Prados Martínez, H. Jiménez Vialás y A. García Menárguez
Fig. 13. Cabeza egiptizante de terracota del Castillo. A la derecha, ejemplares similares de Ascalón (a partir de Press, 2014).
Fig. 14. Fragmento de terracota que representa a la divinidad nutricia. A la derecha, conjunto de La Serreta de Alcoi y
terracota fenicia procedente de Tiro, Líbano (National Museum of Beirut; fotografía hmn.wiki/es).
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conservada en el Museu Arqueològic Municipal Camilo Visedo Moltó de Alcoi ha permitido identificar
otros fragmentos sueltos con grupos y escenas similares (Grau et al. 2017: 95-99). En el Castillo sucede
igual: de entre los fragmentos destaca la parte inferior de una figura femenina de la que se conservan los
pliegues bajos del manto y un pie, calzado, que asoma por debajo. La misma diosa de la fecundidad, en
su atributo de curótrofa, se ha hallado en otros yacimientos ibéricos del sureste como Cabecico del Tesoro
(Verdolay, Murcia) o Jumilla (García Cano et al., 1987; Gil y Hernández, 1995-1996: 156), así como de la
Oretania septentrional (Benítez de Lugo y Moraleda, 2013). En el ámbito fenicio-púnico, la imagen de Isis
curótrofa tuvo una amplia difusión en relación con el ámbito funerario fundamentalmente (recientemente
Ferrer y López-Bertran, 2020: 379).
Otra pieza muy significativa del Castillo que remite a la religiosidad oriental en general, y a la fenicia
en particular, es la placa de terracota que representa a un felino en actitud de ataque a otro animal (fig.
15). Aunque la pieza está fragmentada, el animal que aparece sometido bajo las patas y el torso del que
ataca parece otro felino por las garras de la pata con que se defiende. Entre las del animal atacante parece
reconocerse una cabeza que le muerde la zona de los genitales. De ser así, la escena representaría una lucha
entre dos leones o la lucha entre un león y un gran herbívoro. Estas representaciones son bien conocidas en
los relieves asirios, en los marfiles fenicios y en algunas piezas metálicas como las páteras de plata, y están
cargadas de mensajes rituales. El soporte en terracota quizás le podría dar un carácter mucho más local y
próximo a los exvotos y objetos de culto que reconocemos en el Castillo. Dado su estado de fragmentación,
con unos 7 x 5 cm conservados, desconocemos si la escena era mayor y más compleja. Por su sección
pudo formar parte de una caja (la placa tiene unos 2 cm de grosor), de un altar de terracota similar a los de
Kerkouane (Fantar, 1998: 58) o formar parte de algún elemento de decoración arquitectónica.
4. EL CULTO A ASTARTÉ: UNA PROPUESTA INTERPRETATIVA
A la hora de proponer una advocación para el santuario es necesario recoger todas las representaciones,
tanto las que se pueden adscribir a época fenicia u orientalizante, como las ibéricas, hasta prácticamente la
conquista romana y su aparente abandono. Presumimos este abandono por la falta de datos, conscientes de
la fórmula típicamente romana de integración territorial consistente en mantener los cultos en los santuarios
locales hasta transformarlos, mediante sincretismos o asimilaciones, en otros más próximos a la oficialidad
del imperio (ej. Henig y King, 1986; Marco, 1996; Bendala, 2006; Machuca, 2019) con ejemplos en el área
de estudio (Stylow, 1986; Ramallo, 2000; Abad, 2015). Por tanto, se han de relacionar todos los hallazgos
materiales, ofrendas, exvotos, terracotas y actividades detectadas en las excavaciones con la situación
geográfica del Castillo, para proponer su función y su potencial advocación.
Fig. 15. Fragmento de terracota que representa a un felino atacando otro animal o bien una lucha entre felinos. A la
derecha, altar portátil en terracota de Kerkouane, Túnez (Museo de Kerkouane; fotografía F. Prados).
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F. Prados Martínez, H. Jiménez Vialás y A. García Menárguez
Aunque se desconoce la divinidad a cuya tutela se consagraría el santuario, es muy probable que fuese
Astarté, la diosa fenicia por antonomasia, la más antigua, pero también la más compleja (Bonnet, 1996:
142). Esta propuesta ya había sido apuntada en algunos trabajos previos (González Prats, 2010: 62; García,
Prados y Jiménez, 2020: 301). Dado que durante la vida de un santuario era bastante improbable cambiar
la advocación principal (Roux, 1984: 163), pensamos que ésta se mantuvo en el tiempo. La diversidad de
elementos localizados, algunos de distinta procedencia o estilo, apuntan en todos los casos a Astarté, de
la que derivarían –al menos en parte– la divinidad femenina de los íberos, la Tinnit de los cartagineses
y la diosa alada representada en los vasos de Ilici, ya en los primeros momentos de dominio romano.
Es importante recordar que Astarté, en su vertiente de diosa marina, Asherar-yam, es la divinidad más
representada en los santuarios fenicios del extremo occidente, la mayoría de ellos situados, como éste,
en promontorios costeros (Belén, 2000: 62; Marín, 2010). Aunque se suele citar a Baal Saphon como
garante de la navegación, a quien los marineros fenicios dejaban anclas en sus templos (Frost, 1991: 356;
Escacena, 2005; Romero, 2008: 79) los hallazgos del Castillo pueden relacionarse con otra diosa protectora
de esta actividad, conocida como “Astarté del mar” (González Wagner, 2001: 25) llamada así en los papiros
egipcios. Esta Astarté estuvo ligada siempre a los avatares de la colonización fenicia. Astarté del mar,
Venus, es patrona de los navegantes, la estrella que les guía en la noche al ser la primera que aparece en
el cielo. Tenía un carácter multiforme y heterogéneo: divinidad celeste, de la guerra, de la navegación y
fundamentalmente de la fecundidad y del erotismo (Fantar, 1973; Bonnet, 1996 y 2010). El culto a Astarté,
como más tarde a Tinnit desde el siglo V a.C., estuvo también relacionado con el uso mágico y sagrado
del agua, dada la importancia de ésta como elemento purificador (Bonnet, 1996; López Castro, 2005: 11;
Rodríguez, 2008, entre otros).
La existencia de un espacio religioso fenicio dedicado a la diosa Astarté en el cerro del Castillo explicaría
también el ámbito de fabricación textil, una actividad generalmente femenina que suele vincularse con el
culto a esta divinidad, que podría haber sido efectuado por mujeres (Jiménez Flores, 2007: 62; Ruiz de
Haro, 2012) y que tiene presencia en muchos santuarios fenicios y orientalizantes, como Cancho Roano
(Berrocal-Rangel, 2003; Celestino y Cazorla, 2010: 94-95). Por otra parte, la aparición de puntas de flecha
de bronce también puede identificarse con las ofrendas de los navegantes a esta diosa. La donación de
armas fue habitual en los santuarios de Astarté, dada la vinculación con Hathor e Isis, de las que debió
de asimilar estos atributos guerreros (Negbi, 1976; Bonnet, 1996: 151; Muñiz, 2012: 190). Recordemos
que, en el santuario de Astarté de Baria, Luis Siret documentó varias puntas de flecha junto a otras armas
(López Castro, 2005: 14-16). También las ofrendas de moluscos son propias del culto a Astarté-Afrodita
(Romero, 2012: 113) y ya se ha comentado la abundancia de este tipo de fauna en los contextos excavados,
en porcentajes superiores al resto.
Por último, y para subrayar esta advocación, cabe mencionar las dos figuras que podrían representar
directamente a esta divinidad (figs. 11 y 13) así como la terracota con la escena del león que también podría
ser relacionada con el culto a Astarté. Para ello existen numerosos ejemplos que vinculan a esta divinidad
con los leones (Cornelius, 2000; Belén y Marín Ceballos, 2002: 174; Ziffer et al., 2009) (véase la presencia
de leones en las imágenes de Astarté de la fig. 12)
Para la segunda Edad del Hierro, que en el bajo Segura se caracteriza por una cultura ibérica abierta
al mundo mediterráneo, debido a la falta de evidencias específicas, es complicado atribuir a una divinidad
precisa el culto que se detecta en el santuario del Castillo, aunque desde luego es evidente la influencia de
Astarté en la religiosidad del mundo ibérico del sureste (López Castro, 2017: 395). La veneración a Astarté
asimiló con frecuencia cultos dedicados a otras diosas, tanto orientales como de los lugares donde se
asentaron los fenicios a lo largo del Mediterráneo, reproduciendo prácticas cultuales diversas y generando
una “identidad divina plural” (Bonnet, 2010: 453). Los citados contactos mediterráneos aportaron rasgos
bajo los que se esconden las variantes de la diosa local que pueden traducirse en procesos heterogéneos de
asimilación e interacción. En nuestra opinión, las imágenes reproducidas son paralelizables a las divinidades
mediterráneas conocidas. Es cierto que la identidad pudo no ser necesariamente la misma que se reconoció
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De la Astarté fenicia a la diosa-madre ibérica.
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en el contexto religioso íbero en las zonas del interior, como apuntan algunos colegas (por ejemplo, Grau
y Rueda, 2018: 53) pero creemos que en esta zona costera de la Contestania, marcada por una presencia
efectiva de población semita desde antiguo, esa advocación de Astarté habría mantenido muchos rasgos de
la diosa oriental original. Quizás solo podamos plantear una asimilación temprana de los dioses locales con
los del panteón fenicio hasta alcanzar la Tinnit púnica y la Juno-Caelestis romana, cuyo culto sabemos que
se mantuvo con fuerza en la zona, expresado particularmente en la Colonia Iulia Ilici Augusta (Poveda,
1995), algo que no debe pasarse por alto. Es probable que la divinidad ibérica femenina que se atestigua en
el Castillo sea resultado, pues, de un proceso complejo de evolución del culto fenicio a través de una fórmula
de interpretatio ibérica, no necesariamente sincrética, que conllevaría armonizar creencias diferentes. El
resultado final lo podemos encontrar en la imagen de la diosa nutricia o en la representada en los pebeteros
de “tipo Guardamar”, cuyo uso se prolongó hasta más allá incluso de la conquista romana.
En este sentido, queremos destacar la importancia del Bajo Segura a la hora de entender la complejidad
que caracteriza el I milenio a.C., desde la colonización fenicia hasta la conformación de las culturas
ibéricas en la segunda Edad del Hierro. Con los fenicios arrancó un proceso histórico que implicó no
solo la consolidación de formas de vida urbana en el Bajo Segura sino también, de forma paralela, la
integración cultural y étnica del componente semita y el indígena. Dicho proceso, como es propio de los
contextos coloniales, genera prácticas y formas nuevas y distintas de las originales (van Dommelen, 2006:
119), que explican en nuestra opinión la naturaleza tan particular de la religiosidad o la cultura material
de asentamientos como El Oral o La Escuera, enclaves ibéricos en los que se ha subrayado su marcada
influencia púnica (Abad et al., 2017).
Nos parece oportuno por tanto subrayar que las tierras contestanas, como bien se ha señalado para
Turdetania (Ferrer y García, 2002), han de entenderse como un concepto geográfico que abarcó una realidad
étnica y cultural diversa. Es incontestable el protagonismo en este territorio de las poblaciones ibéricas,
herederas de aquellas que poblaban la zona en el Bronce Final (Llobregat, 1972), pero sería absurdo negar
a día de hoy el peso demográfico y cultural que las poblaciones de origen semita tuvieron en entornos
costeros como el Bajo Segura. La religión y, en este caso, el culto a Astarté, nos parece clave para entender
estos complejos procesos y valorar la originalidad de las nuevas formas, más allá de limitarnos a calificarlas
de “indígenas” o “exógenas”, y desde luego, posibilitan dotar de contenido el concepto “híbrido” (García
Cardiel, 2014), a veces poco aclaratorio, que hemos de entender desde una perspectiva diacrónica, en
el sentido del contexto cronológico. Los hallazgos del santuario presentados en este texto dotan de
materialidad concreta a dichos procesos históricos, y está claro con la documentación de que disponemos
hoy, que las poblaciones del Bajo Segura, cuyo substrato aúna un componente fenicio y otro local, tuvieron
un referente simbólico importante en esta antigua Astarté, que fue dotándose de nuevos significados y
generando nuevas prácticas rituales. Fue precisamente el carácter híbrido y abierto de estos significados y
prácticas lo que facilitó la incorporación de nuevos lenguajes iconográficos en su culto, como los pebeteros
de cabeza femenina de origen centro-mediterráneo –pero reinterpretados en una nueva forma aquí–, así
como la integración del santuario en nuevos esquemas territoriales impuestos por la hegemonía púnica en
la zona, apreciable al menos desde el siglo III a.C., y la posterior integración en el mundo romano.
5. SÍNTESIS Y CONCLUSIONES
No cabe duda de que el cerro del Castillo ha sido, desde siempre, un punto estratégico en las rutas de
navegación de cabotaje que unían el sur y este peninsulares con Ibiza. Su propia configuración, como hito
geográfico y referencia de navegantes, le confirieron per se un carácter sagrado, como otros tantos cerros
costeros de similares características (Marín, 2010: 498). Este promontorio señala además la desembocadura
del río más importante del sureste, y por ello tuvo seguramente ese carácter sagrado ya desde la prehistoria
reciente, a tenor de los mencionados grabados.
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F. Prados Martínez, H. Jiménez Vialás y A. García Menárguez
Estas cualidades no pasaron desapercibidas para los fenicios, que utilizarían el cerro con fines religiosos,
en primer lugar, de forma esporádica y en relación con sus singladuras, para pasar posteriormente a
establecerse en la zona y erigir un santuario. Los hallazgos permiten situar la fundación del santuario a
principios del siglo VIII a.C., al mismo tiempo que la implantación fenicia en la zona (Prados, et al., 2020:
106). El poblamiento se articuló en torno a este punto, que ejercería de núcleo simbólico en un territorio
recién ocupado, y con el trascurrir de los siglos quedó fosilizado el carácter sagrado del lugar, y con él, el
culto a una divinidad femenina compleja, con atribuciones varias, que hundía sus raíces en la diosa fenicia
Astarté, de cuya imagen se han recuperado dos terracotas.
No hay que olvidar el papel que la literatura clásica otorgó a los templos y a los santuarios en la
expansión fenicia en occidente, como el de Melkart en Cádiz, sin duda el más célebre (Bonnet, 1988). Los
santuarios costeros aseguraron la protección jurídica y religiosa a los colonos, permitiendo el contacto
entre diferentes culturas y sancionando el desarrollo de las actividades comerciales en tierras lejanas.
Estos lugares sacros parecen preceder a la instalación de ciudades propiamente dichas, más tardías. Es
en este contexto donde habría que situar el santuario del Castillo de Guardamar. La implantación de los
santuarios de esta fase arcaica se corresponde con una serie de asentamientos que surgen a lo largo del
litoral Mediterráneo, denominados por algunos autores como centros de producción para el intercambio,
con actividades económicas y artesanales diversificadas (González Wagner, 2000). Esta configuración
“dual” (santuario/hábitat fenicio) se reconoce en otros ejemplos como en Sevilla (Carambolo/Spal) la bahía
de Algeciras (Gorham’s Cave/Carteia) o Ibiza (Illa Plana/Dalt Vila-Ybusim). Como ya se ha comentado
páginas arriba, quizá podría ser éste el modelo que explique la naturaleza del asentamiento del Cabezo
Pequeño del Estaño, donde encontramos todo un registro ligado al comercio fenicio, a la explotación del
metal, a la defensa militar, pero nada que podamos relacionar con el culto religioso.
El santuario del Castillo de Guardamar se emplazó en un lugar prominente, manifestando una
apropiación simbólica del espacio, paso previo e ineludible del proceso de implantación fenicia, como bien
ejemplifica la traslación del mito de Melkart a occidente (González Wagner, 2008). La propia evolución
del santuario trasluce la de la presencia fenicia en la zona: una primera fase de asentamiento puramente
colonial o empórico, protagonizado por el enclave del Cabezo Pequeño del Estaño y el santuario de carácter
marítimo, que regularía actividades económicas y simbólicas por igual (Fumadó, 2012: 23); y una segunda
fase de consolidación urbana, marcada por la existencia de una verdadera ciudad, La Fonteta, desde la
segunda mitad del siglo VII a.C., que dotaría de sentido cívico y territorial al antiguo santuario (García et
al., 2020: 302). La perduración del santuario a lo largo de la segunda Edad del Hierro y hasta prácticamente
la conquista romana, subraya su categoría y su anclaje al territorio del Bajo Segura, a la vez que encarna la
continuidad entre los asentamientos fenicios citados y las poblaciones que los sucedieron: El Oral, Cabezo
Lucero o La Escuera.
La propia situación del santuario como “punto destacable” en el paisaje debió ser un estímulo para
que navegantes de distinta procedencia depositasen sus ofrendas. Esta cuestión, nada trivial, subraya su
importancia y su naturaleza “internacional”, explicando la diversidad y variabilidad formal y tipológica
de las ofrendas que aparecen en el registro y su abanico cronológico, que abarca grosso modo desde el
siglo VIII al I a.C. Esta amplitud temporal nos ilustra sobre lo enraizado de la sacralización en este punto,
aunque, como se ha comentado, la naturaleza del contexto arqueológico y el hecho de encontrarse bajo el
Castillo y la pobla de Guardamar durante siglos planteen problemas de conservación y registro.
Por otra parte, aunque en distintos apartados hemos mencionado la falta de contextos claros pertenecientes
a las fases arcaicas, en realidad hemos de valorar en profundidad tanto el conjunto de material presente
como el ausente, y la no existencia de esos contextos construidos, como un dato muy apreciable. Cabe
indicar que en este caso es tan importante lo poco que hay como lo mucho que falta, que debe entenderse
como reflejo del uso particular del lugar. Por ejemplo, si analizamos el conjunto de materiales, aunque
escaso, remite a formas muy precisas: ofrendas, ánforas y platos para la fase fenicia; otras ofrendas, ánforas,
cerámicas áticas y pintadas para el periodo ibérico pleno, y los pebeteros para el último uso. No se detectan
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cerámicas comunes, ni de cocina, y fuera del mencionado basurero, es testimonial el registro faunístico, a
excepción del malacológico, algo nada casual. Todo ello es, en sí mismo, un contexto, y es indicativo tanto
de las acciones que se llevaron a cabo como de las acciones que no se llevaron a cabo en la superficie del
cerro. La aparente limpieza, la concentración de elementos orgánicos sólo en el basurero, las actividades
artesanales y el carácter selecto de los materiales parecen reflejar acciones rituales, que no dejan el mismo
registro que cabría esperar en contextos domésticos. Por eso queremos incidir en el valor de lo ausente
como soporte interpretativo.
El análisis del material, por las cualidades y las cantidades de los elementos recuperados en las
prospecciones y las excavaciones descritas, subraya su longue durée, es decir, su continuidad a lo largo de
prácticamente todo el I milenio a.C., prueba fehaciente de la importancia del santuario, que fue utilizado
con los mismos fines rituales, si bien con distintos significados a través de los siglos.
Para terminar, es importante señalar que, desde un momento determinado, que apunta por la cronología
inicial de las piezas al siglo III a.C., hubo una homogeneización del culto a través del uso, casi exclusivo,
de un mismo tipo de manifestación religiosa y simbólica. La abundante presencia de los pebeteros de “tipo
Guardamar”, muy superior porcentualmente al resto de objetos como hemos visto, redunda en la idea de
que el culto se uniformizó, y que el viejo santuario, usado indistintamente por población local y extranjera,
se convirtió en escenario para la práctica de una religiosidad más estructurada y homogénea. Por eso será
una vez más el contexto material y geográfico, cultural, en definitiva, el que debe prevalecer a la hora de
evaluar esquemas particularmente conservadores como los religiosos. El fuerte impacto del culto a Astarté,
el continuismo subyacente en los objetos y en las actividades que se constatan, y el lugar en el que se
encuentra este santuario, ha de tenerse muy presente a la hora de equipararlo con otros santuarios ibéricos
como, por ejemplo, los de la montaña alicantina u otros enclaves costeros (García Cardiel, 2015).
Por último, dado que en el entorno próximo del yacimiento no se conocen grandes estructuras urbanas
desde el siglo III a.C., consideramos que el santuario pudo desempeñar un papel relevante en ese paisaje
rural disperso, como lugar de memoria y posible centro de peregrinación, en la línea señalada para otros
espacios religiosos de tradición fenicia y de carácter liminal (López-Bertran, 2011: 87). Al igual que otros
santuarios ibéricos, su implantación en el territorio le permitió actuar como garante del carácter cívico y de
la cohesión territorial en una fase de gran inestabilidad, vacíos de poder y formidables transformaciones,
siendo las últimas resultado del dominio púnico y la subsiguiente conquista romana.
NOTA
El trabajo se enmarca en el Proyecto LIMOS. Litoral y Montañas en transición. Arqueología del cambio social en las
comarcas meridionales de la Comunidad Valenciana (Prometeo 2019/035) financiado por la Generalitat Valenciana.
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Permanent IRI: http://mupreva.org/pub/1590
Creative Commons BY-NC-SA 3.0 ES
ISSN: 0210-3230 / eISSN: 1989-0508
Fernando PRADOS MARTÍNEZ a, Helena JIMÉNEZ VIALÁS b y Antonio GARCÍA MENÁRGUEZ c
De la Astarté fenicia a la diosa-madre ibérica.
Análisis de la documentación arqueológica
del santuario del Castillo de Guardamar (Alicante)
RESUMEN: Este artículo se concentra en las fases más antiguas del yacimiento ubicado en el cerro
del Castillo de Guardamar del Segura (Alicante). Junto a la presentación de un lote de materiales
arqueológicos en su mayoría inéditos o poco conocidos, se plantea la existencia de un santuario que
pudo estar activo desde el siglo VIII a.C. A partir del análisis de los distintos hallazgos y de la iconografía
de las terracotas existentes, se propone una advocación para este espacio sacro: la diosa Astarté fenicia,
cuyo culto se pudo prolongar en este lugar a lo largo de prácticamente todo el primer milenio a.C.
PALABRAS CLAVE: santuario, Astarté, religión fenicia, colonización, religión ibérica, terracotas,
pebeteros.
From Phoenician Astarte to the Iberian Mother-Goddess.
Analysis of the archaeological documentation
from the sanctuary of Castillo de Guardamar (Alicante)
ABSTRACT: This article focuses on the earliest phases of the site located on the hill where the castle
of Guardamar del Segura (Alicante) lies. Along with the presentation of several mostly unpublished or
little-known archaeological materials, the existence of a sanctuary that could have been active since
the 8th century BC is proposed. Based on the analysis of the different finds and the iconography of
terracotta figurines, the dedication of this sacred space is proposed: Phoenician goddess Astarte, whose
cult would have continued throughout practically the entire first millennium BC in this place.
KEYWORDS: sanctuary, Astarte, Phoenician religion, colonization, Iberian religion, terracotta,
perfume-burner
a Institut Universitari d’Investigació en Arqueologia i Patrimoni Històric. Universitat d’Alacant.
fernando.prados@ua.es | https://orcid.org/0000-0001-8441-8508
b Departamento de Prehistoria, Historia Antigua y Arqueología. Universidad Complutense de Madrid.
heljimen@ucm.es | https://orcid.org/0000-0002-9679-6968
c Museo Arqueológico de Guardamar.
agarciamenarguez@gmail.com | https://orcid.org/0000-0001-9453-1133
Recibido: 22/04/2021. Aceptado: 12/11/2021.
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F. Prados Martínez, H. Jiménez Vialás y A. García Menárguez
INTRODUCCIÓN. ENTRE FENICIOS E ÍBEROS:
UN SANTUARIO EN LA DESEMBOCADURA DEL SEGURA
Desde finales del siglo XX el tramo final del río Segura próximo a su desembocadura ha adquirido un
singular protagonismo en lo que concierne a la investigación arqueológica protohistórica (fig. 1). En este
marco hay que incluir las campañas llevadas a cabo en varios poblados ibéricos señeros: en la orilla norte
El Oral y La Escuera, situados ambos en el término de San Fulgencio (Abad y Sala, 1993; Abad y Sala,
2001) y en la meridional el Cabezo Lucero, en el término de Guardamar (Aranegui et al., 1993; Rouillard,
2010). El descubrimiento años más tarde de los asentamientos fenicios de La Fonteta (González Prats,
2010; Rouillard et al., 2007) y del Cabezo Pequeño del Estaño (García Menárguez, 1995; García y Prados,
2014) fechados entre principios del siglo VIII y finales del VII a.C., permitieron conocer mucho mejor tanto
el origen como el desarrollo de la floreciente cultura ibérica en el sureste (Abad, 2010).
Pero existe otro yacimiento, menos conocido para las fases más antiguas, que consideramos
fundamental dar a conocer con detalle por sus especificidades: el Castillo de Guardamar. En unas
campañas llevadas a cabo en 1993 y 1995, motivadas por la restauración de la fortaleza bajomedieval
y moderna, se realizaron actuaciones arqueológicas en la zona llamada “cuartel de Caballería” (Bevià,
1986). Los resultados no sólo contribuyeron a fijar los criterios para guiar las actuaciones de restauración,
sino que, además, permitieron ampliar la secuencia cultural y cronológica del yacimiento. Aunque ya se
Fig. 1. Mapa de la desembocadura del río Segura con indicación de los principales yacimientos fenicios e ibéricos
mencionados en el texto.
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había reconocido una fase ibérica gracias a los trabajos de excavación dirigidos por el profesor L. Abad
en 1982 (Abad, 1986: 151) en las citadas campañas se documentó una fase de ocupación correspondiente
a la primera Edad del Hierro (García Menárguez, 1992-1993).
Como ya se ha expuesto en trabajos previos (por ejemplo, García Menárguez, 1995 y 2010), la novedad
que ello suponía quedó limitada por la naturaleza de los niveles arqueológicos excavados, ya que el registro
había padecido intensos procesos postdeposicionales de génesis antrópica. Pese a ello, y tras la actual
revisión de los materiales, junto a la documentación gráfica, el conjunto dibuja un interesante panorama
que, como vamos a referir, subraya su función sagrada durante un largo periodo histórico.
La primera referencia sobre el posible carácter cultual del Castillo de Guardamar se remonta al siglo
XVI. La noticia la proporciona E. Gisbert quien, citando al canónigo D. Juan Cival, comenta que en 1594
se encontró en las cercanías de la villa (posiblemente en el cerro del Castillo) una estatua de bronce
representando a Mercurio, de unos dos palmos de altura (Gisbert y Ballesteros, 1901). En el siglo XVIII
Joseph Montesinos menciona más hallazgos, destacando la aparición de varias inscripciones y un tesorillo
de monedas romanas (Montesinos, 1795). Otras evidencias arqueológicas las recoge el mismo Montesinos
citando a Don Joseph Claramunt, canónigo de la Iglesia de Orihuela e hijo de esta Villa de Guardamar,
halladas con motivo de unas excavaciones junto a la Iglesia de la Villa (García Menárguez, 2010).
El término Castillo con que se conoce comúnmente a este yacimiento en realidad se corresponde con
la villa amurallada bajomedieval y moderna que, desde finales del siglo XIII hasta el primer tercio del
siglo XIX, ocupó el cerro que se levanta a espaldas de la actual localidad de Guardamar. La destrucción y
abandono de esta fortaleza tuvo lugar como consecuencia del terremoto de l829, que asoló muchos pueblos
de la comarca alicantina de la Vega Baja del Segura. En Guardamar, la villa amurallada fue reducida a
escombros, obligando a sus habitantes a levantar una población de nueva planta en el llano, a los pies del
cerro y separada del mar por la duna litoral (fig. 2).
Fig. 2. Vista aérea del castillo y su entorno costero. El cuadro señala el lugar donde se concentran la mayor parte de los
hallazgos (fotografía MAG-Museo Arqueológico de Guardamar).
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Fig. 3. Aspectos diversos de la factoría fenicia del Cabezo Pequeño del Estaño. Vista aérea y foso defensivo (arriba).
Manzana de casas y taller metalúrgico (abajo).
Con una altura máxima de 64 m sobre el nivel del mar, esta meseta alargada se compone geológicamente
de margas, calizas y areniscas pliocuaternarias. Presenta defensas naturales por todos sus lados, menos por
el que mira al norte, donde la pendiente desciende suavemente hasta alcanzar el curso fluvial del Segura.
Esta topografía garantiza la defensa y permite el dominio directo de su entorno en 360º. La cuenca visual
incluye el tramo final del valle aluvial, la Vega Baja, y toda la bahía que se abre desde el Cabo de Santa Pola
y la isla de Tabarca hasta el Cabo Cervera, el sinus Ilicitanus que citan autores clásicos como Pomponio
Mela (Chorog., II, 93) o Plinio (N.H., III, 4, 19-20).
Para los navegantes fenicios, estas condiciones naturales no pudieron pasar desapercibidas: prueba de
ello son las instalaciones estables que se fueron fundando en el entorno. El cerro, entendido como accidente
costero, señalaba la existencia de un buen puerto y del lugar donde virar hacia la factoría del Cabezo
Pequeño del Estaño, fundada en la primera mitad del siglo VIII a.C., y ubicada a un kilómetro escaso en
línea recta. Este enclave fortificado (fig. 3) cumplió los requisitos propios de las primeras instalaciones
fenicias (García y Prados, 2014 y 2017): se fundó sobre un espolón de altura moderada, de una superficie
de algo más de una hectárea, con un buen fondeadero, rodeado de una lámina de agua por tres de sus cuatro
partes y al abrigo de los vientos dominantes. Por delante del cerro del Castillo discurrían las principales
rutas náuticas que utilizaron este tramo de la costa como cabeza de puente tanto en los viajes de ida hacia
el estrecho de Gibraltar y el océano Atlántico, como los de vuelta hacia las Baleares, Cerdeña, Sicilia y el
Mediterráneo oriental. No cabe duda de que las fundaciones fenicias de Sa Caleta e Ybusim (Ibiza), desde
una perspectiva de la navegación por el Mediterráneo, jugaron un rol fundamental como bases intermedias
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De la Astarté fenicia a la diosa-madre ibérica.
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en las rutas marítimas que unieron oriente y occidente (Ruiz de Arbulo, 2000; Aubet, 2009). Algo similar
sucedería con el Castillo y las colonias fenicias de Guardamar, a medio camino entre las citadas islas y el
área tartesia, más allá de las columnas de Hércules.
Como veremos más adelante, creemos que su prominencia, que lo convierte en el accidente geográfico
más destacado de la desembocadura, fue determinante para su sacralización. Aún hoy día, para cualquier
embarcación que pretenda llegar navegando hasta la gola del Segura, el cerro del Castillo constituye una
referencia geográfica de primer orden, pues visto desde el mar se erige como el hito más destacado de la
costa. En la talasonimia local se le considera una referencia básica para los pescadores (Sempere, 1991).
2. LAS INTERVENCIONES ARQUEOLÓGICAS: LOS NIVELES PROTOHISTÓRICOS
Desde las primeras excavaciones se constató que la estratigrafía había sido en gran medida alterada
por las construcciones medievales y modernas (Abad, 1986; 1992). Pese a ello, en todos los cortes se
documentaron materiales de diferentes épocas y usos, sobresaliendo por su singularidad los de carácter
religioso. De entre éstos, destacaron los denominados pebeteros de terracota en forma de cabeza femenina
(fig. 4), sin duda el conjunto mejor estudiado y conocido de este yacimiento (Abad, 2010). De hecho, del
total de materiales protohistóricos recuperados en las excavaciones y prospecciones el porcentaje de los
fragmentos de pebeteros supuso casi el 50 %. Esta cuestión indicaba, en paralelo, la escasa presencia de
registro arqueológico propio de un hábitat, algo sobre lo que volveremos después. Los datos permitían
inferir que en la cota más alta del cerro del Castillo pudo existir un espacio sacro, quizás un santuario cuyo
uso se prolongó en el tiempo, adquiriendo su máxima expresión en época ibérica, entre los siglos IV y I a.C.
a tenor de los materiales, especialmente las citadas terracotas (Abad, 2010: 60).
Fig. 4. Conjunto de pebeteros ibéricos de terracota tipo “Guardamar” (fotografía MAG-Museo Arqueológico de
Guardamar).
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F. Prados Martínez, H. Jiménez Vialás y A. García Menárguez
Fig. 5. Vista del corte A (excavaciones de A. García Menárguez, 1993).
La intervención arqueológica de urgencia de 1993 se concentró en la muralla oriental del Castillo. En
esa campaña, la excavación del corte A (fig. 5) permitió exhumar en su cara externa un potente relleno que
sirvió para sellar, durante las reformas renacentistas, un foso tallado en la roca como defensa avanzada
de la muralla bajomedieval. La excavación de este sector sirvió para observar que la instalación de esta
muralla seccionó el registro estratigráfico de los niveles previos de la Edad del Hierro, pero no supuso su
desmantelamiento.
Una vez retirados los estratos recientes, generados con posterioridad al seísmo de 1829, afloró un
pavimento de época moderna que cubría los niveles inferiores. Debajo se documentó un segundo suelo de
tierra margosa de color amarillento y verdoso compactada, relacionado con la ocupación de época ibérica.
Lo interesante es que sellaba un último estrato compuesto por tierra y piedras menudas que regularizaba las
oquedades de la roca base.
Presuponemos que este último nivel debió de estar asociado a alguna estructura arquitectónica, según se
desprende del hallazgo de improntas vegetales sobre el barro, quizás de la techumbre. El conjunto de materiales,
aunque no muy abundante, era tremendamente significativo: primero, porque estaba ubicado bajo un nivel de
época ibérica que lo sellaba, y, segundo, porque se podía adscribir en su totalidad al Hierro Antiguo.
De todo el lote cabe subrayar el hallazgo de varios elementos relacionados con la artesanía textil.
En concreto, una fusayola bicónica, con perforación central y varias pesas de telar, algunas de ellas en
buen estado de conservación, de las denominadas de doble perforación y escotadura en “V” (fig. 6),
que aparecieron formando línea recta, junto a los restos de un fragmento de madera carbonizada. Ello
posibilitaba interpretar este hallazgo como parte de un telar de bastidor, aparecido en posición primaria.
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Fig. 6. Pesas de telar y fusayolas recuperadas en las excavaciones del Castillo.
Junto a estos elementos se recuperaron fragmentos de cerámica muy tosca, fabricada a mano, representativa
de los tipos clásicos de la vajilla del Bronce Final y del Hierro Antiguo del sureste. Junto a la cerámica a
mano se localizó cerámica a torno, destacando un fragmento de hombro perteneciente a un ánfora fenicia
del grupo de las T-10, de procedencia malagueña. Se trata en su conjunto de un elenco cerámico similar al
que se localiza en la factoría del Cabezo Pequeño del Estaño (García y Prados, 2014: 129).
En 1995 prosiguieron los trabajos con la excavación del corte B, contiguo al anterior por su lado sur (fig. 7).
En este caso, los materiales arqueológicos fenicios aparecieron asociados a un área de desechos, formada por un
estrato de color oscuro de unos 50 cm de espesor. Se documentó una decena de huesos de mamíferos (ovicaprinos
y lepóridos) y malacofauna terrestre (gasterópodos del tipo Iberus alonensis) y marina, sobresaliendo las lapas
del género patella y las peonzas tipo Monodonta turbinata. Por el contexto y los hallazgos daba la impresión de
que se había seleccionado y acondicionado un área de desechos o basurero, aprovechando una depresión entre
las rocas de arenisca y calizas de la base del cerro (García Menárguez, 1992-1993).
Indicativo de la actividad que reflejaba este basurero, junto a la fauna, no muy abundante a excepción
de la malacológica, se recogieron algunas cerámicas a mano muy fragmentadas y un trozo de borde de un
plato de barniz rojo fenicio que podría fecharse hacia mediados del siglo VIII a.C. como veremos en el
siguiente apartado. Aparecieron también otras cerámicas a torno, entre ellas varios fragmentos de plato
de cerámica gris, así como un asa y otros fragmentos del cuerpo de un ánfora del tipo T-10 de producción
fenicia occidental (fig. 8).
Siguiendo una lectura inversa de la estratigrafía, este basurero fue cubierto por un nivel de tierra arcillosa
perteneciente al periodo denominado Ibérico Antiguo (ss. VI-V a.C.). De este periodo se documentó un
muro de mampostería, con una orientación SE-NO, que conservaba una longitud de unos 3 m de largo
por unos 50 cm de ancho conservados. Se le asociaba un pavimento de adobes, con algunos ejemplares
cuadrados de 30 x 30 cm y otros rectangulares de 30 x 25 cm, muy similares a los que se conocen en las
casas destacadas del vecino poblado de El Oral (habitaciones IVH2 y IVH4; Abad y Sala, 2001: 68).
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F. Prados Martínez, H. Jiménez Vialás y A. García Menárguez
Fig. 7. Fotografía del corte B (excavaciones de A. García Menárguez, 1995).
El registro asociado a este pavimento no fue abundante, pero sí significativo como para reconocer una
clara ocupación durante el periodo Ibérico Antiguo: varios fragmentos de ánforas y la parte superior de un
plato de cerámica gris, de carena alta y borde exvasado. Se recogieron restos de malacofauna, en este caso
gasterópodos terrestres. Sobre el nivel de abandono que sellaba esta fase la estratigrafía apareció muy alterada
por las fosas bajomedievales. Aun así, se pudo exhumar un pequeño hogar, de forma rectangular, junto al perfil
sur del corte. El estrato grisáceo asociado a éste contenía algunas bolsadas con restos de carbón y materia
orgánica como consecuencia de la estructura de combustión, ofreciendo un registro donde se documentaron
ecofactos: pocos restos óseos de ovicaprinos, cáscaras de huevo de avestruz y de nuevo malacofauna. Se
recuperaron también fragmentos de cerámicas ibéricas con decoración geométrica, de barniz negro y otras ya
de época romana. Lo escaso del registro faunístico no parece resultado de una ocupación estable y un consumo
de tipo doméstico, por lo que habría que pensar en prácticas rituales, sobre todo si lo comparamos con los
volúmenes procedentes de los hábitats fenicios próximos (Moreno, 1996; Iborra, 2007).
De esta intervención cabe destacar por último la localización de varios fragmentos de terracota de época
ibérica, correspondientes a exvotos de pebeteros de cabeza femenina, con las facciones del rostro algo
desfiguradas, encuadrables dentro del Grupo 2 de L. Abad (2010). Este hallazgo, como veremos, viene a
sumarse a la interpretación ritual y a la existencia de un espacio sacralizado en época ibérica, situado en la
cima del cerro, que se emplaza en el sector meridional.
Las últimas intervenciones arqueológicas realizadas durante 2019 por la empresa Alebus Patrimonio
Histórico S.L., han vuelto a incidir especialmente en la misma problemática, corroborando la existencia
de una fase de ocupación histórica correspondiente al Hierro Antiguo a la que se superpone otra de época
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Fig. 8. Conjunto de cerámicas fenicias del Castillo (selección).
ibérica. Esta excavación (fig. 9), desarrollada por la cara interior del flanco occidental de la muralla
bajomedieval, ha permitido documentar de nuevo sobre la roca base un nivel de ocupación del Hierro
Antiguo. Entre los materiales sobresalen las cerámicas a mano, en las formas típicas del Bronce Final o la
primera Edad del Hierro, así como materiales a torno entre los que destacan las grises orientalizantes y otros
vasos con decoración bícroma de bandas paralelas y varios fragmentos de ánforas fenicias que nuevamente
se adscriben al grupo de las T-10. Se trata, en definitiva, de un conjunto representativo que se fecha desde
finales del siglo VIII al siglo VI a.C., y con ello, en clara sintonía con lo que se documenta en los enclaves
fenicios vecinos (García y Prados, 2014; García, Prados y Jiménez, 2020).
Los niveles de época ibérica se constataron en algunos puntos, tanto sobre la roca del cerro como sobre el
citado estrato del Hierro Antiguo. Relacionados con esta fase ibérica se localizaron un par de construcciones
muy afectadas por las transformaciones urbanas bajomedievales. Se trata de dos muros de mampostería,
uno de ellos con tendencia curva y el otro rectilínea. De los materiales asociados a estas construcciones
destacan las producciones ibéricas, sobre todo las cerámicas pintadas decoradas con elementos geométricos
y las ánforas, así como otras importadas, caso de las cerámicas áticas de figuras rojas. Se trata, por tanto,
de un conjunto que se puede fechar en época ibérica plena (siglos IV y III a.C.) y en el no aparece cerámica
común. Además, cabe resaltar la aparición, junto al citado conjunto, de un fragmento de terracota del grupo
1 del “tipo Guardamar” (Abad, 2010: 126). Se trata de un hallazgo relevante debido a que se documenta en
un contexto cronológico algo anterior al que se propone generalmente para estos pebeteros, los siglos II y I
a.C. (Moratalla y Verdú, 2007: 362; Horn, 2011; Grau et al., 2017: 84), y concuerda con la cronología algo
anterior planteada por Sala y Verdú (2017: 32).
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Fig. 9. Ortofoto
del Castillo tras las
restauraciones de
2020. Se indican las
distintas actuaciones
llevadas a cabo.
Cortesía Ayto. de
Guardamar.
3. DEL SANTUARIO EMPÓRICO AL CÍVICO: PAISAJE Y MATERIALES
ARQUEOLÓGICOS
Una vez referidas sucintamente las intervenciones arqueológicas desarrolladas en el Castillo, queremos
incidir en el reconocimiento de la fase fenicia e ibérica antigua y plena (siglos VIII-IV a.C.) y en la existencia
de un lugar sagrado desde los primeros momentos de su ocupación. Esta cuestión resulta fundamental para
comprender la naturaleza de la primera presencia fenicia y su posterior desarrollo, junto a la organización
del proceso de urbanización de toda el área de la desembocadura del río Segura. A partir del examen de
los materiales arqueológicos y del análisis de otras variables, como aquellas que se refieren a la posición
estratégica del emplazamiento respecto del territorio circundante y su percepción desde el mar, como lugar
destacado, proponemos como hipótesis la existencia en el extremo meridional del cerro de un espacio
sacralizado (ver figs. 2 y 9).
Cabe la posibilidad de que este carácter sagrado tuviese su origen en la Prehistoria reciente. La existencia
en el entorno del Castillo de algunos conjuntos de grabados rupestres aún inéditos (cruciformes, cazoletas y
líneas que las conectan) muy similares a otros estudiados en la provincia en conexión con el consumo de sal
por el ganado y asociados a poblados de la Edad del Bronce (Mataix et al., 2015: 38), así como la singular
importancia de las vías de comunicación que discurrían a su pie –que presentan rodadas de carro en algunos
sectores– debió suponer, en opinión de algunos investigadores, su significación como hito territorial desde
fechas tempranas (Mederos, 1999; Mederos y Ruiz, 2001). A todo ello habría que añadir lo conspicuo de
este punto, destacado sobre la plataforma litoral y perceptible desde todo el arco montañoso que rodea la
desembocadura del río Segura.
Sumado a todo ello, la llegada de los navegantes fenicios en los albores del siglo VIII a.C. supuso
la elección de este promontorio costero para ubicar un santuario, que pasaría a convertirse también en
referencia principal para la navegación. Es bien conocida la relación de los primeros establecimientos
fenicios con la elección de un lugar, en un punto significativo de la geografía, generalmente dedicado a
la protección de los navegantes o a rendir culto a determinadas deidades que debían serles propicias en
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su empresa colonial (Brody, 1998: 40). Así sucedió en Gadir, por ejemplo, y en otros muchos lugares de
la colonización fenicia de la península ibérica como Baria (Villaricos, Almería), el peñón de Salobreña
(Granada), el peñón de Gibraltar, El Carambolo (Santiponce, Sevilla) o Ratinhos (Alqueva, Portugal),
donde la primera instalación de fenicios estuvo ligada a la construcción de un santuario o un templo (Ferrer,
2002; López Castro, 2005; Fernández y Rodríguez, 2007; Escacena et al., 2007; Prados, 2010; Silva et al.,
2019). Tanto la posición como la materialidad que ahora pasaremos a estudiar indican que sobre el cerro del
Castillo de Guardamar se erigió un santuario de tipo empórico (López Castro, 2006) y de carácter costero
(García et al., 2020) ubicado en un punto de referencia estratégico y simbólico, fundamental para marcar la
cercanía de la desembocadura del Segura a los navegantes.
El santuario del Castillo responde a un modelo de implantación que se repite a lo largo del litoral costero
del tercio sur peninsular relacionado con el incremento del comercio y, con ello, de la navegación fenicia
a partir del I milenio a.C. (Marín Ceballos, 2010). Es cierto que algunos de estos hitos estratégicos de
especial significación ya habían tenido un origen anterior. Parece evidente que en los lugares sagrados de
advocación a dioses fenicios como Baal Saphon, Melkart o la diosa Astarté, debieron de existir ritos ligados
a la protección de los navegantes, aunque apenas haya quedado constancia en el registro arqueológico, caso
de las anclas de piedra, por ejemplo (Escacena, 2005; Romero, 2012: 112). De hecho, algunos periplos nos
ilustran sobre la religiosidad de las gentes del mar, y refieren la obligatoriedad que tenían los marineros
de bajar a tierra con ofrendas, o realizar sacrificios en la propia embarcación al avistar los promontorios
sacros (Kapitän, 1989; Vargas Girón, 2020); así como la prohibición de permanecer más tiempo del preciso,
como alerta la Ora Maritima respecto a las columnas de Hércules: “las naves se acercan a hacer sacrificios
al dios y se marchan rápidamente: se considera un sacrilegio demorarse en estas islas” (vv. 361-362). De
hecho, la existencia de lugares sagrados en los accidentes geográficos costeros es una constante a lo largo
del Mediterráneo (Gras, 1999; Ferrer, 2002). Los objetos que nos ocuparán más adelante hallados en el
Castillo, junto a la cerámica fenicia y las dataciones radiocarbónicas obtenidas en el Cabezo Pequeño
del Estaño, manifiestan que las prácticas religiosas del santuario arrancaron en un momento inicial de la
presencia colonial en la zona (García y Prados, 2014; García et al., 2020).
Ya hemos avanzado que el carácter sacro del cerro parece inferirse también por su peculiar situación en
un área liminal, lugar de paso, punto estratégico y nodal donde confluían diversas vías de comunicación.
Por un lado, en sentido este-oeste, la vía fluvial que conectaba las rutas marítimas con el antiguo estuario
y el valle del Segura en dirección a tierras murcianas y de la alta Andalucía, con abundantes recursos
agrícolas y metalíferos (Prados et al., 2018). Por lo que se refiere a las vías terrestres, el cerro del Castillo
constituye un cruce de caminos que une las citadas rutas marítimas y fluviales con territorios del interior,
a través de caminos carreteros y cañadas de ganado trashumante, empleadas hasta tiempos recientes –en la
zona se conserva aún el topónimo medieval “bovalar” destinado a un lugar de pastos y reunión del ganado–
(Beviá, 1985). Éstas conectaban la Meseta, a través del valle del Vinalopó, con los pastos que se abren en
la margen derecha del Segura y las lagunas saladas de Torrevieja y La Mata. Por estos mismos caminos,
una vez asentados los fenicios en la costa, discurrirán elementos de prestigio de procedencia oriental y
productos de intercambio como los documentados en Camara y en El Monastil de Elda (Poveda, 1994 y
2000; Mederos y Ruiz, 2001), en el Castellar de Villena (Esquembre, y Ortega, 2017) e incluso más al norte,
en las comarcas del Alcoià y el Comtat (Acosta et al., 2010).
Desde esta perspectiva, y entendido el cerro del Castillo como punto nodal, creemos que reúne las
condiciones de lo que algunos autores han identificado, según los relatos que narran los viajes a occidente,
como un espacio sagrado, sin que sea necesario para ello la presencia de una arquitectura monumental
(Marín, 2010: 500). Así solían operar los santuarios de tránsito y de frontera (Prados, 2006: 55). Es muy
esclarecedor a este respecto la descripción que hace Estrabón (3.1.4) del Hierón Akroterion identificado
con el portugués cabo de San Vicente “como un espacio al aire libre donde no hay templos ni altares, sino
piedras sobre las que, según una antigua costumbre, se derraman libaciones” (Ferrer, 2002: 190; Romero,
2008: 78). Con el tiempo, los espacios sagrados, propiedad de los dioses, lugar de contacto entre éstos y
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los mortales, y entre el mar y la tierra (Aranegui, 1994; Delgado, 2010), podrían disponer de un espacio
delimitado por un murete, a modo de lugar sagrado de exclusión o témenos, y algún altar, como elemento de
comunicación entre el hombre y la divinidad, a través del sacrificio y la plegaria. De existir en el primigenio
espacio sacralizado del Castillo alguna estructura edilicia, tal vez el culto inicial integró en su interior
alguna grieta, como las que afloran en la base de la muralla norte, o quizá en alguna de las cuevas que se
observan en el borde inferior del cerro (fig. 2). Recordemos al respecto que los propios santuarios ibéricos,
excluyendo a los urbanos, no desarrollaron una arquitectura como tal hasta el siglo III a.C. (Ramallo et al.,
1998; Almagro y Moneo, 2000; Grau y Rueda, 2018).
Según algunos autores, parece ser que la sacralización de los accidentes naturales a lo largo de las
costas peninsulares estuvo ligada a un sistema de orientación, con el propósito de garantizar a largo plazo
las rutas de navegación (Aranegui, 1994; Belén, 2000; Ruiz de Arbulo, 2000). Por ello, la disposición de
derroteros y un conocimiento lo más exhaustivo posible de los puntos de fondeo, resguardo y aguada,
resultaba primordial, como también lo era la necesidad de asegurar el carácter neutral del santuario como
punto de escala.
En los periodos conocidos como Bronce Tardío y Bronce Final tanto las cuevas como los promontorios
costeros se consideraban santuarios en sí mismos, lugares santos para los númenes (Gómez-Bellard y
Vidal, 2000; Mateos, 2006; Marín, 2010: 499) y pudieron ser empleados por los navegantes mediterráneos
que alcanzaron las tierras de Iberia en esa época (Ruiz-Gálvez, 1995). Algunos siglos más tarde y quizás
apoyados en derroteros e itinerarios confeccionados en esta etapa previa que se acaba de referir, hay que
situar la llegada regular de los marinos fenicios y su asiento en las tierras del sur y el sureste peninsular.
La fundación del Cabezo Pequeño del Estaño, probablemente en las primeras décadas del siglo VIII a.C.,
con su potente fortificación y foso recientemente excavado (fig. 3), así como la constatación de la recepción
y elaboración de lingotes de plomo y plata en el seno del yacimiento, se han de vincular con este momento
(Prados et al., 2018). Algo después, y como paradigma de lo exitoso del modelo de implantación fenicio, surgió
la ciudad portuaria de La Fonteta, que se enmarca en otro proceso más abierto y menos especializado que el
que refleja la factoría prístina, cuya materialidad indica casi un monopolio fenicio occidental centrado en el
trasiego de plata (recientemente, Prados et al., 2020: 109). Pero todos estos indicios no se pueden comprender
sin la existencia tanto de la divinidad protectora y sancionadora de las fundaciones y los intercambios, como
del centro sagrado de cohesión territorial: ahí es donde incluimos el santuario del Castillo. Junto al vector
principal que supuso el metal (Aranegui y Vives-Ferrándiz, 2017: 27) el desarrollo del nuevo modelo colonial
en las bocas del Segura debió incrementar tanto el flujo comercial con el interior (que explicaría la presencia
de materiales fenicios en Peña Negra, por ejemplo) como el del ganado trashumante y el comercio de la sal a
lo largo del corredor del río Vinalopó (González Prats, 2002; Mederos y Ruiz Cabrero, 2001).
Los materiales arqueológicos documentados en el Castillo ofrecen luz tanto sobre su función religiosa
como sobre su cronología. De todo el conjunto de hallazgos el mayor porcentaje pertenecía a restos
cerámicos. Cabe destacar, en primer lugar, la aparición del citado fragmento de plato fenicio de barniz rojo,
con un borde de 2,2 cm. de ancho (fig. 8.3) que se puede fechar a mediados del siglo VIII a.C. Destacan
también las piezas de cerámica gris (figs. 8.4 y 8.5), con varios fragmentos pertenecientes a dos platos de
borde saliente que se podrían fechar por sus paralelos con el Castillo de doña Blanca (Cádiz) y con Fonteta I
y II a finales del siglo VIII a.C. y principios del VII a.C. (Ruiz Mata, 2016; González Prats, 2014). También
se han documentado fragmentos a torno pertenecientes a un ánfora del grupo de las T-10, de hombro
carenado (fig. 8.2) que se puede vincular con la misma cronología. Del material cerámico fabricado a
mano destaca un recipiente de forma ovoide y bordes reentrantes, con dos mamelones como elementos de
aprehensión (fig. 8.1) cuyos paralelos más cercanos se encuentran en el vecino Cabezo Pequeño del Estaño
en contextos de mediados-finales del siglo VIII a.C.
Junto a la cerámica llama poderosamente la atención la aparición de los citados elementos vinculados
a la artesanía textil. Estas pesas de telar (fig. 6), aunque más evolucionadas, tienen sus precedentes en
los ejemplares documentados en poblados del Bronce Final del sureste (Molina, 1978: 207), como es el
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caso del Cerro de la Encina de Monachil (Arribas et al., 1975). Nuestro paralelo más próximo está en
Peña Negra, donde aparecieron restos de un telar con numerosas pesas de escotadura superior sobre un
pavimento que sellaba desechos de fundición (González Prats, 1992). Ya hemos adelantado que en el
momento de su recuperación los cuatro ejemplares de pesas aparecieron alineados sugiriendo la presencia
del telar instalado in situ. Así pues, en el cerro del Castillo se documenta la existencia de un espacio de
actividad textil que ya estaba en uso en época fenicia arcaica.
Junto a los materiales obtenidos en las excavaciones se han sucedido otros hallazgos de singular interés
que se pueden relacionar con la fase fenicia. Nos estamos refiriendo, en primer lugar, a dos elementos de
metal: dos puntas de flecha de bronce recuperadas en las laderas del Castillo. Una de ellas, donada al Museo
Arqueológico de Guardamar en 1991, era de doble filo con arpón lateral recortado (tipo 11a de Lorrio et al.,
2016: 55). Este tipo, relacionado con la llegada de los fenicios a las costas peninsulares (Mancebo y Ferrer,
1988-1989; Quesada, 1989), se empleó tanto como arma de guerra como para la caza (Elayi y Planas, 1995).
La segunda punta de flecha (fig. 10) fue descubierta a raíz de unas excavaciones de urgencia practicadas
en 1999 en el sector suroccidental de la muralla, con motivo de unos trabajos de restauración. Su localización
en un depósito de ladera dificultó su contextualización estratigráfica. Se trata de una punta de bronce, con
hoja lanceolada, de sección aplanada y largo pedúnculo de sección rectangular, doblado en su extremo
interior. Por su tipología parece tratarse de un ejemplar procedente de la costa sirio-palestina (Yadin, 1963:
353; García et al., 2020: 311 y fig. 10).
Los primeros ejemplos de este peculiar tipo de punta de flecha los tenemos en oriente, ya en el Bronce
Medio, como se aprecia en algunos ejemplares conservados hoy en el Museo Nacional de Beirut (Puech,
2000). Aunque la pieza del Castillo es igual a las orientales, cabe referir la existencia de otra similar localizada
en La Fonteta, algo más evolucionada, lanceolada y de largo pedúnculo (González Prats, 2014: fig. 29).
Documentada en la fase III de este enclave presenta un marco cronológico del siglo VII a.C. (González
Fig. 10. Punta de flecha de bronce del castillo. A la derecha, ejemplares fenicios del Museo Nacional de Beirut (según
Yadin, 1963: 353).
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Prats, 2014: 272). Junto a los citados paralelos orientales, este contexto nos es muy útil para fechar la del
Castillo, que podría encuadrarse sin problema a lo largo del siglo VIII a.C. Mención aparte merecen las
noticias, algo difusas, que señalan la aparición de un hacha de talón de bronce en las laderas del cerro,
que fue entregada al Museo Arqueológico Provincial de Alicante. Pese a las limitaciones, consideramos
que todos estos hallazgos metálicos se pueden relacionar con el carácter sagrado del cerro del Castillo: en
oriente, flechas y otras armas formaron parte de los depósitos votivos que se realizaban en los santuarios
(Chamberlain, 1983). Se debió tratar de ofrendas religiosas depositadas ante la divinidad para corresponder
su protección o agradecer el haber llegado a buen puerto tras una larga y peligrosa travesía.
Otro hallazgo muy significativo es el de un fragmento de terracota de una figura femenina velada que
presenta un peinado de tipo hathórico, si bien se encuentra erosionada (fig. 11, izq.). Tiene los brazos
cruzados sobre el pecho, el derecho sobre el izquierdo, en una actitud similar a la de los ushebti egipcios,
si bien aquí no se reconocen atributos reales como el cetro y el látigo. Aunque la postura remite a modelos
egipcios, su rostro no tanto. Su mirada frontal, ojos almendrados, las arrugas de la frente y sus orejas
remiten a las imágenes de la diosa Astarté que se conocen bien en terracotas del ámbito fenicio (fig. 11
abajo) y piezas orientalizantes hispanas como la del llamado bronce Carriazo, el marfil de Medellín o la
Astarté del monumento de Pozo Moro. Aunque las imágenes de Astarté que se conocen en terracota o en
las placas áureas presentan los brazos en similar disposición, se cogen los pechos en clara referencia a la
fecundidad y a la maternidad, o sujetan otros atributos (fig. 12) tales como flores de loto o sistros (Bonnet,
1996; Cornelius, 2008). El estado de conservación de la pieza, especialmente dañada en la parte frontal, no
permite saber si sostuvo algo en las manos. Aunque adolece de un contexto claro para fechar su uso, como
se ha dicho, tanto su vinculación con esta divinidad femenina como los rasgos y los paralelos descritos nos
permiten proponer una fecha de los siglos VII o VI a.C. para su fabricación.
Fig. 11. Figura orientalizante de terracota procedente del Castillo. Debajo, ejemplares de la costa sirio-palestina (a partir
de Press, 2014).
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Fig. 12. Colgantes áureos
de Astarté con peinado
hathórico (según Ziffer et
al., 2019).
Por último, en la ladera suroccidental destaca el hallazgo de una cabeza femenina de terracota, con
un cuello largo, a modo de vástago, parcialmente ennegrecida por la acción del fuego. La cabeza aparece
ataviada con un tocado egipcio, quizás un nemes o klaft, fijado en la cabeza mediante una diadema de la
cobra real (fig. 13). Estos tocados se relacionan también en el ámbito religioso fenicio con la imagen de
Astarté (Cornelius, 2008). Ésta es una pieza muy interesante debido a que se conoce incluso un centro de
fabricación en Ascalón, en Palestina, que ha sido objeto de un reciente estudio monográfico (Press, 2014).
Del amplio elenco de figuritas de Ascalón (fig. 13, a la derecha) clasificadas en cuatro tipos: “filisteo-psi”,
“Asdod”, “micénico” o “fenicio”, la nuestra se puede adscribir sin problema a este último grupo (Press,
2014: 58 y ss.). Estas piezas, interpretadas como tapones de recipientes sagrados en algún caso, parece que
fueron empleadas en los santuarios próximo-orientales como ofrendas o exvotos entre los siglos XI y VIII
a.C. Su largo cuello, a modo de vástago, era hincado en los altares o colocado sobre pequeños agujeros
realizados a tal efecto (Press, 2014: 233).
Aunque perteneciente a la fase ibérica del santuario, junto a los pebeteros “tipo Guardamar”, de
amplísima difusión en el área contestana (Horn y Moratalla, 2014: 159; Grau et al., 2017: 77) una de las
terracotas más interesantes del conjunto recuperado en el Castillo es la que representa a una divinidad
nutricia, una diosa curótrofa, que amamanta a un niño (o quizás a dos, pues está fragmentada). Se trata
de un tipo conocido en otros santuarios ibéricos como el de La Serreta de Alcoi, donde se documenta la
llamada “deesa mare” fechada en el siglo III a.C. (Grau et al., 2008; Grau et al., 2017, 95). El ejemplar
guardamarenco (fig. 14, izq.), de un acabado más cuidado y realista que el alcoyano, presenta una figura
femenina en el centro, vestida con un manto y velada, que porta una especie de torque u otro adorno en el
cuello, y que sostiene en su regazo, sobre su brazo izquierdo, un niño –y posiblemente otro en el otro brazo-.
La pieza que representa al bebé se ha perdido, quedando tan solo la pella de barro triangular colocada en el
lugar en el que éste se fijaba al brazo de la madre. Donde debían estar los pechos la figura femenina presenta
dos oquedades que indican el vacío o la pérdida por rotura de los bebés que amamantaba. La pieza, de unos
13 x 9 cm, sólo conserva la mitad superior y, debido a que no es simétrica, siendo más ancha en su parte
derecha, pensamos que se trata de una representación grupal similar a la citada de La Serreta.
En la terracota de Alcoi, de unos 18 x 17 cm, la imagen es mucho más esquemática (fig. 14, dcha.).
Aparece la diosa en un trono amamantando a dos lactantes, y a sus dos lados, dos parejas de mujeres
y niños de menor tamaño que la figura central. A la derecha la mayor coge con el brazo derecho a la
menor, y ambas apoyan el brazo izquierdo en el trono donde se sienta la figura principal. A la izquierda,
una paloma posada en el trono separa la figura principal de las dos menores. Éstas dos tocan el aulós o
flauta doble, dotando a toda la escena de un acentuado carácter ritual cargado de simbolismo. La pieza
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Fig. 13. Cabeza egiptizante de terracota del Castillo. A la derecha, ejemplares similares de Ascalón (a partir de Press, 2014).
Fig. 14. Fragmento de terracota que representa a la divinidad nutricia. A la derecha, conjunto de La Serreta de Alcoi y
terracota fenicia procedente de Tiro, Líbano (National Museum of Beirut; fotografía hmn.wiki/es).
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conservada en el Museu Arqueològic Municipal Camilo Visedo Moltó de Alcoi ha permitido identificar
otros fragmentos sueltos con grupos y escenas similares (Grau et al. 2017: 95-99). En el Castillo sucede
igual: de entre los fragmentos destaca la parte inferior de una figura femenina de la que se conservan los
pliegues bajos del manto y un pie, calzado, que asoma por debajo. La misma diosa de la fecundidad, en
su atributo de curótrofa, se ha hallado en otros yacimientos ibéricos del sureste como Cabecico del Tesoro
(Verdolay, Murcia) o Jumilla (García Cano et al., 1987; Gil y Hernández, 1995-1996: 156), así como de la
Oretania septentrional (Benítez de Lugo y Moraleda, 2013). En el ámbito fenicio-púnico, la imagen de Isis
curótrofa tuvo una amplia difusión en relación con el ámbito funerario fundamentalmente (recientemente
Ferrer y López-Bertran, 2020: 379).
Otra pieza muy significativa del Castillo que remite a la religiosidad oriental en general, y a la fenicia
en particular, es la placa de terracota que representa a un felino en actitud de ataque a otro animal (fig.
15). Aunque la pieza está fragmentada, el animal que aparece sometido bajo las patas y el torso del que
ataca parece otro felino por las garras de la pata con que se defiende. Entre las del animal atacante parece
reconocerse una cabeza que le muerde la zona de los genitales. De ser así, la escena representaría una lucha
entre dos leones o la lucha entre un león y un gran herbívoro. Estas representaciones son bien conocidas en
los relieves asirios, en los marfiles fenicios y en algunas piezas metálicas como las páteras de plata, y están
cargadas de mensajes rituales. El soporte en terracota quizás le podría dar un carácter mucho más local y
próximo a los exvotos y objetos de culto que reconocemos en el Castillo. Dado su estado de fragmentación,
con unos 7 x 5 cm conservados, desconocemos si la escena era mayor y más compleja. Por su sección
pudo formar parte de una caja (la placa tiene unos 2 cm de grosor), de un altar de terracota similar a los de
Kerkouane (Fantar, 1998: 58) o formar parte de algún elemento de decoración arquitectónica.
4. EL CULTO A ASTARTÉ: UNA PROPUESTA INTERPRETATIVA
A la hora de proponer una advocación para el santuario es necesario recoger todas las representaciones,
tanto las que se pueden adscribir a época fenicia u orientalizante, como las ibéricas, hasta prácticamente la
conquista romana y su aparente abandono. Presumimos este abandono por la falta de datos, conscientes de
la fórmula típicamente romana de integración territorial consistente en mantener los cultos en los santuarios
locales hasta transformarlos, mediante sincretismos o asimilaciones, en otros más próximos a la oficialidad
del imperio (ej. Henig y King, 1986; Marco, 1996; Bendala, 2006; Machuca, 2019) con ejemplos en el área
de estudio (Stylow, 1986; Ramallo, 2000; Abad, 2015). Por tanto, se han de relacionar todos los hallazgos
materiales, ofrendas, exvotos, terracotas y actividades detectadas en las excavaciones con la situación
geográfica del Castillo, para proponer su función y su potencial advocación.
Fig. 15. Fragmento de terracota que representa a un felino atacando otro animal o bien una lucha entre felinos. A la
derecha, altar portátil en terracota de Kerkouane, Túnez (Museo de Kerkouane; fotografía F. Prados).
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Aunque se desconoce la divinidad a cuya tutela se consagraría el santuario, es muy probable que fuese
Astarté, la diosa fenicia por antonomasia, la más antigua, pero también la más compleja (Bonnet, 1996:
142). Esta propuesta ya había sido apuntada en algunos trabajos previos (González Prats, 2010: 62; García,
Prados y Jiménez, 2020: 301). Dado que durante la vida de un santuario era bastante improbable cambiar
la advocación principal (Roux, 1984: 163), pensamos que ésta se mantuvo en el tiempo. La diversidad de
elementos localizados, algunos de distinta procedencia o estilo, apuntan en todos los casos a Astarté, de
la que derivarían –al menos en parte– la divinidad femenina de los íberos, la Tinnit de los cartagineses
y la diosa alada representada en los vasos de Ilici, ya en los primeros momentos de dominio romano.
Es importante recordar que Astarté, en su vertiente de diosa marina, Asherar-yam, es la divinidad más
representada en los santuarios fenicios del extremo occidente, la mayoría de ellos situados, como éste,
en promontorios costeros (Belén, 2000: 62; Marín, 2010). Aunque se suele citar a Baal Saphon como
garante de la navegación, a quien los marineros fenicios dejaban anclas en sus templos (Frost, 1991: 356;
Escacena, 2005; Romero, 2008: 79) los hallazgos del Castillo pueden relacionarse con otra diosa protectora
de esta actividad, conocida como “Astarté del mar” (González Wagner, 2001: 25) llamada así en los papiros
egipcios. Esta Astarté estuvo ligada siempre a los avatares de la colonización fenicia. Astarté del mar,
Venus, es patrona de los navegantes, la estrella que les guía en la noche al ser la primera que aparece en
el cielo. Tenía un carácter multiforme y heterogéneo: divinidad celeste, de la guerra, de la navegación y
fundamentalmente de la fecundidad y del erotismo (Fantar, 1973; Bonnet, 1996 y 2010). El culto a Astarté,
como más tarde a Tinnit desde el siglo V a.C., estuvo también relacionado con el uso mágico y sagrado
del agua, dada la importancia de ésta como elemento purificador (Bonnet, 1996; López Castro, 2005: 11;
Rodríguez, 2008, entre otros).
La existencia de un espacio religioso fenicio dedicado a la diosa Astarté en el cerro del Castillo explicaría
también el ámbito de fabricación textil, una actividad generalmente femenina que suele vincularse con el
culto a esta divinidad, que podría haber sido efectuado por mujeres (Jiménez Flores, 2007: 62; Ruiz de
Haro, 2012) y que tiene presencia en muchos santuarios fenicios y orientalizantes, como Cancho Roano
(Berrocal-Rangel, 2003; Celestino y Cazorla, 2010: 94-95). Por otra parte, la aparición de puntas de flecha
de bronce también puede identificarse con las ofrendas de los navegantes a esta diosa. La donación de
armas fue habitual en los santuarios de Astarté, dada la vinculación con Hathor e Isis, de las que debió
de asimilar estos atributos guerreros (Negbi, 1976; Bonnet, 1996: 151; Muñiz, 2012: 190). Recordemos
que, en el santuario de Astarté de Baria, Luis Siret documentó varias puntas de flecha junto a otras armas
(López Castro, 2005: 14-16). También las ofrendas de moluscos son propias del culto a Astarté-Afrodita
(Romero, 2012: 113) y ya se ha comentado la abundancia de este tipo de fauna en los contextos excavados,
en porcentajes superiores al resto.
Por último, y para subrayar esta advocación, cabe mencionar las dos figuras que podrían representar
directamente a esta divinidad (figs. 11 y 13) así como la terracota con la escena del león que también podría
ser relacionada con el culto a Astarté. Para ello existen numerosos ejemplos que vinculan a esta divinidad
con los leones (Cornelius, 2000; Belén y Marín Ceballos, 2002: 174; Ziffer et al., 2009) (véase la presencia
de leones en las imágenes de Astarté de la fig. 12)
Para la segunda Edad del Hierro, que en el bajo Segura se caracteriza por una cultura ibérica abierta
al mundo mediterráneo, debido a la falta de evidencias específicas, es complicado atribuir a una divinidad
precisa el culto que se detecta en el santuario del Castillo, aunque desde luego es evidente la influencia de
Astarté en la religiosidad del mundo ibérico del sureste (López Castro, 2017: 395). La veneración a Astarté
asimiló con frecuencia cultos dedicados a otras diosas, tanto orientales como de los lugares donde se
asentaron los fenicios a lo largo del Mediterráneo, reproduciendo prácticas cultuales diversas y generando
una “identidad divina plural” (Bonnet, 2010: 453). Los citados contactos mediterráneos aportaron rasgos
bajo los que se esconden las variantes de la diosa local que pueden traducirse en procesos heterogéneos de
asimilación e interacción. En nuestra opinión, las imágenes reproducidas son paralelizables a las divinidades
mediterráneas conocidas. Es cierto que la identidad pudo no ser necesariamente la misma que se reconoció
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en el contexto religioso íbero en las zonas del interior, como apuntan algunos colegas (por ejemplo, Grau
y Rueda, 2018: 53) pero creemos que en esta zona costera de la Contestania, marcada por una presencia
efectiva de población semita desde antiguo, esa advocación de Astarté habría mantenido muchos rasgos de
la diosa oriental original. Quizás solo podamos plantear una asimilación temprana de los dioses locales con
los del panteón fenicio hasta alcanzar la Tinnit púnica y la Juno-Caelestis romana, cuyo culto sabemos que
se mantuvo con fuerza en la zona, expresado particularmente en la Colonia Iulia Ilici Augusta (Poveda,
1995), algo que no debe pasarse por alto. Es probable que la divinidad ibérica femenina que se atestigua en
el Castillo sea resultado, pues, de un proceso complejo de evolución del culto fenicio a través de una fórmula
de interpretatio ibérica, no necesariamente sincrética, que conllevaría armonizar creencias diferentes. El
resultado final lo podemos encontrar en la imagen de la diosa nutricia o en la representada en los pebeteros
de “tipo Guardamar”, cuyo uso se prolongó hasta más allá incluso de la conquista romana.
En este sentido, queremos destacar la importancia del Bajo Segura a la hora de entender la complejidad
que caracteriza el I milenio a.C., desde la colonización fenicia hasta la conformación de las culturas
ibéricas en la segunda Edad del Hierro. Con los fenicios arrancó un proceso histórico que implicó no
solo la consolidación de formas de vida urbana en el Bajo Segura sino también, de forma paralela, la
integración cultural y étnica del componente semita y el indígena. Dicho proceso, como es propio de los
contextos coloniales, genera prácticas y formas nuevas y distintas de las originales (van Dommelen, 2006:
119), que explican en nuestra opinión la naturaleza tan particular de la religiosidad o la cultura material
de asentamientos como El Oral o La Escuera, enclaves ibéricos en los que se ha subrayado su marcada
influencia púnica (Abad et al., 2017).
Nos parece oportuno por tanto subrayar que las tierras contestanas, como bien se ha señalado para
Turdetania (Ferrer y García, 2002), han de entenderse como un concepto geográfico que abarcó una realidad
étnica y cultural diversa. Es incontestable el protagonismo en este territorio de las poblaciones ibéricas,
herederas de aquellas que poblaban la zona en el Bronce Final (Llobregat, 1972), pero sería absurdo negar
a día de hoy el peso demográfico y cultural que las poblaciones de origen semita tuvieron en entornos
costeros como el Bajo Segura. La religión y, en este caso, el culto a Astarté, nos parece clave para entender
estos complejos procesos y valorar la originalidad de las nuevas formas, más allá de limitarnos a calificarlas
de “indígenas” o “exógenas”, y desde luego, posibilitan dotar de contenido el concepto “híbrido” (García
Cardiel, 2014), a veces poco aclaratorio, que hemos de entender desde una perspectiva diacrónica, en
el sentido del contexto cronológico. Los hallazgos del santuario presentados en este texto dotan de
materialidad concreta a dichos procesos históricos, y está claro con la documentación de que disponemos
hoy, que las poblaciones del Bajo Segura, cuyo substrato aúna un componente fenicio y otro local, tuvieron
un referente simbólico importante en esta antigua Astarté, que fue dotándose de nuevos significados y
generando nuevas prácticas rituales. Fue precisamente el carácter híbrido y abierto de estos significados y
prácticas lo que facilitó la incorporación de nuevos lenguajes iconográficos en su culto, como los pebeteros
de cabeza femenina de origen centro-mediterráneo –pero reinterpretados en una nueva forma aquí–, así
como la integración del santuario en nuevos esquemas territoriales impuestos por la hegemonía púnica en
la zona, apreciable al menos desde el siglo III a.C., y la posterior integración en el mundo romano.
5. SÍNTESIS Y CONCLUSIONES
No cabe duda de que el cerro del Castillo ha sido, desde siempre, un punto estratégico en las rutas de
navegación de cabotaje que unían el sur y este peninsulares con Ibiza. Su propia configuración, como hito
geográfico y referencia de navegantes, le confirieron per se un carácter sagrado, como otros tantos cerros
costeros de similares características (Marín, 2010: 498). Este promontorio señala además la desembocadura
del río más importante del sureste, y por ello tuvo seguramente ese carácter sagrado ya desde la prehistoria
reciente, a tenor de los mencionados grabados.
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Estas cualidades no pasaron desapercibidas para los fenicios, que utilizarían el cerro con fines religiosos,
en primer lugar, de forma esporádica y en relación con sus singladuras, para pasar posteriormente a
establecerse en la zona y erigir un santuario. Los hallazgos permiten situar la fundación del santuario a
principios del siglo VIII a.C., al mismo tiempo que la implantación fenicia en la zona (Prados, et al., 2020:
106). El poblamiento se articuló en torno a este punto, que ejercería de núcleo simbólico en un territorio
recién ocupado, y con el trascurrir de los siglos quedó fosilizado el carácter sagrado del lugar, y con él, el
culto a una divinidad femenina compleja, con atribuciones varias, que hundía sus raíces en la diosa fenicia
Astarté, de cuya imagen se han recuperado dos terracotas.
No hay que olvidar el papel que la literatura clásica otorgó a los templos y a los santuarios en la
expansión fenicia en occidente, como el de Melkart en Cádiz, sin duda el más célebre (Bonnet, 1988). Los
santuarios costeros aseguraron la protección jurídica y religiosa a los colonos, permitiendo el contacto
entre diferentes culturas y sancionando el desarrollo de las actividades comerciales en tierras lejanas.
Estos lugares sacros parecen preceder a la instalación de ciudades propiamente dichas, más tardías. Es
en este contexto donde habría que situar el santuario del Castillo de Guardamar. La implantación de los
santuarios de esta fase arcaica se corresponde con una serie de asentamientos que surgen a lo largo del
litoral Mediterráneo, denominados por algunos autores como centros de producción para el intercambio,
con actividades económicas y artesanales diversificadas (González Wagner, 2000). Esta configuración
“dual” (santuario/hábitat fenicio) se reconoce en otros ejemplos como en Sevilla (Carambolo/Spal) la bahía
de Algeciras (Gorham’s Cave/Carteia) o Ibiza (Illa Plana/Dalt Vila-Ybusim). Como ya se ha comentado
páginas arriba, quizá podría ser éste el modelo que explique la naturaleza del asentamiento del Cabezo
Pequeño del Estaño, donde encontramos todo un registro ligado al comercio fenicio, a la explotación del
metal, a la defensa militar, pero nada que podamos relacionar con el culto religioso.
El santuario del Castillo de Guardamar se emplazó en un lugar prominente, manifestando una
apropiación simbólica del espacio, paso previo e ineludible del proceso de implantación fenicia, como bien
ejemplifica la traslación del mito de Melkart a occidente (González Wagner, 2008). La propia evolución
del santuario trasluce la de la presencia fenicia en la zona: una primera fase de asentamiento puramente
colonial o empórico, protagonizado por el enclave del Cabezo Pequeño del Estaño y el santuario de carácter
marítimo, que regularía actividades económicas y simbólicas por igual (Fumadó, 2012: 23); y una segunda
fase de consolidación urbana, marcada por la existencia de una verdadera ciudad, La Fonteta, desde la
segunda mitad del siglo VII a.C., que dotaría de sentido cívico y territorial al antiguo santuario (García et
al., 2020: 302). La perduración del santuario a lo largo de la segunda Edad del Hierro y hasta prácticamente
la conquista romana, subraya su categoría y su anclaje al territorio del Bajo Segura, a la vez que encarna la
continuidad entre los asentamientos fenicios citados y las poblaciones que los sucedieron: El Oral, Cabezo
Lucero o La Escuera.
La propia situación del santuario como “punto destacable” en el paisaje debió ser un estímulo para
que navegantes de distinta procedencia depositasen sus ofrendas. Esta cuestión, nada trivial, subraya su
importancia y su naturaleza “internacional”, explicando la diversidad y variabilidad formal y tipológica
de las ofrendas que aparecen en el registro y su abanico cronológico, que abarca grosso modo desde el
siglo VIII al I a.C. Esta amplitud temporal nos ilustra sobre lo enraizado de la sacralización en este punto,
aunque, como se ha comentado, la naturaleza del contexto arqueológico y el hecho de encontrarse bajo el
Castillo y la pobla de Guardamar durante siglos planteen problemas de conservación y registro.
Por otra parte, aunque en distintos apartados hemos mencionado la falta de contextos claros pertenecientes
a las fases arcaicas, en realidad hemos de valorar en profundidad tanto el conjunto de material presente
como el ausente, y la no existencia de esos contextos construidos, como un dato muy apreciable. Cabe
indicar que en este caso es tan importante lo poco que hay como lo mucho que falta, que debe entenderse
como reflejo del uso particular del lugar. Por ejemplo, si analizamos el conjunto de materiales, aunque
escaso, remite a formas muy precisas: ofrendas, ánforas y platos para la fase fenicia; otras ofrendas, ánforas,
cerámicas áticas y pintadas para el periodo ibérico pleno, y los pebeteros para el último uso. No se detectan
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cerámicas comunes, ni de cocina, y fuera del mencionado basurero, es testimonial el registro faunístico, a
excepción del malacológico, algo nada casual. Todo ello es, en sí mismo, un contexto, y es indicativo tanto
de las acciones que se llevaron a cabo como de las acciones que no se llevaron a cabo en la superficie del
cerro. La aparente limpieza, la concentración de elementos orgánicos sólo en el basurero, las actividades
artesanales y el carácter selecto de los materiales parecen reflejar acciones rituales, que no dejan el mismo
registro que cabría esperar en contextos domésticos. Por eso queremos incidir en el valor de lo ausente
como soporte interpretativo.
El análisis del material, por las cualidades y las cantidades de los elementos recuperados en las
prospecciones y las excavaciones descritas, subraya su longue durée, es decir, su continuidad a lo largo de
prácticamente todo el I milenio a.C., prueba fehaciente de la importancia del santuario, que fue utilizado
con los mismos fines rituales, si bien con distintos significados a través de los siglos.
Para terminar, es importante señalar que, desde un momento determinado, que apunta por la cronología
inicial de las piezas al siglo III a.C., hubo una homogeneización del culto a través del uso, casi exclusivo,
de un mismo tipo de manifestación religiosa y simbólica. La abundante presencia de los pebeteros de “tipo
Guardamar”, muy superior porcentualmente al resto de objetos como hemos visto, redunda en la idea de
que el culto se uniformizó, y que el viejo santuario, usado indistintamente por población local y extranjera,
se convirtió en escenario para la práctica de una religiosidad más estructurada y homogénea. Por eso será
una vez más el contexto material y geográfico, cultural, en definitiva, el que debe prevalecer a la hora de
evaluar esquemas particularmente conservadores como los religiosos. El fuerte impacto del culto a Astarté,
el continuismo subyacente en los objetos y en las actividades que se constatan, y el lugar en el que se
encuentra este santuario, ha de tenerse muy presente a la hora de equipararlo con otros santuarios ibéricos
como, por ejemplo, los de la montaña alicantina u otros enclaves costeros (García Cardiel, 2015).
Por último, dado que en el entorno próximo del yacimiento no se conocen grandes estructuras urbanas
desde el siglo III a.C., consideramos que el santuario pudo desempeñar un papel relevante en ese paisaje
rural disperso, como lugar de memoria y posible centro de peregrinación, en la línea señalada para otros
espacios religiosos de tradición fenicia y de carácter liminal (López-Bertran, 2011: 87). Al igual que otros
santuarios ibéricos, su implantación en el territorio le permitió actuar como garante del carácter cívico y de
la cohesión territorial en una fase de gran inestabilidad, vacíos de poder y formidables transformaciones,
siendo las últimas resultado del dominio púnico y la subsiguiente conquista romana.
NOTA
El trabajo se enmarca en el Proyecto LIMOS. Litoral y Montañas en transición. Arqueología del cambio social en las
comarcas meridionales de la Comunidad Valenciana (Prometeo 2019/035) financiado por la Generalitat Valenciana.
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