Serie de Trabajos Varios 123
Ideología, poder y ritual en el paisaje ibérico: procesos sociales y prácticas rituales en el área central de la Contestania
Iván Amorós López
2019
Museu de Prehistòria de València , ISBN 978-84-7795-834-5 , 234 p.
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SERVICIO DE INVESTIGACIÓN PREHISTÓRICA
DEL MUSEO DE PREHISTORIA DE VALENCIA
S E R I E D E T R A B A J O S VA R I O S
Núm. 123
Ideología, poder y ritual en el paisaje ibérico
Procesos sociales y prácticas rituales
en el área central de la Contestania
Iván Amorós López
DIPUTACIÓN DE VALENCIA
2019
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DIPUTACIÓN DE VALENCIA
SERVICIO DE INVESTIGACIÓN PREHISTÓRICA
DEL MUSEO DE PREHISTORIA DE VALENCIA
S E R I E D E T R A B A J O S VA R I O S
Núm. 123
La Serie de Trabajos Varios del SIP se intercambia con publicaciones dedicadas a la Prehistoria, Arqueología en general y ciencias o
disciplinas relacionadas (Antropología cultural o Etnología, Antropología física o Paleoantropología, Paleontología, Paleolingüística,
Epigrafía, Numismática, etc.), a fin de incrementar los fondos de la Biblioteca del Museu de Prehistòria de València.
We exchange Trabajos Varios del SIP with publications concerning Prehistory, Archaeology in general, and related sciences (Cultural
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ISBN: 978-84-7795-834-5
eISSN: 1989–540
Depósito legal: V3222-2019
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El pasado es un inmenso pedregal que a muchos les gustaría
recorrer como si de una autopista se tratara, mientras otros,
pacientemente, van de piedra en piedra, y las levantan,
porque necesitan saber qué hay debajo de ellas.
(El viaje del elefante, José Saramago)
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Prólogo
No es ninguna novedad señalar el extraordinario avance que ha
experimentado el conocimiento sobre la cultura y los pueblos
iberos del área valenciana. Esos progresos de la investigación
se han sucedido de manera más o menos sostenida en las últimas décadas y vienen a sumarse a una tradición ya centenaria
de estudios ibéricos en estas tierras. No es mi propósito reseñar los principales avances ni trazar unos breves apuntes historiográficos, únicamente quiero señalar que, sin los intensos
trabajos de campo, de análisis de materiales y publicación de
repertorios materiales serían imposibles propuestas de interpretación y un trabajo de síntesis como el que ahora me encargo de
prologar. Pues la obra que el lector tiene en sus manos es eso:
un excelente análisis arqueológico y de interpretación en clave
social que constituyó la base de la tesis doctoral defendida por
Iván Amorós López en julio de 2018, después de unos años de
intensa investigación.
El trabajo recoge, a mi parecer, los dos ejes que han vertebrado la tradición investigadora valenciana en arqueología ibérica. Por una parte, la atención minuciosa a los ricos repertorios,
los contextos materiales y la documentación de campo obtenida
en intensos y rigurosos trabajos durante una larga secuencia de
tiempo por numerosos estudiosos. Esa tradición investigadora
y la sucesión continuada de estudios hace que algunas de las
comarcas del territorio valenciano sean las más exploradas de
la Península. La segunda es la propuesta de interpretación que
permite delinear las particularidades de los grupos ibéricos de
la franja central mediterránea en relación con otras áreas ibéricas. Desde hace muchos años, los investigadores e investigadoras que se han dedicado al estudio de la cultura y los pueblos
ibéricos de la región han vislumbrado sus particularidades y las
han atendido convenientemente. Encuadradas en los marcos
interpretativos del mundo Ibérico peninsular, las contribuciones de la investigación valenciana portan una voz propia en la
interpretación de los territorios, las manifestaciones simbólicas, las estructuras sociales o las actividades productivas, entre
otras. Creo que todo ello se recoge en esta compleja y brillante
síntesis que el lector pronto descubrirá y que me parece que
se explica bien por el contexto y el propio desarrollo de la investigación. Es por esa razón que en estas líneas preliminares
merece la pena describirlo, aun sucintamente, para reconocer la
savia que alimenta el estudio.
Este trabajo surge en el marco de un proyecto de investigación doctoral desarrollado en la Universitat d’Alacant y financiado por un contrato de su Vicerrectorado de Investigación
entre los años 2013 y 2016. Por aquel entonces, Iván Amorós
había cursado de forma brillante sus estudios de licenciatura
y máster de Arqueología en aquella universidad y había participado en trabajos de campo desarrollados principalmente en
nuestro departamento de la UA y también en otras instituciones, mostrando ya desde épocas tempranas sus preferencias
por la arqueología ibérica.
Durante el desarrollo de sus estudios de postgrado tuve
ocasión de dirigirle la investigación del Trabajo Final de Máster sobre el estudio de una cueva-santuario inédita del área
septentrional alicantina, en concreto la Cova de l’Agüela de
Vall d’Alcalà, cuyos materiales se encontraban inéditos en el
Centre d’Estudis Contestans y que muy amablemente nos permitieron estudiarlos. También con la colaboración de P. Ferrer
visitamos la cueva para contextualizar territorialmente el espacio ritual. Ese trabajo, publicado inmediatamente después
de su presentación, fue un exhaustivo y completo estudio que
le introdujo en la línea de investigación sobre el ritual entre
los pueblos ibéricos del área.
Tras la finalización de máster, Amorós se propuso continuar sus estudios y preparar su tesis, para lo que se postuló y
obtuvo el contrato ya mencionado. Cuando escogimos y diseñamos el proyecto de tesis teníamos dos elementos que debían
formar parte de la estructura medular de la investigación. Por
una parte, las prácticas rituales a las que había dedicado su
primera investigación y por otra parte el análisis de los proVII
[page-n-9]
cesos sociales desde la arqueología, aspecto que le interesaba
especialmente estudiar. Pronto añadimos un tercer eje, el paisaje, que permitía enlazar las dinámicas sociales y los rituales
y a partir de ahí, Iván desplegó la estructura que iba a desarrollar en su tesis doctoral.
El trabajo desarrollado en el departamento de Alicante pronto se vio completado con algunos meses de estancia en Roma,
asistencias a congresos y actividades científicas y sobre todo
con la vinculación a otras instituciones en las que colaboró en
trabajos de campo que le hacían profundizar en el conocimiento
de los iberos de nuestra zona. Tomó parte asiduamente en los
trabajos que desde la Universitat d’Alacant desarrollábamos en
colaboración con el Museu Arqueològic Municipal Camil Visedo d’Alcoi y también con el Museu de Prehistòria del Servei
d’Investigació Prehistòrica (SIP) de València. De ese modo, entró en contacto con dos de las instituciones fundamentales para
entender la investigación arqueológica ibérica, especialmente
en las comarcas centrales valencianas. Y lo que es más importante, algunas de las personas que son verdadero referente en
esos estudios por su excepcional categoría científica y humana.
No puedo dejar de referirme a Josep Maria Segura Martí, quien
le abrió de par en par las puertas del Museu d’Alcoi, como anteriormente había hecho conmigo, y facilitó todo aquello que
estuviera en su mano.
La colaboración de Iván Amorós con el SIP se inició con
la participación en el proyecto de la Bastida de les Alcusses,
de la mano de Helena Bonet y Jaime Vives-Ferrándiz, y se
iría intensificando en los últimos tiempos, cuando ha estado
contratado en la institución e inmerso en su contexto de estudio y relaciones personales. Aquí iba a intensificar la relación
con Jaime Vives-Ferrándiz, quien a la postre iba a convertirse
en un puntal en su formación como investigador. Como tutor
académico, y también como colega y amigo de Jaime, quiero
agradecer desde estas líneas su generosa aportación a la formación de Iván.
La investigación iba avanzando sin dejar de lado algunos
trabajos puntuales que publicaba y en los que daba cuenta de
algunos de los aspectos en que se centraba su trabajo. En algunos de estos estudios fuimos trabajando codo con codo y a
veces colaborando junto a otros colegas. Un destacado ejemplo
de estas tareas fue el libro que publicamos hace unos años sobre
la revisión del santuario de la Serreta, y que plasma en extenso
algunas ideas que ahora se retoman en este estudio.
El trabajo final, que el lector pronto conocerá, presenta una
estructura reticular en la que se despliegan diversas estrategias
ideológicas, materializadas en prácticas rituales arqueológicamente documentadas y leídas de forma diacrónica. De ese
modo, se analizan prácticas de comensalidad, rituales iniciáticos o la creación activa de identidades a través de los diversos
periodos ibéricos y estudiados comparativamente en los territorios del área central de la Contestania.
Transitan por estas páginas las teorías antropológicas que
dotan de sentido al registro material que ha sido estudiado concienzudamente. La finalidad del análisis es la valoración de
aquellas estrategias ideológicas, materializadas en prácticas
rituales y religiosas, que tuvieron un papel fundamental en la
creación y sanción de los procesos sociales y la estructura de
poder de los grupos iberos de la zona de estudio. En definitiva,
una concienzuda y excelente síntesis que entrelaza múltiples
aspectos para el conocimiento de la sociedad ibérica.
Al escribir ahora estas líneas, que suponen mi última aportación al proyecto científico que ahora se materializa en esta
monografía, hago memoria de todo el tiempo y esfuerzo compartido. Y ver esta obra me llena de orgullo y alegría de haber
podido compartir estos años con Iván y haber contribuido a su
formación. Pienso que los profesores universitarios tenemos
una ocupación maravillosa. Es bien cierto que tenemos mil dificultades, fatigas y sinsabores profesionales, que en ocasiones
se vuelven realmente agobiantes. Pero todo ello cobra sentido
cuando tenemos ocasión de acompañar a jóvenes estudiantes
y verlos crecer científicamente hasta convertirse en sólidos
investigadores. Somos correas de transmisión de un conocimiento acumulado y que necesariamente debe proyectarse en
la siguiente generación. Buscamos cautelosamente el equilibrio
para influir en los estudios de nuestros discípulos, pero dejándoles el espacio necesario para que puedan desarrollar autónomamente sus propias ideas. No sé si finalmente cumplimos con el
cometido, pero en ello ponemos todo nuestro empeño.
Ignasi Grau Mira
Alacant, octubre de 2019
VIII
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Índice
Prólogo
VII
Prefacio
1
1. INTRODUCCIÓN
3
1.1. Objetivos e hipótesis
3
1.2. Apuntes metodológicos
3
1.3. Sociedades ibéricas en el espacio y en el tiempo. Coordenadas crono-espaciales del estudio
4
2. PAISAJES Y SOCIEDADES IBÉRICAS
7
2.1. Definiendo conceptos. Ritual, ideología y poder
7
2.2. La sociedad ibérica. Modelos interpretativos
9
2.2.1. Monarquías sacras, aristocracias guerreras y elites urbanas
10
2.2.2. Los linajes gentilicios clientelares
11
2.2.3. De los grupos locales a los estados arcaicos
12
2.2.4. Prácticas, facciones, casas, heterarquías y estrategias
12
2.3. Paisaje y organización social
3. EL RITUAL DE INICIACIÓN
3.1. Un recorrido historiográfico sobre la iniciación en el mundo ibérico
14
17
18
3.1.1. Iniciación y cuevas
18
3.1.2. Iniciación y hermandades guerreras
18
3.1.3. Iniciación e iconografía
19
3.1.4. Iniciación y paisaje
19
3.2. Rituales de iniciación y cuevas-santuario en el área central de la Contestania
20
3.2.1. Historia de la investigación
20
3.2.2. El registro arqueológico
20
3.2.3. Las prácticas rituales en las cuevas-santuario
33
3.2.4. La iniciación más allá de las cuevas-santuario
42
3.2.5. Las estrategias derivadas
46
3.2.6. Conclusiones
51
IX
[page-n-11]
4. PRÁCTICAS DE COMENSALIDAD RITUAL
53
4.1. Planteamientos teóricos y metodológicos
53
4.1.1. Planteamientos teóricos
53
4.1.2. La materialización del banquete
54
4.1.3. Planteamientos metodológicos
55
4.2. Hierro Antiguo (ss. VII-VI a.C.)
4.2.1. Los objetos
56
4.2.2. El contexto del registro arqueológico
58
4.2.3. Análisis de los datos
63
4.3. Época Ibérica (ss. V-IV a.C.)
69
4.3.1. Los objetos
70
4.3.2. El contexto del registro arqueológico
73
4.3.3. Análisis de los datos
77
4.4. Época Ibérica (ss. III a.C.)
85
4.4.1. Los objetos
86
4.4.2. El contexto del registro arqueológico
88
4.4.3. Análisis de los datos
92
4.5. Época Ibérica (ss. II-I a.C.)
97
4.5.1. Los objetos
99
4.5.2. El contexto del registro arqueológico
100
4.5.3. Análisis de los datos
106
4.6. La comensalidad como estrategia ideológica
5. LOS RITOS DE AGREGACIÓN EN LOS SANTUARIOS ÉTNICO-TERRITORIALES
111
113
5.1. Los santuarios territoriales en el mundo ibérico
114
5.2. Los santuarios como espacios de identidad y los proyectos
geopolíticos comarcales (s. III a.C.)
115
5.2.1. El santuario de La Serreta
116
5.2.2. Los santuarios en el paisaje
138
5.3. Los santuarios en tiempos de la implantación romana (ss. II-I a.C.)
142
5.3.1. Los procesos de transformación de los espacios de culto
143
5.3.2. La ausencia de un modelo constructivo único para los santuarios tardíos
152
5.3.3. La monumentalización como estrategia ideológica
155
5.3.4. Los exvotos
156
5.3.5. Las prácticas de consumo ritual
158
5.3.6. Los santuarios en el paisaje
159
5.3.7. El final de los santuarios ibéricos contestanos
162
6. RITUALES, VIOLENCIA E IDENTIDAD GUERRERA
165
6.1. La violencia y la Edad del Hierro
165
6.2. La materialización de la violencia en el registro arqueológico
166
6.2.1. El patrón de asentamiento, las fortificaciones y el armamento en contextos de hábitat
166
6.2.2. Las armas en contextos simbólicos
169
6.3. Violencia e identidad guerrera como estrategia ideológica
X
55
177
6.3.1. Violencia real y violencia simbólica
178
6.3.2. La identidad guerrera de las elites ibéricas
179
[page-n-12]
7. DINÁMICAS TERRITORIALES. PRÁCTICAS RITUALES Y ESTRATEGIAS
IDEOLÓGICAS EN EL ESPACIO Y EN EL TIEMPO
7.1. La génesis de una sociedad y un paisaje (700-425 a.C.)
187
187
7.1.1. La comensalidad ritual y la acentuación de las desigualdades
189
7.1.2. Los inicios de la creación de una identidad guerrera
190
7.1.3. Valoración general
191
7.2. La consolidación del poder local (425-300 a.C.)
191
7.2.1. Ritos de iniciación, cuevas-santuario y delimitación territorial
193
7.2.2. La comensalidad ritual y las estrategias de fomento de consumidores
194
7.2.3. Violencia e identidad guerrera
196
7.2.4. Valoración general
196
7.3. Los territorios étnicos (300-200 a.C.)
199
7.3.1. Ritos de agregación e identidad étnica en los santuarios territoriales
199
7.3.2. La continuidad de los modelos de comensalidad
201
7.3.3. El cambio de estrategia en el ámbito de la violencia
202
7.3.4. Valoración general
202
7.4. El resurgimiento de los poderes locales. Nuevas comunidades en tiempos
de la implantación romana (200-10 a.C.)
205
7.4.1. La pervivencia de los santuarios como espacios de cohesión social
206
7.4.2. El repunte de las estrategias relacionadas con la comensalidad
207
7.4.3. La atenuación de los discursos de la violencia
208
7.4.4. Valoración general
209
7.5. Las dinámicas rituales en el espacio y en el tiempo. Reflexiones finales
BIBLIOGRAFÍA
211
217
XI
[page-n-13]
[page-n-14]
Prefacio
Este trabajo, así como la elección de un tema de estas características, es una consecuencia directa del extraordinario avance de
los estudios sobre la cultura ibérica en los últimos años, principalmente en dos sentidos. Por una parte, proliferan los estudios
que ponen a nuestra disposición nuevos repertorios materiales y
contextos o reestudian los antiguos. Por otra, asistimos a la ampliación de las perspectivas teóricas que comparten como objeto
de preocupación una mejor comprensión de la sociedad ibérica y
sus dinámicas históricas y sociales. Es en el marco de este contexto de la investigación en que me decidí por una investigación
que combinara el análisis minucioso del registro material, fruto
tanto de trabajos recientes como antiguos, con la aplicación de
diversos enfoques teóricos procedentes de diversas corrientes y
disciplinas, como la antropología o la sociología, que nos permitan interpretar todo este conjunto de evidencias y avanzar en el
conocimiento de una sociedad compleja como es la ibérica.
Tras un breve capítulo introductorio en el que se presentan
los objetivos principales de la investigación, algunos apuntes
metodológicos, así como las coordenadas espaciales y temporales que enmarcan el estudio, el segundo capítulo estará dedicado a poner sobre la mesa algunas cuestiones teóricas de gran
importancia que serán recurrentes a lo largo de todo el trabajo.
Asimismo, se incluye una reflexión sobre la concepción teórica acerca de la sociedad ibérica, siendo esta una problemática
esencial ya que en torno a la misma girará toda la investigación. No obstante, al tratarse de un trabajo donde el componente
interpretativo tiene mucho peso, las reflexiones teóricas no se
circunscriben únicamente a este capítulo, sino que van a estar
muy presentes a lo largo de toda la monografía.
A continuación, pasamos ya a lo que podríamos considerar el
grueso del trabajo cuya estructura se encuentra determinada por
las distintas prácticas rituales analizadas, siempre teniendo muy
en cuenta el estudio riguroso del registro material, los contextos
en la medida de lo posible y su interpretación desde el punto de
vista del paisaje, para finalmente reflexionar acerca de su papel
como estrategias ideológicas en manos de los grupos dominantes
de la sociedad. El Capítulo 3 está dedicado al ritual de iniciación,
prestando una especial atención a las prácticas desarrolladas en
las denominadas cuevas-santuario. En el Capítulo 4 se analizan
las prácticas de comensalidad ritual y su enorme potencial para
articular las relaciones sociales, con un especial protagonismo de
los repertorios cerámicos de importación relacionados con diversos productos y formas de consumo. El Capítulo 5 está dedicado
a los ritos de agregación en los santuarios étnico-territoriales y se
subdivide en dos partes bien diferenciadas como son los desarrollados en el s. III a.C. por una parte y los que tienen lugar en los
ss. II-I a.C. en estrecha vinculación con proyectos geopolíticos
diversos. Por último, el Capítulo 6 está dedicado al papel de las
armas y la violencia en la configuración de una identidad guerrera tan propia de las elites ibéricas.
Una vez tratadas las distintas prácticas rituales desde las
diversas escalas de análisis se hacía necesaria una síntesis
final que hilara todas estas evidencias poniendo en relación
las prácticas rituales, las estrategias ideológicas y el paisaje,
todo ello bien enmarcado en el tiempo y en el espacio. Este
ejercicio interpretativo constituye la esencia del Capítulo 7
en el que se incluyen también algunas reflexiones finales y
perspectivas futuras de la investigación ya que este campo
de las relaciones de poder y sus estrategias en la sociedad
ibérica no está ni mucho menos agotado.
Antes de entrar en materia, creo necesario dar las gracias a
todas aquellas personas e instituciones que de una forma u otra
han aportado su grano de arena para que esta investigación salga adelante. Esta monografía supone la culminación de un largo
“rito de paso” académico.
El presente trabajo se basa en mi tesis doctoral, dirigida
por el Doctor Ignasi Grau Mira y defendida el 24 de julio de
2018 en la Universidad de Alicante. Dicha investigación fue
posible gracias a un contrato predoctoral para el fomento de la
I+D del Vicerrectorado de Investigación, Desarrollo e Innova1
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ción de la Universidad de Alicante entre los años 2013 y 2016
que me dio la oportunidad de incorporarme al Departamento de
Prehistoria, Arqueología, Historia Antigua, Filología Griega y
Filología Latina. Durante esos tres años en dicho departamento pude dar forma a mi investigación y compartir experiencias
con todo el personal que lo compone, desde los profesores a
los administrativos, pasando por el resto de becarios. Vaya mi
agradecimiento también para el Instituto Alicantino de Cultura
“Juan Gil-Albert” por la concesión de una de las ayudas a la
investigación para la realización de tesis doctorales en ciencias
sociales y humanidades en 2018.
En el marco de este contrato pude realizar una estancia de
investigación en el extranjero durante tres meses, concretamente en la Escuela Española de Historia y Arqueología-CSIC en
Roma. Agradezco a todo el personal de dicho centro su acogida.
Aquellos paseos por la ciudad eterna y la peregrinación por sus
magníficas bibliotecas resultaron muy inspiradores tanto a nivel
académico como personal.
Dicha investigación también debe mucho a mi estancia durante dos años en una institución casi centenaria como es el
Servei d’Investigació Prehistòrica - Museu de Prehistòria de
València, un entorno inmejorable para concluir una tesis doctoral. Quisiera dar las gracias a todo el personal, a sus directoras,
Helena Bonet y María Jesús de Pedro, a todos y cada uno de
los conservadores y por supuesto a mis compañeros becarios.
Agradezco también a esta institución la oportunidad y el privilegio de publicar mi trabajo en esta prestigiosa colección.
Mucho tiempo he pasado también en el Museu Arqueològic
Municipal “Camil Visedo Moltó” de Alcoi donde siempre me
he sentido como en casa y donde tuve el privilegio de trabajar
2
durante unos meses con una beca de formación. Mi más sincero
agradecimiento a todos y en especial a su director Josep Maria
Segura y a Josep Miró.
Una de las circunstancias que más ha enriquecido mi formación a lo largo de estos años ha sido la de estar siempre a caballo
entre Alicante y Valencia, gracias a mi participación en numerosas campañas de excavación donde he conocido a grandísimas
personas, muchas de las cuales cuento hoy entre mis mejores
amigos, especialmente en la Bastida de les Alcusses. Aunque no
los cite uno a uno, espero sabrán reconocerse en estas líneas. En
especial, quisiera dar las gracias a Jaime Vives-Ferrándiz, gran
investigador y aún mejor persona, del que admiro su capacidad
para hacerse preguntas e ir siempre un poco más allá.
A mi director Ignasi Grau Mira, sin el cual esta investigación
no hubiese sido posible, agradezco su paciencia y apoyo durante
todos estos años, por sus sabios consejos y por cederme amablemente algunas de sus ideas en momentos de bloqueo en que no
sabía muy bien por dónde seguir. En definitiva, por ser el mejor
director y maestro que un joven investigador pueda tener.
Agradezco también a los miembros del tribunal, los doctores Lorenzo Abad, Jaime Vives-Ferrándiz y Corinna Riva,
haber aceptado formar parte del mismo y cuyas observaciones y sugerencias he tratado de incluir en esta monografía.
Finalmente, quiero dar las gracias también a toda mi familia y sobre todo a mis padres, por apoyarme siempre y sin
los cuales no habría llegado hasta aquí, y a mis amigos, en
especial a José Miguel, con quien he compartido innumerables horas de trabajo y en definitiva a todos los que, de una
forma u otra, habéis contribuido a que esta investigación vea
la luz. ¡Gracias!
[page-n-16]
1
Introducción
1.1. OBJETIVOS E HIPÓTESIS
El objetivo principal de este trabajo de investigación es la
identificación y análisis de una serie de prácticas rituales relacionadas con estrategias ideológicas desarrolladas por grupos
sociales diversos y que varían dependiendo de sus intereses y
objetivos. Nuestra premisa básica parte de la interrelación de
tres ejes interconectados: el paisaje, la organización social y el
ritual. La lectura analítica de los espacios ibéricos nos ofrece
la posibilidad de proponer la emergencia de procesos de complejización social, con la aparición de una sociedad de carácter
estatal, que no solo se expresa en su configuración espacial, sino
que esta misma contribuye a su naturalización. En ese marco,
las prácticas rituales contribuyen a la construcción de la sociedad ibérica y su espacio, favoreciendo la atribución de valores a
personas, grupos y lugares, que facilitaron la consolidación de
procesos políticos de territorialización y el afianzamiento del
poder de los grupos dominantes ibéricos.
Entre el amplio abanico de prácticas rituales que debieron
desarrollarse entre las comunidades ibéricas, muchas de las cuales sin duda se nos escapan debido a la naturaleza simbólica que
caracteriza el objeto de estudio, hemos centrado nuestra atención
en cuatro tipos que iremos desgranando a lo largo de todo nuestro trabajo. Dichas prácticas serían los rituales de paso, y más
concretamente de iniciación, que suponen una ritualización de
las etapas del ciclo vital y del aprendizaje de la vida social, marcando el acceso de determinados individuos al grupo dominante;
los rituales de comensalidad basados en el consumo comunal de
comida y bebida, potencialmente manipulables y que tienen una
gran importancia a la hora de articular las relaciones sociales y
de poder; los ritos de agregación en los santuarios territoriales,
basados en la creación de una identidad colectiva que dé cohesión
social a la comunidad en determinados contextos socio-políticos
y finalmente, los ritos relacionados con las armas y la creación de
una identidad guerrera muy vinculada a la elite.
En definitiva, el análisis de estas prácticas rituales entendidas también como estrategias sociales ideológicas desplegadas
por determinados grupos de poder y en determinados contextos, así como su estrecha relación con el paisaje y su evolución
en el tiempo, constituyen el objetivo básico de nuestro trabajo.
Desde este punto de vista surgen numerosos interrogantes tales
como ¿qué papel juegan estas estrategias ideológicas a la hora de
legitimar, justificar o disimular las desigualdades sociales? ¿Se
despliegan también para la construcción de una identidad o naturaleza particular y específica de la elite? ¿Es posible identificar
dinámicas rituales relacionadas con la evolución sociopolítica
de los territorios ibéricos? ¿Cómo contribuyen las prácticas rituales a dichos procesos? ¿Solo como reflejo de una estructura
social determinada o tienen también un papel activo modelando
el comportamiento y contribuyendo a su construcción y reproducción? ¿Cuál es el rol de los influjos mediterráneos en todos
estos procesos? A lo largo de nuestra investigación trataremos de
ir dando respuesta a estas y otras preguntas con el fin de comprender mejor la sociedad ibérica y sus relaciones de poder.
1.2. APUNTES METODOLÓGICOS
El análisis de este tipo de procesos sociales complejos requiere
la aplicación de un enfoque metodológico concreto que, desde
una perspectiva diacrónica amplia, nos permita aproximarnos
a las prácticas rituales e ideológicas ibéricas. Por ello, creemos
acertado aproximarnos a estas cuestiones desde la combinación
de distintas escalas de observación que van desde los propios objetos al paisaje, valorando la relación entre los distintos niveles
de análisis, complementarios entre sí, y permitiendo una visión
de conjunto y lo más completa posible de los fenómenos sociales.
El nivel más básico de análisis lo constituyen los propios objetos que han formado parte de las prácticas, ya sean
ofrendas, vajillas de consumo o ajuares, que va más allá de la
3
[page-n-17]
mera descripción descontextualizada y de carácter positivista. La primera cuestión a tener en cuenta es cómo se produce
la materialización de las prácticas rituales y de las estrategias
ideológicas objeto de nuestro estudio y hasta qué punto pueden ser reconocidas desde una perspectiva arqueológica. Un
elemento esencial en este sentido es el análisis de los exvotos
depositados por los fieles en los distintos espacios sacros y
que van a presentar una cierta variabilidad tanto material como
formal. No solo analizamos dichos elementos desde un punto
de vista cualitativo sino también cuantitativo ya que, en la gran
mayoría de los casos, la ofrenda reiterada de un determinado
tipo de objeto nos estaría indicando la existencia de prácticas
rituales que siguen una forma prescrita y cuya efectividad está
basada en la repetición de un mismo rito. Una valoración de
este tipo nos va a permitir reconocer cuál es la pauta de deposición de exvotos en un periodo de tiempo determinado, cuáles
son los tipos más recurrentes y característicos y determinar el
momento de uso más intenso de cada santuario. Por otra parte,
un análisis cualitativo de dichos exvotos que tenga en cuenta
cuestiones como el tipo de objetos, materiales y técnicas de
elaboración, así como un análisis formal de elementos como la
gestualidad y los atributos, nos puede llevar incluso a la identificación de diferencias de estatus, edad o género. El análisis
de las vajillas de importación en relación con las prácticas de
comensalidad requiere un enfoque metodológico algo distinto
que iremos detallando en el capítulo correspondiente.
La segunda escala de observación englobaría el análisis semi
y microespacial, dicho de otro modo, el contexto en que se documentan los materiales y que sería el que presenta unas mayores
limitaciones a la hora de abordar su estudio. Ello se debe a que
muchos de estos materiales provienen de prospecciones superficiales o excavaciones antiguas en las que se realizaban recogidas
selectivas o no se tenían en cuenta cuestiones tan básicas como la
estratigrafía. Incluso en los casos en que la información proviene
de excavaciones arqueológicas que cumplen todas las garantías
científicas, resulta difícil documentar contextos primarios donde
no se haya alterado el registro a lo largo del tiempo. Dentro de
esta escala tendríamos en cuenta desde el análisis espacial de los
objetos hasta el estudio de los espacios en que se desarrollan dichas prácticas, ya sean naturales o construidos.
Finalmente, el tercer nivel de análisis lo constituye el
paisaje en la medida en que las prácticas sociales tienen una
dimensión espacial ya que tienen lugar en determinados emplazamientos, por lo que deben entenderse en consonancia con
las dinámicas territoriales de estas comunidades ibéricas. Consideramos que uno de los elementos más novedosos de nuestra
investigación es precisamente la integración de una perspectiva territorial a la hora de analizar la ritualidad e ideología
ibéricas, aspecto que tradicionalmente no se tuvo demasiado
en cuenta en este tipo de estudios y en el que se ha avanzado
mucho en los últimos años (Grau, 2010; Rueda, 2011; Grau y
Amorós, 2013; Grau, Amorós y Segura, 2017).
Para abordar este tipo de análisis, nos parece muy interesante la propuesta de F. Criado y colegas que han denominado
análisis antropológico estructural (Santos, Parcero y Criado.,
1997; Criado, 1999). Este procedimiento se basaría en un análisis de los paisajes arqueológicos a partir de una práctica deconstructiva, con el fin de reconstruir el objeto de estudio de un
modo acorde a sus propias normas y sin introducir connotacio4
nes ajenas al mismo. Para alcanzar dicho objetivo se proponen
tres grandes fases de estudio: la descripción según los propios
conceptos culturales de estudio; la deconstrucción, que permitirá aislar los elementos y relaciones formales que constituyen
los paisajes para finalmente dotarlos de sentido a través de un
proceso interpretativo y sin introducir elementos pertenecientes
al horizonte de racionalidad del investigador y por tanto extraños a las sociedades que estamos estudiando (Santos, Parcero y
Criado, 1997: 61-63). Este esquema metodológico ha sido aplicado al estudio de los paisajes simbólicos del área central de la
Contestania arrojando interesantes resultados (Grau, 2010a), en
un trabajo que constituye uno de los puntos de partida de nuestra
investigación sobre los santuarios territoriales.
No obstante, no aplicaremos de forma explícita dicho análisis formal, sino que pasaremos directamente a enmarcar los
códigos espaciales en un contexto cultural concreto, el de la sociedad ibérica, ya que es dicha tradición cultural la que dota de
sentido al mundo percibido y a través de la cual se constituye el
paisaje, que no existe por si solo en la naturaleza (Grau, 2010:
106). En este sentido, prestaremos una especial atención a la
relación existente entre prácticas rituales y patrones de asentamiento, que suponen en buena medida un reflejo de las relaciones y formaciones sociopolíticas de los grupos humanos que
habitan un determinado paisaje, cuestiones en las que profundizaremos en el siguiente capítulo. Finalmente, será necesario
contrastar los paisajes simbólicos analizados en nuestro ámbito
de estudio con otros paisajes del Mediterráneo antiguo con el
objeto de reconocer algunas regularidades que nos permitan una
mejor comprensión de los procesos sociales e ideológicos que
están detrás de la construcción de estos paisajes sacros.
1.3. SOCIEDADES IBÉRICAS EN EL ESPACIO
Y EN EL TIEMPO. COORDENADAS
CRONO-ESPACIALES DEL ESTUDIO
En toda investigación de carácter histórico o arqueológico existen
dos parámetros imprescindibles como son el tiempo y el espacio
concretos en los que se enmarca el estudio. En nuestro caso la
elección no es casual, sino que responde a motivaciones específicas que tienen que ver con una mejor comprensión de los procesos
sociales e ideológicos objeto de nuestro estudio, por lo que vamos
a dedicar unas breves líneas a su justificación.
La elección de un marco temporal amplio para nuestro trabajo, entre los ss. VII y I a.C., está determinada por la propia
naturaleza del objeto de estudio, como son los complejos procesos sociales e ideológicos, que en nuestra opinión solamente pueden valorarse satisfactoriamente desde una perspectiva
temporal amplia. Es en esta escala temporal de siete siglos
donde se pueden percibir mejor las continuidades y rupturas
de estas dinámicas sociales que se reflejan especialmente bien
en la evolución de los paisajes (fig. 1.1).
Con este objetivo, hemos querido remontar el punto de partida de nuestro recorrido más allá de lo que tradicionalmente se
considera como cultura ibérica hasta los inicios del s. VII a.C.
en el Hierro Antiguo, donde se hace patente toda una serie de
cambios a todos los niveles y que implican una mayor jerarquización social. Extendemos esta primera fase formativa hasta el
último cuarto del s. V a.C. y que se caracteriza por un registro
todavía esquivo en muchos sentidos que deberá ser matizado y
[page-n-18]
Fig. 1.1. Marco cronológico del estudio.
bien definido en investigaciones futuras. Tras ello nos adentramos en lo que la periodización tradicional considera el Ibérico
Pleno y que nosotros hemos dividido en dos fases bien diferenciadas en la esfera de lo territorial y de las estrategias ideológicas como son los ss. IV y III a.C. La última fase, que comprende
los ss. II y I a.C., se caracterizará por la irrupción de un nuevo
actor como es el poder romano, situándose el límite temporal
de nuestro estudio a finales del s. I a.C. Las motivaciones para
fijar el punto final en este momento, y no en otro, responde a
las profundas transformaciones que a nivel local y regional van
a producirse en época de Augusto con la municipalización de
diversos núcleos de toda la región como Saetabis, Dianium, Lucentum, Ilici (Alföldy, 2003) y un tiempo después Alon (Espinosa, 2006) y el abandono de los oppida, protagonistas a nivel
territorial durante todo el periodo analizado.
Por otra parte, la elección del área de estudio no es una cuestión menor ya que va a determinar el desarrollo de toda la investigación. En nuestro caso nos hemos decantado por una zona
muy concreta al norte de la actual provincia de Alicante, lo que
sería la franja central de la antigua región de la Contestania de
las fuentes clásicas, por diversas razones, algunas de las cuales
explicitaremos brevemente aquí mientras que otras se irán evidenciando a lo largo del trabajo. A su vez, esta área se subdivide
en tres territorios bien definidos, dos costeros y uno interior, que
vienen a coincidir a grandes rasgos con las actuales comarcas de
l’Alcoià-Comtat, Marina Baixa y Marina Alta (fig. 1.2).
Evidentemente el medio físico tiene una gran importancia
como uno de los elementos que van a condicionar el desarrollo
de las sociedades que habitan estas tierras a nivel económico
y territorial, aunque no vamos a describir aquí pormenorizadamente estas características que ya han sido tratadas en detalle,
junto con sus implicaciones en el poblamiento, en los estudios
específicos que nos han precedido (Grau, 2000; Moratalla,
2004). Sí es importante señalar que nos encontramos con una
orografía predominantemente montañosa, muy compartimentada, que contrasta con las llanuras litorales ubicadas tanto al norte como al sur de nuestra área de estudio. Estos pequeños valles
bien definidos geográficamente, coincidirán en muchos casos
con territorios políticos de escala local, que van a caracterizar
las dinámicas territoriales de esta zona durante buena parte del
periodo analizado, salvo momentos puntuales de integración en
proyectos más amplios en el s. III a.C.
Lejos de que la elección de un espacio tan acotado vaya en
detrimento de una perspectiva global y limite las conclusiones
de nuestra investigación, reivindicamos la necesidad de centrar
los estudios en ámbitos territoriales concretos de carácter local o
regional que nos permitan comprender todos los matices que conllevan este tipo de procesos sociales de naturaleza tan compleja,
para a partir de las distintas piezas ir componiendo un mosaico
lo más definido posible. Esa diversidad queda patente incluso en
nuestra propia área de estudio donde vamos a encontrar dinámicas y estrategias muy distintas en cada uno de los tres territorios
analizados, por lo que se hace necesario un análisis comparativo
que permita apreciar adecuadamente los contrastes y similitudes
existentes. Este modo de abordar el tema contrasta con los antiguos estudios generales sobre el mundo ibérico, tan necesarios
por otra parte en determinadas fases de la investigación a la hora
de definir lo que entendemos por cultura ibérica o en otros ámbi-
Fig. 1.2. Área de estudio.
5
[page-n-19]
tos como la divulgación. Ello no implica renunciar a valorar otras
áreas ibéricas bien estudiadas a las que acudiremos en repetidas
ocasiones a lo largo de nuestro trabajo con el objeto de construir
más sólidamente nuestras argumentaciones.
Dentro de esa gran diversidad de situaciones que encontramos en el mundo ibérico, nuestra área de estudio presenta numerosas particularidades con respecto a otras zonas, empezando por
su patrón de asentamiento. Nos encontramos con un poblamiento jerarquizado desde momentos muy tempranos pero la diferencia radica en que los oppida y los territorios que controlan tienen
una escala mucho menor si los comparamos por ejemplo con
los núcleos principales de la zona catalana en época plena que
se encuentran entre las 4 y 10 ha. como por ejemplo Ullastret,
Burriac, Kesse o el Castellet de Banyoles (Sanmartí y Belarte,
2001); en el área edetana en torno a las 10 ha. de Edeta, Kelin o
Arse (Bonet, 1995; Moreno, 2010; Martí Bonafé, 1998) o ciertos
oppida de la Alta Andalucía con dimensiones similares (Ruiz y
Molinos, 2007). En el área central de la Contestania, los oppida
rara vez superan las dos o tres hectáreas de extensión salvo en
el caso de La Serreta y en un momento muy puntual como es el
s. III a.C. donde sí alcanza las 6 ha. Del mismo modo, mientras
en el resto de zonas citadas se construyen territorios de escala
comarcal presididos por ciudades ya desde el s. IV a.C., aquí no
encontraremos este tipo de proyectos geopolíticos hasta la centuria siguiente en los casos de La Serreta y La Vila.
Otra característica destacable que contrasta con otras áreas
es la ausencia en general de grandes manifestaciones de ostentación por parte de los grupos dominantes de la sociedad,
por ejemplo en el ámbito funerario, de la escultura o de la
comensalidad, si los comparamos con otros espacios como
la Alta Andalucía o el sureste. Al mismo tiempo se perciben
diferencias muy interesantes en el seno de la propia área de
estudio con dinámicas distintas entre las zonas costeras y las
de interior. Esta tendencia atenuante en las formas enfáticas de
representación del poder constituye una de las cuestiones más
interesantes de nuestra investigación y a la que trataremos de
dar respuesta a lo largo de estas páginas.
Sin embargo, no todo son diferencias, sino que también
encontramos numerosos paralelismos con otras zonas tanto a
nivel peninsular como mediterráneo a las que no hemos dudado en acudir para enriquecer nuestros argumentos. Los distintos modelos aplicados en otras áreas y que tienen en cuenta
la dimensión territorial, política o ideológica de los espacios
de culto nos han servido de inspiración en muchas ocasiones
e incluso diríamos que han sido determinantes a la hora de
valorar la potencialidad e interés que podía tener un estudio
de estas características en el área central de la Contestania. En
este sentido destaca el trabajo ya clásico de F. de Polignac La
naissance de la cité grecque. Cultes, espace et société, VIIIeVIIe siècles avant J.-C. (1984) sobre la emergencia de la polis
griega donde presta atención a la forma en que los lugares de
culto se relacionan estrechamente con los procesos sociales
6
y políticos, distinguiendo entre los santuarios urbanos y los
situados en los confines del territorio. Ambos tipos cumplirían
una función diferente, fomentando los primeros la identidad
común de la colectividad mientras que los segundos sancionaban simbólicamente el límite del territorio político de la ciudad. Desde una óptica similar I. Edlund aborda el estudio de
diversos santuarios de la península Itálica en su obra The Gods
and the Place: Location and Function of Sanctuaries in the
Countryside of Etruria and Magna Graecia (700–400 B.C.).
Atendiendo a investigaciones más recientes nos resultó
muy sugerente en los primeros pasos de esta investigación
el trabajo de C. Rueda Territorio, culto e iconografía en los
santuarios iberos del Alto Guadalquivir (ss. IV a.n.e.-I d.n.e.)
(2011) donde analiza el papel de distintos santuarios como Collado de los Jardines, la Cueva de la Lobera o El Pajarillo en la
construcción de los territorios políticos. Este trabajo es uno de
los más completos ejemplos de que el análisis de los espacios
de culto desde el punto de vista del paisaje es posible también
en el mundo ibérico, todo ello sin obviar el estudio de las prácticas rituales concretas a partir del estudio de los exvotos y su
iconografía. Esta misma perspectiva territorial la encontramos
en el trabajo de T. Stek Cult places and cultural change in
Republican Italy. A contextual approach to religious aspects of
rural society after the Roman conquest (2009) donde analiza
el rol de estos centros de culto que actúan como cohesionadores de la comunidad en espacios escasamente urbanizados y en
un momento de profundos cambios, como es la implantación
romana en el área central de la península italiana.
Más allá de la inclusión de la perspectiva territorial en
nuestro análisis de los lugares de culto, debemos mencionar
otros trabajos en los que se basa nuestra línea interpretativa en
relación a las formas sociales y al poder en la sociedad ibérica.
En este sentido destacamos los trabajos de J. García Cardiel
y en especial su tesis doctoral Los discursos del poder en el
mundo ibérico del sureste (siglos VII-I a.C.) (2016), el trabajo de A. González Ruibal Galaicos. Poder y comunidad en el
noroeste de la península Ibérica (1200 a.C.-50 d.C.) (2006) o
para aspectos más concretos la perspectiva de S. Sardá Pràctiques de consum ritual al curs inferior de l’Ebre. Comensalitat,
ideologia i canvi social (s. VII-VI ane). También los trabajos
de J. Vives-Ferrándiz nos han inspirado a la hora de concebir
las sociedades y sus relaciones de poder como entes fluidos,
complejos y cambiantes donde tiene un papel esencial el concepto de negociación, destacando su tesis Negociando encuentros. Situaciones coloniales e intercambios en la costa oriental
de la península Ibérica (ss. VII-VI a.C.) (2005) entre muchas
otras publicaciones o por supuesto el gran número de trabajos
de I. Grau. Estos dos últimos autores han aportado nuevas e interesantes perspectivas para la comprensión de las sociedades
ibéricas de la franja central mediterránea y nos consideramos
especialmente deudores de sus propuestas, lo cual se hace patente a lo largo de toda nuestra investigación.
[page-n-20]
2
Paisajes y sociedades ibéricas
Antes de comenzar nuestro recorrido por las distintas prácticas
rituales y estrategias ideológicas desplegadas por las comunidades ibéricas del área central de la Contestania, es necesario
definir toda una serie de conceptos teóricos esenciales que van
a ser recurrentes a lo largo de todo el trabajo. Comenzaremos
con algunas reflexiones acerca de qué entendemos por ritual,
ideología o poder en el marco de nuestra investigación, ya que
existen muy diversas posturas al respecto dependiendo de las
coordenadas teóricas en que nos enmarquemos. A continuación,
abordaremos el análisis de las sociedades ibéricas del área central de la Contestania entre los ss. VII y I a.C. entendiendo sus
estructuras políticas, económicas y sociales como constructos
que continuamente se producen, construyen y reconstruyen en
función de las necesidades de cada grupo social y de las circunstancias históricas puntuales. Asimismo, consideramos las
estructuras sociales como entes dinámicos, con avances y retrocesos, alejándonos de la concepción evolucionista en la que
la historia posee un sentido único y donde toda sociedad está
condenada a recorrer las distintas etapas que conducen desde la
barbarie a la civilización, para finalmente llegar al modelo de
sociedad occidental. En otras palabras, centraremos nuestro interés en los distintos procesos políticos e ideológicos, prestando
especial atención a su relación con el paisaje, y no tanto en la
descripción de formaciones sociales y su secuencia evolutiva.
Para ello, a lo largo de este capítulo realizaremos un breve
recorrido historiográfico por los distintos trabajos que desde finales del s. XIX han prestado atención al estudio de las estructuras
sociales ibéricas, para finalmente centrarnos en los principales
modelos interpretativos que a partir del último tercio del s. XX
han tratado de explicar la sociedad ibérica desde diversas perspectivas teóricas. Se trata, en primer lugar, de la propuesta de M.
Almagro-Gorbea (1996) que establece un esquema evolutivo de
la sociedad ibérica en tres etapas bien diferenciadas, las monarquías sacras orientalizantes, las monarquías heroicas o aristocracias guerreras y finalmente las aristocracias ecuestres urbanas. En
segundo lugar, destaca el modelo propuesto por A. Ruiz y colegas
quienes, partiendo de los presupuestos del materialismo histórico,
pero integrando también interesantes aportaciones desde el ámbito de la antropología, destacan la importancia de las relaciones
de dependencia entre los distintos grupos sociales que caracterizan como de tipo clientelar (Ruiz y Molinos, 1993; 2007; Ruiz,
1998; 2000; 2008). Y en tercer lugar el modelo propuesto por J.
Sanmartí que desde posicionamientos basados en el materialismo
cultural y neoevolucionistas, otorga una gran importancia a elementos como la economía de bienes de prestigio, las dinámicas
demográficas y la economía política (Sanmartí, 2009; Sanmartí
y Belarte, 2001; Sanmartí y Santacana, 2005). Finalmente, nos
aproximaremos a las propuestas surgidas en los últimos años para
nuestro ámbito de estudio concreto que, si bien se basan fundamentalmente en los modelos citados anteriormente, aportan nuevas perspectivas y matices de tipo teórico (Grau, 2007; Bonet,
Grau y Vives-Ferrándiz, 2015). Profundizaremos en cada uno de
los distintos modelos a lo largo de este capítulo.
2.1. DEFINIENDO CONCEPTOS. RITUAL, IDEOLOGÍA
Y PODER
La primera cuestión que debemos plantear es qué entendemos
por ritual, ya que ha determinado en buena medida la estructura final de esta investigación. Tradicionalmente, el ritual se
ha definido por oposición a las actividades cotidianas, y por lo
tanto mutuamente excluyentes, como una acción no funcional,
irracional, emocional y primitiva, concepción que tiene su origen en el racionalismo ilustrado (Brück, 1999: 319). La imposición de esta dicotomía ritual-profano, basada en concepciones propias de la sociedad contemporánea, genera importantes
problemas interpretativos, por lo que pensamos que estas
cuestiones deben valorarse en términos de ritualización. En
otras palabras, entenderlos como prácticas sociales con un im7
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portante contenido simbólico destinadas a remarcar la discontinuidad de los acontecimientos y de las vivencias en el fluir
cotidiano de una sociedad, acentuando el tiempo y los ciclos,
solemnizando las instituciones y reafirmando las interacciones
más significativas entre los actores sociales (Maisonneuve,
1991: 141). También es destacable la visión del antropólogo
M. Gluckman que entendía la ritualización como el proceso
mediante el cual determinadas acciones de carácter cotidiano
pueden adoptar un énfasis especial en un momento puntual en
el que pasan a actuar determinadas convenciones y a las que
se otorga un significado especial pasando a estar regidas por
determinadas normas basadas en la repetición, el formalismo y
la tradición (Bell, 1992: 220; 1997: 138). El criterio definidor
sería el hecho de que son prácticas simbólicamente diferenciadas del día a día en términos de forma, acción u objetivo y
con un cierto componente teatralizado (Dietler, 2001: 67). No
obstante, debemos tener en cuenta que las sociedades tradicionales carecen a menudo de diferenciaciones claras entre lo
ritual y lo cotidiano, lo simbólico y lo práctico, en definitiva,
lo sagrado y lo profano (Bradley, 2003; 2005; Brück, 1999).
Para comprender mejor cómo funcionan las estrategias
ideológicas que veremos más adelante, nos basaremos en el
estudio del ritual desde su dimensión práctica ya que se trata
de acciones de los individuos que dejan huella en el registro
material y que podemos estudiar a través de la arqueología. Es
importante, por tanto, establecer una diferenciación respecto
al concepto de religión que implicaría una serie de símbolos,
creencias, iconografías, elementos materiales… que unidos a
otros elementos intangibles, hacen de la religión una cuestión
difícil de definir, analizar y describir desde el método arqueológico (López Bertrán, 2007: 19; Insoll, 2004).
Esta concepción del ritual nos permite interpretar no solo
los elementos más destacados en el registro arqueológico,
como pueda ser la deposición de terracotas o armas, sino también otras prácticas a las que se ha prestado una menor atención como la ofrenda de cerámicas comunes en las cuevas o
las prácticas de consumo ritual. Para nuestro estudio hemos
elegido cuatro tipos de prácticas rituales, sin ánimo de agotar
el amplio espectro de ritos que debieron darse entre las sociedades ibéricas, básicamente por el hecho de que sus características las hacen susceptibles de ser manipuladas por los grupos
dominantes en su beneficio, con el objetivo de legitimar las
desigualdades sociales y su acceso diferenciado al poder político. Estos rituales objeto de nuestro estudio han sido los ritos
de iniciación, las prácticas de comensalidad ritual, los ritos de
agregación en los santuarios étnico-territoriales y los ritos de
armas relacionados con la identidad guerrera.
En nuestro trabajo también tendrán gran importancia las
aportaciones del sociólogo francés P. Bourdieu y la Teoría de
la Práctica (1977) analizando el rol que juega el ritual a la hora
de crear, definir y transformar las estructuras de poder y control
mediante su naturalización limitando la percepción de alternativas de actuación o el reconocimiento de las desigualdades. Un
concepto esencial para la comprensión de este modelo teórico
es el habitus, un esquema individual de disposiciones internas,
inconscientes, que determinan como el individuo percibe y actúa en el mundo y que están estructuradas y estructurando el sistema externo. En el ritual son también comunes las referencias
simbólicas al pasado con el objetivo de generar una impresión
8
de continuidad, así como secuencias de acción altamente formalizadas y repetitivas que sirven para limitar la percepción de
alternativas y para naturalizar el orden establecido vinculándolo
a la experiencia “natural” del paso del tiempo (Dietler, 2001:
71). Por tanto, nuestro concepto del ritual va mucho más allá
de su concepción como un simple reflejo de la estructura social
y política o un aspecto secundario de la superestructura tal y
como plantea la escuela marxista, ni tampoco lo consideramos
un mero mecanismo adaptativo para mantener la solidaridad social como lo conciben las tendencias funcionalistas.
La concepción del ritual como práctica nos permite también
entenderlo en términos de estrategia social ideológica y por tanto
valorar su implicación en los mecanismos de poder puestos en
marcha por las elites ibéricas en contextos sociales diversos y dinámicas históricas concretas. En este sentido resultan muy pertinentes las propuestas basadas en la llamada teoría procesual-dual
que distingue entre estrategias excluyentes o de red y estrategias
corporativas (Blanton et al., 1996; Blanton,1998; Feinman, 2000;
2001) y sobre las que profundizaremos más adelante.
Una vez señaladas algunas generalidades acerca del concepto
de ritual, pasamos a tratar cuestiones relacionadas con la ideología
que, como parte de la cultura, es un componente integral de las
interacciones humanas y de las estrategias de poder que configuran los sistemas sociopolíticos (DeMarrais, Castillo y Earle, 1996:
15). No es nuestro objetivo desarrollar ampliamente la definición
de ideología y sus posibilidades de análisis desde la arqueología,
tema que en sí mismo debiera ser objeto de un amplio estudio específico. Únicamente queremos delimitar los ejes principales de su
significado según lo vamos a emplear en este trabajo.
La ideología es, a nuestro entender y desde un sentido práctico, una importante fuente de poder social y político, aunque debemos preguntarnos ¿qué supone el poder desde el punto de vista
práctico como para justificar la inversión de tiempo, esfuerzo y
recursos en su adquisición? Términos como “poder” o “prestigio”
son utilizados a menudo cuando hablamos de relaciones sociales
sin pararnos demasiado a pensar en sus implicaciones prácticas.
El poder implicaría la capacidad de influir en las decisiones de
la comunidad, apropiarse del excedente y acumular riqueza, movilizar mano de obra, actuar como árbitro en conflictos internos,
acceder a determinados bienes y redes comerciales, ejercer la
violencia bajo una apariencia de legitimidad… en definitiva, la
capacidad que ostentan determinados individuos de ver cumplida su voluntad en el seno de la sociedad (García Cardiel, 2016:
24). T. Earle establece una distinción entre autoridad, que sería el
derecho y la responsabilidad de ejercer el liderazgo, prerrogativa
reconocida de forma voluntaria por los individuos sobre los que
se ejerce, mientras que el poder sería la posibilidad de liderazgo,
pero independientemente de la voluntad de los sujetos sometidos
a este poder (Earle, 1997: 3-4). Por otra parte, el prestigio sería la
capacidad de despertar admiración y estima entre los miembros
de la comunidad, que suele comportar desigualdad de oportunidades, de derechos y de obligaciones (Sardà, 2010a: 75).
El objetivo de la elaboración y difusión de la ideología desde los grupos que ostentan el poder es la justificación, legitimación u ocultamiento de las desigualdades sociales dotando a
determinados segmentos sociales de una naturaleza diferenciada, en estrecho contacto con lo sobrenatural y mítico. En este
sentido, la eficacia de las estrategias ideológicas se basa en el
encubrimiento de los intereses de la elite presentándolos como
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universales, negando los conflictos intrasociales de intereses y
naturalizando el presente para preservar su posición dominante
bajo una apariencia de reciprocidad e isonomía (Giddens, 1979:
193-197). Por tanto, su objetivo último sería la naturalización de
lo que en realidad son constructos culturales, tratando de conseguir que la desigualdad social no sea discutida al considerarse
natural, lógica y necesaria (García Cardiel, 2016: 26). Para que
resulte efectiva, la ideología ha de integrar a una gran parte de la
sociedad, incluyendo en buena medida a los grupos desfavorecidos, percibiéndose como beneficiosa (Mann, 1991).
Otra cuestión a tener en cuenta cuando analizamos la puesta en marcha de diversas estrategias ideológicas es que resultan mucho más efectivas a largo plazo que otras estrategias
basadas en la coerción, que resultan, en cambio, mucho más
costosas e inestables a la hora de articular las relaciones de
poder. Estas relaciones se basan en gran medida en la combinación de dos elementos que se oponen pero que al mismo tiempo se complementan, la violencia y el consentimiento
(Godelier, 1998b: 19). La coerción se basa en el uso de amenazas y de la fuerza por parte de las elites para el mantenimiento
de las relaciones sociales desiguales, incluyendo entre estas
estrategias el daño físico potencial o la restricción en el acceso
a los recursos críticos. Una concepción clásica acerca de las
relaciones de poder se basa en la idea de que no puede existir
poder político sin violencia o coerción, no obstante creemos
más acertadas otras posturas como la del antropólogo P. Clastres que afirmaba que el poder político como coerción no era
el modelo de poder verdadero sino que se trata simplemente de
un caso particular (Clastres, 1978: 21).
Tanto la ideología como una de sus expresiones, el ritual,
pueden ser un instrumento tanto de dominación en manos de
los grupos que ostentan el poder, como de resistencia por parte de otros grupos o individuos que desean acceder al mismo.
Éstos últimos podrían haber desarrollado ideologías alternativas con las que intentar transformar las estructuras sociales,
aunque estas estrategias resultan en muchos casos más difíciles de identificar en el registro arqueológico.
Una vez visto el concepto de ideología, nos centraremos en
cómo se produce su difusión, así como el análisis de la puesta
en práctica de las distintas estrategias. En este punto es donde
entra en juego la materialización de la ideología, es decir, la
transformación de ideas, valores, historias y mitos en una realidad física y tangible que puede adquirir el estatus de valores
y creencias compartidas (DeMarrais, Castillo y Earle, 1996:
16-17). Según DeMarrais y colegas, la ideología se materializa
básicamente en cuatro tipos de manifestaciones: las ceremonias
rituales, objetos simbólicos o iconos, arquitectura monumental
y sistemas de escritura. Volveremos con más detalle a algunos
de estos tipos cuando analicemos las estrategias concretas en
el marco de la sociedad ibérica. Parece evidente que esta materialización requiere una importante inversión de recursos cuyo
elevado coste impide que todos los grupos puedan tener acceso
a esta fuente de poder, lo que supone que las elites puedan restringir los contextos de uso y la transmisión de ideas y símbolos
(DeMarrais, Castillo y Earle, 1996: 31).
Una última cuestión que queremos destacar y que va a constituir uno de los ejes fundamentales de nuestro estudio es la ambivalencia que presentan este tipo de estrategias ideológicas ya
que por un lado tratan de generar un sentimiento de pertenencia
a la comunidad y a una identidad común mientras que por otra
parte tratan de justificar, legitimar y encubrir tanto las diferencias sociales como el acceso de determinados grupos al poder y
a la riqueza. Es por ello que a lo largo de nuestro trabajo estableceremos una constante diferenciación entre las estrategias de
carácter inclusivo y las estrategias de carácter excluyente.
2.2. LA SOCIEDAD IBÉRICA. MODELOS
INTERPRETATIVOS
La problemática referente al estudio de las estructuras sociales
ibéricas ha sido abordada por diversos autores desde los mismos
inicios de la historiografía sobre la cultura ibérica. El primero de
ellos fue el historiador y pensador J. Costa quien a finales del s.
XIX y en un momento en que la cultura ibérica era todavía una
gran desconocida, dedica una parte de su inconclusa obra Estudios ibéricos a la sociedad ibérica (Costa, 1881-1885 en García
Cardiel, 2016). Basándose principalmente en fuentes literarias y
epigráficas propone la existencia de una sociedad de tipo jerárquico cuyas elites habitan los asentamientos fortificados y que
gobiernan sobre una población de carácter servil que habitaría
los asentamientos rurales dispersos y cuya economía se basaría
esencialmente en la agricultura y la ganadería. Este autor introdujo algunos interesantes conceptos que tendrán un largo recorrido en la historiografía posterior tales como el componente
gentilicio, las relaciones de dependencia, el colectivismo agrario o la lucha de clases (Aguilera, 2014: 419-425).
Durante los dos primeros tercios del s. XX, la historiografía española fue bastante reticente a la adopción de nuevas corrientes teóricas y metodológicas como el marxismo o
la Escuela de los Annales por lo que la producción científica
de esta época va a estar dominada aún por los postulados basados en lo que podríamos denominar como Historia Cultural.
Uno de los máximos exponentes de este periodo será P. Bosch
Gimpera, quien, muy influido por una perspectiva históricocultural, se centrará principalmente en la identificación de los
rasgos culturales característicos que pueden ser identificados
en el registro arqueológico con el objeto de caracterizar las
distintas “culturas arqueológicas” que habitaron un determinado territorio. Este tipo de estudios no prestarán tanta atención
a cuestiones como las bases económicas de la subsistencia o
las estructuras sociales (Bosch Gimpera, 1932).
Ya en los años 50, J. Maluquer presta alguna atención a
la cuestión de las estructuras sociales ibéricas, planteando la
existencia de una monarquía cuyo dominio se extendería a varias ciudades, pero cuya autoridad estaría restringida al ámbito
militar y no tendría un carácter hereditario. Dicho sistema estaría sustentado por la existencia de una nobleza que sería propietaria de los resortes económicos, principalmente la tierra
y la existencia de numerosos esclavos (Maluquer, 1954: 319320). También son destacables en este sentido las propuestas
de J. Caro Baroja quien, a pesar de la influencia en su producción científica de la teoría de los “Círculos Culturales” al
igual que Bosch Gimpera, va a incluir perspectivas propias de
la antropología, así como del funcionalismo, prestando cierta
atención a cuestiones relacionadas con la organización social y
las instituciones políticas (Caro, 1946; 1971). J. Caro propone
que los distintos pueblos ibéricos se organizarían básicamente
en monarquías, si bien establece una distinción entre los mo9
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narcas de la franja oriental peninsular, que serían poco más
que caudillos militares y los monarcas del sur peninsular, de
origen tartésico y con un carácter sacro.
Durante los años 70 se van a producir importantes avances en
el estudio de las sociedades ibéricas, que finalmente desembocarán en los modelos interpretativos que citábamos anteriormente.
Es destacable en este sentido la propuesta de M. Vigil quien, profundizando en planteamientos previos, defiende la existencia de
monarquías en el mundo ibérico organizadas en ciudades-estado,
donde además del poder del rey existirían consejos, asambleas populares y magistrados en una sociedad organizada en clases (Vigil,
1973: 253). La introducción del concepto de ciudad en el mundo
ibérico, así como la existencia de estructuras de carácter estatal,
tendrá una gran importancia en la historiografía posterior.
Como señalábamos al inicio del presente capítulo, durante el
último cuarto del s. XX e inicios del presente siglo se han producido los avances más importantes en cuanto al estudio y caracterización de la sociedad ibérica. Pero si hay un momento que
podamos considerar como un punto de inflexión es el Congreso Internacional Los Iberos, príncipes de Occidente (Aranegui,
1998) que supuso el reconocimiento de la cultura ibérica en sí
misma sin necesidad de recurrir al mundo oriental para su definición y que reúne numerosas comunicaciones científicas que
contribuyeron a definir lo que entendemos por ibero en muchos
sentidos. El desarrollo de dichos modelos interpretativos es fruto
de un mayor conocimiento del mundo ibérico desde el punto de
vista arqueológico, así como la aplicación de modelos teóricos
que aúnan perspectivas procedentes de otras disciplinas como la
antropología o la sociología para dar lugar a interesantes propuestas que tienen como objeto de preocupación la comprensión de
la sociedad ibérica y sus dinámicas históricas. Son estos modelos, que vamos a describir a grandes rasgos, los que suponen la
base de nuestra concepción de la estructura social ibérica y en los
que se enmarca nuestro análisis de los discursos ideológicos que
constituye el eje vertebrador de este trabajo.
No obstante, no debemos olvidar que los modelos no son
más que hipótesis, sistemas de explicación que nos permiten
establecer comparativas entre distintas sociedades a través del
espacio y del tiempo, pero que no deben ser entendidos como
leyes generales que puedan aplicarse de forma automática a todos los lugares y a todas las sociedades humanas, tentación en la
que han caído no pocas veces diversas corrientes de las ciencias
sociales. Como escribió F. Braudel, un modelo podría compararse a un barco que, una vez constituido, es necesario “poner
en el agua y comprobar si flota y, más tarde, hacerle bajar o remontar a voluntad las aguas del tiempo. El naufragio es siempre
el momento más significativo y a nosotros nos corresponde entonces buscar la causa […]. La investigación debe hacerse volviendo continuamente de la realidad social al modelo, y de este
a aquella; y este continuo vaivén nunca debe ser interrumpido,
realizándose por una especie de pequeños retoques, de viajes
pacientemente reemprendidos” (Braudel, 1958: 30).
2.2.1. monArquíAs sAcrAs, ArIstocrAcIAs guerrerAs
y eLItes urbAnAs
El primer modelo que vamos a ver es el propuesto por M. Almagro-Gorbea cuyos elementos esenciales fueron recogidos en la
publicación de su discurso de ingreso en la Real Academia de la
Historia y que lleva por título Ideología y poder en Tartessos y
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el mundo ibérico (1996). Dicho autor basa su estudio en fuentes
tanto de carácter literario como arqueológico para proponer un
esquema evolutivo de la sociedad ibérica que iría desde las monarquías sacras orientalizantes hasta las elites urbanas que caracterizarían el período final, pasando por las monarquías heroicas
y aristocracias guerreras del ibérico pleno. Se trata de un modelo
con evidentes paralelismos con otras sociedades mediterráneas y
para cuya aplicación deberíamos tener en cuenta la gran diversidad existente entre las distintas áreas peninsulares.
En primer lugar, nos encontraríamos con las llamadas monarquías sacras (Almagro, 1996: 41-76) características del periodo orientalizante (ss. VIII-VI a.C.), cuyo principal elemento
ideológico sería el carácter sacro del rex que tendría un papel
esencial en relación con la fertilidad de la tierra, la producción de las cosechas y la gestión de las reservas alimenticias
del conjunto de la comunidad. Por tanto, estaríamos ante una
concepción teocrática del poder. La sede de dicha organización sería el palacio que constituye el punto central del control
social, político y económico, especialmente en la producción,
reserva y redistribución de alimentos. Asimismo, el palacio es
la sede del culto a la divinidad dinástica y a los antepasados,
cuyo apoyo divino supone el fundamento ideológico del poder
ya que el monarca se presenta como un intermediario de la
divinidad. La estructura social de base gentilicia y clientelar
se ve reflejada en los rituales funerarios, con la existencia de
necrópolis estructuradas en tumbas centrales y periféricas, con
una preeminencia de la tumba del antepasado mitificado que
justifica de este modo el derecho a la propiedad sobre el territorio y sus habitantes por parte de sus descendientes. Uno de
los pilares básicos de dicha propuesta será el análisis procesual
de los espacios funerarios que da lugar al llamado modelo interpretativo del “Paisaje de las necrópolis ibéricas” (Almagro,
1978; 1983) y que se basaría en la idea de que los distintos
tipos de enterramientos se corresponden directamente con los
diversos estratos de la sociedad ibérica.
La siguiente fase es la de las monarquías heroicas y aristocracias guerreras, característica del ibérico antiguo y s. IV a.C.
(Almagro, 1996: 77-106). Uno de los cambios más importantes es que, a diferencia de la autoridad sacra de origen divino
que constituía el fundamento del poder de las monarquías de la
fase anterior, las monarquías heroicas de este periodo basarán
su preeminencia en la pertenencia a un grupo gentilicio que se
considera descendiente de un antepasado mítico heroizado. Otro
de los elementos esenciales es la ideología de claro componente
guerrero que se ve reflejada en la iconografía, principalmente la
escultura, y en las armas. En este momento se produce también
la separación física entre santuario y palacio, como se vería reflejado en el caso de la Illeta dels Banyets.
A lo largo del s. IV a.C. las monarquías de tipo heroico van a
ser progresivamente sustituidas por aristocracias guerreras en un
proceso de creciente isonomía social. Este concepto, que tiene su
origen en la Grecia Clásica, haría referencia a un tipo de gobierno
en que la soberanía reside en la mayoría o donde encontramos formas de poder más dispersas o menos concentradas en unas pocas
manos. Todo ello se va a ver reflejado en las necrópolis con la desaparición de los monumentos funerarios. Esta oligarquía aristocrática se apoyará en los cultos gentilicios celebrados en los santuarios.
Asimismo, se establece una distinción entre los santuarios dinásticos que serían espacios de culto aislados, al aire libre, orientados
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astronómicamente, de origen oriental y que se van transformando
paulatinamente hacia formas de culto públicas; y los santuarios
gentilicios, con un origen doméstico y por tanto asociados a viviendas sin planta definida y en el interior de la población.
La última fase sería la de las aristocracias ecuestres urbanas que irán surgiendo a lo largo del s. IV a.C., proceso que
estaría en íntima relación con el fenómeno urbano y que serían
análogas a los grupos de estas características surgidos en otros
puntos del Mediterráneo, especialmente en la Grecia clásica o
en la Roma republicana (Almagro, 1996: 107-132). El poder
de estos grupos sociales se basa principalmente en la riqueza, constituyendo estas aristocracias por tanto una clase censataria, aunque también en parte en el componente guerrero.
También tendrán gran importancia en este período los cultos
poliádicos de carácter público, así como la transformación del
culto gentilicio al antepasado heroizado en el culto al héroe
fundador de la ciudad, el héros ktístes. Éste se transforma en
un antepasado divinizado que, además de fundador del grupo
gentilicio, se convierte en protector de sus descendientes y en
un elemento aglutinador de la comunidad.
2.2.2. Los LInAjes gentILIcIo-cLIenteLAres
Uno de los modelos, a nuestro juicio, más interesantes y completos de cuantos se han propuesto para explicar el cambio social
entre las sociedades ibéricas es el modelo gentilicio clientelar.
Este planteamiento teórico surge como una respuesta crítica al
positivismo e historicismo que habían marcado los primeros pasos de la arqueología ibérica para tratar de comprender los procesos históricos desde la óptica del materialismo histórico, en la
línea de los estudios de M. Torelli para la sociedad etrusca (Torelli, 1981), al mismo tiempo que incluye fuentes y conceptos
propios de la antropología (Ruiz y Molinos, 1993; 2007; Ruiz,
1998; 2000; 2008). El punto de partida de este modelo y una de
sus claves explicativas es el cambio que se produce durante la
Primera Edad del Hierro desde una formación social aldeana
a un modelo social más complejo de tipo gentilicio clientelar.
A continuación, vamos a tratar de explicar qué significan estos
conceptos y en qué manera se desarrolla este proceso.
Por formación social aldeana entendemos una sociedad
de pequeña escala donde priman los lazos basados en el parentesco y la consanguinidad. El poder político en este tipo
de sociedades que podríamos definir como más o menos
igualitarias se caracteriza por la presencia de determinados
personajes con una mayor autoridad que el resto, que viene
dada normalmente por cuestiones relacionadas con la edad,
género o determinadas capacidades, con un carácter no hereditario, pero que no les da derecho al mando ni a ejercer la
violencia (Godelier, 1998b: 16).
Estas relaciones de parentesco evolucionan hacia formas
clientelares donde la relación entre las aristocracias emergentes y sus clientes se definen por lazos de dependencia que
se basan en la protección que el patrono ofrece al cliente y
en la obediencia y fidelidad de este último para con el señor,
así como la aparición de nuevas fórmulas como el tributo.
El cliente se convierte así en un filius familias de modo que,
solo en apariencia, no se rompe con el sistema de relaciones
aldeano basado en el parentesco (Ruiz, 2008: 807). Este modelo social quedará reflejado en el registro arqueológico de
las necrópolis, como podemos ver en el paradigmático ejem-
plo de Baza, en la distribución del hábitat en el interior de
oppida como el de Puente Tablas o en el paisaje, cuestión en
la que profundizaremos más adelante.
Otra de las claves que nos ayudan a entender este modelo
es el ascenso en un momento dado de determinados linajes que
se convierten de este modo en dominantes. Antes de continuar
profundizando en la cuestión de los linajes, creemos necesario aclarar brevemente este concepto que tiene su origen en la
investigación antropológica y que no suele ser tan común en
el campo de la arqueología. El linaje es un grupo de filiación
unilineal cuyos miembros se consideran descendientes, bien
en línea agnaticia, es decir, patrilineal, o bien en línea uterina, matrilineal, de un antepasado común conocido. En otras
palabras, las relaciones genealógicas que los unen entre sí y
con el antepasado fundador del linaje pueden ser reconstruidas (Bouju, 2008: 437). Es importante también distinguirlo de
otro concepto bastante común como es el de clan que sería un
grupo de unifiliación cuyos miembros no pueden establecer
los lazos genealógicos reales que los vinculan al antepasado
común, que en consecuencia suele tener un carácter mítico, y
que agrupa varios linajes (Copet-Rougier, 2008: 167).
En esta nueva concepción de las relaciones sociales el
cliente pagará un tributo por integrarse en un linaje determinado y en el sistema clientelar, lo que le da el derecho de
acceso a la posesión de la tierra o a la posibilidad de acceder
al espacio funerario, en virtud de los pactos de fidelidad que
señalábamos anteriormente. Al mismo tiempo, en el plano ritual se produce una sustitución de los antepasados míticos del
clan y de los antepasados de cada uno de los linajes, que se
convierten en meros ascendientes familiares domésticos, por
el fundador del linaje dominante (Ruiz, 2008: 808).
Uno de los instrumentos esenciales para transformar las
antiguas formas de solidaridad que caracterizaban las formaciones sociales aldeanas y, en consecuencia, generar nuevas
formas de identidad gentilicia es lo que en la investigación antropológica se conoce como “don” (Ruiz, 2008: 806). Podríamos definir el don como una forma de intercambio o prestación
de bienes o servicios, siendo uno de sus objetivos principales
la creación de lazos o vínculos sociales entre individuos o grupos. Del mismo modo, el don supone una herramienta esencial
entre los distintos linajes en el acceso al poder político.
Este concepto ha tenido un largo recorrido en el campo de la
antropología, destacando como punto de partida el trabajo de M.
Mauss, Essai sur le don. Forme et raison de l’échange dans les
societés archaiques (1925) donde se analizan los diversos modos de intercambio en las sociedades arcaicas. Posteriormente,
debemos destacar la importancia del trabajo de M. Godelier, El
enigma del don (1998) que supone una profundización en esta
cuestión, también desde el punto de vista de la antropología.
El intercambio de dones genera de forma simultánea una
doble relación entre el que dona y el que recibe. Por una parte,
una relación de solidaridad y por otra de superioridad ya que
el individuo que recibe el don y lo acepta contrae una deuda
con aquel que se lo ha donado, instaurándose así una diferencia de estatus que en ciertas circunstancias puede dar lugar a
una jerarquía (Godelier, 1998a: 25).
En las sociedades de tipo igualitario, donde encontramos lo
que en antropología se conoce como Great Men, el don no tiene
un carácter agonístico, es decir competitivo, y tiene como objetivo
11
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reforzar el sistema de articulación de las redes de parentesco mediante los circuitos de intercambio de bienes. Este tipo de don tiene
un carácter colectivo y no exige la inmediata aplicación del contradon, aunque sí lo obliga con el tiempo (Ruiz, 2008: 806).
Este tipo de sociedades dan paso con el tiempo al surgimiento
de los llamados Big Men para los que el poder no se fundamenta
en la posesión de los objetos sino en la capacidad para acumular
riqueza. En estos casos, el acto de donar pierde su carácter recíproco ya que no exige el contra-don, debido a que la donación es
de tan grandes proporciones que no puede ser contestada por los
individuos que la aceptan. Esta circunstancia da lugar a la exclusión del sistema de una parte de la comunidad, que queda en una
situación de deuda permanente con el donador y a su vez a pactos
de fidelidad en los que se basa la relación protección-obediencia.
De este modo, el don se convierte en un “regalo envenenado”
(Ruiz, 2008: 807) que dará lugar a la aparición del tributo como
forma de acceso al marco de reproducción del sistema. En estos
casos, el cliente entregará un tributo para integrarse en un determinado linaje y poder así acceder a la posesión de la tierra y a los
bienes de importación (Ruiz, 1998: 295-296; 2000: 19).
Otra consecuencia del carácter agonístico del don es la
competencia entre los distintos cabezas de linaje por acaparar el mayor número de clientes, uno de los pilares básicos
en los que se fundamenta el poder político. En las sociedades
ibéricas el don agonístico se materializará de distintas formas,
especialmente a través de rituales de comensalidad como veremos detalladamente en el capítulo correspondiente.
2.2.3. De Los grupos LocALes A Los estADos ArcAIcos
El último modelo que vamos a tratar de explicar brevemente es
el propuesto principalmente por J. Sanmartí (2001; 2004; 2009;
Sanmartí y Belarte, 2001) que se basa en presupuestos de tipo
funcionalista y evolucionista, pero que resulta perfectamente
compatible con el modelo gentilicio clientelar que tratábamos
anteriormente. Este modelo busca en las bases materiales de la
subsistencia y la reproducción de la sociedad, prestando especial atención al incremento demográfico, las causas últimas del
desarrollo de la economía política y el cambio social que deriva
de la misma (Johnson y Earle, 2003).
El punto de partida de este modelo interpretativo lo encontramos en las sociedades de pequeña escala, características del
Bronce Final, con grupos de tipo familiar que constituirían la
base de la economía, que se comportan de forma independiente y
autosuficiente, aunque en ocasiones pueden formar comunidades
más grandes. El crecimiento demográfico y la consecuente intensificación económica que se constata durante el Hierro Antiguo,
debió causar importantes dificultades para la subsistencia en este
tipo de sociedades, lo que haría necesario un mayor desarrollo de
la economía política, es decir, de las instituciones que regulan las
relaciones entre los agentes económicos, dando lugar a la diferenciación social (Sanmartí, 2009: 20). Esta necesidad de implantar
ciertas normas en un entorno donde los recursos van disminuyendo para mejorar la capacidad organizativa y reproductiva de la
sociedad, ofreció una buena oportunidad a los cabezas de linaje
para transformar su autoridad en poder real, alcanzando una posición de poder permanente y autoritario.
Como hemos visto anteriormente, el carácter agonístico de
la institución del don daría lugar a una competición entre los
cabezas de linaje para conseguir una posición de liderazgo en la
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comunidad, generándose relaciones sociales de subordinación
y dependencia. El ascenso de las elites tendría lugar cuando
determinados individuos adquirieron la capacidad de acumular
riquezas y excluyeron al resto de la comunidad del sistema de
reciprocidad de dones al que la mayoría no podía responder.
Este hecho daría lugar a su integración en la sociedad bajo nuevas formas de subordinación a esos linajes dominantes (Sanmartí, 2009: 20-21). Este proceso, que supone el abandono de
una ideología igualitaria, debió desarrollarse en un contexto de
escasez y competición donde las posibilidades de abandonar la
comunidad eran pocas o nulas, mientras que el desarrollo de la
economía política hacía tolerable a ojos del resto de la sociedad
el incremento del poder de algunos de sus miembros.
En los primeros momentos, es decir durante el Hierro Antiguo, es poco probable que estas relaciones de desigualdad
estuviesen completamente institucionalizadas o que fuesen hereditarias, de ahí la enorme difusión de los bienes importados,
especialmente ánforas fenicias como veremos más adelante.
Esta amplia distribución de dones refleja la necesidad de las elites de conseguir el apoyo del resto de la sociedad.
Otro elemento que va a jugar un papel importante en este
proceso será un cambio estratégico en el uso del hierro, que a
partir del Ibérico Antiguo dejará de ser utilizado para la elaboración de bienes de prestigio y se convertirá en un elemento clave
para la intensificación de la economía de subsistencia, ya que la
economía preexistente había alcanzado sus límites y era incapaz
de sostener a una sociedad que está experimentando incrementos demográficos importantes. Todas estas estrategias responden
seguramente al interés de las elites emergentes que buscan expandir, consolidar y perpetuar su poder, manteniendo el control
sobre la producción (Sanmartí, 2009: 24).
Según el modelo propuesto por Sanmartí, durante el Ibérico
Pleno se produce una nueva expansión demográfica que debió
alcanzar de nuevo los límites de la capacidad de sustentación
del medio. Como consecuencia, se implantarían nuevas mejoras
organizativas relacionadas con la explotación de los recursos,
almacenamiento y distribución del excedente, así como con la
protección del territorio y sus habitantes, derivada de la creciente fricción existente entre los distintos territorios. Otro efecto
notable de dicho proceso sería la importancia que tiene el componente guerrero en las estrategias ideológicas de las elites. En
resumen, una nueva expansión de la economía política que daría
lugar al surgimiento de un sistema administrativo y una complejidad institucional característica de lo que se conoce como estados arcaicos (Sanmartí y Belarte, 2001: 170-172). En cuanto
a las relaciones sociales, se van a asentar plenamente los lazos
de dependencia, por los cuales la aristocracia provee protección
y además distribuye los bienes de prestigio necesarios para las
transacciones sociales a cambio de tributos, obediencia y contribución militar (Sanmartí, 2009: 26-27).
2.2.4. práctIcAs, fAccIones, cAsAs, heterArquíAs
y estrAtegIAs
Una vez repasados los principales modelos interpretativos que
se han propuesto para la conceptualización de la sociedad ibérica, vamos a centrarnos en nuestro ámbito de estudio, la franja central mediterránea de la Península Ibérica, concretamente el norte de la Contestania. Para nuestro ámbito de estudio,
creemos que los modelos que mejor explican la sociedad ibé-
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rica centro-contestana son, por una parte, el modelo gentilicio
clientelar, desarrollado principalmente por A. Ruiz y colegas
y por otra el propuesto por J. Sanmartí que además se complementan perfectamente. No obstante, en los últimos años,
diversos autores han aportado interesantes matices a dichos
modelos para las comarcas centrales valencianas (Grau, 2007;
Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015).
I. Grau (2007) introduce una nueva perspectiva en el análisis de las sociedades ibéricas del área central contestana ya que,
basándose en los modelos anteriormente descritos, incorpora la
perspectiva del agente dentro de su marco institucional, postulando que la estructura social no debe ser entendida solo desde
el punto de vista orgánico y constitutivo de la realidad objetiva de la formación sociopolítica, sino que debe tener en cuenta
también a los actores de la realidad social (Grau, 2007: 120).
Este tipo de análisis se integraría en lo que se conoce como Teoría de la Agencia, desarrollada desde el campo de la sociología
por autores como P. Bourdieu (1977) o A. Giddens (1986).
Estas teorías analizan el modo en que el individuo interactúa en el marco de la estructura, teniendo en cuenta que no son
meros sujetos pasivos sino agentes jugando un papel en la reproducción o transformación social. Un elemento clave dentro
de esta perspectiva es el habitus, concepto desarrollado por el
sociólogo francés P. Bourdieu y que podría entenderse como
el sistema de disposiciones, valores y percepciones que ordena
y estructura de forma inconsciente las prácticas y representaciones de un individuo, pero a su vez estructurado por dichas
prácticas (Grau, 2007: 120). En virtud de este habitus compartido, los miembros de la sociedad actúan de forma similar
sin ser conscientes de que estas reglas no escritas pueden ser
manipuladas por los grupos dominantes para naturalizar su posición privilegiada y para disimular las desigualdades (García
Cardiel, 2015: 40). Como han señalado los propios autores que
aplican esta teoría a la arqueología, es importante evitar caer en
el particularismo, el relativismo y la hermenéutica, entendiendo
los agentes colectivos no como individuos concretos sino como
personas genéricas (Grau, 2007: 124).
También resultan muy interesantes las aportaciones que
para esta área concreta proponen H. Bonet, I. Grau y J. VivesFerrándiz (2015) que, tomando como base el modelo gentilicio
clientelar, introducen también el concepto de facciones, entendidas como segmentos de una red clientelar organizados para
competir con unidades del mismo tipo. Estas organizaciones se
basarían en la existencia de líderes que compiten entre sí por los
recursos materiales y sociales dentro de un marco más amplio,
que puede tratarse desde un asentamiento a un grupo étnico. Estas facciones suelen constituir grupos muy flexibles, cambiantes
en cuanto a su tamaño y alianzas, pero al mismo tiempo muy
frágiles, lo que da lugar a una gran inestabilidad social y violencia interétnica además de poca jerarquía, ya que este tipo de
organización en facciones suele coincidir con fragmentaciones
de unidades políticas (Brumfiel, 1994; Hamilakis, 2002).
También se ha aplicado al estudio de las sociedades ibéricas
un nuevo concepto, el de Casa, en el sentido otorgado por LéviStrauss, que identifica las casas como unidades básicas de la organización social y de la estructuración de la economía política.
Este concepto se utiliza para aquellas sociedades en las que las
relaciones de parentesco constituyen un medio para estructurar
la sociedad y no hace referencia exactamente a la vivienda física,
aunque sí podría considerarse como el espacio simbólico donde
se desarrollan las relaciones. El término Casa, haría referencia a
la relación entre la estructura física y la unidad social mediante la
agencia y la práctica (Gillespie, 2007: 29 citado en Vives-Ferrándiz 2013: 96). Serían por tanto, unidades sociales, económicas
y rituales, articuladas por lazos de parentesco, reales o ficticios,
que ponen en práctica diferentes estrategias corporativas para incrementar su estatus, riqueza y posición social (Vives-Ferrándiz,
2013: 97). De este modo, el parentesco sería definido como el
producto de una serie de estrategias, conscientes o inconscientes que tienen como objeto la satisfacción de intereses materiales
y simbólicos articulados en relación a un determinado juego de
condicionantes sociales y económicos (Bourdieu, 1977: 36).
Otro concepto novedoso e interesante es el de heterarquía,
definida como un sistema de relaciones estructuradas en forma
de red, sin vértice ni centro, cuyo desarrollo sigue una lógica
autónoma y en ningún caso preponderante respecto a otras (Rodríguez Díaz, 2009: 27). Sus características principales serían la
competencia entre grupos de iguales, ausencia de control centralizado de los recursos, tanto subsistenciales como de prestigio, multiplicidad de centros administrativos, productivos,
políticos y funerarios, y una extensa distribución de grupos de
elite (Crumley, 1995). En este tipo de sociedades las fuentes del
poder son diversas, difusas y difíciles de monopolizar (Bonet,
Grau y Vives-Ferrándiz, 2015) donde la toma de decisiones se
lleva a cabo de forma simultánea por parte de diversas personas
o grupos a menudo solapados, con relaciones cambiantes entre
sí, que pueden ser tanto de cooperación como de competencia.
En las sociedades con formas de poder de tipo heterárquico priman las relaciones sociales de tipo horizontal, mientras que en
las formaciones más jerárquicas prevalecen las relaciones de
tipo vertical. Este tipo de relaciones heterárquicas no excluyen
la existencia de relaciones de poder jerárquicas, sino que se percibe un componente dialéctico entre ambas (Rodríguez Díaz,
Pavón y Duque, 2010: 47).
Otra aportación que resulta esencial en nuestro trabajo a la
hora de abordar el análisis de las estrategias ideológicas desplegadas por las elites es la llamada teoría dual-procesual propuesta
por Blanton y colegas (1996; 1998; Feinman, 2000; 2001). Dicho
planteamiento surge por la necesidad de superar los estudios de
corte neoevolucionista que ponen el acento en un desarrollo lineal
de las sociedades a través de etapas evolutivas, entendidas como
tipos sociales estáticos, a lo que se une un cierto determinismo
ambiental. Según estos autores, no existe una teoría convincente
que tenga en cuenta el comportamiento humano, especialmente en el campo de la competición política. En este sentido, sería
necesario superar las etapas tipológicas, ideales y estáticas para
centrarse en el estudio de las estrategias utilizadas por los diversos actores políticos (Blanton et al., 1996: 1-2).
Esta teoría está estrechamente vinculada con la Teoría de la
Agencia que veíamos anteriormente, ya que parte del supuesto de que los actores sociales pueden tener diferentes intereses
políticos, compitiendo por posiciones de poder o estatus. Asimismo, la cultura no sería un elemento determinante, aunque sí
limitaría lo que los individuos pueden hacer, de forma similar
al concepto de habitus de Bourdieu, pudiendo convertirse en un
recurso para la consecución de determinados objetivos (Blanton
et al., 1996: 2). Por ello, la estructura puede ser reproducida,
negada o modificada por los distintos agentes.
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A partir del estudio de las sociedades de la Mesoamérica
Prehispánica, estos autores proponen una diferenciación entre
dos tipos generales de estrategias de poder, la “excluyente o de
red” (exclusionary o network) y la “corporativa” (corporate),
haciendo también referencia a las distintas fuentes de poder, distinguiendo entre las objetivas, que incluyen la riqueza material
y los elementos relacionados con la producción, y las simbólicas, que tendrían relación con el conocimiento, la ideología o
el ritual (Blanton et al., 1996: 3). Ambas estrategias no serían
excluyentes entre sí, sino que pueden coexistir, predominando
unas u otras en determinados contextos sociales y momentos e
incluso alternarse cíclicamente (Feinman, 2000).
Por una parte, encontramos lo que se ha denominado como
estrategias de red, donde la acción se enmarca en una escala
espacial amplia a través de la manipulación de conexiones sociales distantes más allá de los grupos locales (Blanton et al.,
1996: 4-5; Feinman, 2001: 160). Estas redes extra locales, suponen un importante campo para la competición política. Otra
característica importante de este tipo de estrategias es el control más centralizado de las fuentes de poder por parte de un
grupo bastante limitado de agentes, así como una gran importancia de elementos como el prestigio personal, la riqueza, la
acumulación de poder en liderazgos altamente individualizados
y pautas lineales de herencia y descendencia. También se crean
redes personales basadas en la configuración de facciones con
relaciones de tipo clientelar y donde tiene un gran protagonismo
el intercambio de bienes de prestigio que a menudo se utilizan
en prácticas de consumo ostentoso, como los banquetes, o se
amortizan en enterramientos principescos. Finalmente, también
surgen ciertos talleres relacionados con la manufactura especializada de productos artesanos relacionados con el estatus. Esta
situación genera en muchas ocasiones toda una serie de tensiones que derivan en formas de poder inestables y volátiles.
Por otra parte, el rasgo más destacable de las estrategias
corporativas (Blanton et al., 1996: 5-7; Feinman, 2000: 155160) es que el poder se encuentra compartido entre diferentes
grupos y sectores de la sociedad de manera que se inhiben
las prácticas de carácter más excluyente, lo que no debemos
entender necesariamente como una sociedad igualitaria donde
no existen las relaciones jerárquicas o verticales. En otras palabras, en este tipo de sociedades existen ciertos mecanismos
para limitar la acumulación de poder en unas pocas manos y
como consecuencia nos encontramos ante un cierto “anonimato del poder”, ya que de alguna forma se diluye la identidad
y las expresiones individuales para fomentar los referentes de
tipo colectivo (Nielsen, 2006: 66). En este caso se enfatizan
las prácticas rituales comunales con una mayor integración
de los segmentos sociales y donde predominan las representaciones colectivas y los temas relacionados con la fertilidad
y la renovación de la sociedad y el cosmos, la construcción
colectiva de edificios públicos, la existencia de una menor
diferenciación económica y una mayor distribución de la riqueza y el control del conocimiento y los códigos cognitivos
como herramienta de poder. Estas estrategias no buscan tanto
la adquisición de prestigio individual, sino el mantenimiento
de la solidaridad y la cohesión dentro del grupo local, en lo
que podríamos definir como un “consenso de dominación”.
En definitiva, se busca reforzar la identidad y el sentimiento
de pertenencia a una misma comunidad.
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Por tanto, nos encontraríamos con una sociedad ibérica formada por unidades sociales del tipo facción, que se caracterizarían por la competitividad entre ellas pero que al mismo tiempo
serían muy flexibles en cuanto a su composición y asociación
(Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015). Los líderes de dichas
facciones, que en muchas ocasiones podrían equipararse a los
linajes que hemos visto anteriormente, pondrán en marcha diversas estrategias para legitimar su posición preeminente en el
seno de la sociedad, que en muchos casos toman la forma de
prácticas rituales. El estudio de estas estrategias ideológicas en
el área central de la Contestania, donde juega un papel esencial
esa concepción dual que pone el foco tanto en las estrategias
excluyentes como en las corporativas, con sus contradicciones
e interacciones, constituye el grueso de nuestro trabajo como
iremos viendo en los sucesivos capítulos.
2.3. PAISAJE Y ORGANIZACIÓN SOCIAL
En este trabajo el paisaje se convierte en un elemento clave a la
hora de construir nuestra argumentación así como en el eje vertebrador de nuestro discurso, no únicamente como un soporte pasivo
de las sociedades que lo habitaron sino también como un componente activo que contribuye a la creación y la reproducción de la
estructura social y donde al mismo tiempo se transmiten los códigos y símbolos que conforman el habitus o la cosmovisión de los
grupos sociales que lo habitan y experimentan (Grau, 2010: 103).
El entramado de lugares y relaciones en un espacio concreto es, en
definitiva, lo que entendemos como paisaje. No obstante, el concepto de paisaje es enormemente poliédrico y puede ser abordado
desde muy diversas perspectivas, por lo que requeriría un análisis
holístico que integrara todas estas dimensiones. En nuestro caso,
vamos a centrarnos básicamente en dos elementos como son los
patrones de asentamiento y los paisajes simbólicos.
Las distintas prácticas rituales que hemos ido analizando a
lo largo de nuestro trabajo se desarrollan en determinados lugares y por tanto tienen una dimensión espacial, por lo que resulta
imposible entenderlas de forma disociada respecto a las dinámicas territoriales características de estos grupos ibéricos. Nuestro
objetivo es el análisis de los elementos simbólicos o sacros de
la cultura material desde el punto de vista de la Arqueología del
Paisaje, es decir, desde una perspectiva espacial y poniéndolos
en relación con el entorno natural y el patrón de asentamiento.
Por tanto, trataremos de elaborar un análisis de conjunto que nos
permita integrar la dimensión simbólica en otros componentes
de la sociedad objeto de estudio para alcanzar una comprensión
integral de cómo el paisaje es empleado, entendido, modificado, percibido y experimentado a través del tiempo (Anshuetz,
Wilshusen y Scheick, 2001). No obstante, cuando tratamos de
aproximarnos desde la arqueología a un objeto de estudio de naturaleza esencialmente inmaterial y por tanto, en buena medida,
subjetivo, se nos plantean serias dificultades que además se verán acentuadas por el hecho de estar refiriéndonos a sociedades
del pasado y sin referencias escritas. Es por ello que debemos
conformarnos con conocer únicamente una pequeña parte del
universo simbólico de una formación social determinada.
Otro de los elementos a tener en cuenta en este tipo de análisis y que nos parece muy interesante, es el rol desempeñado
por el individuo. Este tipo de planteamientos teóricos como ya
hemos visto, podemos enmarcarlos dentro de la denominada
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Agency (Bourdieu, 2000; Giddens, 1986) que defiende que el
individuo es algo más que un sujeto pasivo, ya que son agentes que juegan un importante papel en la reproducción y transformación social (Grau, 2007: 120). Por tanto, una sociedad
va a modelar y a construir el paisaje a través de las acciones
concretas de los individuos, las prácticas sociales cotidianas
y recurrentes, incluidas las prácticas rituales objeto de nuestro
estudio, en el seno de la estructura. No obstante, el paisaje no es
únicamente un elemento pasivo en todo este proceso, sino que
al mismo tiempo se convierte en el marco en el que la sociedad
se va desarrollando, de manera que el espacio contribuye a la
creación y reproducción de la estructura social, ya que es en
este contexto en que se aprenden las reglas en que la sociedad
está estructurada. Asimismo, es en este espacio donde se transmiten una serie de códigos y símbolos en los que se basa el
comportamiento y la forma de entender el mundo de los grupos
sociales que lo habitan (Grau, 2010: 103).
La conceptualización del espacio para una sociedad campesina como es la ibérica difiere mucho de nuestra forma actual de
entender el espacio, mucho más abstracta y basada esencialmente
en mecanismos metafóricos que poco tienen que ver con su propia materialidad (Hernando Gonzalo, 1999: 31-33). Por el contrario, la conceptualización campesina del espacio, siguiendo los
planteamientos de C. Parcero para el noroeste peninsular, se basa
esencialmente en la experiencia, es decir, el espacio capaz de ser
concebido es siempre el espacio percibido. Se tratará, por tanto,
de espacios reducidos, cotidianos, dotados de sentido inmediato
como soporte de la producción y como estructura de la organización socio-política, lo que Hobsbawm denominó “pequeño mundo” (1973: 7), más allá del cual solo existen referencias imprecisas y difusas (Parcero, 2002: 250), aunque incidiremos en mayor
medida en la cuestión de los límites más adelante. Esta percepción
y comprensión del “pequeño mundo” se basa mayoritariamente
en determinados referentes artificiales o antrópicos antes que en
elementos puramente naturales, es decir, se construye a partir de
la creación de señas artificiales que establecen la base que permite
ordenarlo y dividirlo en clave simbólica (Clastres, 1996 en Parcero, 2002: 250), en definitiva, elementos que imponen “un orden
humano sobre el medio” (Criado Boado, 1989: 84).
El análisis de la dimensión simbólica desde la perspectiva del paisaje ha sido abordado en diferentes trabajos para el
periodo que nos ocupa con buenos ejemplos en el noroeste
peninsular (Parcero, 2002) o en el territorio del Alto Guadalquivir (Rueda, 2011). Asimismo, también se han publicado
diversos trabajos de este tipo para el área central de la Contestania (Grau, 2010; Grau y Amorós, 2013) que nos sirven como
punto de partida para nuestra investigación, ya que trataremos
de profundizar en diversos aspectos, así como ampliar el abanico de prácticas rituales y estrategias analizadas.
El estudio de los patrones de asentamiento experimentó un
gran impulso con la renovación metodológica que supusieron
los Coloquios de Arqueología Espacial en los años 80 y donde
se atendió a la relación entre el poblamiento y los cambios en
la organización socioeconómica y política (Burillo, 1984). En
el área central de la Contestania este modelo de poblamiento
se caracteriza, a grandes rasgos, por su articulación en torno al
oppidum, poblados fortificados en altura y ubicados en emplazamientos estratégicos que favorecen el dominio del territorio
y el control de las comunicaciones, cuyas dimensiones oscilan
entre los 1’5 y las 3 ha. Dichos oppida controlan territorios
políticos que suelen coincidir con unidades geográficas bien
definidas en las que se encuentra compartimentado este paisaje montañoso. En este territorio se ubicarían también asentamientos secundarios dependientes del oppidum con una clara
vocación agrícola para una explotación más eficiente de los
recursos del entorno. Es importante señalar que dicho patrón
experimentará algunos cambios a lo largo del periodo cuando
en el s. III a.C. se configure una entidad territorial de carácter
comarcal presidida por la ciudad de La Serreta. No obstante,
iremos detallando en mayor medida estos procesos conforme
vayamos avanzando en nuestro discurso.
Los patrones de asentamiento, teniendo en cuenta también
el marco natural, constituyen uno de los mejores reflejos de las
relaciones sociales que articulan una determinada formación social, ya que en las formas de organización territorial se plasman
las relaciones jerárquicas, tanto homoárquicas, donde las posiciones de poder se ordenan verticalmente, como heterárquicas,
en la que las relaciones de poder ocupan posiciones variables.
En este análisis de los patrones de asentamiento, por otro lado
estudiados de forma muy detallada en nuestra área de estudio
(Grau, 2002; Moratalla, 2004), cabría integrar los lugares donde identificamos una mayor densidad ritual con el objeto de
proponer una lectura simbólica del espacio, siempre en íntima
relación con otros elementos de la sociedad como los aspectos
económicos, políticos y sociales (Grau, 2010: 103). Estos puntos especialmente significativos con una densidad ritual mayor
serán los espacios de consumo ritual, principalmente vinculados
a la esfera doméstica o a espacios al aire libre, las necrópolis, los
santuarios en cueva o los santuarios territoriales.
En la última parte de este trabajo, correspondiente a la síntesis, el paisaje se convierte en el hilo conductor del discurso,
a través de la evolución en la configuración de los territorios
ibéricos. De este modo, utilizamos un criterio que consideramos
más objetivo a la hora de establecer una división del tiempo
de los iberos, ya que creemos que se adecúa mejor a nuestros
planteamientos que la tradicional estructura evolucionista en
Ibérico Antiguo, Pleno y Final. En esta última parte ubicaremos
las prácticas rituales en el espacio y en el tiempo, analizando
por qué determinadas estrategias predominan en determinadas
etapas y no otras, al mismo tiempo que establecemos su relación
con una determinada estructura social y territorial. El punto de
inicio de este proceso sería una primera etapa entre el 700 y el
425 a.C. que hemos titulado como la génesis de una sociedad y
un paisaje; una segunda etapa entre el 425 y el 300 a.C. caracterizada por la consolidación del poder local; una tercera etapa
entre el 300 y el 200 a.C. que se caracteriza por la construcción
de territorios étnicos y proyectos político-territoriales de escala
comarcal y finalmente una cuarta etapa entre el 200 y el 10 a.C.
ya bajo dominio romano donde se produce la consolidación de
una sociedad ciudadana de carácter urbano.
15
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3
El ritual de iniciación
El primero de los conjuntos de prácticas rituales que analizaremos desde el punto de vista ideológico es lo que los antropólogos han denominado tradicionalmente como ritos de paso,
aunque nosotros nos centraremos esencialmente en lo que se
conoce como ritos de iniciación y que serían un subconjunto
de este tipo de prácticas. Uno de los hitos en relación con la
investigación de este tipo de prácticas rituales lo encontramos
en la obra de A. van Gennep Los Ritos de Paso en una fecha tan
temprana como 1909. En este trabajo de carácter antropológico
y basado en datos de tipo etnográfico se plantea una estructura
para los ritos de paso que, aún a día de hoy, resulta del todo útil
para su comprensión. La atención hacia este tipo de cuestiones
ha tenido gran importancia en la investigación antropológica
posterior donde debemos destacar la obra de V. Turner El proceso ritual (1969) que aborda esta cuestión desde posiciones
estructuralistas o la obra titulada Initiation de J. S. La Fontaine,
centrada exclusivamente en este tipo concreto de rituales de
paso. También se han abordado este tipo de cuestiones desde
el punto de vista de la historia antigua y la arqueología, especialmente para el mundo clásico en trabajos como Formas
de pensamiento y formas de sociedad en el mundo griego. El
cazador Negro de P. Vidal-Naquet (1983), entre otros (Whatelet, 1986; Dowden, 1989; Moureau, 1992; Petterson, 1992).
Para el ámbito itálico cabría destacar los trabajos de M. Torelli
(1984; 1990). Por otra parte, es destacable la relación que se ha
propuesto entre cuevas santuario e iniciación en el mundo ibérico (González-Alcalde y Chapa, 1993; Grau y Amorós, 2013)
cuestión que analizaremos en profundidad a lo largo de nuestra
investigación, así como también son interesantes las propuestas
de C. Rueda sobre la existencia de diversos grupos de edad en
la sociedad ibérica y su relación con los ritos de paso (Rueda, 2011; 2013). Por supuesto, no hemos querido realizar aquí
una relación exhaustiva de todos los trabajos que han tratado
el tema de los ritos de paso y únicamente queríamos presentar
algunos ejemplos que pueden resultar significativos.
La vida de los individuos en una sociedad está compuesta
por una serie de etapas consecutivas cuyos finales y comienzos
forman conjuntos del mismo orden que se vinculan a determinadas ceremonias o rituales que tienen por objeto hacer que el
individuo pase de una situación determinada a otra igualmente
determinada (Gennep, 2008: 15-16). Dicho de otro modo, los
ritos de paso serían aquellas prácticas rituales que acompañan
todo cambio de lugar, estado, posición social y edad, entendiendo por estado cualquier tipo de condición estable o recurrente
culturalmente reconocida (Turner, 1988: 101). Estos cambios
de estado suponen, en cierto modo, una perturbación de la vida
social de la comunidad por lo que uno de los objetivos de estos rituales sería la amortiguación de esta inestabilidad causada
por el cambio mediante el desarrollo de unas prácticas rituales
rígidamente estructu radas y pautadas. Estas prácticas se convierten en una ritualización de las etapas del ciclo vital y del
aprendizaje de la vida social. Van Gennep propone un esquema
básico para los ritos de paso compuesto por tres fases bien diferenciadas (Gennep, 2008: 24-27). En primer lugar, encontramos
los ritos de separación o preliminares que expresan simbólicamente el alejamiento del individuo o grupo del estado anterior.
A continuación, se producen los ritos de margen o liminales que
se caracterizan por una cierta ambigüedad respecto a la condición del individuo que se encuentra en una situación entre dos
esferas o estados sociales. Finalmente, se desarrollan los ritos
de agregación o postliminares cuyo objetivo es la reintegración
del individuo en la sociedad con un nuevo estatus o condición.
Los ritos de iniciación son un tipo concreto de rituales de
paso relacionados con la edad de los individuos y que en la mayoría de los casos suponen la separación del mundo asexuado
para, posteriormente, reintegrarse en el mundo sexual. Se trata
de un momento crucial para la vida social del individuo ya que
supone su introducción activa en la sociedad, la asunción de la
función plena que le corresponde en la vida de la comunidad,
asumiendo una serie de roles esenciales para el mantenimiento
17
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y la reproducción de la estructura social. En el mundo ibérico
se asume que la iniciación masculina tendría como finalidad
principal la formación de jóvenes guerreros, mantenedores y
procreadores de la sociedad mientras que la iniciación femenina estaría relacionada con la preparación para el matrimonio
y posterior maternidad (Moneo, 2003: 395). No obstante, este
tipo de afirmaciones son generalidades que deberemos comprobar o refutar a través del análisis del registro arqueológico, así como tratar de dar respuesta a algunas cuestiones tales
como ¿todos se inician? ¿todos se inician igual o puede haber
un marco de diferenciación a través de ese ritual?
Los ritos de iniciación, que enmarcamos dentro del grupo
más amplio de los ritos de paso, están fuertemente estructurados
y pautados en una serie de etapas que suponen la muerte simbólica del neófito para poder renacer al final del proceso con otro
estatus dentro de la sociedad a la que pertenece. La primera fase
comprendería los ritos de separación respecto al estatus anterior
mediante prácticas como el abandono de determinados objetos
o indumentaria propios de su anterior condición, corte del cabello o cambio en el peinado… Tras ello, comenzaría la fase de
margen que podría implicar la reclusión en determinados lugares o el traslado a los límites del territorio comunitario como es
el caso de los criptos espartanos o los efebos atenienses, que desarrollaron estos ritos en las fronteras del territorio comunitario
(Vidal-Naquet, 1983). Finalmente, se desarrollarían los rituales
de agregación con la adopción de los atributos propios de su
nuevo estatus y su resurrección simbólica para volver a formar
parte de la sociedad. En el apartado correspondiente trataremos
de rastrear en lo posible la materialidad de estas prácticas.
Para alcanzar esos objetivos que nos hemos propuesto, en
primer lugar analizaremos, al igual que en los casos anteriores,
cómo se produce el proceso de materialización de la ideología
en estos contextos con el fin de poder reconocer las prácticas
rituales iniciáticas y dedicaremos una especial atención a las
cuevas-santuario, a nuestro parecer espacio iniciático. En este
sentido y de forma similar a como hemos propuesto para otros
ámbitos, analizaremos en primer lugar los materiales arqueológicos documentados en el registro tanto cualitativa como cuantitativamente. Existe una cierta variedad en cuanto a los materiales
documentados en las cuevas santuario, objetos que nosotros interpretamos en la mayoría de los casos como exvotos u ofrendas.
El volumen de ofrendas puede ser analizado desde el punto de
vista cuantitativo, aplicando el concepto de densidad ritual que
con el fin de establecer una primera clasificación basándonos en
la intensidad de uso de las cuevas y el ritmo de deposición de
exvotos a lo largo del tiempo. Asimismo, el análisis cuantitativo
de dichos exvotos nos permitirá reconocer las prácticas rituales
desarrolladas en el marco de las cuevas santuario y su vinculación a los rituales de iniciación tales como la libación de líquidos, la ofrenda de diversos productos contenidos en recipientes
cerámicos, la ofrenda de elementos de la indumentaria, reflejada
en la presencia de fíbulas, la posible oblación del cabello que se
puede inferir por la presencia de anillas de bronce, la celebración
de rituales de comensalidad, etc.
Ampliando nuestra escala de observación, la relación con el
entorno natural y cultural, es decir, con los rasgos geográficos y con
el poblamiento de sus entornos nos parece de especial relevancia,
pues estamos convencidos que las cuevas se incorporaron a un sistema complejo de relaciones que tenían en cuenta ambos aspectos
18
del territorio. Desde este punto de vista analizaremos la ubicación
de las cuevas-santuario, su morfología, su orientación, que puede
estar relacionada con patrones arqueoastronómicos, etc.
A partir de estos datos que nos proporciona el registro arqueológico podremos elaborar algunas interpretaciones de tipo
social y plantearnos algunas preguntas a las que trataremos de dar
respuesta. Antes de empezar este recorrido es necesario plantear
cuáles han sido, desde el punto de vista historiográfico, las aproximaciones a los ritos de iniciación en el mundo ibérico y que nos
sirven de punto de partida para nuestras propias propuestas.
3.1. UN RECORRIDO HISTORIOGRÁFICO SOBRE
LA INICIACIÓN EN EL MUNDO IBÉRICO
3.1.1. InIcIAcIón y cuevAs
Una de las propuestas que ha contado con un mayor seguimiento
en el ámbito de la investigación es la relación entre iniciación y
cuevas-santuario ibéricas propuesta en un primer momento por J.
González-Alcalde en diversos trabajos (González-Alcalde y Chapa, 1993; González-Alcalde, 1993; 2002). La relación entre cuevas
y ritos de iniciación es una constante en todo el mundo mediterráneo desde épocas remotas como es el caso de cuevas en el ámbito
del Egeo, ya desde época minoica, como la de Skotino, la de Kamares, la de Tsoutsouros, la de Hermes en Melidoni, la de Lera y la
de la Osa en Akrotiri, la de Hagia Phanéroménè o la de Stravomyti
(Faure, 1964). También resulta muy interesante la cueva de Dikté
o de Ida que ha sido considerada tradicionalmente como el lugar
de nacimiento, muerte, funeral y resurrección de Zeus además de
sede de la fratría de los Curetes muy vinculada a ritos iniciáticos de
clases de edad (Faure, 1964). En el ámbito itálico también podemos
encontrar ejemplos de cuevas relacionadas con ritos de iniciación
como la cueva de Pertosa, la del Agua, la del Rey Tiberio, la de
Frasassi, la cueva Lattaia o las cuevas relacionadas con la presencia
de fratrías de hombres guerreros como los lupercales o los Hirpi
Sorani (Moneo, 2003: 303- 304). No obstante, profundizaremos en
la cuestión de las cuevas-santuario ibéricas en sucesivos apartados
ya que se trata del elemento esencial de nuestra investigación.
3.1.2. InIcIAcIón y hermAnDADes guerrerAs
Otra propuesta interesante es la que pone en relación la iniciación con fratrías guerreras. En este sentido, M. Almagro-Gorbea
asocia los ritos iniciáticos ibéricos con la iuventus guerrera, cuyo
origen sitúa en la Edad del Bronce (Almagro-Gorbea, 1997).
Esta propuesta posee una estrecha relación con su concepción
de la evolución diacrónica del sistema sociopolítico ibérico que
comienza con la aparición de las monarquías orientalizantes basadas en el carácter sacro del rex en el s. VI a.C., evolucionando
hacia formas aristocráticas gentilicias de tipo heroico durante
los ss. V y IV a.C. Este tipo de aristocracias, inicialmente regias,
adquiriría en el s. IV a.C. la forma de una aristocracia donde el
componente guerrero tendría una importancia esencial, en un
proceso de creciente isonomía. Finalmente, la última etapa de la
sociedad ibérica estaría caracterizada por la aparición de formas
progresivamente urbanas (Almagro-Gorbea, 1996).
Asimismo, este autor señala la relación existente entre este
tipo de fratrías guerreras y la figura del lobo, el animal del Mas
Allá en la mitología indoeuropea, que simbolizaría la muerte ritual
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y el descenso al inframundo, de donde el guerrero resurgiría con
un nuevo estatus (Almagro-Gorbea, 1997: 115). La asociación del
lobo con la ideología guerrera podría también estar justificada por
ser un animal fuerte, astuto, valiente y que actúa en grupo siguiendo fielmente al jefe (Almagro-Gorbea, 1997: 107).
Sin embargo, Almagro-Gorbea no es el único que ha propuesto esta relación entre ritos iniciación y la figura del lobo, sino que
también ha sido analizada por J. González-Alcalde y T. Chapa
(1993) con numerosos ejemplos tanto en el ámbito griego como en
el ámbito itálico. En este tipo de ritos, el joven se sometía a una serie de pruebas, en una atmósfera distinta de la de su vida cotidiana,
que eran dirigidas en muchos casos por un sacerdote que adoptaba
una forma mixta convirtiéndose en “licántropo” u hombre-lobo
para lo que utilizaba máscaras y pieles de dicho animal (Moureau,
1992). Además, este tipo de ceremonias eran llevadas a cabo en
muchas ocasiones en el interior de las cuevas, refugio tradicional
de estos animales, como es el caso del santuario de Zeus Lykaíos
en el Monte Ida y otros casos similares en Chipre y Asia Menor
(Maluquer, 1981: 214-215). En el ámbito itálico destacan los hirpinos de la zona meridional de la península que también se identificaron con el lobo y cuyo ritual iniciático era llevado a cabo en
una cueva del Monte Soracte en honor al dios subterráneo Sorano.
Los oficiantes de este culto eran sacerdotes asociados al lobo y uno
de sus elementos más característicos es la danza que realizaban
con los pies descalzos pisando brasas (González Wagner, 1989).
En este mismo ámbito encontramos la fratría de guerreros de los
luperci en Roma, que llevaban a cabo sus ritos en la cueva del
Lupercal considerada como entrada al Más Allá.
Volviendo de nuevo al ámbito ibérico, una pieza clave para este
tipo de interpretaciones es la conocida como “Diosa de los lobos”,
una representación pintada sobre una urna ovoide, datada a finales
del s. III o inicios del II a.C. hallada en la cueva-santuario ibérica
de la Nariz en la Umbría de Salchite (Moratalla, Murcia). Según la
interpretación de estos autores (González-Alcalde y Chapa, 1993:
171-172) podemos ver a una figura femenina con un rostro muy
esquemático que podría estar representando una máscara, que se
encuentra de pie junto a un árbol y que levanta sus brazos, que son
representados como cuerpos de lobo, posiblemente porque están
cubiertos con la piel de este animal. Esta figura es flanqueada por
cuatro carniceros y se sitúa sobre una especie de mueble, que algunos investigadores interpretan como un brasero sobre cuyas ascuas
estaría saltando, poniendo en relación este rito con el que veíamos
anteriormente para los hirpi sorani, e interpretando a esta figura
como un sacerdote que oficia estos ritos de iniciación. No obstante,
recientes interpretaciones descartan la vinculación entre esta escena y la figura del lobo (Ocharan, 2013: 297-299), reinterpretando
la escena y vinculando a la “diosa” o figura alada femenina con las
aves, siendo este el tipo de animales que rodean a la figura central,
así como las figuras en que se convierten sus brazos. Otro argumento que tradicionalmente reforzaba la idea de la vinculación de
esta cavidad a la figura del lobo como es la presencia de un canino
atribuido a esta especie, ha sido rebatido ya que este diente pertenece en realidad a un lince, aunque seguiría existiendo una relación
con la figura más general del carnassier, independientemente de
la especie concreta. Sin embargo, más allá de este caso concreto,
en el mundo ibérico se documentan representaciones iconográficas
de lucha entre jóvenes y lobos que podrían representar de forma
simbólica diversos ritos de iniciación.
3.1.3. InIcIAcIón e IconogrAfíA
Otra de las formas de aproximación a la iniciación en el ámbito
ibérico es a través del estudio de la iconografía, asumiendo en las
imágenes cierta forma de representación. Esta línea de investigación ha sido especialmente explorada por R. Olmos en diversos
trabajos (Olmos, 2002; 2002-2003; 2010; Chapa y Olmos, 2004)
utilizando en muchas ocasiones la analogía con otras culturas coetáneas como la romana, la griega o la púnica cuyo conocimiento
es más amplio. Este tipo de estudios por analogía presuponen un
cierto paralelismo cultural en un mundo mediterráneo con estrechos vínculos entre las distintas sociedades, lo que permite suponer un tratamiento similar en estas culturas en relación con la
forma de representación de cuestiones relacionadas con los grupos de edad, aunque siempre debemos tener en cuenta las limitaciones de este tipo de aproximaciones, así como la matización de
determinados elementos (Chapa y Olmos, 2004: 45). En nuestra
área de estudio existen ejemplos muy interesantes de este tipo
de análisis que trataremos con mayor detalle más adelante, como
es el caso del ánfora ática de la Cova dels Pilars (Grau y Olmos,
2005) o el Vas dels Guerrers de la Serreta (Olmos y Grau, 2005),
donde aparecen claramente representados grupos de edad en escenas interpretadas como iniciaciones.
Del mismo modo nos parece muy sugerente la línea de investigación que, tomando como base los exvotos de bronce procedentes de los santuarios ibéricos de la Alta Andalucía, propone la
identificación de varios grupos de edad en el seno de la sociedad
ibérica. Esta interpretación fue propuesta en un primer momento
por L. Prados (1997) y ha sido desarrollada posteriormente por
C. Rueda en diversos trabajos (2011; 2013). La idea principal es
que el análisis iconográfico permite la comprensión de las estructuras religiosas ibéricas, ya que la imagen está condicionada
por una serie de códigos formales y simbólicos que nos permiten
conocer una serie de elementos tales como los protagonistas del
culto, el espacio en que se desarrolla, la praxis o desarrollo de
la práctica ritual y la gestualidad (Rueda, 2013: 345-353). La
valoración de los diversos atributos de las figuras de bronce ha
permitido establecer diferenciaciones entre grupos de edad, con
un primer tipo que representaría a jóvenes con una indumentaria ritual que se caracteriza por la presencia de cordones que se
ajustan a los hombros, se cruzan en la espalda y, en ocasiones se
unen en el pecho. En el caso femenino este elemento acompaña
a una túnica larga y ajustada y en el masculino presentan una
túnica corta que, a modo de pantalón se ajusta a las ingles. El
gesto que presentan estas figuras es el de la ofrenda de panes
o frutos, aunque en contadas ocasiones se puede acompañar de
signos de género como la paloma o el collar en el caso femenino
o la falcata en el masculino (Rueda, 2011: 120). También resulta
muy interesante la presencia-ausencia de un peinado de trenzas
que caen sobre el pecho acabando en dos grandes bolas o nudos
que ha sido interpretado como un signo ritualizado asociado a los
jóvenes (Izquierdo, 1998) y que puede estar relacionado, como
veremos, con el abandono de una serie de atributos íntimamente
relacionados con el cambio de estatus.
3.1.4. InIcIAcIón y pAIsAje
Por último, quisiéramos señalar la importancia que en los
últimos años está adquiriendo el análisis de la relación entre
ritos de iniciación y paisaje y que va a convertirse en uno de
19
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los ejes fundamentales de nuestro trabajo. En este sentido
es importante señalar el trabajo de François de Polignac La
naissance de la cité grecque. Cultes, espace et société, VIIIeVIIe siècles avant J.-C. (1984) que analiza la importancia de
los lugares de culto en la emergencia y consolidación territorial de las polis griegas. Este autor realiza una distinción
entre los espacios de culto propiamente urbanos cuya función
sería principalmente inclusiva, reforzando los vínculos comunitarios, y los espacios de culto periféricos, ubicados en
los confines del territorio. La función de estos últimos sería,
por una parte, la articulación entre el núcleo urbano y su territorio político y por otra, sancionar mediante un elemento
sacro los límites del territorio político frente a los vecinos,
así como el margen entre diversas esferas, la divina y la humana o la doméstica y la salvaje. En esta línea, también es
destacable el trabajo de I. Edlund The Gods and the Place:
Location and Function of Sanctuaries in the Countryside of
Etruria and Magna Graecia (700–400 B.C.) (1987) para la
península itálica.
Para nuestro ámbito de estudio concreto, el área central
de la Contestania, contamos con algunos trabajos que vienen
valorando la relación de estos espacios iniciáticos, concretamente cuevas-santuario, con zonas ubicadas en los límites del
espacio cotidiano, en los confines del territorio político del
oppidum (Grau, 2010a; Grau y Amorós, 2013). Todas estas
cuestiones relacionadas con el paisaje serán valoradas en profundidad al final de este capítulo.
3.2. RITUALES DE INICIACIÓN Y CUEVAS-SANTUARIO
EN EL ÁREA CENTRAL DE LA CONTESTANIA
3.2.1. hIstorIA De LA InvestIgAcIón
El tema de las cuevas-santuario ha sido tratado frecuentemente
en la historiografía sobre el mundo ibérico. La documentación
de materiales ibéricos en cuevas cabría remontarla a finales del
s. XIX e inicios del s. XX y muy relacionados con la geología
y la espeleología, cuya motivación no era tanto la de realizar un
estudio detallado de las cavidades sino simplemente catalogarlas. Durante la primera mitad del siglo hasta los años 70 no se
hará especial hincapié en el estudio de los materiales ibéricos
ni se propondrán interpretaciones significativas acerca de este
tipo de yacimientos. Será también en esta primera etapa cuando
se acuñe el término cueva santuario para hacer referencia a este
tipo de cavidades (Gómez Serrano, 1931).
Quizá deberíamos señalar el punto de inflexión a mediados de los años 1970 con el trabajo de M. Tarradell (1974) y
especialmente el estudio de M. Gil-Mascarell Sobre las cuevas
ibéricas del País Valenciano. Materiales y problemas publicado en el año 1975 y que sigue siendo una de las obras de referencia en este tipo de estudios. En este trabajo se clasifican las
cavidades con materiales ibéricos en cuevas-santuario y cuevas-refugio señalando los vasos caliciformes como elemento
muy significativo para la definición de las primeras y tratando
de vincularlas con el territorio en el que se insertan, así como
su relación con los asentamientos del entorno. También será
destacable la elaboración de cartas arqueológicas de carácter
comarcal y provincial dándose a conocer numerosas cavidades
de este tipo, así como otros trabajos de carácter regional como
20
El culto en cuevas en la región valenciana en el año 1976 de J.
Aparicio, relacionando estas cavidades sacras del País Valenciano con el mundo mediterráneo.
A partir de los años 90 proliferarán las publicaciones monográficas sobre algunas cuevas como las Cuevas del Puntal del
Horno Ciego en Villargordo del Cabriel (Martí Bonafé, 1990),
la Cueva Merinel en Bugarra (Martínez Perona, 1992), la Cova
de la Moneda en Ibi (Cerdà, 1996: 199-202), o la Cova dels
Pilars (Agres) (Grau, 1996a) entre otras, que permiten precisar las características del repertorio material de estas cavidades.
También debemos mencionar el trabajo de L. Abad en la que
supone una de las primeras aproximaciones a la relación entre el
poblamiento y los lugares de culto (Abad, 1987), donde propone
la conexión de las cuevas con varios poblados de su entorno, en
un radio de aproximadamente unos 10 km.
En esta década encontramos también estudios de carácter
más global como los trabajos de J. González-Alcalde Las cuevas santuario ibéricas en el País Valenciano: un ensayo de interpretación (1993) o su tesis doctoral Las Cuevas Santuario y
su incidencia en el contexto social del Mundo Ibérico (2002)
donde además de la síntesis de las evidencias, se plantea la relación de este tipo de cavidades con rituales iniciáticos. Siguiendo esta línea de síntesis, debemos referirnos al trabajo Religio
Ibérica (2003) de T. Moneo cuyo compendio revisa todas las
formas de manifestación religiosa en el mundo ibérico. En el
apartado dedicado a las cuevas-santuario, de nuevo realiza el
ejercicio de síntesis de las evidencias conocidas.
En los últimos años se vienen valorando algunas cuestiones
novedosas en el estudio de estas cuevas-santuario que, a nuestro
parecer, debe atender al estudio contextual, la revisión de campo
y a la exploración de nuevos temas, como la relación con el paisaje y el sistema de asentamiento en que se integran o la existencia
de variaciones en los rituales y prácticas vinculados a las cavidades. En este sentido cabría destacar el estudio de la Cueva del
Sapo en Chiva, abordado desde una perspectiva interdisciplinar
(Machause et al., 2014). También ha sido explorado el fenómeno
desde el punto de vista de la Arqueología del Paisaje en el caso
de la Cova dels Pilars en Agres (Grau y Olmos, 2005: 49-77)
o el estudio de la Cova de l’Agüela en Vall d’Alcalà (Amorós,
2012: 51-93). Asimismo, hemos valorado también la relación de
las cuevas-santuario del área central de la Contestania con la delimitación simbólica del territorio político de diversos oppida,
así como su vinculación a espacios liminales asociados a ritos
de iniciación (Grau y Amorós, 2013). No podemos concluir este
apartado sin citar la reciente tesis doctoral de S. Machause Las
cuevas como espacios rituales en época ibérica. Los casos de
Kelin, Edeta y Arse (2017), que supone sin duda el estudio más
completo sobre cuevas-santuario ibéricas hasta la fecha.
3.2.2. eL regIstro ArqueoLógIco
El primer paso a la hora de tratar de aproximarnos al estudio de
los rituales de iniciación en relación con las cuevas-santuario
ibéricas del área central de la Contestania, es presentar, de forma
detallada, el registro material que servirá de base sobre la que
asentar nuestras propuestas. Es importante aclarar que no queremos decir con ello que en las cuevas-santuario se practicaran
exclusivamente rituales relacionados con la iniciación, sino que
pudieron tener cabida muchos otros. Respecto a la variabilidad
en el fenómeno, algunos casos semejantes en el Mediterráneo
[page-n-34]
nos advierten del riesgo de generalizar los rituales en cuevas.
Valga como ejemplo el caso de las cuevas sagradas en la región
del Ática, uno de los ejemplos más concienzudamente estudiados en el mundo griego antiguo. Las 28 cavidades conocidas en
aquella región muestran un panorama muy complejo, con dedicaciones a variadas divinidades y emplazamientos espaciales
diversos. La conclusión principal es que las cuevas se dedican al
culto a las ninfas, pero también a otras divinidades, como Pan,
los dioses olímpicos y otras advocaciones, con al menos cuatro
usos rituales y formas de culto reconocidas (Pierce, 2006).
El estudio de las cuevas-santuario desde una visión de conjunto, a nuestro parecer, ha enfatizado lo que estos espacios
sacros tienen en común y ha obviado las particularidades del
registro. Además, la reiterada cita de menciones bibliográficas
no comprobadas en trabajos de campo, suele reproducir generalizaciones e incorrecciones. El resultado es la proliferación de
lugares comunes que no se sostienen tras una mínima revisión
directa de los datos. Por ejemplo, con inusitada frecuencia se cita
la dificultad de acceso a las cuevas y los recorridos intrincados y
laberínticos, que no dudamos que existan, pero que no es ni mucho menos el modelo predominante y paradigmático. Por tanto,
creemos que el análisis de las cuevas-santuario, debe atender al
estudio contextual, la revisión de campo y a la exploración de
nuevos temas, como la relación con el paisaje y el sistema de
asentamiento en que se integran o la existencia de variaciones en
los rituales y prácticas vinculados a las cavidades.
Cuando nos aproximamos al registro material presente en
este tipo de cavidades de uso ritual, la primera consideración
que debemos valorar es la fiabilidad del registro arqueológico.
Las cuevas han sido un lugar utilizado de forma recurrente a lo
largo de la historia, siendo empleadas como lugar de hábitat,
como ámbitos de actividades económicas, especialmente relacionadas con el pastoreo, o como espacios de carácter ritual.
Esta ocupación continuada en el tiempo da lugar a numerosas
alteraciones postdeposicionales que afectan a la calidad del registro arqueológico. Si a ello añadimos el hecho de que con
frecuencia los materiales presentes en estas cuevas no han sido
recuperados siguiendo una metodología arqueológica, salvo
contadas excepciones, nos encontramos con limitaciones de
la información que debemos tener en cuenta. La pérdida de la
información del contexto arqueológico inmediato del registro
material recuperado en este tipo de cavidades ha dado lugar
en muchos casos a estudios que se centran básicamente en la
descripción de las características físicas de la cueva y en una
enumeración de materiales recuperados. No obstante, creemos
que la pérdida de documentación no nos debe llevar a renunciar
a la valoración de los materiales de diversas épocas que encontramos en las cavidades rituales.
Centrándonos en el área de estudio objeto de nuestra investigación, las comarcas del norte de la actual provincia de Alicante,
nos encontramos con un amplio número de cavidades catalogadas como cuevas-santuario ibéricas, concretamente 17, aunque
nuestra propuesta difiere ligeramente, como iremos viendo, de
la última recopilación (González-Alcalde, 2002-2003b). Este
conjunto presenta una gran variabilidad en cuanto a sus características morfológicas y registro material recuperado. Es importante señalar que partimos de la hipótesis de que la actividad
ritual en todas ellas no debió ser necesariamente la misma y
puede establecerse una primera clasificación en función de sus
prácticas rituales. Por ello, hemos optado por una diferenciación
en cuanto a intensidad de uso que podemos inferir a partir del
registro material recuperado. Una de las características básicas
de estos espacios sacros es la repetición del ritual siguiendo
pautas formalizadas, por lo que tratamos de medir o cuantificar esa actividad a partir del número de piezas del mismo tipo
presentes en el registro arqueológico. Esta intensidad de uso es
lo que se conoce en la antropología como densidad ritual (Bell,
1997: 173-209) que podemos analizar tanto diacrónicamente,
en qué periodo son más usadas las cuevas, y cuantitativamente,
cuáles fueron más frecuentadas, lo que nos permite establecer
una cierta gradación en el espacio y en el tiempo.
Por tanto, podemos decir que el elemento cuantitativo va a
ser esencial en nuestro análisis a la hora de valorar el uso de estas
cavidades por parte de las comunidades ibéricas, existiendo un
elemento común a todas ellas como es la repetición constante y
recurrente en la deposición de una determinada forma, ya sea el
vaso caliciforme o las ollas de cocina, que se asocia a una práctica ritual reiterada en decenas de ofrendas y que nos permite
distinguir seis cuevas del conjunto. Con ello no queremos decir
que las restantes cavidades con vestigios materiales connotados
ritualmente no fueran cuevas-santuario, que posiblemente lo
fueron, pero las escasas piezas recuperadas, siempre menos de
una docena, señalarían una frecuentación ritual esporádica. Nos
estamos refiriendo a 12 cuevas en las que los materiales, a lo
sumo, nos indicarían repertorios ambiguos o episodios puntuales
de uso. A pesar de que vamos a analizar detalladamente seis de
ellas, sería conveniente repasar sucintamente el resto, siguiendo
la clasificación y catalogación de las mismas como cueva-santuario por J. González-Alcalde (2002-2003b: 63-75) para justificar el hecho de que no las hayamos incluido en nuestro estudio
por las dudas que nos plantean.
La Cova de les Calaveres (Gil-Mascarell, 1975: 296), en
primer lugar, no presenta evidencias que permitan adscribirla al
grupo de espacios sacros de época ibérica ya que apenas se conocen materiales para época ibérica más que una vaga alusión a
cerámicas y fusayolas que ni siquiera se conservan. La Cova de
les Cendres de Moraira (Llobregat, 1974: 132; Gil-Mascarell,
1975: 299) ofrece un registro de varias piezas ibéricas como un
vaso caliciforme, platos de borde vuelto, una boca de oinochoe,
un plato de imitación de una forma ática de barniz negro L.21,
una tapadera con decoración vegetal, así como un borde de la
forma L.2 en Campaniense B, nada que nos indique no pudo
ser utilizada como un refugio. La Cova de les Rates de Moraira (Llobregat, 1974: 132; Gil-Mascarell, 1975: 299) presenta
un lote de cerámicas de almacenaje, ollas, ánforas y vajilla de
mesa, entre la que se incluyen algunos fragmentos de caliciformes, un vaso de borde vuelto y un par de vasos de Campaniense B de la forma L.2, conjunto que más bien sugiere un uso
doméstico. La Cova dels Coloms d’Altea (Gil-Mascarell, 1975:
299-300) se caracteriza como santuario sin conocer los detalles de su repertorio ibérico. En La Cova de l’Or de Beniarrés
(Gil-Mascarell, 1975: 296) únicamente se ha detectado un fragmento decorado con un motivo posiblemente vegetal, aunque
también se ha identificado, creemos que problemáticamente,
con un pez, por lo que su catalogación como cueva-santuario
es más que dudosa. En La Cova del Conill de Cocentaina (Pascual, 1987-1988: 134-138) aparecen materiales de cronología
variada, y únicamente existen algunos fragmentos ibéricos sin
21
[page-n-35]
Fig. 3.1. Localización del área de estudio con las cuevas santuario analizadas. 1: Cova de la Moneda; 2: Cova dels Pilars;
3: Cova de l’Agüela; 4: Cova Fosca; 5: Cova Pinta, 6: Cova de la Pastora.
especificar. La Cova del Moro (Muro) ha proporcionado un pequeño conjunto de una decena de vasos caliciformes, junto a
fragmentos de cerámica de cocina y pintada (Grau Mira, 2002:
298), lo que llevaría a deducir un uso ritual semejante al de
otras cuevas. No obstante, el reducido número de piezas hablaría de un uso ritual esporádico. La Sima de les Porrasses de
Onil (Gil-Mascarell, 1975: 297) ha proporcionado un conjunto
escaso y variado de cerámicas ibéricas, entre las que se incluyen un ánfora, un lebes y fragmentos de cerámica pintada, al
igual que La Cova del Tormet (Onil) (Cerdà, 1983: 82), por lo
que podríamos catalogarlas mejor como cuevas-refugio. Semejante repertorio ofrece La Cova del Cantal de Biar, con escasos materiales ibéricos, básicamente fragmentos informes, que
acompañan vestigios de otros periodos (López Seguí, García
Bebiá y Ortega, 1990-91). Por último, La Cova de les Dames
de Busot ha proporcionado un fragmento ánfora ibérica, una
olla, informes de cerámica común, pintada y a mano, al menos
tres caliciformes, un fragmento de L. 21 de barniz negro ático,
tres de Campaniense A, dos bordes de páteras de barniz rojo de
origen púnico y una fíbula anular de bronce (Grau y Moratalla,
1999: 199; Moratalla, 2004: 443-444; López y Valero, 2003).
Estas piezas pueden sugerir ofrendas, especialmente de piezas
de importación, pero en una cadencia poco intensa.
Frente a estos conjuntos poco definidos y escasos, distinguimos seis cavidades cuyos materiales son abundantes y destacados, lo que nos permite una diferenciación en cuanto a la
intensidad de uso. Las seis cuevas-santuario que presentamos a
continuación y sobre las que basaremos nuestras hipótesis para
22
el área central de la Contestania son La Cova de la Moneda
(Ibi), La Cova dels Pilars (Agres), La Cova de l’Agüela (Vall
d’Alcalà), La Cova de la Pinta (Callosa d’en Sarrià), La Cova
Fosca (Ondara) y La Cova de la Pastora (Alcoi) (fig. 3.1).
Cova de la Moneda (Ibi)
La Cova de la Moneda se ubica en el sector sudoccidental
de la Serra de Biscoi en una zona de ladera y a unos 1020
m.s.n.m. Esta sierra se encuentra al norte de la Foia de Castalla sobre la que tiene un amplio dominio visual, ubicándose
también en un área cercana a la vía que comunica esta unidad geográfica con la Vall de Polop. Se trata de una cavidad
conocida desde los años 1970 (Olcina Climent, 1973: 184;
Berenguer, 1977: 40) que ha sido objeto de diversos estudios.
F. Cerdà la incluye en su estudio de la carta arqueológica de
la Foia de Castalla donde habla de la presencia de algún caliciforme y de cerámica ibérica de cocina, clasificándola como
una cueva-santuario, además de restos pertenecientes a la
Edad del Bronce (Cerdà, 1983: 82-83). Posteriormente, este
mismo autor amplía su estudio con un lote de varios caliciformes más (Cerdà, 1996) y fragmentos de cerámica fina ibérica,
en algunos casos con decoración pintada, siempre de carácter
geométrico, pertenecientes a diversas formas tales como platos, un cuenco o una jarra (Cerdà, 2004: 246). También han
sido objeto de estudio los materiales más antiguos, pertenecientes a un posible ajuar funerario del Neolítico II de finales
del IV o inicios del III milenio a.C. propio de una cavidad de
inhumación múltiple (Fairén y García, 2004: 212).
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Fig. 3.2. Planta y secciones de la Cova
de la Moneda (elaboración a partir de la
topografía de M. Monleón).
La cueva se encuentra ubicada en una zona de difícil acceso en la vertiente meridional de la Serra del Biscoi. Presenta
una boca de entrada de 4 m de ancho, aunque taponada en su
mayor parte una serie de rocas caídas que reducen su acceso a
una abertura de 1 m de ancho por 1 m de alto. Ya en el interior,
nos encontramos con una sala de unos 10 x 9 m y una altura
en la mayor parte de la misma de 1’5- 2 m, aunque en la parte
izquierda llega hasta los 10 m. Al fondo de dicha sala encontramos una sima de poco más de medio metro de anchura y
de la que desconocemos su profundidad (fig. 3.2). El material
arqueológico fue documentado en un área de 35 m2 mientras
que en el resto de la cavidad aflora la roca natural, aunque el
registro se halla muy alterado por las acciones clandestinas.
El registro arqueológico de la Cova de la Moneda se divide
en tres lotes fruto de diversas intervenciones no sistemáticas
que han alterado en gran medida la estratigrafía, por lo que la
calidad de la información es muy poco fiable. El primer lote se
encuentra en el Museo Arqueológico Municipal Camil Visedo de Alcoi cuyos materiales fueron depositados por el propio
Camil Visedo en 1945, por J. Faus Cardona en 1977 y por M.
Monleón en 1981. El segundo lote de materiales se halla en el
Archivo Histórico Municipal de Ibi,1 procedentes de la colección de J. Sánchez Pérez y de un lote depositado en la Casa
1
Agradecemos a María José Martínez Tribaldos y a José Lajara Martínez el acceso a los materiales depositados en el Archivo Municipal de Ibi.
de la Cultura. Finalmente, encontramos otro lote depositado
en 2001 por un donante anónimo en el Museo Arqueológico
Provincial de Alicante.
Pasamos ya a valorar detalladamente los materiales que hemos revisado para nuestra investigación. Los materiales más antiguos están compuestos por un conjunto de materiales que remiten
a un contexto del Neolítico IIB que podemos relacionar con un
ajuar propio de una inhumación múltiple y datado entre finales
del IV e inicios del III milenio a.C. Se trata de dos pequeños
cuencos hemiesféricos sin decoración, un fragmento de lámina
retocada, una punta de flecha foliácea con retoque plano bifacial
cubriente y varios colgantes elaborados sobre Cerastoderma edule, canino de suido y cuerno de Capra pyrenaica (García y Fairén, 2004: 212). Este conjunto de materiales estaría relacionado
con los restos óseos seguramente humanos documentados en la
cueva, como son una clavícula, una vértebra y un fragmento de
hueso largo sin que podamos proponer una datación absoluta. La
siguiente fase de uso documentada en el registro arqueológico es
la perteneciente a la Edad del Bronce representada por un lote de
17 individuos de cerámicas globulares y hemiesféricas a mano
tanto de almacenamiento como algún vaso de pequeño tamaño.
No obstante, muchos de ellos podrían estar adscritos al conjunto
de ajuar neolítico que hemos visto anteriormente. Cabe destacar
la presencia de un fragmento de borde con decoración incisa a
base de triángulos que parten de líneas horizontales y otro fragmento de borde con una decoración similar incisa y puntillada,
muy similares a cerámicas del Bronce Final documentadas en la
Cova Bolumini (Lorrio, 1996).
23
[page-n-37]
Para época ibérica encontramos un interesante conjunto
de materiales relacionados con su uso como cueva-santuario.
Uno de los elementos más característicos de este tipo de espacios sacros, al menos en esta zona, son los vasos caliciformes
de cerámica fina gris (A.III.4)2 de los que contamos con un
número mínimo de individuos de 19 (fig. 3.3: 1-6). Se trata de
vasos de pastas muy depuradas de color gris, diámetros de la
boca entre 8 y 11 cm, algunos con orificios precocción en la
zona del borde, la mayoría con tratamiento alisado y otros bruñidos en su cara externa y con perfiles tanto globulares como
en S y carenados. Es importante señalar que todos ellos presentan perfiles poco profundos y muy achatados, característica
propia de los caliciformes de las fases más antiguas como son
los ss. V y IV a.C. (Sala, 1997: 115).
El siguiente elemento más abundante, y también muy característico de este tipo de cuevas, son las ollas de cocina de
cerámica ibérica tosca (B.1.2). Se documentan 37 individuos
todas ellas con perfil globular, bordes salientes y labios con
formas diversas (moldurados, cuadrangulares, subtriangulares y redondeados) (fig. 3.3: 10-15). Finalmente, también se
han identificado restos de cerámica ibérica pintada como un
fragmento de borde y cuello de una botella (A.III.1) con decoración pintada a base de bandas (fig. 3.3: 7); un plato de
borde exvasado en forma de ala plana (A.III.8.1) con decoración pintada a base de líneas tanto en su cara externa como
interna (fig. 3.3: 9); una escudilla (A.III.8.3) con decoración
pintada geométrica y un cuenco (A.III.9) con decoración pintada a bandas, filetes y semicírculos concéntricos (fig. 3.3: 8).
También encontramos diversos fragmentos informes con decoración pintada de tipo geométrico y muy posiblemente pertenecientes a platos o páteras. Este tipo de decoración es muy
característica de contextos del s. IV a.C.
Ya para finalizar, cabe señalar la presencia de materiales
que nos indican una frecuentación posterior de la cueva, aunque mucho menos intensa como son una lucerna de época romana, un fragmento de ataifor islámico o una jarra de época
medieval o moderna.
Cova dels Pilars (Agres)
La Cova dels Pilars se ubica en la vertiente meridional de la
Valleta de Agres, importante vía de comunicación que enlaza
los Valles de Alcoi y las estribaciones orientales de la Meseta.
La cavidad se localiza a media ladera de la falda septentrional
de la Sierra de Mariola y se orienta hacia el sector central del
corredor fluvial, a unos 820 m.s.n.m. Se trata de una cavidad
conocida desde antiguo cuyas primeras exploraciones fueron
llevadas a cabo por Camil Visedo en las primeras décadas del
s. XX, quien habla de la existencia de materiales ibéricos (Visedo, 1959: 74). Los materiales conocidos tienen su origen en
diversas actuaciones no sistemáticas por parte de aficionados o
del Centre d’Estudis Contestans a partir mediados de los años
1970, cuyos miembros llevaron a cabo diversas prospecciones,
el levantamiento topográfico y el almacenamiento de buena
parte de los materiales. Otro conjunto de cerámicas se encuentra depositado en el Colegio de los Padres Franciscanos de
2
24
Para la clasificación de las cerámicas ibéricas se ha utilizado la tipología elaborada por C. Mata y H. Bonet (1992).
Ontinyent y unos fragmentos en manos de un particular. Una
de las primeras referencias escritas a la cueva la encontramos
en el trabajo de Gil-Mascarell (1975: 296) donde la nombra
erróneamente como Cova de la Pileta y la clasifica como cueva-refugio. Posteriormente, se publicará una descripción más
detallada de las características morfológicas de la cueva, así
como del registro arqueológico (Segura, 1985), los materiales
de la Edad del Bronce (Pascual, 1990) y de las cerámicas griegas (Rouillard, 1991; García y Grau, 1997). No obstante, los
trabajos que más útiles nos resultan para nuestra investigación
son, por una parte, el estudio detallado de los materiales de
época ibérica que permiten catalogar el sitio como una cuevasantuario (Grau, 1996a) y por otra la publicación que incluye,
tanto un estudio en profundidad de la sugerente iconografía
representada sobre un ánfora ática como el análisis en clave
territorial de la cueva (Grau y Olmos, 2005).
En cuanto a su morfología, la cavidad presenta una profundidad de unos 35 m y se halla dividida por una gran roca que da lugar
a un estrecho corredor (fig. 3.4). Ya en el interior de la cavidad y
tras ascender un escalón se accede a una gran sala de 25 m por 10
m cuyo suelo está relleno de sedimento, lo que da lugar a una cierta
regularidad, salvo en algunas zonas donde emerge una gran colada estalagmítica. La cavidad es iluminada a través de tres orificios
sobre la visera del abrigo (Segura, 1984: 34). En lo que a época
ibérica se refiere, las escasas referencias existentes acerca de las
condiciones de los hallazgos nos indican que los materiales fueron
hallados formando depósitos entre las grietas de la parte más profunda de la cueva, por tanto, en un área muy localizada.
Con anterioridad al periodo que es objeto de nuestra atención
en este trabajo, encontramos materiales de época neolítica tales
como cerámicas cardiales, momento al que se han adscrito también los restos humanos documentados en una grieta de la cavidad
(Pascual, 1986). También se documentan algunos restos cerámicos
pertenecientes a la Edad del Bronce (Pascual, 1990).
Centrándonos ya en época ibérica encontramos un amplio
conjunto de materiales que resultan muy interesantes a la hora
de valorar la posible funcionalidad de esta cavidad como espacio sacro. La evidencia más antigua corresponde a un pequeño
fragmento de borde de ánfora fenicio-occidental procedente
del sur peninsular correspondiente al tipo Ramon 10.1.1.1 –
10.1.2.1 y datado entre los ss. VII-VI a.C. También entre las
cerámicas de importación y que consideramos como una de las
piezas más interesantes del conjunto destaca un ánfora griega de figuras rojas perteneciente al llamado tipo A (fig. 3.5:
1) y con una cronología de 470-460 a.C. en la que aparecen
varios motivos figurados que han sido detalladamente estudiados (Grau y Olmos, 2005: 49-77) y a los que volveremos más
adelante cuando hablemos de los rituales de iniciación propiamente dichos, ya que presenta una iconografía muy sugerente
para nuestras propuestas. Otros materiales de importación de
origen más tardío corresponden a un fragmento muy deteriorado de una copa ática de figuras rojas del pintor de Viena
116 y un borde plano posiblemente perteneciente a un plato
de pescado. En barniz negro ático se ha documentado un fragmento de kantharos de borde moldurado (fig. 3.5: 3), un borde de crátera de campana muy deteriorado (fig. 3.5: 4) y tres
fragmentos correspondientes a un cuenco de borde vuelto al
exterior perteneciente a la forma Lamb. 22 con decoración impresa de palmetas, un círculo de ovas y otra banda de palmetas
enlazadas en el exterior (fig. 3.5: 2). Todo este conjunto puede
[page-n-38]
Fig. 3.3. Materiales de la Cova de la Moneda.
25
[page-n-39]
Fig. 3.4. Planta y secciones de la Cova
dels Pilars (elaboración a partir de Grau,
1996a: fig. 2).
datarse en el s. IV a.C. Finalmente, se documenta un fragmento de borde de cerámica Campaniense A correspondiente a una
pátera Lamb. 27 datado a finales del s. III o s. II a.C.
La cerámica ibérica está representada por restos fragmentarios de cerámica común que deben corresponder a grandes recipientes de almacenaje y transporte como tinajas y ánforas. En
cerámica pintada aparecen varios recipientes de mediano tamaño
como un lebes (A.II.6.2) y dos tinajillas (A.II.2.2.1) decorados
con bandas, filetes y algunos trazos verticales (fig. 3.5: 5-7); dos
pequeñas páteras de borde recto (A.III.8.2) también con decoración pintada (fig. 3.5: 8-9) y un gran plato de ala curva y cuerpo de
perfil carenado (A.III.8.1) con base anular y decoración de bandas
y filetes con pintura bícroma (fig. 3.5:10). A diferencia de lo que
sucede en las otras cuevas analizadas, en ésta únicamente aparece
un fragmento de borde y cuerpo de cerámica gris correspondiente
a un vaso caliciforme (A.III.4) (fig. 3.5: 11). Es destacable que en
esta cueva-santuario el material más abundante no son los vasos
caliciformes sino las ollas globulares de cocina (B.1.2) de pastas
toscas, cocción reductora y desgrasante abundante y grueso que
está representada por más de 127 ejemplares de tamaño medio y
con bordes de variados perfiles (fig. 3.5: 22-27). Todo este conjunto de cerámicas ibéricas puede ser datado entre mediados del
s. V a.C. hasta mediados del IV a.C.
El registro material de esta cavidad se complementa con la
presencia de algunas piezas de metal. Se documenta un anillo
con chatón donde se ha grabado una figura antropomorfa muy
esquemática donde se han destacado las manos (fig. 3.5: 12) al
que debemos añadir otro de similares características que representaba dos pájaros enfrentados y con los picos juntos, hoy des26
aparecido (Grau, 199a6: 94). También se documentan 4 anillos
sencillos (fig. 3.5: 13-16), cinco brazaletes formados por hilos
de alambre de sección rectangular (fig. 3.5: 17-21) y fragmentos
de otros siete ejemplares, todo ello también en bronce.
Cova de l’Agüela (Vall d’Alcalà)
La Cova de l’Agüela se ubica en la unidad geográfica conocida
como Vall d’Alcalà, en la zona montañosa del norte de la provincia de Alicante. Se localiza en el sector oriental de dicho valle,
en una zona periférica en relación con los núcleos de población y
agreste conocida como Les Saltes, en la ladera del Barranc de la
Font de Saltes y a unos 760 m.s.n.m. Se trata de una cavidad prácticamente desconocida hasta hace pocos años cuando miembros
del Centre d’Estudis Contestans llevaron a cabo una recogida de
los materiales arqueológicos en su interior, cuyos materiales de
época ibérica fueron detalladamente estudiados (Amorós, 2012).
La cavidad presenta una planta estrecha y alargada de unos
17 metros de longitud cuya boca está perfectamente orientada
hacia el oeste (fig. 3.6). Presenta una boca de unos dos metros
de altura en la que destaca la presencia de un pequeño murete de
piedras de mediano y gran tamaño trabadas en seco y relacionado
posiblemente con usos posteriores de la cueva. Esta entrada se va
estrechando paulatinamente conforme nos vamos internando en la
cavidad, donde siguen apareciendo bloques de gran tamaño que
tienen su origen, seguramente, en el derrumbe del murete de la
entrada. La cavidad posee una cierta compartimentación de espacios en su estructura interna, lo que podría favorecer las prácticas
rituales, ya que permite pautar su desarrollo mediante el paso de
un espacio a otro, claramente diferenciados entre sí.
[page-n-40]
Fig. 3.5. Materiales de la Cova dels Pilars (elaboración a partir de Grau, 1996a).
27
[page-n-41]
Fig. 3.6. Planta y secciones de la Cova de l’Agüela (Amorós, 2012: fig. 13).
En primer lugar, nos encontramos con una zona entre la boca
y el primer estrechamiento de 1,5 m de altura y donde llega perfectamente la luz natural. Tras este “vestíbulo” se documenta un
segundo estrechamiento mucho más angosto que da paso a un espacio de unos 6 metros de largo por 2 de ancho por 2 de altura en
su parte más alta. Cabe señalar que el suelo de este espacio está
completamente cubierto de piedras de mediano y gran tamaño. Al
final de esta sala, encontramos un pequeño codo que da acceso a
la parte más interesante de la cueva ya que es donde se halló el
material arqueológico. Se trata de un estrecho corredor de unos 6
metros de longitud por 1 de anchura por 1,30 de altura. La base de
este corredor es una profunda grieta que dificulta el tránsito o tan
siquiera mantenerse en pie. Para habilitar la posibilidad de acceso
o utilización de la cavidad se rellenó la grieta con un buen número de dichas piedras de mediano tamaño y que están cubiertas por
el sedimento arqueológico que acoge los materiales de todas las
épocas, neolítica, del bronce final, ibérica y medieval islámica. De
ello se deduce que la preparación de la cavidad fue realizada en su
primer momento de utilización, que a tenor de los materiales debe
remontarse a época neolítica. En época ibérica la regularización de
la superficie favoreció el tránsito hacia la parte más profunda de la
cueva y el acceso a las hornacinas naturales existentes en las paredes de este corredor. Finalmente, en la parte más profunda, la cueva
se ensancha ligeramente hasta formar un espacio de unos 3,50 m
de longitud y 2,70 m de anchura donde encontramos numerosas
estalactitas y estalagmitas, así como una especie de pozo de 1, 90
m de diámetro cubierto de piedras con una profundidad de unos 2
metros, aunque parece que originalmente sería más profundo.
28
El registro material documentado en la cueva pertenece a
distintas épocas, habiéndose hallado cerámicas datadas en el
Neolítico Cardial (García Borja et al., 2012: 21-23), en el Bronce Final y en época medieval islámica aparte del conjunto cerámico perteneciente al período ibérico. Como ya ha sido dicho,
todas estas cerámicas aparecieron revueltas formando un paquete sedimentario sobre el paquete de piedras que forman el suelo
del estrecho corredor. Este nivel revuelto ha dejado constancia
de las frecuentaciones y usos de la cueva a través del tiempo,
pero el grado de fragmentación y la mezcla de materiales indican claramente que el depósito está profundamente transformado durante los usos más recientes de la cavidad.
A pesar de que los materiales fueron recuperados mediante
una recogida sistemática de los mismos y no mediante una intervención arqueológica, la forma de constitución del depósito, del
que podemos estar bastante seguros de que se trata de un conjunto cerrado, puede rastrearse con cierta claridad, especialmente
en lo que a época ibérica se refiere. Posiblemente en el primer
momento de uso de la cueva se colocaron muchas de las piedras que forman el suelo de este espacio, rellenando la estrecha
grieta natural que constituye la base del corredor. Las ofrendas
ibéricas en forma de recipientes cerámicos serían depositadas
en las zonas profundas en el interior de la cavidad, pero sin ser
arrojadas al pozo existente en la parte más recóndita quizá en las
hornacinas naturales que forman la pared norte del corredor en
este sector. Con el paso del tiempo y con los usos y remociones
llevados a cabo en épocas posteriores en el interior de la cavidad,
dichos recipientes cerámicos se fragmentarían y se incorporarían
[page-n-42]
al estrato arenoso sobre el lecho de piedras y mezclándose con
los materiales de otras épocas. Otra posibilidad es que dichos
recipientes fueran rotos de forma intencionada durante el acto
ritual quedando sus fragmentos en el suelo de la cavidad.
El conjunto de materiales de época ibérica está compuesto por
71 vasos caliciformes (fig. 3.7: 1-11), 70 de ellos de cerámica fina
gris y uno de cerámica ibérica pintada siendo, con diferencia, la
forma con mayor presencia en el repertorio y que presentan perfiles poco profundos y achatados, por tanto, de cronología antigua
de los ss. V o IV a.C. En segundo lugar, también encontramos algunas formas pertenecientes a lo que podríamos considerar como
vajilla de mesa tales como un plato de ala (A.III.8.1) (fig. 3.7: 19),
cuatro páteras (A.III.8.2) (fig. 3.7: 17), tres de ellas de cerámica
fina gris y una de cerámica común, y tres cuencos (A.III.9) (fig.
3.7: 18, 20 y 21). Finalmente, se han documentado seis ollas de
cerámica ibérica tosca de cocina (B.1.2) (fig. 3.7: 12-16).
Cova de la Pinta (Callosa d’en Sarrià)
La Cova de la Pinta se ubica en ladera en el sector suroriental de
la Serra d’Aixortà en la margen derecha de un barranco junto a la
cuenca del río Guadalest y a unos 300 m.s.n.m. Las primeras referencias a esta cavidad se las debemos a E. Llobregat quien da noticia de unas prospecciones realizadas por el Centro Excursionista de
Alicante bajo la dirección de J. Carbonell en las que se hallan restos
fragmentados de cerámica ática de barniz negro, cerámica ibérica
gris como vasos caliciformes y otros restos de cerámica ibérica,
todo ello fragmentado en el interior de un manantial subterráneo
(Llobregat, 1972: 110; 1974: 132). La siguiente referencia es de M.
Gil-Mascarell que la incluye en su inventario de cuevas-santuario
ibéricas y realiza un inventario y dibujo de los materiales conocidos, publicando también la planimetría de la cavidad (Gil-Mascarell, 1975: 315-320). Posteriormente, los materiales de importación
de barniz negro ático hallados en la Cova de la Pinta fueron incluidos en dos estudios de carácter más general (Rouillard, 1991;
Sala, 1995: 200-201). Finalmente, J. Moratalla aborda en su tesis
doctoral una nueva revisión de esta cueva dando noticia también de
una nueva intervención en 1991 en la sala de entrada a cargo de D.
Robey que documentó un repertorio ibérico muy escaso, aunque
sí de perduraciones en el uso de la cavidad de carácter medieval,
moderno y contemporáneo (Moratalla, 2004: 528-531).
La boca de la cueva está constituida por una boca de forma
triangular de 3.50 m de anchura por 2.30 m de altura. Tras ella encontramos una primera sala con unas medidas 10 x 10 m a partir de
la que surge un pasillo al oeste que desemboca en una gran sala de
unos 20 x 9 m repleta de numerosos bloques caídos conocida como
sector II. Al norte de esta sala y a un nivel inferior encontramos el
sector IV y el sector III, formados por salas de menor tamaño y
numerosos corredores, caracterizados por la presencia de formaciones estalagmíticas y gourgs o antiguos manantiales donde se
halló el material arqueológico. De estos espacios principales parten
numerosos corredores y gateras que dan acceso a otras salas, lo que
da a la cavidad un aspecto laberíntico (fig. 3.8).
Los materiales más antiguos documentados en la cavidad
corresponden a un conjunto de una docena de fragmentos cerámicos a mano, uno de ellos con decoración peinada que podría
datarse en el Neolítico Final (Moratalla, 2004: 531). En cuanto
al repertorio ibérico se documentan ocho vasos caliciformes de
cerámica fina gris que, al igual que en los casos anteriores, presentan unos perfiles propios del Ibérico Antiguo o principios de
época plena (fig. 3.9: 1-6 y 11-17). También se halló una tinaja de labio moldurado (A.I.2) con restos de decoración pintada
(fig. 3.9: 9), una escudilla (A.III.8.3) (fig. 3.9: 8) y una copita de
borde entrante de cerámica gris (A.IV.3) (fig. 3.9: 7).
Junto a la cerámica ibérica, también se documentó un interesante conjunto de cerámicas de importación en barniz negro
ático. El conjunto está compuesto por tres saleros correspondientes a la forma Lamb. 24 con una cronología en torno al 350
a.C.; un bolsal con decoración de palmetas impresa en el fondo
interno datado en la segunda mitad del s. V a.C. y finalmente,
tres copas, una de ellas del tipo Cástulo o inset-lip datadas también en la segunda mitad del s. V a.C.
Cova Fosca (Ondara)
La Cova Fosca se ubica en el sector suroriental de la Serra de Segària y orientada hacia el sureste, dominando la llanura litoral, así
como el corredor por el que discurre el río Girona que constituye
una importante vía de comunicación de las zonas costeras con
el interior. La cueva se sitúa donde termina la ladera más suave
de la montaña para dar paso a zonas mucho más escarpadas y a
unos 180 m.s.n.m. Esta cavidad fue prospectada por H. Breuil en
1913 y posteriormente por C. Visedo, quien depositó los materiales hallados en el Museu Arqueològic d’Alcoi. Asimismo, se han
producido diversas actuaciones que no han seguido una metodología arqueológica por parte de grupos espeleológicos locales que
recogieron abundantes vasijas, páteras y vasos caliciformes. M.
Gil-Mascarell incluyó esta cavidad en su lista de cuevas-santuario
del País Valenciano (Gil-Mascarell, 1975: 315).
Pasando a la descripción morfológica, la cueva presenta una
entrada en forma de gran arco que da paso a una primera estancia de 8 m de profundidad, 5 m de anchura y 6 m de altura,
perfectamente iluminada de forma natural. Al fondo de esta sala
se abre una segunda boca de 1.40 m de anchura y 1.10 m de
altura que da entrada a una galería con una anchura de unos 6
m y alturas de entre 2 y 3 m y con un recorrido lineal de unos
de 40 m. A partir del tramo final de la gran galería surgen toda
una serie de corredores de difícil acceso y que dan también un
aspecto laberíntico a la planta de la cueva (fig. 3.10).
Desconocemos el lugar donde se hallaron los restos arqueológicos y únicamente hemos tenido acceso al lote depositado en el Museo Arqueológico Municipal Camil Visedo
de Alcoi. Tampoco tenemos constancia de usos de la cueva
anteriores ni posteriores al periodo ibérico que nos ocupa. En
cuanto a cerámica ibérica documentamos cuatro vasos caliciformes de cerámica fina gris de perfiles también antiguos (fig.
3.11:1-4), aunque Gil-Mascarell da noticia de un mayor número de ellos fruto de las intervenciones clandestinas llevadas
a cabo por aficionados (Gil-Mascarell, 1975: 315). También
se hallan cerámicas que podríamos adscribir dentro del grupo
de vajilla de mesa, tales como un plato de borde exvasado
(A.III.8.1) con decoración pintada (fig. 3.11: 6), una pátera
de borde reentrante (A.III.8.2) (fig. 3.11: 5), una botellita de
perfil globular (A.IV.1.1) (fig. 3.11: 9), una copita (A.IV.3)
(fig. 3.11: 7) y un tarrito (A.IV.5.2) (fig. 3.11: 8).
La cerámica de importación está representada por dos ejemplares de cerámica ática de barniz negro, como son un bol perteneciente a la forma Lamb. 21/25 (fig. 3.11: 11) y otro pequeño bol de la
forma Lamb. 24 o salero (fig. 3.11: 10). Es destacable el reducido
tamaño de gran parte de los vasos, tanto en cerámica ibérica como
de importación, que podríamos catalogar como microvasos.
29
[page-n-43]
Fig. 3.7. Materiales de la Cova de l’Agüela (Amorós, 2012).
30
[page-n-44]
Fig. 3.8. Planta y secciones de la Cova de la Pinta (elaboración a partir de topografía de R. Pla y F. Pavía).
Cova de la Pastora (Alcoi)
La Cova de la Pastora, también conocida como Cova dels Francesos, se ubica a unos 860 m.s.n.m. en la Partida del Regadiu
(Alcoi) y al sur de la unidad geográfica articulada por la cuenca
del río Serpis. La cavidad se localiza cerca de la cima de una
colina situada entre Els Plans y el Barranc de les Florències y
ha sido objeto de varias intervenciones arqueológicas en tres
momentos diferentes. Su descubrimiento se produce en 1934
por V. Pascual, agregado al Servicio de Investigación Prehistórica (SIP), llevando a cabo un sondeo en 1940, intervención
que se reanudará cinco años después con la codirección de los
trabajos por parte del propio Pascual y J. Alcácer, siendo clausurado dicho sondeo en 1950 (Aura, 2000: 52-55). Posteriormente, en 2008, O. García-Puchol (Universidad de Valencia) y
S. McClure (Pennsylvania State University) llevan a cabo un
reestudio de la cueva en el marco de un proyecto internacional
relacionado con la emergencia de las jerarquías sociales en el
Calcolítico y sus prácticas funerarias, que pone de manifiesto la
selección de materiales durante las excavaciones antiguas, descartando en buena medida el material cerámico (García-Puchol
y McClure, 2008a; 2010; García-Puchol et al, 2012). En cuanto a su morfología, la cavidad consta de una sala simple, a la
que se accede por una boca de 3 m de anchura y 2 m de altura
aproximadamente, orientada hacia el Este. Su interior, con unas
dimensiones de 13 por 5 m se encontraba casi completamente
relleno cuando se realizaron las primeras intervenciones (fig.
3.12) (García Puchol y McClure, 2008a; 2010).
Con anterioridad a la fase ibérica en la que centraremos nuestra atención en este trabajo, la cueva fue utilizada como espacio
funerario en tres momentos diferentes, es decir, durante el Neo-
lítico Final, Calcolítico y la Edad del Bronce (García-Puchol y
McClure, 2008; García-Puchol y McClure, 2010; McClure et al.,
2010 y 2011; García-Puchol et al., 2013). El repertorio correspondiente a época protohistórica se encuentra disperso en dos
colecciones, una parte depositada en el Museo de Prehistoria de
Valencia y otra, menos numerosa, se encuentra en la Universidad
de Valencia, y fue objeto de estudio por nuestra parte en fechas
recientes (Machause, Amorós y Grau, 2017).
En cuanto a cerámica ibérica, concretamente dentro del
grupo de transporte y almacenamiento, encontramos al menos
un individuo de ánfora (A.I.1) y uno de tinaja (A.I.2). Respecto a la vajilla de mesa, hemos documentado un fragmento pintado de la parte superior de un pie de copa (A.III.6), dos platos
de borde exvasado (A.III.8.1), uno de ellos con decoración
bícroma propia de los ss. V-IV a.C. (fig. 3.13: 4), y un ejemplar de pátera de borde reentrante (A.III.8.2) (fig. 3.13: 5), así
como una serie de fragmentos que pertenecen al menos a otros
cinco individuos sin que se pueda determinar el tipo concreto.
Muy interesante resulta el conjunto formado por las ollas de
cerámica de cocina (B.1), de las que se han documentado 32
individuos que suponen el 67 % (fig. 3.13: 5-9).
La cerámica de importación también se encuentra representada en el repertorio, con cuatro ánforas fenicio-occidentales del
tipo R1 o Ramon T.10.1.1.1 o T.10.1.2.1 (fig. 3.13: 1 y 2) con una
cronología de los ss. VII y VI a.C. y un bol de cerámica ática del
tipo Lamb. 22 (fig. 3. 13: 3) y una cronología de los ss. V y IV a.C.
El conjunto se completa con varios elementos metálicos
elaborados en bronce y que pensamos podrían corresponder a
la Edad del Hierro. Se trata de cuatro fragmentos de anillos,
cuatro fragmentos de aretes de alambre y un disco circular que
resulta de difícil interpretación.
31
[page-n-45]
Fig. 3.9. Materiales de la Cova de la Pinta (a partir de Gil-Mascarell, 1975: fig.10 y 11).
32
[page-n-46]
Fig. 3.10. Planta y secciones de la Cova Fosca
(elaboración a partir de topografía de R. Pla y
M. García).
3.2.3. LAs práctIcAs rItuALes en LAs cuevAs-sAntuArIo
Una vez presentado el registro arqueológico documentado en
las cuevas-santuario del área central de la Contestania, trataremos de inferir, siempre desde el propio registro arqueológico, qué tipo de ritos fueron llevados a cabo en estos espacios
sacros. Para ello, pensamos que resulta muy interesante acudir
a las propuestas que, desde la antropología y la etnografía han
tratado de estructurar la secuencia de este tipo de ritos de iniciación o más genéricamente de los ritos de paso. Como ya hemos
señalado anteriormente los ritos de paso son aquellas prácticas
rituales que acompañan a todo cambio de lugar, estado, posición
social y/o edad y que tienen como objetivo que el individuo pase
de una situación o estado determinado a otro igualmente determinado, entendiendo por estado cualquier tipo de condición
estable o recurrente culturalmente reconocida (Gennep, 2013:
22; Turner, 1988: 101). La finalidad de este tipo de ceremonias
es la socialización de las transiciones propias de la vida social
del ser humano, que pueden coincidir o no con las transiciones
biológicas, así como engendrar una identidad social por medio
de un ritual y erigir este ritual en fundamento axiomático de la
identidad social que produce (Zempléni, 2008: 389).
Con el fin de poder reconocer y comprender mejor este tipo
de ritos y las sociedades que los llevaron a cabo hemos aplicado
el esquema propuesto por A. van Gennep en su trabajo Los Ritos
de Paso (1909) a partir del método comparado y de la síntesis
etnográfica. Este antropólogo secuencia los ritos de paso en tres
fases claramente diferenciadas la separación, el margen y la agregación que permiten pautar estos cambios de estado de una forma
estricta por parte de la comunidad y así evitar las perturbaciones
que puedan darse en la vida social del grupo. El primer conjunto
de ritos son aquellos denominados de separación o preliminares
cuyo objetivo es la desvinculación simbólica del mundo o estado
anterior como puede ser el traslado físico a otro lugar, el cambio
en la apariencia, las lustraciones o purificaciones, las mutilaciones… El segundo conjunto es el perteneciente a los ritos de margen o liminares desarrollados en una fase en que el individuo o el
grupo se halla en una situación especial entre dos mundos y que
se caracteriza por la ambigüedad, ya que se atraviesa un entorno
cultural que posee pocos o ninguno de los atributos que caracterizan al estado anterior o posterior. Para esta fase de los ritos de
paso resultan especialmente interesantes las aportaciones de V.
Turner que desarrolla el concepto de communitas en contraposición al de estructura, dos modelos de interacción humana, yuxtapuestos y alternativos (Turner, 1988: 103). Un primer modelo
sería el de una sociedad con un sistema estructurado, diferenciado
y en muchas ocasiones jerárquico basado en posiciones políticoeconómicas, frente a un segundo modelo, que caracterizaría las
fases liminales donde dejan de regir las normas anteriores y nos
encontraríamos con una comunidad sin estructurar y relativamen33
[page-n-47]
Fig. 3.11. Materiales de la Cova Fosca.
34
[page-n-48]
Fig. 3.12. Planta y secciones de
la Cova de la Pastora (Machause,
Amorós y Grau, 2017).
te indiferenciada de individuos iguales. El último grupo es el de
los ritos de agregación o postliminares que tienen como objetivo
la reintegración del individuo a la sociedad con un nuevo estatus
social y que conlleva una serie de derechos y obligaciones.
Nuestro objetivo, por tanto, será la aplicación de este esquema a los ritos de iniciación llevados a cabo por las comunidades ibéricas en las cuevas-santuario para tratar de reconstruir todo el proceso, más allá de la mera deposición de objetos
en la cueva, desde la preparación, el traslado a la cavidad, las
prácticas llevadas a cabo en su interior y el retorno al lugar de
hábitat (fig. 3.14). La aplicación del esquema propuesto por
Van Gennep será únicamente una guía a través de la que trataremos de comprender mejor estos ritos sin que ello suponga que nuestras hipótesis estén predeterminadas, ya que nos
atendremos estrictamente al registro arqueológico que hemos
documentado en las cuevas-santuario o a las imágenes representadas en la iconografía ibérica.
La preparación previa al ritual de iniciación
La primera fase que proponemos, previa al ritual propiamente
dicho, es la preparación. La liturgia previa de adquisición de
elementos y valores con los que afrontar el ritual según pautas
y normas preestablecidas no es fácil de rastrear, pero algunos
indicios nos permiten algunas propuestas.
La adquisición del aspecto adecuado
Uno de los elementos más importantes es la imagen física del
individuo, cuyos atributos le adscriben a un determinado grupo
de edad. Elementos como el peinado, el vestido o los adornos
constituyen una signatura personal en la que queda impresa de
forma pública el estado del individuo. Esta imagen del joven en
la sociedad ibérica puede ser rastreada desde el punto de vista
de la iconografía, cuya representación documentamos tanto en
decoración figurada de los vasos cerámicos, en los exvotos en
bronce de la Alta Andalucía o en la escultura.
Conforme se aproximara el momento de la iniciación, muy
posiblemente relacionado con el desarrollo sexual en torno a los
12-14 años, sería necesario adquirir un aspecto ritual conveniente basado principalmente en la indumentaria y en el peinado. El
vestido es un elemento con una enorme carga simbólica ya que,
mediante el material utilizado en las telas, su color, el proceso
de fabricación o las formas de ornamentación, se establece un
código que puede transmitir mensajes relacionados con el estatus
social del individuo que los porta (Oliver, 2014: 81).
Entre los exvotos de la Alta Andalucía, la juventud se asocia a una indumentaria específica y muy similar para ambos
géneros (Rueda, 2013: 365), caracterizada por una túnica sencilla, lisa, corta para los individuos masculinos y larga para
los femeninos, de escote apuntado, mangas hasta los codos,
en ocasiones terminadas en cordones a modo de brazaletes, y
ajustada en la zona de la cintura mediante cordones anudados
que en ocasiones cuelgan por la parte delantera. Se trata de
una prenda muy ajustada a las formas del cuerpo, en el caso
de los hombres ceñida a los muslos y en las mujeres se ajunta
a las caderas estrechándose en los tobillos. Esta prenda principal va acompañada de unos cordones que se ajustan a los
hombros, se cruzan en la espalda y en algunos casos se unen
en el pecho mediante otro cordón trenzado (fig. 3.15).
Otro atributo de suma importancia a la hora de identificar a
un determinado grupo de edad es el cabello, cuyas características
o propiedades se convierten en factores relevantes que justifican
su simbolización (Velasco, 2008: 42). Entre estas características
35
[page-n-49]
Fig. 3.13. Materiales de la Cova de la Pastora (Machause, Amorós y Grau, 2017).
36
[page-n-50]
Fig. 3.14. Esquema de los ritos de paso de A. van Gennep aplicado al mundo ibérico.
físicas del pelo encontramos el hecho de que sea separable del
cuerpo, maleable, fino, variable en cuanto a su textura y color,
crece de forma continua, aparece de forma desigual y en momentos distintos en diversas partes del cuerpo, su número es incontable, se pierde y se regenera, se ve afectado por las enfermedades,
se asocia al desarrollo biológico… Si a todo ello sumamos su
gran visibilidad, que le confiere una mayor expresividad, nos encontramos con que el cabello y su tratamiento se convierte en
un signo de identidad de determinados grupos sociales y en un
distintivo de etnia, clase, estatus, género o edad (Velasco, 2008:
36). Es lo que Hallpike (1969) definió de forma muy sugerente
como el “pelo social”.
No obstante, lo que denominamos características no son
únicamente los aspectos del cabello como tal, sino que también incluyen las acciones que se ejecutan sobre él y que son
básicamente de carácter cultural. Por tanto, ese elemento “natural” que es el pelo, en cuanto símbolo está construido, por lo
que conlleva toda una serie de significados y cuyo tratamiento
constituye un lenguaje o código. En este sentido, podemos
entender el “pelo social” como una materialización o corporeización de la sociedad (Velasco, 2008: 42-46).
En el caso que nos ocupa, parece que ambos géneros comparten un mismo peinado en forma de dos trenzas, más largas
en el caso de las mujeres, que caen sobre el pecho y rematadas
por dos bolas, nudos o aros (Rueda, 2013: 365). Este tipo de
peinado no solo se documenta en los exvotos en bronce sino
también en representaciones cerámicas o escultóricas como el
efebo del Cerrillo Blanco (Negueruela, 1990: 246) o incluso
en nuestra área de estudio como es la auletrís del Vas dels
Guerrers de la Serreta (Olmos y Grau, 2005) o áreas próximas como las Damitas de Moixent de la necrópolis de Corral
de Saus (Izquierdo, 1998-1999), el grupo escultórico de la
tumba 100 de la necrópolis de l’Albufereta (Verdú, 2015a:
373-379) o en la decoración figurada de la cerámica de Llíria
(Izquierdo y Pérez Ballester, 2005: 94) (fig. 3.16). También
es destacable la ausencia en las representaciones de mujeres
jóvenes de prendas que cubran la cabeza como velos o tocas o
gran cantidad de joyas y adornos, elementos que parecen más
propios de mujeres de edad algo más avanzada.
Esta diferenciación iconográfica entre distintos grupos de
edad también la encontramos en la escena representada en el
ánfora ática ofrendada en la Cova dels Pilars (Grau y Olmos,
2005), incluida en nuestro estudio. Se puede ver a un adolescente que entra por la derecha y que sostiene el extremo
de uno de los brazos de una lira, instrumento asociado a la
paideia del niño ateniense. Frente a este niño encontramos a
un personaje que está tocando la flauta doble o diaulós instrumento que requiere una mayor edad para ser tocado, existiendo un marcado contraste entre ambas figuras tanto entre
los atuendos como entre las actitudes de ambos personajes.
Los autores concluyen que el vaso representaría la vida de un
joven aristócrata ateniense con motivo de un tránsito de edad
en el que la lira simboliza la paideia mientras que el diaulós
representaría una edad algo más madura.
Los objetos litúrgicos
Aparte de presentar una imagen conveniente para la práctica ritual que se va a desarrollar y acorde con el grupo al que se pertenece, es necesario adquirir los objetos que van a ser utilizados
durante el transcurso de la misma. En la mayoría de los casos,
dotarse de los objetos no debió resultar una tarea demasiado complicada ya que se trata principalmente de vasos caliciformes y
ollas de cocina, cuya importancia no radicaría tanto en el recipiente en sí, sino en los productos contenidos en él. Lo mismo
podemos decir para el resto de cerámicas ibéricas comunes y
pintadas que documentamos en el registro. Más difícil resulta37
[page-n-51]
Fig. 3.15. Indumentaria del joven
ibérico (Rueda, 2013: fig. 18).
Fig. 3.16. Ejemplos de peinado de juventud en a) exvotos de bronce (Moreno, 2006); b) en decoración cerámica de Llíria (Izquierdo y
Pérez Ballester, 2005: 94); c) en decoración figurada de La Serreta (Grau y Olmos, 2005) y d) en las “Damitas de Moixent” (Izquierdo,
1998-1999; Rueda, 2013: fig. 19).
38
[page-n-52]
ría adquirir los bienes importados en forma de cerámica ática de
barniz negro cuyas redes de distribución estarían controladas por
las elites, siendo un caso muy excepcional el de la citada ánfora
ática de la Cova dels Pilars. Dicha pieza resulta especialmente
interesante ya que en la franja oriental peninsular son contados
los casos de grandes vasos de cerámica ática decorada en fechas
tan tempranas como el segundo cuarto del s. V a.C. por lo que
muy seguramente nos hallamos ante un vaso de encargo para un
aristócrata ibero que, por su tamaño y decoración, se convierte en
un símbolo de ostentación (Grau y Olmos, 2005: 63). Finalmente,
los iniciandos deberían dotarse también de la indumentaria y los
adornos adecuados para llevar a cabo el ritual. Asimismo, sería
necesario prepararse psicológicamente antes del inicio del ritual
propiamente dicho, siendo éste uno de los momentos culminantes
de la vida social de los individuos que se someten a esta prueba,
no exenta de peligros, en la que el iniciando debe morir y renacer,
aunque sea de forma simbólica. No obstante, es evidente que esta
fase no puede ser constatada arqueológicamente.
El traslado ritual
Una vez finalizados los preparativos daría comienzo el traslado
o peregrinación hacia la cueva-santuario desde los espacios de
hábitat. Es importante señalar que estas cuevas se encuentran
alejadas de los lugares de hábitat del tipo oppidum o aldeas, en
el reborde de una unidad natural del paisaje, encaramadas sobre
relieves periféricos de entornos de sierra y monte. No obstante,
la relación entre las cavidades y los patrones de asentamiento
serán tratados con mayor detalle en la lectura territorial que incluimos al final de este capítulo. Tal localización las sitúa en el
espacio de la schatià ibérica, en la zona de la naturaleza escasamente alterada y frecuentada por pastores, cazadores y otros
grupos, lejos del centro civilizado (Grau y Amoros, 2013).
La procesión
Podríamos considerar el desplazamiento desde el lugar de hábitat
hasta la cueva como una peregrinación o romería que duraría varias horas ya que las cavidades se encuentran a varios kilómetros
del oppidum y cuyo acceso se ve dificultado por fuertes desniveles. Las distancias, en línea recta, son bastante variables, desde los
2,3 hasta los 9 km con una media de en torno a 5 km. Entendemos
la peregrinación como un viaje de carácter circular, ya que implica
el desplazamiento al espacio sacro y el regreso al punto de partida, en busca de un espacio o estado mental que encarna un ideal
(López-Bertrán, 2011: 91). Estos centros sacros actúan como el
lugar central u omphalos de una geografía sagrada o “territorio
de gracia” donde es posible alcanzar un contacto directo con lo
sagrado (Alfayé, 2010: 179). Dentro del esquema de Van Gennep,
la peregrinación podría ser considerada como un rito de separación del iniciando que de este modo se aleja, tanto física como
simbólicamente del espacio donde se desarrolla su vida ordinaria
y por tanto de su estado anterior a la iniciación. Para entender esta
práctica, nos resultan muy sugerentes las propuestas que entienden estos desplazamientos como rituales cinéticos y que en lugar
de poner el foco únicamente en las connotaciones religiosas y los
elementos inmateriales, plantean el movimiento como elemento
esencial de análisis (Coleman y Eade, 2004), considerando no solo
la idea del desplazamiento sino también el resto de actividades llevadas a cabo durante la práctica de los rituales como por ejemplo
caminar o comer (López-Bertrán, 2011: 86).
Este desplazamiento a la cueva-santuario puede ser considerado como un acto ritualizado donde el iniciando posee unas
motivaciones extraordinarias, pero que al mismo tiempo está
ligado a una forma de movimiento cotidiano como es caminar
y donde atravesará paisajes en cierto modo también cotidianos
(López-Bertrán, 2007: 133) como son el asty, o centro urbano y
la chora o territorio, utilizando una terminología griega, hasta
llegar al espacio más allá del mundo domesticado y conocido
como es la schatià. En este sentido, es muy importante tener
en cuenta el modo en que se conceptualiza el espacio en las sociedades campesinas, basándose directamente en la experiencia
y que es concebido en la medida en que es recorrido, experimentado y vivido (Parcero, 2002: 250). Por tanto, este tipo de
peregrinaciones contribuirían a generar un sentimiento de pertenencia al territorio del oppidum por parte de los individuos
que participan en las mismas y que de este modo lo recorren, lo
asimilan y reconocen a través del movimiento.
El acto de caminar durante varias horas contribuiría a preparar psicológicamente al individuo creando una atmósfera
ritual adecuada antes de introducirse en la cavidad. Seguramente, este traslado seguiría un recorrido preestablecido y
estaría caracterizado por una serie de movimientos y gestos
rituales prescritos, cuyo conocimiento estaría en manos de
hierofantes o personajes cuya función sería la de guiar a los
iniciandos en el transcurso de la ceremonia.
El punto de destino: la schatià
Para comprender el concepto de schatià es necesario profundizar en el tema de la configuración simbólica del espacio en el
mundo ibérico a partir de un modelo radiocéntrico que conforma espacios liminales con connotaciones sacras, alejados del
poblado. En el ámbito de las sociedades del Mediterráneo Antiguo encontramos procesos de configuración del espacio que
debieron dar lugar a formas homólogas de simbolizar el paisaje.
El elemento común que nos permite englobar el complejo mosaico de culturas y sociedades mediterráneas es la ordenación
del espacio a partir del núcleo de residencia concentrado y estable. Desde los inicios del primer milenio se producen procesos
de centralización y concentración poblacional que dieron lugar
a la emergencia del urbanismo como expresión espacial de sociedades complejas de carácter estatal.
Las formas más elaboradas de estos paisajes urbanos, y las
que mejor se han analizado por la mayor cantidad de fuentes documentales y arqueológicas, son las correspondientes a la cultura
grecolatina que siguen un esquema concéntrico. Un buen ejemplo de esta categorización lo ofrece el mundo griego, donde los
espacios se configuran a partir de un centro, el núcleo urbano,
asty, desde el que se disponen las periferias cada vez menos civilizadas. El mundo doméstico y urbano da paso a la khora, el lugar
de las actividades agrícolas reguladas por las normas y prácticas
propias del mundo civilizado. Sin solución de continuidad se dispone el espacio silvestre: la schatià, una categoría del espacio en
su propio derecho, donde la naturaleza silvestre se convierte en
sagrada, con determinados tipos de cultos y asociados a divinidades específicas. Este es un ámbito marginal por sus actividades
dedicadas a la recolección, caza y pastoreo, frente a los usos agrícolas propios del centro de la khora (McInerne, 2006).
Este esquema para la configuración de los espacios territoriales ha sido aplicado a los paisajes ibéricos (Grau, 2012; Grau y
Amorós, 2013) donde se constata una gran importancia del núcleo
39
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urbano en la ordenación del espacio al igual que sucedía en el ejemplo anterior. Asimismo, también contamos con un denso corpus de
imágenes que permiten adentrarnos en la complejidad del simbolismo espacial (Aranegui, Mata y Pérez Ballester, 1997; Olmos,
1992; 1999) donde aparece el límite silvestre, la schatià, como el
espacio de la naturaleza desbordada donde dejan de regir las normas civilizadas y se convierte en un dominio suprahumano, de genios y apariciones (Olmos, 1998). Es en este espacio donde tienen
lugar las hazañas del héroe fundador del linaje y del territorio que
es el modelo de la sociedad heroica, como el enfrentamiento con
seres monstruosos, actividades cinegéticas o combates cuerpo a
cuerpo, relato mitológico que vemos plasmado tanto en decoración
cerámica como en escultura. Un buen ejemplo lo encontramos en
la escena representada en el Vas dels Guerrers de la Serreta (Olmos
y Grau, 2005) donde podemos ver en escenas sucesivas como un
joven se enfrenta en primer lugar a un carnassier, seguramente un
lobo, para posteriormente, montando a caballo, dar caza a un ciervo
y finalmente enfrentarse a otro individuo en combate individual,
todo ello envuelto por una exuberante vegetación que simbolizaría la schatià, ese espacio salvaje, silvestre, no domesticado. En
el imaginario ibérico, este espacio liminal se simboliza, no solo
mediante la vegetación abundante sino también mediante una corriente de agua, tal y como sucede en el conjunto escultórico de El
Pajarillo y su monstruo lobuno, una gran ánfora de La Alcudia de
Elche donde el lobo se halla frente a un jinete o el vaso del “Joven
y el dragón” de este mismo asentamiento (Olmos, 2008).
Para la realización de los ritos iniciáticos parece importante
el traslado a los límites del territorio del oppidum, más allá del
territorio campesino civilizado y domesticado, para internarse
en el ámbito de lo silvestre y desconocido, como prueba que
debe superar el iniciando para alcanzar su nueva condición; es
el ámbito de los dioses de donde surgen los mitos de autoctonía
y leyendas fundacionales que sostiene el imaginario ibérico (Olmos, 1998: 153-156). Ese era el espacio de la iniciación de los
criptos espartanos, que habitaban los bosques, o los efebos peripoloi atenienses, que se encontraban estacionados en los fuertes
de la frontera y que desarrollaban estos ritos en los límites del
territorio comunitario (Vidal-Naquet, 1983).
Las prácticas rituales en el interior de la cueva-santuario
Las cuevas-santuario suelen ubicarse, como ya hemos señalado,
en espacios agrestes y aislados, lejos de los lugares de hábitat y en
la mayoría de los casos bastante ocultas. Otra de las motivaciones
que pudieron dar lugar a la elección de estas cavidades concretas
para llevar a cabo las prácticas rituales y no otras, pudo ser el
valor numénico de estos espacios que se vería reforzado por la
presencia de surgencias de agua, bien en las proximidades, bien
en el interior de la propia cueva. Otro elemento que seguramente
tuvieron en cuenta en la elección fue la presencia en estas cavidades de vestigios fruto de la frecuentación en épocas anteriores
como cerámicas y muy especialmente restos humanos, estableciéndose un vínculo con el tiempo de los ancestros y buscando
la legitimación del culto en la tradición. Todos estos elementos
convertirían estas cuevas en espacios ideales para el contacto con
las divinidades y las fuerzas sobrenaturales.
Un punto de gran importancia en el desarrollo del ritual debió ser la entrada a la cueva. Las puertas, o más concretamente
los umbrales suelen ser sede de numerosas prácticas rituales,
como un espacio liminal entre dos esferas (Gennep, 2013: 43)
40
tal y como queda atestiguado tanto por la arqueología como por
la etnografía. Al traspasar este hito daría comienzo el período de
margen, en que el iniciando muere simbólicamente y se adentra
en el mundo subterráneo, un más allá donde habitan las divinidades ctónicas, los espíritus de los ancestros y otras potencias
sobrenaturales. Algunas de estas cavidades, especialmente la
Cova de la Pinta, la Cova Fosca y la Cova de l’Agüela, presentan una compartimentación interna que favorecería el desarrollo
de los ritos ya que permite establecer ciertas pautas, pasando
de unos espacios a otros claramente diferenciados a partir de la
gradación de luz. Otras características morfológicas destacables
son la presencia, en algún caso como el de la Cova dels Pilars,
de una sala espaciosa que permitiría la entrada de un mayor número de personas al mismo tiempo o la presencia de pozos en la
parte más profunda de la cavidad como es el caso de la Cova de
la Moneda o de la Cova de l’Agüela.
Resultan en este sentido muy interesantes los estudios que,
desde lo que se conoce como Arqueología de los Sentidos, se
han aproximado a las cuevas como entornos multisensoriales
donde el uso de los sentidos se ve fuertemente alterado creándose una atmósfera que favorece el desarrollo de los rituales
(Skeates, 2007: 90-91; 2010; López-Bertrán, 2011; Machause,
2017). En primer lugar, cuando los iniciandos se internaban en
las cuevas, sus movimientos se verían seriamente limitados,
ya que en muchos casos hay que agacharse para transitar por
ellas. Otro sentido que se ve alterado con respecto a las experiencias de la vida cotidiana es la vista, que se vería limitada
por la falta de luz conforme se fueran adentrando en la cueva, a
lo que debemos añadir el espeso humo desprendido de las antorchas. También el oído se vería afectado ya que en las cuevas
son frecuentes las reverberaciones y el eco que distorsionan y
amplifican el sonido y que pudieron interpretarse como mensajes de otros mundos. Si a todo ello añadimos las condiciones
ambientales de elevada humedad y bajas temperaturas, así como
el posible consumo de sustancias psicoactivas que darían lugar a
estados alterados de conciencia, se crearía una atmósfera ritual
apropiada para iniciar un viaje simbólico o metafórico que les
permitiría entrar en contacto con las divinidades, los ancestros o
las potencias sobrenaturales (López-Bertrán, 2011: 102).
Podemos identificar una serie de prácticas rituales llevadas
a cabo en el interior de las cuevas-santuario a partir del registro
material documentado en las mismas. En primer lugar, cabe destacar que el elemento más abundante son los vasos cerámicos,
aunque está claro que la repetición recurrente de formas concretas como los vasos caliciformes o las ollas de cocina nos aleja de
un repertorio variado para usos domésticos y se asociaría a una
práctica de ofrenda de unas piezas predeterminadas. También es
importante señalar que estos materiales aparecen depositados en
las partes profundas de las cavidades y no en la entrada.
Los exvotos suponen la materialización del hecho religioso
practicado en un espacio de culto, siendo un reflejo indirecto
del mismo, acompañado de pautas simbólicas e ideológicas y
que es al mismo tiempo un elemento que conecta la realidad de
la estructura social ibera y el imaginario religioso de la misma
(Rueda, 2011:106). La ofrenda es por tanto un elemento esencial en el “diálogo” que se establece entre el practicante y la
divinidad, relación que posee un claro carácter de reciprocidad
y en la que no existen intermediarios, expresándose a través de
la misma la solicitud o agradecimiento por un bien realizado
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(Blázquez, 1991). Este acto de ofrenda a la divinidad posee
connotaciones que van más allá del individuo y contribuye a
fortalecer los vínculos de cohesión y reconocimiento de un
grupo concreto o de la pertenencia a un territorio con fronteras
físicas e ideológicas claras. Asimismo, forma parte del proceso de transmisión de la identidad cultural, participando dentro
del sistema de códigos socio-ideológicos que establecen determinados paradigmas de representación simbólica en los que
debemos tener en cuenta las características de orden social,
político, religioso, de género o edad (Rueda, 2011: 106).
El primer objeto que vamos a analizar es el vaso caliciforme que aparece en mayor o menor medida en todas las cuevassantuario objeto de nuestro estudio así como en otras cavidades del norte de Alicante como la Cueva del Moro (Grau,
2002: 298) o la Cova de les Dames (Grau y Moratalla, 1999:
99), de la provincia de Valencia como la Cueva de los Mancebones, Cerro Hueco, Cueva de los Ángeles, Cuevas del Puntal
del Horno Ciego, Cueva del Molón, Cueva Noguera, Sima de
l’Aigua, Cova de les Dones, Cova de las Palomas, Sima de
l’Infern, Cova dels Sants, Cova Santa, Cova de Merinel, Cova
Bernarda, Cova del Barranc del Llop y Cova Bolta (GonzálezAlcalde, 2002-2003a: 202-226, Machause, 2017) y de la provincia de Murcia (Cueva de los Hermanillos y Cueva del Cerro
del Castillo o de la Zorra) (Moneo, 2003: 126-128).
La importancia ritual del vaso caliciforme queda avalada por
su representación en diversas esculturas ibéricas en piedra que
presentan una actitud oferente con el vaso como elemento principal. Este tipo de vaso aparece normalmente asociado a figuras
femeninas cuyos brazos se disponen extendidos a lo largo del
cuerpo, manos con dedos paralelos, rígidos, sujetando y rodeando la ofrenda y con los pies separados. Muchos investigadores
coinciden en que la función de estos vasos caliciformes estaría
relacionada con los ritos de libación, tan comunes en la religiosidad antigua del ámbito mediterráneo. La libación sería el gesto
esencial de verter un líquido, asociado generalmente a la plegaria, que se constata ya en Egipto, Próximo Oriente antiguo o en
el mundo hitita, en honor a la divinidad (Izquierdo, 2003: 126).
No obstante, la documentación más amplia procede de Grecia y
Roma, donde la libación constituye un gesto muy frecuente apareciendo representada textual e iconográficamente. Este vertido
de líquidos, normalmente agua, vino, miel o leche, se realizaba bien sobre altares o bien directamente sobre el suelo, siendo
acompañado de ritos orales, así como la combustión de perfumes,
incienso u ofrendas vegetales ocupando un lugar esencial en los
ritos sacrificiales (Izquierdo, 2003: 126).
Algunos investigadores han propuesto que la libación no
representaría una ofrenda a los dioses, sino que tendría connotaciones catárticas o de purificación ritual como rito de paso,
como una especie de tránsito al territorio sagrado (Burkert,
2013: 35; Himmelmann, 1997) y por tanto como un rito de
separación y agregación al mismo tiempo. Es por ello que el
gesto de la libación aparece en numerosas ocasiones iniciando
y clausurando ceremonias de ahí su carácter liminal y mediador
entre diversas esferas (humana/divina, vivos/muertos…).
El rito de la libación aparece bien constatado en la cultura ibérica siendo el vaso caliciforme una de las formas cerámicas que se
ha relacionado con esta acción. Tras la libación el vaso se rompía
intencionalmente y era depositado de forma ritual en el espacio
sacro, costumbre bien documentada en Grecia, en los santuarios
de Artemis en Brauron, Halai y Mounichia (Dowden, 1989: 27)
o en el santuario de Apolo en Amyklai (Petterson, 1992:99). En
otras ocasiones estos vasos se encuentran completos y en posición invertida sobre el suelo. Sin embargo, no descartamos otras
hipótesis funcionales para este tipo de vasos, como contenedores
de ofrendas, vasos para beber o lámparas votivas como ha sido
propuesto por algunos autores a partir de la existencia de pequeños orificios en la zona del borde, posiblemente para ser colgados,
así como la documentación de vasos completos colocados en hornacinas naturales (Martínez Perona, 1992: 273-275).
Otro elemento abundante en las cuevas-santuario del área central de la Contestania son las ollas de cocina, que aparecen de forma especialmente masiva en la Cova dels Pilars, pero que también
encontramos en porcentajes bastante elevados en la Cova de la
Moneda y en la de La Pastora, y en menor medida en la Cova de
l’Agüela, en lo que parece ser un patrón ritual recurrente en nuestra área de estudio. Esta repetición de un tipo concreto, al igual
que sucede con los caliciformes en otros contextos, nos hablaría de
pautas rituales que respetan unas normas y un formalismo marcado por la tradición (Bell, 1992; 1997: 138). Cabría relacionar este
tipo de recipiente cerámico con una práctica de ofrenda de productos agropecuarios, lo que podría estar relacionado con cultos relacionados con la fertilidad de la tierra o el ganado, cuya naturaleza
concreta desconocemos debido a la falta de estudios de carácter
físico-químico que nos permitan conocer el contenido de estas
ollas. También aparecen en otros espacios de culto como el pozo
votivo del Amarejo (Broncano, 1989: 240) o cuevas-santuario de
otros ámbitos geográficos como las del Puntal del Horno Ciego
(Villargordo del Cabriel) (Martí Bonafé, 1990: 153).
También aparecen algunas formas en el repertorio que podríamos catalogar funcionalmente como almacenamiento (tinajillas,
lebes) y vajilla de mesa (platos, cuencos, copas), posiblemente
relacionados con el consumo de alimentos en el interior de la cavidad, como recipientes contenedores de ofrendas como en el caso
anterior o bien como ofrendas en sí mismas por su valor intrínseco
como bienes de prestigio, como es el caso de las cerámicas áticas de barniz negro. También resulta destacable la presencia en
muchos casos de recipientes miniaturizados que pudieron ser utilizadas para almacenar y guardar algún producto de carácter psicoactivo, ya que la cantidad y el uso de estas sustancias debieron
ser bastante limitados (López-Bertrán, 2007: 148-150), siendo la
causa de estados alterados de conciencia que favorecerían esa experiencia de contacto con lo sagrado.
Señalábamos al inicio de este apartado la importancia que el
cabello y su peinado tiene como atributo de un determinado grupo o clase de edad siendo su oblación un elemento muy común en
los ritos de paso (Gennep, 2013: 254-256) del que también contamos con ejemplos en las iniciaciones del mundo griego (VidalNaquet, 1983). La importancia del pelo radica en primer lugar
en la idea, compartida por diversas culturas, de que existe una
conexión que persiste entre la persona y cualquier elemento que
en algún momento ha formado parte de su cuerpo (Frazer, 1944:
278-279). Por tanto, su ofrenda en determinadas prácticas rituales
se basa en la explotación de la relación pars pro toto, tomando la
parte por el todo y actuando sobre fragmentos con la idea de abarcar la totalidad en la que se integran (Velasco, 2008: 29).
El corte del cabello sería por tanto un rito de separación con
respecto al grupo de edad anterior, simbolizando el abandono de
una etapa del ciclo vital. El cabello pudo ser depositado en el
41
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interior de la cueva-santuario, cuya evidencia material sería, en
nuestra opinión, la presencia de pequeños aretes de metal, normalmente de bronce que se han documentado en dos cuevas de
nuestro ámbito de estudio como son la Cova dels Pilars y la Cova
Fosca, pero también en otras cuevas como la Sima de l’Aigua
(Carcaixent) o la Cova Bolta (Gandía) (González-Alcalde, 20022003a: 211 y 224) y que relacionamos con los adornos que las
mujeres llevarían en el extremo de las trenzas. Anteriormente hemos presentado diversos ejemplos iconográficos de estos adornos
en la escultura, en la toréutica y en la decoración vascular. Tras
el abandono de estos rasgos de juventud los individuos pasarán
a estar representados de un modo distinto donde los personajes
femeninos aparecerán con la cabeza cubierta por un velo o una
mitra, mientras que los masculinos presentan el cabello mucho
más corto o con una capucha ajustada que les cubre la cabeza,
representación que podemos ver tanto en los exvotos en bronce
(Rueda, 2013: 368), en las terracotas del santuario de La Serreta,
o en la representación del joven del Vas dels Guerrers de este
mismo asentamiento (Olmos y Grau, 2005).
Un rito de separación similar sería el de la ofrenda de vestidos
que también supondrían un atributo distintivo de un determinado
grupo o clase de edad. Las evidencias materiales de este tipo de
ofrendas serían las fíbulas documentadas en algunas cuevas-santuario como la Cova de les Dames (Busot) (González-Alcalde,
2002-2003b: 77) próxima a nuestra área de estudio o la Cova Bolta (Gandía), la Cova Santa (Vallada) y la Cova Merinel (Bugarra)
(González-Alcalde, 2002-2003a: 230). La presencia de fusayolas,
especialmente en las cuevas de la zona de la Plana de Utiel (Cueva
de los Mancebones, Cueva de Cerro Hueco, Cueva de los Ángeles
y Cuevas del Puntal del Horno Ciego) pero también algo más al sur
como la Cova de les Dones (Millares), la Cova Santa (Vallada) o
la Cova Bolta (Gandía) (González-Alcalde, 2002-2003a: 230; Machause, 2017) podría estar relacionada también con la ofrenda de
elementos relacionados con la actividad textil o como un símbolo de iniciación femenino. Finalmente, también documentamos la
ofrenda de determinados adornos personales como pueden ser los
anillos, algunos con chatón como los dos anillos de la Cova dels Pilars donde, en uno de ellos se ha grabado una figura antropomorfa
muy esquemática donde se han destacado las manos y otro donde
se representaba dos pájaros enfrentados y con los picos juntos, hoy
desaparecido, del que encontramos un interesante paralelo en las
Cuevas del Puntal del Horno Ciego (Martí Bonafé, 1990: 157) junto a otras cuevas de la provincia de Valencia (González-Alcalde,
2002-2003a: 230).
La salida de la cueva-santuario y el retorno al oppidum
Una vez finalizadas las prácticas rituales en el interior, el iniciando
se dispondría a salir, lo que constituiría una metáfora del renacimiento, ya que la cueva simbolizaría el útero materno (GonzálezAlcalde, 2002: 367; Moureau, 1992: 194). Asimismo, el paso de
la oscuridad a la luz natural tendría un valor metafórico importante
como parte de este renacimiento. Mediante esta resurrección simbólica y habiendo superado la prueba que le ha llevado al más
allá, el iniciando abandona la fase de margen para reintegrarse de
nuevo en la sociedad con un nuevo estatus o posición, se ha vuelto
“otro”, lo que conlleva nuevos derechos y nuevas obligaciones.
Una vez traspasado de nuevo el umbral de la cueva, darían inicio los ritos de agregación del individuo a su nueva posición en
la sociedad. Uno de los ritos de agregación por excelencia es la
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comensalidad, es decir, mediante la celebración de un banquete,
cuyas implicaciones sociales valoraremos en profundidad en otro
capítulo de nuestro trabajo. Cabría la posibilidad de que la vajilla
de mesa y las ollas de cocina estuviesen relacionadas con la celebración de banquetes, aunque no nos inclinamos demasiado hacia
este planteamiento ya que, en primer lugar, existe una evidente
desproporción entre ambos repertorios y en segundo lugar, porque
la distribución interna de las cuevas en nuestro caso, a excepción
quizá de la Cova dels Pilars, imposibilita la celebración de grandes
reuniones en su interior. En la mayoría de estas cuevas aparecen
también restos de fauna, pero nos resulta muy difícil extraer conclusiones fiables ya que no han sido analizados de forma sistemática
por lo que no podemos estar seguros de que hayan sido consumidos
por humanos ni tampoco han sido recuperados siguiendo una metodología arqueológica, lo que nos impide adscribirlos a una época
concreta. En cambio sí se han realizado este tipo de estudios en
cuevas del interior de la actual provincia de Valencia tales como las
Cuevas del Puntal del Horno Ciego (Sarrión, 1990) donde se documentaron algunas evidencias de alteraciones antrópicas aunque la
mayoría de los restos estuvieran relacionados con aportes naturales
al depósito; la Cueva Merinel (Blay, 1992) donde se identifica un
patrón de selección intencionada de especies domésticas, edades
y partes anatómicas para su deposición; y por último el reciente
estudio de la Cueva del Sapo (Machause et al., 2014) donde resulta
especialmente interesante la preeminencia de una especie silvestre
de connotaciones cinegéticas como es el ciervo, junto a otras especies domésticas como los ovicaprinos, bóvidos, suidos y perros. No
obstante, no parece que en estos tres casos tengan especial relevancia las marcas de origen antrópico de procesado y consumo de los
alimentos por lo que posiblemente nos encontremos más bien ante
ofrendas y no tanto ante los restos de un ágape. Por tanto, es posible
que este tipo de celebraciones se llevara a cabo ya con los iniciados
de vuelta en el lugar de hábitat.
Como habíamos señalado anteriormente la peregrinación a la
cueva-santuario tenía un carácter circular ya que comporta la ida
y la vuelta al punto de partida. De este modo el viaje de regreso se
convertiría en un rito de agregación, de reintegración del iniciado
al mundo cotidiano, domesticado de la chora y del asty o núcleo
urbano. Este desplazamiento, donde el movimiento es el elemento
principal del rito, contribuiría también a la preparación psicológica
del individuo y a la asimilación de su nueva condición social.
3.2.4. LA InIcIAcIón más ALLá De LAs cuevAs sAntuArIo
Llegados a este punto, es importante señalar que la iniciación no
se circunscribiría únicamente a las cuevas-santuario, sino que
podemos intuirla también en otros contextos. También es destacable que el fenómeno de las cuevas-santuario en el mundo
ibérico se encuentra acotado en el tiempo, ss. V-IV a.C., y muy
relacionado con un modelo territorial concreto, como veremos
en el apartado correspondiente al paisaje. Por tanto, el abandono
de las prácticas rituales en cueva no debió implicar la desaparición de los ritos de iniciación en el mundo ibérico, sino que su
desarrollo pudo trasladarse a otros ámbitos como son los santuarios territoriales que documentamos en los ss. III-I a.C.
La iniciación en la decoración figurada
Un buen ejemplo de lo que podrían ser representaciones iconográficas de ritos iniciáticos lo encontramos en las decoraciones
figuradas de estilo narrativo sobre grandes vasos cerámicos pro-
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pias del s. III a.C. A partir de este momento, se produce un cambio importante desde el punto de vista de la materialización de
la ideología ya que los relatos míticos pasan a plasmarse en los
grandes recipientes cerámicos en forma de escenas pintadas abandonándose otros soportes más costosos y ostentosos como podía
ser la escultura en los espacios funerarios. Estos nuevos códigos
simbólicos son compartidos por las elites de diversos territorios
políticos lo que genera una identidad común que las legitima (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015). Este tipo de cerámicas serían
usadas y exhibidas en rituales o eventos comunitarios transmitiendo de este modo una serie de mensajes relacionados con la
naturaleza diferenciada de los miembros de la elite mostrando
las actividades propias de su rango como la caza, la guerra, los
rituales de iniciación, el trabajo textil (Aranegui, Mata y Pérez
Ballester, 1997) o la plasmación de los mitos relacionados con el
héroe fundador del linaje dominante.
El Vas dels Guerrers de La Serreta
En nuestra área de estudio contamos con un buen ejemplo
de representación de un rito de iniciación sobre soporte cerámico como es el conocido Vas dels Guerrers de La Serreta
(fig. 3.17). Se trata de una gran tinaja sobre la que se plasma
una narración de las tres hazañas que relataría la iniciación
modélica de un joven que podría ser el héroe mítico fundador
del linaje (Olmos y Grau, 2005). Al inicio de la secuencia
encontramos a una auletrís que viste una larga túnica, con la
cabeza cubierta de la que caen dos cintas con borlas o anillas
metálicas, que ya hemos visto anteriormente. Dicho personaje
se representa tocando el aulós o flauta doble, lo que nos hace
recordar la importancia que la música tendría en este tipo de
ritos, como un elemento sensorial más para crear una atmósfera ritualizada, aunque sea difícil de rastrear desde la arqueología. En la siguiente escena encontramos el clásico mitema
del enfrentamiento con el monstruo, en este caso un lobo representado con las fauces abiertas y en actitud agresiva. El
joven, que se representa con la cabeza sin cubrir, ha lanzado
su jabalina al animal, hiriéndolo en el vientre. En la siguiente
escena vemos a dos individuos a caballo que persiguen a un
ciervo con jabalinas en la mano y al que ya han alcanzado con
una de ellas. Es destacable que los atributos que caracterizan
a los dos individuos son diferentes, habiendo cambiado los
símbolos de nuestro protagonista, ya que en este caso se le
representa con la cabeza cubierta. Esta narración heroica culmina con un duelo o combate singular, donde se representa la
victoria del héroe que ha clavado su lanza en el torso de su
oponente. Todas estas hazañas iniciáticas se representan en el
marco de la schatià, simbolizada por la eclosión vegetal que
nos habla de una naturaleza desbordada, salvaje.
Debemos tener en cuenta que este vaso aparece en el departamento F-1 cuyo carácter singular es indudable y que se ha
interpretado como una habitación sagrada donde ese guardan
diversas piezas de carácter extraordinario (Grau, Olmos y Perea, 2008). Junto a este conocido vaso encontramos la representación de la famosa Diosa Madre en una placa de terracota
que amamanta a dos niños donde de nuevo encontramos la
figura de la auletrís. Otro elemento importante es la representación de la paloma, tanto en la decoración pintada de un
kalathos como en una terracota, figura que posee una íntima
relación con lo divino al igual que la sobreabundancia vegetal
representada en otros vasos de la misma estancia.
El lebes del Tossal de Sant Miquel de Llíria
Otro ejemplo lo encontramos en la gran lebeta procedente del
departamento 20 del oppidum del Tossal de Sant Miquel de Llíria donde se representa una secuencia que podríamos relacionar
con el rito de iniciación de un joven varón (Bonet, 1995: fig.
61; Chapa y Olmos, 2004: 55-57) (fig. 3.18). En una primera
escena podemos ver una prueba de doma del caballo donde el
joven coge una rienda del animal y sostiene una fusta en la otra
mano, acompañado por cuatro perros y un compañero a caballo
que actúa como testigo de la prueba. En la siguiente escena se
representa la prueba del toro donde participan dos varones, uno
de ellos sosteniendo un señuelo en una mano y un haz o ramo
en la otra mientras que el otro individuo sostiene una antorcha.
A continuación, podemos ver un duelo heroico protagonizado
por dos varones con falcata y lanza donde se aprecian también
los restos de otros participantes ya vencidos. La narración finaliza con una escena protagonizada por un jabalí que es acorralado y devorado por una jauría de lobos que podría estar
representando el espacio de la schatià.
Fig. 3.17. Decoración del Vas dels Guerrers de La Serreta (Olmos y Grau, 2005: fig. 4).
43
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Fig. 3.18. Lebes de las iniciaciones del Tossal de Sant Miquel de Llíria (elaboración a partir de Bonet, 1995: fig. 61).
El vaso del joven y el dragón de la Alcudia de Elche
En este gran vaso procedente de la antigua Ilici también se representa una vez más el mitema del enfrentamiento del joven
con el monstruo en un marco caracterizado por un exuberante
paisaje vegetal que representa de nuevo el espacio salvaje, no
domesticado. En este ambiente, un joven imberbe de cabellos
largos se enfrenta a un gran lobo representado con una larga lengua y dientes y garras afilados. Este adolescente además porta
una jabalina, que no utiliza, y agarra la lengua del animal, demostrando su valor a través del contacto físico con el monstruo
(Chapa y Olmos, 2004: 57-58) (fig. 3.19).
La anomalía deambulatoria
Queríamos también incluir en este apartado una idea que nos
resulta muy sugerente y que han planteado I. Grau y T. Crespo
(2012). Se trata de la relación entre la anomalía deambulatoria e
iniciación, proponiéndose que aquellos personajes que se hallan
en una situación liminal o de margen aparecen caracterizados por
un elemento que de forma directa o indirecta se puede vincular
con una anomalía al caminar. Dichos elementos serían el hecho
de portar una sola sandalia, la herida en la pierna producida en
44
el transcurso del enfrentamiento con el monstruo o la práctica de
danzas por parte de grupos de jóvenes iniciados. La propuesta de
dichos autores es que este tema se encuentra bien representado en
los complejos mítico-rituales del Mediterráneo antiguo pudiendo
rastrearse también en la antigua Iberia. Para el conocimiento en
detalle de dichos mitos remitimos al trabajo citado.
Los monosándalos se encontrarían documentados en el
mundo ibérico por la presencia de gutti, recipientes cerámicos
singulares, documentados especialmente en necrópolis, pero
también en otros ámbitos, que representan un pie calzado y
que podrían vincularse a prácticas rituales de carácter heroico
o de exaltación del guerrero o como una especie de amuleto relacionado con ritos de paso, especialmente al Más Allá (Grau
y Crespo, 2012: 116).
Otro tema recurrente es el de la herida en la pierna que
recibe el héroe que protagoniza un enfrentamiento con el
monstruo durante el desarrollo de su iniciación y que aparece representada tanto en la escultura, como es el caso de la
griphomaquia del heroon de Porcuna, como en la decoración
figurada sobre cerámica, como en el caso de un vaso datado en
el s. II a.C. y procedente de la necrópolis del Corral de Saus
(Moixent) donde el joven guerrero es herido en una pierna por
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Fig. 3.19. Vaso del Joven y el Dragón de La Alcudia de Elche (Imagen: S. Machause).
una esfinge. La consecuencia de esta herida sería, de nuevo,
una dificultad al caminar y una cicatriz que se convertirá en
símbolo de su hazaña (Grau y Crespo, 2012: 118).
El último elemento analizado es el de la representación de jóvenes danzantes en algunos vasos cerámicos como son el Vaso de
los Guerreros del Cigarralejo y el Cálato de la Danza de Llíria. En
esta nueva propuesta se interpreta este tipo de “danza” encuadrada
en un contexto iniciático y poniéndola en relación con un tema bien
conocido en el mundo antiguo como es la “Danza de la Grulla”, un
baile de tipo iniciático llevado a cabo por Teseo y sus compañeros al regresar del Laberinto del Minotauro (Grau y Crespo, 2012:
124). Por tanto, podría tratarse de un baile que los jóvenes iberos
ejecutarían tras su iniciación, permitiéndonos hablar de rituales iniciáticos semejantes tanto en el ámbito ibérico como en el griego.
Finalmente, podemos concluir que uno de los elementos
que caracterizaría esa situación excepcional de liminalidad,
en el margen entre dos mundos, esferas o estados, sería la
anomalía deambulatoria, ya sea por su representación como
monosándalos, con una herida en la pierna o bailando una posible danza iniciática. Esta forma anómala de caminar sería el
testimonio de su paso por rituales iniciáticos y de ida y vuelta
a los confines de lo conocido.
La iniciación en los exvotos de terracota
A finales del s. IV a.C. parece que se abandonan las prácticas rituales en las cuevas-santuario o al menos se reduce su intensidad.
Este hecho coincide con un cambio en la configuración territorial
en el área comarcal de los Valles de Alcoi con el surgimiento de un
nuevo rango jerárquico, la ciudad de la Serreta, que se superpone a
la estructura territorial previa de oppida independientes de escala
local (Grau, 2002) con la que las cuevas-santuario estaban íntimamente relacionadas. Es por ello que pensamos que las prácticas
rituales de iniciación pudieron trasladarse a una nueva ubicación,
pasando a desarrollarse en los santuarios territoriales.
En nuestro caso, contamos con un buen ejemplo en el santuario de La Serreta que en este momento se convierte en el
asentamiento central del territorio al que se trasladarían los jóvenes aristócratas del resto de oppida para su iniciación, manteniéndose el esquema de separación, margen y agregación
que hemos propuesto, con una peregrinación al santuario de
la ciudad rectora de todo el territorio que podría considerarse
como una forma de sumisión al poder central. Las prácticas rituales llevadas a cabo en este santuario durante el s. III a.C. se
materializan con la deposición de exvotos de terracota (Grau,
Amorós y López-Bertrán, 2017) que pueden estar representando diversos grupos de edad. Trataremos estas terracotas y las
implicaciones territoriales de los santuarios en el apartado correspondiente, aunque podemos adelantar que las representaciones masculinas son básicamente cabezas sin cubrir, con rasgos faciales estandarizados y orejas destacadas. Por otra parte,
las representaciones femeninas presentan una mayor variedad,
presentando todas ellas un manto que les cubre la cabeza y los
hombros, pero con la diferencia de que algunas de ellas presentan únicamente este velo mientras que otras lo acompañan
con una especie de mitra o toca, representando posiblemente a
mujeres que ya han superado los ritos de iniciciación.
45
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3.2.5. LAs estrAtegIAs DerIvADAs
La iniciación como estrategia ideológica excluyente
Pasamos a valorar en este último apartado la importancia de estos
ritos de iniciación como estrategia ideológica desplegada por determinados grupos de poder para legitimar su posición, su naturaleza diferenciada respecto al resto del grupo social o las desigualdades sociales existentes. En este caso concreto, la importancia
radica en el papel que juega la iniciación en el mantenimiento y
la reproducción de la estructura social a través de la ritualización
de las etapas del ciclo vital y del aprendizaje de la vida social.
Este tipo de ritos se constatan en infinidad de sociedades de todo
tipo a través de la etnografía, las fuentes escritas o la arqueología.
Los encontramos tanto en sociedades poco complejas como las
bandas o tribus de cazadores-recolectores donde el objetivo de
la iniciación masculina sería el de entrar a formar parte del grupo
de los cazadores; en sociedades de jefatura donde el componente
guerrero posee una gran importancia siendo el objetivo pasar a
formar parte de la elite de guerreros cuya principal función es
la defensa de la población, hecho que justifica su posición preeminente; y también la encontramos en sociedades estatales donde el objeto de la iniciación masculina es el de entrar a formar
parte del cuerpo ciudadano que comporta una serie de derechos
y obligaciones. En el caso de la iniciación femenina existe una
importancia recurrente de la preparación para el matrimonio y la
procreación como depositaria de los valores familiares y mantenedora del grupo doméstico.
¿Quiénes se inician?
Para hacernos una idea de la importancia y el sentido de la
iniciación en la sociedad ibérica debemos valorar el alcance
que pudieron tener estas prácticas a través de un análisis de
carácter cuantitativo, lo que conocemos como densidad ritual
(Bell, 1997: 173-209). Para conocer el ritmo de deposición de
ofrendas en un determinado espacio sacro, en este caso una
cueva-santuario, es necesario contar con un depósito primario,
poco alterado, del que podamos estar más o menos seguros
de que su volumen su aproxima al total de las ofrendas depositadas. Somos plenamente conscientes de las limitaciones
y problemática de una aproximación de estas características,
pero aun así no hemos querido renunciar a una valoración de
este tipo, ya que nos permite hacernos una idea aproximada
del número de individuos que pudo estar participando en estas
prácticas. Por supuesto, la mayoría de las cavidades no reúnen estas características en cuanto a la fiabilidad del registro
arqueológico. Sin embargo, sí existe una cueva que fue excavada siguiendo una metodología arqueológica y que puede
servirnos como paradigma, a pesar de que no se encuentre en
nuestra área de estudio, las Cuevas del Puntal del Horno Ciego
(Villargordo del Cabriel) (Martí Bonafé, 1990).
Se trata de un conjunto de cuevas ubicadas en el altiplano
de Requena-Utiel, al oeste de la provincia de Valencia. Fruto
de una intervención arqueológica en 1974 dirigida por M. GilMascarell en la Cueva II se documentó un importante conjunto
de materiales cuyo elemento más característico es el lote de
vasos caliciformes sobre el que vamos a basar nuestro análisis
de la densidad ritual. El registro material de esta cavidad está
compuesto por 85 vasos caliciformes, en su gran mayoría de
cerámica fina gris, una urna de orejetas, dos platos, dos copi46
tas, cinco ollas, 14 fusayolas, un pequeño puñal, una hoja de
tijera y dos anillos de bronce con chatón, repertorio para el que
se propone una cronología de finales del s. VI- s. V a.C. Tomando como referencia los vasos caliciformes, nos encontramos con un ritmo de deposición de un vaso cada año y medio
aproximadamente o 17 vasos por cada generación.
Volviendo a nuestra área de estudio solo contamos con una
cavidad cuyo repertorio es comparable, en cuanto a volumen,
al de la Cueva II del Puntal del Horno Ciego y es la Cova de
l’Agüela. A pesar de que la recuperación de los materiales no
fue fruto de una intervención arqueológica, sino que fue objeto
de una recogida sistemática, podemos estar bastante seguros de
las circunstancias del hallazgo y de que se trata de un conjunto
cerrado. Además, esta cavidad es la menos conocida y alterada
de las cinco que hemos analizado por lo que el conjunto de materiales documentados puede aproximarse bastante al total de
ofrendas depositadas en la cueva en época ibérica. En la Cova
de l’Agüela se documentaron 71 caliciformes habiéndose propuesto una cronología para la cavidad del s. V y parte del IV
a.C. Por tanto, en este caso podemos hablar de un ritmo de deposición de ofrendas de un vaso cada dos años aproximadamente o 14 vasos por generación. También podríamos destacar el
caso de la Cova dels Pilars, tomando como referencia el número
de ollas, un total de 127. Si aceptamos una cronología de los ss.
V-IV a.C. nos hallaríamos ante un ritmo de deposición de ofrendas de una olla cada año o 25 ollas por generación.
Este volumen de ofrendas nos indica que estas prácticas
concretas relacionadas con rituales iniciáticos no tienen un
carácter generalizado ya que, si un vaso es el testimonio de
una acción individual, es muy posible que sólo un reducido
número de individuos de la comunidad se sometería al ritual.
Por tanto, nos encontramos ante una estrategia ideológica de
carácter excluyente que reforzaría el orden desigual de la sociedad ibérica. Aunque desde el punto de vista material, el ritual no expresaría ninguna riqueza asociada al estatus, excepto
el ánfora ática de La Cova dels Pilars, la propia segregación
en el acceso al ritual, como en el caso de las necrópolis, nos
situaría ante un estamento destacado de la sociedad.
¿Por qué se inician?
Este tipo de rituales contribuiría al desarrollo de una identidad
compartida entre los miembros de los grupos aristocráticos que
conforman la elite y que se diferencian del resto de la sociedad
a partir de sus prácticas rituales. No estamos afirmando que no
existiesen rituales de iniciación para el resto de la sociedad, pero
como se ha señalado para el caso griego, sólo los miembros de
familias distinguidas cumplirían el ritual entero, de forma que
la iniciación completa sería un derecho y un deber propio del
estrato social más alto (Burkert, 2011: 120).
En el caso de la iniciación masculina su función es la de
adquirir el estatus de guerrero, siguiendo el modelo de comportamiento de los héroes ancestrales y adquiriendo la función de protector de la comunidad que justifica su posición
preeminente desde el punto de vista del poder político. Al
mismo tiempo mediante la realización de estos rituales iniciáticos se produce una estrecha vinculación al mito, ya que
el traslado a la cueva y el desarrollo de los distintos rituales
supone una metáfora que rememora el comportamiento heroico propio de las hazañas llevadas a cabo por el ancestro
fundador del linaje en un tiempo mítico.
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En el caso de la mujer su función es la preparación para el
matrimonio y la maternidad. El caso griego nos ilustra como la
guerra es al hombre lo que el matrimonio a la mujer, la adquisición de su verdadera naturaleza (cita de J.P. Vernant recogida
por Vidal-Naquet, 1983: 172). La mujer es la protectora del oikos, del grupo doméstico, de la perpetuación de la familia y del
honor del linaje (Grau y Amorós, 2013).
Cuevas-santuario y territorio
Como señalábamos en el capítulo introductorio, el paisaje es
uno de los elementos esenciales de nuestro trabajo, convirtiéndose en el eje vertebrador sobre el que gira toda nuestra
investigación. Por tanto, no podemos finalizar este capítulo
referente a los rituales de iniciación sin realizar una lectura de
las cuevas-santuario del área central de la Contestania desde el
punto de vista de la Arqueología del Paisaje. Por ello, hemos
analizado cada una de las cuevas en el marco del territorio en
el que se ubican, valorando cuestiones como la visibilidad o el
patrón de asentamiento en el que se enmarcan, destacando su
relación con los principales oppida. Finalmente, trataremos de
establecer algunas conclusiones de carácter general.
La Cova de la Moneda
La Cova de la Moneda se ubica en el sector sudoccidental del relieve montañoso conocido como l’Alt de Biscoi y a una altitud de
unos 1020 m.s.n.m. Esta sierra se encuentra en relación con dos
unidades geográficas claramente delimitadas como son la Vall de
Polop al norte y la Foia de Castalla al sur. La Vall de Polop es un
amplio corredor fluvial que discurre en sentido este-oeste entre las
Sierras de Mariola, al norte, y del Biscoi y El Carrascal, al sur. Este
valle se encuentra enlazado con el Alto Vinalopó a través del l’Alt
de la Menora y la Lloma de la Fonfreda. Se trata de un área con
bastantes posibilidades para su aprovechamiento agrícola en las
zonas de fondo de valle formadas por las terrazas fluviales del río
Polop, así como para el aprovechamiento de los recursos silvestres
y ganaderos en las zonas montañosas que circundan dicho valle.
La segunda de las unidades geográficas que tiene relación con la
cavidad es la Foia de Castalla, caracterizada por una depresión del
terreno perfectamente enmarcada por relieves montañosos al norte
y noroeste (sierras del Fraile, Onil, Biscoi y Carrascal), al noreste y
este (sierras del Cuartel y de Peñarroya), al sur (sierras del Ventós,
Boter y Llofriu) y al oeste y suroeste (sierras de l’Arguenya, Castalla y Maigmó). Las posibilidades de comunicación de esta cuenca
quedan, por tanto, muy limitadas, destacando el corredor que cruza
la Foia y que pone en relación los Valles de Alcoi con el corredor
del Vinalopó o el paso a los pies del Maigmó que comunica las
comarcas del interior con las zonas más llanas de la comarca de
l’Alacantí y la costa. También destacan dos pasos montañosos, el
del puerto de Biar, que comunica la Foia con la cabecera del Vinalopó y el paso que discurre entre las sierras de Biscoi y Carrascal,
que comunican la Foia y la Vall de Polop. A pesar de los relativamente buenos recursos hídricos de esta cuenca, la productividad
agraria se encuentra condicionada por las características del suelo,
que dan lugar a terrenos de capacidad media en las zonas más llanas. Asimismo, existe la posibilidad del aprovechamiento de recursos silvestres y usos pecuarios en las zonas montañosas.
El poblamiento ibérico en estas áreas en la época de mayor
frecuentación de la cueva-santuario (ss. V-IV a.C.) se caracteriza en la Vall de Polop por una estructura claramente jerarqui-
zada con diversos tipos de asentamientos. El asentamiento que
preside el poblamiento en este valle es el oppidum de El Castellar, ubicado en un contrafuerte rocoso de la vertiente oriental
de la Sierra de Mariola y a unos 800 m de altura s.n.m. Se trata
de un poblado fortificado en altura, con una extensión aproximada de 1,5 ha. y una cronología bastante amplia entre los ss.
V-II a.C. (Grau, 2002: 333). Controla visualmente un territorio
que se extiende por el Valle de Polop y el tramo del río Riquer
antes de su confluencia con el Molinar para formar el río Serpis.
En este mismo espacio geográfico y a su vez territorio político
de El Castellar encontramos otro tipo de asentamientos como
son las aldeas de l’Horta Major y El Xocolatero. La primera de
ellas se ubica en ladera en la vertiente oriental de la Sierra de
Mariola y posee una larga perduración en el tiempo desde época
ibérica plena (s. IV a.C.) hasta época romana. Se trata de un
asentamiento de clara vocación agrícola y en cuyas inmediaciones podría haberse hallado también una importante necrópolis
(Grau, 2002: 329-330). La otra aldea que encontramos en este
territorio es la de El Xocolatero, ubicada en ladera a unos 900
m de altura, con una extensión de unas 0,7 ha. y una amplia
cronología (ss. VII-III a.C.) (Grau, 2002: 326). Se localiza en
la zona liminal entre los campos de cultivo y las lomas de la
sierra, lo que permitiría tanto el aprovechamiento agrícola como
un control visual del Valle de Polop. Finalmente, el último tipo
de asentamiento sería el caserío, representado por el yacimiento
de Samperius (Grau, 2002: 325) cuyas características son poco
conocidas, aunque tendría una clara función de explotación de
las tierras circundantes del llano.
El poblamiento de la Foia de Castalla en los ss. V-IV a.C.
es bastante diferente a lo que hemos ido viendo en los casos
anteriores ya que no se ha documentado ningún oppidum que
organice este territorio, salvo la posibilidad de que el yacimiento ubicado en el Castell de Castalla pueda adscribirse a este tipo
de asentamiento. No obstante, se trata de un yacimiento muy
arrasado, de escasa extensión (0, 3 ha.) por lo que podría tratarse
más bien de un puesto de vigilancia o aldea fortificada y por el
estudio de los materiales parece corresponder a un asentamiento
con una cronología de época más bien tardía (ss. III a.C.-I d.C.)
(Verdú, 2010: 123-145) que no se correspondería con la cronología de mayor uso de la cavidad. Para este momento de los ss.
V-IV a.C. documentamos el asentamiento conocido como La
Fernoveta en una ladera al norte de la Foia, con una extensión
de 0,4 ha. y que podría corresponder a un hábitat de pequeño
tamaño y vocación agrícola y posiblemente a una necrópolis
(Grau, 2000: 312). Este asentamiento parece tener relación con
dos vías de comunicación importantes, el paso que discurre entre las sierras de Biscoi y el Carrascal hacia la Vall de Polop y
el sinclinal que a través de la Canal comunica la Foia con los
valles de Alcoi. También con cronología del s. IV a.C. encontramos un pequeño asentamiento conocido como Cabeçó del
l’Ull de la Font (Moratalla, 2004: 251-254) ubicado en una cima
amesetada, controlando visualmente la salida meridional de la
Foia de Castalla a través del valle del río Monnegre. Contrasta
para este momento la escasa densidad de poblamiento en la Foia
de Castalla si la comparamos con otras zonas cercanas, lo que se
ha interpretado como un espacio de transición en el que se prima
el valor estratégico de los asentamientos en el control de las vías
de comunicación y no tanto el acceso a los recursos económicos
(Grau y Moratalla, 1999: 194).
47
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Finalmente, cabría destacar algunas cuestiones a modo de
conclusión. En primer lugar, la visibilidad desde la cavidad es
muy amplia hacia el sur lo que la pondría en relación directa
con la unidad geográfica de la Foia de Castalla. No obstante, su ubicación en un relieve montañoso, la Sierra de Biscoi,
que actúa como límite claro entre la Foia de Castalla y la Vall
de Polop podría ponerla en relación con ambos ámbitos geográficos y territoriales. A diferencia de los casos anteriores, la
relación de la Cova de la Moneda con un determinado asentamiento no es tan clara pero sí lo es su relación con vías de
comunicación de gran importancia en época ibérica. En primer
lugar, la cavidad se sitúa junto al paso que discurre entre las
sierras de Biscoi y el Carrascal y comunica la Foia con la Vall
de Polop. Asimismo, posee un claro contacto visual con el sinclinal que cruza la Foia de Castalla por el norte enlazando los
valles de Alcoi con la cuenca del Vinalopó, ambas áreas con un
poblamiento muy denso en época ibérica. Finalmente, la cueva
posee una clara relación con un espacio de transición territorial escasamente poblado como es la Foia de Castalla lo que
acentúa su carácter liminal entre territorios, que en este caso
podría ir más allá del territorio del oppidum y actuar como
límite entre dos sistemas de poblamiento más amplios como
son los valles de Alcoi y la cuenca del Vinalopó.
La Cova dels Pilars
La Cova dels Pilars se integra en la unidad geográfica conocida como Valleta d’Agres, que constituye un corredor fluvial de
sentido Este-Oeste enmarcado por la Sierra de Agullent-Covalta
al norte y la Sierra de Mariola al sur. Este corredor ha sido tradicionalmente una importante vía de comunicación que pone en
relación los valles de Alcoi con las estribaciones orientales de
la Meseta. Asimismo, se trata de una zona con buenos recursos
agropecuarios, ya que se encuentran suelos adecuados para la
agricultura, abundantes recursos hídricos y zonas de aprovechamiento forestal en las laderas montañosas. La cavidad se ubica
en la falda rocosa del macizo de Mariola y orientada hacia el
norte, por tanto, hacia el sector central del valle.
La relación de la Cova dels Pilars con el oppidum de Covalta
parece clara ya que ambos mantienen una conexión visual directa, así como una distancia entre ellos de unos 3 km en línea recta.
Asimismo, este espacio sacro se ubica en los límites del área de
captación o territorio explotado por el poblado. Por otra parte,
también existe una intensa relación con el oppidum del Cabeçó
de Mariola ya que la cavidad se ubica en la misma falda de la Sierra de Mariola, favoreciendo la accesibilidad entre ambos sitios,
aunque no exista una relación de visibilidad directa entre ellos.
También en este caso la cueva-santuario se sitúa en el confín del
territorio del Cabeçó. Consideramos interesante el hecho de que
esta cueva-santuario sea elegida deliberadamente por su carácter
liminal ya que existen en las respectivas faldas montañosas de las
proximidades de ambos poblados sendas cavidades que podrían
haber servido como espacio sacro si la prioridad hubiese sido la
proximidad al núcleo urbano (Grau y Olmos, 2005: 68-71).
A modo de conclusión cabe destacar que la Cova dels Pilars
se inserta a priori, tanto por su visibilidad como por su ubicación
en el territorio controlado por Covalta. No obstante, y si analizamos los datos más detenidamente, nos damos cuenta de que también se halla relativamente equidistante por su accesibilidad de
otro poblado en altura como es el Cabeçó de Mariola. En segundo
lugar, consideramos importante que la cavidad se ubique en un
48
espacio periférico respecto al poblamiento ibérico de la época, así
como en un espacio liminal, tanto entre los territorios políticos
de los dos principales oppida como entre el espacio campesino
domesticado (valle) y el espacio silvestre (montaña). Finalmente,
debemos tener en cuenta su ubicación junto a una vía de comunicación de gran importancia en época ibérica que pone en relación
la Meseta con los Valles de Alcoi.
La Cova de l’Agüela
El medio geográfico en el que se ubica la Cova de l’Agüela corresponde a una serie de valles situados en el norte de la provincia
de Alicante. El ámbito de referencia es la Vall d’Alcalà, enmarcada al norte por la Serra Aforadà, al este por la Serra del Sireret y al
sur por la Serra d’Alfaro y Almudaina. No obstante, la cavidad se
halla próxima a la Vall de Seta, unidad geográfica con la que también tiene relación. Se trata de un valle fluvial enmarcado por la
Serra d’Almudaina al norte, la Serra d’Alfaro al este y la Serrella
al sur. En ambos valles encontramos predominantemente suelos
de tipo E en las partes elevadas de las sierras que los circundan y
que no son aptas para el aprovechamiento agrícola, aunque sí para
usos pecuarios o de recolección. También encontramos mayoritariamente suelos de tipo C en las zonas de ladera y fondos de valle,
aptos para el aprovechamiento agrícola con capacidades medias o
bajas en función de la pendiente que presentan.
A continuación, trataremos de analizar el poblamiento ibérico
en la zona en el momento de mayor frecuentación de la cuevasantuario (ss. V-IV a.C.). En cuanto a los asentamientos que tienen relación con la cavidad debemos destacar en primer lugar el
oppidum de El Xarpolar (Vall d’Alcalà). Se trata de un poblado
fortificado en altura que se ubica sobre una elevada meseta en el
extremo oeste de la Serra Aforadà con una extensión de 1,5 ha.
aproximadamente. El registro arqueológico de este yacimiento
abarcaría todo el período correspondiente a época ibérica desde el
Hierro Antiguo (ss. VII-VI a.C.) hasta el Ibérico Final (ss. II-I a.C.)
(Grau y Amorós, 2014). Su situación le otorga una gran importancia estratégica ya que controla el territorio de la Vall d’Alcalà, el
contacto con la vecina Vall de Planes y el acceso a la Vall de Gallinera que comunica las tierras del interior con la costa.
El poblamiento de época ibérica en la vecina Vall de Seta es
algo más complejo ya que se perciben signos de jerarquización
y se da una mayor variabilidad en cuanto a tipología de asentamientos. El núcleo que preside el poblamiento en esta zona es el
oppidum de El Pitxòcol, un poblado fortificado ubicado en un
antecerro de la Serra d’Almudaina y con una extensión de unas
3 ha. Su cronología es muy amplia e iría desde el Hierro Antiguo (ss. VII-VI a.C.) hasta el período Ibérico Final (s. I a.C.)
(Amorós, 2015). En el mismo valle se ubican también otro tipo
de asentamientos como son las aldeas, seguramente subordinadas
al oppidum principal. Es el caso del asentamiento de Benimassot
ubicado en una ladera y con una superficie de 1 ha. aproximadamente y cronología de finales del s. V a.C. hasta mediados del
s. IV a.C. (Grau y Molina, 2005: 246-247). La funcionalidad de
dicho asentamiento sería la de poner en explotación agrícola los
suelos de la zona circundante. La otra aldea que encontramos en
este territorio es el asentamiento de la Solaneta de Tollos, con una
superficie de entre 1 y 1,3 ha., ubicado en altura y posiblemente
fortificado. Como se deduce a partir de las evidencias cerámicas,
el yacimiento podría datarse en Época Plena. Este asentamiento
tendría una funcionalidad estratégica ya que se encuentra situado
sobre la cresta montañosa que controla el acceso a la Vall de Seta
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por el norte, además de explotar los recursos del entorno, especialmente mediante prácticas ganaderas (Grau y Molina 2005:
252). La última categoría de asentamientos que documentamos
en este valle son los pequeños caseríos con cronología de Época
Plena tales como Les Foies y Tamargut, que se caracterizan por
su ubicación en zonas bajas ya que su función es básicamente la
de poner en explotación agrícola las tierras más fértiles del valle
y por su reducido tamaño, ya que este tipo de asentamientos suele
estar formado por un grupo reducido de unidades domésticas.
Para comprender cuál es el papel que juega la Cova de
l’Agüela en esta estructura territorial debemos atender a un
factor tan importante como es el de la visibilidad, muy útil a
la hora de valorar elementos estratégicos, territorios políticos
sobre los que el asentamiento ejerce su dominio o la relación
con diversos códigos simbólicos contenidos en el espacio.
Analizaremos básicamente dos asentamientos con los que la
relación es clara, la Solaneta de Tollos y El Xarpolar. El primero se ubica en la parte oriental de la Vall de Seta, en la zona de
contacto con la Vall d’Alcalà. La visibilidad es bastante amplia
siendo hacia el sur del asentamiento complementaria a la del
oppidum de El Pitxòcol, controlando las vías de comunicación
que conectan la Vall de Seta y la Vall d’Alcalá así como la que
pone en relación la primera con la costa. Hacia el Este y el
Oeste la visibilidad está bastante limitada por los relieves de la
Serra d’Almudaina y la Serra d’Alfaro correspondientemente.
Hacia el norte posee contacto visual con amplias zonas de la
Vall d’Alcalà y sobre todo con el oppidum vecino de El Xarpolar, cuyo territorio se extiende por esta área. Asimismo, el
contacto visual con la Cova de l’Agüela es evidente.
El oppidum de El Xarpolar se ubica en la Serra Aforadà lo
que le confiere un dominio visual bastante amplio. Hacia el norte controla amplias zonas de la Vall de Gallinera y por tanto una
importante vía de comunicación entre la costa y los valles del
interior. No obstante, su control visual más efectivo se da hacia
la Vall d’Alcalà en el sur, donde se ubicaría su territorio político
y donde controlaría otra importante ruta hacia la costa, además
de tener contacto visual directo con el poblado de la Solaneta de
Tollos. Hacia el Oeste, su visibilidad se extiende hacia la Vall
de Planes, estableciendo contacto visual con el oppidum de la
Ermita de Planes, mientras que hacia el este su visibilidad es
algo más limitada. El contacto visual con la Cova de l’Agüela,
al igual que sucede con la Solaneta de Tollos, es muy claro.
La cueva-santuario de l’Agüela se sitúa en la zona oriental
de la Vall d’Alcalà y su visibilidad se orienta principalmente
hacia el oeste, siendo visibles amplias zonas del valle. Está
limitada al norte por la Serra Aforadà, estableciendo contacto
visual directo con el poblado de El Xarpolar y hacia el sur por
el relieve en el que se ubica el poblado de la Solaneta de Tollos
y por la Serra d’Alfaro. Asimismo, podría estar en relación
con las vías de comunicación que conectan la Vall de Seta y la
Vall d’Alcalà así como esta última con la costa. En este caso,
no es tan importante la visibilización puntual de la cueva en
sí como el relieve en el que se ubica, que tendría seguramente
connotaciones simbólicas importantes para las comunidades
que habitaban El Xarpolar y la Solaneta de Tollos desde donde
la cueva-santuario es claramente visible.
A modo de conclusión cabe destacar que la Cova de
l’Agüela se inserta en la unidad geográfica de la Vall d’Alcalà
y por tanto dentro del territorio político del oppidum de El
Xarpolar. No obstante, la cueva se encuentra relativamente
equidistante de otro asentamiento en altura como es la Solaneta de Tollos. Este hecho pone a la cueva-santuario en relación
con el sistema territorial de la Vall de Seta del que la Solaneta
de Tollos forma parte. En segundo lugar, es importante que
en ninguno de los dos casos la cueva-santuario se encuentra
en el centro del territorio del oppidum, sino que se sitúa en
un espacio periférico pudiendo ejercer el papel de límite entre
ambas unidades territoriales, así como entre el espacio campesino domesticado y el dominio silvestre no civilizado. Finalmente, al igual que ocurre en otros casos, la cueva-santuario
se encuentra en relación con vías de comunicación de cierta
importancia en época ibérica. Por un lado, la cavidad se sitúa
en las cercanías del camino que comunica la Vall d’Alcalà con
la Vall de Seta y por otro el que pone en relación los valles del
interior con la costa (Amorós, 2012: 89-90).
La Cova de la Pinta
La Cova de la Pinta se ubica en ladera en el sector suroriental de
la Serra d’Aixortà junto a la cuenca del río Guadalest y a unos
300 m.s.n.m. en el interior de la llanura litoral que conforma
la Marina Alta. Esta unidad geográfica se encuentra limitada
al suroeste por las últimas estribaciones del Cabeçó d’Or que
terminan abruptamente en el mar en forma de acantilados y que
separan la Marina Baixa de la vecina comarca de l’Alacantí.
Hacia el Oeste los límites son algo más difusos donde encontramos varias alineaciones montañosas como la Sierra de Aitana o
el Puig Campana, que conforman diversos corredores de penetración hacia el interior. Finalmente, hacia el norte, la comarca
queda delimitada por la Sierra de Bérnia, diferenciándola claramente de la unidad geográfica de la Marina Alta. No obstante, cabría relacionar la cavidad con la unidad subcomarcal del
tramo bajo del río Algar enmarcada perfectamente por diversas
formaciones montañosas y con suelos relativamente fértiles y
con el valle del río Guadalest, estrecho corredor enmarcado por
las sierras de Aitana y Aixortà e importante vía de comunicación entre el litoral y los valles del interior.
La visibilidad desde la misma boca de la cavidad es muy
escasa ya que se ubica en un barranco por lo que la visión
queda muy encajada. No obstante, si ascendemos por la ladera
en la que se ubica la cavidad unos 10 m, el horizonte visible
se amplía notablemente, aunque de todos modos no posee la
amplia visibilidad que presentan las otras cavidades. La visibilidad de la cueva se orienta básicamente hacia la cuenca
del río Guadalest y queda limitada al Norte y al Este por las
estribaciones de la propia Serra d’Aixortà en la que se ubica
la cavidad. Hacia el Sur se divisa la zona de la cuenca del río
Guadalest, así como parte de la llanura litoral, aunque no llega a divisarse el mar. Finalmente, hacia el SW y W la visión
queda limitada por las estribaciones orientales de la Sierra de
Aitana y también por la propia ladera del barranco.
El poblamiento en esta zona en el momento de uso de la
cavidad como cueva-santuario en el s. V a.C. se limita al núcleo conocido como Altea la Vella, ubicado en un cerro de pequeñas dimensiones del que se desconocen sus características
concretas debido a las transformaciones sufridas por la dilatada ocupación de este espacio. Sí es destacable la presencia
de una necrópolis datada entre finales del s. VI y el s. V a.C.
(Martínez García, 2005: 230-231).
49
[page-n-63]
La Cova Fosca
La Cova Fosca se ubica en el sector suroriental de la Serra de
Segària y orientada hacia el sureste, a unos 180 m.s.n.m. y donde termina la ladera más suave de la montaña, a partir de la cual
encontramos relieves mucho más escarpados. Su ubicación le
permite el dominio de la fértil llanura litoral por la que discurre
el río Girona. Este corredor, enmarcado por las sierras de Segària y Migdia al norte y por las sierras del Penyó y del Castell
de la Solana al sur, constituye una de las más importantes vías
de penetración hacia las tierras del interior. Su ubicación casi en
el extremo oriental de la Serra de Segària nos inclina a relacionarla también con la vía de comunicación costera que comunica
la comarca de la Marina Alta con las tierras de La Safor.
En cuanto a la visibilidad desde la cavidad, cabe destacar
que se orienta claramente hacia la llanura litoral y hacia el
corredor que constituye el curso del río, quedando interrumpida por la propia Serra de Segària al norte y por las sierras
del Penyó y del Castell de la Solana al sur. Finalmente es
destacable también el contacto visual con los dos oppida con
los que posiblemente estuvo relacionado a nivel territorial, El
Passet de Segària y el Coll de Pous.
El oppidum de El Passet se ubica en una cima de la Serra
de Segària, en una ubicación estratégica que le permite el control de la vía de paso que pone en conexión las tierras del interior con el litoral. Se trata de un importante enclave fortificado
(Aranegui y Bonet, 1979) con una larga ocupación desde época
antigua hasta época final donde tendrá una gran importancia
durante el episodio de las Guerras Sertorianas en el s. I a.C.
(Costa y Castelló, 1999: 101-106; Castelló, 2015: 137-140). Por
otra parte, el oppidum de El Coll de Pous se ubica en la ladera meridional del extremo oeste de la Serra del Montgó en un
espacio estratégico con buenas defensas naturales, reforzadas
por la construcción de una muralla. Por su ubicación también se
encuentra relacionado con el control de la vía de comunicación
que discurre entre la Serra de Segària y la del Montgó. Se trata
de un asentamiento con una dilatada ocupación cuya fase más
antigua data de mediados del s. VI a.C. hasta el ibérico final
(Castelló y Costa, 1992; Castelló, 2015: 147-148).
La Cova de la Pastora
Esta cavidad se ubica en el extremo oriental de la partida de
La Canal de Alcoi, sobre una colina a unos 860 m.s.n.m. Esta
cubeta se encuentra enmarcada por las sierras de Els Plans al
Este, la sierra del Carrascal y l’Alt de les Florències al Norte,
la sierra de la Carrasqueta al sur y abierta por el Oeste hacia
la Foia de Castalla, formando un corredor que constituye una
importante vía de comunicación.
Esta unidad geográfica bien definida constituye en época
ibérica un territorio con un poblamiento jerarquizado presidido por el oppidum del Puig d’Alcoi y que ha sido analizado
en detalle en otros trabajos (Grau y Segura, 2013). En primer
lugar, encontramos un posible caserío de carácter agrícola
en las inmediaciones de La Pastora durante el s. IV a.C. Un
segundo asentamiento de época plena lo encontramos en La
Sarga, ubicado en las laderas meridionales de una loma situada entre el Mas de la Sarga y el Mas de la Cova y que
tendría una superficie bastante amplia y que constituiría lo
que denominamos una alquería. Un tercer asentamiento es
el de la Moleta de La Canal, situado en el confín occidental
50
de dicha partida y que constituiría un asentamiento de tipo
alquería sobre una pequeña elevación del terreno en la divisoria de aguas que marca el límite del territorio. Finalmente,
cabría citar un pequeño asentamiento ubicado en la cima o en
las laderas septentrionales de l’Alt del Mas del Regall donde
también se han documentado estructuras antiguas y concentraciones de materiales.
Lo que parece claro es que la Cova de la Pastora se ubica
en un espacio liminar, en los terrenos donde acaban los campos de cultivo y en el límite del área de captación del oppidum
de El Puig, de donde provendría la mayor parte de los fieles
que tomarían parte en los rituales desarrollados en la cueva.
También cabe la posibilidad de relacionarla con La Serreta,
que se sitúa a una distancia similar, aunque la presencia de
una serie de terrenos alomados que separan los territorios de
ambos poblados, especialmente l’Alt del Regadiu, hace pensar
que nos encontramos fuera del espacio propio de este último
asentamiento (Machause, Amorós y Grau, 2017).
Valoraciones
Como vemos, la relación con el entorno natural y cultural, es
decir, con los rasgos geográficos y con el poblamiento de sus
entornos nos parece de especial relevancia, pues estamos convencidos que las cuevas se incorporaron a un sistema complejo de relaciones que tenían en cuenta ambos aspectos del territorio. A modo de conclusión destacamos algunas cuestiones
que nos parecen interesantes.
Todas las cuevas se encuentran en el reborde de una unidad natural del paisaje, sobre relieves periféricos de entornos
de sierra y monte (fig. 3.20). Dicha localización las sitúa en
el espacio de la schatià ibérica, en la zona de la naturaleza
escasamente alterada y frecuentada por pastores, cazadores y
otros grupos lejos del centro civilizado. En principio, podría
relacionarse ese patrón con los límites físicos de una unidad
geográfica comarcal, como el Valle del río Serpis o Alcoi, que
hubiese funcionado como territorio en época ibérica. No obstante, en la organización del territorio durante la época de uso
de las cavidades rituales, hacia los ss. V-IV a.C., no se aprecia
el funcionamiento del territorio a escala comarcal, sino más
bien un mosaico de pequeños territorios coincidentes con las
subunidades de paisaje del Valle del Serpis (Grau Mira, 2002)
de lo que deducimos que su influencia ritual debe situarse en
territorios de escala local.
Otra cuestión interesante que se desprende del análisis
desde el punto de vista del paisaje es que las cuevas se orientan en ciertos casos hacia los territorios de donde seguramente procederían los fieles. En efecto, parece existir una cierta
tendencia a que las bocas de las cuevas se orienten hacia los
espacios ocupados por poblados, con amplios dominios visuales hacia esas unidades geográficas, excepto en el caso de
La Cova de La Pinta y de La Pastora.
Por otra parte, todas las cuevas se encuentran en espacios
deshabitados en sus entornos inmediatos y en ningún caso
se pueden encontrar lugares de hábitat permanente en sus
proximidades, lo que acentuaría su percepción como lugares liminales. Asimismo, el momento de mayor uso de estas
cuevas, en los ss. V-IV a.C., coincide con el momento de
configuración y consolidación de los territorios políticos ibéricos, viéndose sancionados mediante la ubicación de un lugar sacro que certificaría la adscripción territorial, siguiendo
[page-n-64]
Fig. 3.20. Localización de las cuevas santuario y el poblamiento. 1: Cova dels Pilars; 2: Cova de l’Agüela; 3: Cova Fosca; 4: Cova de la
Moneda; 5: Cova Pinta, 6: Cova de la Pastora. Los puntos blancos representan los oppida, los negros, poblamiento subordinado. Se señalan
en tonos oscuros los espacios territoriales inmediatos propios de los oppida (Grau y Amorós, 2013: fig. 7).
un modelo de ubicación periférica de los espacios de culto,
muy común en el Mediterráneo antiguo (De Polignac, 1984;
Edlund, 1987). Se trata, además de lugares de culto ubicados
en la periferia de uno o varios poblados, de donde procederían los fieles que rindieron culto en las cavidades.
En definitiva, las cuevas analizadas presentan un patrón
semejante en las relaciones con el entorno geográfico y el
poblamiento contemporáneo. Esas mismas pautas han sido
descritas para las cuevas del centro de Creta que también se
encuentran en el límite del territorio, con la entrada orientada
hacia el territorio en el que se insertan y con testimonios de
un uso anterior, que legitima históricamente su reclamación
territorial. Para cumplir esta función es esencial la premisa de
que el territorio sea visible, así como la ubicación en espacios
elevados en los confines de la unidad geográfica (Watrous,
1996: 74-77) Por tanto, procesos políticos y comportamientos
simbólico-religiosos se entrelazan complementariamente en
el territorio y no solo en el campo de las prácticas rituales,
como ya hemos visto anteriormente.
3.2.6. concLusIones
Para finalizar este apartado en concreto y el capítulo en general creemos conveniente establecer una serie de conclusiones
acerca del papel que juegan los ritos de iniciación entre las
sociedades ibéricas, atendiendo especialmente a nuestro ámbito de estudio. Como hemos podido ir viendo a lo largo del
capítulo, el rol social de la iniciación en el mantenimiento y
reproducción de la estructura social es incuestionable, convirtiéndose en un elemento esencial en el aprendizaje de la vida
social. Los puntos que consideramos esenciales a la hora de
valorar esta cuestión son los siguientes.
En primer lugar, es importante destacar el carácter de la
iniciación como una práctica ritual excluyente ya que no parece que se extienda a la totalidad de la población o al menos no
de la forma en que la documentamos en las cuevas-santuario.
La iniciación sería de este modo un requisito para poder formar parte de la elite de la sociedad, dotando a sus miembros
de una naturaleza diferenciada respecto al resto de la población y legitimando simbólicamente su acceso al poder. La
relación entre estas prácticas rituales y la consolidación de
las cabezas de linaje queda reflejada también por el hecho de
que el momento de mayor intensidad de uso de estas cuevassantuario coincide en el tiempo con la emergencia y afianzamiento de estos grupos aristocráticos en los ss. V y IV a.C.
que queda reflejada en el paisaje por el desarrollo de diversos
territorios políticos presididos por los oppida en un modelo
territorial bien conocido para nuestra área de estudio.
Como hemos venido proponiendo, las cuevas-santuario se
vinculan estrechamente con un modelo territorial muy concreto. El momento de mayor intensidad de uso ritual de estas
cuevas lo documentamos entre los ss. V y IV a.C. coincidiendo con la construcción y consolidación de diversos territorios políticos de escala local en nuestro ámbito de estudio.
El patrón de poblamiento en este momento se caracteriza en
nuestra área de estudio por la existencia de una serie de oppida de pequeño y mediano tamaño que controlan pequeños
territorios políticos coincidentes con unidades geográficas,
normalmente valles (Grau, 2002). Este modelo además refleja la emergencia y consolidación de distintas aristocracias o
linajes. Por tanto, las cuevas-santuario tendrían sentido desde
el punto de vista del paisaje por su papel en la sanción simbólica de los territorios políticos mediante su ubicación en los
límites del mismo (Grau y Amorós, 2013).
51
[page-n-65]
De hecho, esta relación de las cavidades con la escala local es tan estrecha que en el momento en que la configuración
territorial cambia en el s. III a.C. con el surgimiento de un
nuevo rango jerárquico, la ciudad de La Serreta, que se superpone a la estructura territorial previa, las cuevas-santuario
pierden su sentido como elementos amortiguadores de las
fricciones territoriales entre los distintos oppida y dejan de
utilizarse o al menos con tanta asiduidad. No queremos decir
con ello que desaparecerían los rituales de iniciación en el
mundo ibérico, sino que pudieron trasladarse a otros ámbitos como por ejemplo los santuarios territoriales que emergen
como espacio de sanción simbólica de los nuevos territorios
políticos de escala comarcal.
Por último, cabría destacar el uso ritual de estas cuevassantuario como una forma de vinculación entre los linajes dominantes y el territorio político del oppidum. Durante los ss. V
y IV a.C. los grupos aristocráticos dominantes despliegan toda
una serie de estrategias donde las formas de apropiación sociopolítica se ven reflejadas en la creación de territorios bien definidos y delimitados tanto desde el punto de vista físico como
ideológico (Ruiz et al., 2001; Ruiz, Rueda y Molinos, 2010).
52
En el Alto Guadalquivir encontramos un buen ejemplo de esta
vinculación entre linaje y territorio a pequeña escala en el santuario de El Pajarillo (Huelma, Jaén) (Rueda, 2011: 29-38). En
este caso, a partir de inicios del s. IV a.C. se constata un modelo
territorial articulado por el valle del río Jandulilla y su cuenca
hídrica, siendo el oppidum rector del territorio el asentamiento
de Iltiraka (Úbeda la Vieja). Dicho proyecto territorial se apoyará en la búsqueda de elementos que permitan una legitimación
socio-política, así como el control ideológico con el objetivo
de mantener una identidad común y la cohesión social. En este
marco es donde se entiende la creación del santuario como una
proyección ideológica y territorial que actúa como sancionador
simbólico del proyecto político a través de un discurso mitológico que se remonta al origen del linaje fundador (Rueda, 2011:
36). De forma similar, las cuevas-santuario y la iniciación en
el área central de la Contestania estarían íntimamente relacionadas con la memoria de las hazañas del antepasado heroizado
fundador del linaje dominante y su vinculación a un determinado territorio político, lo que nos llevaría a la valoración de
los ancestros como elemento legitimador del acceso desigual al
poder político.
[page-n-66]
4
Prácticas de comensalidad ritual
4.1. PLANTEAMIENTOS TEÓRICOS
Y METODOLÓGICOS
4.1.1. pLAnteAmIentos teórIcos
La segunda de las prácticas que vamos a analizar en nuestro
trabajo es la comensalidad ritual, definida como una forma de
actividad ritual pública basada en el consumo comunal de comida y bebida para un propósito u ocasión especial. Estas prácticas
se diferencian del consumo cotidiano, aunque al mismo tiempo
el simbolismo ritual del banquete está constituido mediante una
compleja relación semiótica con las pautas de consumo diario,
donde la comida y la bebida constituyen el medio de expresión
y el consumo convival constituye el lenguaje simbólico básico
(Dietler, 2001: 65-75). Otro elemento esencial a la hora de valorar estas prácticas de consumo ritual es el concepto de hospitalidad comensal, que podríamos definir como una forma especializada de intercambio de regalos o dones que genera una serie de
obligaciones recíprocas y deudas entre donante y receptor, que
pueden ser manipuladas para la obtención de ventajas sociales
(Mauss, 1925; Godelier, 1998), aunque la diferencia radica en
que la comida es consumida en el acto y no circula.
El análisis de la comensalidad ritual desde la arqueología es
relativamente reciente al contrario que en el ámbito de la antropología donde el estudio del consumo de alimentos y bebidas presenta un recorrido mucho más amplio. Cabría destacar
en este sentido el estudio del antropólogo indio A. Appadurai
(1981) quien valora el papel del consumo de alimentos en la organización de la sociedad a través de su lenguaje simbólico, así
como su utilización para establecer tanto vínculos de cohesión
social como para marcar relaciones de desigualdad. Desde una
perspectiva más arqueológica, pero sin dejar de lado los elementos etnográficos, resultan interesantes las aportaciones de M.
van der Veen (2003; 2007) que analiza el papel de los alimentos
percibidos como exóticos o de prestigio, que son considerados
como tales por el hecho de poseer una serie de propiedades que
los convierten en susceptibles de ser ritualizados, tales como la
capacidad de proporcionar un sabor adicional, su alto contenido
en proteínas, sus propiedades embriagadoras o estimulantes, sin
olvidar la complejidad a la hora de adquirirlos.
Sin embargo, los dos investigadores que más han aportado al
estudio del papel de la comensalidad ritual en el estudio de las sociedades y su aplicación al análisis del registro material han sido
B. Hayden y M. Dietler cuya obra conjunta, Feasts. Archaeological and Ethnographic perspectives on food, politics and power
constituye una publicación de referencia para quien desee aproximarse al estudio de la comensalidad desde un punto de vista
arqueológico. B. Hayden (1990; 1996; 2001) estudia el papel del
banquete como un mecanismo adaptativo desarrollado por la comunidad para mantener la solidaridad social desde una perspectiva de carácter funcionalista basada en los principios de la ecología cultural y estableciendo una tipología que distingue entre
banquetes de mínima distinción (Minimally distinctive feasts), de
promoción y alianza (Promotional/ Alliance feasts), competitivos
(Competitive feasts) y de tributo (Tribute feasts).
Para el desarrollo de nuestro trabajo, sin embargo, nos hemos guiado en mayor medida por los planteamientos teóricos
propuestos por M. Dietler (1990, 1996, 1999, 2001, 2005) cuya
perspectiva nos parece más adecuada y completa para el objeto de estudio de nuestra investigación. Este autor combina los
datos de carácter etnográfico, fruto de sus investigaciones entre
diversas sociedades africanas, con datos de naturaleza arqueológica procedentes del estudio de sociedades de la Edad del
Hierro en el continente europeo, así como las implicaciones
de este consumo ritual en los encuentros coloniales con otras
poblaciones mediterráneas. Para Dietler, es crucial reconocer
y entender el banquete como una forma particular de actividad
ritual, subrayada por sus efectos dramatúrgicos, con un gran
poder para articular las relaciones sociales y como un elemento
estratégico de acción política que hace posible la reproducción
53
[page-n-67]
del sistema. De este modo, incorpora a su planteamiento teórico las propuestas antropológicas sobre el importante papel que
juega el ritual, y por tanto el banquete, en la creación, definición y transformación de las estructuras de poder (Dietler,
2001: 70), no habiendo ritual sin política, ni política sin ritual
(Kelly y Kaplan, 1990: 141). Asimismo, propone una serie de
tipos de banquetes, más como una diferenciación heurística que
como una tipología formal (Dietler, 2001: 75), sobre la que volveremos cuando tratemos la cuestión de las estrategias concretas derivadas de estas prácticas de comensalidad ritual.
Si nos centramos en la cuestión metodológica de lo que podemos denominar como Arqueología del Banquete, así como su
aplicación a un caso de estudio concreto, debemos destacar los
trabajos de S. Sardà, especialmente su tesis doctoral, Pràctiques
de consum ritual al curs inferior de l’Ebre. Comensalitat, ideologia i canvi social (s. VII-VI ane) (2010) cuyo planteamiento,
basado principalmente en el estudio contextual del banquete, es
complementado por otros trabajos (Sardà, 2010b; Sardà y Diloli, 2009). El tratamiento de estos temas en el ámbito peninsular
tendría su origen, o al menos suponen un punto de inflexión
importante, en los dos congresos sobre la arqueología del vino,
organizados en los años 90 (Celestino, 1995; 1999). Posteriormente, el interés suscitado por el estudio de las prácticas de comensalidad ritual en la península Ibérica en los últimos años
tiene su reflejo en publicaciones monográficas como Poder y
prestigio en las sociedades prehistóricas peninsulares: el contexto social del consumo de alimentos y bebidas (2008), Ideologia, pràctiques rituals i banquet al nord-est de la Península
Ibèrica durant la Protohistòria (2009) o De la cuina a la taula.
IV Reunió d’Economia del primer mil·lenni (2010).
Más allá del ámbito peninsular también encontramos diversos estudios que analizan estas cuestiones relacionadas con
las prácticas de comensalidad, siendo de especial interés para
nuestro trabajo los que se centran en las sociedades protohistóricas del área mediterránea. Un elemento con un largo recorrido en la historiografía es el banquete griego o symposion, bien
conocido por las fuentes escritas, iconográficas y arqueológicas, y tratado por un amplio número de investigadores desde
diversas perspectivas (Schmitt, 1985; 1995; 2004; Murray,
1990; Luke, 1994; Lissarrague, 1990). También se han tratado
estas cuestiones en el ámbito de la península itálica, especialmente en contextos etruscos y laciales, jugando la información
de naturaleza arqueológica un papel esencial en estos estudios
(Tagliente, 1985; Scheid, 1985; Pontrandolfo, 1995; Zaccaria,
2003; Riva, 2011). También han sido estudiadas ampliamente
las pautas de consumo ritual en el área del sur de la Galia,
especialmente en el entorno de la colonia focea de Massalia,
siendo ésta una de las áreas en las que se basa M. Dietler para
la elaboración de sus propuestas sobre las prácticas de comensalidad (Dietler, 1990; 1996; 1999; 2005).
4.1.2. LA mAterIALIzAcIón DeL bAnquete
Una vez repasados algunos planteamientos teóricos relacionados con el banquete, debemos plantearnos de qué forma se
materializan este tipo de prácticas y cómo se plasma todo ello
en el registro arqueológico. Uno de los elementos más importantes a la hora de abordar un análisis de este tipo es el estudio
de los repertorios cerámicos y metálicos, es decir, de los objetos que podemos relacionar con prácticas de consumo ritual
54
a través de su estudio tipológico y funcional. En este análisis tendrán una especial relevancia los objetos importados, ya
que son potencialmente ritualizables por la dificultad a la hora
de adquirirlos o por los conocimientos especializados que requiere su “correcta” utilización. Esto no quiere decir que las
cerámicas de origen local, tanto de cocina para la preparación
de los alimentos como la vajilla para el servicio de mesa, no
formaran parte de los repertorios utilizados en el desarrollo de
estos banquetes, aunque resulta más difícil discernir en cada
caso si su uso está relacionado con prácticas rituales o con
prácticas de consumo cotidiano. No obstante, sí analizaremos
más detalladamente el caso de las cerámicas ibéricas con decoración figurada que se desarrollan en el s. III a.C. y que sí
pueden relacionarse más claramente con prácticas de consumo
ritual. Más adelante veremos cómo hemos abordado el estudio
de estos repertorios en nuestro caso de estudio concreto.
El segundo elemento o manifestación de la materialización
del banquete son los alimentos consumidos, aunque su estudio
resulte mucho más problemático debido a su naturaleza perecedera que da lugar, a diferencia de lo que sucede con los repertorios cerámicos, a una conservación mucho menos frecuente en
el registro arqueológico. Suele tratarse de alimentos o productos
que por sus propiedades pueden ser fácilmente ritualizables o
considerados como bienes de lujo (Van der Veen, 2003: 413), tales como aquellos que proporcionan un sabor adicional, los que
destacan por su alto contenido en proteínas o aquellos que destacan por sus propiedades psicoactivas o embriagadoras como
las bebidas alcohólicas. Su estudio puede ser abordado desde
diversas metodologías, ya sea mediante el estudio de los restos
bioarqueológicos, como los restos de fauna o vegetales, o su inferencia indirecta a partir de los recipientes contenedores, como
es el caso de las ánforas y el vino en nuestra área de estudio.
El tercer elemento que podemos identificar en el registro arqueológico son las estructuras arquitectónicas relacionadas con
estas prácticas de consumo ritual comunitario. En ocasiones puede tratarse de edificios relativamente amplios construidos con el
objeto de albergar estos banquetes o espacios destinados al almacenamiento de los alimentos o productos que posteriormente van
a ser consumidos en estos eventos, aunque en muchos casos, la
distinción entre espacios de consumo doméstico y ritual resulta
muy problemática. Por otro lado, es posible identificar espacios o
recintos de consumo ritual al aire libre ya sea en contextos dentro
del poblado o extramuros, como es el caso de las necrópolis.
Tras el estudio de estos elementos en sí mismos debemos ampliar nuestra escala de análisis y para ello es necesaria la valoración de los contextos arqueológicos con el fin de establecer asociaciones entre los repertorios para de este modo poder descifrar
la lógica funcional de los objetos, realizar un análisis espacial de
los mismos así como su relación con las estructuras arquitectónicas y elaborar análisis cuantitativos, especialmente significativos
cuando los aplicamos a los repertorios cerámicos (Sardà, 2010a:
55). No obstante, la identificación de depósitos arqueológicos primarios resulta, en la mayoría de las ocasiones, francamente difícil
(Schiffer, 1988) por lo que debemos adaptar nuestras investigaciones para poder trabajar con datos provenientes de depósitos
secundarios o incluso de prospecciones superficiales.
Finalmente, y tras el análisis de todos estos datos, debemos
interpretarlos con el fin de establecer conclusiones de tipo social
planteando algunas preguntas al registro arqueológico.
[page-n-68]
En primer lugar, es necesario preguntarse quién participa en
estos banquetes, si se trata únicamente de las elites o si por el
contrario la participación de extiende a un segmento amplio de
la comunidad en una estrategia de fomento de consumidores.
En segundo lugar, hay que preguntarse cómo participan ya que
no es lo mismo participar en el banquete con un rol protagonista
de organizador y distribuidor que como un mero asistente, lo
que nos lleva a la cuestión de cómo se distinguen entre ellos
mediante las formas de consumo o el uso de parafernalias diferenciadas. En muchas ocasiones estos banquetes tienen un
carácter agonístico o competitivo entre los miembros de la elite
por lo que podemos preguntarnos cuáles son los medios utilizados para esta competición y los recursos utilizados para su
financiación. La canalización de recursos hacia la financiación
de estos eventos debe tener como contrapartida la consecución
de una serie de beneficios por parte de sus organizadores. A lo
largo de nuestro trabajo, trataremos de dar respuesta a estas y a
otras preguntas con el fin de conocer mejor esta estrategia ideológica que supone la comensalidad ritual.
4.1.3. pLAnteAmIentos metoDoLógIcos
En cuanto al enfoque metodológico, hemos abordado nuestro
estudio desde varias unidades de observación o escalas de análisis con el fin de trabajar con el mayor volumen de información
posible. La primera escala de análisis son los objetos en sí mismos, analizados de forma individualizada en cada uno de los
períodos que señalábamos anteriormente. Dichos objetos han
sido clasificados siguiendo criterios de tipo funcional en relación con las prácticas comensales, prestando especial atención a
los elementos importados, aunque sin olvidar la importancia de
las cerámicas locales. Así, un primer grupo estaría constituido
por los objetos de almacenamiento y transporte, principalmente
ánforas que aportan una valiosa información acerca de los productos consumidos y su procedencia. La segunda categoría funcional que hemos establecido son los elementos de preparación,
la mayoría de ellos relacionados con la mezcla del vino para
su posterior consumición, como los cuencos-trípode, coladores,
infundibula, cráteras…La última de las categorías establecidas
es la que está constituida por la vajilla o servicio de mesa para la
consumición de alimentos y bebidas en el transcurso de los banquetes. Para completar este apartado de carácter más descriptivo
hemos recopilado todos los asentamientos en los que se documentan este tipo de elementos relacionados con las prácticas de
comensalidad ritual y en la medida de lo posible hemos tratado
de abordar un análisis de tipo contextual, aunque la mayor parte
de la información que manejamos proviene de prospecciones
superficiales que, en nuestra área de estudio, aportan una valiosa
información. En gran parte de los casos en que se han llevado a
cabo excavaciones con metodología arqueológica, no se han podido documentar depósitos primarios que nos permitan asociar
los objetos entre sí o con determinadas estructuras para poder
establecer lecturas sociales del registro, sino que se trata de estratigrafías muy afectadas por procesos postdeposicionales.
El siguiente paso es la ampliación de la unidad de observación al paisaje con el fin de analizar cómo se distribuyen estos
elementos relacionados con la comensalidad en los diversos
asentamientos comarcales, identificando patrones de dispersión/concentración a partir de los que extraer conclusiones de
tipo social. Asimismo, consideramos interesante establecer las
frecuencias y porcentajes de aparición de este tipo de elementos en algunos espacios bien estudiados y cubriendo, en la medida de lo posible, las distintas tipologías de asentamiento, a
saber, el oppidum, la aldea y el caserío.
Para finalizar nuestro análisis hemos dedicado un apartado
al estudio de las prácticas de comensalidad ritual como estrategia ideológica en los territorios centrales de la Contestania
ibérica con el objetivo de comprender la puesta en marcha de
estos mecanismos y qué papel juegan en la articulación de las
relaciones sociales y de poder en cada una de las etapas.
4.2. HIERRO ANTIGUO (SS. VII-VI A.C.)
En este apartado, trataremos de identificar las distintas evidencias
que nos llevan al reconocimiento de prácticas de consumo ritual
entre las sociedades del área septentrional de lo que posteriormente se conocerá como Contestania entre los inicios del s. VII
y mediados del VI a.C. La demanda de estos productos foráneos
que toman parte en las prácticas de consumo convivial o festivo,
se entiende en el marco de los intereses y dinámicas locales.
Nuestro objetivo es el estudio del banquete como estrategia
ideológica, como un marco donde se escenifican y naturalizan
las relaciones sociales, que a partir de este período se estratifican
visiblemente. Este consumo comunal de bebida y comida puede
tener múltiples funciones y convertirse tanto en un mecanismo de
cohesión del grupo, como en una estrategia de exclusión y diferenciación a la hora de forjar relaciones de jerarquía social. Estas
cuestiones son especialmente importantes en un período como el
que nos ocupa en el que se están produciendo importantes cambios sociales, configurándose unas nuevas elites que desplegarán
nuevas estrategias ideológicas, entre las que se encuentra el banquete, y cuyo objetivo es la naturalización de las desigualdades,
así como la adquisición de mayor prestigio y poder.
A la hora de abordar un estudio de este tipo, es necesario
acercarnos a la realidad material de estas prácticas de consumo
ritual a través del estudio de los repertorios cerámicos y metálicos, los alimentos consumidos y los contextos arqueológicos que
nos permitan la asociación de unos y otros a diversas estructuras, básicamente de carácter doméstico y funerario. Cuando en el
marco de nuestra investigación nos hemos acercado a la realidad
material para esta fase más antigua, nos hemos topado con serias
limitaciones que vamos a señalar a continuación. En primer lugar,
nos encontramos con una calidad de la información arqueológica
muy desigual ya que, en la mayoría de los casos, los materiales
estudiados proceden de prospecciones superficiales, lo que nos
impide de entrada hacer valoraciones de tipo contextual o de alimentos consumidos, salvo inferencias indirectas a partir de los
contenedores importados. En cambio, las numerosas prospecciones llevadas a cabo en nuestra área de estudio nos permiten reconocer la dispersión de estos elementos en el paisaje y reconocer
procesos a una escala más amplia. En otros casos, en los que se
han llevado a cabo excavaciones sistemáticas como es el caso de
El Puig (Alcoi) o l’Alt del Punxó (Muro d’Alcoi), los materiales
no siempre se han hallado en contextos primarios, sino que se
trata normalmente de estratos muy alterados por diversos procesos postdeposicionales ya que se trata de asentamientos con una
perduración muy amplia en el tiempo. Finalmente, otra dificultad
que hemos hallado es en algún caso la publicación parcial de los
resultados a falta de una monografía de conjunto.
55
[page-n-69]
Como consecuencia de estas limitaciones hemos tenido que
centrarnos para este período del Hierro Antiguo principalmente
en el estudio de los objetos potencialmente ritualizables donde tienen una gran importancia los productos procedentes del
intercambio con poblaciones de origen semita, aunque entendidos como una realidad integrada en los procesos locales, como
un repertorio de materiales importados que la sociedad local ha
seleccionado con el fin de reforzar expresiones identitarias propias (Vives-Ferrándiz, 2005). Trataremos de identificar y describir estos objetos que en nuestra opinión están relacionados
con prácticas de consumo ritual o festivo para a continuación
atender a su distribución en el territorio, así como a su relación
con las diversas categorías de poblamiento. El objetivo es establecer un paisaje de la comensalidad a partir del que poder
extraer lecturas de tipo social y conocer el dónde, el cómo y el
quién de estas prácticas de consumo ritual.
4.2.1. Los objetos
Elementos de almacenamiento y transporte
El primer elemento a valorar por su importancia como evidencia indirecta de alimentos importados susceptibles de ser
consumidos durante los rituales de comensalidad son las ánforas fenicio-occidentales que suelen denominarse R-1 y que
deben su nombre al yacimiento de Rachgoun (Argelia) (Vuillemot, 1965) o más recientemente conocidas como Ramón
T-10.1.1.1 y T-10.1.2.1 (Ramón, 1995) (fig. 4.1: 1 y 2). El tipo
10.1.1.1 es el más antiguo y se trata de una adaptación de los
rasgos y las características de las ánforas fenicias orientales.
Presenta cuerpo ovoide de unos 60-70 cm con forma de saco y
una carena en la parte media de su tercio superior con bordes
predominantemente altos y ligeramente engrosados en su cara
interna. Las asas son de sección circular, cuya parte superior
se ubica a la altura de la carena. Este modelo dará lugar al tipo
10.1.2.1 cuya diferencia fundamental respecto al anterior es
que el diámetro máximo no coincide con la carena, estrechándose ligeramente el cuerpo, por lo que posee un perfil más
o menos ovoide. Asimismo, los bordes tienden a engrosarse
hacia el interior ofreciendo en ocasiones aristas muy marcadas. Poseen pastas duras y porosas de tonalidades castañas en
superficie, con el interior grisáceo y con abundante desgrasante visible compuesto por mica plateada, cuarcita, calcita
o esquisto. La producción del tipo 10.1.1.1 se lleva a cabo
exclusivamente en los asentamientos fenicios del área del Estrecho de Gibraltar desde mediados del s. VIII a.C. mientras
que el tipo 10.1.2.1 comienza a fabricarse a partir del 675/650
a.C. hasta mediados del s. VI a.C. también en otros centros
fenicios del sur y el este peninsular. Este segundo tipo será
incluso imitado y fabricado por los grupos locales como es el
caso de un importante número de ánforas procedentes del Alt
de Benimaquia (Denia) en nuestra área de estudio (Álvarez,
Castelló y Gómez Bellard, 2000: 125-128)
Hemos incluido las ánforas en nuestro estudio sobre la comensalidad ritual, evidentemente, no por el recipiente en sí mismo sino
por su contenido, siendo este producto el motivo de su comercio
y distribución tanto en los asentamientos más próximos al litoral
como en los poblados del interior. A partir de diversos análisis de
naturaleza físico-química se ha podido determinar cuál es el último producto contenido en este tipo recipientes anfóricos (Wagner,
56
1978; Ramon, 1995; Juan-Tresserras, 2002: 29; Juan Tresserras
y Matamala, 2004; Sardà, 2010a: 205) predominando el vino y
los salazones, pero también aceite o carne salazonada en algún
caso. Sería destacable la gran demanda de vino por parte de las
comunidades locales ya que por sus características se trata de un
producto potencialmente ritualizable y susceptible de convertirse
en un bien de lujo o de prestigio debido a sus propiedades estimulantes o embriagadoras que permiten alcanzar estados alterados de
conciencia, así como enfatizar los aspectos dramáticos o teatrales
en el marco de las prácticas rituales (Dietler, 1990).
Otra forma de origen fenicio y relacionada con funciones de
almacenamiento o transporte serían los pithoi de cuerpo oval y
bordes exvasados de perfil curvo o subtriangular (fig. 4.1: 3). Suelen poseer asas bífidas unidas al labio y en muchos casos decoración pintada de color rojizo en forma de bandas horizontales. Otro
recipiente de almacenamiento y transporte que documentamos de
forma muy puntual son las urnas tipo Cruz del Negro (Aubet,
1976) caracterizadas por su forma globular y cuello cilíndrico con
borde recto y labio ligeramente exvasado hacia el exterior con dos
asas de sección circular en la zona del hombro. Suele presentar
decoración pintada con motivos de tipo geométrico.
Elementos de preparación
El otro elemento foráneo que nos permite identificar prácticas de
consumo ritual son los cuencos-trípode que han sido ampliamente estudiados en toda la costa oriental de la península Ibérica por
J. Vives-Ferrándiz (2004, 2005: 130 y ss.) que los fecha entre los
ss. VII y VI a.C. (fig. 4.1: 5). Se trata de un recipiente de cerámica común caracterizado por poseer tres pies elevados, de secciones diversas y de disposición radial en la parte inferior. Este tipo
de cerámica fenicia deriva formalmente de producciones de la
zona siria de principios a mediados del II milenio a.C. así como
precedentes elaborados en piedra en esta misma zona desde el III
milenio a.C. (Vives-Ferrándiz, 2004: 12) mientras que los cuencos-trípode propiamente fenicios derivarían de producciones del
área sirio-palestina fechadas en el s. VIII a.C. (Botto, 2000: 66).
Estos antecedentes llevan a suponer que la funcionalidad de estas piezas sería la de su utilización como morteros en relación
con el machacado de diversas sustancias, no obstante, y dada la
relativa fragilidad de estos recipientes en comparación con sus
precedentes pétreos, no deberían ser excesivamente resistentes o
sólidos (Vives-Ferrándiz, 2005: 134).
La asociación de estos cuencos-trípode con las ánforas fenicio-occidentales es ciertamente recurrente, lo cual podría poner
en relación la funcionalidad de dichos morteros con el vino fenicio contenido en las ánforas. De esta forma es posible que el
consumo del vino se realizara según la práctica siria de triturar
especias, miel u otras sustancias aromatizantes que serían posteriormente añadidas a la bebida con el objetivo de potenciar
su sabor o disimular sabores desagradables fruto del deterioro
del vino durante su transporte (Vives-Ferrándiz, 2004: 25-26).
La relativa escasez de este tipo cerámico en relación con las ánforas fenicio-occidentales en nuestro ámbito de estudio nos lleva
a considerarlo como un elemento diacrítico, otorgando prestigio
a su poseedor que de este modo se diferenciaría del resto de la
comunidad en los modos de consumo del vino.
Siguiendo con el repaso al repertorio de materiales relacionados con la preparación, debemos hacer referencia a un elemento bastante excepcional como es el infundibulum de origen
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Fig 4.1. Importaciones de los ss. VII-VI a.C. 1-2. Ánforas R-1, 3. Pithos, 4. Urna tipo Cruz del Negro, 5. Cuenco-trípode, 6-8. Platos.
57
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Fig 4.2. Infundibulum de Xàbia (Vives-Ferrándiz, 2007: fig. 2).
etrusco hallado bajo las aguas de la bahía de Xàbia (Vives-Ferrándiz, 2007) (fig. 4.2). Un infundibulum es una pieza vinculada al servicio de bebida con una doble funcionalidad, por una
parte es utilizado como embudo para el transvase de líquidos
a recipientes de boca estrecha y por otro realiza la función de
colar para el filtrado de las impurezas que estas bebidas pudiesen contener. En este caso se conserva únicamente el mango de
bronce de tipo lira ya que se ha perdido tanto el vaso-embudo
como el colador. Ha sido datado por paralelos, ya que carece
de contexto arqueológico, en la primera mitad del s. VI a.C.
(Vives-Ferrándiz, 2007: 161). La presencia de este infundibulum en las tierras alicantinas, así como otros bronces de origen
etrusco relacionados con prácticas comensales como la bandeja
de borde perlado de Penya Negra, dos jarros u olpes de bronce
procedentes del Cabecico del Tesoro y del Oral así como dos
ralladores de bronce procedentes de este mismo asentamiento,
debemos ponerla en relación con el comercio fenicio en esta
zona, ya que se asocian a otras importaciones como las ánforas
R-1 y los cuencos-trípode (Vives-Ferrándiz, 2006-2007).
En Etruria su uso está vinculado al banquete además de ser
utilizado en otros espacios rituales tales como santuarios y necrópolis (Vives-Ferrándiz, 2007: 169). No obstante, debemos interpretar esta pieza en el contexto de la práctica social local convirtiéndose así en un objeto asociado seguramente al consumo de
vino y por tanto en estrecha relación con las ánforas fenicio-occidentales y con los cuencos trípode que llegan en este mismo momento. Este infundibulum se convertiría en un elemento diacrítico
de primer orden que otorga a quien lo posee un prestigio o capital
simbólico que le permita ejercer el liderazgo en sociedades donde
los roles políticos no están plenamente institucionalizados y el
poder debe ser continuamente negociado.
58
Elementos de vajilla
Un último elemento a tener en cuenta es la vajilla utilizada en este
tipo de banquetes rituales. Cuando nos acercamos al registro arqueológico en nuestra área de estudio vemos que la proporción de
vajilla importada fenicia es muy inferior en comparación con el
número de ánforas, y solo se documentan algunos platos de ala ancha y pocillo interior o algunos restos de cerámica común (fig. 4.1:
6-8). Por tanto, los recipientes usados para comer y beber en el desarrollo de estos rituales habría que buscarlos entre el repertorio de
cerámicas a mano y las primeras producciones a torno propiamente
indígenas. De nuevo, en este caso podemos ver como la demanda
de productos fenicios importados responde a los intereses de las
comunidades locales que los adaptan a sus estrategias ideológicas
en un momento de intenso cambio social.
4.2.2. eL contexto DeL regIstro ArqueoLógIco
Para completar nuestro análisis y una vez valorados los objetos que formarían parte de este tipo de banquetes, lo ideal
sería acercarnos a los contextos habitacionales que proporcionan una información de primera calidad, estableciendo asociaciones entre los repertorios, ubicación, relación espacial y
cuantificación de los mismos, análisis carpológicos y de fauna… No obstante, ya hemos señalado al inicio las limitaciones
con las que nos hemos encontrado a la hora de valorar estas
cuestiones, aunque a cambio podemos reconocer muy bien la
dispersión de estos productos en el paisaje.
Los Valles de Alcoi
Para este conjunto de pequeños valles nos encontramos con una
importante dispersión de materiales de importación fenicios.
La gran mayoría de los materiales de esta área geográfica pro-
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Fig 4.3. Asentamientos con importaciones de los ss. VII-VI a.C. en el área de los Valles de Alcoi. 1. Covalta, 2. VA-3, 3. Cova dels Pilars,
4. Alt del Punxó, 5. La Comuna-Reial Franc , 6. Barranc del Sofre, 7. El Xarpolar, 8. La Penya Banyà, 9. Els Ametllers, 10. Mas de
Moltó, 11. Alqueria de Benifloret, 12. El Pitxòcol, 13. El Xocolatero, 14. Samperius, 15. AC-110, 16. AC-101, 17. El Puig, 18. La Serreta,
19. Cova de la Pastora, 20. El Carrascalet, 21. La Capella, 22. Bancals de Satorre, 23. AC-90, 24. AC-91, 25. Altet del Vell, 26. Mas de
Cantó, 27. La Condomina, 28. Les Puntes, 29. Mas del Pla.
vienen de prospecciones superficiales (Martí y Mata, 1992), de
la revisión de materiales de excavaciones antiguas (Pla y Bonet, 1991; Espí y Moltó, 1997) o excavaciones sistemáticas recientes en El Puig (Alcoi) o en l’Alt del Punxó (Muro d’Alcoi)
(Grau y Segura, 2013; Espí et al., 2009) (fig. 4.3).
En primer lugar, encontramos ánforas del tipo R-1 o Ramón
T-10.1.1.1 y T-10.1.2.1 en numerosos yacimientos de la zona, tanto
poblados de altura como asentamientos en el llano a saber La Covalta (Pla y Bonet, 1991), La Penya Banyà, Mas de Moltó, Mas de
Cantó, La Condomina, Mas del Pla, Bancals de Satorre (6), VA-30,
El Barranc del Sofre, AC-91 y AC-90, L’Altet del Vell, El Carrascalet, Les Puntes, AC-110, AC-101, La Comuna-Reial Franc, La
Capella, Samperius (Martí y Mata, 1992) El Xarpolar, El Pitxòcol, Cova de la Pastora, El Ametllers, El Xocolatero, La Serreta (5)
(Grau, 2002: 122), Alqueria de Benifloret (Acosta, Grau y Lillo,
2010) además de El Puig y l’Alt del Punxó que analizaremos con
más detenimiento a continuación.
Acompañando a las ánforas, también llegan a esta zona
del interior los cuencos-trípode, aunque en menor medida.
Contamos con cinco ejemplares en El Puig (Espí y Moltó,
1997; Grau y Segura, 2013: 83) y un ejemplar en Bancals de
Satorre (Martí y Mata, 1992: fig. 2.26).
Otros elementos importados, aunque con una presencia
mucho más escasa en el registro, son otros recipientes de almacenamiento como los pithoi en El Xocolatero (Grau, 2002:
53), Bancals de Satorre (Martí y Mata, 1992: fig. 2. 17 y 18)
Alquería de Benifloret (Acosta, Grau y Lillo, 2010) o El Puig
(Grau y Segura, 2013:83). También documentamos urnas tipo
Cruz del Negro en El Puig (Grau y Segura, 2013:83) y en l’Alt
del Punxó (Espí et al., 2009: 31) así como escasos ejemplos
de vajilla importada, únicamente un plato de ala ancha en El
Carrascalet (Martí y Mata, 1992: fig. 2.22) y dos ejemplares
de cerámica común fenicia en El Puig correspondientes a una
cazuela y un plato hondo (Grau y Segura, 2013: 84).
A continuación, pasamos a tratar con mayor detalle los tres
asentamientos en los que se han llevado a cabo excavaciones
sistemáticas y por lo tanto los objetos cuentan con un contexto
estratigráfico, lo que no quiere decir que nos encontremos ante
depósitos primarios que nos aporten una información contextual
adecuada del momento en que estos objetos estuvieron en uso,
por lo que la calidad del registro es relativa. En cambio, nos permite constatar la gran dispersión de las importaciones fenicias
que aparecen en tres tipologías de asentamiento tan diferentes
como son un poblado de altura, una aldea y un caserío, estos
últimos de carácter semipermanente y clara vocación agrícola.
En el caso de El Puig, los trabajos llevados a cabo en el poblado en la última década han permitido definir mucho mejor la
fase inicial de la ocupación que ahora puede fecharse claramente
en el período del Hierro Antiguo (700-550 a.C.) (Grau y Segura,
2013). Los niveles pertenecientes a esta fase antigua se encuentran
59
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en diversos sectores repartidos por toda la meseta que conforma el
poblado. El sector que más información ha aportado es el conocido
como 11Fb donde encontramos una terraza para el acondicionamiento del terreno, que seguiría en uso en etapas posteriores, a la
que se adosa una cabaña de planta cuadrangular y zócalo de piedra,
también muy afectada por la ocupación posterior. Al oeste se encuentran también los restos de lo que podría ser otra cabaña, aunque fue objeto de excavaciones antiguas y no puede afirmarse con
rotundidad. Al norte de la primera cabaña encontramos un espacio
abierto que seguramente fue empleado como lugar de vertido de los
desechos domésticos (Grau y Segura, 2013: 69). Es en este sector
donde ha aparecido el mayor número de materiales pertenecientes
a esta época. No obstante, otros objetos de idéntica cronología los
encontramos en otras áreas distantes del poblado cuya asociación
a estructuras se hace aún más difícil, tanto en la parte superior del
cerro, donde estos niveles se ven muy alterados por la ocupación
de época plena, en el reborde septentrional de esta meseta superior
y en el extremo noreste del poblado. En estos dos últimos sectores
los materiales se asocian a dos posibles estructuras de hábitat muy
mal conservadas (Grau y Segura, 2013: 87). Por tanto, vemos que
al igual que sucede en el territorio, existe una dispersión de estas
importaciones por toda el área de hábitat sin que se asocien a estructuras especialmente destacadas.
Entre las cerámicas importadas encontramos un importante conjunto de ánforas fenicio-occidentales R-1 o Ramón
T-10.1.1.1 y T-10.1.2.1 de origen principalmente sudpeninsular, aunque hay algunas cuyas pastas claras pueden indicar
otras procedencias, posiblemente de comarcas cercanas (Grau
y Segura, 2013: 81). Existiría una cierta diversidad de circuitos comerciales a través de los cuales llegaban estas ánforas al
interior, tanto por el sur, destacando la entrada por el Vall de la
Torre y la Vall de Sella, así como por el este, por los valles que
comunican el interior con el importante foco de la Marina Alta.
También encontramos un fragmento de urna tipo Cruz del Negro, un pithos, cinco ejemplares de cuencos-trípode, así como
una cazuela y un plato hondo de cerámica común fenicia.
Como vemos existe una relativa escasez de importación de
vajilla de mesa fenicia por lo que debemos buscar los recipientes utilizados para el consumo de vino y otros alimentos sólidos
durante el desarrollo de los banquetes entre las producciones locales indígenas. Entre estas producciones a mano, son destacables algunas cerámicas finas, de calidad, con pastas depuradas y
acabados cuidados como una cazuela bruñida de cuerpo globular,
una pequeña copa de perfil sinuoso de tendencia caliciforme y
bruñida, un cuenco de pared recta muy abierta con borde exvasado y labio simple cuya superficie está recubierta con barbotina
que produce un efecto de engobe rojizo y una peana maciza de
perfil discoidal perteneciente posiblemente a una copa (Grau y
Segura, 2013: 80-81). Vemos de nuevo aquí un ejemplo de cómo
las novedades se adaptan a los intereses de las comunidades locales generándose situaciones nuevas y no una mera imitación
de las prácticas orientales. Asimismo, empezamos a encontrar las
primeras cerámicas a torno locales, fabricándose recipientes inspirados en las formas del período anterior.
El otro caso en el que se han llevado a cabo actuaciones sistemáticas es el asentamiento de l’Alt del Punxó (Muro d’Alcoi) (Espí
et al., 2009). En primer lugar, es importante señalar que no se ha
llevado a cabo una excavación integral del yacimiento, aunque sí
se han podido documentar las fases de ocupación y establecer in60
terpretaciones muy interesantes ya que se trata de una tipología de
asentamiento poco conocida en estas comarcas. Para el momento
que nos ocupa, el Hierro Antiguo, contamos con cuatro cabañas
con planta de tendencia circular, excavadas en el sustrato geológico
con muros de base pétrea, muy deteriorados y cuyos alzados debían
estar compuestos seguramente de barro. En algún caso se documenta también un poste central. Sobre la base de dichas cabañas
se documentó un estrato de amortización de la ocupación de estas
construcciones cuyos materiales permiten datarlas entre el s. VII y
el V a.C. Otras cabañas excavadas en el yacimiento nos hablan de
una perduración de la ocupación hasta el ibérico pleno.
Entre los materiales de esta fase del Hierro Antiguo encontramos ánforas de procedencia fenicio-occidental del tipo R-1
así como un fragmento de urna del tipo Cruz del Negro. También se documenta una gran proporción de cerámicas a mano
cuya funcionalidad es básicamente de almacenamiento.
Con estos datos, la interpretación propuesta es que se trate
de un hábitat estacional de carácter semipermanente posiblemente relacionado con las tareas agrícolas que se concentran
principalmente durante el verano (Espí et al., 2009: 45). Vemos
de nuevo como las importaciones, principalmente vino fenicio,
se distribuyen ampliamente por el territorio y no se asocian necesariamente a estructuras destacadas.
Otro caso en el que se ha llevado a cabo un estudio que va
más allá de la prospección superficial es el del asentamiento de
Alquería de Benifloret (Acosta, Grau y Lillo, 2010). Éste se encuentra ubicado en las terrazas aluviales de la margen derecha del
río Serpis en su confluencia con el río de Penàguila y por tanto,
de alta productividad agrícola. A pesar de que su estudio no es el
resultado de una excavación arqueológica, los materiales recuperados fueron el resultado de una recogida sistemática por lo que
podemos estar bastante seguros de su contexto arqueológico y las
conclusiones que puedan derivarse de su estudio son bastante fiables. Este asentamiento podría incluirse en la categoría de caserío
ya que está constituido por una cabaña de forma posiblemente
oval excavada en el sustrato geológico previamente preparado con
un lecho de grava y tierra endurecida. El alzado de dicha cabaña
estaría compuesto por un zócalo de piedra y sobre éste un manteado de barro y ramaje para darle una cierta consistencia.
En cuanto a los materiales documentados sobre el suelo de
tierra batida y entre una capa de cenizas en forma de depósito
unitario, contamos con tres ánforas fenicio-occidentales del tipo
Ramon T-10.1.2.1 y un pithoi de almacenaje. Junto a estos recipientes importados elaborados a torno encontramos una serie
de piezas a mano cuya funcionalidad es básicamente de cocina y
almacenaje, destacando la ausencia de piezas pequeñas de vajilla
de mesa cuya explicación podría ser que, durante la fase de abandono, los moradores de esta cabaña se llevaron consigo las piezas
de menor tamaño, dejando atrás las piezas más grandes. A partir
de este repertorio material, la datación del caserío se ubicaría entre finales del s. VII y la primera mitad del s. VI a.C.
La interpretación que sus investigadores proponen para este
asentamiento es muy similar a la de la vecina aldea de l’Alt del
Punxó, tratándose de un hábitat semipermanente relacionado con
los periodos de mayor intensidad de los trabajos agrícolas o bien
se trataría de cabañas ocupadas por grupos domésticos que no
veían garantizada su perduración en la tierra de lo que se deriva
la falta de esfuerzos a la hora de construir estructuras más sólidas
(Acosta, Grau y Lillo, 2010: 60-61).
[page-n-74]
Fig 4.4. Asentamientos con importaciones de los ss. VII-VI a.C. en la Marina Baixa. 1. Les Casetes, 2. Poble Nou.
La Marina Baixa
El caso de esta comarca costera resulta muy interesante ya que para
este período contrasta la existencia de la necrópolis más importante
que se ha documentado en la mitad septentrional de la provincia
de Alicante con la falta de evidencias en cuanto a asentamientos
datados en el Hierro Antiguo, a pesar de que este territorio ha sido
bien estudiado (Moratalla, 2004) (fig. 4.4). No obstante, es factible
pensar que el importante asentamiento relacionado con la necrópolis de Les Casetes podría estar ubicado en el actual Barri Vell de
Villajoyosa, un pequeño promontorio costero junto al río Amadorio
donde también se ubicaría el oppidum ibérico posterior. La importancia de esta ubicación podría deberse a su función como fondeadero a medio camino entre los importantes focos de la Marina Alta
y el Bajo Segura en el marco del comercio mediterráneo en este
período del Hierro Antiguo (Moratalla, 2004: 661).
En la importante necrópolis de Les Casetes (finales del s. VIIVI a.C.) encontramos elementos estéticos y simbólicos que tienen
su origen en el Mediterráneo oriental, aunque adaptados y reinterpretados en el marco de las estructuras sociales indígenas. En
este apartado únicamente haremos referencia a los elementos que
pudieran relacionarse con prácticas de consumo ritual. Los resultados de las excavaciones en esta necrópolis han sido detalladamente
estudiados y publicados por J. R. García Gandía (2009).
Entre las piezas cerámicas que podríamos catalogar como
elementos de prestigio posiblemente relacionados con prácticas
de consumo ritual documentamos siete objetos repartidos en seis
tumbas. En primer lugar, encontramos dos platos de ala ancha
con cazoleta interior y engobe rojo ubicados en las tumbas 3 y
18. Por sus valores tiponométricos, sus desgrasantes calizos y la
pasta anaranjada se ponen en relación con las producciones del
sureste peninsular e Ibiza y se fechan entre finales del s. VII y
mediados del s. VI a.C. (García Gandía, 2009: 106-108). También
en la tumba 18 se documenta un soporte anular de cerámica gris
con el exterior bruñido asociado al plato de ala ancha, ya que sus
dimensiones encajan perfectamente. En la tumba 16 se documenta una jarrita con engobe rojo y desgrasante de esquisto, adscrita
a la forma conocida como cooking pot con cuerpo globular, base
aplanada, asa a la altura del borde y pico vertedor, fechada a finales del s. VII a.C. En otra tumba, concretamente en la número 6
se documenta un cuenco-trípode con decoración pintada fechado
entre los ss. VII y VI a.C. Es destacable la presencia de una piedra
de ocre rojo y de una ofita, lo que podría poner en relación este
cuenco-trípode, no tanto con las prácticas de comensalidad ritual
sino con un ritual funerario basado en el machacado de estas sustancias (García Gandía, 2009: 110). Finalmente, en las tumbas 5
y 23 se hallaron sendos vasos de cerámica a mano de acabados finos de color gris, uno bruñido y otro alisado que corresponderían
a producciones locales herederas de etapas anteriores.
En esta misma necrópolis se han hallado restos de fauna
cremados en el interior de algunas tumbas como son la 1, 7, 8,
15 y 17, ninguna coincidente con la presencia de los objetos
cerámicos que hemos comentado, pertenecientes a ovicaprinos, aves y microfauna (García Gandía, 2009: 165). También
son destacables los restos de una hoguera de unos 30 cm de
diámetro rodeada de una cenefa de cantos rodados de distintos
colores conformando un zig-zag, así como otros motivos, en
la que no aparecen restos y que el autor interpreta como un
posible fuego ritual (García Gandía, 2009: 94-95).
En la necrópolis de Poble Nou, perteneciente a este mismo
núcleo poblacional, se han documentado también elementos de
importación fenicia en las tumbas más antiguas que han sido datadas a finales del s. VI a.C. (Espinosa, Ruiz y Marcos, 2005:
61
[page-n-75]
Fig 4.5. Asentamientos con importaciones de los ss. VII-VI a.C. en la Marina Alta. 1. La Moleta, 2. La Muntanyeta Verda, 3. El Castell d’Ambra,
4. El Passet de Segària, 5. La Penya Roja, 6. El Castell de Garga, 7. Castell d’Atzavares, 8. Castell d’Ocaive, 9. Alt de Benimaquia, 10. Coll de
Pous, 11. La Plana Justa, 12. El Portitxol, 13. El Marge Llarg, 14. El Morro de Castellar, 15. Tossal de Salines, 16. Punta de Moraira.
184-185). Se trata concretamente de cinco tumbas entre cuyos
ajuares se han documentado platos de ala ancha, aunque no podemos decir mucho más a la espera de la publicación detallada de
los resultados de la excavación de esta necrópolis.
La Marina Alta
La última área geográfica que vamos a incluir en este apartado
es la Marina Alta que constituye un importante foco de contacto
entre poblaciones semitas e indígenas, con los consecuentes procesos de hibridación, así como una importante puerta de entrada
de los productos fenicios hacia las tierras del interior. Los materiales fenicios, principalmente ánforas fenicio-occidentales del
tipo R-1, aparecen en numerosos asentamientos de esta comarca,
todos ellos poblados de altura, en muchos casos fortificados, en
los rebordes montañosos de llanura litoral y en algunos casos controlando las vías de comunicación que conectan el litoral con las
comarcas interiores (fig. 4.5). La documentación de estas importaciones fenicias en los asentamientos de la Marina Alta proviene
básicamente de prospecciones superficiales salvo la excepción
del Alt de Benimaquia, donde se han llevado a cabo diversas excavaciones sistemáticas cuyos resultados no se han publicado de
62
forma íntegra y que trataremos con mayor detalle a continuación.
Estos asentamientos son La Moleta, La Muntanyeta Verda, El
Castell d’Ambra, El Passet, La Penya Roja, El Castell d’Ocaive,
Castell de les Atzavares, El Marge Llarg, El Portitxol, Punta de
Moraira, Tossal de Salines, El Morro de Castellar, El Castellet de
Garga (Costa y Castelló, 1999; Grau, 2000: 438-445; Castelló,
2015), Coll de Pous (Castelló y Costa, 1992), La Plana Justa (Bolufer y Vives-Ferrándiz, 2003) y Alt de Benimaquia (Schubart,
Fletcher y Oliver., 1962; Gómez y Guérin, 1993; 1995; Álvarez,
Castelló y Gómez Bellard, 2000).
El asentamiento del Alt de Benimaquia se ubica en una colina
en la estribación occidental de la Sierra del Montgó. Se trata de un
pequeño poblado con un tamaño de media hectárea delimitado en
dos de sus lados por una muralla de mampostería reforzada con
seis torres con planta de tendencia cuadrangular mientras que el
tercero está protegido por un acantilado vertical. A raíz de las excavaciones llevadas a cabo en el asentamiento y dirigidas por C.
Gómez Bellard y P. Guérin entre 1989 y 1993 se ha fechado entre
el último cuarto del s. VIII y mediados del s. VI a.C. (Gómez y
Guérin, 1993; 1995; Álvarez, Castelló y Gómez Bellard, 2000)
aunque sus resultados no hayan sido publicados íntegramente. El
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poblado se articula en torno a una calle central, a ambos lados de
la cual se disponen varios departamentos construidos con zócalos
de piedra y muros de adobe. Algunos de estos departamentos han
sido interpretados como espacios de almacenamiento mientras
que las cubetas y áreas de prensado asociadas a pepitas de uva
han sido interpretadas como lagares donde se llevaría a cabo una
producción local de vino (Gómez y Guérin, 1993; 1995).
Entre los materiales documentados es destacable la presencia
de un número significativo de ánforas, tanto importadas como de
producción local. Entre las ánforas importadas destaca la presencia
mayoritaria de ánforas fenicio-occidentales del tipo R-1 o Ramón
T-10.1.2.1 fabricadas en diversos centros fenicios del sur peninsular
y con una cronología entre el 675/650 y el 575/550 a.C. Asimismo,
se documenta la presencia de un ánfora tipo Cintas 268 o Ramón
T-2.1.1.2 de procedencia centro-mediterránea y con una cronología de entre 600 y 575 a.C. (Álvarez, Castelló y Gómez Bellard,
2000: 124-125). Junto a este conjunto de ánforas importadas y en
proporción aún mayor encontramos un número significativo de ánforas que imitan a la forma T-10.1.2.1 pero con pastas depuradas de
color entre el beige, anaranjado y beige-grisáceo o bien con colores
alternantes fruto de una cocción oxidante-reductora-oxidante y un
desgrasante muy fino de tipo calizo o con la presencia de cuarcita y
mica, lo que lleva a identificarlas como ánforas de producción local
(Álvarez, Castelló y Gómez Bellard, 2000: 125-127). Asimismo,
es destacable la presencia de vasos pithoides decorados con bandas pintadas y una urna tipo Cruz del Negro (Gómez Bellard et al.
1993: 20; Álvarez, Castelló y Gómez Bellard, 2000: 130)
En cambio, no encontramos una significativa abundancia
de importaciones de vajilla fenicia salvo algún plato de pocillo
y ala ancha de engobe rojo. Sí es destacable la presencia de
cerámica a mano, la mayoría destinada a funciones de almacenaje, y algunos platos, jarras pithoides con asas geminadas y
una botella elaborados a torno y de producción local (Álvarez,
Castelló y Gómez Bellard, 2000: 128-129).
Lo más interesante de este asentamiento en el que los procesos
de hibridación por el contacto con el elemento fenicio dan lugar a
realidades nuevas, es la temprana producción y almacenamiento
de vino. Esta producción, seguramente controlada por las elites
locales, requiere un largo proceso de aprendizaje y de inversión
antes de poder dotarse de los medios de producción necesarios.
El cultivo de la vid se caracteriza por unos rendimientos diferidos
muy a largo plazo y requieren varios años de trabajo antes de
empezar a producir. Por este hecho, estos cultivos se asociarían
en muchos casos a las elites que controlan ciertos excedentes y no
dependen de estos cultivos en concreto para subsistir. A ello debemos añadir los conocimientos necesarios para la construcción
de las estructuras de transformación, en este caso los lagares, así
como para la recolección, prensado y finalmente la fermentación
para convertir el mosto en vino. Es durante la fermentación cuando entran en juego las ánforas, que no solo se utilizarían para la
distribución del producto final, sino que también en su interior
se lleva a cabo una segunda fermentación (tras la que se ha producido ya en las cubetas de los lagares) donde permanecerá en
torno a 40 días y para lo que es necesario un recipiente resistente
que aguante la presión de los gases generados durante el proceso
(Álvarez, Castelló y Gómez Bellard, 2000: 132)
Este asentamiento es abandonado a mediados del s. VI a.C.
y aunque pueda parecer un caso excepcional encontramos otros
asentamientos fortificados en altura de características muy si-
milares como pueden ser El Morro Castellar o el Castellet de
Garga que se abandonan también en el mismo momento. Estos
dos asentamientos son conocidos únicamente por prospección,
ya que no se han llevado a cabo excavaciones sistemáticas en
los mismos, lo que nos impide una mejor caracterización.
Otro asentamiento cuyas características podrían ser similares a las del Alt de Benimaquia es la Plana Justa (Xàbia) pero
que a diferencia del anterior tiene una perduración en el s. V a.C.
Respecto a su fase más antigua se dispone de un repertorio material recuperado en prospección y que ha sido detalladamente
estudiado (Bolufer y Vives-Ferrándiz, 2003). En este asentamiento ubicado también en la sierra del Montgó, pero en la ladera
suroriental, se ha documentado la presencia de ánforas feniciooccidentales del tipo R-1 o Ramón T-10.1.1.1 y T-10.1.2.1 que
suponen el 8 % del total de las ánforas con una procedencia surpeninsular y una cronología que iría del segundo cuarto del s. VII
al tercer cuarto del VI a.C. Por otra parte, encontramos un gran
número de ánforas de producción local que suponen un 89 % del
total, imitando muchas de ellas los tipos fenicios. Otras cerámicas
que podemos relacionar con prácticas de consumo ritual son dos
ejemplares de cuencos-trípode de fabricación fenicia y dos trípodes de producción indígena.
4.2.3. AnáLIsIs De Los DAtos
Los elementos del banquete
En los apartados anteriores hemos ido viendo cuáles son los elementos del banquete que hemos podido identificar en nuestra área
de estudio. En primer lugar, cabría destacar la presencia de vino,
producto que jugaría un papel esencial en estas prácticas de consumo ritual. Su presencia en estas tierras se infiere a partir de la
documentación de las ánforas fenicio-occidentales, recipiente en
el que se comercializa y distribuye esta bebida y que transportaría también, aunque en menor medida, otros productos como los
salazones. Vemos una selección en cuanto a los productos importados por parte de las comunidades indígenas, destacando la
presencia del vino, producto cuyas propiedades hacen del mismo
un producto potencialmente ritualizable y con una importante
función como “lubricante social” (Dietler, 2010).
Documentamos también algunos elementos, aunque mucho más escasos, relacionados con la preparación como son
los cuencos-trípode y su posible uso como mortero en el que
machacar diversas sustancias que luego se añadirían al vino
con el fin de potenciar su sabor o de enmascarar sabores desagradables por su deterioro, práctica bien conocida en el Mediterráneo oriental (Vives-Ferrándiz, 2004). También cabría
incluir en este grupo el infundibulum hallado en aguas de la
bahía de Xàbia relacionado con el transvase y colado de líquidos. Estos elementos, por su escasez en el registro, constituirían un elemento diacrítico, de acceso más restringido y que
otorgaría prestigio a quien lo posee, diferenciándolo del resto
de la comunidad en la forma de consumir el vino.
Un tercer elemento que debemos tener en cuenta es la vajilla
utilizada en estos banquetes. Es destacable la relativa ausencia
de vajilla de importación fenicia exceptuando la presencia muy
puntual de algún plato de ala ancha y algún cuenco. Esto nos
lleva a pensar que el consumo de vino durante el banquete se
llevaría a cabo utilizando vajilla a mano de producción local tal
y como se ha propuesto para otras áreas, donde se documentan
63
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algunas piezas de acabado más cuidado, con superficies pulidas
y en ocasiones decoradas (Vives-Ferrándiz, 2005a: 206; VivesFerrándiz y López Bertrán, 2009: 174). Buenos ejemplos de este
tipo de repertorios a mano son, los del asentamiento de Los Villares (Caudete de las Fuentes, Valencia) donde se documenta un
variado conjunto de cerámicas con superficies pulidas, grafitadas, pintadas o incisas (Mata, 1991: 158-162) o los de La Solana
del Castell de Xàtiva (Pérez Ballester, 2014).
Acabamos de ver cuáles son los elementos del banquete
que hemos podido documentar en nuestra área de estudio, no
obstante, sería interesante valorar también aquellos elementos
que no encontramos en esta zona y que en cambio sí se documentan en otras áreas. En primer lugar, es lógico pensar que
el vino no sería el único producto consumido en este tipo de
banquetes donde suelen tener también bastante importancia el
consumo de productos cárnicos o cereales. Para ello es necesario el estudio de depósitos primarios donde se documenten
acumulaciones de fauna que nos permitan hablar de un posible
consumo convivial. En nuestra área de estudio no se han documentado este tipo de contextos seguramente porque no contamos con un número suficiente de excavaciones sistemáticas
en este tipo de asentamientos para documentar estos espacios
de consumo ritual. El cocinado de este tipo de alimentos se
llevaría a cabo en los recipientes a mano de cocina que sí se
documentan ampliamente en esta zona.
También sería destacable la ausencia de elementos metálicos como vajillas, asadores, ganchos de carne, cuchillos o instrumental de carácter litúrgico. Este tipo de objetos han sido
bien documentados y estudiados en otras áreas de la península,
como puede ser el Bajo Ebro (Sardà, 2010a: 358-418) o el ámbito tartésico (Almagro-Gorbea, 1996; 1998: 86-89).
El punto de llegada de este tipo de mercancías de importación es claramente la costa y va a ser en el litoral donde
encontremos una mayor concentración de este tipo de productos, no solo los relacionados con el banquete ritual, como
puede ser el ejemplo de la necrópolis de Les Casetes (Villajoyosa). En los trabajos más recientes se ha superado el
estudio de estas situaciones coloniales como un proceso de
aculturación en el que las comunidades indígenas eran meros receptores pasivos de estas mercancías sin ningún tipo
de protagonismo. Como hemos podido ver en el análisis del
registro arqueológico, existiría una selección en cuanto a los
productos importados por parte de las comunidades indígenas en el marco de sus propios intereses y estrategias, con el
objetivo de reforzar expresiones identitarias propias (VivesFerrándiz, 2005a) importándose básicamente el vino y algún
elemento de preparación y descartando otros productos como
la vajilla para su consumo.
Posiblemente, la ritualización de estos productos comienza con anterioridad al propio banquete, desde el mismo momento de su adquisición a través del contacto con personajes
extranjeros a los que se suelen atribuir virtudes nuevas y especiales desde una perspectiva local vinculada al filtro interpretativo que determina el propio imaginario indígena (Sardà,
2010a: 81). Debido a la complejidad que supone la adquisición de este tipo de productos se convertirán también en
bienes de prestigio que pueden ser utilizados para aumentar el
rango social de quien los posee. También es de suma importancia de qué forma se están canalizando los excedentes para
64
la adquisición de estas mercancías, cuestión que abordaremos
con más detalle en el apartado dedicado a las estrategias derivadas de estas prácticas de consumo ritual.
Una cuestión de suma importancia es la constatación de infraestructuras relacionadas con la producción de vino, tal y como
sucede en Alt de Benimaquia ubicado en la Sierra del Montgó.
En este asentamiento fortificado se han documentado diversas
estructuras que han sido interpretadas como lagares además de
documentarse una gran cantidad de ánforas, no solo importadas,
sino también de producción local imitando las formas fenicias.
Cabe la posibilidad de que el caso del Alt de Benimaquia no sea
excepcional, sino que existen otros asentamientos de similares
características en cuanto a ubicación, morfología o tamaño como
El Morro Castellar, el Castellet de Garga o La Plana Justa, cuya
futura excavación podría despejar algunas de estas incógnitas.
Como hemos podido ver, estos productos no se limitan únicamente a las áreas de costa, sino que llegan también en gran medida a las comarcas montañosas del interior. En el caso concreto
que nos ocupa, el de los Valles de Alcoi cabría destacar principalmente dos rutas de acceso para estos bienes importados. Por un
lado, es posible la existencia de una ruta septentrional relacionada
con el importante foco de la Marina Alta a través de los corredores montañosos como la Vall de Laguard o la Vall de Gallinera.
Con dichas rutas de acceso al interior parecen estar relacionados
los asentamientos de altura del área costera, así como el asentamiento de El Xarpolar ubicado en la Vall d’Alcalà. Por otro,
cabría destacar una ruta meridional avalada por la relativa concentración de bienes importados en el sur del espacio comarcal,
concretamente en El Puig y en Bancals de Satorre a través de dos
vías principales, la de la Vall de La Torre y la del valle de Sella
que comunicarían los Valles de Alcoi con las comarcas del Camp
d’Alacant y la Marina Baixa respectivamente.
Los lugares de consumo
La falta de contextos o depósitos primarios en nuestra área de estudio nos dificulta el reconocimiento de los espacios de consumo
donde se llevaron a cabo estos banquetes. No obstante, sí podemos
inferir algunas cuestiones, sobre todo a partir de lo que no encontramos sí comparamos nuestra área de estudio con otras zonas de la
península. En la zona de los valles de Alcoi contamos con ejemplos
de espacios excavados de forma sistemática en tres tipologías distintas de asentamiento, concretamente el caserío de l’Alqueria de
Benifloret, la aldea de l’Alt del Punxó y el poblado de altura de El
Puig (fig. 4.6). En los dos primeros casos, como hemos visto anteriormente, los objetos están asociados a cabañas de planta circular
elaboradas con materiales perecederos y en el caso de El Puig, gran
parte del registro material perteneciente a esta fase se documentó
en un basurero seguramente asociado a dos estructuras de hábitat
de planta cuadrangular. En todos los casos, se trata de estructuras
muy poco destacadas arquitectónicamente y con superficies muy
reducidas (12,5 m2 en el caso de El Puig; en torno a 20 m2 en el
caso de las cabañas de l’Alt del Punxó) que nos llevan a pensar que
estas prácticas de banquete que van más allá del consumo doméstico no se desarrollarían en estos espacios. Es lógico pensar que este
tipo de prácticas pudieron llevarse a cabo al aire libre en espacios
abiertos y comunitarios dentro del poblado o incluso en espacios
extramuros junto a la muralla o la puerta principal de acceso en el
caso de El Puig ya que la fortificación constituye un símbolo muy
importante de la vida comunal de estas poblaciones.
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1
2
3
Fig 4.6. Lugares de
consumo.
1. El Puig (Grau y
Segura, 2013: 70:
fig. 4.3).
2. Alt del Punxó
(Espí et al., 2009:
31: fig. 7).
3. Alt de Benimaquia (Álvarez et al.,
2000: 123: fig. 2).
Algo similar podemos decir para el caso del Alt de Benimaquia, aunque con la cautela derivada de la falta de una publicación
detallada de los resultados de la excavación, los materiales parecen asociarse a estructuras de producción de vino como los departamentos 1, 2, 4 y 5, de almacenamiento como el departamento 6 o
espacios de vivienda como los departamentos 8 y 14 que presentan
sendos hogares (Álvarez, Castelló y Gómez Bellard, 2000: 122).
Se trata también de espacios de planta cuadrangular con una superficie muy reducida de en torno a 16 m2 (fig. 4.6).
Un contexto muy distinto es el que encontramos en la necrópolis de Les Casetes donde los elementos hallados y relacionados
con prácticas de consumo ritual se reducen a un cuenco-trípode,
cuya funcionalidad podría estar más en relación con el ritual funerario y algunos elementos de vajilla, tanto importados como
locales. Existen evidencias también de algunos restos de fauna
quemada en algunas de las tumbas y restos de una hoguera rodeada de cantos rodados cuyos investigadores interpretan como un
fuego ritual (García Gandía, 2009: 94-95). Por tanto, no encontramos evidencias claras que nos permitan hablar de banquetes
funerarios en la necrópolis.
Estos datos contrastan con lo que sucede en otras zonas
de la fachada oriental de la península Ibérica como es el caso
del Bajo Ebro, detalladamente estudiado por Samuel Sardà
(2010a) y donde los elementos relacionados con la práctica de
los banquetes se encuentran muy concentrados en determinados espacios y asociados, en muchos casos, a edificios arquitectónicamente destacados en asentamientos como Alcanar,
Aldovesta, Moleta del Remei, Sant Jaume, Tossal Redó, Turó
del Calvari, Barranc de Gàfols o Sant Cristòfol.
El consumo ritual en espacios sacros
A pesar de la estrecha relación de estas prácticas de consumo
ritual con la vida cotidiana sí que podemos identificar un caso
de asociación a un espacio sacro claramente definido como
65
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es una cueva-santuario. La cavidad en cuestión es la Cova
dels Pilars ubicada en el sector noroccidental de los valles de
Alcoi, concretamente en la Valleta de Agres. En cuanto a su
morfología, la cavidad presenta una profundidad de unos 35
m y se halla dividida por una gran roca que da lugar a un estrecho corredor. Ya en el interior de la cavidad y tras ascender
un escalón se accede a una gran sala de 25 m por 10 m cuyo
suelo está relleno de sedimento, lo que da lugar a una cierta
regularidad, salvo en algunas zonas donde emerge una gran
colada estalagmítica. La cavidad es iluminada a través de tres
orificios sobre la visera del abrigo (Segura, 1985: 34). Como
podemos ver, esta cueva presenta unas características que favorecerían la celebración de banquetes en su interior dada la
amplitud de la sala principal de la misma. El elemento que nos
permite incluir la Cova dels Pilars en este apartado es un borde
de ánfora fenicio-occidental del tipo R1 o Ramón T-10.1.1.1 o
T-10.1.2.1 con origen en el sur peninsular (Grau, 1996a). Esta
cueva-santuario presenta una larga frecuentación e importancia durante todo el período ibérico por lo que hablaremos de
ella con mayor detalle en otros apartados de este trabajo. Este
tipo de ánforas fenicio-occidentales se documentan también en
la Cova de la Pastora donde se han podido identificar cuatro
individuos (Machause, Amorós y Grau, 2017).
Aparte de estas cuevas, no encontramos en nuestra área
de estudio ningún contexto que podamos identificar como un
espacio sacro, exceptuando la necrópolis de Les Casetes donde, como ya hemos visto, las evidencias de consumo ritual no
están demasiado claras. Este panorama contrasta con la riqueza de este tipo de registros en contextos del ámbito fenicio y
tartésico del sur peninsular donde encontramos algunos ejemplos significativos en las tumbas 5, 9, 17 y 18 de la necrópolis
de La Joya (Huelva) (Garrido, 1970; Garrido y Orta, 1978);
las tumbas 1 y 4 de Trayamar (Schubart y Niemeyer, 1976) en
ambos casos con numerosos elementos vinculados al consumo de vino o el caso de la necrópolis de Medellín (Badajoz)
con evidencias de posibles silicernia y elementos de vajilla
(Almagro-Gorbea et al., 2006; 2008a y b). Por otra parte,
también se han documentado prácticas de consumo ritual en
edificios cultuales interpretados como santuarios orientalizantes en el área de la desembocadura del Guadalquivir como
Cerro de San Juan (Coria del Río), El Carambolo (Sevilla),
Montemolín (Marchena) (Belén, 2001) o el caso de la Muela
(Cástulo, Jaén) en el Alto Guadalquivir.
El paisaje de la comensalidad
Frecuencias de aparición y tipologías de asentamiento
En relación a esta cuestión, hemos seleccionado tres contextos
bien estudiados y de los que disponemos de abundante información para analizar las frecuencias de aparición de las cerámicas
relacionadas con prácticas de consumo ritual con el fin de establecer conclusiones de tipo estadístico y establecer una comparativa
entre las distintas tipologías de asentamiento. Los sitios seleccionados son l’Alqueria de Benifloret, l’Alt del Punxó, y El Puig,
abordando de este modo las tres tipologías básicas del poblamiento en el área de los Valles de Alcoi que es la mejor conocida.
L’Alqueria de Benifloret (Acosta, Grau y Lillo,, 2010),
asentamiento del que hemos hablado con más detalle anteriormente, podemos adscribirlo a la categoría de caserío de
clara vocación agrícola, donde sobre el suelo de una cabaña
66
circular y entre una capa de cenizas, se documentaron un reducido conjunto de materiales datados en el Hierro Antiguo.
En cuanto a las cerámicas elaboradas a mano, que representan
un 55,5 % del total del repertorio, contamos con tres grandes
recipientes de almacenamiento del tipo orza, otro recipiente
que podríamos relacionar con funciones de cocina y catalogado como olla y un vaso de forma abierta relacionado con
funciones de despensa doméstica. Todos ellos son recipientes
de paredes gruesas, tratamiento superficial ligeramente alisado
y abundante desgrasante de tamaño mediano de origen calizo.
En cuanto a las cerámicas elaboradas a torno, podemos decir que se trata de importaciones de origen fenicio-occidental
y constituyen el 45 % del total del repertorio e incluyen tres
ejemplares de ánforas del tipo Ramon T-10.1.2.1 (33,3 %) y
un pithos (11,1 %). Es destacable la ausencia en el repertorio
de cerámicas que podamos adscribir a vajilla de mesa tanto
recipientes a mano de pastas más refinadas con paredes finas y
tratamiento superficial más cuidado como de recipientes elaborados a torno tanto locales como importados.
El siguiente caso de estudio es la aldea de l’Alt del Punxó
(Espí et al., 2009) donde se documentaron cuatro cabañas circulares, con materiales en sus niveles de amortización, datables
en el Hierro Antiguo. Realizamos el recuento basándonos en el
número mínimo de individuos, pudiendo adscribir con seguridad
a este momento únicamente ocho ejemplares. En cuanto a la cerámica a mano, que representa el 75 % del total del repertorio documentamos seis recipientes relacionados con funciones de cocina
y despensa doméstica del tipo orza y olla. Respecto a la cerámica
a torno, que constituye el 25 % del total del repertorio, encontramos dos ejemplares importados de origen fenicio-occidental,
concretamente un borde de ánfora del tipo Ramon T-10.1.2.1 y
una urna del tipo Cruz del Negro, ambas cerámicas relacionadas
con funciones de almacenamiento y transporte. Al igual que en
el caso anterior no documentamos con claridad recipientes que
podamos adscribir a una hipotética vajilla de mesa.
Finalmente, abordamos el estudio pormenorizado de un
contexto bien documentado en el oppidum de El Puig, concretamente el conocido como Sector 11Fb o ladera noreste (Grau
y Segura, 2013: 73-84). Para esta época se documenta en esta
zona la existencia de una terraza para el acondicionamiento del
terreno a la que se adosa una cabaña de planta cuadrangular y
los restos de lo que podría ser otra cabaña al oeste de ésta última, aunque estos restos fueron documentados en excavaciones
antiguas y no podemos estar del todo seguros de su interpretación. Para este análisis hemos seleccionado dos unidades estratigráficas que, a pesar de no tratarse de depósitos primarios, nos
dan una idea bastante completa del repertorio cerámico de esta
fase del Hierro Antiguo. Se trata de la UE 330, un estrato de
tierra que se dispone sobre el pavimento de barro endurecido de
la cabaña y la UE 208c, estrato que se dispone sobre el sustrato
geológico del cerro en lo que sería un espacio abierto al norte
de la cabaña empleado como lugar de vertido de los desechos
domésticos, siendo este estrato donde se documenta la gran mayoría de los materiales asociados a esta época inicial.
Para este caso de estudio contamos con una muestra bastante amplia y representativa con la que poder trabajar, compuesta por 64 objetos, basándonos en el número mínimo de
individuos por bordes documentados. Entre las cerámicas a
mano contamos con 53 ejemplares que suponen el 82,8 %
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del total. Dentro de este conjunto podemos establecer a su
vez una interesante diferenciación entre cerámicas toscas que
suponen el 92,5 % con 49 recipientes, básicamente orzas y
ollas (38) así como cuencos y escudillas (11), mientras que
las cerámicas a mano con un tratamiento más cuidado y que
podrían formar parte de la vajilla de mesa están representadas por cuatro individuos (el 7,5 % de las cerámicas a mano)
concretamente una cazuela, dos pequeñas copas y un cuenco.
El conjunto de las cerámicas a torno supone el 17,2 % del
total del repertorio analizado con 11 individuos. Dentro de
este grupo de cerámicas a torno documentamos cerámica de
importación fenicia compuesta por dos ánforas del tipo Ramon T-10.1.1.1 o T-10.1.2.1, una urna tipo Cruz del Negro,
un pithos, un cuenco-trípode y dos platos de cerámica común
fenicia que en total suponen el 72,7 % del total. Por otra parte, se documentan tres platos de cerámica gris de producción
indígena que corresponden al 27,3 % de las cerámicas a torno.
Dentro del grupo de las cerámicas importadas es interesante considerar que los recipientes de almacenaje y transporte
constituyen el 50 %, los elementos de preparación el 12,5 %
y los elementos de vajilla el 37,5 %.
Basándonos en estos datos podemos establecer algunas conclusiones de carácter general para estas frecuencias de aparición
de bienes relacionados con las prácticas de comensalidad ritual
en distintas tipologías de asentamientos. En primer lugar, es
destacable la presencia mayoritaria en los tres casos de cerámica
a mano, concretamente objetos relacionados con el almacenamiento y la cocina mientras que la cerámica que podríamos considerar como fina es muy minoritaria, apareciendo únicamente
El Puig. Otra cuestión importante es que en los tres asentamien-
tos se documenta un porcentaje nada despreciable de cerámicas
de importación de origen fenicio-occidental donde predominan
ampliamente los recipientes relacionados con el transporte, documentándose elementos de preparación y vajilla de mesa únicamente el oppidum de El Puig, siendo este el caso de estudio
que más información nos aporta en todos los sentidos.
Patrones de distribución: dispersión vs. concentración
Una vez vistas las frecuencias de aparición de los elementos relacionados con la comensalidad en el asentamiento, cambiamos
la unidad de observación y nos centramos ahora en la distribución de este tipo de objetos en el paisaje con el fin de identificar
pautas en tres áreas comarcales que dibujan patrones diferentes.
En el área de los Valles de Alcoi, que es la que conocemos con
mayor detalle (fig. 4.7), nos encontramos con una gran dispersión de restos anfóricos de origen fenicio-occidental en un gran
número de asentamientos de tipología muy diversa, tanto asentamientos ubicados en altura (La Covalta, El Xarpolar, El Pitxòcol,
La Serreta y El Puig) como en asentamientos en el llano o en
zonas de ladera (l’Alt del Punxó, El Ametllers, El Xocolatero,
Alqueria de Benifloret, La Penya Banyà, Mas de Moltó, Mas
de Cantó, La Condomina, Mas del Pla, Bancals de Satorre, VA30, El Barranc del Sofre, AC-91 y AC-90, L’Altet del Vell, El
Carrascalet, Les Puntes, AC-110, AC-101, La Comuna- Reial
Franc, la Capella y Samperius) e incluso en dos cuevas (Cova
dels Pilars y Cova de la Pastora). Otro elemento de transporte
como los pithoi se documentan, aunque en mucha menor medida
que las ánforas en diversas tipologías de asentamiento como el
caserío de l’Alqueria de Benifloret, las aldeas de El Xocolatero
y Bancals de Satorre o el oppidum de El Puig, al igual que otro
Fig 4.7. Patrón de distribución de las importaciones de los ss. VII-VI a.C. en los Valles de Alcoi.
67
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recipiente de transporte como las urnas tipo Cruz del Negro que
se documentan en la aldea de l’Alt del Punxó y en el oppidum
de El Puig. Los elementos de preparación y la vajilla de mesa
son algo más escasos como ya hemos ido viendo a lo largo del
capítulo, documentándose cinco ejemplares de cuencos-trípode
en El Puig y uno en Bancals de Satorre mientras que la vajilla de
mesa importada únicamente se documenta con un individuo en
El Carrascalet y dos ejemplares en El Puig.
A la vista de estos datos podemos hablar de una gran dispersión en el territorio de los recipientes de almacenamiento y
transporte, especialmente las ánforas y por tanto de su contenido,
en la mayoría de los casos vino, en 29 asentamientos, abarcando
todo el espectro en cuanto a tipología de asentamientos del ámbito comarcal (caserío, aldea y oppidum) así como en dos cuevas.
Más escasos son los elementos de preparación como los cuencostrípode que se concentran en dos asentamientos, El Puig y Els
Bancals de Satorre, ambos ubicados en la zona meridional de la
comarca y que podríamos interpretar como un elemento diacrítico. Finalmente, la vajilla de mesa de importación es bastante
escasa y la encontramos solo en dos lugares, El Puig y el asentamiento en llano de El Carrascalet.
Para el caso de la comarca de la Marina Alta se documentan especialmente restos de ánforas fenicio-occidentales en
16 asentamientos (La Moleta, La Muntanyeta Verda, El Castell d’Ambra, El Passet, La Penya Roja, El Castell d’ Ocai-
ve, Castell de les Atzavares, El Marge Llarg, El Portitxol,
Punta de Moraira, Tossal de Salines, El Morro de Castellar,
El Castellet de Garga, Coll de Pous, La Plana Justa y Alt de
Benimaquia) (fig. 4.8).
En cuanto a la dispersión de este tipo de elementos, sucede
algo similar a lo que veíamos para los Valles de Alcoi documentándolos en la práctica totalidad de los yacimientos de este período, pero con la diferencia de que todos los asentamientos son
poblados en altura sin que exista poblamiento conocido en el
llano. Estos asentamientos se ubican sobre todo en los rebordes
montañosos que limitan la llanura litoral y en muchos casos en
relación con los corredores que comunican la zona costera con
las tierras del interior. Los elementos de preparación se concentran en el asentamiento de la Plana Justa con dos cuencos-trípode
de importación fenicia y dos de producción local y un hallazgo
excepcional como es el infundibulum etrusco en aguas de la bahía de Xàbia. Finalmente, la vajilla de mesa de importación fenicia es muy escasa y únicamente se documenta en el asentamiento
del Alt de Benimaquia.
Para la comarca de la Marina Alta, nos encontramos con un
patrón de distribución de estos elementos que podríamos considerar análogo al de la zona de los Valles de Alcoi aunque con
la salvedad de que en el primer caso, no existen excesivas diferencias en la tipología de los asentamientos, documentándose
únicamente poblados en altura con una posible gradación en
Fig 4.8. Patrón de distribución de las importaciones de los ss. VII-VI a.C. en la Marina Alta.
68
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Fig 4.9. Patrón de distribución de las importaciones de los ss. VII-VI a.C. en la Marina Baixa.
cuanto a su tamaño sin que se pueda hablar de asentamientos
en el llano. Se puede apreciar una clara dispersión en cuanto
a la aparición de ánforas fenicio-occidentales mientras que los
elementos de preparación están concentrados en un único asentamiento y la vajilla de mesa en otro. No obstante, es cierto que
debemos abordar este registro con todas las cautelas ya que las
excavaciones sistemáticas llevadas a cabo en esta área son muy
escasas, limitándose únicamente a Alt de Benimaquia. En ambas zonas, este patrón de distribución caracterizado por la gran
dispersión de las ánforas relacionadas con el comercio de vino
contrasta con lo que ya hemos visto en otras áreas como el Bajo
Ebro (Sardà, 2010a) donde el patrón se caracteriza por una concentración de los elementos relacionados con la comensalidad
en unos pocos asentamientos y vinculados a espacios o edificios
muy concretos. Esta dispersión avala nuestra hipótesis de que
la demanda de vino se encuentra relativamente extendida incluyendo a un amplio segmento de la sociedad.
Un patrón de distribución algo distinto parece estar representado por la comarca de la Marina Baixa, donde estos elementos relacionados con rituales de comensalidad se concentran en un único espacio, la necrópolis de Les Casetes, todos
ellos relacionados con la preparación y vajilla de mesa, no
siendo en todo caso excesivamente abundantes, así como en
cinco tumbas datadas a finales del s. VI a.C. con platos de ala
ancha en la necrópolis de Poble Nou (fig. 4.9). En esta zona
sí cabe la posibilidad de que nos encontremos ante un modelo
de poblamiento muy concentrado en un hipotético oppidum
ubicado en el actual Barri Vell de Villajoyosa ya que no se ha
documentado ningún asentamiento más para este período del
Hierro Antiguo a pesar de ser una comarca muy bien conocida
a nivel de prospección (Moratalla, 2004).
4.3. ÉPOCA IBÉRICA (SS. V-IV A.C.)
En este apartado nos centraremos en el período ibérico antiguo,
es decir, finales del s. VI y el s. V a.C. y en la primera fase del
ibérico pleno, concretamente el s. IV a.C. Hemos querido estudiar este período de forma diferenciada debido a que posee
algunas características que nos permiten definirlo muy bien en
relación con las prácticas de comensalidad.
A grandes rasgos, aunque lo analizaremos con mayor profundidad a lo largo de este capítulo, se produce un cambio importante a mediados del s. VI a.C. ya que se interrumpe la llegada de
ánforas fenicio-occidentales, hecho que ha sido tradicionalmente
explicado por la crisis sufrida por los centros fenicios del levante
mediterráneo y por tanto de sus enclaves coloniales en occidente (Ramon, 1995; Aubet, 1997; Ordóñez, 2011). Aparte de estas
causas exógenas debemos tener en cuenta también las transformaciones que se producen en el seno de las comunidades locales.
Es muy posible que la demanda de estas ánforas y por tanto de
su contenido, principalmente vino, se viera sustituida por la producción indígena, hecho que veíamos constatado en momentos
tempranos en Alt de Benimaquia (Gómez y Guérin, 1995) y que
podemos inferir también de la aparición de vid en el registro arqueológico de diversos núcleos de nuestra área de estudio para
este momento. Esta producción de vino, que no documentamos
en todas las áreas ibéricas, generaría un comercio interior entre las
distintas zonas utilizando como contenedor las ánforas ibéricas,
cuestión poco estudiada, por lo que resulta muy difícil distinguir
los centros de producción de este tipo de ánforas indígenas.
A continuación, y trabajando con las distintas unidades de observación (objetos, contextos y paisajes) trataremos de analizar este
tipo de elementos relacionados con las prácticas de comensalidad,
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así como trataremos de entenderlos en el marco de las estrategias
ideológicas desplegadas por las elites para afianzar su posición
social en este momento. Al igual que en el período anterior, nos
encontramos con algunas limitaciones derivadas de la escasez de
contextos primarios estudiados estratigráficamente, proviniendo la
gran mayoría de los materiales de prospecciones.
4.3.1. Los objetos
Elementos de almacenamiento y transporte
En este grupo es donde nos encontramos un mayor contraste
con respecto a la fase anterior ya que apenas tenemos algunas
evidencias testimoniales de la llegada de ánforas a esta zona, posiblemente sustituidas por ánforas locales procedentes de otros
asentamientos ibéricos, salvo en El Puig donde sí encontramos
bastantes ejemplares (Grau y Segura, 2013) y un fragmento en
La Torre. Por tanto, podríamos encontrarnos con unas pautas
similares a las de la fase anterior, pero con importaciones de escala más regional y difícilmente reconocibles en el estado actual
de la investigación. Únicamente se documentan dos ejemplares
de ánforas púnicas del Círculo del Estrecho del tipo Ribera G o
Ramon T-8.2.1.1 (fig. 4.10: 1) y las ánforas tipo Mañá-Pascual
A4 evolucionada o Ramon T-11.2.1.4 (fig. 4.10: 2), ambos tipos
relacionados seguramente con el comercio de salazones. Otro
tipo documentado en esta área es el ánfora Ramon T-8.1.1.1 o
PE 14 procedente de Ibiza (fig. 4.10: 3).
Elementos de preparación
Dentro de este grupo podemos incluir dos formas por su funcionalidad como contenedores de líquidos, muy posiblemente vino,
que poco tienen que ver con las toscas ánforas que hemos comentado más arriba, ya que se trata de recipientes de lujo que en sí
mismos constituyen bienes de prestigio.
La primera forma es un ánfora ática de figuras rojas del tipo A
(Beazley, 1968), datada en torno al 470-460 a.C. y caracterizada
por su boca abocinada de perfil recto o levemente cóncavo, que
se une al cuello en un marcado ángulo, dos asas que van desde la
zona media del cuello hasta el hombro, perfil en S del cuerpo y pie
compuesto por una peana con una estría que marca el remate superior del escalón y una moldura que indica el arranque del cuerpo,
además de poseer una rica decoración en figuras rojas (fig. 4.10:4).
El otro contenedor que documentamos en nuestra área de estudio
es la pélike de figuras rojas, datada de forma genérica entre el 480
y el 350 a.C. y que se define como un recipiente cerrado con borde
exvasado, cuello indicado, dos asas, cuerpo globular y pie anular o
en forma de disco (fig. 4.10: 5).
Uno de los recipientes esenciales en las prácticas de consumo
ritual para esta época es la crátera ática de figuras rojas o barniz
negro, donde se mezclaba el vino, ya que en la Grecia clásica rara
vez se consumía puro, sino que se mezclaba con agua, miel, hierbas
aromáticas… (Luke, 1994) y es muy posible que entre las comunidades ibéricas se consumiera también de este modo. Asimismo, el
vino era distribuido entre los asistentes desde este mismo recipiente. En nuestra área de estudio documentamos dos tipos de cráteras,
siendo la más antigua la de columnas (Beazley, 1968), datada entre
el 500 y el 370 a.C. y caracterizada por una boca amplia con borde
recto y engrosamiento cuadrado al exterior, cuello ancho y cilíndrico, cuerpo de tendencia globular y pie anular redondeado y moldeado al exterior (fig. 4.10: 6). Su elemento más característico son
las dos asas verticales en forma de columnas situadas en el hombro.
70
El otro tipo documentado es la crátera de campana (Beazley, 1968),
datada entre el 425 y el 320 a.C. y definida por su forma de campana invertida, con amplia boca, borde exvasado, labio redondeado y
base compuesta por una peana rematada por un pie de disco. En el
tercio superior del cuerpo arrancan dos asas en forma de herradura,
sección circular y curvadas hacia arriba (fig. 4.10: 7). Ambos tipos
se decoran mediante la técnica de figuras rojas, representándose en
muchos casos escenas dionisíacas o de banquete.
Otro objeto que podemos incluir dentro de este grupo es
el colador etrusco de bronce hallado en la necrópolis de Poble
Nou (Espinosa, 2011: 305). Posee un cazo central de poca profundidad con la base agujereada formando círculos concéntricos y enmangue de sección cuadrangular decorado (fig. 4.10:
8). Se trata de un objeto con una funcionalidad similar a la que
veíamos para el infundibulum de Xàbia, sirviendo para colar el
líquido con el fin de filtrar las impurezas que pudiese contener
el vino. Este tipo de objetos tienen un origen etrusco (Marzoli,
1991; Vives-Ferrándiz, 2006-2007) y podría datarse en el s. VI
a.C. aunque se amortiza en una tumba del s. V a.C.
Elementos de vajilla
Este conjunto de objetos es sin duda el más numeroso en nuestra
zona de estudio y está constituido principalmente por copas y boles
cuya funcionalidad es la de ser utilizados para beber el vino en el
marco de estas prácticas de comensalidad ritual. Los encontramos
con diversos estilos decorativos, como son los estilos de figuras
rojas y figuras negras, así como en barniz negro.
Comenzaremos describiendo la amplia variedad de objetos
que podemos catalogar como copas y que hemos podido documentar en los asentamientos de esta zona. Una de las formas documentadas es el kántharos de barniz negro y labio moldurado
(Sparkes y Talcott, 1970) con una cronología entre el 375 y el
275 a.C. (fig. 4.11: 1). Se caracteriza por un borde ligeramente
exvasado con labio moldurado con perfil de tendencia triangular, cuello destacado y cilíndrico, cuerpo globular agallonado y
base anillada y con una moldura en la parte superior. Presenta
también dos asas verticales de sección circular y un espolón en
la parte superior que arranca desde el labio y se une al cuerpo
del recipiente. Documentamos también un kántharos del tipo
Saint Valentin correspondiente al tipo IV (Howard y Johnson,
1954) (460-370 a.C.) con el característico patrón de bandas con
motivos geométricos pintados de negro y blanco.
También documentamos diversos tipos de skyphoi, recipiente caracterizado por su borde recto o ligeramente exvasado,
cuerpo de proporciones anchas en forma de curva convexa y
base compuesta por un pie en ocasiones anillado o simplemente
no diferenciado. Lo más característico son las dos asas de perfil circular dispuestas horizontalmente en la zona del borde, en
ocasiones inclinadas hacia arriba (fig. 4.11: 2). Entre los skyphoi
más antiguos de nuestro repertorio encontramos una mastoid
cup de figuras negras del grupo de Haimón y sucesores (Boardman, 1974: nº 274) datada entre el 510 y el 460 a.C. A finales
del s. V a.C. encontramos también skyphoi de origen ático con
decoración sobrepintada de color blanco en forma de guirnaldas
en la zona del borde. Finalmente, se documentan también varios
skyphoi áticos de barniz negro en el s. IV a.C.
Otra forma similar a la anterior, pero con un perfil más
bajo y menos profundidad es la copa-skyphos o kylix-skyphos
(fig. 4.11: 3). Presenta borde recto o ligeramente exvasado,
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Fig 4.10. Elementos importados de almacenamiento, transporte y preparación en los ss. V-IV a.C. 1. Ánfora T-8.2.1.1, 2. Ánfora T-11.2.1.4,
3. Ánfora T-8.1.1.1, 4. Ánfora de figuras rojas, 5. Pélike, 6. Crátera de columnas, 7. Crátera de campana, 8. Colador etrusco.
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Fig 4.11. Vajilla de importación de los ss. V-IV a.C.. 1. Kántharos, 2. Skyphos, 3. Kylix-skyphos, 4. Kylix, 5. Copa Cástulo, 6. Bolsal,
7. Lamboglia 21; 8. Lamboglia 22, 9. Lamboglia 24, 10. Lamboglia 21/25, 11. Lamboglia 23.
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cuerpo hemiesférico, pie bajo de tipo anular y dos asas de sección circular dispuestas horizontalmente en el tercio superior
de la copa, ligeramente curvadas hacia arriba. Los ejemplares
más antiguos son los de figuras negras del grupo Haimón y
sucesores (Boardman, 1974: nº 275) datados entre el 475 y
el 425 a.C. También los documentamos en el estilo de figuras
rojas (ss. V-IV a.C.) y en barniz negro (s. IV a.C.).
Una forma muy común en nuestro ámbito de estudio es el
kylix caracterizado por su amplia boca, con borde recto o ligeramente exvasado, labio apuntado, cuerpo en forma de casquete elipsoide horizontal, ancho y poco profundo. En cuanto
a la base puede ser del tipo pie alto o de pie bajo, anillado o
moldurado y de la media del cuerpo nacen dos asas de sección circular, simétricas e inclinadas hacia arriba (fig. 4.11:
4). Entre los ejemplares más antiguos destaca un kylix tipo
sub A (Bloesch, 1940) de figuras negras del grupo Haimón y
un kylix de pie alto datado entre el 500 y el 450 a.C. También
datadas en el s. V a.C. encontramos kylikes de pie bajo y las
conocidas como copas delicate class en barniz negro (450400 a.C.) (Sparkes y Talcott, 1970) caracterizadas por su pie
bajo y sus asas que superan la altura de borde. A caballo entre
ambos siglos encontramos los kylikes de figuras rojas del grupo pintor de Viena 116 (450-350) (Beazley, 1968) y algunos
kylikes de pie bajo y figuras rojas para el s. IV a.C.
Una de las formas más comunes en los asentamientos de
esta zona para el s. V a.C. es la copa Cástulo o forma Lamboglia 42a (fig. 4.11: 5). Se trata de un tipo de kylix con borde
ligeramente exvasado y labio apuntado y un característico resalte en la parte baja interna del borde. Presenta un cuerpo en
forma de casquete hemiesférico horizontal que da lugar a un
recipiente amplio y poco profundo con pie bajo anillado. Presenta asimismo dos asas simétricas de sección circular e inclinadas hacia arriba que arrancan de tercio superior del cuerpo.
Se data genéricamente entre el 450 y el 375 a.C.
La última forma dentro de este grupo de las copas es el bolsal
(Sparkes y Talcott, 1970) (fig. 4.11: 6). Se trata de un recipiente
de profundidad media con borde recto y labio no diferenciado,
paredes de tendencia vertical, con pie indicado. Presenta dos asas
simétricas horizontales opuestas bajo el borde, de sección circular
y en forma de herradura. Se trata de un recipiente fabricado en
barniz negro y con una datación entre el 425 y el 300 a.C.
El grupo más numeroso para el s. IV a.C. en esta zona es el
de los boles de barniz representados concretamente por cuatro
formas. La primera de ellas es el bol incurved rim (Sparkes y
Talcott, 1970) o forma Lamboglia 21 (425-300 a.C.) caracterizado por presentar borde entrante con labio redondeado, cuerpo en forma de casquete esférico y poco profundo y base con
pie anular redondeado al exterior y un surco en la superficie
de apoyo (fig. 4.11: 7). El otro tipo más común es el bol tipo
outturned rim (Sparkes y Talcott, 1970) o forma Lamboglia 22
(500-300 a.C.) que presenta borde exvasado y engrosado de
labio redondeado con una pequeña acanaladura horizontal en
su cara externa, cuerpo en forma de casquete esférico y suave
carena en la parte inferior y pie anular con sección de tendencia trapezoidal y “uña” en la superficie de apoyo (fig. 4.11: 8).
Otra forma representada en nuestro repertorio es la Lamboglia
21/25 (400-310 a.C.), se trata de un pequeño cuenco con borde
ligeramente entrante con labio redondeado, cuerpo en forma
de casquete esférico poco profundo y base con pie anular en
ocasiones con un resalte en la parte superior (fig. 4.11: 10).
Finalmente, documentamos la forma Lamboglia 24 o salero
(Sparkes y Talcott, 1970) (500-325 a.C.) recipiente de pequeño
tamaño de borde entrante y labio apuntado, cuerpo en forma de
casquete esférico y pie bajo anular (fig. 4.11: 9).
Un último conjunto dentro del grupo de vajilla de mesa serían
los platos, cuya representación en nuestro repertorio es mínima y
únicamente documentamos una forma en barniz negro, el plato
de pescado (Sparkes y Talcott, 1970) o forma Lamboglia 23 (400300 a.C.) que se caracteriza por ser una forma abierta y poco profunda con borde exvasado y labio pendiente, pie anular y cazoleta
central en el interior (fig. 4.11: 11).
4.3.2. eL contexto DeL regIstro ArqueoLógIco
Más allá de la mera prospección superficial contamos con algunos contextos más fiables y excavados con metodología arqueológica siendo la zona mejor conocida la de los Valles de
Alcoi (fig. 4.12). En esta zona disponemos de un amplio repertorio de cerámicas de importación griega en El Puig, muchas de
ellas procedentes de excavaciones antiguas mientras que otras
proceden de las excavaciones llevadas a cabo en los últimos diez
años, lo que nos permitirá analizar las frecuencias de aparición,
porcentajes del total del repertorio recuperado o asociación a determinados agregados domésticos. Otro contexto estratigráfico,
aunque no primario, es el del asentamiento de l’Alt del Punxó
que nos permite analizar estos repertorios cerámicos en una tipología distinta al oppidum como es la aldea. Trasladándonos a la
comarca de la Marina Baixa, encontramos un contexto funerario
sumamente interesante en la denominada Fase I de la necrópolis
de Poble Nou donde incluso se ha identificado un posible espacio de consumo ritual en relación con banquetes funerarios. La
limitación en este caso concreto la hallamos en la falta de una
publicación completa de los resultados de la excavación de esta
necrópolis que nos permita establecer asociaciones entre materiales y tumbas o el estudio de posibles silicernia.
En este apartado pasamos a abordar en detalle las evidencias
arqueológicas de estas importaciones de vajilla griega en relación
con los distintos asentamientos. Analizaremos tres comarcas bien
diferenciadas geográficamente y que nos permitirán estudiar las
diferentes dinámicas en ámbitos tanto costeros como del interior.
Los Valles de Alcoi
Comenzaremos analizando el oppidum del El Puig (García y
Grau, 1997: 121; Grau y Segura, 2013: 108-109 y 166-167) que
supone el ejemplo paradigmático de asentamiento para época
ibérica antigua y plena en la facies del s. IV a.C. para la comarca. Este asentamiento presenta un gran volumen de importaciones de origen griego halladas tanto en las excavaciones antiguas (Rubio, 1985), que nos impiden establecer asociaciones
fiables con las distintas estructuras, como en las excavaciones
de los últimos diez años (Grau y Segura, 2013). En total contamos con un total de 147 ejemplares correspondientes tanto a
cerámica ática de figuras negras, figuras rojas y barniz negro.
Para la primera mitad del s. V a.C. contamos con dos copasskyphoi datadas en la primera mitad del siglo, una de ellas del
estilo figuras negras, una forma abierta indeterminada también
de este mismo estilo y un kylix de pie alto. Para la segunda mitad de este mismo siglo, documentamos en el estilo de figuras
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Fig 4.12. Asentamientos con importaciones de los ss. V-IV a.C. en el área de los Valles de Alcoi. 1. Covalta, 2. Cova dels Pilars, 3. Alt del Punxó,
4. Ermita del Cristo, 5. El Xarpolar, 6. La Penya Banyà, 7. Pic Negre, 8. Els Ametllers, 9. Castell de Cocentaina, 10. La Torre, 11. El Terratge, 12.
El Pitxòcol, 13. Coll del Surdo, 14. Benimassot, 15. El Xocolatero, 16. El Castellar, 17. El Puig, 18. La Serreta, 19. Castell de Penàguila.
rojas tres kylikes de pie bajo y dos cráteras de columnas, mientras que en barniz negro encontramos ocho copas Cástulo, seis
copas delicate class, tres skyphoi de guirnaldas y decoración
sobre pintada y dos boles de la forma L.22.
No obstante, la mayoría de las importaciones áticas de este
poblado corresponden al s. IV a.C. En el estilo decorativo de figuras rojas documentamos para este siglo una crátera de columnas,
15 cráteras de campana, ocho skyphoi y 13 kylikes de pie bajo.
En el estilo de barniz negro encontramos un kylix de pie alto, dos
kylikes de pie bajo, cinco skyphoi, cuatro bolsales, tres kántharoi
moldurados, 31 boles de la forma L.22, 27 boles de la forma L.21
y siete boles de la forma L.24. Finalmente se documentan dos
ejemplares que son menos frecuentes y que no corresponden a
estos dos estilos como un kántharos del tipo Saint Valentin y una
crátera de campana de procedencia suditálica.
A estas importaciones de origen ático debemos añadir la
aparición de algunos ejemplares de ánforas que podemos dividir principalmente en dos grupos, atendiendo a su área de
origen. Por un lado, encontramos cinco ánforas procedentes
de la zona del Círculo del Estrecho correspondiente a los tipos Ribera G o Ramon T-8.2.1.1 y al tipo Mañá-Pascual A4
evolucionada o Ramon T-11.2.1.4. El otro grupo es el correspondiente a las 10 ánforas procedentes de la isla de Ibiza pertenecientes al tipo Ramon T-8.1.1.1.
El siguiente asentamiento que presenta un mayor número
de importaciones áticas es el oppidum de La Covalta (Vall
del Pla, 1971; García y Grau, 1997: 125) con un total de 56
74
recipientes. Para el s. V a.C. documentamos dos kylikes de figuras rojas, dos copas Cástulo y cuatro skyphoi de guirnaldas.
Ya en el s. IV a.C. se han identificado en el estilo de figuras
rojas una crátera de campana, un kylix del grupo del pintor de
Viena 116 y dos copas-skyphoi; en el estilo de barniz negro
encontramos 10 boles del tipo L.21, 10 boles del tipo L.22,
dos platos L.23, ocho boles L.24, tres boles L.21/25, cinco
bolsales, cuatro kylikes, y dos kántharoi.
En el oppidum de La Serreta (García y Grau, 1997: 122)
documentamos materiales pertenecientes al s. IV a.C., con
un total de 14 objetos. En cuanto al estilo de figuras rojas se
han identificado cinco cráteras de campana, tres kylikes, dos
de ellos pertenecientes al grupo del pintor de Viena 116, un
skyphos y una pélike. En el estilo de barniz negro documentamos dos boles de forma indeterminada, un bol L.22 y dos
platos de pescado L.23. Dichos elementos los encontramos en
la zona de hábitat, que para esta centuria nos resulta bastante
desconocida y sobre todo en la necrópolis.
En la Cova dels Pilars (Grau, 1996a), catalogada como una
cueva-santuario también se ha documentado un importante repertorio de materiales importados representados por un ánfora
ática de figuras rojas del tipo A de buena calidad datada entre
en torno al 470-460 a.C. y decorada con una escena que hemos
analizado más detalladamente en el capítulo dedicado a los rituales de iniciación. Ya para el s. IV a.C. documentamos un
kylix de figuras rojas perteneciente al grupo del pintor de Viena 116, un borde perteneciente a un plato de pescado L.23, un
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kántharos de borde moldurado y un bol del tipo L.22 con decoración impresa de palmetas, un círculo de ovas y otra banda de
palmetas enlazadas en el exterior. También encontramos un bol
de este tipo en otra cueva-santuario de la región, concretamente
la de La Pastora (Machause, Amorós y Grau, 2017).
En el pequeño poblado con función estratégica del Pic Negre (García y Grau, 1997: 122) encontramos ocho ejemplares
datados todos ellos en el s. IV a.C. Dentro del grupo de figuras rojas se documenta una crátera de campana, un kylix y dos
copas-skyphoi mientras que en el estilo de barniz negro, un bol
del tipo L.21, dos boles L.21/25 y un plato de pescado L.23.
En el oppidum de El Pitxòcol (García y Grau, 1997: 124; Amorós, 2015) se documentan ocho ejemplares. El elemento más antiguo dentro de este tipo de cerámicas es una crátera de columnas de
figuras rojas con decoración en forma de palmeta y que podríamos
datar a mediados del s. V a.C. También en el estilo de figuras rojas
contamos con un fragmento de copa de pie bajo donde se representa una cabeza y un fragmento de crátera de campana ambas piezas
con una cronología del s. IV a.C. En cerámica ática de barniz negro
encontramos tres bordes de bol correspondientes a la forma L.21
y una base de una forma indeterminada, además de diversos fragmentos informes, todo ello datado en el s. IV a.C.
En el oppidum de El Xarpolar (Grau y Amorós, 2014: 244)
se documenta una base de bol con decoración de ruedecillas y
palmetas, correspondiente a un cuenco de barniz negro, un borde
de crátera de campana de figuras rojas, un borde vuelto al interior
y una base de bol de barniz negro. Por otra parte, en el oppidum
de El Castell de Penàguila (García y Grau, 1997: 122) se ha documentado una copa Cástulo de barniz negro datada en la segunda
mitad del s. V a.C. mientras que para el s. IV a.C. se han identificado un kylix de pie bajo y figuras rojas, un bol de la forma L.21
y otro de la forma L.22, ambos en barniz negro.
En la aldea de l’Alt del Punxó (Espí et al., 2009) se documenta para la segunda mitad del s. V a.C., una copa Cástulo
mientras que para el s. IV a.C. se identifican en el estilo de figuras rojas tres kylix y un borde y una base de formas indeterminadas, mientras que en el estilo de barniz negro documentamos
un borde perteneciente a la forma L.21 y un fragmento de L.22,
así como una base de una forma indeterminada.
En el resto de asentamientos donde se documentan estas
cerámicas de importación aparecen en mucha menor medida
como es el caso de la aldea de El Xocolatero y el caserío de Penya
Banyà con una copa Cástulo en cada asentamiento datadas en la
segunda mitad del s. V a.C. Para el s. IV a.C. documentamos en
El Castell de Cocentaina, un bol L.21, dos boles L.22 y un bolsal, ambos en barniz negro así como un ánfora del tipo T-8.2.1.1
del Círculo del Estrecho; en El Terratge se han identificado una
copa-skyphos de figuras rojas, un kylix de pie bajo y un bol de
la forma L.21, estos dos últimos en barniz negro; en la aldea de
Benimassot se documenta un skyphos de barniz negro; en el oppidum de El Castellar encontramos un kylix y una forma indeterminada de figuras rojas y un kántharos de barniz negro; en Els
Ametllers se documentan dos fragmentos indeterminados, uno de
figuras rojas y otro de barniz negro y en La Ermita del Cristo un
fragmento indeterminado de barniz negro. Finalmente se ha identificado también un ánfora del tipo Ramon T-11.2.1.4 en La Torre
y varios fragmentos informes de cerámica ática tanto de barniz
negro como de figuras rojas en la posible necrópolis del Coll del
Surdo (Grau y Molina, 2005: 249).
La Marina Baixa
Para la comarca de la Marina Baixa, contamos con numerosos
trabajos de prospección arqueológica del territorio (Moratalla,
2004) que nos permiten hacernos una idea de cuál podía ser el
paisaje de la comensalidad para estos siglos que nos ocupan (fig.
4.13). Asimismo, los estudios llevados a cabo en los últimos
años en la zona de la actual Villajoyosa, la han convertido en
uno de los asentamientos más interesantes para el estudio de la
época ibérica en la Contestania.
En este último lugar se encuentra la necrópolis de Poble
Nou, cuya Fase I se dataría en los ss. V-IV a.C. y relacionada
con el oppidum ubicado bajo el actual Barri Vell de Villajoyosa. En esta necrópolis se documentan numerosos elementos de
vajilla ática, así como el colador etrusco de bronce que comentábamos al inicio, no obstante, nuestras conclusiones se ven algo
limitadas porque aún no se ha publicado el estudio definitivo de
la misma y debemos basarnos en un estudio preliminar, aunque
bastante completo (Espinosa, Ruiz y Marcos, 2005). De los 61
puntos, ya que en ocasiones es difícil distinguir entre tumbas y
ofrendas funerarias sin restos humanos, identificados para esta
primera fase de la necrópolis, en 16 de ellos se ha documentado
cerámica de origen ático entre las que podemos destacar algunas
de ellas (Espinosa, Ruiz y Marcos, 2005: 185-186). Las más antiguas son tres piezas de cerámica ática de figuras negras, dos de
ellas documentadas en el punto 27 del sector de la calle Doctor
Fleming y datadas entre el 475 y el 425 a.C., una copa-skyphos
del grupo de Haimón y sucesores y una mastoid cup de este
mismo grupo con la representación de una escena que podemos
catalogar como de ritual dionisíaco. Mientras que la otra es un
kylix tipo sub A de este mismo grupo de Haimón datada entre el
480 y el 460 a.C. en el punto 12 del sector Vial Nou d’Octubre.
También de la segunda mitad del s. V a.C. son las copas Cástulo
de barniz negro documentadas en los puntos 43, 44 y 54 de la
calle Quintana y 14 y 55 de la calle Dr. Fleming. En cerámica
ática de barniz negro contamos con skyphoi, bolsales como el de
una sola asa documentado en el punto 32 del sector Dr. Fleming,
así como tres ejemplares de figuras rojas de buena calidad documentados formando parte del acondicionamiento de un camino
posterior así como de un basurero. Se datan en torno al 425 a.C.
y corresponden a un skyphos y dos cráteras, una de columnas y
otra de campana, esta última con una decoración de gran calidad
estilística que representa una escena de sacrificio en una cara
y una conversación entre tres personajes femeninos en la otra.
Finalmente, es especialmente interesante por su carácter excepcional el hallazgo de un colador de bronce etrusco del s. VI
a.C. pero que se amortiza en una tumba del s. V a.C. (pt. 32 de
la calle Dr. Fleming), formando parte del ajuar de un individuo
femenino junto con piezas de vajilla ática, un aro de oro con
decoración en espiral y una fíbula anular hispánica. Este tipo
de evidencias nos hacen pensar en el rol de las mujeres en la
celebración de estos banquetes y en las posibilidades futuras de
un análisis de estas cuestiones desde una perspectiva de género.
Como ya hemos señalado anteriormente este tipo de objetos se
utilizaba para el filtrado de líquidos, posiblemente vino, con el
fin de eliminar las impurezas que pudiera contener.
En el entorno de la actual Villajoyosa se han documentado
restos en distintos yacimientos tales como el Barri Vell, emplazamiento del oppidum que articularía este territorio, donde encontramos una crátera de figuras rojas y diversos fragmentos de cerámica
75
[page-n-89]
Fig 4.13. Asentamientos con importaciones de los ss. V-IV a.C. en la Marina Baixa. 1. Penyal del Comanaor, 2. Penyó del Muscaret, 3. Xauxelles, 4. Cementeri, 5. Paradís I, 6. Tossal de La Malladeta, 7. Campo de fútbol El Pla, 8. Poble Nou, 9. Barri Vell, 10. Tossal del Molinet, 11. La
Tellerola, 12. La Cala, 13. Tossal de La Cala, 14. Cova de la Pinta, 15. Altea la Vella, 16. Cap Negret.
de barniz negro que podríamos datar en el s. IV a.C. (Moratalla,
2004: 480). En el asentamiento de Xauxelles o Torre-La Cruz se
documenta una copa Cástulo datada en la segunda mitad del s. V
a.C., una pélike de figuras rojas (425-375 a.C.) y varios fragmentos informes de barniz negro (Moratalla, 2004: 470). Finalmente
se documentan para el s. IV a.C. una base de copa de cerámica
ática de barniz negro del tipo stemless, large, delicate class, rim
offset inside en el Campo de fútbol Municipal de El Pla, fragmentos
de barniz negro en el Tossal del Molinet y el Cementeri así como
fragmentos informes de figuras rojas y barniz negro en Paradís I
(Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 279 y 287).
También se han documentado algunas importaciones de
origen ático en el santuario ubicado en el Tossal de La Malladeta (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 108). Se trata de
dos individuos de figuras rojas, uno de ellos un kylix, mientras
que en barniz negro encontramos 29 individuos, entre los que
se han podido identificar claramente un skyphos, un kántharos
tipo L.40B, un bol L.22, cinco boles L.21, un bol del tipo 843853, un cuenco 863-876 (Sparkes y Talcott, 1970), dos saleros
L.24 y dos platos de pescado o L.23.
En relación con las vías que comunican la zona litoral con
el interior encontramos dos asentamientos con materiales de importación ática como son el Penyal del Comanaor o de la Caroxita
donde se documenta un bolsal y fragmentos informes de cerámica de barniz negro y el Penyó del Muscaret con dos fragmentos
informes de barniz negro ático (Moratalla, 2004: 452 y 465).
Uno de los asentamientos más importantes de la zona es el
Tossal de la Cala donde se documenta para la segunda mitad
del s. V a.C., una copa Cástulo mientras que para el s. IV a.C.
76
se han identificado dos pequeños boles del tipo L.24, un bolsal y un bol del tipo L.22 (Bayo, 2010: 61-65). En el entorno
de este asentamiento encontramos dos pequeños poblados con
funciones estratégicas donde se han encontrado fragmentos informes de cerámica de barniz negro como son La Tellerola y
La Cala (Moratalla, 2004: 495 y 499).
Hacia los valles del interior encontramos la Cova Pinta que
ha sido catalogada como una cueva-santuario presenta un conjunto compuesto por tres saleros correspondientes a la forma
L.24 con una cronología en torno al 350 a.C.; un bolsal con
decoración de palmetas impresa en el fondo interno datado en
la segunda mitad del s. V a.C. y finalmente, tres copas, una de
ellas del tipo Cástulo o inset-lip datadas también en la segunda
mitad del s. V a.C. (Sala, 1995: 201).
Hacia el norte de la comarca encontramos la necrópolis de
Altea la Vella donde se identifican algunos fragmentos de cerámica ática de barniz negro (Morote, 1981: 423) hoy desaparecidos y entre los que se identifican una crátera de columnas
de figuras rojas y un kylix de pie bajo en barniz negro, ambos
fechados en la primera mitad del s. IV a.C. (Rouillard, 1991).
Cerca de este asentamiento, en Cap Negret se documentan diversas cerámicas áticas tanto de figuras rojas como de barniz
negro datadas en el s. IV a.C. (Olcina y Sala, 2000).
La Marina Alta
Para finalizar nuestro repaso a estos tres territorios, veamos
cuáles son las evidencias de vajillas de importación relacionadas con la comensalidad en la comarca de la Marina Alta (fig.
4.14). Para este territorio contamos con una documentación
mucho más escasa, limitada en la mayoría de los casos a traba-
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Fig 4.14. Asentamientos con importaciones de los ss. V-IV a.C. en la Marina Alta. 1. La Moleta, 2. El Passet, 3. Cova Fosca, 4. Coll de
Pous, 5. La Plana Justa, 6. El Castellet, 7. L’Empedrola, 8. Penyal d’Ifach, 9. Punta de Moraira.
jos de prospección y a pesar de que esta zona se haya considerado tradicionalmente como un importante foco de presencia
griega en el occidente mediterráneo, proponiéndose incluso la
ubicación en esta comarca de la Hemeroskopeion de las fuentes. Estas hipótesis contrastan con el conocimiento del registro
arqueológico para estos dos siglos.
Para la época ibérica antigua encontramos evidencias de vajilla ática en el asentamiento de la Plana Justa con un borde y un
asa de copas Cástulo, así como un asa perteneciente a una forma
indeterminada (Bolufer y Vives-Ferrándiz, 2003: 81). También en
el Penyal d’Ifach se han identificado diversas cerámicas áticas datadas a finales del s. V a.C. como un kylix de pie alto de figuras
rojas, una copa Cástulo y varios kylikes de pie bajo de barniz negro
(Sala, 1994: 285) mientras que para el s. IV a.C. se documentan
restos de kylikes y páteras, así como un ánfora de importación de
origen púnico T-8.2.1.1 del grupo conocido como Círculo del Estrecho (Aranegui, 1986: 53-54). En el asentamiento de El Castellet
se han documentado 150 fragmentos de cerámica ática de barniz
negro entre los que encontramos boles del tipo L.21 y 22, kylikes y
bases con decoración a ruedecilla (Moratalla, 2004: 525-526). En
el asentamiento de L’Empedrola interpretado como una torre de vigilancia se han documentado también algunos materiales de impor-
tación como son tres ánforas púnico-ebusitanas del tipo T-8.1.1.1 y
un ánfora púnica T-8.2.1.1 del Círculo del Estrecho, así como un
plato del tipo L.23 o de pescado de cerámica ática de barniz negro
todo ello datado en el s. IV a.C. (Bolufer y Sala, 2009: 58-59). En
la Cova Fosca, interpretada como una cueva-santuario ibérica, también encontramos algunos ejemplares de barniz negro ático como
los boles del tipo L.21 (Sala, 1994: 285) que podríamos datar entre
el 425 y el 300 a.C. Finalmente se documenta un fragmento de
cerámica ática de barniz negro con decoración a ruedecilla en el
asentamiento de Coll de Pous (Castelló y Costa, 1992: 17) y referencias genéricas a la presencia de este tipo de importaciones en el
asentamiento de Punta de Moraira (Grau, 2000: 445) y de barniz
negro ático en La Moleta y en el Passet de Segària (Castelló, 2015:
131-133 y 137-140).
4.3.3. AnáLIsIs De Los DAtos
Los elementos del banquete
El primer elemento que debemos reconocer cuando tratamos los
banquetes o prácticas de comensalidad es el producto consumido. Cuando analizamos el repertorio de importaciones áticas
para los ss. V-IV a.C. vemos que está constituido básicamente
77
[page-n-91]
por recipientes relacionados con la mezcla y el consumo de líquidos, muy posiblemente vino, aunque no podemos descartar
otro tipo de bebidas alcohólicas comunes entre las comunidades
iberas como la cerveza. La parafernalia que encontramos en los
asentamientos de nuestra área de estudio es muy similar a la del
symposion o ceremonia del vino en el ámbito griego, lo que no
quiere decir que entre las comunidades iberas se adopte sin más
este ritual, sino que sería reinterpretado y adaptado a las relaciones sociales locales. El vino, como ya veíamos para el período
anterior, sigue teniendo un papel protagonista en las prácticas
de consumo ritual debido a sus propiedades psicotrópicas que
favorecen su consumo en un ambiente convivial y festivo. No
obstante, a mediados del s. VI a.C. se produce una interrupción en la importación de ánforas vinarias de origen feniciooccidental y por tanto de vino foráneo, posiblemente porque las
comunidades iberas de la franja oriental peninsular ya dominan
las técnicas para el cultivo de la vid y la producción del vino
como veíamos en el temprano ejemplo del Alt de Benimaquia,
producción que se generalizará en época plena.
Las escasas ánforas de importación que se documentan para
este período proceden de la órbita púnica como puede ser el grupo del Círculo del Estrecho o las ánforas ebusitanas, seguramente relacionadas con el comercio de salazones, que por otra parte
también podrían consumirse en estos banquetes como un producto
exótico y de compleja adquisición. Aunque el vino sería el protagonista de estas prácticas, no debemos descartar el consumo de
otro tipo de productos como la carne, muy valorada en los banquetes por su alto contenido en proteínas. En el asentamiento mejor conocido para este momento en esta zona, El Puig, contamos
con una gran cantidad de restos de fauna asociados a contextos
domésticos que presentan marcas de origen antrópico realizadas
durante su procesado como fracturas, desarticulación, descarnado
y consumo, en ocasiones con alteraciones por fuego que indican el
asado de estos alimentos. Predominan en muchos casos las partes
con un mayor contenido cárnico y especies como los ovicápridos,
los suidos y los bóvidos (Grau y Segura, 2013: 201-220). A pesar
de contar con este rico registro faunístico, no podemos asociarlo
directamente a prácticas de consumo ritual o a un consumo cotidiano ya que no se trata de depósitos primarios que nos aporten
información de tipo contextual.
Entre los elementos de preparación contamos con las cráteras, recipiente utilizado para la mezcla del vino con agua, miel,
hierbas aromáticas, queso rallado…siendo luego distribuido entre
los comensales desde este mismo recipiente. Por tanto, es muy
posible que estas cráteras constituyan un elemento diacrítico que
otorgaba a su propietario unos atributos o condiciones sociales
especiales, de ahí su menor presencia en el registro arqueológico
con respecto a otros vasos. Para los Valles de Alcoi, que es el
territorio para el que contamos con una muestra más significativa,
en el s. V a.C. suponen un 9,5 % de los vasos importados, mientras que para el s. IV a.C. supondrían el 14,3 % del total (Grau,
2002: 176). Otro elemento de preparación que documentamos es
el colador de bronce etrusco que formaba parte del ajuar de una
tumba femenina de la necrópolis de Poble Nou, empleado para el
filtrado de líquidos con el objetivo de eliminar las impurezas que
este pudiese contener antes de ser servido.
Entre la vajilla de mesa, el grupo mayoritario está compuesto por los recipientes para beber entre los que podemos
incluir los boles, que también podrían ser empleados para el
78
consumo de alimentos sólidos dependiendo del tamaño, y las
copas. En los Valles de Alcoi, los boles suponen un 4,8 % del
total en el s. V a.C. mientras que en el s. IV a.C. constituyen el
grupo mayoritario con un 44,3 % del total de las importaciones.
Por otra parte, las copas y otros recipientes para beber suponen
el 85,7 % del total de las importaciones en el s. V a.C. mientras
que en el s. IV a.C. corresponden al 36,9 %. Finalmente, otro
elemento de la vajilla de mesa como son los platos de pescado
tiene una presencia muy escasa con un 2 % del total en el s. IV
a.C. (Grau, 2002: 176), aunque por otra parte, debemos señalar
que la presencia de diversos tipos de platos entre el repertorio
de cerámica ibérica es muy abundante. Para los otros dos territorios objeto de nuestro estudio las pautas en cuanto a la aparición
de vajilla ática en estos dos siglos, es muy similar a la que hemos visto para los Valles de Alcoi, aunque la muestra es mucho
menor y en muchas ocasiones no contamos con la adscripción
a una determinada forma, es por ello que hemos tomado como
ejemplo paradigmático esta zona del interior contestano.
Lo primero que constatamos cuando analizamos las importaciones en este período es la interrupción en la llegada de ánforas fenicio-occidentales, tan comunes en el período anterior y
la reducción general del volumen de las importaciones en el s. V
a.C. La interrupción en la llegada de ánforas vinarias fenicio-occidentales puede explicarse desde diversos puntos de vista, bien
buscando las causas en un elemento exógeno como la crisis sufrida por los centros fenicios del levante mediterráneo y por tanto
de sus enclaves coloniales en occidente (Ramon, 1995; Aubet,
1997; Ordóñez, 2011), o bien tratando de entender cuáles son los
cambios que se producen en el seno de las poblaciones ibéricas.
También cabe la posibilidad de que estas ánforas que ahora tienen
origen en otros centros del Mediterráneo, estén llegando únicamente a los enclaves del litoral, como vemos en el caso de El
Oral (Sala, 1995), y que sus productos sean transportados hacia
las comarcas del interior en otro tipo de recipientes.
Una cuestión importante es la del origen del vino, elemento
principal de estas prácticas de comensalidad. Para el período
anterior documentábamos un consumo de vino principalmente foráneo que llegaba tanto a las comarcas litorales como al
interior en las ánforas del tipo R1 mientras que para los ss. V
y IV a.C. parece haberse consolidado la producción de vino
en el seno de algunas comunidades ibéricas. Encontramos estructuras para la producción de vino en algunos enclaves en la
Contestania tales como varios lagares en Alt de Benimaquia en
un momento tan temprano como el s. VI a.C. (Gómez y Guérin,
1995) y en la Illeta dels Banyets datados en el s. IV a.C. (Olcina, 2005: 154-156) mientras que en la Edetania se documentan
este tipo de estructuras en los asentamientos de la Monravana,
Solana de las Pilillas (Pérez, 2000: 60-61) y Tossal de Sant Miquel (Bonet, 1995: 362) todos ellos del Ibérico Pleno. Salvo
Alt de Benimaquia para el período del Hierro Antiguo, no documentamos ninguna estructura de este tipo en nuestra área de
estudio, aunque sí se documentan restos de vitis vinífera en El
Puig (Grau y Segura, 2013: 196-197) que puede ser un reflejo de la producción de vino o bien pudo estar consumiéndose
como uva pasa secada al sol. En este sentido es significativa la
presencia de un posible centro productor de ánforas en el enclave costero de la Illeta dels Banyets (López, 1997; Álvarez,
1998) cuyos recipientes se distribuyen también hacia la zona
del interior con algunas evidencias en El Puig (Grau y Segura,
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2013: 159). Seguramente existiría un flujo comercial entre las
distintas regiones ibéricas reflejado en una cierta diversidad de
ánforas ibéricas con distintos orígenes, cuestión todavía mal
reconocida en el estado actual de la investigación.
En los ss. V y IV a.C. se produce un cambio también en el
origen de los productos importados cuya procedencia la encontramos en la mayoría de los casos en la región del Ática
con una tímida llegada de estos productos a lo largo del s. V
a.C. y una intensificación entre el 425 y el 325 a.C. No obstante, el hecho de que estos productos hayan sido elaborados en
el ámbito heleno, no implica que los agentes que lo comercializan sean necesariamente griegos, sino que en este momento y
para esta zona parece documentarse un cierto protagonismo de
los agentes comerciales púnicos asentados en la isla de Ibiza
como refleja el predominio de ánforas púnicas o incluso grafitos en los enclaves costeros como la Illeta dels Banyets (Álvarez, 1997: 145-150; Pastor, 1998: 136-137, De Hoz, 2002:
79). No obstante, este hecho entra en contradicción con los
numerosos ejemplos de escritura ibérica que encontramos en
esta zona y que nos remiten a un sustrato griego. Sea quien
sea el intermediario, encontramos un predominio de vajilla de
importación ática que refleja los intereses y demandas de las
comunidades locales, con una presencia mayoritaria de envases de barniz negro, con un 67,6 % del total frente a un 29,5
% de figuras rojas (García y Grau, 1997: 128), normalmente
estos últimos de muy mala calidad y con representaciones de
escenas de carácter dionisíaco o de banquete. Asimismo, como
ya hemos visto existe una preferencia por los pequeños recipientes del tipo cuenco o copa frente a los grandes recipientes,
existiendo una cierta variabilidad regional que se basa en las
preferencias de las comunidades locales ya que en otras zonas
como la Alta Andalucía por ejemplo existe un predominio de
los grandes vasos de figuras rojas (Grau, 2010b).
Estos productos llegarían por vía marítima a enclaves costeros
como El Oral, La Escuera, La Picola, la Illeta dels Banyets, Villajoyosa o el Penyal d’Ifach, distribuyéndose posteriormente hacia
el interior a través de diversas vías de comunicación todas ellas
de gran importancia ya en el período anterior. Desde los puntos de
llegada del área meridional de la Contestania, los productos importados seguirían la vía de penetración que supone el valle del
Vinalopó llegando los materiales a los Valles de Alcoi a través de
la Valleta d’Agres donde se ubica la Covalta y la Cova dels Pilars
(Grau y Moratalla, 1998: 117-118). Los productos que llegaban a
enclaves como la Illeta o Villajoyosa penetrarían hacia el interior a
través de los corredores de la Torre de les Maçanes y Sella mientras
que los productos desembarcados en las costas de la Marina Alta lo
harían a través de la Vall de Laguard o la Vall de Gallinera (Grau y
Moratalla, 182-183; Grau 2002: 176 y 179).
Los lugares de consumo
En nuestra área de estudio nos resulta difícil conocer exactamente
cuáles fueron los espacios donde tuvieron lugar este tipo de banquetes debido a la falta de contextos primarios o incluso conjuntos secundarios que mantengan un carácter unitario como pueda
ser la fosa FS362 del asentamiento de Mas Castellar (Pontós, Alt
Empordà) que contenía dos askoi, 15 skyphoi, seis boles o páteras
y tres jarras, junto a abundantes restos de fauna (Pons y García,
2008). Únicamente se documenta un caso similar que podría estar
evidenciando algún rito relacionado con un banquete funerario en
la necrópolis de Poble Nou donde se excavó una zanja poco pro-
funda con gran cantidad de fragmentos en su interior (Espinosa,
Ruiz y Marcos, 2005: 184) sin que podamos decir más al respecto
a la espera de la publicación general de esta necrópolis.
En cuanto al consumo en los espacios de hábitat, se da
una situación muy similar a la que documentábamos para el
período anterior ya que no encontramos ningún edificio singular destinado a este tipo de reuniones. Este tipo de materiales
se asocian normalmente a estructuras de carácter doméstico
con estancias de tamaño muy reducido que en principio no
parecen favorecer este tipo de banquetes (fig. 4.15). En el caso
de El Puig, la estancia A de la Casa 200 y una de las más grandes documentadas en el poblado tiene una superficie de 18
m2, mientras que en el Sector Corona el departamento 2 de la
Casa A que acumula el mayor conjunto de piezas de importación tiene un área de 10 m2 y el ámbito 3000 de la Casa B en
este mismo sector presenta una superficie de 22 m2. Por otro
lado, en la aldea de l’Alt del Punxó, las cabañas 6 y 7 que son
las que presentaban vajilla ática de importación presentan una
superficie de unos 20 m2. La existencia de estos espacios tan
reducidos nos lleva a pensar que estas prácticas de consumo ritual se llevarían a cabo en la mayoría de los casos al aire libre,
bien en espacios abiertos dentro del poblado o bien al exterior
del recinto amurallado ya que la fortificación constituiría uno
de los símbolos más importantes de la colectividad.
En el oppidum de la Bastida de les Alcusses, muy cercano
a nuestra área de estudio y dentro del territorio que podríamos
considerar como contestano sí se documenta un edificio de carácter singular que podría haber albergado este tipo de reuniones en el s. IV a.C. Se trata del Conjunto 5, un edificio aislado,
sin construcciones alrededor y ubicado en la zona más alta del
cerro y que además presenta potentes muros de más de 1 m de
anchura y acabados arquitectónicos destacados como suelos de
barro endurecido, pavimentos de losas o revestimientos de colores. El edificio se estructura en tres grandes estancias que dan
a un patio abierto mientras que otras estancias más reducidas
pudieron tener la función de almacén (Bonet y Vives-Ferrándiz,
2011: 90). Otra cuestión destacable es que no se documentan
objetos o herramientas relacionadas con la producción, aunque
sí hay una presencia abundante de vajilla de consumo, documentándose varias copas áticas, dos de ellas con grafitos. Recientemente se ha interpretado este edificio destacado como un
espacio de reunión donde se desarrollarían prácticas de consumo ritual (Vives-Ferrándiz, 2013: 106).
El consumo ritual en espacios sacros
Para los ss. V y IV a.C. la evidencia más clara de estas vajillas
áticas de importación en espacios que podemos considerar sacros
son las cuevas-santuario, fenómeno que hemos abordado en profundidad en el capítulo dedicado a los rituales de iniciación. Para
el territorio con el que estamos trabajando documentamos cuatro
cuevas-santuario con cerámicas áticas, la Cova dels Pilars, la Cova
de la Pastora, la Cova Pinta y la Cova Fosca. En la primera de
ellas se documenta para la primera mitad del s. V a.C. la ofrenda
de un ánfora ática de figuras rojas que pudo estar relacionada con
alguna ceremonia en la que el vino tuviese un papel protagonista.
Este rito se renovaría durante varias generaciones ofreciéndose a
la divinidad otros elementos, ya menos extraordinarios, como indican los fragmentos de cerámica ática de figuras rojas y de barniz
durante el s. IV a.C. (Grau y Olmos, 2005). Esta vajilla ática estaría acompañada por otros recipientes de cerámica ibérica, espe79
[page-n-93]
Fig 4.15. Espacios de consumo. Casa 200 de El Puig (superior) (Grau y Segura, 2013: fig. 4.34); Sector Corona de El
Puig (centro) (Grau y Segura, 2013: fig. 5.26); Cabañas 6 y 7 de l’Alt del Punxó (inferior izquierda) (Espí et al., 2009:
fig.9) y Conjunto 5 en la Bastida de Les Alcusses (inferior derecha) (Bonet y Vives-Ferrándiz, 2011: fig. 35).
80
[page-n-94]
cialmente un considerable número de ollas de cocina que pudieron
estar relacionadas bien con la ofrenda de productos o bien con la
preparación de los alimentos para el banquete. Es destacable que
la propia morfología de la cueva, con una amplia sala, favorece la
celebración de este tipo de prácticas. Otros dos ejemplos donde se
han documentado cerámicas áticas de barniz negro son la Cova
Pinta y la Cova Fosca donde pudieron llevarse a cabo ceremonias
de consumo de vino, aunque la morfología de estas cuevas sea
algo más intrincada, si bien es cierto que el consumo podría llevarse a cabo en el exterior para luego depositar los objetos en el
interior como ofrenda o como testimonio del ritual.
El otro ejemplo de presencia de este tipo de materiales en
contextos sacros son las necrópolis de Altea la Vella, cuya información es muy confusa, y de Poble Nou. De hecho, las cerámicas de mayor calidad de toda nuestra zona de estudio las
encontramos en esta segunda necrópolis además de un colador
etrusco que constituiría un importante elemento diacrítico en
estas prácticas de consumo. Posiblemente, la presencia de estos
objetos en las tumbas está señalando la importancia y el papel
del difunto en el desarrollo del banquete. Asimismo, y como
ya hemos señalado, se constatan evidencias de banquetes funerarios u ofrendas en el recinto de la necrópolis, aunque no
podamos presentar un análisis detallado de estos contextos. Para
la zona del interior también contamos con evidencias de importaciones formando parte del ajuar funerario en la necrópolis de
La Serreta donde la mayoría de las sepulturas corresponden al
s. IV a.C. y donde encontramos cerámica ática tanto de figuras
rojas (una crátera de campana y tres kylikes) como de barniz
negro (predominantemente boles L.21, L.21/25, cuencos L.22
y kantharoi) (Cortell et al., 1992: 87). Finalmente, otra posible
necrópolis es la de Coll del Surdo, vinculada al oppidum de El
Pitxòcol, donde se documentan algunas cerámicas áticas de barniz negro y de figuras rojas (Grau y Molina, 2005: 249).
Una de las manifestaciones diacríticas que no documentamos en nuestra área de estudio son los denominados silicernia,
a excepción del posible caso de la necrópolis de Poble Nou que
hemos visto anteriormente. Podríamos definir estos silicernia
como el espacio en el que fueron amortizados todos o una parte
de los elementos u objetos empleados en un banquete funerario
sin que podamos relacionarlos con un ajuar determinado (Blánquez, 1990). Dos de los silicernia más famosos se documentaron en la necrópolis ibérica de Los Villares (Hoya Gonzalo,
Albacete) (Blánquez, 1990; 1992). El primero de ellos se encontraba cercano a varios enterramientos de tipo tumular, pero
sin estar asociado con ninguno de ellos mientras que el segundo
se documentó dentro de una tumba tumular escalonada rematada con una escultura en piedra de tipo ecuestre. Ambos depósitos se hallan en sendas oquedades rectangulares excavadas en
el suelo que además se encontraba endurecido por la cremación
de los materiales tras su deposición sin ningún tipo de colocación. Entre los materiales encontramos diferentes objetos de
metal, cerámicas indígenas tanto a mano como a torno, marfiles figurados con representaciones simpóticas de procedencia
etrusca y un importante conjunto de cerámicas áticas tanto de
figuras rojas como de barniz negro. Ambos conjuntos suman
un total de más de 80 piezas áticas que se fechan en torno al
410 a.C. por la presencia de kántharos del tipo Saint Valentin
y cuya funcionalidad mayoritaria es la de vasos para el consumo de bebidas, por lo que su excavador lo interpreta como dos
ejemplos de consumo de vino de manera ritualizada y colectiva
(Blánquez, 2009: 227). Otro silicernium que podemos datar en
esta etapa y relativamente cercano a nuestra zona de estudio
es el de la necrópolis de El Molar (San Fulgencio, Alicante)
(Monraval y López, 1984) donde se documentaron dos bolsadas de planta circular rellenas de cenizas sobre una plataforma
de arcilla endurecida en las que se documentaron tanto restos
faunísticos pertenecientes a diversas especies como ovicaprinos, cerdo, buey, perro, ciervo, galápago y moluscos tanto marinos como terrestres junto a un conjunto diverso de objetos
cerámicos. Entre estos últimos encontramos varias ánforas, la
mayoría ibéricas junto a un ánfora púnica y otra de origen griego; diversos platos, especialmente páteras junto con un plato de
barniz rojo de origen púnico; otros tipos de vasos como ollas y
tinajas y finalmente un conjunto de importaciones griegas entre
las que encontramos, entre otras, una copa Cástulo y una base
del tipo delicate class. Este conjunto se ha datado en el primer
cuarto del s. IV a.C.
A pesar de que se pueden plantear muchas dudas acerca de la
interpretación de estos conjuntos como la evidencia de un banquete funerario, ya que podría tratarse también de un espacio destinado a las ofrendas al difunto, sí que nos sirve para ilustrar unas
dinámicas o unas estrategias distintas respecto a las desplegadas
en nuestro ámbito de estudio. El área central de la Contestania
se caracterizaría por una ausencia generalizada de grandes concentraciones de bienes relacionados con la comensalidad en unas
pocas manos sino más bien una gran dispersión que reflejaría la
creciente demanda de estos productos y posiblemente una estrategia de fomento de consumidores (Grau, 2010b).
El paisaje de la comensalidad
Frecuencias de aparición y tipologías de asentamiento
De nuevo en este apartado debemos remitirnos a la información
referente a los Valles de Alcoi, territorio del que existen diversas
publicaciones que nos permiten conocer detalladamente la distribución de estos elementos de prestigio en el interior de los asentamientos con el fin de establecer conclusiones de tipo estadístico
y valorar el peso de las importaciones en contextos domésticos.
Hemos seleccionado dos asentamientos cuyo registro material y
contexto arqueológico son bien conocidos como son el oppidum
de El Puig (Grau y Segura, 2013) y la aldea de l’Alt del Punxó
(Espí et al., 2009) que nos permiten comparar las frecuencias de
aparición en dos tipologías distintas de asentamiento.
Comenzaremos por el caso de El Puig donde hemos analizado pormenorizadamente tres contextos domésticos, uno de
ellos perteneciente a la segunda mitad del s. V a.C. y otros
dos datados en el s. IV a.C. La unidad doméstica más antigua
de las analizadas en este apartado es la denominada Casa 200
(Grau y Segura, 2013: 102-109) ubicada en la ladera noreste o
Sector 11Fb. Se trata de una gran vivienda de planta cuadrangular de 7,3 x 4 m articulada en dos departamentos separados
por un tabique interior, la estancia A al norte con unas dimensiones de 4,5 x 4 m y la estancia B de aproximadamente 2,8 x
4 m. Al exterior se documenta una estructura cuadrangular de
grandes bloques de piedra de 1 x 1,8 m que se interpreta como
el basamento de una escalera que conectaría con un altillo.
Se trata por tanto de una vivienda de carácter relativamente
destacado por su tamaño de unos 30 m2 y su cuidada técnica constructiva con anchos muros construidos con bloques de
81
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piedra recortados y trabados con esquirlas de piedra. En los
estratos de amortización de esta vivienda documentamos 20
ejemplares de cerámica ibérica que suponen el 76,9 % del total
del repertorio y seis vasos de cerámica de importación ática,
concretamente dos copas Cástulo, dos boles del tipo L.22 y
dos copas de figuras rojas, que corresponden al 23 % del total, todo ello datado a finales del s. V a.C. o inicios del s. IV
a.C. Por tanto, la función de los objetos predominante en esta
vivienda atendiendo al número mínimo de recipientes documentados es la de vajilla de mesa con un 61,5 % frente a la de
almacenamiento y transporte que supone el 38,5 %.
Nos trasladamos ahora al Sector Corona de este mismo asentamiento para analizar dos conjuntos de estancias que se han interpretado como sendas viviendas del s. IV a.C. La denominada
Casa A (Grau y Segura, 2013: 129-135 y 173-177; Rubio, 1985) se
inscribe en un trapecio de 5,5 x 6 m y está constituida por cuatro
estancias. El departamento 1 tiene unas dimensiones de 2,6 x 3,4
x 2,75 x 4 m y una superficie de unos 10 m2 en cuyo interior se
documentaron 21 recipientes de cerámica ibérica que suponen el
91,3 % del total y dos ejemplares de cerámica ática de importación,
concretamente un skyphos y una copa de barniz negro, que corresponden al 8,7 % del total. Este repertorio doméstico está formado
por piezas mayoritariamente correspondientes a las funciones de
despensa, mesa y cocina con proporciones de 24, 19 y 18 % respectivamente a lo que debemos añadir un 5 % de ánforas y un 34 % de
fusayolas. El departamento 2 tiene unas dimensiones de 3,7 x 2,5
x 4 x 3,4 m y una superficie de unos 11 m2 donde se documentaron
27 ejemplares de cerámica ibérica que suponen el 77,1 % del total y
ocho ejemplares de cerámica ática de importación, concretamente
tres cráteras de figuras rojas, una de ellas de columnas y otras dos
de campana, tres boles del tipo L.22, una copa de figuras rojas y
una copa del tipo delicate class, que suponen el 22,7 %, siendo
ésta la estancia que concentra un mayor número de elementos de
vajilla relacionados con prácticas de comensalidad. Los conjuntos
mayoritarios en esta estancia corresponden a las funciones de despensa (44 %) y vajilla de mesa (40 %). El ámbito 4000 es una pequeña estancia de 2,10 x 3,2 x 2,6 x 3 m de unos 8 m2 de superficie
y donde se documentaron 86 individuos de cerámica ibérica que
corresponden al 96,6 % del total y tres ejemplares de cerámica de
importación, concretamente un bolsal, una crátera de figuras rojas
y un ánfora púnica tipo T-11.2.1.4, que suponen el 3,4 % del total.
En esta estancia predominan claramente los recipientes de mesa
con un 48 % seguido de los elementos de cocina con un 15 %,
además de los recipientes de despensa (25 %) y las ánforas (10 %).
Por último, el ámbito 1000 es una reducida estancia de 2 x 2,2 m y
un área de tan solo 4,4 m2 donde se han documentado 34 recipientes de cerámica ibérica que suponen el 97,1 % frente a un ánfora
importada del Círculo del Estrecho que corresponde al 2,9 % del
total sin que se hayan documentado restos de vajilla importada. En
esta estancia predominan los objetos de despensa (40 %) y vajilla
de mesa (43 %) así como también está representada la función de
cocina (11 %) y ánforas (6 %). El cómputo general de objetos basándonos en el número mínimo de individuos de esta vivienda es
de 168 ejemplares de cerámica ibérica (92,3 %) y 14 ejemplares de
cerámica importada (7,7 %).
El último de los conjuntos que vamos a analizar en El Puig
es la denominada Casa B (Grau y Segura, 2013: 135-151 y 177188), una gran vivienda con dos fases diferenciadas en el s. IV
a.C., una primera fase con dos estancias, la 3000 y la 8000, y
82
una segunda fase con cuatro estancias más. El ámbito 3000 posee
unas dimensiones de 5,65 x 3,8 x 5 x 3,3 m y una superficie de
22 m2 donde se documentan 16 recipientes de cerámica ibérica
que representan el 88,9 % del total y dos ejemplares de importación, concretamente un bolsal de barniz negro y otra base de
una forma indeterminada, que suponen el 11,1 %. En esta estancia predominan los recipientes de despensa (43 %) seguidos de
los de mesa (22 %) y piezas dedicadas al hilado (22 %). En el
ámbito 8000 con unas dimensiones de 4,2 x 4,7 x 4,5 x 5,2 m se
documentan 10 ejemplares de cerámica ibérica con función predominantemente de cocina (73 %) y despensa (18 %) y ninguna
pieza de importación. En el ámbito 2000 con una superficie de
unos 5 m2 se documentan 22 recipientes de cerámica ibérica entre
los que predominan las funciones de mesa (42 %), despensa (33
%), y cocina (17 %) y donde no se documenta ningún elemento
importado. El ámbito 5000 presenta unas dimensiones de 4,1 x
3,2 m y una superficie de unos 18 m2 donde se han documentado
43 ejemplares de cerámica ibérica que corresponden al 95,6 % del
total frente a dos cerámicas de importación, concretamente un bol
de la forma L.21 y un ánfora púnica PE 14, que suponen el 4,4
%. En este ambiente predominan los objetos con función de despensa (40 %) seguidos de los de mesa (30 %) y cocina (16 %). El
ámbito 7000 es un espacio semicubierto formado por tres muros
con unas dimensiones de 3 x 3’2 m y una superficie de unos 10 m2
y donde se han documentado 72 ejemplares de cerámica ibérica
que constituyen el 92,3 % del total mientras que la cerámica importada está representada por dos boles de la forma L.22, un bol
de la forma L.21, un kylix de figuras rojas y dos ánforas púnicas
tipo PE 14 que suponen el 7,7 %. En este espacio predominan
los recipientes con función de mesa (38 %), despensa (26 %) y
cocina (20 %). Finalmente, encontramos el ámbito 6000 con unas
dimensiones de 4,2 x 4,3 m con una superficie de unos 10 m2 y
donde se documentaron 26 ejemplares de cerámica ibérica que
suponen el 89,7 % del total y tres ejemplares de cerámica importada, concretamente un bol de la forma L.21, un bolsal de barniz
negro y un ánfora púnica del tipo PE 14, que constituyen el 10,3
%. En esta estancia se da un predominio claro de las cerámicas
con función de vajilla de mesa (46 %), seguidos por las de despensa (21 %), cocina (18 %) y ánforas (9 %). El cómputo total de
esta vivienda es de 189 individuos de cerámica ibérica (93,6 %)
frente a 13 individuos de cerámica importada (6,4 %).
Por otra parte, el asentamiento de l’Alt del Punxó (Espí et
al., 2009) nos permite conocer las frecuencias de aparición de
este tipo de elementos relacionados con prácticas de comensalidad en una aldea de clara vocación agrícola. De las cuatro
cabañas que podemos datar en época plena, concretamente del
s. IV a.C. en dos de ellas se documentan elementos de vajilla
ática y algún ánfora importada. Se trata, como veíamos para
el período anterior, de cabañas de planta de tendencia circular,
excavadas en el sustrato geológico con muros construidos con
un zócalo de piedra y muy deteriorados cuyos alzados debían
estar compuestos seguramente de barro. En la cabaña 6 con un
diámetro de unos 5 m y por tanto una superficie de unos 19,6
m2 se documentaron en los estratos de amortización 13 ejemplares de cerámica ibérica que corresponden al 76,5 % del total mientras que las cerámicas importadas, concretamente dos
kylix de figuras rojas, una copa de barniz negro y un ánfora
púnica constituyen el 23,5 %. En esta cabaña predominan las
cerámicas con función de vajilla de mesa (35,3 %), seguidas
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por los recipientes de despensa (23,5 %), ánforas (23,5 %) y
cocina (17,6 %). En la cabaña 7, con unas dimensiones muy
similares a la anterior se documentaron nueva individuos de
cerámica ibérica que constituyen el 61’29 % del total frente a
los cinco objetos de cerámica de importación, concretamente
un bol de la forma L.21, un bol de la forma L.22, una crátera
y una copa de figuras rojas y un ánfora importada que suponen
el 35,7 %. En esta vivienda predominan los elementos con función de vajilla de mesa (35,7 %) seguidos por los recipientes
de despensa (21,4 %), ánforas (21,4 %) y cocina (14,3 %).
A modo de conclusiones generales podemos afirmar que
existe una cierta dispersión de este tipo de elementos en los
distintos sectores de los asentamientos analizados. En el caso
de El Puig no solo aparecen en las tres casas analizadas, sino
que también se documentan en la mayoría de los departamentos excavados en las campañas antiguas (Rubio, 1985) así
como en las estancias excavadas recientemente en otros puntos del Sector 11Fb (Grau y Segura, 2013: 111-126). Por otra
parte, en l’Alt del Punxó se documentan estas importaciones
en dos de las cuatro cabañas datadas en el s. IV a.C. (Espí et
al., 2009) además de en otros sectores de la aldea como los espacios productivos denominados talleres artesanales 1, 2 y 3
así como en la amortización del camino empedrado. En general, no se documentan casos en los que podamos hablar de una
excesiva concentración de estos productos en espacios concretos, aunque sí podemos hablar de una tímida acumulación
en espacios como el departamento 2 de la Casa A con ocho
individuos que suponen el 22,9 %, el ámbito 7000 de la Casa
B con seis ejemplares, aunque suponen el 7,7 %, o la Casa
200 con seis ejemplares que constituyen el 23 %. También en
l’Alt del Punxó, los repertorios de ambas cabañas presentan
un porcentaje de cerámicas de importación muy importantes,
un 23,5 % en la Cabaña 6 y muy especialmente en la Cabaña
7 con un 35,7 % del total de elementos documentados. Un elemento que sí parece concentrarse en determinados ámbitos y
que seguramente tienen un carácter diacrítico son las cráteras,
aunque de este aspecto hablaremos con mayor detalle en el
último de los apartados, dedicado a las estrategias ideológicas
derivadas de estas prácticas de comensalidad.
Por tanto, contamos para este período con varios ejemplos
de viviendas que nos permiten establecer una jerarquía entre
ellas. Por una parte, documentamos una serie de viviendas ubicadas en un centro de poder como es el oppidum de El Puig,
lo que les otorga una cierta importancia jerárquica. En primer
lugar, encontramos una vivienda propiedad de un señor desatacado perteneciente a la elite de la sociedad como es la Casa
200 datada a finales del s. V e inicios del IV a.C. Tras el abandono de este edificio documentamos otra vivienda, la Casa A
en la parte alta del poblado que también podemos considerar
como perteneciente a una familia poderosa dentro de la comunidad por la significativa acumulación de bienes importados y
no tanto por su estructura o tamaño. Como ejemplo de un rango jerárquico menor en el seno de la comunidad que habita el
oppidum encontramos la Casa B con una menor frecuencia de
aparición de bienes importados y que podría estar habitada por
varias familias que podríamos catalogar como clientes de una
familia o señor destacados. Finalmente, las unidades domésticas que hemos denominado como Cabañas 6 y 7 ubicadas en
l’Alt del Punxó cabría considerarlas en un rango menor con
respecto a las anteriores ya que se trata de viviendas campesinas donde habitarían las clientelas rurales, aunque resulta muy
significativo la aparición de vajillas de importación en este
tipo de contextos, lo que nos indica una estrategia de fomento
de consumidores por parte de las elites dominantes.
Patrones de distribución: dispersión vs. concentración
Una vez analizada la distribución de los elementos relacionados con la comensalidad en el interior de dos asentamientos,
pasamos a ver como se distribuyen estos mismos objetos en
el paisaje. En el caso de los Valles de Alcoi (Grau, 2002:
174), para el s. V a.C. se documenta la llegada de las primeras cerámicas de origen griego a cierto número de asentamientos concretamente ocho, lo que supone el 42,1 % del
total (fig. 4.16). Se trata de cuatro oppida (El Puig, La Covalta, El Pitxòcol y el Castell de Penàguila), dos aldeas (El
Xocolatero y l’Alt del Punxó), un caserío (Penya Banyà) y
una cueva-santuario (Cova dels Pilars). No obstante, será en
la centuria siguiente cuando se produzca la llegada masiva
de estos productos documentándose en 16 asentamientos que
constituyen el 57,1 % del total de los asentamientos del s. IV
a.C. Concretamente se trata de 9 de los 10 oppida (El Puig,
La Covalta, La Serreta, el Castell de Penàguila, El Xarpolar,
El Pitxòcol, el Castell de Cocentaina, la Ermita del Cristo
y el Castellar), cinco aldeas (Alt del Punxó, Pic Negre, Els
Ametllers, El Terratge y Benimassot) y dos cuevas-santuario
(Cova dels Pilars y Cova de la Pastora).
Para el ibérico antiguo se constata una cierta dispersión de
este tipo de elementos ya que se documentan en todas las categorías de asentamiento siendo en los oppida donde encontramos una mayor variedad de formas, aunque esto se debe principalmente a que son Covalta y El Puig los asentamientos de
los que conocemos un amplio registro procedente de excavaciones sistemáticas por lo que se ha podido sobredimensionar
su importancia. También se documentan en las categorías de
asentamiento subordinadas como aldeas y caseríos y una pieza
destacada en la cueva-santuario de la Cova dels Pilars. Para el
s. IV a.C. las evidencias se extienden a un mayor número de
asentamientos, documentándose en más de la mitad del total,
especialmente en los oppida, que constituyen los centros rectores del territorio y que parecen concentrar las piezas con valor diacrítico como las cráteras. Estas vajillas de importación
también se documentan en un número importante de aldeas,
entre las que debemos destacar por su importancia l’Alt del
Punxó y el Pic Negre, donde se documentan algunas grandes
piezas como cráteras, mientras que se constata una ausencia
de importaciones en los pequeños núcleos de hábitat disperso
como son los caseríos. Finalmente es destacable la presencia
de cerámicas de este tipo en la Cova del Pilars, aunque no tan
destacadas como en la centuria anterior.
En el caso de la Marina Baixa nos encontramos con pocos
asentamientos documentados para el período ibérico antiguo,
posiblemente una pervivencia del poblamiento concentrado del
período anterior (fig. 4.17). Únicamente se documentan cerámicas de importación datadas en el s. V a.C. en dos necrópolis,
la de Poble Nou, relacionada con el asentamiento más importante de toda la comarca que sería el oppidum de Villajoyosa,
y la de Altea la Vella; en un oppidum como es el del Tossal de
la Cala y en la cueva-santuario de la Cova Pinta. Para el s. IV
a.C. encontramos un mayor número de evidencias de este tipo,
83
[page-n-97]
Fig 4.16. Patrón de distribución de las importaciones de los ss. V-IV a.C. en los Valles de Alcoi.
Fig 4.17. Patrón de distribución de las importaciones de los ss. V-IV a.C. en la Marina Baixa.
84
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Fig 4.18. Patrón de distribución de las importaciones de los ss. V-IV a.C. en la Marina Alta.
documentándose estas vajillas en 13 de los 17 asentamientos lo
que supone un 76,5 % del total de los datados en esta centuria,
tanto en asentamientos tipo oppida (Barri Vell y Tossal de la
Cala), pequeños poblados de altura (Penyal del Comanaor y
Penyó del Muscaret), poblados costeros (la Tellerola, la Cala,
Cap Negret, Paradís), asentamientos rurales (Xauxelles), necrópolis (Poble Nou y Altea la Vella), santuarios (Tossal de la
Malladeta) y cuevas-santuario (Cova Pinta).
Finalmente, para la comarca de la Marina Alta contamos
con un menor número de evidencias, lo que puede deberse bien
a una dinámica distinta en relación a las importaciones o a una
falta de estudios territoriales sistemáticos que nos permitan conocer mejor esta cuestión (fig. 4.18). Para el s. V a.C. únicamente
hallamos evidencias de importaciones de origen griego en dos
poblados que podríamos catalogar como oppida (Plana Justa y
Penyal d’Ifach) y en una cueva-santuario (Cova Fosca). Mientras que para la siguiente centuria documentamos estas vajillas
en 8 de los 21 asentamientos del período, lo que supone un 38,1
%, número que contrasta claramente con lo visto para los otros
dos territorios, entre los que encontramos 4 oppida (Coll de Pous,
Penyal d’Ifach, La Moleta y El Passet de Segària), dos pequeños
poblados costeros (Punta de Moraira y El Castellet), una torre
vigía (L’Empedrola) y una cueva-santuario (Cova Fosca).
Como conclusión más importante que se desprende del análisis de la distribución de estas evidencias en el paisaje, debemos
destacar la gran dispersión de este tipo de elementos relacionados
con las prácticas de comensalidad, reflejo de una estrategia que
prima el fomento de consumidores frente a manifestaciones diacríticas (Grau, 2010b). Esta pauta es especialmente constatable
para el s. IV a.C. en los territorios de los Valles de Alcoi y de
la Marina Baixa, cuando se produce una llegada relativamente
masiva de estos productos de importación que son distribuidos
ampliamente ya que no solo llegan a los centros rectores del territorio como los oppida, sino que también los documentamos
en los asentamientos subordinados de carácter rural. En el caso
de la Marina Alta nos encontramos con un patrón algo diferente
documentándose una cierta concentración de este tipo de bienes
en unos pocos poblados, ya que en esta área no existe un poblamiento disperso con pequeños núcleos en el llano, por lo que
la explotación agrícola del territorio se llevaría a cabo desde los
propios asentamientos de altura y donde tendría un gran peso la
actividad comercial.
4.4. ÉPOCA IBÉRICA (S. III A.C.)
Continuando con nuestro recorrido por las prácticas de comensalidad en el área de estudio que venimos analizando, nos centraremos en la segunda fase del Ibérico Pleno, es decir el s. III
a.C. Se trata de una época en la que se producen importantes
cambios en el seno de las sociedades ibéricas, no solo de carácter comercial sino también de naturaleza socio-política que
traerán consigo el despliegue de nuevas y variadas estrategias
ideológicas por parte de los grupos de poder.
En cuanto a las vajillas de importación se producen algunos
cambios, ya que a finales del s. IV a.C. decaen las producciones
de barniz negro de la región del Ática cuya demanda cubrirán
ahora numerosos talleres ubicados tanto en la península Itálica
como en diversos enclaves púnicos (Principal y Ribera, 2013: 54).
85
[page-n-99]
No obstante, no nos interesa tanto en este apartado la cuestión de
los centros productores como la nueva parafernalia relacionada
con el banquete y que podrían ser un reflejo de prácticas de comensalidad algo distintas en este período, aunque las estrategias
ideológicas sean bastante similares a las de la fase anterior. Asimismo, no se produce una disminución importante del volumen
de importaciones con respecto al siglo anterior, aunque conforme
avanzamos en el tiempo y sobre todo a partir del s. II a.C. parecen
ir circunscribiéndose a los núcleos principales del territorio sin
que se documenten en las categorías inferiores de poblamiento.
4.4.1. Los objetos
Elementos de almacenamiento y transporte
Para el s. III a.C. se han documentado diversos tipos de ánforas
con procedencias y contenidos diversos. El tipo más antiguo es
el ánfora del tipo Ribera G o Ramon T-8.2.1.1 caracterizada por
presentar un cuerpo cilíndrico surcado en su mayor parte por estrías, en ocasiones de tendencia cónica, acabado de forma apuntada o redondeada con borde engrosado y ligeramente exvasado
bajo el que se sitúan dos pequeñas asas (Ramon, 1995; Ribera,
1982: 118) (fig. 4.19: 5). Este tipo, presenta una cronología que
va desde mediados del s. IV hasta finales del s. III a.C. cuyo origen lo encontramos en el Círculo del Estrecho. Otro conjunto de
ánforas documentadas en esta época son las de origen púnicoebusitano como las de tipo Ramon PE-15 o T-8.1.2.1 y PE-16 o
T-8.1.3.1 caracterizadas por su perfil bitroncocónico, acabado de
forma apuntada, borde recto con labio engrosado al exterior, dos
pequeñas asas y estrías en gran parte del cuerpo (fig. 4.19: 1 y 3).
Ambos tienen su origen en la isla de Ibiza con una cronología de
la primera mitad del s. III para el tipo PE-15 y 250-190 a.C. para
el tipo PE-16. Estos tres tipos de origen púnico estarían relacionados con el transporte de salazones (Ramon, 1995). Otra ánfora
de origen púnico documentada en nuestra área de estudio es la
T-5.2.3.1 o Mañá D caracterizada por su largo cuerpo cilíndrico
con base apuntada, no presenta cuello y el borde es plano a modo
de disco y perpendicular a las paredes o ligeramente convexo;
presenta, asimismo, dos asas de sección circular aplanada. (fig.
4.19: 4). Se trata de un ánfora de procedencia centromediterránea
cuyo momento de máxima expansión es a finales del s. III a.C. e
inicios del II a.C. (Ribera, 1982: 112). Finalmente, se documentan también para finales del s. III e inicios del s. II a.C. las ánforas grecoitálicas caracterizadas por presentar un borde triangular,
cuello cilíndrico y asas rectas más o menos altas, amplios hombros que suelen marcar una acusada carena en la transición a un
cuerpo de aspecto ovoidal marcadamente estrechado en su mitad
inferior y rematado en un pequeño pivote, normalmente macizo
(fig. 4.19: 2). Este tipo de ánforas tienen su origen en la Magna
Grecia y pueden estar relacionadas con la llegada de vino itálico
a esta zona (Pascual y Ribera, 2013: 232-235).
Elementos de preparación
En esta etapa no se documenta un gran número de elementos a
los que podamos atribuir una función de preparación de alimentos en el marco de las prácticas de comensalidad ritual. Dentro
de esta categoría podríamos incluir morteros de importación
elaborados en cerámica común y utilizados para el machacado
de diversos productos. Se trata de recipientes abiertos, con borde exvasado, labio pendiente de sección subtriangular y fondo
plano, donde se añaden incrustaciones rugosas que favorecen
el machacado de la sustancia (fig. 4.20: 1). Encontramos dos
ejemplares en La Serreta, uno de origen púnico y procedencia
posiblemente centromediterránea (Olcina, Grau y Moltó, 2000:
128) y otro de origen massaliota (Grau, 1996b: 87) y dos morteros de procedencia itálica en Cap Negret (Sala, 1997).
Elementos de vajilla
Para esta época documentamos una gran variedad de formas en
lo que respecta a la vajilla de mesa pudiendo agruparlas en tres
grupos. Por una parte, documentamos los cuencos o boles que
pueden ser utilizados tanto para el consumo de alimentos líquidos como sólidos, en segundo lugar, el grupo correspondiente
a las copas para el consumo de bebida y finalmente los platos
para el consumo de alimentos sólidos que a partir del s. III a.C.
comienzan a adquirir cierta importancia en el registro ya que
con anterioridad su presencia era meramente testimonial.
Dentro del grupo de los recipientes del tipo cuenco o bol y
valorando en primer lugar las formas documentadas en el s. III
a.C., cabría destacar la forma Lamboglia 27 caracterizada por
su cuerpo en forma de casquete hemiesférico, borde recto, labio
Fig. 4.19. Ánforas de importación del s. III a.C. 1. PE-15, 2. Grecoitálica, 3. PE-16, 4. T-5.2.3.1, 5. T-8.2.1.1.
86
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Fig. 4.20. Elementos de preparación de los ss. III-I a.C. 1. Mortero, 2. Simpulum. Vajilla de importación del s. III a.C. 3. Lamboglia 27, 4.
Lamboglia 21/25, 5. Lamboglia 25, 6. Lamboglia 26, 7. Pátera umbillicata, 8. Kántharos, 9. Lamboglia 23, 10. Bolsal, 11. Lamboglia 28.
87
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redondeado y pie anular (fig. 4.20: 3). Se trata de una forma bastante común en nuestra área de estudio y producida en talleres
diversos tales como el de Pequeñas Estampillas, Taller de Rosas, Talleres Púnicos o Campaniense A. También encontramos
ejemplares pertenecientes a la forma Lamboglia 28 de pequeño
tamaño y con borde ligeramente exvasado, labio redondeado,
cuerpo anguloso y pie anillado (fig. 4.20: 11). Esta forma se produce tanto en el Taller de Rosas como en los Talleres Púnicos.
Otra forma documentada es la Lamboglia 21/25, pequeño cuenco con borde ligeramente entrante y labio redondeado, cuerpo
en forma de casquete esférico poco profundo y base con pie
anular en ocasiones con un resalte en la parte superior (fig. 4.20:
4). Se trata de una forma producida tanto en Talleres Púnicos
como en el Taller de Kuass (Niveau, 2003).
También documentamos algún ejemplo de Lamboglia 25
caracterizado por su borde recto o ligeramente entrante, labio redondeado cuerpo en forma de casquete esférico bastante profundo y pie anular con perfil de tendencia cuadrangular
(fig. 4.20: 5). Encontramos también algún recipiente del tipo
Lamboglia 26 que se caracteriza por tener un tamaño mayor
que la forma anterior, borde entrante, cuerpo en forma de casquete esférico pie anular, alto y oblicuo producida en los Talleres del Golfo de León y en Campaniense A (fig. 4.20: 6).
También encontramos pequeños cuencos de cerámica púnicoebusitana (Ramon, 2012: 596, fig. 7) y páteras del taller de
Pi-Alfa-Ro y de las Tres Palmetas Radiales. Finalmente, y de
carácter excepcional, es la pátera umbillicata de origen caleno
documentada en La Serreta. Se caracteriza, como su nombre
indica, por la presencia en el centro de un umbillicus de forma
semiesférica y por una superficie interna decorada con relieves
hechos a molde (Abad, 1983) (fig. 4.20: 7).
El siguiente grupo que hemos definido es el de las copas
o recipientes para el consumo de bebidas. Para el s. III a.C.
encontramos varios tipos como la forma Lamboglia 40 que
tiene su origen en la cerámica de barniz negro ático y que
denominábamos como kántharos (fig. 4.20: 8). Se caracteriza
por un borde ligeramente exvasado con labio moldurado con
perfil de tendencia triangular, cuello destacado y cilíndrico,
cuerpo globular agallonado y base anillada y con una moldura en la parte superior. Presenta también dos asas verticales
de sección circular y dos espolones en la parte superior que
arrancan desde el labio y se unen al cuerpo del recipiente.
Esta forma se está produciendo en los Talleres de Rosas y de
Kuass. Otra forma que tiene su origen en las producciones
áticas es la Lamboglia 42 o bolsal, recipiente de profundidad
media con borde recto y labio no diferenciado, paredes de
tendencia vertical y pie indicado (fig. 4.20: 10). Presenta dos
asas simétricas horizontales opuestas bajo el borde, de sección circular y en forma de herradura y se está produciendo
posiblemente en el taller local conocido como Covalta 42c a
inicios del s. III a.C. (Sala, 1998: 32). Encontramos también
algunos ejemplares en Campaniense A de la copa tipo Morel
68 caracterizada por su borde recto y labio redondeado en
cuya cara externa suele presentar una acanaladura, cuerpo
formado por paredes convexas con asas verticales, bífidas y
unidas por un lazo vertical, pie alto y cónico con moldura
(fig. 4.29: 6). En cuanto a su decoración lleva frecuentemente
pintura blanca superpuesta formando bandas en la cara interna del borde y en el fondo interno dos círculos concén88
tricos. Por último, también se documenta algún ejemplar de
copa del tipo Lamboglia 49B, también conocida como Morel 3311, caracterizada por dos asas verticales, pie anillado
y moldurado y una pestaña o saliente en la parte superior de
las asas (fig. 4.29: 7).
Finalmente, y para finalizar nuestro repaso a las formas de la
vajilla de mesa, veamos cuales son los tipos de platos de importación documentados en nuestro ámbito de estudio. Para el s. III a.C.
aún no encontramos una gran variedad de formas dentro de este
grupo documentándose únicamente la forma Lamboglia 23 o plato
de pescado que tiene su origen en la cerámica ática y caracterizado
por ser una forma abierta y poco profunda con borde exvasado y
labio pendiente, pie anular y cazoleta central en el interior (fig.
4.20: 9). Encontramos esta forma elaborada tanto en Talleres Púnicos como en Campaniense A. Otra forma propia de finales de esta
centuria y producida en Campaniense A es la forma Lamboglia
36 con borde exvasado, labio pendiente y pie anular de perfil subtriangular (fig. 4.30: 2).
4.4.2. eL contexto DeL regIstro ArqueoLógIco
Si ya para los períodos anteriores teníamos ciertas dificultades
a la hora de encontrar contextos estratigráficos sobre los que
construir nuestro discurso, esta realidad se acentúa aún más en
esta fase. A pesar de no contar prácticamente con depósitos que
pudiéramos catalogar como primarios, sí contábamos al menos
con dos ejemplos muy bien estudiados que nos permitían valorar
las prácticas de comensalidad en dos tipologías de asentamiento
diferentes como eran El Puig y l’Alt del Punxó, asentamientos
que no tienen una perduración en este período. Por tanto, deberemos apoyar nuestro estudio en buena medida en las labores de
prospección, que aportan una calidad de información igualmente
válida. En este sentido, se da una gran diferencia entre los distintos territorios objeto de nuestro estudio, ya que en los Valles
de Alcoi se ha llevado a cabo un estudio detallado, llegándose
incluso identificar las distintas formas mientras que en las otras
áreas únicamente podemos determinar la presencia o ausencia de
cerámica de importación en los distintos asentamientos.
No obstante, sí podemos, en algunos casos concretos, ampliar nuestra unidad de observación para poder conocer mejor
las pautas de aparición de este tipo de cerámicas en determinados ámbitos en el interior de los asentamientos. Es el caso
de La Serreta para el s. III a.C. donde analizaremos un par de
conjuntos cerrados, aunque echamos en falta una publicación
monográfica de los resultados de los estudios llevados a cabo
en este importante asentamiento.
Los Valles de Alcoi
De nuevo este conjunto de valles articulados por el río Serpis
constituye el territorio mejor conocido para el tema que nos
ocupa y sobre el que basaremos en buena medida nuestras interpretaciones (fig. 4.21). Como ya hemos visto, se trata de una
zona que cuenta con una gran tradición en cuanto a estudios
arqueológicos se refiere donde se han llevado a cabo numerosos
reconocimientos del terreno, tanto sistemáticos como no sistemáticos. Para una visión general de las importaciones a nivel territorial nos basaremos de nuevo en el estudio de I. Grau (2002:
166-186) que completaremos con algunas evidencias documentadas por nosotros mismos en los últimos años.
[page-n-102]
Fig. 4.21. Asentamientos con importaciones en los Valles de Alcoi en el s. III a.C. 1. Covalta, 2. Cova dels Pilars, 3. L’Arpella, 4. El Xarpolar, 5. Els Ametllers, 6. Castell de Cocentaina, 7. L’Alcavonet, 8. El Terratge, 9. El Pitxòcol, 10. Coll del Surdo, 11. La Serreta, 12. La
Condomina, 13. Castell de Penàguila.
Comenzaremos nuestro recorrido por la ciudad de La Serreta,
núcleo rector del territorio comarcal en el s. III a.C. y para el que
contamos con un volumen importante de importaciones documentadas en las numerosas excavaciones llevadas a cabo en el último
siglo (Sala, 1998: 30-35; Grau, 2002: 168). En este asentamiento
encontramos producciones de barniz negro procedentes de diversos talleres como el de las Pequeñas Estampillas con dos ejemplares de L.27, Talleres Itálicos también con dos cuencos L.27, un bol
L.26 del Taller del Golfo de León, una pátera del Taller Pi-AlfaRo, un bolsal del Taller 42c de Covalta y un cuenco L.27, una copa
L.28 y tres páteras con tres palmetas radiales del Taller de Rosas.
De los talleres denominados púnicos se documenta un ejemplar de
la forma L.21/25, dos platos de pescado L.23, un cuenco L.27 y
una copa L.28 mientras que del Taller de Kuass encontramos un
bol de la forma L.21/25. En Campaniense A se documentan dos
platos de pescado L.23, siete cuencos pertenecientes a la forma
L.27, dos platos L.36, dos copas del tipo Morel 68, una copa tipo
L.49B y un cuenco de la forma L.25. Finalmente, se ha documentado un ejemplar de pátera umbillicata de procedencia calena. A
estas producciones de barniz negro debemos añadir las ánforas
importadas documentándose cinco ejemplares del tipo Ribera G/
Ramon T-8.2.1.1, otro ejemplar de ánfora PE/16 o T-8.1.3.1 y un
ánfora grecoitálica, así como los dos morteros documentados, uno
de origen massaliota y otro de origen púnico (Grau, 1996b: 87;
Olcina, Grau y Moltó, 2000: 128).
Otro asentamiento bien conocido para inicios del s. III
a.C.es el oppidum de La Covalta (Vall del Pla, 1971; Bonet y
Mata, 1998: 245) donde encontramos producciones del Taller
de Rosas con un ejemplar de cuenco del tipo L.27, un kántharos del tipo L.40 y nueve fragmentos pertenecientes a formas
indeterminadas. Para la producción de Talleres Púnicos se documentan dos platos de pescado L.23 y una forma indeterminada mientras que para el tipo Kuass encontramos un kántharos
L.40 y una forma indeterminada. Finalmente, documentamos
algunos fragmentos pertenecientes al taller local conocido
como Covalta 42c con dos ejemplares de bolsal y seis formas
indeterminadas. Estas cerámicas datadas en el s. III a.C. constituyen el 35 % del total ya que el grueso del material importado
corresponde a las cerámicas áticas de barniz negro. Este rico
repertorio, ya que se trata de un asentamiento ampliamente excavado, contrasta con la ausencia de ánforas de importación lo
que seguramente se deba a que estos materiales no se recogían
en el transcurso de las excavaciones antiguas.
En el oppidum del Castell de Cocentaina se documenta un
importante conjunto de importaciones de esta época si tenemos
en cuenta que proceden únicamente de prospecciones superficiales sin que se haya llevado a cabo ninguna excavación arqueológica sistemática. Para el s. III a.C. se documentan cinco copas de la forma L.28, un cuenco L.27 y un plato L.36 en
producciones del tipo Campaniense A, así como diversos fragmentos indeterminados correspondientes a otros talleres de esta
centuria. En importaciones anfóricas encontramos un ejemplar
del tipo Ribera G/ T-8.2.1.1 y otro del tipo PE 15/ T-8.1.2.1.
En el oppidum de El Pitxòcol se ha documentado un variado repertorio, especialmente para época final (Amorós, 2015).
En el s. III a.C. contamos con una base correspondiente a la
89
[page-n-103]
Fig. 4.22. Asentamientos con importaciones en la Marina Baixa en el s. III a.C. 1. Tossal de la Malladeta, 2. Campo de fútbol El Pla, 3.
Barri Vell, 4. La Tellerola, 5. La Bastida, 6. Castilla III, 7. La Cala, 8. Tossal de la Cala, 9. Cap Negret.
forma L.27 ab con una pequeña palmeta estampillada en el
fondo del cuenco, así como algunos ejemplares de Campaniense A antigua datada entre el 220 y el 180 a.C. como son
dos bases correspondientes a la forma L.23, también conocida
como “plato de pescado”, un fragmento de borde y asa de
una copa tipo L.49B, una base de cuenco del tipo L.27 con
una estampa en el fondo compuesta por tres hojas de hiedra
enmarcadas por un triángulo.
En el oppidum de El Xarpolar, cuyos materiales hemos revisado recientemente (Grau y Amorós, 2014), documentamos
para el s. III a.C., dos platos L.36 y un cuenco L.27 en Campaniense A y dos pequeños cuencos de cerámica púnico-ebusitana.
El último de los oppida en que se encuentran este tipo de importaciones es el Castell de Penàguila donde para el s. III a.C. se ha
documentado un plato de pescado L.23 en Campaniense A y una
base del taller de las tres palmetas radiales.
El otro tipo de asentamientos en los que documentamos
importaciones relacionadas con prácticas de comensalidad son
las aldeas donde encontramos algunas evidencias, aunque bastante escasas. En el asentamiento de El Terratge se documenta
para el s. III a.C. un bol L.27 en Campaniense A, un ánfora
tipo PE 15/T-8.1.2.1 y otra grecoitálica. En el caso de La Condomina encontramos un plato L.36 en Campaniense A del s.
III a.C. En la aldea de Els Ametllers se documenta un plato
L.36 en Campaniense A que podemos adscribir al s. III a.C. y
en l’Arpella un ánfora Ribera G/ T-8.2.1.1 de época plena. En
el asentamiento del Pic Negre se ha encontrado una pátera en
Campaniense A. Finalmente, también se ha documentado un
ejemplar de un cuenco L.27 de Campaniense A de finales del
s. III a.C. en la cueva-santuario dels Pilars, algunos fragmen90
tos indeterminados de producciones en barniz negro de talleres del s. III a.C. y de Campaniense A en El Coll del Surdo,
posible necrópolis de El Pitxòcol y un fragmento informe de
Campaniense A en L’Alcavonet, interpretado como un centro
productor de cerámica (Grau, 1998-99: 77).
La Marina Baixa
Para este territorio de nuevo nos basaremos en la tesis doctoral de J. Moratalla (2004) donde se aborda un estudio detallado del poblamiento permitiéndonos conocer la distribución de estas importaciones en el espacio comarcal (fig.
4.22). No obstante, en este caso resulta en muchas ocasiones
difícil adscribir los restos a una forma concreta por lo que
contamos con un volumen de información menor con respecto al caso anterior. Hemos de destacar también la importancia de las investigaciones llevadas a cabo por el equipo
de Villajoyosa con importantes avances en el estudio de enclaves como el santuario de la Malladeta y la necrópolis de
Poble Nou cuyos resultados esperamos para poder realizar
un análisis más completo.
En el entorno de la actual Villajoyosa encontramos diversos asentamientos con evidencias de importaciones del s. III
a.C. como La Tellerola, donde se documenta un ánfora del
tipo PE 16/ T-8.1.3.1 o el asentamiento denominado Castilla
III con 20-30 ejemplares del taller de las Pequeñas Estampillas. En esta misma zona destaca el oppidum principal que se
ubicaría en el actual Barri Vell donde encontramos diversos
objetos que podemos datar tanto entre mediados del IV a.C.
y mediados del s. III a.C. como las dos bases de barniz negro
del taller de las pequeñas estampillas. En el Campo de Fútbol
[page-n-104]
Fig. 4.23. Asentamientos con importaciones en la Marina Alta en el s. III a.C. 1. El Castellet, 2. Cova dels Coloms, 3. Penyal d’Ifach, 4.
Coll de Pous, 5. Castell de les Atzavares, 6. Passet de Segària, 7. Castell d’Ambra.
Municipal de El Pla se documenta una base indeterminada de
cerámica de barniz negro del s. III a.C. en un basurero (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 260-261).
Durante las últimas excavaciones en el Tossal de La Malladeta (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 108-110 y 115-116) se
ha documentado un amplio repertorio de importaciones. Para el
s. III a.C. encontramos 2-4 individuos de L. 27 ab del taller de las
Pequeñas Estampillas y 11 individuos de las formas L.26, 27 y 27
ab del taller de las Tres Palmetas Radiales de Roses.
Algo más al norte encontramos otro importante oppidum,
El Tossal de la Cala (Bayo, 2010: 65-75), donde se ha documentado alguna evidencia de importación que podríamos datar
en el s. III a.C. como un cuenco de la forma L.27 aunque en la
mayoría de los casos se trata de importaciones correspondientes al s. II y I a.C. Finalmente, en el área septentrional de la comarca cabría destacar el asentamiento costero de Cap Negret
(Sala, 1997) donde se documenta para el s. III a.C. vajilla de
mesa de producciones diversas tales como el taller de las Pequeñas Estampillas, taller de Rosas y Campaniense A mientras
que en cuanto al repertorio anfórico están representadas las del
tipo Ribera G/ T-8.2.1.1.
La Marina Alta
Las evidencias de importaciones para el s. III a.C. son bastante
escasas lo que posiblemente sea debido a la falta de estudios o
de publicaciones específicas que aborden este tema (fig. 4.23).
En el oppidum del Coll de Pous (Castelló y Costa, 1992) se
documenta la presencia de cerámica Campaniense A con un
cuenco correspondiente a la forma L.27, un bol L.26 y una
base de una forma indeterminada. Para esta zona más septentrional encontramos también algunas referencias genéricas a
la presencia de cerámica del tipo Campaniense A en el Castell d’Ambra, en el Passet de Segària y en el Castell de les
Atzavares (Castelló, 2015: 135-141). Otro asentamiento que
presenta evidencias de importaciones en el s. III a.C. es el oppidum del Penyal d’Ifach (Aranegui, 1978a; 1986) donde se
documenta un bolsal del conocido como Taller 42c de Covalta
y un ánfora púnica tipo Ribera G/ T-8.2.1.1. Finalmente, en
un asentamiento costero muy cercano a éste como es El Castellet se documentan producciones del taller de las Pequeñas
Estampillas y campaniense A, todo ello datado en el s. III a.C.
así como fragmentos de esta última producción en la cercana
Cova dels Coloms (Moratalla, 2004: 525-527).
91
[page-n-105]
4.4.3. AnáLIsIs De Los DAtos
Los elementos del banquete
La primera cuestión que debemos valorar en este sentido es la
de los productos consumidos en este tipo de banquetes. Durante el s. III a.C. vemos como las formas predominantes en el
repertorio de vajilla de mesa siguen siendo los cuencos y las
copas relacionados con el consumo de bebidas, seguramente
vino, aunque poco a poco se irá produciendo un cambio de
tendencia pasando a ser, ya durante el Ibérico Final, el plato la
forma predominante en el repertorio. Otro producto que pudo
tener cierta importancia en este tipo de prácticas serían los salazones de pescado como refleja la presencia de ánforas del
ámbito púnico y que sería valorado como un bien de prestigio
por la complejidad a la hora de su adquisición.
En este período constatamos también una ausencia de elementos de importación que podamos relacionar con el preparado de los alimentos que se van a consumir en los banquetes.
Únicamente documentamos tres morteros de cerámica común
relacionados con el machacado de diversas sustancias que podrían estar en relación con la introducción de nuevas prácticas
culinarias, aunque se trata de una forma cerámica ya conocida
por las comunidades locales en etapas anteriores.
El elemento más abundante es sin duda la vajilla de mesa
de barniz negro cuyo repertorio podemos agrupar en tres categorías tipológicas y funcionales básicas, los cuencos/boles, las
copas o recipientes para beber y los platos. Para el s. III a.C. en
los casos de nuestra área de estudio en los que conocemos las
formas a las que pertenecen los fragmentos documentados, los
cuencos y boles suponen un 51’42 % del total siendo esta la
forma mayoritaria manteniéndose de este modo las preferencias que veíamos para la centuria anterior. Por otra parte, las
copas constituyen el 24’29 % del total mientras que los platos,
cuya presencia era meramente testimonial en el s. IV a.C., para
este momento suponen el 24’29 % lo que nos indica un cierto
cambio de tendencia en cuanto a la demanda por parte de los
grupos locales que puede estar reflejando a su vez cambios en
las prácticas de comensalidad de estos grupos.
Para el s. III a.C. se constata un protagonismo de los agentes
púnicos en las relaciones comerciales, sobre todo a partir de la segunda mitad de la centuria, con especial importancia del denominado Círculo del Estrecho, así como de la isla de Ibiza. Así lo refleja la
presencia mayoritaria de ánforas de estas procedencias cuyo contenido estaría relacionado seguramente con los salazones de pescado.
Estos mismos agentes púnicos tendrían también una gran importancia en la distribución de las vajillas de mesa de barniz negro
tan características de este momento cuyas procedencias son muy
diversas. Hasta el s. IV a.C. y como ya hemos visto en el capítulo
anterior, la vajilla de barniz negro que llegaba a estos territorios era
de procedencia griega y más concretamente de la región del Ática.
A finales de esta centuria se interrumpe la producción de cerámicas
en estos talleres áticos por razones diversas, aunque seguramente la
más importante sería el desplazamiento de los centros del comercio
marítimo desde las ciudades griegas de Atenas y Corinto muy afectadas por problemas políticos y económicos hacia otros centros del
oriente helenístico o del Mediterráneo central (Ribera, 2013: 54).
Ante esta falta de oferta de un producto que se había distribuido ampliamente por todo el Mediterráneo, surgirán toda
una serie de talleres que imitarán esta vajilla ática de barniz
92
negro y en muchos casos introducirán nuevas formas que tendrán su auge entre los ss. III y I a.C. Entre las producciones
que documentamos en los territorios objeto de nuestro estudio
encontramos talleres del ámbito púnico como el de Kuass en
la zona de Cádiz o los talleres ebusitanos; talleres del ámbito
de las colonias griegas occidentales como el de Rosas o el del
Golfo de León o los talleres ubicados en la península Itálica
como el de las Pequeñas Estampillas o las producciones denominadas comúnmente como campanienses, principalmente
Campanienses A procedentes del área del golfo de Nápoles y
las tradicionales Campanienses B o Beoides, que hoy en día
parecen corresponder en esta área a producciones calenas. No
obstante, por el objetivo de nuestro trabajo no nos interesa tanto profundizar en las características de cada una de estas producciones sino reconocer las formas demandadas en cada momento por las comunidades indígenas, reflejo de las prácticas
de comensalidad en un momento concreto. Asimismo, en este
s. III a.C. se produce la llegada del primer vino itálico como refleja la presencia de algunas ánforas grecoitálicas en el registro,
aunque seguramente la gran mayoría del vino consumido por
las comunidades indígenas en esta centuria es de producción
local como atestigua la existencia de diversos lagares datados
en época plena, dándose un comercio entre las distintas áreas
ibéricas aún mal reconocido por la arqueología.
Estos productos llegarían a los enclaves costeros del litoral
alicantino desde donde serían distribuidos hacia el interior a
través de las mismas rutas que ya hemos visto para períodos
anteriores como serían el valle del Vinalopó, el corredor de La
Torre y Sella o los valles que comunican la Marina Alta con
las tierras del interior como la Vall de Laguard o la Vall de Gallinera. El mayor volumen de importaciones de este período se
produce en el último tercio del s. III a.C., en el contexto de la
dominación bárquida de amplias zonas de la península Ibérica
destacando el enclave costero del Tossal de Manises que tendrá una estrecha relación con las tierras de los Valles de Alcoi
y muy especialmente con su enclave principal, La Serreta, que
sería el encargado de redistribuir este tipo de productos en su
territorio (Olcina et al., 1998: 42).
Las cerámicas ibéricas con decoración figurada
Si bien es cierto que a lo largo de este capítulo nos hemos centrado principalmente en las cerámicas de importación por sus
connotaciones como bienes de prestigio que implicarían un uso
más restringido y connotado simbólicamente más allá del ámbito
cotidiano, hemos señalado también que las producciones locales
estuvieron seguramente presentes en estos actos de comensalía
(fig. 4.24). Este hecho se hace especialmente patente en el caso de
las cerámicas ibéricas con decoración figurada características de
la ciudad de La Serreta en el s. III a.C. En este apartado nos centraremos en su relación con prácticas de comensalidad sin entrar
a valorar cuestiones iconográficas que han sido tratadas ampliamente en estudios más o menos recientes (Fuentes, 2006; 2007;
Pérez Blasco, 2014) y a las que remitimos al lector interesado.
Asimismo, este tipo de cerámicas serán un elemento transversal
y recurrente a lo largo de todo nuestro trabajo, ya que en ellas se
entrecruzan todas las prácticas rituales analizadas, como iremos
viendo en los respectivos capítulos.
Siguiendo la metodología propuesta, nos centraremos en
primer lugar en la tipología de los soportes (Fuentes, 2006;
2007) con el objeto de valorar si pueden relacionarse funcio-
[page-n-106]
Fig. 4.24. Principales formas de cerámica ibérica figurada relacionadas con prácticas de comensalía.
1. Tinaja (Fuentes, 2006: lám 1, 2. Lebes (Museu de Prehistòria de València), 3. Tinajilla (Fuentes, 2006:
lám 4), 4. Kalathos (Fuentes, 2006: lám. 5), 5. Jarro (Museu de Prehistòria de València), 6. Plato (Museu
de Prehistòria de València).
nalmente con prácticas de consumo ritual, aunque es importante señalar que resulta muy difícil reconocer con total seguridad los usos rituales concretos que finalmente se dieron a
este tipo de piezas y que pudieron ser muy variados. En el caso
de la ciudad de La Serreta nos encontramos con un predominio
claro del tipo jarro (24 %) y más concretamente de oinochoai
de boca trilobulada cuya morfología remite al servicio de líquidos. El siguiente elemento más abundante son las tinajillas
(16 %) que junto a los kalathoi (13 %) podríamos considerar
como recipientes de almacenamiento de productos diversos,
tanto líquidos como sólidos, cuyas dimensiones más reducidas
los hacen más manejables y aptos para el servicio de mesa. El
siguiente elemento a valorar son las tinajas (13 %), cuyo mayor tamaño implicaría, por una parte, que se mantuvieran en
una posición fija durante el desarrollo del banquete, así como
una gran superficie para el desarrollo de escenas más complejas de carácter narrativo que se convertirían en una herramienta de ostentación para sus propietarios. Este tipo de recipientes
de gran tamaño y boca amplia, junto con los lebes (4 %) pudieron servir para el mezclado del vino con otras sustancias,
desde donde se redistribuiría al resto de los comensales, otorgando así un rol destacado a su propietario y sustituyendo a las
cráteras áticas características de la fase anterior. Finalmente,
se documentan otros elementos relacionados con el consumo
93
[page-n-107]
Tabla 4.1. Comparativa entre las principales formas y
porcentajes en cerámica ibérica figurada de La Serreta y el
Tossal de Sant Miquel.
Serreta
Jarro
Tinajilla
Kalathos
Tinaja
Plato
Lebes
Pátera
Escudilla
Cuenco
Vaso à chardon
Tossal de Sant Miquel
24 %
16 %
16 %
13 %
7%
4%
2%
2%
2%
2%
Lebes
Tinaja
Tinajilla
Kalathos
Jarro
Plato
33 %
23 %
15 %
12 %
10 %
7%
propiamente dicho, aunque resultan minoritarios, tanto de alimentos sólidos como líquidos, tales como platos (7 %), pátera
(2 %), escudilla (2 %), cuenco (2%) o vaso à chardon (2 %).
Dichos porcentajes varían sensiblemente si los comparamos
con los del otro gran centro productor de cerámicas figuradas
del s. III a.C. como es el Tossal de Sant Miquel-Edeta minuciosamente estudiado (Bonet, 1995; Aranegui, Mata y Pérez Ballester, 1997; Vizcaíno, 2015 entre otros). En este caso
documentamos una asociación algo diferente entre formas y
decoración figurada (Bonet, 1995: 443) con un predominio de
los grandes recipientes como son los lebes (33 %) y las tinajas
(23 %), seguidos de pequeños recipientes de almacenamiento
como tinajillas (15 %) y kalathoi (12 %) y finalmente el servicio de mesa entre los que encontramos oinochoai (10 %) y
platos (7 %), que en ocasiones imitan las formas propias de
la cerámica de barniz negro, como es el caso de los platos de
pescado o forma L.23 (tabla 4.1).
La contextualización de este tipo de vasos singulares en el
caso de La Serreta no resulta fácil debido a que se trata de excavaciones antiguas, aunque sí parece claro que no se distribuyen de forma homogénea por todo el poblado, sino que se
circunscriben a algunos sectores (Fuentes, 2006: 64-69), siendo
destacable su ausencia en el santuario. Se documentan diversos
conjuntos en lo que podríamos considerar contextos de carácter doméstico en los sectores A, G, E e I, en este último caso
acompañadas de otras cerámicas que podemos relacionar directamente con prácticas de consumo como páteras campanienses,
un mortero importado o una sítula, así como abundante cerámica ibérica de almacenamiento (ánforas, tinajas, tinajillas, kalathos), vajilla de mesa (platos, escudillas, oinochoai, botellas)
y de cocina (ollas) (Olcina, Grau y Moltó, 2000).
En el sector F también se documentan algunos recipientes
aislados en diversas estancias como la jarra donde se plasma una procesión de jinetes del departamento F9, aunque el
conjunto más interesante lo constituye sin duda la habitación
F1 (Grau, Olmos y Perea, 2008). En dicha estancia se hallaron diversas piezas con decoración excepcional como el Vas
dels guerrers o los kalathoi de la eclosión vegetal y la paloma, todo ello acompañado por un cuenco L.27, un plato L.36
y una lucerna del tipo Campaniense A, abundante cerámica
ibérica de almacenamiento (16 ánforas, 8 tinajas, 8 lebes, 9
tinajillas y 3 kalathoi) así como otros materiales destacables
94
como la terracota de la Diosa Madre o dos herramientas relacionadas con la orfebrería en lo que se ha interpretado como
un espacio con connotaciones sacras.
Finalmente, queremos destacar otro contexto singular
como es el conjunto de materiales documentados bajo la puerta
de entrada al poblado y seguramente depositados en algún tipo
de ritual, que podríamos relacionar con prácticas de comensalidad, con motivo de su construcción a finales del s. III a.C. (Llobregat et al., 1995). Entre la cerámica ibérica se documentan
distintas formas como ánforas, ollas, platos y jarras entre las
que destaca un oinochoe con decoración figurada de carácter
guerrero sobre la que volveremos en el capítulo correspondiente. Asimismo, fueron halladas diversas piezas de barniz negro
del tipo Campaniense A como son un asa de copa Morel 3311,
dos platos, uno del tipo L.23 y otro L.36, dos boles L.27 y una
copa Morel 68 así como tres figurillas de terracota.
En el caso del Tossal de San Miquel de Llíria, las piezas con
decoración figurada más destacadas y completas se concentran
principalmente en las manzanas 5, 6 y 7, así como en el templo
coincidiendo con la zona donde existe una mayor concentración
de importaciones de barniz negro (Bonet, 1995: 446-447). Uno
de los contextos más destacables es la manzana 7 formada por
dos grandes viviendas caracterizadas por contarse en entre las
más ricas y exclusivas del poblado y concretamente el departamento 41 (Bonet, 1995: 168-178) que se interpreta como una
estancia donde se desarrollarían diversas prácticas con connotaciones rituales, ya que no se documentan elementos de carácter
productivo (Bonet y Mata, 1997) y en cambio sí se hallan objetos que podrían relacionarse con prácticas de comensalidad,
especialmente con el servicio y consumo de bebidas (Vizcaíno,
2015). Entre estos materiales destacan dos lebes, uno de ellos
conocido como “vaso de la danza guerrera” que pudo actuar
como contenedor donde se mezclaría y desde donde posteriormente se serviría la bebida, para lo que pudo utilizarse un cazo
de mango alargado. Posteriormente se pudo servir la bebida
mediante la utilización de dos oinochoai, consumiéndose finalmente en los distintos microvasos entre los que se incluyen copas, botellas, páteras y caliciformes documentados en la misma
estancia, destacando la ausencia de cerámicas importadas salvo
en el caso de un kylix del tipo delicate class. Aparte de estos
materiales, también encontramos tres platos, tres tinajillas, tres
tinajas, varias tapaderas, así como un mortero y dos manos que
como hemos visto anteriormente también se podrían relacionar
con el consumo de alimentos. A todo este repertorio material se
une la presencia de un banco corrido de cuatro metros de longitud y 50 cm de ancho adosado a la pared del fondo.
Por su parte, el templo de la manzana 4, conformado por
los departamentos 12, 13 y 14, ha sido interpretado como un
espacio colectivo que actuaría como un elemento de cohesión
de grupos de la elite edetana a través de distintas prácticas
rituales (Bonet, 1995: 87-107). El edificio se compone de
un sanctasantorum (dept. 14), un patio (dept. 13) y un pozo
votivo (dept. 12) siendo en este último espacio en el que se
concentran la mayoría de los materiales asociados a prácticas
de consumo, mientras que el registro del primero parece estar
más relacionado con actos litúrgicos (Vizcaíno, 2015: 80). Entre los materiales documentados en el pozo votivo encontramos cuatro grandes lebes para contener y distribuir la bebida,
entre los que se hallan algunos tan destacados como el Vas
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dels Guerrers o el de la “batalla naval”; cuatro tinajillas y el
kalathos de la danza como recipientes de almacenamiento de
pequeño tamaño; cinco oinochoai y una jarra con asa sobreelevada, cuya morfología favorece que pueda ser introducida en
el lebes sin mojarse la mano (Vizcaíno, 2015: 81); 12 platos,
un cuenco, una pátera, tres copas y cuatro microvasos para
el consumo de alimentos sólidos y líquidos, acompañados en
este caso de un importante conjunto de recipientes de importación como son un bol L.22, una paterita L.24, un skyphos
y una Castulo cup áticos, así como un plato de pescado L.23
y un cuenco L.27c en Campaniense A (Bonet, 1995: 87-97).
Todo parece indicar que el patio descubierto, con unas dimensiones de 4 x 5,4 m, pudo albergar la celebración de prácticas
de comensalidad tras cuya finalización los restos consumidos,
o al menos una parte, incluidos restos de fauna, serían arrojados al pozo votivo junto con otras ofrendas u objetos litúrgicos
asociados a las prácticas rituales (Vizcaíno, 2015: 81).
En el caso de la Edetania resultan muy sugerentes las jarras
con ojos pintados que han sido analizadas recientemente desde
una perspectiva muy interesante (Vives-Ferrándiz y López-Bertran, 2017). Se trata de una serie de jarras con boca trilobulada
con ojos pintados a ambos lados del pico vertedor de las que
ocho ejemplares se documentan en el Tossal de Sant Miquel,
concentrándose principalmente en el templo, tres de ellas en el
pozo votivo y tres más en el corredor contiguo, y otros cinco
ejemplares en el fortín del Puntal dels Llops. En todos los casos se trata de espacios de hábitat, relacionados con las elites
y asociadas a elementos para el consumo de bebida y comida.
Según la interpretación de estos autores estos ojos pintados contribuirían a antropomorfizar estos recipientes que además poseen
un pico vertedor que recuerda al de un ave, generando así un
ente híbrido que evocaría el poder de la transformación corporal
alcanzando estados alterados de conciencia mediante la ingesta
de líquidos contenidos en las mismas. Dicho contenido sería distribuido desde estas jarras convirtiéndose en un elemento con un
rol destacado y activo en el transcurso de los rituales. Asimismo,
la escasez de recipientes de este tipo los convierte en un bien
muy exclusivo, cuya manipulación estaría restringida a ciertos
miembros de los grupos dominantes, convirtiéndolos en elementos de distinción social (Vives-Ferrándiz y López-Bertran, 2017:
223-224). Este tipo de decoración en forma de ojos se documenta en al menos tres jarras de boca trilobulada de La Serreta, concretamente en la estancia oeste del sector I (Nº Inv. 1066/95), en
el Departamento 5 del sector G (Nº Inv. 680) y otro sin contexto
conocido (Nº Inv. 1645) (Fuentes, 2006).
Más allá de la relación directa y funcional de estos objetos con
el consumo de alimentos, debemos considerar el papel que pudieron jugar los grandes recipientes con decoración narrativa a la hora
de marcar un evento destacado y generar una escenografía que enmarcara la celebración de este tipo de prácticas de comensalía. Parece indudable que dichos objetos fueron creados para generar un
impacto visual y estético, pero también debemos explorar perspectivas que van más allá de su consideración como objetos pasivos
de contemplación, valorando su papel como cultura material que
facilita la acción social y la agencia (Demarrais y Robb, 2013). Este
tipo de vasos cumplirían una función esencial en la narración de
mitos relacionados con los antepasados heroizados que se rememorarían durante la celebración de estos banquetes y que legitimarían
la preeminencia social del propietario mediante sus lazos genealó-
gicos con dichos ancestros, generando al mismo tiempo lazos de
solidaridad social a partir de una actividad compartida que refuerza
el habitus de los participantes. Estas prácticas constituyen materialmente las relaciones sociales y las hacen visibles, convirtiendo
lo imaginario en real a través de gestos, rituales o palabras (VivesFerrándiz, 2017: 97; Godelier, 2015: 237).
Finalmente, podemos interpretar dichas vajillas como objetos que tendrían un rol protagonista en el intercambio de presentes o dones entre individuos o grupos de elite, cuyo mecanismo hemos explicado al inicio de este trabajo (Mauss, 1925;
Godelier, 1998a). En esta línea se han interpretado los letreros
pintados que presentan algunas de estas cerámicas en el área
edetana relacionados en la mayoría de los casos con marcas de
autoría simbólica, es decir el comitente que encarga el vaso, o
de propiedad (Vizcaíno, 2015). Este tipo de objetos pudieron
circular como dones entre los distintos grupos de poder del
Tossal de San Miquel o entre miembros de la elite diseminados por el territorio edetano creando vínculos familiares, de
amistad o dependencia entre los grupos dominantes (Vizcaíno, 2015: 83-84). Lo mismo podríamos decir para el caso del
territorio de La Serreta, ya que estas cerámicas se concentran
principalmente en la capital, pero también las encontramos en
los oppida secundarios como El Castell de Cocentaina, El Pitxòcol (Amorós, 2015) o El Xarpolar (Grau y Amorós, 2014),
aunque sin evidencias de letreros pintados. En estos casos el
donante se corporeizaba en el objeto intercambiado a través
del cual se donaba o recibía una parte de otros (Mauss, 1925;
Riva, 2011: 234-239; Vives-Ferrándiz, 2017: 102).
Los lugares de consumo
Respecto a la cuestión de los espacios donde pudieron celebrarse este tipo de banquetes, se plantea una situación similar a la que veíamos para los períodos anteriores. En primer
lugar, nos encontramos con una falta de contextos primarios
donde hayan quedado reflejadas estas prácticas de consumo
ritual, problemática que vemos acentuada por el hecho de que
no contamos con un número significativo de contextos excavados con metodología científica.
De nuevo, en los asentamientos en los que se han llevado a
cabo excavaciones arqueológicas no se documentan grandes estancias que permitan acoger a un gran número de comensales más
allá de los grupos domésticos. En el caso de La Serreta, donde analizaremos más adelante dos conjuntos de materiales que nos parecen significativos, las estancias excavadas en el Sector I apenas
conservan unos 5 m2 de superficie, aunque las dimensiones reales
no serían mucho mayores debido a las condiciones del terreno (Olcina, Grau y Moltó, 2000: 126). El otro conjunto que analizaremos
en detalle es que se documentó en el transcurso de excavaciones
antiguas en la estancia 3 del Sector B (Abad, 1983) con unas dimensiones también muy modestas de unos 9 m2. La mayoría de
las estancias excavadas en el poblado presentan unas dimensiones
similares, aunque encontramos alguna de mayor superficie como
la estancia D-3 con un área de unos 24 m2. Esta situación viene repitiéndose desde el inicio del periodo analizado y ya adelantamos
que no va a cambiar en el periodo Ibérico Final. En otro territorio
como es el de la Marina Baixa, la situación es muy similar ya que
si analizamos las superficies de las estancias excavadas en el Tossal de la Cala datadas en los ss. II-I a.C. nos encontramos con una
oscilación entre los 19 m2 de las estancias más grandes a los 2’64
95
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m2 de las más pequeñas, aunque la mayoría de las estancias cuentan con una superficie que ronda los 8 m2 (Moratalla, 2004: 505).
Dimensiones similares encontramos en otro oppidum del ibérico
final como el Cabeçó de Mariola, donde encontramos estancias
entre los 10 y 15 m2 (Grau y Segura, 2016).
Viendo estas dimensiones tan reducidas, pensamos que
este tipo de prácticas de consumo ritual de carácter convivial
y festivo serían llevadas a cabo en espacios abiertos comunitarios dentro de los poblados o incluso en espacios extramuros como las necrópolis o junto a la puerta principal del
asentamiento que suele constituir un símbolo de la comunidad.
Como ya hemos visto, en el caso de la puerta de entrada de La
Serreta se han documentado una serie de objetos que podrían
estar relacionados con estas prácticas de comensalidad (Llobregat et al., 1995: 148-154).
El paisaje de la comensalidad
Frecuencias de aparición y tipologías de asentamiento
En este apartado analizaremos las frecuencias de aparición
de este tipo de importaciones en contextos domésticos del
interior de los asentamientos. Para esta época contamos con
una documentación más limitada ya que únicamente conocemos detalladamente el registro de algunos poblados de
altura tipo oppidum no contando para este momento con un
contexto perteneciente a una categoría de poblamiento subordinado del tipo aldea o caserío. Por tanto, analizaremos
las frecuencias de aparición de vajillas importadas en la ciudad de La Serreta.
El primer contexto doméstico que vamos a analizar es la
estancia B-3 cuyo repertorio material fue valorado en detalle
por L. Abad (1983). Se trata de una estancia excavada por
Camilo Visedo en el año 1953 en la vertiente meridional del
cerro con unas dimensiones aproximadas de 3’60 x 2’40 m y
una superficie de 8’64 m2 que podría ser algo mayor ya que
no se conserva el muro de cierre sur. En esta estancia que
podemos considerar de carácter doméstico se documentó un
lote de piezas cerámicas que incluyen tanto importaciones de
barniz negro como producciones ibéricas. Entre las cerámicas importadas encontramos una pieza poco común como es
una pátera con umbillicus de forma semiesférica y decorada
con relieves hechos a molde y cuya procedencia es calena.
También se documenta un bol de campaniense A de la forma
L.25 y un recipiente de barniz negro y difícil de catalogar,
aunque podría ser una especie de lekythos de la serie 5410 de
Morel (Abad, 1983: 185). Por otra parte, en cerámica ibérica
contamos con un ungüentario, una tinaja, tres botellas, un
vaso caliciforme, un plato y una pátera de borde reentrante. Por tanto, nos encontramos ante un conjunto compuesto
por tres ejemplares de cerámica importada que constituyen el
27’27 % del total y ocho ejemplares de cerámica ibérica que
supone el 72’73 % restante.
El segundo contexto bien estudiado en La Serreta son dos
estancias que formarían parte de una misma vivienda ubicada en
el Sector I en la vertiente meridional del cerro que fue excavado
ya con metodología científica en el año 1995 (Olcina, Grau y
Moltó, 2000). Se trata de dos departamentos de unos 2’5 x 2 m
adosados a la pared de roca de la vertiente de la montaña y cuyo
muro de cierre meridional se ha perdido completamente, lo que
nos impide conocer las dimensiones reales de la vivienda que
96
no serían mucho mayores y que contaría además con una planta superior. En el Departamento oeste se documentaron cuatro
ejemplares de cerámica de importación representados por tres
recipientes de cerámica campaniense A, dos de ellos boles del
tipo L.27 ab, y otro recipiente de procedencia calena que constituyen el 13’79 % del total del repertorio. En cuanto a cerámica
ibérica se documentan 25 ejemplares que suponen el 86’21 %.
Si atendemos a la funcionalidad del repertorio material de esta
estancia, los recipientes de transporte y almacenaje suponen el
55’17 %, la vajilla de mesa el 41’38 % y la cerámica de cocina
el 3’45 %. Por otra parte, en el Departamento este aparecieron tres recipientes de cerámica de importación como son dos
recipientes de campaniense A y un mortero de origen púnico
que constituyen el 37’5 % del total del repertorio. La cerámica
ibérica está representada por cinco ejemplares que suponen el
62’5 % restante. En cuanto a la funcionalidad de este conjunto cerámico vemos que la vajilla de mesa y los recipientes de
transporte y almacenaje suponen el 37’5 % respectivamente,
mientras que la cerámica de cocina el 25 % restante.
Si atendemos al registro del Sector F de este mismo poblado cuya excavación se llevó a cabo en los años 1953 y
1956 (Grau, 1996b) vemos que la vajilla local es ampliamente mayoritaria con un 85 % y 156 ejemplares frente a la vajilla importada (3%). Lo mismo sucede con las ánforas, grupo
en el que predominan las de producción local con un 11 %
del total del repertorio frente al 1% que suponen las ánforas importadas con dos ejemplares únicamente. Finalmente,
una visión de conjunto tanto del Sector F como del Sector I
arroja unos porcentajes de un 82 % de vajilla local, un 5’7
% de vajilla importada, un 11’4 % de ánfora local y un 0’8
% de ánfora importada (Sala et al., 2004: 244-246). Viendo
estos datos finales destaca la escasez de ánforas importadas
en un centro tan importante a nivel comarcal como es La
Serreta y que actuaría seguramente como redistribuidor de
estos productos importados hacia el resto de oppida de su
territorio político lo que puede deberse a la no recogida de
estos materiales más toscos en el transcurso de las excavaciones antiguas.
Para finalizar es importante señalar que los bienes de importación se distribuyen ampliamente en la mayoría de las estancias y sectores del poblado sin que se den casos de excesiva
concentración en unas pocas viviendas. También los porcentajes de productos importados son similares a los que veíamos
para el s. IV a.C. por lo que podemos hablar de una continuidad en cuanto a la demanda de estos bienes relacionados con
las prácticas de comensalidad ritual.
Patrones de distribución: dispersión vs. concentración
Cambiamos de unidad de observación para centrarnos en
este apartado en la distribución de los elementos relacionados con prácticas de comensalidad en el paisaje. El territorio
en el que mejor conocemos dicha distribución es de nuevo
los Valles de Alcoi (Grau, 2002: 180-186) donde para el s.
III a.C. documentamos este tipo de objetos en 13 de los 25
asentamientos datados en esta centuria y que suponen el 52
% del total. Se trata de un asentamiento con categoría de
ciudad (La Serreta), cinco oppida (La Covalta, El Pitxòcol,
El Xarpolar, el Castell de Cocentaina y el Castell de Penàguila), cuatro aldeas (La Condomina, Els Ametllers, El Terratge y L’Arpella), una cueva-santuario (Cova dels Pilars),
[page-n-110]
Fig.4.25. Patrón de distribución de las importaciones en el s. III a.C. en los Valles de Alcoi.
una posible necrópolis (Coll del Surdo) y un posible alfar
(L’Alcavonet) (fig. 4.25). Para este siglo todavía podemos
ver una cierta dispersión de este tipo de elementos en el
paisaje con porcentajes muy similares a los del s. IV a.C.,
documentándose tanto en los centros rectores del territorio
como es la ciudad de La Serreta, que actuaría además como
núcleo redistribuidor de estos objetos en su territorio político, o en los oppida subordinados a este poblado. También se
sigue manteniendo la llegada de estos objetos a los núcleos
subordinados de carácter agrícola de mayor rango como son
las aldeas, aunque dejamos de documentarlos en el rango
más bajo del poblamiento comarcal como los caseríos. Finalmente, encontramos algunas evidencias testimoniales en
otras tipologías de yacimiento como un único ejemplar en
una cueva-santuario fruto de una frecuentación esporádica
de la cavidad en esta época ya que el momento de mayor uso
ritual de esta cavidad como espacio sacro se data en los ss. V
y IV a.C. o los fragmentos de la posible necrópolis de El Coll
del Surdo o del alfar de L’Alcavonet.
En el territorio de la Marina Baixa (Moratalla, 2004) se
documenta este tipo de elementos de importación relacionados con prácticas de comensalidad para el s. III a.C. en 6
de los 7 asentamientos conocidos para este período lo que
supone el 85’71 % del total. Se trata de un oppidum, el Tossal
de la Cala, aunque debemos suponer que el oppidum ubicado
en el Barri Vell también tendría una gran importancia en este
período ya que pudo actuar como capital de todo el territorio político, aunque resulte poco conocido, cuatro cerros
costeros de pequeñas dimensiones (Cap Negret, La Tellerola,
Castilla III y La Cala) y un santuario (Tossal de la Malladeta)
(fig. 4.26). Como podemos ver, este tipo de objetos se documenta en casi todos los asentamientos conocidos para este
siglo, tanto en el oppida como en los cerros costeros relacionados seguramente con la actividad comercial o con labores
de vigilancia de la costa. También es destacable su aparición
en el importante santuario comunitario de la Malladeta.
Finalmente, la información de la que disponemos para el territorio de la Marina Alta es bastante más escasa ya que únicamente se documentan este tipo de importaciones en el s. III a.C.
en 8 de los 18 asentamientos conocidos para esta centuria, lo que
supone el 44 % del total. Entre ellos encontramos cinco oppida
(Castell d’Ambra, Passet de Segària, Castell de les Atzavares,
Coll de Pous, Penyal d’Ifach), dos poblados de pequeñas dimensiones (Castell d’Ambra y Castell de les Atzavares) un poblado
en un cerro costero (El Castellet) y una cueva (Cova dels Coloms)
(fig. 4.27).
4.5. ÉPOCA IBÉRICA (SS. II-I A.C.)
Llegamos finalmente a la última de las fases que hemos establecido para el estudio de las prácticas de comensalidad ritual en
nuestra área de estudio. A pesar de que el origen y las formas
documentadas durante esta fase correspondiente al Ibérico Final
sigan siendo similares a las de la etapa anterior, los importantes
cambios de carácter socio-político que se van a producir a lo
largo de este periodo van a dar lugar a tendencias y matices
diversos con respecto a la centuria precedente.
97
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Fig. 4.26. Patrón de distribución de las importaciones en el s. III a.C. en la Marina Baixa.
Fig. 4.27. Patrón de distribución de las importaciones en el s. III a.C. en la Marina Alta.
98
[page-n-112]
4.5.1. Los objetos
Elementos de almacenamiento y transporte
Para los ss. II y I a.C. se documenta un número relativamente
abundante de ánforas como son las del tipo Dressel 1 predominando el subtipo definido por Lamboglia como A. Se trata de
ánforas pesadas y macizas con bordes verticales o ligeramente inclinados, cuellos largos, pivotes macizos y asas grandes y rectas.
La variedad A se caracteriza por sus asas ligeramente flexionadas
y panza baja con una marcada carena en el hombro (fig. 4.28: 2).
Se trata de ánforas vinarias de origen itálico y una cronología entre el 130 a.C. y mediados del s. I a.C. También de origen itálico,
concretamente del área adriática son las ánforas tipo Lamboglia 2
(Pascula y Ribera, 2013: 252-254) (fig. 4.28: 1).
Otro tipo de ánforas que aparecen en este momento son
las de tipo Campamentos Numantinos o T. 9.1.1.1 (Sanmartí,
1985a; 1985b) caracterizadas por ser perfectamente cilíndricas, con forma de obús, bordes rectos y ligeramente engrosados hacia el interior y de origen gaditano. Presentan una leve
acanaladura exterior que marca la diferencia entre el borde y
el cuerpo, asas pequeñas de perfil y sección circular y fondo
redondeado o semiplano (fig. 4.28: 3). Se trata de una producción con origen en la zona de Cádiz y con una cronología del
s. II a.C. Otro tipo documentado son las ánforas T-7.2.1.1 o
Mañá C2, con forma cilíndrica, bordes abocinados y labios
exvasados con dos o tres molduras en su cara externa. Presenta
además un cuello largo, cuerpo hemiesférico, asas de perfil
alargado y sección circular que arrancan de la unión del cuerpo
y la espalda y pivote hueco y alargado (fig. 4.28: 4). Se trata
de ánforas de origen púnico con una cronología de la primera
mitad del s. II a.C. cuyo contenido sería seguramente vino o
salazones de pescado (Ribera, 1982: 109-112).
Finalmente, se documentan también algunos ejemplares de
ánfora tipo Mañá E (Ribera, 1982: 114) que se caracteriza por
su perfil bitroncocónico, borde alargado y algo inclinado al exterior, con asas ubicadas en la mitad superior del cuerpo y base
rematada en un botón. Esta ánfora de origen púnico parece
tener su centro productor en Ibiza, presentando esta variante
una cronología del s. II a.C.
Elementos de preparación
Al igual que en el s. III a.C. no se documenta un gran número
de objetos que podamos relacionar específicamente con la preparación de alimentos. Junto a los morteros, que ya hemos visto
anteriormente, encontramos otro elemento, aunque algo tardío,
como es un simpulum del tipo Pescate que formaba parte del
ajuar de la tumba 56 de Poble Nou y que podríamos datar en el
s. I a.C. Se trata de un objeto de bronce formado por un depósito
en forma de cazo globular con labio ligeramente exvasado al
que se une mediante una abrazadera un mango plano de sección
rectangular rematado con un apéndice zoomorfo en forma de
cabeza de lobo (Espinosa, 2011: 315) (fig. 4.20: 2). Se trata de
un elemento relacionado con la elaboración y mezcla de bebidas, muy posiblemente con prácticas de consumo de vino.
Elementos de vajilla
Dentro del grupo que conforman lo que podríamos definir como
cuencos o boles, predominan las producciones denominadas tradicionalmente como Campaniense B, aunque esta denominación
englobe hoy en día a una gran cantidad de talleres de toda el
área itálica. En esta zona parecen tener un origen mayoritario en
el norte de la Campania, concretamente en la ciudad de Cales
(Principal y Ribera, 2013). Documentamos la forma Lamboglia
1 y su variante 1a que se caracteriza por presentar borde recto y
Fig. 4.28. Ánforas de importación de los ss. II-I a.C. 1. Lamboglia 2, 2. Dressel 1, 3. T-9.1.1.1, 4. T-7.2.1.1.
99
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labio redondeado, así como dos pequeñas incisiones en su cara
externa y pie anular oblicuo de perfil triangular. El fondo del
recipiente suele estar decorado por varios círculos incisos concéntricos (fig. 4.29: 1). La forma Lamboglia 1/8 es muy similar
a la anterior, pero con el pie más alto y moldurado. También
encontramos la forma Lamboglia 9 caracterizada por su borde
recto y labio redondeado con estrías en su cara interna, cuerpo
hemiesférico y pie anular moldurado (fig. 4.29: 2). También dentro de este tipo de producciones encontramos la forma Lamboglia 8 con borde recto y labio redondeado, cuerpo en forma de
casquete hemiesférico y pie anular con un pequeño resalte en la
parte superior (fig. 4.29:3). Finalmente documentamos también
dos tipos de boles en Campaniense A, la forma Lamboglia 31, un
recipiente profundo de borde bastante exvasado, labio redondeado y pie anillado con estrías en la cara interna del borde e incisiones en la base (fig. 4.29:4) y la forma Lamboglia 34, pequeño
cuenco con borde entrante y labio redondeado que da lugar a una
carena en el exterior del cuerpo y base anillada formada por un
pie oblicuo de sección triangular (fig. 4.29: 5).
En cuanto a las copas de importación características del Ibérico Final (ss. II-I a.C.) y en Campaniense Calena encontramos
la forma Lamboglia 2 de borde exvasado y labio redondeado,
cuerpo de perfil curvo y cóncavo al exterior que se une a la base
formando un ángulo muy agudo y pie anular moldurado (fig.
4.29: 8). La forma Lamboglia 3 o pyxis se caracteriza por su borde exvasado y labio redondeado, cuerpo curvo y cóncavo al exterior y pie bajo anular (fig. 4.29: 9). Finalmente documentamos
copas tipo Montagna Pasquinucci 127 (Montagna-Pasquinucci,
1972: 400-401) de origen etrusco y caracterizada por presentar
un borde ligeramente exvasado y labio redondeado, cuerpo hemiesférico, pie anular moldurado y dos asas verticales bífidas
acabadas en un bucle (fig. 4.30: 1).
Para los ss. II y I a.C. encontramos una mayor variedad
de platos. Es destacable la presencia mayoritaria de la forma
Lamboglia 5 tanto en Campaniense A como en Campaniense
Calena. Se trata de una forma abierta con borde recto o ligeramente exvasado con labio redondeado que forma un ángulo al
unirse al cuerpo y pie anular recto en el caso de las producciones de Campaniense A y moldurado en el caso de las Beoides
(fig. 4.30: 3). En Campaniense A también es bastante común la
forma Lamboglia 5/7, muy similar a la anterior, pero algo más
abierta y con el pie más grueso (fig. 4.30: 4). La forma Lamboglia 4 es un plato poco profundo con borde exvasado y labio
pendiente y base con dos variantes, pie bajo, oblicuo y de sección triangular o pie alto moldurado (fig. 4.29: 10). Otra forma
documentada en este momento, aunque en menor medida son
la Lamboglia 55 en Campaniense A, caracterizada por ser una
forma muy abierta con borde exvasado, labio redondeado y pie
anular también redondeado. (fig. 4.30: 5).
4.5.2. eL contexto DeL regIstro ArqueoLógIco
La dificultad a la hora de contar con contextos estratigráficamente
fiables se hace aún más patente en época final por lo que hemos
decidido recurrir a un asentamiento, el Cabeçó de Mariola que
nos permite conocer cómo se organiza un oppidum de época tardía. Otro contexto muy interesante es el que nos brinda el santuario del Tossal de la Malladeta (Rouillard, Espinosa y Moratalla,
2014) que nos permitirá conocer cómo se distribuyen estos bienes
de importación relacionados con las prácticas de consumo ritual
100
en un contexto sacro o un contexto funerario como la necrópolis
de Poble Nou (Espinosa, Ruiz y Marcos, 2005) Sin embargo, esta
falta de contextos estratigráficos se complementa muy bien con
los numerosos trabajos de prospección y los compendios de importaciones realizados en el área de estudio.
Los Valles de Alcoi
Durante esta fase es destacable la abundante presencia de vajilla
importada en los distintos oppida que presiden cada uno de los territorios políticos y cuyos repertorios han sido objeto en muchos
casos de revisiones y recopilaciones en los últimos años en varios
casos por nuestra parte (Grau y Amorós, 2014; Amorós, 2015).
Este hecho nos aporta valiosa información acerca de las prácticas
de consumo ritual en esta área (fig. 4.31).
El primero de estos oppida es el Castell de Cocentaina, donde
para los ss. II-I a.C. documentamos producciones beoides como
20 ejemplares de platos L.5, ocho boles L.1, dos ejemplares de la
forma L.3 y un plato del tipo L.5/7 en Campaniense A. Finalmente, encontramos tres ánforas vinarias del tipo Dressel 1.
Especialmente interesante resulta el caso de El Pitxòcol, cuyo
tamaño y volumen de importaciones nos informan acerca de la
importancia que debió tener este núcleo durante el Ibérico Final
(Amorós, 2015) (fig. 4.32). En primer lugar, encontramos materiales correspondientes a la fase media del tipo Campaniense A
datada entre el 180 y el 100 a.C. La forma más común es el plato
del tipo L.5 del que contamos con ocho bordes y cuatro bases, así
como una variante del mismo, el plato L.5/7 con cinco bordes. Del
cuenco tipo Lamboglia 27 contamos con cuatro bordes mientras
que del tipo L.28, cinco bordes y una base, así como del plato L.36
del que encontramos cuatro bordes. Finalmente, documentamos
dos bases de copa tipo Morel 68. En cuanto a producciones en
barniz negro de Cales en sus variantes media (130/120-90-80 a.C.)
y tardía (90/80-40-20 a.C.) documentamos 10 bordes y siete bases
correspondientes a boles del tipo L.1; un borde de L.2; tres bordes
y tres bases pertenecientes al tipo L.3 o pyxis; un borde y tres bases
de plato de la forma L.4. La forma más abundante es el plato del
tipo L.5, del que contamos con 24 bordes y 10 bases. Finalmente
encontramos una base de cuenco tipo L.8, un borde de urna del
tipo L.10 y un borde de copa del tipo Montagna-Pasquinucci 127/
Morel 3120. Por otra parte, también contamos con un variado repertorio anfórico con un ánfora de tipo púnico-ebusitano, sin que
podamos determinar si se trata del tipo PE-15 o PE-16 del s. III
a.C., un ánfora del tipo Ramon T. 8.2.1.1 del Círculo del Estrecho,
tres ánforas grecoitálicas con una cronología de segunda mitad del
s. III y s. II a.C. Ya para los ss. II-I a.C. encontramos un borde de
ánfora tipo T. 9.1.1.1 o Campos Numantinos de origen gaditano
y dos bordes y un asa del tipo L 2 del área adriática. Sin duda,
el ánfora de importación más común en este asentamiento es el
tipo Dressel 1 del que contamos con ocho bordes, uno de ellos
de origen catalán y tres asas. También documentamos un tipo de
ánfora poco común como es un borde de Tripolitana Antigua de
origen norteafricano y relacionada con el comercio de aceite (15020 a.C.). Finalmente, encontramos dos tipos de ánforas procedentes del área del Guadalquivir y relacionadas con el transporte de
aceite como son la Ovoide 6 con una cronología de 70-25 a.C. y la
Ovoide 4 con una cronología de 80-15 a.C.
Por su parte, en el oppidum de El Xarpolar para los ss.
II-I a.C. encontramos en producciones beoides dos platos del
tipo L.5, un cuenco de borde muy exvasado que no hemos
podido adscribir a una forma concreta, un plato del tipo L.4
[page-n-114]
Fig. 4.29. Vajilla de importación de los ss. II-I a.C. 1. Lamboglia 1, 2. Lamboglia 9, 3. Lamboglia 8, 4. Lamboglia 31, 5.
Lamboglia 34, 6. Morel 68, 7. Lamboglia 49b, 8. Lamboglia 2, 9. Lamboglia 3, 10. Lamboglia 4.
101
[page-n-115]
Fig. 4.30. Vajilla de importación de los ss. II-I a.C. 1. P-127, 2. Lamboglia 36, 3. Lamboglia 5, 4. Lamboglia
5/7, 5. Lamboglia 55, 6. Lamboglia 10.
102
[page-n-116]
Fig. 4.31. Asentamientos con importaciones en los Valles de Alcoi en los ss. II-I a.C. 1. Cabeçó de Mariola 2. L’Arpella, 3. Castell de Perputxent,
4. El Xarpolar, 5. Pic Negre, 6. Castell de Cocentaina, 7. El Terratge, 8. El Pitxòcol, 9. La Condomina, 10. Castell de Penàguila.
y una copa Montagna Pasquinucci 127 o Morel 3120. En
importaciones anfóricas hemos documentado un ánfora del
tipo Campamentos Numantinos o T-9.1.1.1 y dos ánforas de
procedencia itálica (Grau y Amorós, 2014). Finalmente, en
el Castell de Penàguila encontramos 10 ejemplares de platos
del tipo L.5, tres boles L.1 y un ejemplar de la forma L.3.
En cuanto a la presencia de importaciones en asentamientos del tipo aldea, encontramos un plato L.5 en Campaniense A
y un bol L.1a de producción beoide en El Terratge. Otro plato
L.5/7 de la misma producción en La Condomina, una copa
de producción beoide en l’Arpella y un borde perteneciente a
una forma indeterminada de esta misma producción en el Pic
Negre (Grau, 2002: 170).
La Marina Baixa
En el oppidum ubicado bajo el actual Barri Vell de la Vila se
documentan producciones beoides y ánforas del tipo Dressel 1,
grecoitálicas y púnicas del tipo Mañá C2 y Mañá E. En el entorno cercano del actual núcleo de Villajoyosa se documentan
numerosas evidencias (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014:
249-298) que reflejan la gran importancia que en esta fase del
ibérico final debió tener este núcleo y su territorio inmediato
(fig. 4.33). En el Campo de Fútbol Municipal encontramos
fragmentos de campaniense A media documentados en una calzada, cerámicas campanienses en Paradís I y campanienses A
y B de Cales, así como ánforas del tipo Dressel en C/ Ramón
y Cajal y C/ Constitución. También se documentan cerámicas
Campaniense A del s. II a.C. en otros núcleos menores como
El Collado, Cementeri, donde además se documentan cerámi-
cas campanienses del denominado tipo B de Cales, Xauxelles
donde también encontramos un ánfora Mañá C2 o el Tossal del
Molinet; en el asentamiento de La Muntanyeta se documentan
ánforas de diversos tipos como Dressel 1, grecoitálicas y un ánfora púnica Mañá C2. Finalmente, para la zona de Villajoyosa
debemos destacar la necrópolis de Poble Nou donde tras el hiato
que supone el s. III a.C. volvemos a encontrar numerosos enterramientos datados en el Ibérico Final, concretamente 41 tumbas (Espinosa, Ruiz y Marcos,, 2005: 180-193). En 29 de ellas
encontramos cerámicas campanienses del tipo A, B etrusca, C, y
B de Cales siendo esta última la mayoritaria mientras que entre
las formas más comunes encontramos las L.1, 3, 36 y 5 siendo recurrente la utilización de este último plato como tapadera
para los kalathos de cerámica ibérica que a su vez son utilizados
como urnas cinerarias. Finalmente, es destacable la aparición
en una de estas tumbas de un simpulum, objeto relacionado con
la preparación y servicio de bebidas, más concretamente vino,
asociado a otros elementos de ajuar como cerámicas campanienses, ibéricas pintadas y de paredes finas.
En el santuario de La Malladeta (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 108-110 y 115-116), que experimenta en estos
momentos su fase de mayor actividad, la producción mayoritaria son las cerámicas ebusitanas engobadas de los ss. III-II a.C.
con 207 individuos donde destaca especialmente el bol tipo
FE-13/13, que imita a la forma L.27 ab, con 186 individuos,
seguido por el cuenco HX-1/53 con 19-20 individuos, la forma
F28 (8 ind.) y el bol F31 (6 ind.). De esta misma cronología
son las importaciones de barniz rojo gadirita o tipo “Kuass”
con 12 individuos. Las producciones de Campaniense A están
103
[page-n-117]
Fig. 4.32. Parte del abundante repertorio de importaciones tardías de El Pitxòcol (Amorós, 2015).
104
[page-n-118]
Fig. 4.33. Asentamientos con importaciones en la Marina Baixa en los ss. II-I a.C. 1. El Collado, 2. Xautxelles, 3. Cementeri, 4. Paradís I,
5. Tossal de la Malladeta, 6. Campo de fútbol de El Pla, 7. Poble Nou, 8. Barri Vell, 9. C/Ramón y Cajal/Constitución, 10. Camí de la Vila
III, 11. Alfarella II, 12. Tossal del Molinet, 13. Foietes Dalt, 14. La Muntanyeta, 15. Tossal de la Cala, 16. Castell de Polop, 17. Tossal de
la Cantera de Guilef, 18. Sa Muntanya, 19. Cap Negret.
representadas por 68 individuos que se reparten de la siguiente
manera, 19 páteras (formas L.5, 6, 5/7, 36), 21 cuencos (L.26,
27 ab, 27 bb, 27 c, 28 ab, 34 b, 2974) y 10 boles (L.31 a, 31 b,
33 a, 33b). La cerámica Campaniense B campana está representada por 32 individuos, entre los que encontramos cuencos
(L.1 y 1/8), copitas (L.2 y P.127) y páteras (L.5, 8 a y 8 b).
También se ha documentado cerámica del tipo Campaniense
C con 15 individuos correspondientes a las formas L.1, 5, 7,
18 y 19 así como dos boles helenísticos de relieves del tipo 8.
En cuanto a las ánforas, las más comunes son las de origen púnico con 47 individuos, seguidas por las de origen itálico con
33 individuos correspondientes a las formas Dressel 1 (24) y
Lamboglia 2 (2); ebusitanas con 19 individuos y grecoitálicas
con 7-9 individuos.
En el Tossal de la Cala también encontramos un variado
repertorio para este momento (Bayo, 2010: 65-75). En Campaniense A del s. II a.C. encontramos un plato de la forma
L.8, un bol L.31, un bol L.34 y un plato L.55. Por otra parte,
en producciones denominadas genéricamente como Campaniense B se documentan tres boles del tipo L.1a, un recipiente de la forma L.3, dos platos L.4 y cinco de la forma L.5/7.
Dentro de las importaciones de cerámica común encontramos un mortero itálico. Finalmente, respecto al repertorio de
ánforas importadas encontramos dos ánforas de origen púnico como son un ánfora del tipo Mañá C2 y otra del tipo
Mañá E y cuatro ánforas vinarias del tipo Dressel 1. En el
entorno de este oppidum encontramos otros asentamientos
de menor entidad como La Cala donde se ha documentado
un ánfora grecoitálica del s. III a.C.; La Bastida donde se ha
encontrado vajilla del tipo campaniense A así como ánforas
grecoitálicas y ánforas del tipo Mañá D; en el Camí de la Vila
III se documentan producciones beoides y varios tipos de ánforas como las grecoitálicas, las PE-16 y las Dressel 1c; en
Foietes Dalt se documentan producciones Campaniense A así
como ánforas del tipo Mañá C2 y Dressel 1 y finalmente en el
asentamiento de Alfarella II encontramos varios fragmentos
de Campaniense A (Moratalla, 2004).
Por su parte, en el Cap Negret (Sala, 1997) se documentan
producciones de barniz negro del tipo Campaniense A, Beoide
y Campaniense C, en cerámica común encontramos dos morteros de procedencia itálica y finalmente ánforas del tipo Dressel
1. Otros asentamientos menores de esta zona norte son el Castell
de Polop donde se documentan fragmentos de producciones de
Campaniense A, B y Beoide; el Tossal de la Cantera de Guilef
donde se han hallado producciones de barniz negro del tipo Campaniense A y Beoides, como un ejemplar de L.3, así como ánforas
del tipo Dressel 1 y finalmente el oppidum de Sa Muntanya donde
se han localizado producciones Campaniense A, B y Beoides así
como ánforas del tipo Dressel 1a (Moratalla, 2004).
La Marina Alta
La última de las áreas que vamos a analizar es la comarca de la
Marina Alta, siendo este territorio el que cuenta con un menor volumen de información. No obstante, en este periodo encontramos un
105
[page-n-119]
Fig. 4.34. Asentamientos con importaciones en la Marina Alta en los ss. II-I a.C. 1. Penyal d’Ifach, 2. Cova de les Rates, 3. Cova de les
Cendres, 4. Tossal de l’Abiar, 5. Penya de l’Àguila, 6. Castell de les Atzavares, 7. Passet de Segària, 8. Castell d’Ambra.
mayor número de evidencias si lo comparamos con la fase anterior
ya que este territorio va a ir adquiriendo una progresiva importancia hasta convertirse en una zona esencial durante el episodio de las
Guerras Sertorianas a inicios del s. I a.C. (fig. 4.34).
En el Penyal d’Ifach encontramos producciones de campaniense beoide de las formas L.1-8, L.9 así como ánforas del tipo
grecoitálica y Dressel 1(Aranegui, 1978a; 1986). Para el Ibérico
Final encontramos evidencias de importaciones en un importante asentamiento de esta época como es el Penya de l’Àguila
(Castelló, 1992) donde se documentan producciones como los
platos de la forma L.5/7 en campaniense A, las formas L.3, 4, 5
y 8 en campaniense beoide, así como ánforas del tipo Dressel 1,
Mañá C y Lamb. 2. Un repertorio muy similar presenta el asentamiento de el Passet de Segària. Por su parte, también se han
documentado ánforas Dressel 1 en el Castell d’Ambra y en el
Castell de les Atzavares, donde además se han hallado cerámicas
del tipo Campaniense B, así como en el Tossal de l’Abiar donde aparecen campanienses tardías (Castelló, 2015). Finalmente,
se documentan también producciones de campaniense B en dos
cuevas, la Cova de les Rates, con dos ejemplares de copas de la
forma L.2 y en la Cova de les Cendres con un ejemplar del mismo tipo (Gil-Mascarell, 1975: 298-300).
106
4.5.3. AnáLIsIs De Los DAtos
Los elementos del banquete
Como ya hemos visto para los siglos anteriores, el consumo del
vino tenía una gran importancia y un papel protagonista en estos
banquetes o prácticas de consumo festivo por sus propiedades psicotrópicas. Este vino sería producido en gran medida por las comunidades ibéricas, existiendo seguramente un comercio interior
entre las distintas áreas, aunque para los ss. II-I a.C. se constata la
llegada de un importante volumen de ánforas vinarias de origen
itálico como son las del tipo Dressel 1. El consumo de carne también tendría una gran importancia en este tipo de ágapes, tal y como
se constata en las fuentes clásicas o a través de la antropología,
tratándose de una actividad frecuentemente ritualizada y acompañada de referencias a la esfera de lo divino, desde el sacrificio del
animal y su preparación hasta el consumo final (Riva, 2011: 131).
La creciente importancia de este producto podría estar reflejándose en el mayor protagonismo que van adquiriendo los platos en el
repertorio de esta fase, sin olvidar la consideración que tendría la
caza como una actividad propia de los grupos de poder y reflejada
en las cerámicas figuradas de la etapa anterior. No obstante, nos
resulta difícil constatar este consumo debido a la falta de estudios
específicos de fauna para el período concreto de los ss. II-I a.C.
[page-n-120]
Los elementos de preparación resultan bastante escasos en
estos momentos, aunque cabría destacar, aparte de los morteros
y con un carácter excepcional, el simpulum hallado en una tumba de la necrópolis de Poble Nou, que podríamos relacionar con
el preparado y servicio de bebidas, especialmente vino. A pesar
de tratarse de una pieza con una cronología bastante tardía, del
último tercio del s. I a.C., se documentó formando parte de un
ajuar con elementos de clara tradición indígena como la cerámica ibérica pintada (Espinosa, 2011: 315).
Los progresivos cambios en el repertorio que veíamos iniciarse en el s. III a.C., se verán consolidados en los ss. II-I
a.C. donde los platos constituyen ahora el 66 % del total del
repertorio, siendo la forma claramente mayoritaria y donde
podríamos destacar la amplia distribución de la forma Lamboglia 5. Le siguen los cuencos y boles que suponen un 23
% y finalmente las copas que constituyen el 11 % del total de
formas documentadas en estos territorios.
Este panorama experimenta un cambio importante tras la
Segunda Guerra Púnica, momento en el que nuestra zona de
estudio pasará a formar parte del ámbito comercial romano por
lo que los agentes itálicos van a tener un papel preponderante
durante los ss. II y I a.C. Las producciones importadas mayoritarias van a ser las que tradicionalmente se han conocido como
Campanienses, aunque tras esta denominación existen multitud
de talleres no solo del área de la Campania sino de toda la península itálica. También se va a producir un incremento en el volumen de importación de vino itálico como atestigua la abundante
presencia de ánforas del tipo Dressel 1 en una gran cantidad de
asentamientos. Todos estos productos llegarían a importantes
enclaves costeros de este momento como podrían ser Villajoyosa, el Tossal de la Cala, Cap Negret, el Penyal d’Ifach o la naciente ciudad romana de Dianium. Desde estos asentamientos se
distribuirían hacia las tierras del interior a través de las rutas que
ya hemos comentado, aunque en este momento parece darse una
mayor importancia de las vías septentrionales que relacionan
los Valles de Alcoi con la Marina Alta como parece inferirse de
la importancia de los oppida de El Xarpolar y El Pitxòcol. Estos
productos llegarían a estos oppida del interior, donde no parece
darse una redistribución hacia los enclaves subordinados de sus
respectivos territorios.
Las cerámicas ibéricas con decoración figurada
en época tardía
Si la cerámica con decoración figurada característica de los talleres de La Serreta y del Tossal de Sant Miquel puede asociarse sin demasiados problemas a prácticas de consumo ritual,
las cerámicas con decoración compleja propias de los ss. II-I
a.C. parecen vincularse, al menos en nuestra área de estudio, al
mundo funerario. Es el caso de los recipientes con decoración
de estilo simbólico levantino, con una cronología entre el tercer cuarto del s. II y el tercer cuarto del s. I a.C. concentradas
principalmente en la necrópolis de Poble Nou (Pérez Blasco,
2011). Entre las formas más características de este estilo encontramos un predominio de los kalathoi, que se utilizan como
urnas cinerarias, así como otras tipologías que forman parte
del ajuar, tales como microtinajas, pequeños olpai y tapaderas, aunque estas tres últimas formas pueden estar remitiendo
a prácticas de consumo ritual. Este nuevo estilo se encuentra
presente también en otros asentamientos como el Tossal de la
Cala o el Peñón de Ifach, así como en otros enclaves más al
norte como Valentia, La Carència o Los Villares, no siempre
vinculados a ámbitos funerarios y ampliando el repertorio a tinajas, tinajillas, lebes, platos o cráteras de pie atrofiado (Pérez
Blasco, 2014: 726) (fig. 4.35).
La presencia de recipientes decorados con otros estilos propios del sureste resulta muy escasa en asentamientos de nuestro ámbito de estudio, especialmente en las tierras del interior,
por lo que pensamos que el protagonismo volvería a recaer en
esta última fase en las cerámicas de importación, básicamente
de procedencia itálica. No obstante, este panorama resulta a día
de hoy algo confuso ya que recientemente se ha reinterpretado
el alfar de l’Alcavonet prolongando su actividad más allá del
abandono de La Serreta hasta inicios del s. I a.C. con una dispersión muy amplia de sus producciones, hasta zonas costeras
como Oliva, el Tossal de la Cala o el Peñón de Ifach, así como
hasta el Corral de Saus en el interior, con formas que podrían
remitir a prácticas de consumo ritual tanto en ámbitos funerarios
como de hábitat (Pérez Blasco, 2014: 789-794).
El paisaje de la comensalidad
Frecuencias de aparición y tipologías de asentamiento
Este oppidum, objeto de recientes investigaciones por parte
de la Universidad de Alicante y el Museo de Alcoi, nos aporta
una valiosa información acerca de los contextos tardíos, ya que
constituye prácticamente el único asentamiento de estas características excavado de forma sistemática. El poblado presenta
una cronología muy amplia que se inicia en el s. IX y termina
de forma repentina y violenta a inicios del s. I a.C. El hábitat se
distribuye en dos áreas bien diferenciadas con un sector de 1,4
ha. en la parte cimera, delimitada por un perímetro amurallado y
otro sector adyacente en ladera de unas 2,9 ha. que se interpreta
como una ampliación del poblado en algún momento de su historia (Grau y Segura, 2016).
El contexto que vamos a analizar se corresponde con la
última fase del poblado que se inicia con una importante remodelación del hábitat en la primera mitad del s. II a.C. y
finaliza con la destrucción repentina y violenta del asentamiento a inicios del s. I a.C. En este momento se construye
una muralla en la parte alta del poblado que actúa como pared
trasera a la que se adosan toda una serie de casas articuladas
en dos departamentos que no se diferencian de las casas ibéricas sencillas de la zona, con paramento de piedra trabada
con barro y pavimentos de tierra, formadas por una estancia
multifuncional con hogar y otra dedicada al almacenamiento
(Grau y Segura, 2016: 77). Es en esta batería de estancias
donde se documentó un rico repertorio de importaciones que
pasamos a detallar a continuación.1
En este contexto se documentaron un número mínimo de 18
ánforas que podemos agrupar en dos conjuntos, por un lado, las
procedentes del sur de la península ibérica y dedicadas al transporte
de salazones como son los cinco individuos del tipo 7.4.3.0 y un
individuo T.9.1.1 de la segunda mitad del s. II a.C. Por otra parte,
el grupo mayoritario de ánforas para el transporte de vino como
son los seis ejemplares de Dressel 1A, principalmente de origen
1
Queremos dar las gracias a Ignasi Grau y Daniel Mateo que nos han
cedido amablemente la información inédita referente a las importaciones, así como el plano con la distribución de las mismas.
107
[page-n-121]
Fig. 4.35. Tipología de
las cerámicas de estilo
simbólico levantino de la
necrópolis de Poble Nou
(a partir de Pérez Blasco,
2011: fig. 14).
campano-lacial. Asimismo, se documentan cinco individuos del
tipo L.2, también vinarias y procedentes de la costa adriática itálica,
una de ellas con una inscripción en escritura ibérica levantina con
la palabra BELE[S] que posiblemente haría referencia al propietario local del ánfora (Grau y Segura, 2016: 78). Junto a estos tipos
identificados se documentan algunos galbos que nos hablan de la
llegada de ánforas originarias de otros puntos como el litoral norte
de la Citerior, Ebusus o el norte de África.
También resulta muy interesante el repertorio de importaciones de barniz negro compuesto por 42 vasos que en su
mayoría corresponden al grupo de la calena media-tardía y dos
piezas de Campaniense A tardía. De esta última forma se documenta un plato del tipo L.5-7 y un bol L.27 mientras que
del tipo calena encontramos cuatro individuos de la forma L.1,
cuatro individuos de la forma L.4, tres ejemplares de la forma
L.3, dos ejemplares de copas del tipo MP-127, un individuo
de la forma F1640 y uno de la forma L.2, aunque sin duda la
forma más frecuente es el plato correspondiente al tipo L.5-7
con 25 ejemplares. Sin duda se trata de un ajuar que concuerda
bastante bien con lo que hemos ido viendo para otros oppida
del ámbito comarcal como El Pitxòcol o El Xarpolar (Amorós,
2015; Grau y Amorós, 2014). Este repertorio se completa con
la presencia de algunos cubiletes de paredes finas, cerámicas de
cocina importadas y morteros de origen itálico.
108
Como se puede apreciar en la planta (fig. 4.36), las cerámicas de barniz negro se distribuyen de forma homogénea por la
mayoría de las estancias excavadas, sin que existan pautas de
concentración en espacios concretos. También es importante
destacar que dichos elementos importados aparecen acompañados de cerámica ibérica en un contexto que podríamos catalogar como indígena y que refleja la demanda de las poblaciones locales.
También contamos con el análisis cuantitativo de un asentamiento ubicado en un cerro costero en la Marina Baixa como es
Cap Negret para los ss. II-I a.C. (Sala, 1997). En este enclave, que
debió ser uno de los puntos de llegada de materiales importados
a nuestra área de estudio vemos unos porcentajes de un 44 % de
vajilla local frente a un 27 % de vajilla importada, así como un
8 % de ánfora local frente a las ánforas importadas que suponen
el 21 % del total (Sala, 2004: 246). En este caso concreto vemos
como la cerámica local y la importada presentan porcentajes muy
similares, aunque debemos tener en cuenta que nos encontramos
en un enclave costero de clara vocación comercial.
Patrones de distribución: dispersión vs. concentración
Pasando ya al paisaje de la comensalidad, en el territorio de
los Valles de Alcoi encontramos elementos importados en 9
de los 42 asentamientos documentados para este periodo lo
[page-n-122]
Fig. 4.36. Cabeçó de Mariola (planta y distribución inéditas cortesía de I. Grau).
que supone el 21,42 % del total. Se trata de cinco oppida
(El Pitxòcol, El Xarpolar, el Castell de Cocentaina, el Castell de Penàguila y el Cabeçó de Mariola) y cuatro aldeas
(La Condomina, L’Arpella, El Terratge y el Pic Negre) (fig.
4.37). Para esta última fase ibérica podemos apreciar como
estos productos de importación se concentran en un número mucho más reducido de asentamientos, especialmente los
oppida que de nuevo constituyen la base de la organización
territorial en este período y algunas aldeas subordinadas. Por
su parte las ánforas importadas únicamente se documentan
en los oppida por lo que es posible que el vino importado,
en este caso de origen itálico, se haya convertido en un elemento diacrítico al que únicamente tienen acceso las elites
urbanas y sus clientelas.
Fig.4.37. Patrón de distribución de las importaciones en los ss. II-I a.C. en los Valles de Alcoi.
109
[page-n-123]
Fig. 4.38. Patrón de distribución de las importaciones en los ss. II-I a.C. en la Marina Baixa.
Fig.4.39. Patrón de distribución de las importaciones en los ss. II-I a.C. en la Marina Alta.
110
[page-n-124]
En el caso de la Marina Baixa documentamos cerámicas
importadas en 16 de los 25 asentamientos que conocemos para
estas dos centurias, lo que supone un 64 % del total. Se trata
de cuatro oppida (Barri Vell, Tossal de la Cala, La Bastida y Sa
Muntanya), un cerro costero (Cap Negret), nueve asentamientos en cerro o ladera de pequeñas dimensiones y relacionados
con la explotación agrícola del territorio circundante (El Collado, Xautxelles, Cementeri de la Vila, La Muntanyeta, Camí
de la Vila III, Alfarella III, Foietes Dalt, Tossal de la Cantera
de Guilef y Castell de Polop), una necrópolis (Poble Nou) y un
santuario (Tossal de la Malladeta) (fig. 4.38). Como podemos
apreciar, nos encontramos de nuevo con una gran dispersión
de bienes de importación que llegan a asentamientos de muy
diversas tipologías, situación que contrasta con la que veíamos
para las tierras del interior.
Por su parte, en la Marina Alta encontramos cerámicas de
importación en 7 de los 22 asentamientos de este período que
constituyen el 31,8 % del total. Se trata de cuatro oppida (Castell d’Ambra, Passet de Segària, Penya de l’Àguila y Penyal
d’Ifach), una aldea (Tossal de l’Abiar) y dos cuevas (Cova de
les Rates y Cova de les Cendres) (fig. 4.39). Con estos datos
podríamos afirmar que nos encontramos ante una concentración
de este tipo de materiales, estando restringido los asentamientos
más importantes del territorio y a alguna cueva. No obstante,
somos de la opinión de que la investigación a día de hoy en este
territorio nos aporta una visión muy sesgada del panorama de
importaciones ya que se trata de una zona costera con una estrecha relación con el mundo romano especialmente en los ss. II-I
a. C. por lo que debemos pensar que la afluencia de productos
originarios de la península itálica debió ser mucho mayor de lo
que se ha constatado en las prospecciones.
Finalmente, podemos afirmar que en esta etapa nos encontramos con unas dinámicas muy similares a las que veíamos
para la fase anterior con una llegada relativamente masiva de
estas vajillas de importación a pesar de que cambia su origen,
mayoritariamente itálico en este caso. En cuanto a su distribución volvemos a ver una gran dispersión de estos elementos
relacionados con el banquete, con una ausencia de grandes concentraciones del tipo silicernia en el ámbito funerario a pesar de
que sigue documentándose este tipo de depósitos en zonas muy
cercanas como en la necrópolis del oppidum del Tossal de les
Basses (Alicante). En este caso concreto, se documentaron un
total de 94 piezas tanto de origen ibérico como importaciones,
mayoritariamente itálicas, datándose el conjunto en torno al 200
a.C. (Rosser, 2007: 46).
4.6. LA COMENSALIDAD COMO ESTRATEGIA
IDEOLÓGICA
La última cuestión que vamos a plantear en relación con el
análisis del banquete como estrategia es cómo se ponen en
marcha, desde un punto de vista práctico, estos mecanismos
ideológicos. Las prácticas de comensalidad debieron suponer
una de las estrategias ideológicas más exitosas, como se deriva del análisis del registro arqueológico y de su presencia a
lo largo de todo el periodo estudiado, seguramente por su doble carácter competitivo y corporativo al mismo tiempo. No
obstante, no debemos olvidar que se trata fundamentalmente
de una estrategia de distinción que busca otorgar prestigio a
determinados grupos de estatus con un acceso privilegiado a
ciertos recursos, poniendo el énfasis en un determinado estilo
de vida que permite la autodefinición de las elites, que podrían definirse como grupos de estatus (Riva, 2011: 89).
Volvemos de nuevo a M. Dietler que propone tres categorías de banquete basándose en información tanto de tipo
arqueológico como etnográfico y que no debemos entender
como una tipología formal sino más bien como una clasificación heurística de la dimensión político-simbólica del banquete como institución (Dietler, 2001: 75). Asimismo, tampoco
deben ser entendidas como etapas evolutivas que puedan ser
correlacionadas con tipologías de organización política, aunque sí tengan relación con una creciente estratificación y complejidad social de las estructuras del poder político (Dietler,
2001:93). Por tanto, estas categorías o tipos de banquetes que
vamos a repasar a continuación pueden coexistir en una misma
sociedad, poniéndose en práctica unos u otros según los intereses de los patrocinadores de dichos eventos.
El primero de los tipos que vamos a tratar es el denominado Empowering Feast (Dietler, 2001: 76-82). Se trata de un
tipo de banquete en el que se manipula la hospitalidad comensal con el objetivo de adquirir y mantener ciertas formas de
capital simbólico, que se traduce en la capacidad de influir en
las decisiones o acciones del grupo, y en ocasiones también de
capital económico. Como ya señalábamos para las estrategias
ideológicas en general, este tipo de banquetes suelen tener una
doble cara, ya que por una parte fomentan la solidaridad generando un sentimiento de identidad y unidad comunitaria bajo
la apariencia de celebraciones armoniosas al mismo tiempo
que constituyen un escenario para la adquisición de prestigio,
crédito social y formas variadas de influencia o poder informal
que conlleva el capital simbólico, siendo una práctica principalmente competitiva. Los empowering feasts son muy comunes en las sociedades sin roles políticos institucionalizados
o donde estas funciones no son hereditarias, donde el poder
debe ser continuamente renegociado y donde las prácticas de
comensalidad se convierten en una herramienta para la adquisición y el mantenimiento del respeto, prestigio o autoridad
moral necesarios para ejercer el liderazgo.
Una forma particular de empowering feast relacionada con la
adquisición de capital económico son los Work Feasts o “fiestas de
trabajo” (Dietler y Herbich, 2001) donde la hospitalidad comensal es utilizada para organizar el trabajo voluntario colectivo. En
este tipo de prácticas, un grupo de personas son convocadas para
trabajar juntos en un proyecto durante un día o más y a cambio
se les invita a participar en el banquete, apropiándose el anfitrión
de los ingresos o excedentes generados durante el día de trabajo.
Debemos distinguir esta estrategia de los intercambios de trabajo
(work exchanges) que funcionan a través de un tipo de reciprocidad diferida donde el anfitrión asume una deuda de trabajo con los
participantes que debe ser devuelta en una fecha posterior. Por el
contrario, la “fiesta del trabajo” (work feast) funciona más como
una transacción temporalmente finita, donde la fastuosidad de la
hospitalidad se intercambia directamente por el trabajo realizado
y no existen obligaciones futuras entre el anfitrión y los invitados.
La participación en este tipo de banquetes puede ser voluntaria,
acudiendo los participantes por la reputación del anfitrión que es
capaz de organizar este tipo de eventos u obligatoria, para lo que
debe darse la existencia de una autoridad relativamente institucio111
[page-n-125]
nalizada, que podríamos entender como corveas y basándose normalmente en el consentimiento y no tanto en el uso de una fuerza
coercitiva. Este tipo de prácticas son esenciales para una economía
de tipo agrario donde no existe una autoridad política excesivamente centralizada como una forma de movilización de mano de
obra para trabajos comunales más allá de la unidad doméstica, al
mismo tiempo que sirven para explotar el trabajo de otros para la
adquisición y conversión de capital simbólico y económico, favoreciendo las desigualdades sociales.
La segunda categoría de banquetes definida por Dietler es
el Patron-role Feast (Dietler, 2001: 82-85) que se caracteriza
por la manipulación de la hospitalidad comensal con el objetivo de reiterar simbólicamente, así como legitimar las relaciones sociales institucionalizadas y asimétricas del poder.
En este tipo de banquete la expectativa de reciprocidad no se
mantiene, sino que se acepta la formalización de relaciones
desiguales de estatus y de poder ideológicamente naturalizadas a través de la repetición de un evento que genera sentimientos de deuda social y un sentido de obligación por la
generosidad del anfitrión. Se trata de un mecanismo bastante
común en sociedades dirigidas por caudillos o aristócratas o
donde priman las relaciones sociales de tipo clientelar. Por
otra parte, este tipo de banquete no es solo una herramienta
de dominación y legitimación de las diferencias de estatus,
sino que también puede ser puesto en práctica como un mecanismo de resistencia o desafío a la autoridad del jefe a través de la competición.
El último de los tipos propuestos es el Diacritical Feast (Dietler, 2001: 85-88) que implica el uso de prácticas culinarias y estilos
de consumo diferenciados como un recurso simbólico diacrítico
para naturalizar y materializar las diferencias jerárquicas de estatus en las clases sociales, basando su fuerza simbólica, no tanto en
la cantidad como en cuestiones de estilo y alimentos consumidos,
que en algunos estudios se han definido como nuevas tecnologías
alimentarias (Riva, 2010: 62-63; 2011: 202-205). Este tipo de banquetes tienen un carácter mucho más endogámico que los anteriores, estando restringidos normalmente a los miembros de la elite
por lo que generan una voluntad de emulación por quienes aspiran
a alcanzar un estatus social más elevado. En el desarrollo de este
tipo de eventos se establecen numerosas distinciones de edad o género que pueden ser de tipo espacial, temporal, cualitativo, cuan-
112
titativo o de comportamiento, al mismo tiempo que se genera un
sentimiento de pertenencia a un determinado grupo o comunidad
ya que la etnicidad está frecuentemente marcada por los mismos
gustos gastronómicos o las mismas prácticas culinarias que se usan
para marcar las diferencias con “los otros”.
Finalmente, queremos destacar una última aportación, la
del antropólogo James Potter que establece una serie de parámetros a tener en cuenta a la hora de estudiar las prácticas de
comensalidad a partir del estudio de diferentes comunidades
del Suroeste norteamericano (Potter, 2000: 471-475). En primer lugar, es importante tener en cuenta la escala de participación y financiación del banquete, que puede ir desde el hogar familiar a la celebración regional con miembros de varias
comunidades. La escala de participación está determinada
por los medios a través de los que se financia el banquete y
cuando mayor sea ésta, mayor será la adquisición de capital
simbólico por parte del anfitrión. En segundo lugar, debemos
tener en cuenta la frecuencia y estructura de las celebraciones basadas en el grado de regulación ritual al que están sometidos, por lo que encontraremos por una parte banquetes
asociados a ciclos rituales llevados a cabo en ocasiones señaladas a lo largo del año que fomentarían la cooperación y
sentimiento de pertenencia a la comunidad. Por otra parte,
encontramos los banquetes llevados a cabo en momentos
puntuales y con alguna finalidad u objetivo concreto que son
potencialmente más efectivos para la adquisición de capital
simbólico. Finalmente, debemos tener en cuenta los recursos
utilizados para la organización del banquete que deben ser
abundantes y en ocasiones exóticos o de difícil acceso. Para
que esta estrategia ideológica sea efectiva es necesario un
monopolio por parte del anfitrión de los recursos necesarios
para la financiación del banquete, así como la capacidad de
poder hacer frente a su organización.
Volveremos sobre esta cuestión en el capítulo final de
síntesis para tratar de analizar, basándonos siempre en el registro existente, cuáles son las estrategias y tipos de banquete que predominan en cada una de las fases establecidas, en
estrecha relación con los procesos políticos y sociales que
caracterizan cada momento. Asimismo, trataremos de interpretar también las interesantes diferencias entre los distintos
territorios objeto de estudio.
[page-n-126]
5
Los ritos de agregación
en los santuarios étnico-territoriales
En el siguiente capítulo trataremos de aproximarnos a un tipo
muy concreto de espacios de culto que, a partir del s. III a.C.,
van a experimentar un cierto auge en los territorios del Alto
Guadalquivir, Murcia y Alicante. Es lo que se ha venido denominando en el ámbito de la investigación como santuarios
territoriales o intercomunitarios, sustituyendo a otros lugares de
culto de carácter local como las cuevas-santuario que habían
caracterizado los paisajes sacros de estos territorios en los ss. V
y IV a.C. Es importante señalar, que parte de los argumentos y
análisis de este capítulo aparecieron ya en parte publicados en la
monografía El santuario ibérico y romano de La Serreta (Alcoi,
Cocentaina, Penàguila). Prácticas rituales y paisaje en el área
central de la Contestania (Grau, Amorós y Segura, 2017).
Las diferentes tipologías para los lugares de culto en el mundo ibérico que se han propuesto desde los años 80 se han basado
principalmente en el criterio de la localización espacial. Una de
las primeras clasificaciones es la de R. Lucas estableciendo básicamente tres categorías, los espacios de culto natural, los santuarios construidos de carácter rural y los templos o construcciones
de carácter urbano (Lucas, 1980: 281). En esta misma línea se
enmarcaría el ensayo de L. Prados que distingue entre cuevas,
templos urbanos, capillas domésticas, santuarios protourbanos
y santuarios rurales (Prados, 1994) o incluso la propuesta de A.
Oliver, que diferencia entre santuarios edificados no urbanos, edificaciones urbanas, lugares de culto no edificados y otros, como
serían los depósitos votivos (Oliver, 1997). Por su parte, H. Bonet
y C. Mata incluyen una categoría más en este tipo de clasificaciones como son las necrópolis y enterramientos aislados que se
suman al resto de espacios como santuarios, templos urbanos,
cuevas-santuario, capillas y altares domésticos (Bonet y Mata,
1997). A. Domínguez Monedero, basándose también en un criterio esencialmente espacial, establece una diferenciación clara
entre los espacios de culto urbanos, entre los que incluye los templos o santuarios cívicos, las capillas domésticas y los santuarios
empóricos, y los lugares de culto extraurbanos, que englobarían
los de carácter suburbano o periurbano, los supraterritoriales y los
rurales (Domínguez Monedero, 1997). Para finalizar nuestro breve recorrido por las diferentes sistematizaciones propuestas, debemos hacer referencia a los ensayos de M. Almagro-Gorbea y T.
Moneo, que en una línea muy similar a la anterior proponen una
diferenciación entre los espacios de culto urbanos (domésticos o
dinástico gentilicios, templos y santuarios de entrada) (AlmagroGorbea y Moneo, 2000), extraurbanos (palatinos, comunitarios,
entre los que cabe incluir las cuevas-santuario, los abrigos-santuario y los de control territorial, y los santuarios territoriales) y
finalmente los espacios de culto funerario (Moneo, 2003).
Llegados a este punto, podríamos preguntarnos en qué categoría incluiríamos los santuarios objeto de nuestro estudio. No
es una cuestión sencilla ya que entrarían en juego otros parámetros más allá de la localización espacial y de la mera dicotomía entre espacios de culto urbanos y extraurbanos. De este
modo, nos encontramos ante espacios de culto que se encuentran fuera de los lugares habitados pero que al mismo tiempo
se caracterizan por una estrecha relación con el asentamiento
que actúa como centro rector del territorio e íntimamente ligado a proyectos geopolíticos de carácter comarcal. Es el caso de
los santuarios de La Serreta, Coimbra del Barranco Ancho, El
Cigarralejo, La Luz o La Encarnación y que podríamos catalogar como periurbanos. En otros casos como La Malladeta o La
Carraposa se encuentran a unos kilómetros del núcleo principal,
aunque la relación con el mismo es clara. Mientras que en el
caso del Cerro de los Santos nos encontramos con un santuario
bastante alejado de los principales asentamientos de la zona. Por
otra parte, también existe una cierta variabilidad en cuanto a la
existencia de estructuras construidas, ya que en unos casos no
se han documentado evidencias de carácter arquitectónico, lo
que nos lleva a la conclusión de que estaríamos ante una serie
de depósitos votivos, al menos en su fase más temprana, y que
en algunos casos se monumentalizan en momentos posteriores
coincidiendo con la implantación romana, cuestión que valora113
[page-n-127]
remos con mayor detalle más adelante. Tampoco encontramos
una homogeneidad en cuanto a las ofrendas depositadas en este
tipo de santuarios que van desde los recipientes cerámicos a las
figurillas de terracota, pasando por algunos exvotos en bronce
característicos del Alto Guadalquivir o las esculturas de piedra
de algunos santuarios murcianos. Por tanto, creemos que lo más
adecuado sería basar nuestra definición en otro tipo de criterios
en lugar de tratar de encajar los espacios sacros objeto de nuestro estudio en las tipologías anteriormente propuestas.
Viendo todas estas diferencias uno podría preguntarse el
porqué de la inclusión de este variado conjunto de espacios
de culto en una misma categoría. No obstante, si analizamos
todos estos santuarios desde la perspectiva del paisaje, nos damos cuenta de que existen muchos elementos comunes a todos
ellos, especialmente si atendemos a las estrategias ideológicas
que impulsan la creación de estos espacios de culto comunitarios y que están íntimamente ligados a los procesos sociales y
políticos de las comunidades ibéricas contestanas entre los ss.
III y I a.C. La íntima vinculación entre este tipo de espacios
de culto y los proyectos políticos de carácter supralocal que
tienen lugar en este momento ya fue planteada por A. Ruiz y
M. Molinos, que incluso llegan a definirlos como santuarios
étnicos (Ruiz y Molinos, 1993: 249-250).
Por tanto, el eje que vertebrará nuestra investigación en los
siguientes apartados será el análisis desde los planteamientos
de la Arqueología del Paisaje, así como la búsqueda de las motivaciones ideológicas que están detrás de las prácticas rituales
en este tipo de santuarios. De este modo, creemos necesario
interpretar estos espacios sacros basándonos en mayor medida
en las prácticas desarrolladas en los mismos y la función social
que desempeñan, principalmente relacionadas con rituales de
agregación, y no tanto en su ubicación, por lo que podríamos
catalogarlos como santuarios comunitarios.
5.1. LOS SANTUARIOS TERRITORIALES
EN EL MUNDO IBÉRICO
El estudio de los santuarios ha sido siempre una constante en
la historiografía sobre la cultura ibérica desde sus mismos inicios, constituyendo, como veremos, importantes hitos en nuestra conceptualización actual sobre el mundo ibérico. El primer
santuario ibérico conocido va a ser el Cerro de los Santos, excavado y estudiado en un momento tan temprano como es la
segunda mitad del s. XIX cuando el conocimiento sobre una
hipotética cultura ibérica era todavía muy difuso. Aunque la
aparición de esculturas en dicho cerro era una constante seguramente desde época moderna, será a partir de 1860 cuando J.
D. Aguado y Alarcón envíe un informe a la Real Academia de
la Historia señalando la presencia de dichas esculturas. Dichos
hallazgos motivarán la realización de excavaciones arqueológicas en el santuario en 1871, con un especial interés tanto por las
esculturas como por el templo (Lasalde, Gómez y Saez., 1871).
A inicios del s. XX se van a llevar a cabo una serie de intervenciones en el santuario de Collado de los Jardines en Jaén
entre 1916 y 1918 por I. Calvo y J. Cabré (1917, 1918 y 1919).
Tanto el santuario del Cerro de los Santos como el de Collado
de los Jardines van a convertirse en un modelo en el que se
va a basar buena parte de las conceptualizaciones posteriores
sobre la religiosidad ibérica (González Reyero, 2013).
114
Poco tiempo después se produce el descubrimiento de un
importante conjunto de figuras de terracota en La Serreta por
parte de C. Visedo en una serie de trabajos arqueológicos desarrollados durante los años 1920, 1921 y 1922 en la zona alta del
poblado (Visedo, 1922a; 1922b). Más adelante, concretamente
en el año 1924, se llevará a cabo una excavación arqueológica
en el Santuario de La Luz dirigida por C. de Mergelina cuyos
resultados serán publicados un par de años después (Mergelina,
1926). A finales de los años 40, E. Cuadrado se interesa por un
nuevo santuario, el de El Cigarralejo, que excavará entre los
años 1947 y 1950 (Cuadrado, 1947; 1950a y b).
En las décadas sucesivas se llevarán a cabo diversas campañas de excavación de carácter mucho más sistemático en
algunos santuarios antiguos, atendiendo en mayor medida a
los contextos y aplicando nuevas herramientas metodológicas.
En el año 1962 se producen nuevas excavaciones arqueológicas en el Cerro de los Santos por parte de A. Fernández de
Avilés (1965; 1966) que serán retomadas por T. Chapa en los
años 80 (1980; 1984). También se intervendrá nuevamente en
el Santuario de La Luz con trabajos que van desde la década
de los 70 hasta las últimas intervenciones ya a inicios de este
siglo (Tortosa y Comino, 2013: 122).
No solo se van a reestudiar los santuarios ya conocidos, sino
que también se van a investigar otros nuevos que pasarán a engrosar esta lista de los santuarios territoriales ibéricos. A finales
de 1978 se produce el hallazgo fortuito de una serie de terracotas
en una zona adyacente al ya conocido poblado de Coimbra del
Barranco Ancho, lo que va a propiciar la prospección intensiva
del área. Estos trabajos, unidos a la excavación de una posible favissa en 1993 darán lugar a la catalogación de este espacio como
un santuario de época ibérica por sus investigadores (García
Cano, Iniesta y Page, 1991-92; 1997). En estas fechas y también
en tierras murcianas se inicia el estudio sistemático del santuario
de La Encarnación. A pesar de la existencia de noticias previas
será en 1989 cuando se inicie una primera campaña de documentación a la que seguirá una serie de intervenciones arqueológicas entre los años 1991 y 1996 (Ramallo y Brotons, 1997).
Finalmente, y ya en la zona más septentrional de la Contestania
se han estudiado recientemente los santuarios de La Carraposa
(Pérez Ballester y Borredá, 2004) y el santuario de La Malladeta
(Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014) (fig. 5.1).
A lo largo de este siglo y medio de investigaciones, no
solo se han ido descubriendo nuevos casos de estudio, sino que
también ha ido cambiando el marco teórico y metodológico
desde el que aproximarse a estos espacios sacros. Las primeras intervenciones de finales del s. XIX e inicios del s. XX se
caracterizan principalmente por su preocupación por los elementos artísticos o monumentales, centrándose en el estudio
de los exvotos en sí mismos, dejando de lado otras cuestiones
como las prácticas rituales, su dimensión social o la cronología. Otro aspecto que acaparaba buena parte de la atención de
los investigadores era la definición de los edificios templares
donde se llevarían a cabo estas prácticas, en un claro intento de
trasponer en el ámbito ibérico modelos ya conocidos en otras
áreas del Mediterráneo. A partir de la segunda mitad del s. XX
nos vamos a encontrar con un mayor interés por los contextos
arqueológicos en un intento de establecer las secuencias estratigráficas y cronológicas que ayuden a una mayor comprensión de estos espacios de culto. También a partir de los años
[page-n-128]
Fig. 5.1. Santuarios del Sudeste.
70 comienzan a publicarse los primeros estudios de conjunto,
así como las primeras sistematizaciones y tipologías para los
lugares de culto ibéricos.
En los últimos años se ha desarrollado el estudio de este tipo
de santuarios territoriales, así como de los lugares de culto ibéricos en general, desde una perspectiva más amplia y dando cabida
a los planteamientos que en las últimas décadas se han venido
proponiendo desde la Arqueología del Paisaje. Desde este marco
teórico y metodológico, los espacios sacros se analizan desde un
punto de vista espacial y en relación tanto con el entorno físico y
los patrones de asentamiento, con el fin de establecer una lectura
simbólica del espacio y valorar sus implicaciones en los procesos sociales e ideológicos que se desarrollan entre las sociedades
ibéricas. En este sentido es interesante destacar algunos trabajos
que han abordado el estudio de los espacios de culto desde esta
perspectiva espacial como el trabajo de I. Grau (2010a). En este
trabajo se explicitan los fundamentos teóricos y metodológicos
para el estudio de los paisajes sacros para luego aplicarlos al análisis del caso concreto del área central de la Contestania y su
evolución a lo largo de todo el periodo ibérico, lo que supone,
en buena medida, un punto de partida para nuestra propia investigación. Por otra parte, el trabajo de C. Rueda para los santuarios del pagus de Cástulo en el Alto Guadalquivir (Rueda, 2011)
combina de forma muy acertada en su estudio la aplicación de
diversas escalas de análisis desde la propia ofrenda, incluyendo
un análisis tanto material como iconográfico, pasando por el estudio de las estructuras de los espacios de culto, hasta el análisis
a escala territorial, teniendo en cuenta los aspectos simbólicos
e ideológicos. En esta misma línea se inserta el trabajo de L.
López-Mondéjar para los santuarios del noroeste murciano (López-Mondéjar, 2016), en el que se aproxima al estudio de los espacios de culto de esta zona en relación con las dinámicas sociopolíticas que tienen su reflejo también en el marco del paisaje.
5.2. LOS SANTUARIOS COMO ESPACIOS
DE IDENTIDAD Y LOS PROYECTOS GEOPOLÍTICOS
COMARCALES (S. III A.C.)
Para el estudio de los santuarios territoriales en el área centro-contestana hemos establecido dos fases bien diferenciadas que coinciden con importantes transformaciones, no solo en el ámbito ritual,
sino también socio-político. Estos cambios se reflejan en buena
medida en el sistema de poblamiento y en los cambios territoriales
que tienen lugar en estos momentos y que podemos abordar desde
una perspectiva arqueológica. Dichas fases serían, por una parte,
la correspondiente al s. III a.C. que coincide con el florecimiento
de este tipo de santuarios en el área contestana y en el Alto Guadalquivir, mientras que la segunda fase se corresponde con los ss.
II-I a.C. coincidiendo ya con la presencia romana en la península.
115
[page-n-129]
No obstante, encontramos ciertas evidencias de frecuentación en algunos de estos santuarios en momentos anteriores a las
fases que hemos establecido. En este sentido, se han documentado principalmente cerámicas de barniz negro ático datadas en
el s. IV a.C. en La Malladeta (Rouillard, Espinosa y Moratalla,
2014), Cerro de los Santos (Sánchez Gómez, 2002; García Cardiel, 2015), La Luz (Tortosa y Comino, 2013) o fíbulas datadas
en esta centuria en el caso de La Encarnación (Ramallo y Brotons, 1997). Sin embargo, en la mayoría de los casos se trata de
conjuntos poco significativos, que no se han podido relacionar
con estructuras o niveles estratigráficos fiables y que aparecen en
muchos casos alterados por las fases posteriores. Estos materiales podrían estar relacionados con la frecuentación esporádica de
estos espacios especialmente en relación con prácticas de consumo ritual, como indica la presencia de vajillas de importación, y
no tanto con la deposición de los tipos de exvotos característicos
de cada santuario, práctica que se generalizará a partir del s. III
a.C. Por tanto, poco más podemos decir de esta fase inicial de los
santuarios, salvo que no reúnen las características propias de los
momentos posteriores y que iremos viendo a continuación.
Desde nuestro punto de vista, y siguiendo anteriores planteamientos de autores como Ruiz y Molinos (1993), Grau
(2002; 2010a) o García Cardiel (2016), es imposible entender
el florecimiento de los santuarios territoriales en el s. III a.C.
sin atender a toda una serie de transformaciones que tienen lugar a finales de la centuria precedente en el área central de la
Contestania y que se manifiestan en forma de importantes cambios en el patrón de asentamiento. Como ya hemos señalado en
varias ocasiones a lo largo de este trabajo, durante los ss. V-IV
a.C. el modelo territorial de la región se basa en la existencia
de diversos oppida que actuaban como centros rectores de sus
respectivos territorios, siempre coincidentes con unidades geográficas bien definidas como son los pequeños valles interiores
(Grau, 2002). Estos territorios políticos albergan además toda
una serie de asentamientos secundarios y dependientes con el
objetivo de aprovechar los recursos agropecuarios del entorno.
Dicho modelo va a experimentar importantes transformaciones
en los momentos finales del s. IV e inicios del s. III a.C. con
el abandono de algunos de estos oppida como es el caso de El
Puig, La Bastida de les Alcusses o La Covalta.
Estos cambios en el modelo territorial vendrán acompañados también de cambios en el paisaje sacro, con el abandono o declive de numerosas necrópolis en distintas áreas de la
Contestania (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015: 262), así
como una menor frecuentación de los santuarios en cueva, tan
característicos de esta fase como delimitadores simbólicos de
los territorios locales (Grau y Amorós, 2013). Por tanto, estamos asistiendo a un cambio en los escenarios donde las elites
habían desplegado parte de sus estrategias ideológicas y donde
se habían negociado las relaciones de poder, que se trasladarán
a partir de este momento a los santuarios territoriales.
Durante el s. III a.C. asistiremos al desarrollo de una estructura territorial basada en la existencia de grandes territorios
políticos de escala comarcal, presididos por grandes oppida,
que podríamos catalogar como ciudades-estado, que ejercerían
además su control sobre otros oppida secundarios y de menor
tamaño (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz., 2015). Este nuevo
proyecto geopolítico requeriría nuevas fórmulas ideológicas y
simbólicas que lo sancionen y cuyo despliegue se concentrará
116
en el núcleo urbano que actúa como centro rector del territorio.
Una de las manifestaciones más claras de estas nuevas estrategias será el desarrollo de los santuarios territoriales o comunitarios, una de cuyas características esenciales es su relación
con el poder político que emerge en estos momentos y que
se superpone al territorio fragmentado en pequeños territorios
locales característico de las etapas anteriores.
5.2.1. eL sAntuArIo De LA serretA
Este espacio sacro se ha convertido, desde momentos muy tempranos en uno de los hitos historiográficos en el marco de los estudios
sobre la religiosidad ibérica, siendo ya catalogado como santuario
desde su mismo descubrimiento por Camil Visedo en los años 20
del pasado siglo (Visedo, 1922 a y b). De hecho, se ha considerado como uno de los santuarios que podríamos caracterizar como
prototípicos del sudeste peninsular junto a los ubicados en el área
murciana o el Alto Guadalquivir (Aranegui y Prados, 1998). Sin
embargo, la antigüedad de los trabajos de campo llevados a cabo
en el área del santuario, hace ya casi un siglo, han dado lugar a numerosos problemas de registro que dificultan su interpretación. A
pesar de estos problemas, por otra parte comunes a la mayoría de
los santuarios ibéricos conocidos, creemos que aún es posible una
revisión del registro conocido, así como la propuesta de nuevas
interpretaciones cien años después de su descubrimiento.
La localización del santuario
El área del santuario se ubicaría en la parte más alta del cerro
ocupado por la ciudad ibérica de La Serreta y, por tanto, su
relación con dicho núcleo de población resulta evidente. A pesar de que C. Visedo describe a grandes rasgos la zona donde
halla el conjunto votivo, creemos necesario señalar algunas
matizaciones a este respecto, ya que su ubicación parece variar
ligeramente dependiendo del periodo en que nos centremos.
En primer lugar y a nuestro parecer, el espacio sacro datado
en el s. III a.C. no se correspondería con el edificio de planta
rectangular y tripartita situada en el Sector A que E. Llobregat
identificó como un lugar de culto (Llobregat, 1991). Esta diferenciación entre ambos espacios no es una cuestión novedosa,
sino que ya ha sido propuesta en diferentes trabajos anteriores,
aunque en este apartado tratamos de profundizar algo más en
los argumentos que nos llevan a esta conclusión.
La primera interpretación de esta área del poblado como un
santuario la encontramos ya en las memorias de excavación del
propio Camil Visedo Moltó a inicios de la década de 1920 (Visedo, 1922a; 1922b). Los trabajos arqueológicos objeto de nuestra
atención son los llevados a cabo por Visedo en los años 1920,
1921 y 1922 en la zona alta del poblado, documentados en las
memorias entregadas a la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades (Visedo, 1922a; 1922b). Con posterioridad, Vicente
Pascual Pérez llevará a cabo en 1959 y 1960 una limpieza de las
grietas en las proximidades del área donde se ubicó el santuario,
así como un sondeo entre el mismo y el poblado. A partir de la
documentación (memorias, diarios, notas, fotografías, croquis,
dibujos…) conservada en el Museo Arqueológico de Alcoi, trataremos de acercarnos a la ubicación del área excavada por Visedo.
La primera actuación llevada a cabo en el área del santuario
data del año 1920, en la que se recupera un conjunto de materiales
de muy diversa naturaleza entre los que cabe destacar las figuri-
[page-n-130]
llas de terracota que se encontraban dispersas por las laderas y
“que provenían de una pequeña meseta situada en la cumbre”
(Visedo, 1922a: 6). Junto a estos exvotos, destacan otros objetos
como lucernas, cerámicas del tipo terra sigillata, monedas, cerámica de barniz negro, cerámica ibérica, cerámica de cocina, fusayolas, objetos de metal… que han sido objeto, en muchos casos,
de estudios pormenorizados (Juan, 1988; Horn, 2011; Lara, 2005;
Poveda, 2005; Garrigós y Mellado, 2004).
En la primera de las memorias entregadas a la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades (Visedo, 1922a), se indica
la existencia de una serie de “pequeños fragmentos esparcidos
por una de las laderas, como procedentes de haber rodado desde
la parte superior […] que provenían de una pequeña meseta situada en la cumbre”, fragmentos que se corresponderían con los
exvotos de terracota que se convertirían en uno de los elementos
distintivos del santuario de la Serreta. En esta misma memoria,
Visedo insiste en que la zona donde se han realizado los hallazgos “ocupa la parte superior del castro y el final del mismo, dominando todo el recinto que suponemos habitado”. Asimismo,
aporta algunos detalles sobre la excavación, “Al remover la tierra
aparecieron sillarejos trabajados por tres lados, pero sin orden
alguno de colocación; sólo unas cuantas piedras parecen estar
en su sitio, haciéndonos pensar en alguna edificación para fin
determinado; frente a este sitio existe un gran derrumbamiento
de piedras”. Una primera pista nos la da el hecho de que exista un
gran derrumbe de piedras frente a la zona excavada, que junto a
la ubicación en la parte más alta del cerro nos lleva a lo que tradicionalmente se ha denominado en la bibliografía sobre el poblado
como Zona Alta y parte del Sector A.
Proponemos que el área excavada por Visedo, a juzgar por la
fotografía que acompaña el informe, se ubique en una pequeña
meseta junto al punto más alto del cerro. En dicho rellano podría
ubicarse asimismo un edificio con las dimensiones aproximadas
de 12 x 8 m aportadas por Visedo. También abogaría por esta
ubicación el hecho de que algunos trabajos de reconocimiento
superficial realizados en los años 1990 permitieran localizar en
este punto los mismos materiales arqueológicos referidos por Visedo en las memorias, como una moneda romana bajoimperial y
fragmentos de terra sigillata.
Posteriormente, ya en el año 1988 se realiza un sondeo en el
sector A en el que se localizan una gran cantidad de tegulae e imbrices, lo que lleva a considerar el edificio A1-A4 como un santuario tripartito de influencia semita (Llobregat, 1991; Llobregat
et al., 1992). Sin embargo, cuando acudimos a la documentación
encontramos numerosas contradicciones que hacen incompatible
la asociación entre ambos espacios como ya se propuso en trabajos
posteriores (Olcina et al., 1998: 39-40), problemática que también
hemos abordado recientemente (Amorós y Grau, 2017).
La primera cuestión que llama nuestra atención es el hecho
de que Visedo no advierta ningún tipo de orden en la colocación de las piedras, aspecto en el que insiste en la segunda de
las memorias dedicadas a la excavación del santuario (Visedo, 1922b) “las piedras, algunas trabajadas y acumuladas en
gran cantidad, no acusan orden alguno, antes al contrario, se
hallan dispersas por todas partes, junto con destrozadas tejas
y barros, todo lo cual hace muy difícil el conjeturar una reconstitución de este lugar […] dada la ausencia de toda huella”. No cabe duda que, si Visedo hubiese excavado en la zona
que posteriormente sería identificada por Llobregat como santuario, habría advertido la existencia de una planta rectangular
y compartimentada bien definida o al menos habría constatado
la existencia de muros o estructuras, cuyo aparejo regular contrasta con el resto de construcciones del poblado.
En este sentido, cabe la posibilidad de que el edificio identificado por Llobregat como santuario ya fuese constatado por Visedo en las excavaciones de 1921 en cuya memoria escribe (Visedo,
1922b:10) “A no muy lejos de aquí y en otra cata igualmente
importante, se han puesto al descubierto paredes más delgadas
(0,25 m) pero hasta que no se quite toda la tierra no podemos fijar medidas ni delimitar estancia ninguna […] En lo que pudiera
ser el piso de la casa hemos observado a trozos una especie de
pavimentación hecha con tierra apisonada y de gran consistencia”. Sobre este sector se ha señalado la posibilidad de que pudiera relacionarse con los departamentos A1 al A4 que corresponden
al edificio de planta cuadrangular que Llobregat interpreta como
santuario (Llobregat et al., 1992: 50).
En la segunda memoria en la que se mencionan los trabajos en
la zona del santuario (Visedo, 1922b), aporta algunos datos más
que nos parecen interesantes. Identifica algunos tramos de la muralla o lo que él describe como un muro de terraza y afirma que “si
el extenso muro construido para dar más ensanche a la cumbre,
en pie todavía a trechos, pasaba, como todo hace suponer, también por este sitio, no podía tener más de ocho metros de ancho el
supuesto edificio, porque a más de esta medida están ya los escarpes, que hacen imposible toda construcción y […] que el largo del
mismo no podía ser superior a diez o doce metros.” De modo que
las conclusiones que extraemos de este pasaje son que la muralla
no era visible en la zona donde excava y que, en caso de haber
existido un edificio, sus dimensiones no podrían haber superado los
12 metros de largo por 8 metros de ancho. Ambos datos vuelven a
alejarnos de la hipótesis de que el santuario excavado por Visedo y
el identificado por Llobregat se encuentren en la misma ubicación
exacta, ya que la muralla y los muros de aterrazamiento son claramente visibles en la meseta en la que se ubica el edificio tripartito,
que además puede albergar un edificio de dimensiones superiores a
los 12 x 8 m que menciona Visedo.
A partir de estos datos, podemos concluir que el lugar
donde Visedo documentó los materiales votivos que le llevaron a pensar que se encontraba ante un espacio sacro, es una
estrecha meseta ubicada en la cumbre del cerro donde además
no pudo identificar con claridad ningún tipo de edificio (fig.
5.2). Este hecho puede ser debido a la erosión de la cumbre,
lo que podría ser bastante razonable debido a la altitud (1040
m.s.n.m.) o al hecho de que simplemente nunca existió tal
edificio en la primera fase del santuario.
El espacio del culto
Pasamos a continuación a analizar cuáles pudieron ser las características formales del santuario de La Serreta en el s. III a.C. Como
ya hemos visto, cabría la posibilidad de que no se hubiesen conservado evidencias constructivas en esta área sacra debido a su ubicación a gran altitud. No obstante, y atendiendo a las características
que presentan otros santuarios contestanos en esta época, nos inclinamos hacia la hipótesis de que no existiesen tales construcciones,
al menos en esta fase temprana, tratándose de espacios de culto al
aire libre con un depósito votivo enterrado.
Esta ausencia de estructuras contrasta con otros casos contestanos donde sí se documentan edificios construidos destinados a acoger las prácticas rituales. Uno de ellos es el conocido
como templo A de la Illeta dels Banyets, datado en el s. IV
117
[page-n-131]
Fig. 5.2. Plano topográfico del área de la cumbre de La Serreta con la ubicación de los espacios sacros (Grau, Amorós y Segura,
2017: fig. 3.5).
a.C. y cuya planta tripartita recuerda modelos orientales. No
obstante, la funcionalidad de este edificio ha sido muy debatida que se ha interpretado como parte de un conjunto palacial o
regia que incluiría también el almacén y el llamado templo B,
propuesta que no excluiría la función sacra (Almagro Gorbea
y Domínguez, 1988-89). Por otra parte, F. Prados (2004) aboga por su interpretación como un centro de mercado regido por
una autoridad urbana con claras influencias púnicas mientras
que M. Olcina vuelve a interpretarlo como un santuario, como
ya hiciese E. Llobregat en su momento (Olcina, 2005). Un debate similar se plantea con el conjunto de las Tres Hermanas
(Aspe), con una cronología del s. IV a.C., donde el edificio A
presenta una planta muy similar a la del templo A de El Campello. Este hecho llevó también a su interpretación como una
regia (García Gandía y Moratalla, 2001) aunque las excavaciones llevadas a cabo en los últimos años pueden cambiar esta
percepción. Finalmente, también se ha identificado un edificio
cultual en La Alcudia (Elche) con una cronología que iría desde los ss. VI al I a.C. (Ramos Fernández, 1995). El contraste
que suponen estos edificios con la ausencia de estructuras en
nuestra área de estudio podría deberse a la ubicación de estos supuestos templos, especialmente en el caso de la Illeta
y de La Alcudia, en enclaves costeros o muy cercanos a la
costa donde el contacto con los agentes coloniales sería mucho más directo. Este middle ground colonial pudo dar lugar a
comunidades locales con un mayor grado de complejidad social, cuyas elites buscarían nuevas estrategias de legitimación
ideológica que pudieron materializarse en la construcción de
118
templos con influencias mediterráneas y que al mismo tiempo
favorecerían la integración con los comerciantes extranjeros,
tal y como propone J. García Cardiel (2016: 190).
En nuestra área de estudio no documentamos construcciones
específicas donde se llevaran a cabo las prácticas rituales, sino
que en los ss. V y IV a.C. parecen focalizarse en las cuevas-santuario, necrópolis y en ciertos espacios domésticos, como indicarían algunos ritos relacionados con la fundación de casas (Grau
et al., 2015a). Por tanto, los recursos y los trabajos colectivos se
canalizan en este caso hacia la construcción de elementos defensivos como murallas y torres y no hacia la erección de espacios de
culto comunitarios, en un momento en que se fomentan en mayor
medida las estrategias competitivas frente a las cooperativas.
Esta dinámica se va a mantener a lo largo del s. III a.C.
ya que las nuevas estrategias de carácter más cooperativo que
parecen darse en este momento, vinculadas a los nuevos proyectos políticos de carácter comarcal, no se van a materializar en la construcción colectiva de edificaciones destinadas al
culto. Por el contrario, la generación de una identidad colectiva estaría basada en el desarrollo de unas prácticas rituales
comunes como es la deposición de exvotos.
Por tanto, lo que va a caracterizar a la mayoría de los santuarios documentados en la Contestania en este momento, es
su configuración como espacios al aire libre donde se ubicarían toda una serie de depósitos votivos excavados en el suelo
que contendrían las diferentes ofrendas. La erosión de dichos
depósitos por procesos postdeposicionales daría lugar a una
dispersión del material votivo, tal y como se ha documentado
[page-n-132]
en La Serreta. Otra posibilidad es que esta dispersión se deba
a sucesivas limpiezas del espacio sacro, arrojándose las ofrendas más antiguas por las laderas del cerro.
Este tipo de depósitos votivos ubicados en espacios al aire
libre los encontramos también en otros santuarios del s. III a.C.,
por lo que podríamos hablar de una relativa homogeneidad en
este sentido en la zona de la franja oriental y sudeste peninsular.
El primero de estos santuarios es el de Coimbra del Barranco
Ancho (Jumilla) ubicado en una colina cercana al oppidum y
donde tampoco se han constatado estructuras arquitectónicas,
sino que el material votivo se ha documentado disperso por la
ladera sur del cerro y que procedería de una o varias favissae
destruidas por la erosión. No obstante, sí se ha podido documentar un pequeño depósito aprovechando una oquedad del terreno
que presentaba un escaso número de objetos, lo que ha llevado a
su interpretación como una ofrenda puntual más que como una
favissa (García Cano et al., 1997: 241).
También en el santuario del Cerro de los Santos se documenta
una fase de frecuentación del sitio a partir del s. IV y especialmente en el s. III a.C. (García Cardiel, 2015: 88) previa a la monumentalización del s. II a.C., momento en que el santuario pudo
configurarse como un espacio de culto al aire libre. Sin embargo,
las dificultades estratigráficas que presenta este yacimiento hacen
difícil el reconocimiento de los posibles depósitos votivos.
En el caso del santuario de El Cigarralejo existen diversas
hipótesis acerca de las características del mismo en los ss. IV
y III a.C. El elemento más distintivo sería la acumulación en
el subsuelo de la estancia 11 de toda una serie de materiales
votivos entre los que destaca el conjunto de exvotos de arenisca
que en su mayoría representan équidos, aunque también algunas
figuras humanas tanto masculinas como femeninas, además de
elementos de adorno y restos de cerámica (Cuadrado, 1950b:
41-42). Este conjunto unitario ha sido interpretado en diversas
ocasiones como una favissa (Lucas y Ruano, 1998). En cuanto
a las diversas estructuras constructivas documentadas, han sido
interpretadas normalmente como un santuario, con una primera
fase correspondiente a los ss. IV y III a.C. con una reestructuración a inicios del II a.C. (Cuadrado, 1950a; Lucas, 2001-02).
Sin embargo, existen otras hipótesis, como la propuesta de Brotons (1997: 259-260), que aboga por que dichas construcciones
formarían parte de una casa fuerte romana, como indicarían los
materiales de carácter esencialmente doméstico. A ello debemos
añadir la aparente desconexión estratigráfica entre la favissa y
la estancia 11. Por tanto, creemos que el santuario de El Cigarralejo se configuraría en los ss. IV y III a.C. como un espacio
de culto al aire libre ubicado en la parte más alta del cerro, lugar
donde se ocultarían los materiales votivos depositados en el lugar a finales del s. III o inicios del II a.C.
El santuario de la Encarnación también presenta una estrecha
relación con un oppidum cercano, concretamente el de los Villaricos. Este santuario es más conocido por los interesantes procesos de monumentalización que tienen lugar en el s. II a.C. y que
trataremos en otro momento, ya que ahora nos interesa la fase
previa a la construcción de los dos templos de tipo itálico. En
distintos puntos del cerro se han documentado una serie de hendiduras que fueron utilizadas para la deposición de objetos votivos datados en los ss. IV y III a.C., que se llevó a cabo de forma
intencionada a lo largo de la segunda mitad del s. III o inicios del
s. II a.C. (Ramallo y Brotons, 1997: 261; 2014). También resulta
muy interesante la presencia de varios fragmentos cerámicos que
los investigadores interpretan como urnas de incineración, lo que
podría relacionarse con la existencia de una necrópolis que se
remontaría al Ibérico antiguo, por lo que estaríamos ante la conversión de un espacio funerario en santuario a finales del s. V o
inicios del IV a.C., evidenciando la pervivencia de un espacio de
memoria ancestral (Ramallo y Brotons, 2014: 30).
Por último, también en el Santuario de la Luz se han documentado evidencias de prácticas rituales en momentos previos
a la monumentalización del santuario en la primera mitad del
s. II a.C. y que se remontarían a los ss. IV y III a.C. Dichas evidencias se distribuyen en distintas zonas, de forma dispersa y
conformando un gran espacio sacro que presenta una estrecha
relación con el oppidum de Santa Catalina del Monte y la necrópolis del Cabecico del Tesoro. No obstante, y al igual que sucede
en los casos anteriores, no se han documentado prácticamente
evidencias arquitectónicas pertenecientes a esta primera fase, limitándose únicamente a la presencia de pequeños túmulos o lo
que podrían ser mesas de ofrendas y fosas con exvotos (Lillo,
1991-1992; Comino, 2015: 587-590).
Los exvotos
Centrémonos ahora en la primera de las escalas de análisis que
hemos propuesto, es decir, los exvotos. Estos objetos suponen
la materialización de la práctica ritual y expresan la voluntad por parte de los devotos de pervivir en el espacio sagrado
mediante la fosilización de una acción concreta como es la
deposición de ofrendas. Estos exvotos también suponen la expresión material de una relación recíproca o diálogo entre el
oferente y la divinidad, sin intermediarios, y que es el reflejo
de una petición o agradecimiento por un bien realizado.
Es importante señalar que no existe una homogeneidad
en cuanto a los exvotos que encontramos en los distintos santuarios a lo largo del s. III a.C. ya que existen diversas diferencias, especialmente en cuanto al material utilizado para su
elaboración. No obstante, podemos identificar algunas pautas
comunes, como iremos viendo a continuación.
Con el objetivo de una mejor comprensión de la colección de
exvotos documentada en el santuario de La Serreta, hemos emprendimos una revisión del conjunto para el establecimiento de una
nueva tipología, prestando especial atención a las características
formales, atributos, gestualidad y cronología y que incorpore además un recuento exhaustivo de todos los individuos reconocibles.1
Dicha colección de terracotas ha sido objeto de diversos
estudios previos como el de J. Juan (1987-1988) que llevó a
cabo un análisis detallado teniendo en cuenta los aspectos técnicos en la elaboración de las mismas, así como el establecimiento de una primera tipología basada en criterios morfológicos. De este modo, establece nueve grandes grupos que a su
vez incluyen varios subgrupos:
Grupo I: Damas ibéricas;
Grupo II: Pequeñas cabezas masculinas;
Grupo III: Cabezas de sexo indeterminado;
Grupo IV: Fragmentos de cabezas, torsos y cuellos informes;
1
El estudio detallado se ha elaborado en colaboración con I. Grau
Mira y M. López-Bertrán y al que remitimos al lector interesado
(Grau, Amorós y López-Bertrán, 2017).
119
[page-n-133]
Grupo V: Máscaras y rostros de facciones helenísticas;
Grupo VI: Bustos ataviados con pendientes, collares y diademas;
Grupo VII: Composiciones de varias figuras;
Grupo VIII: Pebeteros en forma de cabeza femenina;
Grupo IX: Figuras de carácter primitivo.
En nuestra opinión, dicha tipología adolece de una aproximación cronológica más precisa, aunque somos conscientes de
las dificultades que presentan este tipo de contextos, que pasaría
por tener en cuenta los tipos documentados también en el espacio de hábitat o los paralelos más cercanos, tanto geográfica
como culturalmente. Por otra parte, se podría reducir el número
de grupos, ya que algunos se establecen simplemente por el carácter fragmentario de las terracotas cuando podrían integrarse
sin problemas en otras agrupaciones.
Esta primera tipología ha sido actualizada recientemente por
el trabajo de F. Horn (2011) cuyo objetivo era una síntesis a
nivel peninsular de todas las terracotas documentadas hasta el
momento. Este planteamiento impedía, como es lógico, analizar
de forma exhaustiva todas las terracotas del santuario, ya que
solo se incluyen las más representativas, así como una aproximación más detallada de cada uno de los contextos particulares.
Esta investigadora plantea una interesante tipología conformada
por seis grupos:
Alcoy 1: Figuras esquemáticas;
Alcoy 2: Figuras esquemáticas “tipo Serreta”;
Alcoy 3: Figuras femeninas realistas;
Alcoy 4: Figuras masculinas realistas;
Alcoy 5: Máscaras;
Alcoy 6: Pebeteros.
Otra de las aportaciones más interesantes del trabajo de
Horn es la identificación de una serie de moldes, concretamente ocho, utilizados para la elaboración de las terracotas (Horn,
2011: 163-164). El primero de ellos es el molde A, utilizado
para la elaboración de 46 rostros, entre ellos las figuras femeninas con velo y varias cabezas masculinas. El molde B habría
sido utilizado para la realización de 25 figurillas, 14 femeninas,
6 masculinas y 5 indeterminadas de diferentes tipos. El molde
C se utilizaría en la realización de una docena de exvotos, casi
todos femeninos y pertenecientes al grupo de imágenes sin arracadas y con velo. El molde D se utilizó para la elaboración de 15
figuras, 4 femeninas, 3 masculinas y 8 indeterminadas. Provenientes del molde E, se documentan 7 figurillas, 4 femeninas y 3
masculinas, mientras que con el molde F solo se habrían elaborado 4 cabezas. Por su parte, el molde G se ha utilizado para la
realización de 21 cabezas, todas ellas masculinas y pertenecientes al grupo de cabellos ondulados. Finalmente, se documentan
17 terracotas elaboradas mediante el denominado molde Z, que
ha sido imposible relacionar con una serie.
A partir del estudio de estos moldes, esta autora llega a la
conclusión de que el taller de La Serreta no debió funcionar
durante un periodo de tiempo excesivamente largo, como se
desprende del escaso número de generaciones de terracotas, ya
que solo el molde D parece haber sido reconfigurado para la
elaboración de una segunda generación de exvotos.
Tras el estudio minucioso de la colección de exvotos del
santuario de La Serreta depositada en el Museo Arqueológico
de Alcoi, creemos que una nueva propuesta tipológica podría
aportar nuevos datos a la investigación. En este sentido, hemos
efectuado un recuento riguroso que nos permite establecer un
120
número mínimo de individuos, que suman más de 400 ejemplares, teniendo en cuenta cuestiones cronológicas y tratando
de introducir en el debate algunas cuestiones interpretativas de
interés, como la gestualidad o los tipos de rito relacionados con
las prácticas llevadas a cabo en el santuario. Basándonos en criterios tipológico-temáticos hemos dividido la colección en cinco grandes grupos (tabla 5.1):
Grupo I. Cabezas de culto contestanas
En la nueva propuesta tipológica que hemos elaborado a partir
de la última revisión de los exvotos depositados en el santuario
de La Serreta, hemos podido identificar un nuevo tipo al que
hemos denominado Cabezas de Culto Contestanas (fig. 5.3).
Dicha denominación se inspira claramente en las conocidas
cabezas de culto edetanas, elementos votivos que se han documentado, tanto en un edificio interpretado como un templo,
como en capillas domésticas, en diversos asentamientos de esta
región histórica, concretamente el Tossal de Sant Miquel, Puntal
dels Llops y Castellet de Bernabé (Bonet, Mata y Guérin, 1990).
Este nuevo tipo que proponemos se corresponde a grandes rasgos con el “grupo V” de J. Juan i Moltó (1987-1988: 301) que
definió como máscaras y rostros de facciones helenísticas o el
tipo “Alcoy 5” de la tipología de F. Horn (2011: 159-160) que
identifica también como máscaras. Contamos con un número
bastante importante de figuras de este tipo, de las que hemos podido documentar un mínimo de 82 individuos que representan
casi un 20 % del total de la colección.
Podríamos definir la técnica de fabricación como mixta, ya
que combina el modelado a mano, utilizado para la elaboración
de la cabeza, el cuello y los distintos adornos tales como pendientes y diademas, con el modelado a molde, utilizado para los
rostros. El primer paso sería la elaboración de un modelo del
que se sacan después uno o varios moldes para la producción en
serie de estas piezas. En todos los casos el molde corresponde
únicamente al rostro y es cocido a temperaturas más altas que
las propias terracotas, ya que se requiere una mayor resistencia
para poder ser utilizado varias veces.
Una vez obtenidos los moldes se procede a la colocación de
una capa de arcilla fresca sobre el mismo y se presionaba con
los dedos con el fin de adquirir la forma, como indican las huellas que podemos apreciar en la parte interna de las terracotas.
Se trata de figuras huecas y es lógico pensar que se utilizarían
moldes univalvos. Asimismo, se dejaría un hueco en la parte
inferior de la pieza para permitir la circulación del aire y evitar
que la pieza se rompa durante la cocción. En otros paralelos,
como en el caso de las Cabezas Edetanas se practica un orificio
en la parte posterior, aunque el estado fragmentario de los ejemplares de La Serreta nos impide comprobar este punto.
Una vez obtenida la forma de bulto redondo y el moldeado
del rostro se procedería al retocado de los defectos mediante
el alisado, así como al añadido de otros elementos y adornos
elaborados a mano, tales como orejas, arracadas, diademas o
torques y que analizaremos con mayor detalle cuando tratemos
las cuestiones formales. En otros paralelos es bastante común
la presencia de policromía en estas piezas, aunque en nuestro
caso solo ha sido posible reconocer restos de engobe blanco en
un fragmento de cuello. Finalmente, se procedía a la cocción de
la pieza, que se realizaba a bajas temperaturas, de tipo oxidante
y que da lugar a pastas muy finas y frágiles de color ocre con
desgrasantes muy depurados.
[page-n-134]
Tabla 5.1. Tabla-resumen de la colección de terracotas de La Serreta.
Tipo
Subtipo
Cabezas CC
Pebeteros
Figurillas de
rostro realista
Guardamar
Otros
Figuras masculinas
Figuras indeterminadas
Figuras femeninas
Figuras de rostro Figurillas modeladas con
esquemático
pellizcos de arcilla
Grupos
Características
Piezas Frags.
Bustos de tamaño medio
22
Representación de busto femenino con
kalathos
34
14
37
6
10
18
25
25
6
Velo, toca y rodetes
Indeterminados con velo
Femeninas
TOTAL
Total
%
%
82
19,11
19,11
34
7,83
10,02
Peinado en ondas (pelo ensortijado)
Peinado líneas
Caperuza (cabeza lisa y ligera visera)
Género sin determinar
Veladas
Velo y rodetes
Velo y toca
Masculinas
Indeterminadas
Representación de dos o
Pies sobre placa y/o con figura central
más figurillas, posiblemente de mayor tamaño
grupos familiares
Niños posiblemente pertenecientes a
grupos
Figura curvada, maciza, de pequeño
tamaño, sin rasgos y sin peinado
392
a
14
37
6
10
18
25
25
94
3,22
8,625
1,399
2,331
4,196
5,828
5,828
21,91
9
13
9
9
13
9
2,098
3,03
2,098
11
6
9
11
6
24
2,56
1,4
5,594
8
8
1,865
9
9
2,098
271
434
100
751 b
69 c
55,24
5,38
9,55
100
a
121 orejas = 60 NMI
534 faldillas, 51 velos, 88 tocas... = 88 NMI
c
47 pies placa, 12 cilindros = 15 NMI
b
Pasando ya a cuestiones formales, es importante señalar que
estas cabezas votivas representan figuras claramente femeninas
en algunos casos, aunque en otros nos resulta difícil discernir el
género a causa de su estado fragmentario, ya que no contamos
con ningún individuo completo. Su forma se inspira claramente
en la de los pebeteros, aunque con claras diferencias como iremos
viendo a continuación. Centrándonos en primer lugar en el rostro,
que como ya hemos señalado se elabora mediante la aplicación de
un molde, se caracteriza por unos rasgos finos, con grandes ojos
almendrados donde se marcan claramente los párpados. La nariz
es recta y muy prominente, lo que nos lleva a pensar que pudo
haber sido retocada a mano y que además se caracteriza por la
presencia de orificios nasales, claramente destacados por dos perforaciones circulares. Como veremos más adelante, dichos orificios se han interpretado en otros paralelos, como el lugar donde
colocar el nazem o arete nasal. Por otra parte, la boca se encuentra
en algunos casos muy marcada con labios engrosados y mentón
redondeado. Finalmente, las orejas, de pequeño tamaño y en cuyo
interior se practica en ocasiones una incisión en forma de espiral,
habrían sido modeladas a mano y añadidas posteriormente o bien
se modelan a partir del busto inicial.
Estas figuras portan, asimismo diversos tipos de elementos
en la parte alta de la frente que podrían estar representando
diademas en algunos casos o el cabello en otros. Se trata de elementos modelados a mano de forma aislada y añadidos luego
al busto principal. Un primer tipo de diadema está compuesto por una ancha banda rectangular que a su vez se subdivide
en dos bandas horizontales con marcas realizadas mediante la
impresión de los dedos. Este tipo de adorno podría ser una esquematización de las diademas que encontramos representadas
en otros soportes como la escultura y que incluso se han documentado formando parte de diversos tesorillos. Se trata de una
ancha banda que va colocada sobre la cabeza hasta las sienes,
cayendo sobre la frente quedando parte de la misma bajo el
manto o velo. Encontramos algunos ejemplares como la diadema de Xàbia, la de Puebla de los Infantes, la del tesoro de
Mairena del Alcor o la del tesoro de Aliseda. También las encontramos muy representadas en la escultura como por ejemplo
en la dama oferente del Cerro de los Santos (Bandera, 1978).
El segundo tipo está compuesto por una tira de pasta de
sección semicircular con incisiones oblicuas. Un tercer tipo
estaría constituido por una banda de incisiones triangulares
121
[page-n-135]
Fig. 5.3. Cabezas de culto
contestanas (Archivo Museo Arqueológico Municipal de Alcoi).
con el extremo hacia arriba dando lugar a una serie de ondas
en su parte inferior. En otros casos parece estar representándose el cabello o alguna especie de casquete mediante una serie
de ondas realizadas con los dedos sobre la frente, muy similares a los que presenta alguna cabeza votiva del Puntal dels
Llops (Bonet, Mata y Guérin, 1990: 194-195).
Otro elemento que caracteriza a estas cabezas votivas son
las arracadas que también serían modeladas a mano y añadidas
posteriormente. Se trata de un tipo de pendiente de forma arriñonada, más estrechas en su extremo posterior y ligeramente
desplazadas con respecto a la oreja. Este adorno recuerda en
cierta medida a los pendientes de tipo amorcillado que se documentan tanto en la orfebrería, principalmente en contextos
funerarios (Sieg, 2013: 98; García Cano et al., 2008: 365) como
en la escultura (Bandera, 1978: 425-426) y que se caracterizan
por un aro que va engrosándose hacia el centro.
Los mejores paralelos para estas arracadas, con representaciones muy similares a las documentadas en los exvotos de
La Serreta, los encontramos en algunas esculturas del Cerro
de los Santos (Montealegre del Castillo, Albacete) conservadas en el Museo Arqueológico Nacional (7516, 7710, 7537,
7536), en el Museo de Saint Germain en Laye (943) y otra en
el Museo de Yecla, interpretadas todas ellas menos una, como
individuos masculinos (Ruano, 1987). Asimismo, podemos
incluir también una cabeza escultórica en piedra localizada en
Xàtiva donde se puede apreciar también un pendiente de este
tipo, aunque muy erosionado (Aranegui, 1978b).
Uno de los paralelos más claros de este tipo de arracada lo
encontramos en una peculiar imitación local de un pebetero hallado en el santuario de Coimbra del Barranco Ancho. Presenta una
cara alargada con facciones angulosas y nariz muy prominente.
Se aprecian las cejas bien marcadas, ojos grandes y párpados bien
señalados con una barbilla muy prominente. Presenta también
sendos pendientes amorcillados muy similares a los documentados en los exvotos de La Serreta. Es destacable la presencia de
incisiones verticales en la zona del cuello que podrían estar representando una barba, por lo que se ha interpretado como un rostro
masculino (García Cano et al., 1997: 243-244).
122
Finalmente, documentamos un torques o collar compuesto
por una tira de arcilla de sección más o menos circular y con
incisiones oblicuas que es modelada a mano y posteriormente
adherida. Este tipo de collares son relativamente comunes tanto en la orfebrería como en la escultura.
Este tipo de cabezas, que en la mayoría de los casos se
documentan en ambientes rituales, como santuarios, favissae o
capillas domésticas son relativamente comunes en todo el Mediterráneo occidental. Presentan una mezcla de rasgos formales, algunos helenísticos y otros fenicio-púnicos, aunque, tanto
en el caso edetano como en el contestano, este tipo de cabezas
se individualizan y se adaptan a los gustos locales mediante la
incorporación de elementos como las arracadas, diademas o
torques dando lugar a manifestaciones muy diversas (Bonet,
Mata y Guérin, 1990: 188-189). A continuación, analizaremos
los paralelos más cercanos a nuestro caso de estudio, como son
las cabezas de culto edetanas, los ejemplares del santuario de
Coimbra del Barranco Ancho o las cabezas ebusitanas.
1. Cabezas de Culto Edetanas. Uno de los paralelos más sugerentes para nuestras terracotas es, sin duda, el de las cabezas votivas halladas en diversos asentamientos edetanos y
de las que hemos tomado prestada incluso su denominación.
Dichos ejemplares se han documentado concretamente en
tres asentamientos, constituyendo un corpus importante de
este tipo de piezas que permiten el establecimiento de algunos rasgos característicos (Bonet, Mata y Guérin, 1990). El
primero de los conjuntos se documentó en el oppidum del
Tossal de Sant Miquel (Llíria, Valencia) donde encontramos
varios individuos y especialmente restos muy fragmentarios
de orejas, ojos, cuellos, parte posterior de la cabeza y un tocado apuntado o peineta, así como numerosos fragmentos
informes. En el caserío fortificado del Castellet de Bernabé
(Llíria, Valencia) se documentó un fragmento de rostro de
cabeza femenina (Bonet, 1978). Finalmente, el conjunto más
completo es el correspondiente al fortín de Puntal dels Llops
(Olocau, Valencia) con al menos 8 individuos, así como numerosos restos fragmentarios (fig. 5.4).
[page-n-136]
Fig. 5.4. Cabezas de culto edetanas procedentes del Puntal dels Llops, Olocau (Archivo Museu de Prehistòria de València).
Otro aspecto interesante es que se ha podido establecer una
cronología más o menos fiable para este tipo de cabezas votivas,
que se sitúa entre finales del s. III a.C. e inicios II a.C., basada en
las cerámicas de barniz negro (Bonet y Mata, 1981: 115-128) y
en los hallazgos numismáticos (Guérin y Bonet, 1988).
En cuanto a la técnica de fabricación empleada, podemos decir que es muy similar a la que hemos visto para nuestras cabezas
contestanas, con una técnica mixta que emplea un molde univalvo para la elaboración del rostro y un modelado a mano del resto
de la cabeza y elementos añadidos posteriormente tales como las
orejas, tocados y otros adornos. También se documentan orificios
de aireación o seguridad en la parte posterior para evitar que se
rompan durante la cocción, la cual se realiza a baja temperatura.
Una diferencia importante es que en estas cabezas se han documentado restos de policromía, siendo los colores más comunes,
el blanco para las túnicas, tocados, ojos y rostros femeninos, el
beige y el rosa para los rostros masculinos, el castaño para los
labios, detalles de la indumentaria y tocados y finalmente, el marrón claro para perfilar los ojos y señalar pestañas y cejas (Bonet,
Mata y Guérin, 1990: 185-186). Como ya hemos señalado, en
nuestro caso, solo se ha documentado el engobe blanco en una de
las piezas, aunque no descartamos que estos restos de policromía
hayan desaparecido a causa del hallazgo en superficie de la mayoría de los ejemplares contestanos.
En cuanto a la indumentaria que presentan estas piezas podemos destacar varios elementos bien definidos. En primer lugar,
los tocados femeninos caracterizados por ser de altura media o
alta, apuntados y más anchos en su parte inferior, dispuestos en
vertical o ligeramente inclinados sobre la parte posterior de la
cabeza, sujetándose en la parte posterior de las orejas. Dichos
tocados van siempre cubiertos por un velo o manto sobre el que
se disponen motivos decorativos que podrían representar adornos o bordados (Bonet, Mata y Guérin, 1990: 186). Por otra
parte, los tocados masculinos están compuestos por una especie
de casco muy ajustado a la cabeza que cubre en buena medida
la frente y deja visibles las orejas. Esta cubrición se remata en
la frente con ondas realizadas mediante la presión de la arcilla
blanda con los dedos, acabado que también hemos documentado en La Serreta. Dicha prenda se ha interpretado con un casco y
no con el cabello, por tratarse de una capa de arcilla diferenciada que se superpone a la cabeza, que se pinta con una tonalidad
distinta, y que presenta una prominencia en la parte posterior
(Bonet, Mata y Guérin, 1990: 186).
También se encuentran representadas las túnicas, mostrándose únicamente los escotes de la parte superior que presentan
una forma triangular en pico, en individuos de ambos sexos y
pintadas de color blanco. Dichos escotes se rematan con sendas
tiras que se cruzan superpuestas en la parte delantera (Bonet,
Mata y Guérin, 1990: 186 y 188).
Finalmente, estas figuras presentan pequeñas perforaciones
tanto en las orejas, en el conducto auditivo y no en el lóbulo, como
en la nariz, representándose de este modo los orificios nasales, al
igual que sucede en la gran mayoría de las cabezas contestanas.
Las cabezas edetanas han sido documentadas junto con otros
123
[page-n-137]
elementos de carácter ritual en espacios que han sido interpretados como lugares de culto, en algunos casos domésticos, que no
presentan necesariamente elementos arquitectónicos diferenciados (fig. 5.5). El primero de ellos es el llamado templo de Sant
Miquel de Llíria en uno de cuyos departamentos, concretamente
en el Dept. 12, es donde se hallaron las terracotas. Se trata de un
pozo cuadrangular de 1,5 x 2 x 2 m, con un pavimento de adobes y relleno de cenizas y materiales. Junto a las terracotas se
documentaron importantes piezas de cerámica ibérica decorada,
algunas de ellas entre las más famosas de este asentamiento,
objetos posiblemente relacionados con prácticas rituales como
copas, microvasos, jarra de libaciones, caliciformes, platos, una
botella y fusayolas, todo ello de cerámica ibérica, así como una
lucerna, una pátera y diversos fragmentos de barniz negro. Además de las cabezas votivas, se documentan también otro tipo de
terracotas como una paloma y un grupo escultórico del que se
conservan dos piernas (Bonet, Mata y Guérin, 1990: 191).
Por otra parte, las terracotas halladas tanto en el Puntal dels
Llops como en el Castellet de Bernabé aparecieron en lo que se
ha interpretado por sus investigadores como capillas domésticas.
En el Departamento 1 del Puntal se documentaron, aparte de las
cabezas votivas, otros elementos que podrían estar relacionados
con prácticas rituales como son los pebeteros con forma de cabeza femenina, microvasos, dos jarras de libaciones, una lucerna,
un asador ritual de bronce, un guttus, cerámicas de barniz negro,
otros elementos de adorno y un juego de ponderales de bronce. A
ello sumamos otros elementos destacados como son un hogar enlosado con piedras de rodeno, la presencia del único enterramiento infantil del asentamiento, sus dimensiones, mayores que las de
cualquier otro departamento del poblado y su posición central en
el mismo (Bonet y Mata, 1981: 74-109).
El Departamento 14 también ha sido interpretado como un
espacio donde se llevarían a cabo prácticas rituales, donde destaca la presencia de un hogar de planta circular, lucernas, un
biberón, diez páteras, diez platos de ala y diez caliciformes. En
esta estancia se da una gran concentración de cabezas votivas,
muy próximas a la entrada de la misma (Bonet, Mata y Guérin,
1990: 192), lo cual resulta muy interesante ya que se trata de un
espacio de gran connotación simbólica.
Finalmente, la cabeza votiva del Castellet de Bernabé se
documentó en el departamento 2, que forma parte de la vivienda más destacada del asentamiento. En dicha estancia se ubica
un hogar ritual cuadrado y decorado con impronta de cuerda
con un dibujo de líneas en bucles y por lo tanto bien diferenciado de los hogares domésticos o de cocina que presentan
unas características muy diferentes. En la esquina SW encontramos otro hogar de piedras mientras que en la pared sur se
construyó una hornacina donde posiblemente se depositarían
los objetos relacionados con el culto. El material documentado
en esta estancia no resulta tan elocuente como el de los casos anteriores, aunque se documentan numerosos microvasos
(Guérin y Bonet 1988: 179-180).
2. Terracotas de Coimbra del Barranco Ancho. En otro santuario
relativamente cercano a La Serreta y con unas características muy
similares, se documentó un conjunto de terracotas que F. Horn incluyó dentro del grupo de máscaras helenísticas (Horn, 2011). Se
trata de 24 fragmentos que se corresponderían al menos con 13
individuos con una cronología propuesta del s. III o inicios del II
a.C. En cuanto a la técnica de fabricación es prácticamente idén124
tica a la utilizada para las cabezas de La Serreta, con rostros realizados a partir de un molde univalvo y con el añadido posterior de
elementos elaborados a mano como el peinado.
Sus características formales también son muy similares a
las documentadas en los ejemplares objeto de nuestro estudio
(fig. 5.6). Dichos rostros presentan ojos con contornos en relieve, nariz muy prominente, posiblemente retocada a mano
con posterioridad a la aplicación del molde, y con las fosas nasales indicadas por la presencia de orificios, boca grande y rectangular con labios separados por un surco central horizontal y
mentón huidizo. En algunos casos se representa el peinado en
forma de trenzas y restos de pintura blanca.
Estas terracotas aparecieron en lo que se conoce como el
santuario del oppidum de Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla, Murcia) aunque, al igual que sucede con el santuario de La
Serreta, no se vincula a estructuras arquitectónicas. Una parte
de los restos se encontraban diseminados en superficie por la
ladera del cerro, a causa de la erosión de las favissae que los
contenían mientras que el resto se documentaron in situ en un
depósito concentrado en una pequeña oquedad (García Cano
et al., 1997: 241).
Junto a este tipo de terracotas se documentaron también
varios pebeteros que representan rostros tanto femeninos como
masculinos, pequeñas máscaras votivas de oro y plata, un exvoto de bronce que representa un guerrero o un oferente, un
colgante de plata en forma de paloma, botones de bronce, dos
fíbulas, un anillo de plata, platos, botellitas y tinajillas de cerámica ibérica (García Cano et al. 1997: 243-246).
Existe otro paralelo aislado en la región de la Contestania, concretamente de la necrópolis de La Albufereta (Alicante). Se trata
de una cabeza en la que se conserva una cara y cuello femeninos,
con los ojos almendrados, nariz grande, labios carnosos y mentón
rollizo cuya datación se sitúa en el s. III a.C. (Horn, 2011: 250).
3. Cabeza de terracota del Tossal de Manises. En un poblado
mucho más cercano a La Serreta, encontramos una pieza que se
conoce tradicionalmente como “L’orellut” y que apareció reutilizada en un muro augusteo y a la cual se ha otorgado una cronología del s. III a.C. (Verdú, 2015b) (fig. 5.7). Al igual que las
cabezas contestanas, se trata de una figura hueca de 13 cm de
altura que representa una cabeza masculina de rasgos naturalistas. Se caracteriza por presentar un rostro ovalado, mandíbula y
nariz prominentes con los orificios marcados, ojos almendrados
con parpados y labios gruesos. El cabello es corto y se ordena a
partir de una división central en dos pequeños bucles donde se
representa el flequillo. El rasgo más destacado, y de ahí el nombre por el que es comúnmente conocido, son las grandes orejas
dispuestas asimétricamente.
4. Terracotas de Ibiza. Por último, veremos un conjunto de terracotas que guardan algunas similitudes con las cabezas votivas objeto de nuestro estudio y que pudieron servir de modelo
inspirador para las mismas. Se trata de un conjunto de cabezas
halladas en la isla de Ibiza, cuyas relaciones con la Contestania en esta época quedan atestiguadas claramente en el registro arqueológico. Nos estamos refiriendo concretamente a los
ejemplares englobados por M. J. Almagro Gorbea en el Grupo
V, Tipo 1 (Almagro, 1980: 181-184 y Láms. CXIII-CXVII).
Dichas terracotas podrían estar inspiradas en importaciones
griegas de origen rodio que con el tiempo adquieren algunos
[page-n-138]
Fig. 5.5. Localización de las cabezas de culto edetanas. Tosssal de Sant Miquel (arriba) (Mata, 2017: fig. 4), Puntal dels Llops (centro)
(Bonet y Mata, 2002: fig. 5) y Castellet de Bernabé (abajo) (Guérin, 2003: fig. 15).
125
[page-n-139]
Fig. 5.6. Máscaras de terracota de Coimbra del Barranco Ancho, Jumilla (Horn, 2011, Annexe I, C394, C387, C395, C390).
miento. Especialmente interesante resulta la nariz, de gran tamaño
y donde se practican las perforaciones que representan los orificios
nasales, al igual que sucede en los ejemplares contestanos. En este
caso, además, se hallan algunos ejemplares que conservan todavía
el nazem, arete circular de clara inspiración púnica, de forma amorcillada, es decir más grueso en la parte central que en los extremos,
y elaborado en oro o bronce. También las orejas, de gran tamaño,
presentan varias perforaciones en el lóbulo para la colocación de
pendientes de metal. Finalmente, todas las cabezas de este tipo llevan un tocado en forma de gorro o cofia, del que sobresalen sobre
la frente unos rizos representados mediante incisiones.
La mayoría de estas cabezas de terracota pertenecen a colecciones de las que se desconoce el contexto de aparición, aunque
sí parece claro que algunas de ellas se documentaron en hipogeos
de la necrópolis de Puig dels Molins. En cuanto a la cronología,
la autora data los moldes pertenecientes a terracotas del Grupo V,
Tipo 1 en el s. V a.C. (Almagro, 1980: 181-184).
Fig. 5.7. Cabeza de terracota del Tossal de Manises, Alicante (Verdú, 2015b: 7).
rasgos típicamente púnicos como son la nariz prominente y las
orejas con perforaciones para la colocación del nazem o las
arracadas, respectivamente.
En cuanto la técnica de fabricación, podemos decir que es
muy similar a la que ya hemos señalado para el resto de los
conjuntos. Se trata de una técnica mixta que combina la utilización de un molde para la elaboración del rostro con el añadido a
mano de elementos de adorno, incisiones, perforaciones… para
ser posteriormente cocidas a bajas temperaturas.
Se trata de figuras de bulto redondo, huecas en su interior,
que representan cabezas donde resulta difícil reconocer el género.
Presentan cuellos lisos de forma ligeramente acampanada, labios
gruesos y carnosos, ojos almendrados y abultados donde no se representa la pupila, y representación de las cejas mediante un abulta126
Grupo II. Pebeteros
El segundo grupo, es el compuesto por un conjunto de los típicos pebeteros de cabeza femenina que suman un total del 10 %
de las piezas y 48 individuos (fig. 5.8). Dentro de este grupo se
distinguen claramente dos conjuntos, por una parte, los pebeteros de inspiración mediterránea que se asemejan a los tipos presentes en el Mediterráneo Central y Occidental desde finales del
s. IV a.C. y por otro, el grupo mayoritario de pebeteros de tipo
Guardamar compuesto por 34 individuos. No obstante, éstos últimos, al tratarse de piezas que dataríamos en la segunda fase
del santuario, correspondiente a los ss. II y I a.C., serán tratados
con mayor detalle en el apartado correspondiente.
Cabe preguntarse por esta escasez e inexistencia en el caso
de los poblados cuando este tipo de piezas prácticamente es omnipresente en los contextos funerarios y de hábitat del cuadrante
del sudeste ibérico. Como muestran los trabajos de síntesis que
tratan este tipo de piezas (Horn, 2011), los pebeteros están presentes en nueve necrópolis de la región y en los poblados de El
Tossal de la Cala, La Illeta, El Puntal dels Llops, El Tossal de
Sant Miquel y El Castellet Bernabé. Es decir, la inmensa mayoría de asentamientos contemporáneos cuentan con estas piezas.
Es posible proponer que esta destacada ausencia se deba a que
el sentido y la función de los pebeteros lo había adquirido otra
pieza muy semejante y genuinamente local: las cabezas de culto
contestanas. Sin duda ello debió reforzar el vínculo entre los
devotos y sus divinidades.
[page-n-140]
Fig. 5.8. Pebeteros (Archivo Museo Arqueológico Municipal de Alcoi).
Grupo III. Figuras humanas de rostro realista
Se trata del conjunto de exvotos más numeroso del santuario, ya
que hemos documentado 237 individuos, algo más del 55% del
total depositados, y coincidiría a grandes rasgos con los grupos
“Alcoy 3” y “Alcoy 4” de Horn (fig. 5.9). Se trata de un grupo
de figurillas de rostro naturalista cuyo cuerpo ha sido elaborado
a torno mientras que se utiliza un molde para la realización de
los rostros, encontrando tanto representaciones femeninas, las
más abundantes, como masculinas. Se trataría de una producción seriada ya que con el mismo molde se realizan sin distinción los rostros de ambos sexos, para ser posteriormente individualizadas mediante detalles en el peinado, la vestimenta o los
adornos realizados a mano.
Atendiendo a un criterio formal, hemos dividido las figurillas
pertenecientes a este primer grupo entre las que presentan la cabeza descubierta y las que portan la cabeza cubierta por algún tipo
de capucha o velo. El primer conjunto está compuesto por cabezas
de pequeño tamaño, cuyo rostro ha sido realizado mediante un
molde, para ser posteriormente retocadas a mano, técnica utilizada
para añadir en algunos casos unas grandes orejas bastante desproporcionadas en comparación con el resto, así como la realización
del peinado. Este último puede ser de dos tipos, un peinado ondulado, obtenido mediante incisiones circulares y que presentan 37
individuos, o un peinado elaborado mediante incisiones lineales
y que presentan seis individuos. Interpretamos este conjunto de
cabezas como masculinas.
A continuación, encontramos el grupo compuesto por figurillas con cabeza cubierta, que supone el conjunto más numeroso
de todo el repertorio con 194 ejemplares, en torno a un 45 %
del total. En primer lugar, documentamos 10 individuos cuya
cabeza está cubierta por una especie de capucha lisa, con una
ligera visera en la parte frontal y abultamiento en la parte alta,
que interpretamos como representaciones masculinas.
Finalmente, dentro de este tipo de representaciones naturalistas cabría incluir los exvotos con cabeza velada. Se trata del
grupo, sin duda, más numeroso, compuesto por 166 individuos
y que representa en torno a un 38 % del total. Nos encontramos
ante representaciones femeninas de cuerpo completo, con rostro
realizado a molde, cuerpo a torno y adornos añadidos posteriormente a mano. La cabeza se cubre con diferentes combinaciones, bien únicamente el velo, velo y rodetes, velo y toca o bien
velo, toca y rodetes. Dicho velo cae sobre los hombros, quedando abierto en la parte del torso, donde no se marcan los pechos,
aunque sí se remarca en algún caso en que se conserva la pieza
completa, el gesto de colocar las manos sobre el vientre. Los rodetes se representan mediante dos bolas de pasta colocados en el
lugar donde deberían estar las orejas, que nunca se representan,
a diferencia de lo que ocurre con las cabezas masculinas. En algunos casos también presentan diversos adornos como collares
o torques en la zona del cuello. En la parte inferior destaca la
representación de una falda plisada, cuyos pliegues se representan mediante líneas incisas y que llega hasta los pies, los cuales
también se encuentran representados.
Como iremos viendo a lo largo de este capítulo, resulta en
muchos casos difícil establecer una cronología concreta para
los exvotos, debido en buena medida a las condiciones de su
hallazgo o a la falta de una estratigrafía fiable. No obstante, en
este caso concreto, el de las figurillas del grupo I, nos resulta
de gran ayuda la existencia de algunos paralelos en el propio
espacio de hábitat del poblado de La Serreta o la documentada
en la fortificación de entrada (Llobregat et al., 1995: lám. 7)
y que nos llevarían a una cronología del s. III a.C. Por tanto,
se corresponderían con los momentos de mayor actividad en el
santuario y coincidentes con el auge de la ciudad.
Los paralelos estilísticos más cercanos a las figurillas femeninas, que son además las más abundantes de toda la colección,
los encontramos en la propia cultura ibérica, donde son bastante comunes las representaciones con cabeza cubierta por una
mitra y velo que encontramos tanto en la escultura en piedra
como en los exvotos en bronce del Alto Guadalquivir. Por otra
parte, algunos elementos como los gorros cónicos, las faldas
plisadas o las joyas elaboradas mediante grandes rosetones son
127
[page-n-141]
Fig. 5.9. Figurillas de rostro realista (Archivo Museo Arqueológico Municipal de Alcoi).
128
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menos comunes y presentan algunos paralelos en el mundo
púnico (Horn, 2011: 249). Por ejemplo, para el caso de las
características faldas plisadas de las figurillas femeninas de La
Serreta, así como por la técnica de fabricación, encontramos
algunos ejemplares similares en la necrópolis de Puig des Molins o en la Cueva d’Es Cuyeram, ambas en Ibiza.
Los paralelos más cercanos para las cabezas masculinas
también los encontramos en Ibiza, donde encontramos algunas cabezas con peinado representado por incisiones circulares en Puig des Molins. Asimismo, la representación de
orejas desproporcionadas también encuentra sus paralelos
más cercanos en las terracotas ebusitanas y en general en el
ámbito fenicio-púnico (Horn, 2011: 251).
Grupo IV. Figuras humanas esquemáticas
Dentro de este grupo incluimos 23 individuos que constituyen
el 5 % del total de la colección y se corresponderían con los
tipos “Alcoy 1” y “Alcoy 2” de Horn (fig. 5.10). Se trata de
representaciones de bustos tanto masculinos como femeninos
de distintos tipos elaboradas a mano, cuyo rostro se realiza mediante un pellizco en la arcilla fresca que da lugar a la nariz,
mientras que los ojos se representan mediante el añadido de
pastillas de arcilla. En algunas de ellas también se encuentra
representada la boca, bien mediante una línea incisa bien mediante el añadido de dos tiras de pasta. Otros atributos representados serían la mitra, lo que nos permite hablar de figuras
femeninas, o incluso los pechos en dos ejemplares. Dentro de
este grupo se incluyen también algunas figuras, las que Horn
identificó como “Alcoy 2”, que seguramente pertenecerían a
los denominados grupos, cuyo ejemplo paradigmático sería la
famosa representación de la diosa madre o curótrofa de la habitación sagrada del poblado (Grau, Olmos y Perea, 2008).
En cuanto a la cronología de este grupo, sería plausible situarla también en el s. III a.C. por paralelos en el propio poblado, como la pieza nº 2092 o la documentada en la puerta de
entrada (Llobregat et al., 1995: lám 8).
Si atendemos a los posibles paralelos de estas figurillas
esquemáticas, nos damos cuenta de que la técnica utilizada
para la elaboración del rostro, mediante un pellizco en la arcilla fresca, el añadido de dos pastillas de pasta que representan
los ojos o la forma vasiforme de algunos ejemplares a torno,
es bastante característica del mundo púnico, documentándose
entre las terracotas de Bithia (Cerdeña), Neapolis (Cerdeña),
Mozia (Sicilia) e Illa Plana (Ibiza) (Horn, 2011: 253). No en
vano, este grupo ha sido considerado el más púnico de todo el
conjunto (Aubet, 1969) aunque exista un problema cronológico, ya que, en el caso de las terracotas ibicencas, se datan en los
ss. VI y V a.C. Por otro lado, sí existe una mayor coincidencia,
cronológica y estilística, con las del depósito votivo de Bithia
(Pesce, 1965; Uberti, 1973). No obstante, no estamos hablando de una conexión directa, sino más bien de construcciones
Fig. 5.10. Figuras humanas esquemáticas (Archivo Museo Arqueológico Municipal de Alcoi).
129
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híbridas que combinan elementos típicamente iberos como la
mitra o los cabellos con bucles, con una técnica de elaboración
mediterránea, ya que la coroplastia no es demasiado común en
momentos anteriores.
Grupo V. Representaciones de grupos
Dentro de este conjunto englobamos toda una serie de terracotas
en las que se representa más de un individuo, normalmente de
tipo esquemático y donde suele aparecer una figura central de
mayor tamaño, suponiendo casi un 10% del total de las piezas
documentadas (fig. 5.11). El ejemplo más completo de este tipo
de terracotas lo constituye el conocido como grupo de la Diosa
Madre que, aunque no fue hallado en el propio santuario, nos
permite en cambio el establecimiento de una cronología de la
segunda mitad del s. III a.C. para este tipo de representaciones
(Grau, Olmos y Perea, 2008: 18-20).
El conjunto de la Diosa Madre nos permite interpretar
otras figuras fragmentarias aparecidas en el espacio del santuario como pertenecientes a grupos con características muy
similares que no se han conservado, posiblemente vinculadas
a un mismo taller. También podrían constituir fragmentos incompletos de estos grupos las cabezas esquemáticas de ma-
yores dimensiones que pudieron corresponder a la divinidad
femenina central ataviadas con mitra y bucles a ambos lados
de la cabeza, con un ejemplar documentado en la fortificación
de entrada al poblado (Llobregat et al., 1995: 154) que vendría
de nuevo a avalar una cronología de finales del s. III a.C. para
este conjunto. Además de estas figuras femeninas, también
documentamos en el área del santuario una serie de individuos que se caracterizan por su pequeño tamaño, macizas, sin
rasgos ni peinado que las individualicen y de forma curvada,
que hemos interpretado como niños y que son muy similares
a los lactantes representados en el grupo de la Diosa Madre.
Finalmente, encontramos un ejemplar de paloma que también
encuentra su paralelo más próximo en esta placa.
Aparte de estas representaciones claramente vinculadas al
mismo taller que la terracota de la Diosa Madre, encontramos
otros grupos con un estilo distinto, pero con una temática seguramente muy similar y que pertenecerían a un taller distinto,
donde se puede apreciar una figura central sedente de mayor tamaño, mientras que a los lados se encuentran individuos de pie
e inclinados hacia la figura central. En unos casos, encontramos
figuras del mismo tamaño con una especie de túnica lisa que deja
al descubierto los pies, mientras que en otros portan una falda
Fig. 5.11. Grupos (Archivo Museo Arqueológico Municipal de Alcoi).
130
[page-n-144]
plisada de iguales características a las figuras femeninas realistas
del Grupo I. Esto nos lleva a pensar que las imágenes representadas en estos grupos no solo tienen un carácter esquemático, sino
que también las encontramos en una versión realista, cuyo mejor
ejemplo lo constituye el grupo en que se conserva un individuo
femenino con el rostro realizado a molde, un tocado donde se representa el cabello en la parte inferior y arracadas amorcilladas,
a cuya derecha se situaría otra figura, hoy perdida.
Más allá de los citados ejemplos que constituyen los grupos más completos, encontramos un conjunto bastante numeroso de restos fragmentarios que elevarían el número de
representaciones de grupos presentes en el santuario. Se trata
de hasta 47 fragmentos de pies sobre una placa de terracota,
característicos del segundo taller al que hacíamos referencia
anteriormente, así como 12 cilindros huecos de arcilla utilizados para la representación de los cuerpos de las figuras.
Este tipo de representaciones que incluyen a dos o más individuos, no es exclusivo de La Serreta, sino que las encontramos también en otros espacios sacros del área ibérica. Dentro de
este grupo, cabría incluir las representaciones de parejas que se
vienen documentando, si bien en exvotos metálicos, en los santuarios de la Alta Andalucía como Atalayuelas, Collado de los
Jardines o Castellar (Rueda et al., 2005; Rueda, 2011: 197-199).
También encontramos la representación de una pareja que porta
de forma conjunta un vaso caliciforme en los conocidos oferentes del Cerro de los Santos (Ruiz Bremón, 1989). Muy similar
es la escena representada en el relieve procedente del santuario
de Torreparedones donde aparecen dos figuras femeninas sosteniendo conjuntamente un vaso con el que realizan una libación
(Morena, 1989) o un fragmento de terracota del santuario de
Castellar donde se pueden observar dos figuras que comparten
un vaso caliciforme (Rueda, 2011: 137).
Por otra parte, encontramos diversas representaciones de
carácter colectivo, como por ejemplo la conocida placa de la
“danza bastetana” seguramente procedente del santuario de
Las Atalayuelas y donde se representan siete individuos, cuatro
hombres y tres mujeres agrupados por sexos en ambos lados de
la pieza (Rueda et al., 2005: 89). También procedente del Alto
Guadalquivir, concretamente del santuario de Castellar, encontramos una placa de terracota donde se representan tres figuras,
dos de ellas seguramente adultas que flanquean a un individuo
infantil situado en el centro de la escena (Rueda, 2011: 135). Ya
en el ámbito murciano se han documentado este tipo de terracotas vinculadas a espacios sacros distintos como son las necrópolis. Es el caso del grupo documentado en la sepultura 144 del
Cabecico del Tesoro donde se representa una figura femenina de
mayor tamaño y, delante de la misma y con un tamaño menor,
tres figuras enmarcadas por dos altares pintados con forma de
columna (García Cano y Page, 2004: 127). Finalmente, y procedentes de la necrópolis de El Cigarralejo, encontramos dos
piezas bastante fragmentarias. En la primera de ellas (C330) se
representan dos individuos, uno de ellos portando un diaulós,
aunque posiblemente falte un tercero que no se ha conservado,
mientras que en la segunda (C331) podemos ver al menos dos
figuras (Blech, 1992: 28; Horn, 2011).
Llegados a este punto es importante establecer una distinción entre los materiales correspondientes a la fase del santuario
propia del s. III a.C. y los pertenecientes a momentos posteriores. Cabría incluir en el primer grupo las figuras masculinas y fe-
meninas tanto de carácter realista como esquemático, los grupos
y las cabezas de culto contestanas, basándonos principalmente
en los paralelos existentes tanto en el propio espacio de hábitat
del poblado como en otros yacimientos. Mientras que parte del
grupo de los pebeteros, especialmente los de tipo Guardamar,
podríamos adscribirlo a la fase tardía de los ss. II-I a.C.
Valoración del conjunto
La personificación del culto. El primer elemento destacable
cuando nos aproximamos al estudio de los exvotos característicos de esta centuria con respecto a los ss. V y IV a.C., es
la humanización o personificación del culto. A partir de este
momento las ofrendas se van a caracterizar por la representación del propio devoto, donde la personalidad ya no se diluye
mediante la deposición un objeto, como las armas o las cerámicas del periodo anterior, sino que se opta por la apariencia
humana en una relación directa con la divinidad. Este cambio se constata muy bien en nuestro ámbito de estudio donde
en la fase anterior de los ss. V y IV a.C. encontrábamos un
predominio de los santuarios en cueva y donde los conjuntos
votivos se caracterizaban principalmente por la presencia de
elementos cerámicos como son los vasos caliciformes o las
ollas. Algo similar podríamos decir de las esporádicas frecuentaciones de santuarios contestanos como El Cerro de los
Santos, La Luz o La Malladeta en el s. IV a.C. donde las
evidencias se reducen a algunos restos cerámicos, normalmente importaciones áticas. Un proceso muy similar es que
el que encontramos en el área del Alto Guadalquivir, donde
la generalización de exvotos con la imagen del oferente se
produce en momentos algo más tempranos, concretamente a
mediados del s. IV a.C. (Rueda, 2011). Por último, también
se documenta esta dinámica en otras áreas del mediterráneo
como en los llamados depósitos votivos de tipo etrusco-lacial-campano cuyo máximo desarrollo lo encontramos entre
los ss. IV y III a.C. y donde en momentos precedentes predominaban los vasos y pequeños objetos suntuarios (Comella,
1981; Gentili, 2005).
Esta personificación del culto supone una transformación
ideológica importante que en la práctica ritual supone una mayor importancia del sujeto humano en su relación con la divinidad. Dicho cambio se ha interpretado en el marco de las
importantes transformaciones que a nivel político y social se
producen también en el s. III a.C. con la aparición de nuevas
fórmulas de organización que podríamos caracterizar ya como
de incipiente urbanización o ciudadanas. Este nuevo modo de
vida urbano que se va a ir consolidando se basaría en buena
medida en una mayor visibilidad de grupos sociales hasta este
momento invisibles, dando lugar a formas cultuales abiertas a
un sector más amplio de la sociedad. Este nuevo grupo social,
que se incorpora a las prácticas rituales desarrolladas en los
santuarios, serían las clientelas que, mediante la plasmación
simbólica de su imagen, pasan a ser reconocidos en el marco
de la comunidad (Rueda, 2008: 65; 2011: 285).
Los grupos sociales representados. Otro elemento que nos podría hacer pensar en la posibilidad de una base de representación
más amplia sería la utilización de materiales a priori humildes y
de fácil acceso como la arcilla en el caso de las figurillas de La
Serreta. No obstante, si profundizamos un poco más en el análisis de cuestiones como los atributos representados, el número
131
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de individuos o el ritmo de deposición, esta ampliación de los
grupos representados en el santuario no parece tan clara como
en los santuarios oretanos. En primer lugar, si atendemos a los
atributos y adornos que portan estas figurillas nos encontramos
con elementos propios de la elite o de los grupos sociales más
elevados, especialmente en el caso de las representaciones femeninas ataviadas con grandes tocados, pendientes y en algunos
casos collares y que encuentran su paralelismo en las matronas
propias de la iconografía vascular. No obstante, cabe la posibilidad de que no solo se encuentren representados los miembros
de la elite, sino que también se incluyan en algunos casos otros
grupos sociales, posiblemente clientelas o grupos dependientes, como se desprende de la combinación de los elementos de
adorno en el caso de las figurillas femeninas. Por ejemplo, nos
encontramos con figuras únicamente ataviadas con el velo o con
una combinación del mismo con rodetes, siendo además el grupo más numeroso, mientras que otro pequeño grupo se representa engalanado con una combinación de velo, toca, rodetes y
en algún caso collares. Esta gradación nos permite suponer la
existencia de una cierta variabilidad en los segmentos sociales
representados en los exvotos depositados en el santuario.
Por otra parte, si analizamos un aspecto como es el ritmo de
deposición de exvotos o densidad ritual, tampoco parece que podamos hablar de una ampliación de la base social representada en
el santuario de La Serreta, sobre todo si establecemos una comparativa con las cuevas-santuario características del periodo anterior
o con otros santuarios coetáneos como los del Alto Guadalquivir.
No obstante, es importante señalar que nos encontramos ante un
ejercicio meramente aproximativo, teniendo en cuenta la problemática derivada del tipo de registro con el que trabajamos, ya
que resulta imposible conocer a ciencia cierta el volumen total
de exvotos depositados originalmente en estos espacios sacros.
Este cálculo hipotético del ritmo de deposición se basa en la identificación de un acto ritual a partir de la presencia de cada objeto
individual recogido en el lugar de culto.
Según nuestros últimos recuentos, contaríamos con un número mínimo de 360 exvotos para el s. III a.C., incluyendo las
llamadas cabezas de culto contestanas cuya datación resulta algo
más compleja, para un periodo de tiempo que no debió ser excesivamente dilatado, como delata el escaso número de generaciones de terracotas y que podría circunscribirse a la segunda mitad del s. III a.C., es decir, un par de generaciones. Teniendo en
cuenta que una generación serían unos 25 años, estos datos dan
lugar a una cifra de 180 individuos por generación que, comparados con los 17 individuos por generación en el caso de la Cova
de l’Agüela o los 28 de la Cova dels Pilars, pueden darnos la idea
de que sí se produce un aumento en la afluencia de devotos al
santuario. No obstante, debemos tener en cuenta que este tipo de
santuarios en cueva únicamente aglutinarían uno o dos oppida,
mientras que el territorio de gracia del santuario de La Serreta
estaría compuesto por al menos siete poblados. Por tanto, el total
de exvotos depositados en las cuevas-santuario de lo que posteriormente será el territorio comarcal de La Serreta (Cova dels Pilars, Cova de la Moneda, Cova de l’Agüela y Cova de la Pastora)
es de 333 individuos en unos 125 años, lo que supone unos 67
individuos por generación. De modo que, sí podríamos estar ante
un aumento del número de personas que toman parte en estas
prácticas rituales, aproximadamente el doble con respecto a la
fase anterior, pero no de tan grandes proporciones como pudie132
ra parecer sin tener en cuenta estas consideraciones. Asimismo,
esta densidad ritual contrasta también con el número de exvotos
depositados en los santuarios del Alto Guadalquivir, donde para
un periodo de unos 150 años, es decir, unas seis generaciones se
depositan miles de exvotos, al menos unos 10.000 conocidos si
sumamos los de los santuarios de Collado de los Jardines y los
Altos del Sotillo (Rueda, 2008: 55).
La representación de grupos. En este caso, podríamos distinguir, al menos, dos conjuntos diferenciados por razones temáticas. Por una parte, nos encontramos con las representaciones
cuyo ejemplo más paradigmático sería la conocida terracota
de la Diosa Madre, donde el elemento más característico sería la presencia de una figura central de mayor tamaño con
respecto al resto de individuos y que se interpreta como una
divinidad, así como una marcada frontalidad de la escena (fig.
5.12). Nos encontramos ante lo que se interpreta como una
diosa nutricia que amamanta a dos lactantes y que se acompaña de otras dos mujeres, posiblemente jóvenes como denota
su peinado con trenzas, que posiblemente presentan sus niños
a la divinidad en un ambiente ritual donde la música debía tener una gran importancia. También destaca el carácter colectivo de la escena, reforzando la idea de participación múltiple
en la línea de las estrategias ideológicas de carácter cooperativo desplegadas por las elites y las nuevas formas de agregación social características del s. III a.C. Este grupo genera
un vínculo que iría más allá de los lazos consanguíneos, convirtiéndose en syntrophoi, es decir, un conjunto de individuos
que han sido bendecidos el mismo día y que han recibido la
misma leche de la divinidad (Olmos, 2000-2001: 367). Como
ya hemos señalado, algunas otras terracotas documentadas en
el santuario podrían estar relacionadas con una temática muy
similar, aunque debido a su estado de conservación no podemos decir mucho más a nivel iconográfico.
Por otra parte, existen otros conjuntos que podrían estar mostrando grupos familiares, aunque en realidad resulte difícil discernir si lo que se pretende representar es, en cambio, un símbolo
de la propia comunidad (Prados, 2014). Dentro de esta interpretación podríamos incluir algunas terracotas del santuario donde no
existe una diferenciación clara de tamaño entre las figuras que nos
permitan hablar de la presencia de un personaje divino, aunque
de nuevo debido a la fragmentación de las piezas, resulte difícil
analizarlas con un mayor detalle. Esta representación de grupos
familiares se puede apreciar más claramente en otros ejemplos
citados anteriormente, como la placa conocida como “La danza bastetana” o la placa de terracota procedente del santuario de
Castellar, donde aparecen dos adultos y un individuo infantil en
posición central (Rueda, 2011: 135).
Esta representación de grupos familiares no excesivamente
extensos nos habla de la importancia que mantendría la familia
de tipo nuclear, una unidad básica en la organización de la
sociedad y en la articulación de la economía, a pesar de que
en esta época se han superado en buena medida las relaciones
consanguíneas que caracterizaban la sociedad parental, predominando otras formas de agregación como puede ser el linaje
gentilicio clientelar. De este modo, podemos entender el santuario como un espacio en el que se escenifican y se activan las
múltiples identidades a las que puede afiliarse un individuo y
que a su vez se superponen, en lo que se ha definido como nested identities (Scopacasa, 2015; 2014; Hakenbeck, 2007). En
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Fig. 5.12. Grupo de terracota
conocido como “Deessa Mare”
(Archivo Museo Arqueológico
Municipal de Alcoi).
los exvotos de La Serreta se muestran elementos identitarios
diversos relacionados con la pertenencia a un género, clase
social o grupo de edad concretos, a lo que debemos añadir
ahora la voluntad de mostrar la adscripción al grupo familiar,
subrayando la importancia de una participación colectiva en
las prácticas rituales en este tipo de santuarios comunitarios.
Se establece de este modo un juego de identidades, una a nivel
colectivo que se expresa a partir de una forma socialmente
compartida de presentarse ante la divinidad y otra a partir de
la construcción de individualidades expresada en las variadas
formas que adquieren las imágenes.
Los ritos de iniciación. Por otra parte, un buen número de estos exvotos, concretamente los pertenecientes al Grupo III, que
representan figurillas masculinas y femeninas realistas, podrían
estar relacionados con ritos de iniciación, por lo que este santuario asumiría algunas de las funciones religiosas que hasta ese
momento desempeñaban las cuevas-santuario. Proponemos dicha interpretación a partir del análisis iconográfico de estas figurillas. En el caso de las figuras femeninas que, como ya hemos
visto, constituyen el conjunto más abundante de todo el registro,
se representan siempre con la cabeza cubierta, bien por un velo
únicamente o bien por la combinación de velo y toca, además
de portar diversas joyas, siendo ésta una iconografía característica de las matronas ibéricas y que podemos encontrar en muy
diversos soportes, como la escultura en piedra, la decoración
vascular o los exvotos en bronce. Esta representación contrasta,
como veíamos en el capítulo referente a los ritos iniciáticos, con
las representaciones de individuos juveniles, donde tiene gran
relevancia la presencia del peinado en forma en forma de trenzas y la cabeza descubierta, por lo que, aparte de representarse
el género del individuo, se hace también referencia a un grupo o
clase de edad concreto.
Algo similar se constata en las figurillas masculinas donde se
representan, en la gran mayoría de los casos, con la cabeza descubierta y el pelo corto, cuyo paralelo iconográfico más evidente
lo encontramos en el Vas dels Guerrers (Olmos y Grau, 2005)
donde el protagonista de la narración se representa al comienzo
de la iniciación con la cabeza descubierta y los cabellos cortos y
peinados en punta. Posteriormente, en esta misma narración, el
protagonista se representará con la cabeza cubierta al igual que
sucede con algunas de las terracotas masculinas del santuario, por
lo que podrían estar representándose distintas fases del proceso
de iniciación (fig. 5.13). Como ya tratamos en otro capítulo, el
cabello y su tratamiento son elementos con una enorme carga
simbólica, que conlleva toda una serie de significados sociales
y culturales y cuyo tratamiento constituye un código o lenguaje.
La representación del cuerpo. Dentro de ese juego de identidades múltiples a las que puede adscribirse un individuo encontramos una, el género, que resulta esencial en cualquier
sociedad humana. Podríamos definir el género como la propia
133
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adscripción o identificación de un individuo y la adscripción
que otros hacen de él o ella a una o varias categorías de género
específicas sobre la base de la diferencia sexual socialmente
percibida y por tanto cultural e históricamente determinada. Es
decir, se trata de una construcción social, de los roles y atributos que una sociedad vincula a los distintos sexos y que, al
estar basada precisamente en la diferencia sexual, coinciden en
muchos casos con las categorías de hombre y mujer, aunque no
es algo necesariamente universal (Díaz-Andreu, 2005). Como
constructo social definido a partir de las prácticas sociales de
los individuos, el género va íntimamente ligado a otras cuestiones como el rango o el grupo de edad por lo que resulta necesario un análisis interseccional de todas estas variables.
Un elemento que destacable es la importancia que parece tener la representación del cuerpo en los exvotos femeninos, que
además suelen representarse con las manos sobre el vientre, en
un claro gesto relacionado con la fertilidad y que jugaría un rol
esencial en la iniciación femenina, ya que remite a la conclusión
del ciclo con la adquisición del estado de gravidez. Este importante papel del cuerpo contrasta con su ausencia en el caso de
los exvotos masculinos, donde solo se representa la cabeza con
algunos rasgos destacados como son los grandes ojos y orejas,
así como un marcado prognatismo que transmiten una actitud de
atención hacia la divinidad (fig. 5.13).
Siguiendo con los exvotos masculinos, es también destacable la ausencia en cuanto a la representación de los órganos
reproductores masculinos, rasgo muy destacado en muchos de
los exvotos en bronce de otros santuarios como los de la Alta
Andalucía o el de La Luz. También es importante señalar la ausencia de individuos portadores de armas entre los exvotos del
santuario de La Serreta, ya que solo se conoce un ejemplar de
carácter esquemático que portaría una falcata y que apareció en
el poblado (Grau, 1996b: fig. 19.3).
También cabe destacar la presencia de las pequeñas figurillas
que hemos interpretado como niños de corta edad que todavía no
se han convertido en miembros de pleno derecho de la sociedad
y pertenecientes a una fase del ciclo vital donde las diferencias
de género no son tan importantes. Por ello, su materialidad no se
construye en términos femeninos o masculinos, sino en base a su
condición de criaturas pequeñas: sin peinados, sin decoraciones y
sin rasgos faciales. La forma curvada de las terracotas indica que,
seguramente, éstas estarían en el regazo o en contacto con alguna
figura mayor, como en el caso de la plaqueta. Esta postura denota
la importancia del contacto y del cuidado que la comunidad tendría con los niños, que seguramente quedan bajo la esfera femenina y doméstica en estas primeras etapas. La presencia de niños en
los santuarios también se ha registrado en la toréutica giennense
con los llamados exvotos “enfajados”, cuyo cuerpo está envuelto a excepción de la cabeza y los pies (Prados, 2013). En otras
sociedades mediterráneas es a partir de los 5-7 años cuando se
inicia el aprendizaje fuera del hogar y comienzan a marcarse más
claramente las diferencias entre géneros.
En términos corporales, la principal característica de este
conjunto de exvotos es que nos permiten aproximarnos a la
manera de entender y construir los cuerpos en un contexto ritual como el santuario, siendo éste un elemento moldeable y
el resultado de un conjunto de agregaciones destacadas con
un valor social y personal. De este modo, se concibe como un
juego de partes que se fusionan para crear una unidad concre134
ta, son personal con elementos de quita y pon. Por tanto, la
construcción de la persona social es un ejercicio corporal fruto
de la suma y combinación de objetos y gestos (Grau, Amorós
y López-Bertran, 2017).
Otro aspecto importante es la relativa homogeneidad formal
de los exvotos, con una variabilidad bastante limitada en cuanto a
la expresión material de la ofrenda, ya que en la gran mayoría de
los casos se representa a los devotos, aunque con diversos matices
si atendemos a las representaciones masculinas y femeninas. Esta
cierta uniformidad y estandarización supone al mismo una amortiguación de las expresiones suntuarias por parte de las elites, ya
que se inhiben las ofrendas más ostentosas mediante la limitación
del repertorio de exvotos y se impide la amortización ritual de la
riqueza (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz., 2015: 268). Este hecho
no implica que los distintos grupos sociales o individuos se representen del mismo modo ya que, como hemos visto, existe una
cierta gradación que se expresa a partir de los adornos que presenta cada uno de los exvotos, aunque la calidad y la materia prima
utilizada sean las mismas. Todo ello supone la puesta en práctica
de estrategias ideológicas de cohesión que fomentan la cooperación entre los grupos de poder, tanto de la ciudad que actúa como
capital del territorio como de los oppida secundarios, atenuándose los comportamientos agonísticos o competitivos entre linajes
mediante prácticas rituales compartidas que generarían un sentimiento de pertenencia a la comunidad a través de un lenguaje de
expresión y un espacio comunes. Este desarrollo de estrategias de
carácter colectivo y cooperativo parece una pauta común entre las
sociedades ibéricas de la franja central mediterránea a partir del s.
III a.C. (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015).
El consumo de sustancias psicoactivas o enteógenos. Otra
cuestión que resulta muy interesante es la posibilidad de que
algunas de estas terracotas estén haciendo referencia a estados alterados de consciencia como consecuencia del consumo de sustancias de carácter psicoactivo. En este apartado
nos decantamos por la utilización del término enteógeno, que
implica un matiz más interpretativo, en lugar de otras denominaciones más genéricas como droga, que además conlleva
una serie de connotaciones negativas. El término “enteógeno”
fue acuñado en 1979 y deriva del griego entheos (dios generado dentro), haciendo referencia a sustancias consumidas en
contextos rituales y que producen alteraciones de consciencia
(Ruck et al., 1979: 146). También emplearemos el término
sustancias psicoactivas, algo más neutro, y que hace referencia a la capacidad de modificación de la actividad mental. Por
otra parte, y como se ha podido comprobar a partir de diversos estudios etnográficos, el consumo de enteógenos se da
siempre en un contexto ritual y no como un fin en sí mismo,
cuyo objetivo es establecer una conexión con las divinidades
o con el ámbito de lo sagrado, descartándose un carácter hedonista del mismo (Guerra, 2006: 99).
Uno de los elementos que podrían estar remitiendo a este
consumo serían los grandes ojos (López-Bertran, 2007), presentes especialmente en las terracotas de tipo esquemático y que se
vincularían a la obtención de transformaciones sensoriales que
llevarían a visiones de las divinidades u otros seres durante las
prácticas rituales desarrolladas en el santuario. Uno de los efectos
más visibles del consumo de determinadas plantas alucinógenas
es la dilatación de pupilas o midriasis, que en estos casos se plasmaría con el aumento del tamaño de los ojos (Guerra, 2006: 272).
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Fig. 5.13. Modelo de representaciones masculinas y femeninas en
el santuario de La Serreta (Grau,
Amorós y Segura, 2017: fig. 4.66) y
diferencias en el peinado masculino
en la decoración del Vas dels Guerrers (Olmos y Grau, 2005).
El repertorio de sustancias psicoactivas presente en contextos ibéricos no resulta especialmente variado a nivel arqueobotánico, reduciéndose a cuatro especies susceptibles
de haber sido utilizadas como enteógenos. Asimismo, resulta
muy difícil discernir si su presencia en el registro arqueológico
es intencional y, en ese caso, si se debe a sus propiedades terapéuticas, culinarias o psicoactivas. No obstante, aunque no se
han documentado restos orgánicos en La Serreta, posiblemente porque no se han llevado a cabo estudios de esta naturaleza,
sí se documentan en otros asentamientos de la franja oriental
peninsular. En el fortín del Puntal dels Llops se documentó
la presencia de polen correspondiente a la especie Ephedra
distachya (Dupré, 1988: 78), cuyo consumo produce efectos
estimulantes en el sistema nervioso central, siendo uno de sus
efectos la dilatación de las pupilas.
También se ha documentado la presencia de Claviceps purpurea, también conocido como cornezuelo del centeno o ergot,
en un contexto sacro en Mas Castellar de Pontós como residuo
del cálculo dental de una mandíbula humana y en un vaso miniaturizado junto a restos de cerveza y levadura, cuya presencia
parece intencional (Juan-Tresserras, 2002). El cornezuelo es un
hongo parasitario que crece en las espigas de diversos cereales
en las zonas cálidas europeas y posee importantes propiedades
alucinógenas (Guerra, 2006: 441), no en vano, la dietilamida
del ácido lisérgico (LSD) se sintetizó a partir de sustancias presentes en este hongo. No debemos olvidar tampoco la teoría de
que el cornezuelo fuera uno de los ingredientes presentes en la
pócima conocida como kykeon y que pudo ser el causante de
las visiones extáticas experimentadas por quienes se iniciaban
en los Misterios Eleusinos (Wasson, Hofmann y Ruck, 1980;
Escohotado, 2008: 157-170). Resulta interesante que, en la
más antigua mención a este brebaje, el poema épico dedicado
a la diosa Deméter en los Himnos homéricos, se citen como
ingredientes únicamente harina de cebada, agua y poleo, que
en principio no lleva a pensar en que tuviese propiedades psicoactivas, a menos que el cereal estuviera parasitado por el cornezuelo. También tendría sentido la mezcla con agua, ya que
los principios activos alucinógenos del ergot son hidrosolubles,
a diferencia de los tóxicos (Guerra, 2006: 138), con lo que se
evitaría también el envenenamiento por este hongo, también
conocido como ergotismo.
Finalmente, se han documentado semillas de Papaver sp. en
varios asentamientos ibéricos relativamente cercanos a La Serreta como el Tossal de les Basses, Kelin y el Castellet de Bernabé
135
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(Pérez Jordà, 2013), sin que se pueda distinguir, al menos en los
dos últimos casos, si se trataría de la especie rhoeas o amapola,
muy común como mala hierba y sin propiedades psicoactivas, o
somniferum o adormidera, de la que se extrae el opio que presenta
importantes propiedades terapéuticas como analgésico. La variedad silvestre de la adormidera (Papaver setigerum) es una planta
autóctona de la cuenca Mediterránea, mientras que pudo ser en
la Península Ibérica donde se dieran las primeras evidencias de
domesticación (dando lugar a la subespecie Papaver somniferum)
durante el Neolítico (Guerra, 2006: 200). Por otra parte, la presencia de semillas, que pudieron utilizarse para la extracción de aceite, tampoco garantiza su uso como enteógeno ya que las sustancias
narcóticas se encuentran en el látex extraído de la cápsula de la
adormidera, generando también alteraciones en las pupilas, en este
caso una contracción de la misma o miosis. Las formas de consumo de esta planta resultan muy variadas, desde la preparación de
una infusión de cápsulas, que también pueden ser fumadas, hasta
el consumo del opio propiamente dicho, fumado, inhalando los
vapores de su combustión o por vía oral. Dicha sustancia actúa
sobre el sistema nervioso central, calmando el dolor y dando lugar
a una sensación de euforia, alegría y bienestar, borrando los límites
entre el sueño y la vigilia y favoreciendo la introspección (Guerra,
2006: 415; Escohotado, 2008: 1197-1205).
Más interesantes resultan las evidencias iconográficas de
cápsulas de adormidera sobre diferentes soportes en el mundo
ibérico (Izquierdo, 1997; Mata et al., 2007: 98-107) y especialmente en La Serreta. Una de las representaciones más claras de
adormidera es la que encontramos en el llamado kalathos de la
paloma hallado en la habitación sagrada del Sector F (Grau, Olmos y Perea, 2008: 16-17) donde se puede observar un ramillete
compuesto por tres cápsulas circulares, realizadas a partir de una
serie de círculos concéntricos con un punto central cuya parte
superior está coronada por el disco estigmático característico de
esta especie (fig. 5.14: 4). Al mismo tiempo son picoteados por
una gran paloma que suele asociarse a la divinidad. Muy similar
es el motivo representado sobre una tinajilla donde se representa
una cápsula con círculos concéntricos y disco estigmático (Mata
et al., 2007: 100) (fig. 5.14: 2). Otro ejemplo lo proporciona la
pátera umbilicata en barniz negro de Cales (Abad, 1983: 178179) que podría constituir en cierta medida una versión alóctona
de la escena que veíamos en el kalathos anterior (fig. 5.14: 5).
Se encuentra decorada por un relieve realizado a molde donde
se pueden apreciar una serie de ramilletes de cápsulas donde se
representa una vez más el característico disco estigmático junto
con erotes y, de nuevo, un par de aves. Finalmente, y aunque
sería de una cronología anterior al momento de uso del santuario,
encontramos la representación de una posible cápsula de adormidera en una falcata con decoración damasquinada depositada
como ajuar en la tumba 53 de la necrópolis de la Serreta y con
unas características muy similares a las de los anteriores ejemplos (Moltó y Reig, 1996: 127) (fig. 5.14: 3). Viendo todos estos
ejemplos no resulta exagerado afirmar que los habitantes de La
Serreta estaban familiarizados con esta planta y conocían tanto
sus propiedades como su simbolismo.
La adormidera se asocia con la muerte y el sueño eterno,
pero también tiene una vertiente femenina, por ejemplo, como
se observa en la Dama de la Adormidera de La Alcudia (Izquierdo, 1997: 70) no sólo en el mundo ibérico sino también
en el griego y el púnico por lo que, en ocasiones, se ha vincu136
lado su consumo con prácticas terapéuticas femeninas. Este
dato resulta muy interesante ya que debemos recordar que la
mayoría de figurillas de La Serreta son mujeres.
También resulta muy plausible que el acceso este tipo de
sustancias estuviese restringido a las clases dominantes, convirtiéndose en bienes de prestigio y en un símbolo de poder (Guerra, 2006: 99). Debemos tener en cuenta también que su consumo estaría limitado a un contexto ritual y cuya manipulación
estaría reservada a determinados “especialistas”.
Las cabezas de culto y los ancestros. Por otra parte, el grupo que
hemos denominado como cabezas de culto contestanas constituye
un grupo muy interesante, a pesar de que no se conozcan ejemplares en el poblado y su datación resulte algo más complicada.
Parece bastante claro que estas cabezas votivas no están representando a una divinidad concreta, aunque su forma parezca estar
inspirada en la de los pebeteros, ya que cada una de ellas posee
rasgos que la individualizan a partir de una base común como son
los rostros elaborados mediante un mismo molde. Posteriormente, se da una combinación de adornos como las características
arracadas o las diademas, no existiendo dos ejemplares exactamente idénticos. Estaríamos, por tanto, ante retratos del oferente,
aunque es cierto que se apartan del resto de representaciones con
unos códigos muy distintos en cuanto a imagen y tamaño, o bien
de los antepasados de las diferentes familias o linajes que habitaban el poblado de La Serreta o su territorio.
Siguiendo esta línea interpretativa, cabría tener en cuenta
dos hipótesis bastante plausibles. La primera de ellas nos llevaría a relacionar estas cabezas con la progresiva penetración en
los talleres locales de la retratística itálica de origen helenístico,
que se observarían también en distintos campos de la plástica
tardoibérica, no solo en la coroplástica, sino también en la toréutica y en la escultura en piedra (Noguera y Rodríguez, 2008:
383). Esta interpretación daría lugar a la propuesta de una cronología tardía para las cabezas contestanas, que se encuadrarían
en el s. II a.C. o inicios del I a.C. y cuya versión pétrea la encontraríamos en numerosas esculturas del Cerro de los Santos.
No obstante, no se trataría de retratos plenamente fisionómicos,
pero sí que es posible advertir una tendencia a la individualización y un cierto grado de singularidad en las mismas.
Este tipo de cabezas también presentan ciertas similitudes
con lo que se conoce como depósitos votivos de tipo etruscolacial-campano, asociaciones de materiales, esencialmente terracotas, caracterizados esencialmente por la representación
completa o parcial del ser humano, entre los que destacan las
cabezas votivas (Comella, 1981). Estos conjuntos se han interpretado en muchos casos como un signo de religiosidad popular
y con una ampliación de la base social que participa en las prácticas rituales que tienen lugar en los santuarios itálicos como
consecuencia de la etapa de recuperación económica del s. IV
a.C. Estas cabezas votivas estarían inspiradas en un primer momento en las máscaras y bustos que formaban parte del culto a
divinidades ctónicas en Sicilia y Magna Grecia, difundiéndose
a partir del último cuarto del s. VI a.C. por la Campania septentrional, el Lacio y Etruria meridional, con un momento álgido
de desarrollo entre los ss. IV y III para ir declinando en el s. II
a.C. (Gentilli, 2005: 367). Con la pérdida de del significado originario asociado a divinidades como Demeter-Koré, la cabeza
se configura como una imagen genérica del oferente, masculino
o femenino, en el seno de un culto popular. Estas cabezas están
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Fig. 5.14. Representaciones de
cápsulas de adormidera en La
Serreta (Fuentes, 2006: lám 4;
Moltó y Reig, 1995: lám 5; Grau,
Olmos y Perea, 2008: fig. 10;
Abad, 1983: fig. 2).
presentes en numerosos depósitos votivos documentados en diversos espacios sacros y santuarios de Italia central tales como
Veio, Lucus Feroniae, Praeneste, Lavinio, Minturno o Roma,
entre muchos otros (Comella, 1981: 720-758). Especialmente
rico en cuanto al número de cabezas votivas resulta el depósito
documentado en el santuario de Carsoli, en el territorio ecuo,
compuesto por 358 fragmentos y datado entre el s. III y mediados del II a.C. (Marinucci, 1976; Lapenna, 2004: 149-196).
No obstante, nos inclinamos más por la búsqueda de paralelos más cercanos geográfica y culturalmente como son
las denominadas cabezas de culto edetanas, sin descartar una
posible influencia centro-itálica, ya que como hemos podido
ver anteriormente, estas cabezas se hallan presentes en todo
el ámbito centro mediterráneo. De este modo coincidimos en
buena medida con la tesis planteada para las cabezas votivas
edetanas (Bonet, Mata y Guérin, 1990: 189) aunque en este
caso, la propuesta de que se trate de representaciones de los
antepasados parece más clara al haberse documentado parte
de estas terracotas en contextos domésticos. Como ya hemos
señalado anteriormente, este culto a las cabezas idealizadas de
los difuntos lo encontramos también en otras culturas mediterráneas como la Grecia Clásica o Roma. También nos resulta
muy interesante, en casos en que se conoce bien el contexto
arqueológico de estas cabezas como en el Puntal dels Llops, su
aparición cerca del umbral de la puerta, un espacio que, en numerosas ocasiones, se connota simbólicamente. Si bien en La
Serreta no han aparecido estas figuras en contextos domésticos,
sí que encontramos la figura del antepasado sacralizado en otro
soporte, como es el caso del Vas dels Guerrers en un espacio de
culto urbano (Olmos y Grau, 2005).
El culto a los antepasados juega un papel fundamental en la
definición genealógica de las relaciones sociales, justificando el
orden social del presente acudiendo a un tiempo ideal y modélico y legitimando el acceso de determinadas familias a ciertos
recursos y al poder político mediante la apropiación del pasado
(González Reyero, 2012: 113-114). En los ss. V y IV a.C. este
tipo de prácticas se llevarían a cabo, en parte, en las cuevassantuario, donde destaca la existencia en prácticamente la totali137
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dad de ellas, de restos funerarios de momentos anteriores al uso
ritual en época ibérica. Estos restos humanos, junto con otros
materiales cerámicos, serían visibles en época ibérica y podrían
ser interpretados como reliquias del pasado relacionadas con
el tiempo mítico y por tanto con los héroes locales que actúan
como ancestros del linaje dominante.
Con los cambios políticos que tienen lugar en el s. III a.C., el
culto a los ancestros practicado hasta el momento en las cuevassantuario situadas en la periferia perdería su papel como sancionador de los límites territoriales entre oppida, trasladándose al
centro del nuevo pagus, es decir, a la ciudad de La Serreta. Este
tipo de prácticas rituales parecen concentrarse en el santuario
local en el caso de los centros políticos del territorio, como La
Serreta o el Tossal de Sant Miquel, mientras que en el caso de
los asentamientos secundarios como el Puntal dels Llops o el
Castellet de Bernabé, se concentrarían en las viviendas destacadas de los cabezas de linaje.
Las prácticas de consumo ritual. Como ya vimos detalladamente en el capítulo referente a las prácticas de comensalidad, el
consumo ritual de comida y bebida resulta un elemento esencial en la articulación de las relaciones sociales y una estrategia
ideológica desplegada de forma frecuente por las elites ibéricas.
Cabe suponer que estas prácticas tendrían lugar también en el
santuario de La Serreta en el s. III a.C. ya que Visedo cita la
existencia de fragmentos de cerámica ibérica, pintada, común y
gris, cerámica fina de barniz negro, que suponemos ática o seguramente campaniense, además de cerámica de cocina (Visedo,
1922a: 8). Este conjunto de materiales debió ser objeto de una
recogida selectiva, que deducimos por la escasez de restos fragmentarios y la completa ausencia de ánforas en los depósitos
del Museo de Alcoi. Esta circunstancia limita en gran medida
nuestro análisis de las pautas de consumo ritual en el santuario
durante el s. III a.C.
En el caso del santuario de La Malladeta, la gran mayoría
de objetos que podemos datar con certeza en el s. III a.C.,
exceptuando algunos fragmentos de pebeteros, corresponden
a importaciones relacionadas con prácticas de consumo, como
son 4 individuos de la forma L.27 ab que se pueden adscribir
al taller de las Pequeñas Estampillas y 11 individuos de las
formas L.26, 27 y 27 ab del taller de las Tres Palmetas Radiales de Roses. También encontramos un predominio de las
importaciones púnicas como las de tipo ebusitanas engobadas,
donde predominan los boles tipo FE-13/13, las producciones
de barniz rojo gadirita o tipo “Kuass” y las ánforas (Rouillard,
Espinosa y Moratalla, 2014: 108-110 y 115-116). Valoraremos
más detenidamente estas evidencias relacionadas con el consumo ritual en la fase correspondiente a los ss. II-I a.C.
5.2.2. Los sAntuArIos en eL pAIsAje
En este apartado trataremos de ampliar nuestra escala de observación con el objetivo de analizar los santuarios del norte de
la Contestania, como son La Serreta, La Malladeta y Coimbra
del Barranco Ancho desde algunos de los presupuestos de la
Arqueología del Paisaje, ya que como hemos ido viendo, estos
espacios contribuyen a la creación y la reproducción de la estructura social. En esta primera fase de los santuarios, la del s.
III a.C., la vinculación no solo con la capital, sino también con
el territorio político, parece clara.
138
Ubicación y visibilización de los santuarios
El primer elemento de importancia a la hora de estudiar los santuarios desde este tipo de presupuestos es la ubicación de los
mismos, situándose, como ya hemos visto, en la parte más alta
del cerro y junto a la ciudad ibérica en el caso de La Serreta o
en un prominente cerro costero cercano a la capital en el caso de
La Malladeta. Este emplazamiento permite suponer una vinculación muy estrecha con el enclave que en estos momentos actúa como capital del territorio, hasta el punto de que para poder
acceder al espacio sacro sería necesario cruzar todo el poblado
en el caso de La Serreta y por tanto desempeñaría un importante
papel en los cultos urbanos. No obstante, igual de evidente parece la relación del santuario con el territorio, que se desprende
de su ubicación destacada en el paisaje y del estrecho vínculo
visual con su entorno, por lo que tendremos en cuenta también
sus funciones de carácter supraurbano.
En definitiva, debemos considerar la importancia del santuario en ambas esferas y centrarnos en las funciones que pudo
desempeñar, sin entrar tanto en discusiones referentes a si nos
encontramos ante un santuario urbano, periurbano o extraurbano. En este caso abogamos por su definición como un santuario
de tipo poliádico, tomando prestado un término acuñado para
el mundo griego, donde no es posible entender el concepto de
polis sin hacer referencia tanto al núcleo habitado, asty, como a
su territorio político, khora (De Polignac, 1984).
Uno de los elementos básicos que debemos tener en
cuenta a la hora de valorar la importancia del santuario a
nivel territorial es la visibilidad, que podría definirse como
la forma de exhibir y destacar determinados productos de
cultura material, reflejando la existencia de un grupo social
(Criado, 1991: 23). En este caso, no tendría tanta importancia la visibilidad del territorio circundante desde el santuario
como el alto grado de visibilización del cerro, como es el
caso de La Serreta que, por su carácter exento, es fácilmente
identificable desde cualquier punto del territorio periférico.
Lo mismo podemos decir para el caso del santuario de la
Malladeta, ubicada en un prominente cerro costero, visible
desde diversos puntos de la llanura circundante y fácilmente
reconocible también desde el mar. La percepción del lugar
donde se ubica el santuario por parte de las poblaciones que
habitan los valles de Alcoi, o de la llanura litoral de la Marina Baixa estaría socialmente determinada e implicaría un
conocimiento previo del mismo, de manera que pueda reconocerse lo percibido a través de los sentidos y resulte además
comprensible (Criado, 1991: 23). Dicha prominencia visual
ha sido comprobada mediante la aplicación de herramientas
SIG de visibilidad acumulada, lo que permite constatar que
los elementos más visibles del paisaje son, por una parte, los
relieves que conforman los límites comarcales y, por otra,
la propia montaña de La Serreta, es decir, los confines y el
centro del territorio político (Grau, 2010a: fig. 8).
Esta alta visibilización se basaría no solo en el relieve
orográfico que supone el monte de La Serreta, sino que también tendrían una gran importancia las alteraciones de origen
antrópico que fueron transformando el cerro a lo largo de su
historia. Nos referimos a toda una serie de estructuras que también serían perceptibles desde la distancia, como por ejemplo
la muralla que delimita el poblado en su vertiente norte o las
construcciones de hábitat dispuestas en terrazas en la ladera
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sudeste. Es posible que esta percepción de las estructuras del
poblado desde la distancia hiciera innecesaria la monumentalización del santuario en el s. III a.C. ya que lo que primaría
sería la visión del conjunto por la íntima vinculación ciudadsantuario. Como veremos, en la segunda fase del santuario y
en un momento en el que el poblado ya ha sido abandonado,
por lo que quedará de alguna forma aislado en el paisaje, sí se
llevarán a cabo diversas actuaciones, una de cuyas motivaciones sería la de dotarlo de una mayor prominencia visual.
Peregrinaciones y rituales cinéticos
Otra cuestión importante son los resultados que se desprenden del análisis del patrón de accesibilidad que nos revela,
una vez más, la posición central del santuario con respecto
al territorio comarcal. Mediante la aplicación de programas
SIG se constata que el 80% de los enclaves habitados en el
s. III a.C. se ubican a una distancia que no va más allá de las
cuatro horas de recorrido, trayecto de ida y vuelta que podría
realizarse en un solo día (Grau, 2010a: 116-117). Por tanto,
debemos entender este espacio comarcal como un “territorio
de gracia” que constituiría el radio de acción desde el centro
cultural con capacidad para atraer a sus habitantes (Morinis,
1992: 18-25) (fig. 5.15). Un modelo muy similar se puede
proponer para el santuario costero de La Malladeta.
Dichas peregrinaciones o romerías han sido tratadas anteriormente en el capítulo referente a la iniciación por lo que trataremos
de no repetirnos demasiado, aunque sí sería interesante recordar
algunas cuestiones para aplicarlas a este caso concreto. En primer
lugar, es necesario tener en cuenta que se trata de un viaje de
carácter centrípeto, ya que incluye tanto el desplazamiento al san-
tuario como el regreso al hábitat y donde juega un papel esencial
el movimiento, entendiéndolo como un ritual cinético (Coleman
y Eade, 2004). Este desplazamiento a través de paisajes cotidianos contribuiría también a generar un sentimiento de pertenencia
al territorio comarcal regido por la ciudad que actúa como capital
del territorio, que sería recorrido, asimilado y reconocido a través
del movimiento. En la misma línea, diversas propuestas antropológicas aplicadas a contextos arqueológicos, evidencian que, tanto la peregrinación como el santuario, tendrían un papel esencial
como factores de cohesión social (Alfayé, 2010; López-Bertrán,
2011), como también se ha propuesto recientemente para la interpretación de los santuarios contestanos (García Cardiel, 2015).
Estas peregrinaciones, que pudieron llevarse a cabo siguiendo un calendario ritual prescrito y basado en los ciclos agrícolas,
se convertirían de este modo en mecanismos rituales integradores que generarían la convergencia de grupos y comunidades diferentes que compartirían experiencias religiosas colectivas, que
se manifestarían a través de prácticas comunitarias (Sallnow,
1981: 163-182). No obstante, dichos rituales no responderían a
una homogeneidad completa, sino que seguramente participarían
grupos sociales muy distintos que darían lugar a una pluralidad
de discursos y prácticas distintos (Alfayé, 2010: 183).
La vinculación con la capital del territorio
Como venimos señalando desde el inicio del capítulo, la vinculación del santuario con la ciudad que actúa en el s. III a.C. como
capital política del territorio es muy estrecha, como se desprende, por ejemplo, de su ubicación. Asistimos en esta centuria a un
cambio importante en el modelo de paisaje sacro característico
de esta zona, produciéndose un traslado del espacio de culto des-
Fig. 5.15. Ubicación del santuario de La Serreta respecto a los principales asentamientos del s. III a.C.
139
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de la periferia, que caracterizaba el modelo de las cuevas-santuario en los ss. V y IV a.C., al centro del territorio comarcal que
se materializa en la ciudad de La Serreta. De este modo, este enclave se convierte no solo en el referente político, sino también
simbólico de este proyecto geopolítico que supera los límites de
los territorios locales de la fase anterior, convirtiéndose en una
especie de omphalos de la geografía sagrada donde sería posible
alcanzar un contacto más directo con la divinidad (Alfayé, 2010:
179), al mismo tiempo que fomentaría la agregación de las distintas poblaciones que conforman el territorio político.
La ubicación del santuario en uno de los extremos del cerro
donde se asienta la ciudad ibérica y en lo que podríamos catalogar como una especie de acrópolis, implica que para llegar hasta
el mismo sea necesario recorrer todo el poblado a través de la
calle que transcurre por la cima del cerro, que actuaría a modo
de vía sacra. Este requisito para acceder al santuario se traduciría
en un control del mismo por parte de las elites residentes en la
capital del territorio, que de este modo podrían controlar incluso
el acceso, generando así una relación de vasallaje con respecto a
las elites del resto de oppida, que además tienen el privilegio de
albergar la morada de los dioses. Esta cercanía a las divinidades
otorgaría, sin duda, una especial relevancia a los habitantes de
la capital del territorio. La relación de subordinación también se
haría patente en la necesidad de trasladarse desde sus respectivos
asentamientos a la capital para participar en las prácticas rituales
llevadas a cabo en el espacio sacro.
Un proceso similar parece darse en la costa donde el santuario de La Malladeta estaría vinculado al oppidum ubicado
en el Barri Vell de Villajoyosa. El lugar de culto se ubica en un
cerro costero situado a 1,5 km del asentamiento, en un punto
claramente visible tanto desde la llanura circundante como desde el mar, por lo que pudo constituir un elemento importante en
la navegación marítima. En este caso nos encontramos con el
problema que supone el escaso conocimiento de la secuencia de
ocupación del oppidum por ubicarse bajo el casco antiguo de la
ciudad actual y sus características en el s. III a.C., aunque cabe
suponer que se trataría de un enclave fundamental si atendemos
a su importancia en la etapa tanto anterior como posterior (Espinosa, Ruiz y Marcos, 2005), por lo que pudo convertirse en la
capital de un proyecto político de tipo comarcal.
La misma vinculación con el poder político centralizado en
la ciudad que actúa como capital del territorio, la encontramos en
el caso de Coimbra del Barranco Ancho, cuyo santuario se ubica sobre un cerro al este del Cerro del Maestre, donde se ubica
el poblado y las necrópolis, y separado por un collado (García
Cano et al., 1991-1992; 1997). El poblado se ubica en las estribaciones septentrionales de la sierra de Santa Ana, concretamente
en un amplio rellano del primer tercio de la ladera norte y sudeste
del Cerro del Maestre. Este oppidum fortificado estaría ocupado
desde finales del s. V a.C. hasta inicios del s. II a.C., momento
en que es finalmente destruido (García Cano y Page, 2007), seguramente como consecuencia de la reestructuración territorial
que sucede a la conquista romana de esta área. La importancia
del asentamiento también se refleja en la existencia de tres necrópolis de cremación como son, la necrópolis del Barranco donde
se han documentado 10 tumbas datadas en el s. IV a.C.; la necrópolis de la Senda, compuesta por 47 enterramientos con una
cronología entre el 410 y el 330 a.C. y la necrópolis del Poblado,
donde se ha documentado un centenar de tumbas datadas en140
tre inicios del s. IV a.C. y el abandono del poblado a principios
del s. II a.C., siendo la necrópolis más importante del conjunto
en el s. III a.C. y donde se ubican algunas de las tumbas más
destacadas tanto por sus estructuras como por su ajuar (García
Cano et al., 2008). La importancia de esta necrópolis, sumada a
la presencia de un santuario y al tamaño del hábitat, convertirían
a este asentamiento en un importante centro político que pudo
actuar como capital de un territorio comarcal en el s. III a.C. en
el que se insertarían otros oppida secundarios como Coimbra de
la Buitrera o el Cerro del Castillo de Jumilla, así como diversas
aldeas en el llano, así como un enorme control visual del valle
ubicado al norte del asentamiento y de las vías que comunican
con el valle del Segura y el corredor de Almansa que enlazan con
la costa y la Meseta (García Cano et al. 2016). No obstante, sería
necesario un estudio más detallado para conocer mejor los procesos políticos que tienen lugar en este territorio del Altiplano de
Jumilla-Yecla en época ibérica.
Por otra parte, también resulta significativa la posible relación de estas prácticas rituales con ritos de iniciación, que serían
un factor determinante como requisito para el acceso al grupo
dominante. Este tipo de prácticas resultan especialmente importantes en sociedades de tipo heterárquico, como entendemos el
caso ibérico, donde el acceso a los grupos de poder no estaría
únicamente determinado por nacimiento, sino que debería ser
renovado y afianzado constantemente mediante la puesta en
práctica de diversas estrategias ideológicas, como hemos ido
viendo a lo largo de este trabajo. Estos rituales de iniciación
tendrían un carácter excluyente, generando una identidad compartida entre los miembros de la elite de los distintos oppida,
diferenciándose así del resto de la población. Esta función sería
asumida en estos momentos por la capital del territorio y no ya
por las cuevas-santuario ubicadas en la schatià.
La creación de una identidad étnica y los proyectos
geopolíticos comarcales
La última cuestión que abordaremos en este análisis del santuario de La Serreta en el s. III a.C. es la relación que pudo existir
entre este espacio sacro y la creación de una identidad étnica que
formase parte el conjunto de estrategias ideológicas desplegadas
para la legitimación del nuevo proyecto geopolítico. Para abordar
esta cuestión sería necesario explicitar previamente qué entendemos por identidad étnica, ya que se trata de un concepto bastante
complejo que se ha utilizado frecuentemente en arqueología con
connotaciones muy diversas.
A inicios del s. XX y en el seno del paradigma histórico
cultural, la etnicidad era definida atendiendo únicamente a la
cultura material, basándose en una correlación simplista entre
pueblo, lengua y cultura arqueológica y siendo sus principales
exponentes G. Kossinna y V. Gordon Childe. Desde este punto de vista esencialista, los grupos étnicos eran considerados
como entidades estáticas que podían ser claramente definidas
atendiendo a su esencia y distinguidos arqueológicamente por
su cultura material. Asimismo, se trataba de entidades cerradas
que podían ser estudiadas de forma aislada.
A partir de los años 1960 se irán introduciendo nuevas
concepciones en relación a esta cuestión procedentes de las
teorías antropológicas de corte socio-constructivista, donde
destacarían los trabajos de autores como Leach (1964), Moerman (1965) o Barth (1976). A partir de este momento se va a
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concebir la etnicidad como un constructo social subjetivo, fluido y situacional, además de introducir una perspectiva instrumentalista, afirmando que la afiliación a una identidad étnica
concreta puede estar motivada por razones de tipo económico
o político (Fernández Götz, 2009: 190).
Será a partir de los años 1990 cuando se produzca un auge en
la aplicación de este tipo de planteamientos al campo de los estudios arqueológicos, en el marco de las teorías postprocesualistas
y adaptando también aportaciones desde la llamada Teoría de la
Práctica (Bourdieu, 1977; Giddens, 1986). Cabría destacar en este
sentido la obra The Archaeology of Ethnicity de S. Jones (1997)
o Ethnic Identity in Greek Antiquity de J. Hall (1997). Resultan
especialmente interesantes las definiciones que S. Jones incluye
al inicio de la citada obra, donde define la identidad étnica como
“aquel aspecto de la auto-conceptualización personal que resulta de la identificación con un grupo más amplio por oposición a
otros sobre la base una diferenciación cultural percibida y/o una
descendencia común”. Por otra parte, un grupo étnico sería “cualquier grupo de personas que se considera a sí mismo diferenciado
de otros y/o es diferenciado por otros con los que interactúa o coexiste sobre la base de sus percepciones de diferenciación cultural
y/o descendencia común”. Y para finalizar con las definiciones,
que por otra parte creemos necesarias para clarificar un tema tan
complejo como éste, esta autora define la etnicidad como “todos
aquellos fenómenos sociales y psicológicos asociados con una
identidad de grupo culturalmente construida. El concepto de etnicidad se centra en las maneras por las que los procesos sociales y
culturales se cruzan unos con otros en la identificación de grupos
étnicos y la interacción entre ellos” (Jones, 1997: xiii).
Por tanto, no entenderíamos la etnicidad como un ente estático, sino más bien como una construcción o proceso histórico
cuyos fundamentos se basan principalmente en las propias prácticas sociales de los grupos humanos (Fernández Götz, 2009:
191; Ruiz Zapatero y Álvarez-Sanchís, 2002: 255). En este sentido y por su carácter situacional y fluido, la etnicidad sería solo
una más de las múltiples identidades a las que podría afiliarse
un individuo y que a su vez se superponen y cointegran, tales
como la familia, el género, clase social o territorio, que se activarían o fomentarían dependiendo del contexto histórico, en
lo que se ha definido como nested identities (Scopacasa, 2015;
2014; Hakenbeck, 2007; Díaz-Andreu, 1998).
Si entendemos estas construcciones identitarias como procesos basados en las propias prácticas sociales, sería lógico
pensar que puedan ser abordadas desde un punto de vista arqueológico, si bien con numerosas cautelas, ya que los distintos
grupos étnicos manifiestan su identidad, de forma consciente o
inconsciente, mediante elementos culturales muy diversos que
debemos interpretar (Fernández Götz, 2009: 191).
Como hemos ido viendo a lo largo de este trabajo existen
escenarios muy diversos donde la pertenencia a la comunidad
puede ser negociada, sancionada o disputada, incluyendo en
este caso los santuarios territoriales. El uso común y compartido de este tipo de espacios sacros se convertiría en un recurso esencial para la negociación de la identidad colectiva y la
pertenencia a una comunidad étnica politizada (Earle, 1997:
153), además de legitimar las relaciones jerárquicas mediante
la naturaleza ritual y política de las actividades que se llevarían a cabo en este tipo de espacios (Fernández Götz y Roymans, 2015: 30). Este tipo de recursos serían especialmente
útiles en el caso de comunidades políticas inmersas en un proceso de auto definición, manifestando su cohesión interna mediante rituales de integración (Scopacasa, 2015: 191), como
sería el caso del pagus de La Serreta en el s. III a.C., buscando
así la sanción ideológica del nuevo proyecto político.
Más allá de las consideraciones teóricas, que son muy importantes a la hora de clarificar algunos conceptos, debemos
aplicar dichos planteamientos a nuestro caso concreto de estudio. Dicho de otro modo ¿cómo se reflejan estas cuestiones
relacionadas con la identidad en el registro arqueológico y
más concretamente en el santuario de La Serreta? Debemos
atender no solo a los objetos en sí mismos sino también a
su relación con los agentes, basándonos en el análisis de las
prácticas que dan lugar a dichas construcciones identitarias.
Uno de los medios más efectivos para generar un sentimiento
identitario es el hecho de llevar a cabo un ritual de forma colectiva y bajo unas mismas pautas. En nuestro caso, la acción común
de depositar un mismo tipo de exvotos de arcilla, en un mismo
espacio sacro y en un momento determinado, se convertiría en un
medio para consolidar el habitus colectivo de los participantes,
generando una idea de pertenencia cívica, así como una identificación con el territorio, que se reforzaría también mediante el
acto de la peregrinación (García Cardiel, 2015b: 92).
Otro rasgo característico de este tipo de procesos de etnogénesis o de creación activa de una identidad colectiva es su
importancia en momentos de tensión o inestabilidad política,
ya que es en estas circunstancias cuando las comunidades son
más proclives a establecer unos límites claros entre el propio
grupo y los “otros”. Dicho planteamiento se condice bien con
la situación política en la que se encuentra inmerso el territorio de los valles de Alcoi en la segunda mitad del s. III a.C.,
con un proyecto político de corte centralizador presidido por
La Serreta que pudo generar un cierto clima de inestabilidad
en sus inicios y que requeriría de una legitimación ideológica
impulsada por las elites gobernantes.
Dentro de estas estrategias encaminadas a la creación de
una identidad colectiva, no solo incluiríamos los rituales llevados a cabo en el santuario, sino también otras manifestaciones como por ejemplo las decoraciones figuradas de estilo narrativo sobre soporte cerámico. La ideología del poder
también se materializa en forma de objetos que poseen la
capacidad de transmitir determinados mensajes o ideas entre
individuos o grupos, siendo especialmente eficientes en las
largas distancias. De igual forma, también pueden comunicar
una narrativa estandarizada a un grupo amplio de individuos
de forma simultánea (Demarrais, Castillo y Earle., 1996: 18).
A mediados el s. III a.C. surge un estilo que podríamos considerar como característico del territorio de La Serreta y que
encuentra sus mejores paralelos en las producciones edetanas,
también datadas en este momento (Aranegui et al., 1996; Aranegui, Mata y Pérez Ballester, 1997). Es destacable que a partir de este momento los relatos míticos pasan a plasmarse en
los grandes recipientes cerámicos en forma de escenas pintadas abandonándose otros soportes más costosos y ostentosos
como podía ser la escultura en los espacios funerarios, siendo
estos nuevos códigos simbólicos compartidos por las elites
de diversos territorios políticos generando una identidad común que las legitima. Este tipo de cerámicas serían usadas
y exhibidas en rituales o eventos comunitarios transmitiendo
141
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de este modo una serie de mensajes relacionados con la naturaleza diferenciada de los miembros de la elite mostrando las
actividades propias de su rango como la caza, la guerra, los
rituales de iniciación, el trabajo textil o la plasmación de los
mitos relacionados con el héroe fundador del linaje dominante. No obstante, esta es una cuestión que requeriría un estudio
mucho más detallado que no abordaremos aquí.
No debemos olvidar tampoco la importancia que la construcción de la identidad de género tendría en el marco del
santuario, donde las mujeres están presentes y además con un
papel protagonista en uno de los espacios públicos más importantes del territorio, donde se está construyendo una identidad
colectiva que legitime el nuevo proyecto geopolítico presidido
por esta ciudad y donde se están negociando las relaciones de
poder. En un momento y un espacio en que se priman las estrategias ideológicas cooperativas frente a las competitivas de la
fase anterior donde tenían un mayor protagonismo elementos
como las armas, ausentes en el santuario, las prácticas rituales
se expresan, en muchos casos, en femenino.
Hasta el momento hemos atendido únicamente a causas
endógenas para explicar este proceso, es decir, a las propias
transformaciones originadas en el seno de las comunidades
locales. No obstante, podríamos considerar también los factores externos, tal y como propone, en nuestra opinión de forma
muy bien argumentada, J. García Cardiel (2014a). Este autor
incide en la posible influencia que pudo tener en el desarrollo del santuario la situación política y militar derivada de la
presencia púnica en las costas contestanas, concretamente en
el Tossal de Manises (Olcina, Guilabert y Tendero, 2010) y
sus posibles vínculos con La Serreta (Olcina et al., 1998: 4142). En este contexto de gran inestabilidad, se haría necesaria
la legitimación ideológica de estos vínculos políticos entre
las elites dirigentes de La Serreta y el Tossal de Manises, lo
que por otra parte fortalecería el poder de los gobernantes
iberos, favoreciendo al mismo tiempo el desarrollo de su proyecto geopolítico comarcal. Dicha estrategia se manifestaría
a través de las prácticas rituales desarrolladas en un espacio
especialmente propicio para la manipulación ideológica como
es el santuario, con un ritual formalmente ibérico como es la
deposición de exvotos, pero revestido de un lenguaje iconográfico punicizante (García Cardiel, 2014a: 87).
Es indudable que existe una influencia púnica en el lenguaje
iconográfico de una parte de la coroplástica ibérica, que no solo
se hace patente en los exvotos del santuario de La Serreta, sino
que también se atestigua en otros casos como el de las cabezas
de culto edetanas o las del santuario de Coimbra del Barranco
Ancho. De igual modo, tampoco descartamos que la compleja situación política derivada de la II Guerra Púnica pudiese tener una
cierta influencia en las estrategias ideológicas de las elites ibéricas a finales del s. III a.C. No obstante, nos inclinamos más por
analizar este proceso de construcción de un territorio político de
carácter supralocal y las consecuentes estrategias de creación de
una identidad colectiva atendiendo a causas endógenas, es decir,
como consecuencia de la evolución de las propias comunidades
locales. De hecho, este tipo de procesos se constata de forma clara
para otros territorios ibéricos y en fechas incluso anteriores, como
puede ser el caso del pagus de Cástulo, cuya configuración se inicia a mediados del s. IV a.C., consolidándose en el III a.C. (Ruiz
et al., 2001; Ruiz y Molinos, 2007: 20). También encontramos
142
otros ejemplos bien conocidos, en la franja central mediterránea,
de configuración de estructuras territoriales presididas por un núcleo urbano ya en el s. IV a.C. como es el caso de los territorios
de Kelin y Edeta (Mata et al., 2001; Bonet, 1995).
5.3. LOS SANTUARIOS EN TIEMPOS
DE LA IMPLANTACIÓN ROMANA (SS. II-I A.C.)
La conquista romana supone toda una serie de cambios profundos que conllevará una reorganización de la estructura territorial en el paisaje del área central de la Contestania. Los
cambios más drásticos de nuestra área de estudio se hacen
patentes en el territorio de La Serreta, cuya capital será abandonada en estos momentos, lo que se desprende de las fases de
destrucción y abandono constatadas arqueológicamente, como
resultado de la II Guerra Púnica a finales del s. III a.C. o de
sus consecuencias inmediatas a inicios del II a.C. (Grau Mira,
2002; Olcina et al., 1998). Con la destrucción y abandono del
núcleo que hasta este momento constituía el centro rector del
territorio político, el nuevo poder romano se aseguraba la eliminación de la unidad geopolítica comarcal que había comenzado a gestarse en el siglo precedente y que había caracterizado el sistema de poblamiento. Sin embargo, el resto de oppida
secundarios no correrán la misma suerte, perviviendo en esta
nueva fase y manteniendo el control de sus respectivos valles,
al igual que sucede con la mayoría de los asentamientos rurales, con lo que podríamos hablar de una cierta continuidad de
las redes de poblamiento precedentes. No obstante, no debemos olvidar los abandonos y destrucciones que se producen en
estos momentos en otras áreas contestanas, como el del oppidum de Coimbra del Barranco Ancho o los centros costeros de
La Escuera y Tossal de Manises, muy vinculados a la presencia bárquida en el sudeste peninsular y por tanto, es donde las
consecuencias derivadas de la conquista serán más visibles.
En el caso de la Vega Baja del Segura, uno de los espacios
más densamente poblados de la Contestania en momentos anteriores se asiste en estas fechas a un relativo despoblamiento,
mientras que en el territorio de l’Alacantí, parece mantenerse
la densidad con el surgimiento de nuevos asentamientos costeros, seguramente como consecuencia del desplazamiento de la
población tras el abandono del Tossal de Manises (Moratalla,
2004: 881-884).
En el territorio de Allon, donde recordemos se ubica el santuario de La Malladeta, los efectos de la conquista romana no
resultan tan evidentes como en los valles de Alcoi, lo que se
debe, en parte, a la imposibilidad de establecer una secuencia de
ocupación detallada de la ciudad ibérica por las características
de su registro arqueológico, derivadas de su ubicación bajo el
casco urbano de la actual Villajoyosa. No obstante, existen numerosos indicios que reflejan la continuidad y desarrollo de este
núcleo de población durante los ss. II y I a.C. (Ruiz y Marcos,
2011) así como una intensa actividad en el santuario comarcal
de La Malladeta (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014) como
iremos viendo a lo largo de este apartado, además de indicios de
un crecimiento demográfico notable en todo el territorio de la
Marina Baixa (Moratalla, 2004: 884).
Finalmente, otro territorio sumamente interesante para el
estudio de los paisajes sacros en estos tiempos de cambio es
el de la ciudad de Saitabi, que no habíamos incluido en nues-
[page-n-156]
tro trabajo hasta ahora. También en esta zona septentrional de
la Contestania habíamos asistido a una reestructuración del
poblamiento desde finales del s. IV a.C., cuando el núcleo de
Saitabi se convertiría en el nuevo centro rector del territorio
compuesto por La Costera y el Valle del Canyoles y cuyo eje
vertebrador sería la Via Heraclea (Pérez Ballester, 2014). Con
la conquista romana, Saitabi pasa a ser una civitas stipendiaria
desde inicios del s. II a.C., seguramente por la aplicación de la
fórmula conocida en las fuentes como deditio, lo que supondría una rendición incondicional de la ciudad garantizando así
su pervivencia (Pérez Ballester, 2014: 62). Es en su territorio
donde se ubica el santuario de La Carraposa, que también será
objeto de nuestro estudio más adelante.
Este nuevo modelo característico de los primeros pasos de
la implantación romana en nuestra área de estudio se basará en
el control efectivo de estos territorios a través de la continuidad
de una red jerarquizada de oppida ibéricos que a su vez dependerían del poder romano (Grau, 2016a).
5.3.1. Los procesos De trAnsformAcIón
De Los espAcIos De cuLto
Las investigaciones llevadas a cabo en los santuarios de La
Encarnación y La Luz permitieron el reconocimiento y presentación de un interesante modelo de monumentalización de los
santuarios ibéricos del sudeste coincidiendo con la implantación romana en la zona (Ramallo, 1993; Ramallo, Noguera y
Brotons, 1998). La investigación detallada de otro santuario del
entorno murciano-albaceteño, como el Cerro de los Santos, que
venía a sumarse a los ejemplos citados, sirvió de base para la
identificación de un proceso de adopción de modelos de templos
centro-itálicos en los lugares de culto ibéricos. Este interesante
fenómeno, que permitía comprender los procesos de adopción de
modelos romanos y la transformación de los lugares de culto, ha
tenido, a nuestro parecer, un efecto historiográfico de homogeneización de todos los procesos de transformación que estaban
teniendo lugar en otros territorios y en fechas relativamente cercanas. Esta problemática ha dado lugar a que espacios de culto de
naturaleza muy diversa hayan tratado de encajarse en esta misma
dinámica de monumentalización de época tardorrepublicana, lo
que ha oscurecido otras realidades y manifestaciones que enriquecerían la visión de un proceso mucho más complejo. En las
siguientes líneas vamos a proceder a la revisión de este modelo
para tratar de presentar algunos elementos que consideramos interesante aportar al debate. Para ello analizaremos diversos casos
de estudio con el objeto de intentar establecer un modelo más
matizado, que tenga en cuenta las peculiaridades de cada uno de
los territorios. Por tanto, creemos que el término “monumentalización” cabría restringirlo únicamente a los procesos que tienen
lugar en el área murciano-albaceteña, donde sí se observa una
adopción de modelos centro-itálicos, mientras que en el resto de
zonas estudiadas hablaremos simplemente de procesos de transformación (fig. 5.16).
La Serreta (Alcoi-Cocentaina-Penàguila, Alicante)
Volvemos de nuevo a uno de los espacios sacros que más información nos aporta, pero al mismo tiempo uno de los más
confusos por las características del registro arqueológico, a
lo que se une que la recogida de los materiales relacionados
con este santuario se llevó a cabo hace casi una centuria. En
el capítulo anterior hemos tratado de identificar el lugar donde C. Visedo recogió la colección de exvotos, concluyendo
que se trataría de una estrecha meseta en la cumbre del cerro
donde se ubicaría un espacio de culto al aire libre, en consonancia con lo que sucedería en otros santuarios contestanos
en el s. III a.C.
Posteriormente, y tras el abandono de la ciudad a finales
del s. III, este espacio sacro continuará siendo frecuentado, con
mayor o menor intensidad dependiendo del periodo, hasta un
momento tan tardío como el s. IV d.C. No obstante, es necesario
preguntarnos cuáles serían las características de este santuario
en época romana y si podemos relacionarlo con los procesos de
monumentalización de los espacios ibéricos del sudeste o si por
el contrario respondería a una dinámica distinta.
En nuestra opinión, se podrían diferenciar dos áreas distintas que se corresponderían con sendos espacios de culto y
que podríamos datar en época romana, aunque seguramente
no tendrían una relación sincrónica. El primero de ellos podría ubicarse en el mismo recinto ubicado en el rellano de la
cumbre donde se documentan los exvotos del s. III a.C. (fig.
5.17). Es en este lugar donde Visedo recogió diversos objetos
votivos, como los fragmentos de pebeteros de tipo Guardamar, cuya cronología podría situarse en los ss. II-I a.C. y que
nos hacen pensar en una continuidad en la actividad ritual, a
diferencia de otros trabajos que proponen un lapso de abandono entre el s. III a.C. y época Altoimperial (Olcina, 2005).
No obstante, argumentaremos más detalladamente estas
cuestiones relacionadas con los exvotos y la cronología en
el apartado correspondiente. Resulta interesante destacar que
Visedo cita la existencia en este mismo lugar de gran cantidad de piedras trabajadas y tejas, aunque todo muy revuelto
y sin orden alguno (Visedo, 1922b). Dichos materiales constructivos deben relacionarse con algún tipo de construcción
en el lugar, ya que no tendría demasiado sentido el acarreo
intencionado de este tipo de elementos hasta esta parte más
elevada y aislada del cerro. Además, los materiales constructivos se entrelazan con los objetos votivos, lo que permite
suponer la conexión entre estructura sacra y depósito ritual
de un modo muy similar a lo que veíamos para los demás
santuarios del mundo ibérico, donde este contacto directo de
las edificaciones romanas con los materiales sacros más antiguos parece recurrente.
Por otra parte, en el denominado Sector A de La Serreta encontramos un interesante edificio compuesto por las estancias
A1-A4 que E. Llobregat identifica como un santuario con un
diseño de influencia semita del tipo ulam-kekal-debir (Llobregat et al., 1992: 69) o en todo caso romana, con una distribución
interna en atrio (A-3), cella (A-2) y opistódomo (A-1), cuyo
suelo, según este autor se encuentra a mayor altura que el de las
otras dos estancias (fig. 5.18). También habla de la existencia
de una gran cantidad de tegulae e imbrices documentados en un
sondeo realizado en 1988.
La datación de este gran edificio resulta muy compleja,
ya que los materiales documentados hasta el momento no son
especialmente precisos a la hora de fijar una cronología y
también es necesario señalar que no se ha llevado a cabo una
excavación arqueológica de la estructura en toda su extensión, tan solo un sondeo en su extremo occidental por parte
143
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Fig. 5.16. Localización de
los espacios de culto revisados. La estrella señala
La Serreta.
1. Torreparedones
2. Las Atalayuelas
3. La Encarnación
4. La Luz
5. El Cerro de los Santos
6. La Malladeta
7. La Carraposa
8. El Canari
Figura 5.17. Ubicación de
los espacios sacros en La
Serreta (Grau, Amorós y
Segura, 2017: fig. 7.6).
del Museo Arqueológico de Alcoi y el Museo Provincial de
Alicante en 2004.2 Lo que está claro, es que la aparición de
fragmentos de tejas en los estratos de preparación del pavimento de la estancia más occidental, nos llevaría a una cronología claramente romana.
2
Queremos agradecer al Museu Arqueològic Municipal “Camil Visedo” de Alcoi el acceso a la información contenida en la memoria
preliminar, que hasta el momento se encuentra inédita.
144
El edificio se encuentra en un pequeño rellano cercano a la
cumbre del cerro, en un área que constituye el límite occidental
del hábitat del poblado y que en la topografía publicada del
yacimiento se conoce como Sector A (Llobregat et al., 1992).
En esta área son visibles, aunque en un estado de conservación bastante precario, toda una serie de estructuras que detallaremos a continuación. Nos encontramos ante un edificio
de planta cuadrangular del que se conserva un muro transversal en sentido O-E con una longitud conservada de 17,95 m y
que constituye el cierre septentrional del mismo. Se trata de
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Fig. 5.18. Planta y metrología del edificio romano de La Serreta.
un muro con aparejo muy cuidado, compuesto por sillarejos
de mediano y pequeño tamaño trabados con barro y presenta una anchura de 52-53 cm, dimensiones muy interesantes ya
que coinciden exactamente con el tradicional codo real egipcio,
unidad típicamente semita que se documenta con frecuencia
en la arquitectura fenicio-púnica en África, Sicilia, Cerdeña o
en los principales centros púnicos de Iberia como las murallas
de Cartago Nova, Carteia o Castillo de Doña Blanca (Prados,
2003: 196). Dicha unidad de medida oscilaría entre los 50 y los
55 cm, predominando el de 52 cm, y disponiéndose frecuente-
mente en grupos de tres codos o múltiplos de tres. Este tipo de
codo también es utilizado en varios edificios destacados ibéricos cercanos a nuestra área de estudio y datados en época plena,
como el Templo A de la Illeta dels Banyets, el edificio A de las
Tres Hermanas (Prados, 2010: 68) o en la torre y la casa 200 de
El Puig d’Alcoi (Grau y Segura, 2013: 63 y 105). No obstante,
la distancia cronológica entre los ejemplos citados y el edificio
de La Serreta es muy dilatada, por lo que sería más adecuado
relacionar este último con lo que se conoce como codo helenístico, un patrón cercano a los 50 cm utilizado en la arquitectura
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helenística y romana republicana de las provincias occidentales
(Jodin, 1975). Encontramos dicho patrón en diversos edificios
de época republicana del este de Hispania, como en el sacellum
de Osca y otros edificios del Valle del Ebro, en La Vispesa y
Gabarda (Asensio, 2003: 96-97), en las reestructuraciones urbanísticas de finales del s. II a.C. en la Neápolis de Emporion
(Sanmartí, Castanyer y Tremoleda., 1990) o en el foro de Valentia (Escrivá y Ribera, 1993: 580). Uno de los ejemplos más
tardíos y mejor conocidos es el del citado sacellum in antis del
Círculo Católico de Huesca cuya cronología se fija en el tercer
cuarto del s. I a.C., concretamente en época cesariana (Asensio,
2003). En un contexto mucho más cercano a La Serreta como
es el espacio sacro de El Canari, se documenta la utilización de
este tipo de módulo en la anchura de los muros, aunque en este
caso con una cronología algo más temprana, concretamente de
la segunda mitad del s. II a.C. (Pascual y Jardón, 2014: 131 y
141) aunque sus investigadores identificaron diversas reformas
que tuvieron lugar en torno al cambio de era.
El cierre occidental lo identificamos por un recorte de la
roca natural del cerro, sobre el que se asienta un zócalo de
mampostería que constituiría la base del muro, hoy completamente desaparecido. Por su parte, el muro de cierre septentrional se conserva solo en algún tramo, ya que la erosión afectaría
especialmente a esta zona al encontrarse junto a una fuerte
pendiente. Tampoco se conservan restos del límite oriental de
la edificación, lo que nos impide conocer la longitud exacta
del edificio, aunque no podría ser mucho más de la longitud
conservada del muro norte, por la presencia de un resalte de
roca natural en las inmediaciones. Lo que sí podemos conocer
es la anchura del edificio, concretamente 6,05 m.
La estructura interna se articula mediante la presencia de
tres muros transversales de menor grosor, entre los 36 y los 39
cm, que dan lugar a tres estancias bien diferenciadas y posiblemente una cuarta. Esta última resulta difícil de identificar por
la inexistencia del muro de cierre del extremo oriental, por lo
que podría tratarse también de una prolongación de los muros
longitudinales en forma de antas. Parece existir una cierta lógica
metrológica en las proporciones del edificio, ya que la longitud
de 17,95 m (33 codos) supone el triple de la anchura de 6,05 m
(11 codos). Por su parte, la longitud de la primera y la tercera
estancia es de 3,20 m (6 codos), lo que supone la mitad de la
longitud de la estancia central de 6,45 m (12 codos). Seguramente, la techumbre sería tejada, como atestigua la presencia de
tegulae e imbrices en las dos intervenciones que se han llevado
a cabo en este espacio, la de 1988 y la de 2004.
Para la construcción de esta gran edificación se lleva a cabo
una importante obra de aterrazamiento en la ladera septentrional
del cerro. En paralelo al muro de cierre norte y en perpendicular al
sentido de la pendiente, se construye una terraza compuesta por un
muro de piedras de diversos tamaños y sin trabajar, con una cara
bien marcada en su lado norte y relleno de piedras y tierra, cuya
función sería la de contener el muro del edificio y la propia ladera.
Este aterrazamiento se completa con otra plataforma ubicada a una
cota más baja que la anterior, con características muy similares y
que actuaría como refuerzo. Tanto el muro del edificio como las
dos terrazas se construirían seguramente en el mismo momento y
su función no sería solo de carácter estructural, sino que también
otorgaría mayor visibilización al conjunto sacro, especialmente hacia los valles de Alcoi, donde cabría ubicar su territorio de gracia.
146
Como ya hemos señalado, resulta difícil establecer una cronología precisa para este espacio, ya que no se ha excavado completamente y los materiales documentados no resultan excesivamente elocuentes. En el caso del sondeo de 2004 que se llevó a
cabo en la estancia más occidental no se documentó el nivel de
uso, sino los estratos de nivelación compuestos por rellenos con
materiales de distintas épocas que podrían provenir de otras zonas del poblado. No obstante, sí que resulta interesante la presencia de tejas en estos estratos, lo que adscribiría su construcción
al menos a época romana. Lo mismo sucede con los materiales
documentados en los rellenos que formaban parte de las terrazas.
Es posible que su construcción se relacione con las importantes
remodelaciones de espacios sacros que tienen lugar en tiempos
de Augusto, cronología que se aproximaría a los ejemplos más
tardíos de uso del codo helenístico como el caso del sacellum de
Osca, que también documentábamos en otros santuarios ibéricos, cuestión en la que profundizaremos más adelante.
La Malladeta (Villajoyosa, Alicante)
También en el ámbito de nuestra área de estudio se encuentra el importante santuario de La Malladeta, del que ya hemos hablado sucintamente en páginas anteriores pero que presentaremos ahora con
mayor detalle, ya que es en estos momentos cuando parece adquirir
una mayor importancia (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014).
Este santuario se ubica en un promontorio costero cercano al actual
núcleo urbano de Villajoyosa, rodeado por amplios terrenos alomados, lo que lo convierte en un hito geográfico visible desde cualquier punto de la llanura costera circundante. Además, se encuentra
junto a una importante vía de comunicación que conectaría lo que
hoy conocemos como las comarcas de la Marina Baixa y l’Alacantí
y muy vinculado al oppidum ibérico emplazado seguramente en el
promontorio que constituye el actual Barri Vell de Villajoyosa, a
tan solo 1,5 km de distancia (Espinosa, Ruiz y Marcos, 2005).
Este santuario ha sido objeto de estudio por parte de un proyecto conjunto hispano-francés, lo que ha permitido conocer en
detalle la estratigrafía del conjunto, aportando una valiosa información para la comprensión de los procesos de transformación
de los espacios sacros ibéricos en tiempos de la implantación
romana (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 49-85). Previamente a dichos procesos se identifica una primera fase ibérica
en el Tossal de La Malladeta que sus investigadores datan entre
el 375 y el 100 a.C., en la que no se han podido identificar restos
constructivos, sino que se ha podido documentar por la presencia de restos cerámicos en los distintos sectores. También corresponderían a esta fase algunos de los fragmentos de terracota,
por lo que podríamos estar ante un lugar de culto al aire libre de
características muy similares a los documentados en el resto del
mundo ibérico para estas cronologías.
La segunda fase ibérica se dataría entre el 100 y el 25 a.C.
y es a la que correspondería la práctica totalidad de las estructuras documentadas en las laderas este, sur y oeste del promontorio (fig. 5.19: 3). Dichas construcciones se distribuyen
en dos bandas (Sector 1 y Sector 2) a las que cabría añadir una
posible tercera banda central en la parte superior. Se trata de
una serie de departamentos en batería con un tamaño que oscila entre los 7 y los 14 m2, pudiendo agruparse algunos de ellos
en unidades integradas por dos o tres estancias. La circulación
se articularía mediante la presencia de estrechas vías a modo
de calles. Los repertorios presentes en dichas estancias no per-
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miten interpretarlas como espacios de hábitat, dada la ausencia de infraestructuras de tipo doméstico como por ejemplo
hogares, mientras que elementos como la cerámica de cocina
o restos de fauna son también muy escasos. Por otra parte, la
presencia de otros objetos como los pebeteros con forma de
cabeza femenina han llevado a sus investigadores a interpretar
el conjunto como un espacio con connotaciones sacras, posiblemente estancias para dar cobijo y servicio a los visitantes
del santuario. Tanto en el sector 1 como en el 2 se ha datado
la fase de construcción en la transición entre los ss. II y I a.C.,
manteniéndose en uso hasta aproximadamente el 25 a.C., momento en el que se produciría su destrucción y abandono.
Resultan también muy interesantes las evidencias documentadas en el Sector 5, ubicado en la parte superior del cerro. Concretamente en el espacio 3, se documenta un estrato de tierra
cenicienta sobre la roca natural que contenía 5 fragmentos de
terracota pertenecientes a pebeteros y que se data en la segunda
fase ibérica, es decir, en los tres primeros cuartos del s. I a.C.
Este paquete ha sido relacionado con posibles prácticas rituales
que incluirían la realización de fuegos (Rouillard, Espinosa y
Moratalla, 2014: 85). En relación con este estrato y perteneciente a la misma fase, se documenta un muro, aunque resulta
imposible proponer una restitución de las estructuras correspondientes a este momento de uso en el sector.
En el último cuarto del s. I a.C. se producirían importantes
reformas en el santuario, con la destrucción y abandono de estas
estructuras ubicadas en las laderas y el inicio de la última fase,
la romana altoimperial, datada entre el 25 a.C. y el 75 d.C. circunscrita al Sector 5 y posiblemente al 4, y por tanto a la parte
superior del cerro. Las estructuras conservadas correspondientes a esta fase se limitan a tres muros que delimitan un espacio
de planta cuadrangular en el conocido como sector 5.
La Carraposa (Xàtiva, Valencia)
El santuario de La Carraposa (Pérez Ballester y Borredà, 2004;
Pérez Ballester, 2008) se ubica en un cerro amesetado, cerca
de cuya cima y en el punto donde se inicia la ladera meridional
orientada hacia el valle, se documentó una concentración de cerámicas ibéricas y diversos fragmentos de figuras de terracota.
Estos materiales se hallaron dispersos en una extensión de unos
40 x 40 m, con una densidad significativa en un área de 250 m2
(fig. 5.19: 4). A unos 150 m hacia el oeste se encontró otra pequeña concentración, en este caso de unos 25 m2. A excepción de
estos dos puntos, no se han localizado más materiales en el resto
del cerro. Cabe la posibilidad de que este conjunto sea fruto del
desplazamiento de los materiales desde la zona plana superior del
promontorio o bien se trataría de un edificio con muros de adobe
que no se han conservado y que contendrían el material votivo,
dada la alta densidad de objetos en un área muy concreta. Este
conjunto tendría una cronología entre los ss. II y el último cuarto
del s. I a.C., datación aportada por la presencia de ánforas grecoitálicas e itálicas del tipo Dressel 1.
El Canari (Montesa, Valencia)
Junto a estos tres últimos santuarios comunitarios de clara tradición ibérica del centro de la Contestania que hemos analizado,
sería interesante incluir también otro tipo de espacio sacro, cuyas características en este caso, cabría relacionar con una tradición itálica y que nos sirve para ilustrar la complejidad de los
procesos que nos ocupan. Se trata del recientemente estudiado
conjunto de El Canari en Montesa (Valencia) (Pascual y Jardón,
2014), ubicado en el valle medio-bajo del río Cànyoles.
El conjunto estaría compuesto por varios espacios bien diferenciados. Por una parte, encontramos un edificio de planta
rectangular con unas dimensiones de 5,90 m por 4,45m ubicado en la zona noreste del sector excavado. Se trata de muros de
mampostería en seco que, a juzgar por los estratos documentados,
funcionarían como zócalo de un alzado compuesto por adobes.
En cuanto a su estructura interna, se encuentra dividido en dos
espacios, con un posible hogar en la estancia situada más al norte.
La metrología utilizada por los constructores de dicho edificio es
claramente romana, concretamente de 20 por 15 pies romanos de
0,296 m, aunque resulta muy interesante la anchura de los muros,
entre 50 y 52 cm, que coincidiría con el llamado codo helenístico
que hemos tratado anteriormente (fig. 5.19: 5).
Por otra parte, al suroeste del sector, se documentó otra
estructura formada por dos muros paralelos con una anchura
de 52 cm a los que se adosa otra construcción de planta rectangular con unas dimensiones de 3,50 por 2 m, siendo las
características constructivas idénticas a las documentadas para
el edificio anterior. Esta última construcción está formada por
un pequeño suelo empedrado, limitado por dos alineaciones
de piedras que forman parte de una única estructura. Todo este
conjunto del sector suroeste conformaría un espacio de planta cuadrangular a cielo abierto, donde aparece una pequeña
estructura de forma ovalada delimitada por piedras, al que se
accedería por una rampa identificada por un pequeño muro de
contención situada hacia el oeste. Junto a estos dos sectores se
documentan dos grandes fosas donde se documentó una gran
cantidad de elementos cerámicos, útiles de bronce, cuchillos y
otras piezas de hierro y algunos restos de fauna.
Tras el estudio del registro arqueológico, sus investigadores proponen dos momentos cronológicos, uno que correspondería al periodo comprendido entre la segunda mitad del
s. II a.C., cuando se construyeron estas estructuras de nueva
planta, y el cambio de era, y una segunda fase que abarcaría
hasta mediados del s. I d.C. Los materiales documentados
presentan una combinación entre elementos locales como la
cerámica ibérica tardía y la cerámica romana, interpretándose el conjunto como un posible espacio sacro, basándose en
el pequeño tamaño del edificio del área noreste, la escasez de
residuos orgánicos, la acumulación de cerámicas comunes en
las fosas, la aparición de varias piezas completas, así como
la construcción singular del sector sudoeste que podría interpretarse como un pequeño altar. Sería, por tanto, un espacio
de culto rural a cielo abierto o sacellum, relacionado con la
presencia de colonos de origen itálico en la zona (Pascual y
Jardón, 2014: 143).
Otros santuarios del sudeste peninsular
Continuaremos nuestro recorrido por los santuarios del sudeste
peninsular que sirvieron como base para el modelo propuesto
por S. Ramallo y colegas (Ramallo, 1993; Ramallo, Noguera y
Brotons, 1998) y que de alguna forma se convirtió en el paradigma para la interpretación de estas dinámicas de transformación
de los espacios de culto ibéricos en su etapa final, así como algunos ejemplos procedentes de la Alta Andalucía, con el objetivo de comprender mejor este complejo proceso.
147
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Fig. 5.19. 1. Torreparedones (Morena,
2010), 2. La Serreta (Grau, Amorós y
Segura, 2017), 3. La Malladeta
(Rouillard, Espinosa y Moratalla,
2014), 4. La Carraposa (Pérez
Ballester y Borredá, 2004),
5. El Canari (Pascual y Jardón, 2014).
El santuario de la Encarnación (Caravaca de la Cruz, Murcia)
Como ya hemos señalado anteriormente, en el Cerro de la Ermita de la Encarnación se constatan algunas evidencias de prácticas rituales con anterioridad a la fase de monumentalización,
concretamente la deposición de diversos objetos votivos datados en los ss. IV y III a.C. y posiblemente relacionados con
un espacio de culto al aire libre o con estructuras de carácter
perecedero (Ramallo y Brotons, 1997: 261; 2014). Tras esta
primera ocupación ritual se producirá una profunda transformación del espacio sacro a partir del s. II a.C. que incluye varios
episodios constructivos y que se extenderá a lo largo de dos
centurias (Brotons y Ramallo, 2017) (fig. 5.20: 1). Cabría situar
un primer conjunto de reformas en el santuario ibérico con la
construcción del Templo A en la primera mitad del s. II a.C.,
seguida de la construcción del Templo B, seguramente en el
tránsito del s. II al I a.C. y que sería objeto de una importante reforma posterior, probablemente en época augustea. Finalmente,
se ha documentado una interesante práctica ritual, que se data en
148
época altoimperial, bajo el pronaos del Templo B y que consiste
en un depósito de carácter sacro compuesto por un conjunto de
fragmentos escultóricos ibéricos de tipo antropomorfo que se
ha interpretado como un rito de expiación (Ramallo y Brotons,
2014: 33-37).
El conocido como Templo A supone la primera acción
constructiva de envergadura en el santuario y se data, por su
tipología y contexto arqueológico, en la primera mitad del
s. II a.C. (Ramallo y Brotons, 1997: 50-52). Se trata de un
pequeño edificio con una orientación noreste-suroeste y unas
dimensiones totales de 9,48 x 5.10 metros (32 x 17 pies romanos de 0,295 m) compuesto por una cella de 6 m (20 pies) y
un pronaos de 3,48 m (12 pies), todo ello deducido de los recortes y fosas de cimentación labrados en la roca, ya que apenas se conserva una hilada de grandes sillares rectangulares
con una longitud entre 1,16 y 1,22 m y una anchura de entre
0,50 y 0,60 m. La comunicación entre la cella y el pronaos
se establece mediante una puerta con un umbral de 1,70 m de
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Fig. 5.20. 1. La Encarnación
(Ramallo y Brotons, 2014),
2. La Luz (Tortosa y Comino,
2013), 3. Cerro de los Santos
(Brotons y Ramallo, 2017).
anchura. Existen diversas propuestas en cuanto a la tipología
de la planta conservada, pudiendo tratarse de un templo in
antis, bien con dos columnas entre las antas o con fachada tetrástila; o también se puede interpretar como un templo próstilo tetrástilo. Otros elementos característicos de este templo,
serían el pavimento de opus signinum, la ausencia de podium,
la presencia de terracotas arquitectónicas y la cubierta compuesta por grandes tejas, cuyos paralelos más evidentes se
documentan en el ámbito centro-itálico.
El Templo B presenta unas dimensiones mucho mayores
que el anterior y un aspecto mucho más monumental, al menos
en su fase final (Ramallo y Brotons, 1997: 52-65; Ramallo,
Noguera y Brotons, 1998). A finales del s. II o inicios del I
a.C. se construye una primera plataforma enlosada en la parte
más alta del cerro sobre la que se asentará el templo. En esta
primera fase, el edificio se configura como un templo in antis
de planta itálica con semicolumnas adosadas a la cara interna
de las antae y dos columnas centrales. El alzado de este pri-
mer edificio iría rematado seguramente por un entablamento
de madera y una cubierta de tejas rematada por antefijas, con
claros paralelos en los templos etrusco-itálicos de época republicana como Pyrgi, Lanuvium, Ardea, Civita Castellana, Cosa
(Ramallo, Noguera y Brotons, 1998).
Más adelante se llevará a cabo una profunda transformación del edificio, adoptando un aspecto mucho más monumental, con la construcción de una segunda plataforma enlosada
que rodea el templo anterior por tres de sus lados, con unas
dimensiones de 27,25 m de longitud y 17,25 m de ancho y
la construcción de una fachada octástila. La datación de esta
reforma no es del todo precisa, aunque seguramente se corresponda con época augustea, cuando se lleva a cabo una intensa
política de remodelación de templos. La perístasis por tanto estaría formada por ocho columnas en la fachada y diez de lado,
de orden jónico y que da lugar a un espacio de 4,65 m con respecto a los muros de la cella. Ésta presenta unas dimensiones
de 6,10 m de ancho por 10, 90 m de longitud, construida con
149
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sillares perfectamente escuadrados cuya longitud oscila entre
los 0,94 y 1,18 m, una anchura de 0,45 m y un grosor de 0,60
m que determina el ancho del muro. La cella está precedida
por un pronaos de 7,35 m y ambas estancias estarían separadas
por una puerta. Los paralelos de este modelo arquitectónico de
templos octástilos con diez columnas en los lados largos, se
documentan en Italia central desde época tardo-republicana.
Con posterioridad a esta profunda remodelación que, como
hemos señalado, se produciría en época altoimperial, se ha
documentado la presencia de un depósito secundario que contenía principalmente esculturas ibéricas fragmentadas que se
amortizan en un momento muy posterior al de su elaboración.
La fosa se ubica en el pronaos del Templo B y se oblitera siguiendo unas pautas rituales que implican su señalización mediante una losa de piedra y un sello de mortero sensiblemente
distinto al resto del pavimento que permitiría dejar constancia
de la práctica ritual (Ramallo y Brotons, 2014: 33-37). Una de
las últimas evidencias de uso en el santuario de La Encarnación data del s. II d.C. y se trata de una mención epigráfica que
alude a un L. Emilio Rectus que posiblemente tiene relación
con alguna restauración del templo (Ramallo, 1991: 63).
metro de profundidad y que se ha interpretado como una favissa
(Lillo, 1995-1996: 96-98; Robles y Navarro, 2008: 94). También
es muy posible que la terraza donde se ubican tanto el templo
como dicha estructura se encontrase pavimentada con opus signinum. Esta terraza estaría delimitada por un muro con un grosor
de 0,74 m y 15,55 m de longitud, mientras que en la zona noreste
encontramos otra estructura, quedando entre ambas el acceso a
la plataforma superior. La terraza inferior, con unas dimensiones
de 17,38 por 3 m es contenida por un muro de mampostería de
0,30 m de anchura y en el que se disponen varios bastiones que
tendrían la función de contrafuertes. Finalmente, se ha constatado que la roca natural habría sido recortada en determinados
puntos del cerro, lo que podría estar en relación con las rampas
de acceso que llevarían hasta la terraza superior donde se ubica
el templo (Tortosa y Comino, 2013: 128).
A diferencia de los otros lugares de culto del Sudeste, que
presentan una frecuentación incluso en época altoimperial,
la vida de La Luz finaliza en la segunda mitad del s. II a.C.
cuando se produce una destrucción intencional del santuario
(Tortosa y Comino, 2013: 128).
El santuario de La Luz (Santo Ángel, Murcia)
El famoso espacio sacro del Cerro de los Santos también constituye una pieza clave en el modelo de monumentalización de los
santuarios ibéricos del sudeste. Tras una fase de frecuentación
del espacio de culto, que se identifica como un posible espacio
al aire libre con una cronología centrada en los s. IV y especialmente en el s. III a.C. (García Cardiel, 2015a: 88), se reconoce
una serie de transformaciones importantes con la edificación de
un templo en el extremo norte del cerro (fig. 5.20: 3).
El principal obstáculo a la hora de analizar dicho edificio es
que prácticamente no se ha conservado ningún resto, por lo que
debemos recurrir a los dibujos y descripciones realizados por Lasalde y Savirón en el último tercio del s. XIX. Se trataba de un
edificio de planta rectangular con unas dimensiones de 15,60 m
de longitud por 6,90 m de anchura con una escalinata frontal de
acceso que salvaba el desnivel del terreno. En cuanto al aparejo
empleado, se caracteriza por la utilización de sillares bien escuadrados de 0,45 m de anchura, unidos mediante grapas de plomo y
asentados directamente sobre la roca natural que había sido tallada. Su estructura interna se compartimenta en una cella de 12,02
m de longitud por 6 m de anchura, mientras que el pronaos ocuparía el resto del espacio. El acceso a la cella se realizaría a través
de una puerta de 2,60 m de anchura, precedida por una fachada
con dos columnas ubicadas entre las antas, apoyadas sobre basas
áticas sin plinto. En relación con la pavimentación del edificio, se
han documentado tanto fragmentos de opus signinum como teselas blancas y negras, lo que podría relacionarse con distintas fases
constructivas a lo largo de la vida del templo. Por último, se han
documentado algunos fragmentos de columna que podrían considerarse como una interpretación local de los capiteles jónicoitálicos y una cubierta compuesta seguramente por tejas (Ramallo
y Brotons, 1999; Brotons y Ramallo, 2017).
Por tanto, nos encontraríamos con un templo in antis, de
orden jónico, con posible fachada tetrástila con semicolumnas
adosadas a las antas, tal y como veíamos para la primera fase
del templo B de La Encarnación con el que guarda numerosas
similitudes. En cuanto a la cronología de este templo existen
numerosas incógnitas por las características del registro arqueológico, aunque la mayor parte de los especialistas actualmente
Este santuario es otro buen ejemplo de la monumentalización
temprana a la que se referían S. Ramallo y F. Brotons en sus
trabajos. Con anterioridad a estas importantes transformaciones se ha documentado una primera fase que se iniciaría a finales del s. V a.C. o inicios del IV a.C. y que abarcaría hasta el
s. III a.C. Como ya vimos, se trata de una fase en la que no se
han documentado prácticamente restos arquitectónicos y que
reconoceríamos a partir de diversos objetos muebles, así como
evidencias que se interpretaron en su momento como túmulos,
mesas de ofrendas y fosas con exvotos (Lillo, 1991-1992; Comino, 2015: 587-590).
El área del santuario se divide en tres zonas, aunque las
principales transformaciones van a producirse en lo que se
conoce como la colina del Salent a finales del s. III o inicios
del s. II a.C. (fig. 5.20: 2). En la terraza superior de dicha
colina se construye una estructura de cimentación de opus
caementicium sobre la que se asentará un pequeño edificio
con planta rectangular de unos 6,79 m de longitud por 4,81
m de anchura (Tortosa y Comino, 2013:125). El interior estaría conformado por un pavimento de opus signinum que se
construye directamente sobre la base de roca, respetándose
en algunas zonas. Según la propuesta de P. Lillo se trataría de
un templo in antis, por otra parte, muy similar al denominado
templo A de la Encarnación, con dos grandes columnas de
ladrillo estucado en la parte frontal y cuyo acceso se realizaría a través de una escalinata ubicada en la parte occidental.
Presentaría una cella de poco más de 2 m de longitud y un
pronaos y su cubierta estaría construida con tejas, incluyendo antefijas de terracota con motivos de inspiración itálica
(Comino, 2015: 492-505).
No obstante, la construcción del templo de inspiración itálica
no va a ser la única actividad constructiva llevada a cabo en el
cerro en estos momentos, sino que se va a ver acompañada por
otras estructuras que contribuirán a la monumentalización del
complejo sacro. En primer lugar, muy cerca de la cimentación
del templo se ubica una fosa, excavada en parte en la roca natural y el resto construido con mampuestos calizos, de más de un
150
El Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo, Albacete)
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acepta que puede fecharse hacia el s. II a.C. (Nicolini, 1973: 65;
Noguera, 1994: 200-203; Jaeggi, 1996: 427; Ramallo y Brotons,
1999: 172-173). Aunque algunos elementos como los capiteles,
cuyos paralelos más cercanos se encuentran en Caesaraugusta
y la existencia de mosaicos bícromos, remitirían a una fase de
remodelación en época augustea de este lugar de culto (Ramallo
y Brotons, 2014: 40). Por su parte, el abandono del lugar se produciría en época altoimperial, posiblemente a mediados del s. I
d.C. (García Cardiel, 2015a: 88-89).
Una vez vistos los tres santuarios paradigmáticos del sudeste peninsular nos trasladamos a la zona de la Alta Andalucía, donde se emplazan dos lugares de culto excavados recientemente: Torreparedones y Atalayuelas (Morena, 2010; Rueda
et al., 2005; Rueda, 2011). Ambos reproducen un esquema espacial semejante que se muestra a partir de la ubicación junto
a la muralla de la ciudad y que por tanto pueden calificarse de
periurbanos, dentro del control e influencia de la ciudad, pero
orientados al territorio local (Rueda et al., 2005; RodríguezAriza, Rueda y Gómez, 2008: 195-197).
Torreparedones (Baena-Castro del Río, Córdoba)
Este santuario, ubicado en la parte exterior de la muralla de la ciudad, ha sido objeto de una reciente excavación que ha permitido
corregir y aclarar algunas cuestiones con respecto a la interpretación tradicional del santuario (Morena, 2010: 180-190), aportando un valioso volumen de información que lamentablemente no
es frecuente en el conocimiento de otros espacios de culto.
En los trabajos que se han llevado a cabo se han podido
identificar claramente dos grandes fases en relación con la vida
de este santuario que coincidirían con lo que se ha llamado el
templo A y el templo B (fig. 5.19: 1). El conocimiento del primer espacio de culto, denominado templo A, resulta bastante
más complicado, ya que apenas se conservan estructuras como
consecuencia de la construcción del templo B. Este primer templo se construye en un momento poco precisado del s. II a.C. y
se ha conservado una estructura rectangular, orientada en sentido este-oeste y con unas dimensiones de 7 por 2,4 m. Para
su realización se construyó una terraza que colmató el foso al
exterior de la muralla, clausurando su uso. Los muros están
construidos utilizando mampuestos de pequeño y mediano tamaño trabados con tierra, mientras que el pavimento consistiría
en una capa de tierra compactada. Sería una gran estancia rectangular cuya estructura interna se haya dividida por un muro,
lo que podría interpretarse como una doble cella. Por otra parte,
enotras zonas del sector excavado se han documentado otras
estructuras relacionadas con prácticas cultuales correspondientes a bancos, túmulos, restos de fuegos que podrían relacionarse con sacrificios animales para el consumo ritual, así como los
restos de una primera rampa de acceso. También se han documentado fragmentos de la decoración arquitectónica, como son
dos volutas que formarían parte de capiteles jónicos o restos de
la techumbre, donde se utilizaron tegulae e imbrices.
Los diversos elementos cerámicos, como las cerámicas ibéricas, campanienses y las lucernas republicanas, indican que
este primer edificio de culto estuvo en uso durante los ss. II y
I a.C. En cuanto a su final, no está claro de si se trata de una
destrucción casual o intencionada, pero pudo coincidir con la
construcción del nuevo templo en época altoimperial, aunque
también cabe la posibilidad de que existiese un hiato entre el
abandono del templo A y la construcción del templo B.
El templo B, cuyas estructuras son mucho mejor conocidas,
está formado por tres cuerpos bien definidos y articulados en un
eje en sentido norte-sur. Su construcción dataría de mediados del
s. I d.C. como indica la presencia de una moneda del emperador
Claudio y una serie de ungüentarios del tipo Ising 8 y se construye sobre los restos quemados y ocultos de construcciones y
exvotos de la fase anterior a modo de favissa. El primero de los
espacios se ubica en la zona meridional del edificio y se trata de
un espacio rectangular que funcionaría como vestíbulo o porche
y que posee unas dimensiones de 9 m por 3,4 m. Este espacio
daría paso a un gran patio descubierto, también de planta rectangular, de 9,4 m por 7,2 m, donde se documenta el pavimento
de opus signinum así como diversas ofrendas compuestas por
exvotos, caliciformes y restos de fauna. Finalmente, en la parte
más septentrional del edificio encontramos la cella a la que se
accedería desde el patio a través de un vano. Presenta una planta
cuadrangular con unas dimensiones de 4,9 por 3,9 m y su techumbre, sobre la que se ubicaría un suelo de opus signinum, era
sostenida por una columna ubicada en el centro de la estancia. En
esta misma estancia, resulta especialmente interesante la presencia de una columna de piedra adosada al muro norte, cuya altura
se ha calculado en 2,8 m y que tendría una función decorativa y
cultual, pudiendo tratarse de un betilo estiliforme que representaría la imagen de la divinidad.
Es probable que la entrada al templo estuviese flanqueada por dos columnas sobre basas áticas, sin plinto, con fustes
estriados y capiteles zoomorfos, tal y como se constata por paralelos iconográficos documentados en la propia ciudad, de forma similar a un templo in antis. Por el relieve en el que se basan
dichas propuestas, no parece que la fachada tuviese un frontón,
por lo que podría tratarse de un techado de tegulae a un agua
(Morena, 2010: 183). El acceso al edificio de culto se realizaría
mediante una rampa realizada con mampuestos y un relleno de
piedras y tierra. Por último, este lugar de culto será frecuentado
hasta finales del s. II d.C. como atestiguaría la presencia de una
moneda de Cómodo y lucernas de venera.
Atalayuelas (Fuerte del Rey-Torredelcampo, Jaén)
El santuario se sitúa en la ladera sur del cerro donde se ubica la
ciudad ibérica y junto a la fortificación del s. VI a.C., en desuso en este momento (Rueda, 2011: 185-189). Previamente a la
construcción del edificio se llevarían a cabo toda una serie de
transformaciones con el objeto de acondicionar el terreno mediante un sistema de terrazas para de este modo modificar el
desnivel natural de la ladera, al mismo tiempo que permiten una
mejor visibilización y jerarquización de los espacios.
El santuario presenta una orientación N-NO a S-SE con
el acceso en el extremo sur y se articula en tres terrazas, cuya
diferencia de cota se salvaría mediante algún tipo de sistema
de escalones. Al tratarse de una intervención parcial resulta
difícil establecer las dimensiones exactas del edificio, aunque
se aproximarían a los 12 m de longitud por 6 m de anchura.
En el área excavada se han documentado tres espacios bien diferenciados, siendo el primero de ellos una simple terraza que
podría cumplir las funciones de vestíbulo o antecella donde
no se han documentado más elementos significativos de tipo
estructural o votivo. Desde este primer espacio se accedería
a una segunda terraza donde se ubica la denominada estancia
B, que ha sido interpretada como un thesaurus, con una anchura mínima de 5 m y una longitud de 6 m. Este ambiente
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destaca por la presencia en su interior de una gran cantidad
de material votivo, que se depositaría sobre un banco o mesa
documentado en el lado oeste y compuesto por materiales diversos, principalmente vasos cerámicos, seguramente contenedores de ofrendas de origen animal. Se trata de un espacio
semicubierto con tejas que mostraría una clara intención de visualización del acto público de la ofrenda. Finalmente, y en un
nivel superior, encontramos la estancia A, a la que se accede
desde la anterior a través de una puerta, posiblemente cerrada
con llave, lo que denotaría un acceso restringido a la misma.
En una primera fase se constata un nivel de fuego intencional, posiblemente relacionado con rituales de purificación y
preparación del santuario, siendo muy escasos los materiales
vinculados a la última fase, en contraposición a lo que documentábamos para la estancia B.
En cuanto a la cronología de este santuario, se documenta
una primera fase entre mediados del s. II a.C. y mediados del
I a.C., momento en el que resulta difícil conocer su estructura
espacial. En torno a mediados del s. I a.C. se produce una importante transformación del espacio sacro, momento en el que
el santuario adquiere la estructura tripartita que hemos descrito.
El abandono, por su parte, se ha establecido hacia mediados del
s. I d.C., posiblemente relacionado con la reestructuración administrativa de la ciudad y su municipalización en época flavia.
A continuación, finalizamos nuestro recorrido por las
transformaciones de los espacios sacros ibéricos en época
final, trasladándonos a nuestro ámbito de estudio en el área
central de la Contestania, incluyendo también un par de interesantes ejemplos de la franja septentrional, concretamente del
territorio de la ciudad de Saitabi.
5.3.2. LA AusencIA De un moDeLo constructIvo únIco
pArA Los sAntuArIos tArDíos
Una vez realizado el recorrido por los principales espacios sacros
del amplio entorno del cuadrante sudeste de la Península Ibérica,
entrevemos un complejo panorama de transformaciones que tienen lugar coincidiendo con la implantación romana en la zona. El
análisis del registro arqueológico nos lleva a la conclusión de que
se dieron procesos y modelos muy diversos, lo que nos previene
de una explicación monocausal y debida a un impulso unitario.
Sin duda, uno de los casos más destacados y más detalladamente
estudiados, ha sido el de los santuarios del área murciano-albaceteña, donde se puede distinguir claramente la adopción del modelo de templo itálico, pero como hemos podido ver, no es este el
único modelo constructivo que podemos distinguir en el proceso
de transformación de estos espacios sacros. De hecho, la existencia de otros procesos diferentes en el marco de la redefinición de
los lugares de culto en época republicana ya había sido señalada
por S. Ramallo y F. Brotons (2014: 38).
Esta variedad de procesos nos permite la identificación de al
menos tres modelos constructivos diferentes que coinciden con
tres unidades regionales bien diferenciadas, concretamente, la
región meridional valenciana, el área murciano-albaceteña y la
Alta Andalucía. Nos hemos centrado únicamente en los territorios de un área que podríamos denominar como el sudeste peninsular, en este caso saliendo de nuestra estricta área de estudio
en aras de una mejor comprensión del proceso. Para ello hemos
seguido un criterio no solo geográfico, sino también basado en
las características de los santuarios estudiados, ubicados fuera
152
de las ciudades y centrándonos en zonas escasamente urbanizadas a lo largo de los ss. II-I a.C. Es por ello que hemos dejado al
margen de nuestro trabajo otros ejemplos de procesos similares
más al norte como por ejemplo Valentia, Saguntum, Cabezo de
Alcalá, Emporion, Osca o incluso la más cercana Ilici. Creemos
que este fenómeno debe interpretarse como un proceso plural y
complejo desde la óptica ibérica de redefinición de los grupos
locales en lo que viene denominándose desde la teoría postcolonial como middle ground, en otras palabras, un espacio abstracto de negociación e intercambio entre los distintos agentes
participantes, en este caso las comunidades locales ibéricas y
las poblaciones romanas o itálicas (White, 1991; Malkin, 2002).
Esta idea se basa en una concepción fluida de las culturas como
un constructo social cambiante, cuyas percepciones, comprensiones y valores estructuran sus formas de razonar y resolver
problemas, redefiniendo su cultura a partir de las prácticas sociales concretas (García Cardiel, 2016: 16). En este marco resulta también interesante el concepto de agencia o capacidad
de los distintos sujetos que intervienen en el encuentro colonial
para transformar las estructuras sociales, económicas, políticas
o sociales, aunque esta mayor o menor capacidad dependerá, en
la práctica, de la posición del individuo en la propia sociedad.
Otro concepto esencial para entender los encuentros coloniales desde esta perspectiva es el de hibridación, entendido como
el conjunto de fenómenos y nuevas formas transculturales que
aparecen como consecuencia de la reinterpretación, según los
propios intereses y conforme a su propio imaginario, de ciertos
elementos propios de las sociedades participantes, siendo tomados y transformados con el objetivo de satisfacer las necesidades propias de las comunidades participantes en el contacto colonial (Bhabha, 1994: 110 citado en García Cardiel, 2016: 17).
De este modo, encontramos situaciones de interdependencia
entre los grupos participantes que difícilmente pueden reducirse
a “colonizadores” e “indígenas”.
Los edículos del norte de la Contestania
En la zona meridional del País Valenciano, concretamente la franja que abarca el sur y el norte de las actuales provincias de Valencia y Alicante respectivamente, no encontramos un modelo tan
normalizado como los que veremos en otras áreas del sudeste. Posiblemente sea esta indefinición un elemento característico propio
en esta zona, ya que tanto los antiguos como los recientes trabajos
de campo no han podido precisar una estructura de templo u otra
construcción claramente definida, por lo que es plausible pensar
que ésta nunca existiría pues, en caso contrario, se hubiesen preservado algunos restos. No obstante, sí contamos con algunas
evidencias, como son las concentraciones de restos y vestigios
de muros que, aunque difícilmente interpretables, al menos nos
permiten localizar los depósitos en algún tipo de estructura.
Éste es el caso de los testimonios documentados en el Sector
5 de La Malladeta situado en la parte culminante del cerro y por
tanto el más significativo desde el punto de vista espacial. Recordemos que en este espacio de documentó un estrato de tierra
gris con fragmentos de pebeteros y relacionado con rituales en los
que intervino el fuego, todo ello datado entre el 100 y el 25 a.C.
(Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 85). Esta concentración
de cenizas en un lugar concreto y la existencia de un muro permiten suponer la existencia de alguna edificación en este punto,
aunque se encuentre muy arrasado en la actualidad.
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En el santuario de La Carraposa encontrábamos evidencias
muy similares en un área cercana a la cima del cerro, donde se
localizó una densa concentración de materiales en una superficie de 3,5 x 8 m, con casi 5000 fragmentos (Pérez Ballester y
Borredá, 2004: 284). Esta concentración se ha interpretado, bien
como el resultado del rodamiento de materiales desde algún tipo
de estructura ubicada en la cima o bien como un edificio en la
ladera. En todo caso se trataría de un pequeño espacio delimitado
por muros de adobe que no se han conservado.
El tercer recinto sacro que cabría incluir dentro de este grupo
sería el situado en la cima de La Serreta, concretamente en la
meseta de aproximadamente 8 por 12 m en la que se ubicaban los
depósitos votivos correspondientes al s. III a.C. Es en este punto
donde Visedo cita la existencia de sillarejos trabajados dispersos
sin formar claramente estructuras, junto con tejas y material votivo que podríamos datar en los ss. II-I a.C. como los pebeteros tipo
Guardamar (Visedo, 1922a). Estas evidencias nos llevan a pensar
en la existencia de algún tipo de edificación en el lugar ya que, de
otro modo, no tendría sentido la presencia de todo este material
constructivo en la parte más alta del cerro.
Finalmente, podríamos incluir también el recientemente
excavado espacio sacro de El Canari, que se ha interpretado
como un posible sacellum o espacio de culto rural al aire libre
y que nos daría una idea de cómo pudieron ser estos recintos
del sur valenciano. Como ya hemos visto, estaría constituido
por un pequeño edificio de planta rectangular dividido en dos
estancias, un posible altar y dos fosas con material votivo. Este
conjunto tendría una cronología entre mediados del s. II a.C. y
el cambio de era en su primera fase.
Por tanto, podemos identificar la existencia de unas pautas
comunes en los lugares de culto del norte de la Contestania, muy
alejadas de los procesos de monumentalización que veíamos en
otras áreas, que se caracterizarían por la presencia de estructuras
muy sencillas y a juzgar por la escasa preservación de sus restos, no demasiado consistentes. Nos encontraríamos ante lo que
podríamos interpretar, bien como un aediculum, que se definiría
como un pequeño templo o capilla situado en el interior de un
recinto consagrado, o bien como un sacellum, un lugar de culto
al aire libre de reducidas dimensiones (Castillo, 2000: 88-89).
Los templos de inspiración itálica del ámbito
murciano-albaceteño
Las estructuras de culto erigidas en el sudeste peninsular, en las
actuales regiones de Murcia y Albacete, han tenido una especial
trascendencia a la hora de definir un modelo de construcción
de espacios de culto que se ha convertido en el paradigma de la
trasformación de los santuarios ibéricos como consecuencia de
la nueva situación derivada del contacto con Roma.
No es este el lugar para una descripción pormenorizada del
proceso de monumentalización de este tipo de santuarios, cuyas
particularidades técnicas y decorativas han sido abordadas en
detalle por Ramallo y colegas (Ramallo, 1993; Ramallo, Noguera y Brotons, 1998; 2014), proponiendo además paralelos
en el centro y sur de la península Itálica que servirían como
inspiración para los templos del sudeste ibérico.
No obstante, no estamos ante una mera transposición de modelos itálicos al mundo ibérico, sino más bien ante la adopción
de determinados elementos, condicionada por la propia agencia
de las poblaciones locales, escogiendo los que conjugaban mejor
con su idiosincrasia religiosa y desechando otros. De este modo
se genera un nuevo modelo que podríamos considerar como híbrido, ya que, si bien se incorporan rasgos como la estructura formal, la decoración arquitectónica o las cubiertas tejadas, no sucede lo mismo con otros elementos como por ejemplo el témenos o
el podio propio de los templos clásicos (Ramallo, 1993; Ramallo,
Noguera y Brotons, 1998). La ausencia de estos elementos no
respondería a una cuestión estilística, sino que estaría relacionada con un esquema espacial propio de la mentalidad simbólica
ibérica que la diferencia de la religiosidad característica del mundo clásico. Hemos de reconocer nuestras limitaciones a la hora
de aproximarnos a las concepciones religiosas ibéricas, pero sí
parece que estamos ante un tipo de religiosidad donde tendrían
una gran importancia las divinidades de tipo ctónico o telúrico
(Olmos, 1988-89; 1992a), posiblemente algún tipo de diosa madre relacionada con la fecundidad o la regeneración de la tierra,
documentadas en muy diversas culturas y momentos históricos
(Eliade, 2009: 362-393). Por tanto, nos encontramos con prácticas rituales que implican una conexión directa con la tierra, ya sea
en forma de libaciones o mediante la deposición de ofrendas en el
subsuelo, tal y como se documenta en La Encarnación (Ramallo
y Brotons, 2014) o la favissa del santuario de La Luz (Tortosa y
Comino, 2013: 126). Por tanto, la existencia de un podium rompería esta conexión íntima con el subsuelo y no se entendería en
un esquema religioso como el de las sociedades ibéricas.
En consecuencia, entendemos estos templos como una superestructura aérea que otorga una apariencia foránea al espacio
de culto, al mismo tiempo que predominan y se mantienen los
elementos estructurantes propiamente ibéricos. Sin embargo, la
investigación de estos santuarios ha enfatizado lo ajeno, foráneo
y clásico en detrimento de lo que, a nuestro parecer, supone la
esencia de un lugar de culto, las prácticas y el simbolismo, en
este caso fundamentalmente ibéricos.
Para comprender el significado de este fenómeno de construcción de templos itálicos, es necesario aproximarse a sus
coordenadas espacio-temporales, de lo que se desprenden dos
ideas fundamentales. La primera de ellas la extensión geográfica
del proceso, que en realidad se limita a un área relativamente
reducida en el amplio marco del sudeste ibérico donde encontramos una intensa actividad en los centros de culto durante lo que
denominaríamos romanización. Esta monumentalización de los
antiguos espacios de culto ibéricos, que se plasma en la construcción de templos con características itálicas, parece más la
excepción y no la norma de la reactivación de espacios rituales
mediante la erección de edificaciones. Y no nos parece casual
que los tres santuarios que hemos incluido en este modelo particular se localicen en el hinterland de Carthago Nova, ciudad que
tendrá un enorme protagonismo en el proceso de implantación
tanto bárquida como posteriormente romana en los territorios del
sudeste peninsular. La ciudad se convirtió en la puerta de entrada
de numerosas innovaciones culturales, así como núcleo económico y centro político de toda la región.
En segundo lugar, si atendemos a la cuestión cronológica,
se trata de un fenómeno muy temprano, iniciándose a principios del s. II a.C. y continuado, ya que va a experimentar
diversas fases y reconstrucciones a lo largo de la siguiente
centuria. En los casos de La Encarnación y La Luz, dicho proceso se inicia en la inmediata postguerra Púnica, por lo que
uno de los factores explicativos podría estar relacionado con
153
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el estrés bélico y con la fidelidad hacia Roma de determinadas
comunidades, en detrimento de otros núcleos de población
(Ramallo, Noguera y Brotons, 1998: 67).
Una posibilidad es que la construcción de estos templos se
llevara a cabo en aquellas comunidades que se implicaron en el
conflicto a favor de Roma, siendo la redefinición de sus antiguos
santuarios una compensación a su fidelidad, tal y como propone
S. Ramallo (1991: 63; Ramallo, Noguera y Brotons, 1998). De
hecho, los santuarios que perviven en este momento son los vinculados a oppida que también perduran, como es el caso de Santa Catalina del Monte, al que se vincula La Luz o Los Villaricos,
junto a La Encarnación, mientras que otros poblados como el de
Coimbra del Barranco Ancho serán destruidos, cesando al mismo tiempo la actividad en su santuario tras la conquista romana.
Estas evidencias podrían estar indicándonos de forma indirecta
que son precisamente estas elites locales quienes se encuentran
detrás de estos proyectos de reforma en los santuarios. De este
modo, en los casos en los que se abandona la ciudad que actúa
como capital del territorio, lo que se traduce en la pérdida de poder y desaparición de los grupos dirigentes que encabezaban estos proyectos geopolítcos, no vamos a encontrar estos procesos
de transformación de los espacios de culto, como consecuencia
de la eliminación de los líderes que podían haber emprendido
dichos proyectos. Por tanto, debemos entender estos procesos
en el marco de una nueva realidad sociopolítica que conlleva
una serie de cambios en las estructuras de poder, donde Roma
pudo instrumentalizar las rivalidades entre las diferentes facciones ibéricas con el objetivo de consolidar su dominio y establecer equilibrios a favor de sus intereses.
Los edificios de estructura tripartita de la Alta Andalucía
Este otro modelo ha sido identificado en los santuarios de Torreparedones y Atalayuelas en la zona de la campiña cordobesa y
jienense respectivamente. Éstos son los dos ejemplos que se han
conservado en mejores condiciones, pero es muy probable que pudiéramos incluir dentro de este grupo otros santuarios identificados
únicamente por hallazgos superficiales de carácter votivo, como
por ejemplo los exvotos antropomorfos esquemáticos elaborados
en piedra en esta misma área. A partir de estos elementos, se ha
definido un modelo de santuario propio de esta zona en tiempos de
la romanización, basado en la creación de santuarios periurbanos
vinculados a la continuidad de diversos asentamientos iberos tras la
conquista romana, tales como Torrebenzala, La Bobadilla, Cerro de
los Molinillos, Espejo, Cerro de la Alcoba o Ategua, aunque hasta
el momento se desconozcan en gran medida las estructuras asociadas a estos espacios sacros (Rueda et al., 2005; Rueda, 2011).
En los dos casos mejor conocidos, se ha propuesto que la
estructura tripartita con estancias dispuestas de forma alineada,
tendría su explicación en el peso de la tradición semita en esta
región, acrecentada en tiempos de la dominación bárquida, que
favorecería la selección de este tipo de edificio (Bondí, 1988).
No obstante, sería necesaria una explicación más detallada de los
mecanismos concretos de transmisión de estos influjos a través
de modelos concretos que pudieran materializar esta influencia
genérica y que, por otra parte, no se vislumbran en la región, a
lo que se suma la distancia cronológica de varios siglos. Asimismo, también se ha advertido el carácter híbrido de esta posible
influencia, ya que se documentan también rasgos de tipo itálico
como las cubiertas de teja (Rueda, 2011).
154
En nuestra opinión, no deben descartarse completamente
los influjos semitas en la construcción de estos santuarios, por
otra parte, tan presente en diversos aspectos de las sociedades
ibéricas de toda la región del sudeste peninsular y Alta Andalucía, aunque creemos que también jugaría un papel muy
importante la influencia de los propios santuarios ibéricos de
la región, como Castellar y Collado de los Jardines. Si analizamos detalladamente las plantas de estos espacios, el principio estructurante no se encontraría en la disposición tripartita
enmarcada en un edificio rectangular, a juzgar por la planta de
Torreparedones o las dificultades a la hora de valorar la planta
completa de Atalayuelas, excavada parcialmente, sino que el
principio articulador habría que buscarlo en la disposición en
graderío a diferentes alturas.
Este tipo de estructuración es claramente identificable tanto
en el santuario de Torreparedones como en el de Atalayuelas,
donde el vestíbulo, situado en una plataforma inferior, da paso
a un patio descubierto donde se depositarían los exvotos y finalmente encontraríamos la cella, cuyo nivel de suelo se documenta a una cota superior y cuyo acceso sería más restringido. Esta
disposición articulada a partir de la existencia de terrazas por las
que se va ascendiendo desde la ladera, se documenta también en
el santuario de Castellar (Nicolini et al., 2004) y en Collado de
los Jardines, donde se identificó una monumental terraza que se
reconstruye en época romana (Calvo y Cabré, 1918: 12-14; González Reyero, 2007: 257-258).
Otro punto de convergencia entre estos santuarios es la
importancia del espacio más intensamente connotado desde
el punto de vista de la sacralidad, en el caso de Torreparedones la cella, mientras que en Castellar sería el interior de la
cueva. Es en el interior de estos espacios donde se produce
la hierofanía o manifestación de lo sagrado (Eliade, 2009)
en forma de juegos de luz que contrastan con los elementos
físicos, naturales y construidos que tienen su origen en la
orientación astronómica de estos espacios, generando de este
modo un ambiente escenográfico (Esteban, Rísquez y Rueda, 2014; Morena y Abril, 2013). Trataremos más adelante la
importancia de estas orientaciones astronómicas como marcadores del calendario ritual.
Finalmente, y a pesar de la gran distancia geográfica que
los separa, creemos que este modelo guarda ciertas similitudes
con el edificio romano del sector A de La Serreta que hemos
descrito anteriormente. En primer lugar, se trata de un edificio
posiblemente tripartito, aunque desconocemos el cierre oriental por la falta de excavaciones sistemáticas. Dicha estructura
podría estar compuesta por un primer vestíbulo que daría paso
a una estancia de mayor tamaño, a modo de patio semicubierto como veíamos para los santuarios de la Alta Andalucía y
finalmente una cella de dimensiones muy similares a la del
vestíbulo, concretamente la mitad de la longitud de la estancia central. También cabría destacar escasez de material que
podamos interpretar como votivo en el sondeo llevado a cabo
en 2004 en el interior de lo que interpretamos como la cella,
como sucedía también en los casos de Torreparedones y Atalayuelas, donde las ofrendas se concentraban en el patio. Por
último, y según E. Llobregat, el suelo de esta última estancia,
que él interpreta como un opistódomo, se encontraría a una
mayor altura que el pavimento de las otras dos estancias (Llobregat et al., 1992: 69). No obstante, resulta difícil aseverar
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estas cuestiones mientras no se lleve a cabo una intervención
integral en el edificio que nos permita conocer en detalle la
estructura y el registro material que la acompaña.
5.3.3. LA monumentALIzAcIón como estrAtegIA IDeoLógIcA
Como hemos ido viendo a lo largo de este recorrido, la transformación y construcción de estructuras en los santuarios
ibéricos no fue un fenómeno puntual y restringido cronológicamente, sino que se fueron realizando toda una serie de refacciones y reconstrucciones en los distintos santuarios a lo
largo del tiempo, tal y como se ha podido documentar en los
ejemplos descritos anteriormente.
Estos procesos de transformación episódica de los lugares
de culto deben relacionarse con las propias dinámicas de las
comunidades locales. En el caso de los santuarios de tipo itálico del área murciano-albaceteña parece que los promotores
de estas obras serían las propias elites locales favorecidas por
las autoridades romanas y posiblemente premiadas por su actitud filo-romana durante la II Guerra Púnica y la inmediata
postguerra, hasta el punto de representarse con la característica toga romana en los exvotos en piedra, como en el caso del
Cerro de los Santos o Torreparedones (Ramallo, Noguera y
Brotons, 1998: 68). Por tanto, parece que estas elites preservarían su independencia económica y sus privilegios, aunque
la necesidad de especialistas y la incorporación de elementos
arquitectónicos y decorativos de origen itálico, nos situarían
ante complejas redes de interrelación con los agentes de la
colonización romana.
Lo que está claro es que la construcción y transformación
de los lugares de culto se convierte en un poderoso mecanismo de reafirmación de la comunidad local, requiriendo un esfuerzo organizativo y de recursos muy superior al de los espacios sacros de momentos anteriores. Prueba de ello es que
hubo que desplazar materiales desde lugares lejanos, como
por ejemplo los lotes de tejas importados o producidos en
talleres muy alejados de los cerros donde se ubican los santuarios. También requeriría un mayor esfuerzo la elaboración
de sillares y sillarejos, muy diferentes de los mampuestos
empleados en las construcciones habituales y cuyos muros
debieron soportar la pesada carga de las cubiertas de tejas,
lo que implicaría importantes dificultades técnicas para aliviar las tensiones sustentantes y distribuirlas a los muros de
forma equilibrada. Pero no solo la construcción del edificio
propiamente dicho requeriría un mayor esfuerzo, sino que
también debemos tener en cuenta las obras de acondicionamiento del terreno y que incluyeron imponentes terrazas, plataformas y rellenos con el importante acarreo de materiales
que ello supone. En consecuencia, estas nuevas construcciones, no solo tendrían una apariencia muy distinta a las construcciones locales, sino que también requerirían esfuerzos y
conocimientos técnicos muy diferentes a los habitualmente
empleados en la arquitectura doméstica de la zona.
Nos encontramos, por tanto, ante un buen ejemplo de materialización de la ideología plasmada en un tipo de arquitectura más o menos monumental que requiere una gran inversión
de recursos y capacidad de gestión de la mano de obra, cuyo
elevado coste implica que no todos los grupos sociales puedan
tener acceso a esta fuente de poder (Demarrais, Castillo y Earle, 1996). Estas prácticas constructivas debieron dejar una im-
pronta destacada en el seno de las sociedades que participan en
su erección, ya que, como han señalado diversos autores, las
prácticas de construcción colectiva son una importante forma de
intercambio social (Barrett, 1994).
Posiblemente, uno de los mecanismos empleados por las elites para la gestión de la mano de obra necesaria para la construcción de estos santuarios serían las prácticas rituales de comensalidad, concretamente las denominadas work feasts o “fiestas del
trabajo”, donde la hospitalidad comensal es utilizada para organizar el trabajo colectivo voluntario (Dietler y Herbich, 2001).
Este tipo de prácticas se caracterizan por la convocatoria colectiva de un grupo de personas para trabajar en un determinado
proyecto y a cambio se les invita a participar en un banquete, de
manera que el anfitrión se apropia de los beneficios generados
durante las jornadas de trabajo. Esta estrategia de movilización
de mano de obra por parte de las elites se condice bien con el
gran volumen de vajilla de mesa y ánforas importadas documentados en los asentamientos ibéricos en los ss. II-I a.C.
Estos eventos constructivos se convertirían en un importante espacio de competición para la participación activa de los
grupos de poder, a través de la financiación de las obras o la
coordinación de los trabajos, convirtiendo el capital económico
que supone la inversión y amortización de recursos, en capital
simbólico que se traduciría en un mayor prestigio y en la capacidad de ejercer el poder político en sus respectivas comunidades.
De este modo, estas nuevas estructuras quedarían asociadas a la
memoria particular de determinados linajes, al mismo tiempo
que perdurarían en el tiempo como un recordatorio material de
la identidad colectiva, en un nuevo ejemplo de la dialéctica entre las estrategias excluyentes y las cooperativas. Por otra parte,
estos episodios constructivos son muy característicos de sociedades inmersas en procesos de cambio, no solo a nivel religioso,
sino también socio-político (Cardete, 2005: 43-44).
Otro elemento que pudo jugar un papel muy importante en
este tipo de santuarios es el peso que pudo tener la orientación
astronómica a la hora de seleccionar la ubicación de los mismos,
donde parece tener una especial importancia el orto o el ocaso del sol en fechas cercanas a los equinoccios (Esteban, 2013:
474). Es el caso de tres de los santuarios ubicados en el área
central y septentrional de la Contestania como son La Serreta
(Esteban y Cortell, 1997), La Carraposa (Pérez Ballester y Borredá, 2004) o La Malladeta (Esteban, 2013). En los tres espacios sacros, el orto solar en fechas cercanas a los equinoccios se
produce sobre elementos geográficos destacados en el horizonte
visible desde el emplazamiento del santuario, como es el caso
de La Serreta, donde se produce sobre el perfil lejano de la serra
de l’Aixortà; en La Carraposa, donde la salida del sol en estos
días se da sobre el pico de mayor altura del horizonte visible
como es el Mondúber mientras que en La Malladeta, el orto tiene lugar sobre el perfil de la isla de Benidorm. Por tanto, parece
que estos marcadores equinocciales pudieron ser determinantes
a la hora de seleccionar la ubicación de estos santuarios, lo que
podría estar relacionado con la elaboración de un calendario basado en la posición del disco solar con respecto a los relieves
orográficos durante los ortos (Esteban, 2013: 481), por otra parte, muy relacionados con los ciclos agrarios.
Desde muy diversas corrientes se ha considerado la monopolización del conocimiento astronómico y la elaboración de
los calendarios como una herramienta muy útil en manos de
155
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las elites y uno de los elementos que favorecerían la estratificación social (Iwaniszewski, 2009: 28). Ya K. Marx habla de
que la necesidad de calcular las crecidas del Nilo conlleva el
nacimiento de la astronomía y el surgimiento de una casta sacerdotal dirigente (Marx, 2005: 623), al igual que Wittfogel que,
en el marco de su teoría hidráulica, considera que el papel de la
astronomía en la medición del tiempo y en la confección de los
calendarios resultó crucial para el surgimiento de una elite dirigente (Wittfogel, 1957: 29-30). En ambos casos, el conocimiento astronómico se considera un elemento muy importante para
el surgimiento de un liderazgo tanto económico como político.
Una de las fuentes de poder establecidas por M. Mann (1991)
es lo que denomina como poder ideológico que implicaría, entre
otras muchas cuestiones, el acceso restringido por parte de las
elites a determinados conocimientos entre los que podríamos
incluir en el caso ibérico la tecnología para la elaboración del
hierro, la escritura o en este caso, conocimientos de tipo astronómico. Este último, contribuiría además a la estrategia de las
elites de dotarse de una naturaleza diferenciada basada en su
relación privilegiada y privativa con la divinidad y las fuerzas
cósmicas, reforzando su papel como intermediarios entre éstas
y el resto de la comunidad y legitimando su preeminencia social
(García Cardiel, 2016: 158; Sanmartí, 2009: 24).
5.3.4. Los exvotos
Los cambios experimentados por los santuarios centro-contestanos en tiempos de la implantación romana, no solo se plasman
en las transformaciones de tipo arquitectónico, sino también en
variaciones significativas de las prácticas rituales que podemos
analizar a partir del estudio de los exvotos depositados en el espacio sacro. Los depósitos votivos de los santuarios contestanos
están formados por un conjunto muy heterogéneo de objetos, en
buena medida vajillas y recipientes cerámicos, pero también se
han documentado exvotos de terracota, como los pebeteros de
cabeza femenina o representaciones de tipo zoomorfo.
Comenzaremos nuestro recorrido con un elemento de gran
importancia como son los pebeteros con forma de cabeza femenina, cuya valoración resulta esencial, no solo desde el punto
de vista de las prácticas rituales desarrolladas en los santuarios,
sino también como argumento cronológico para defender una
continuidad en la frecuentación de estos espacios en los ss. II-I
a.C. Esta cuestión es especialmente relevante en el caso de La
Serreta, donde proponemos una interpretación alternativa a los
planteamientos que abogan por un uso ritual intermitente con
un intervalo de abandono entre finales del s. III a.C. y la fase
altoimperial (Olcina, 2005), cuestión que ya hemos planteado
anteriormente (Amorós y Grau, 2017).
Uno de los objetos más elocuentes a nivel cronológico,
como son las cerámicas de importación, resultan muy escasas en
el área del santuario de La Serreta y se asocian principalmente a
la fase anterior de finales del s. III a.C., ya que se corresponden
con el tipo campaniense A. No obstante, se han documentado
algunos fragmentos de cerámica del tipo campaniense B en las
prospecciones realizadas en los años 90 (Lara, 2005: 124). Es
importante señalar la escasez de importaciones en el contexto de
los santuarios ibéricos que se repite en otros santuarios ibéricos
como La Encarnación o Coimbra del Barranco Ancho, que contrasta en este último caso con la enorme abundancia de este tipo
de cerámicas en la necrópolis del Poblado, con alguna excep156
ción como La Malladeta. Esta circunstancia se repite tanto para
los santuarios del s. III a.C. como para la fase correspondiente
a los ss. II-I a.C., lo que nos induce a pensar en una posible
pauta intencional característica de las prácticas rituales de las
sociedades ibéricas. Esto nos lleva a buscar nuestro argumento
cronológico en otro conjunto de objetos, en este caso los pebeteros con forma de cabeza femenina y más concretamente los que
se conocen como tipo Guardamar (fig. 5.21).
Como veíamos en el apartado anterior, hemos abordado
una revisión de la colección de exvotos depositados en el santuario de La Serreta, donde una de las categorías tipológicas
estaría conformada por estos pebeteros de cabeza femenina.
Estas piezas suponen el 10% del total del conjunto, con 48
individuos, de los que un 8% corresponden al tipo Guardamar
y que además, no se documentan en el poblado. Los pebeteros
de este tipo documentados en el santuario pertenecerían a los
grupos I y II definidos por L. Abad (2010: 126-128), compuestos por un cilindro hueco, cerrado en su parte superior y que
presentan un orificio triangular en la parte trasera, relacionado
con el proceso de elaboración. Sobre este cilindro se aplicaría
el molde, que incluye el negativo de la parte figurada. La parte
superior se cierra con una placa de arcilla, sin que se practiquen los orificios ni existan restos de combustión que caracterizarían su función original para quemar perfumes.
El primero de los grupos definidos por L. Abad se caracteriza por presentar un rostro de forma circular de rasgos poco
marcados y con nariz triangular, prominente y recta, mentón
corto y destacado, boca compuesta por dos labios paralelos
que no se unen en la comisura y ojos constituidos por dos suaves rehundimientos que apenas se remarcan. Bajo el rostro se
encuentra representado el cuello y el borde superior de la vestimenta, que puede ser recto o en V. El cabello se representa en
forma de casquete, que cae en forma de dos mechones a ambos
lados del rostro y en cuya parte central se suele representar un
pequeño disco central flanqueado por dos palomas. Finalmente, en la parte superior se representa un kalathos cilíndrico,
separado del resto de la pieza por una estría. El segundo grupo
es muy similar al anterior, aunque la diferencia radica en la
mayor definición de los rasgos, con una representación más
realista de los ojos, que presentan el párpado superior marcado
y un rehundimiento central que señalaría la pupila.
Este tipo de terracotas documentadas en el espacio sacro se
encuentran completamente ausentes en el área de hábitat, lo que
resulta muy significativo ya que podría estar indicando que estas
piezas no estaban en uso en la fase de ocupación del poblado,
sino que corresponderían a la frecuentación del santuario durante los ss. II-I a.C. No obstante, la ausencia de un contexto
estratigráfico fiable nos impide afinar más su datación, aunque
para ello podemos recurrir a otros espacios regionales.
El pebetero tipo Guardamar en concreto es una elaboración
característica del sudeste peninsular, que adapta formal y funcionalmente un objeto y una imagen común en el Mediterráneo
Central y Occidental a las propias necesidades rituales de las
comunidades locales, lo que lo convierte en un elemento híbrido
(García Cardiel, 2015b: 93-94). Esta hibridación debió producirse cuando existiera una cierta familiarización con los pebeteros originales, en un momento avanzado tras la llegada de los
primeros ejemplares, conceptualizándose ya como una ofrenda
y no tanto como un quema-perfumes.
[page-n-170]
Fig. 5.21. Pebetero tardío
de tipo Guardamar (Abad,
2010: fig. 2).
En cuanto a la cronología de este tipo concreto de pebeteros, existen diversas propuestas, aunque generalmente se ha
situado en época tardía entre los ss. III y I a.C. La datación
más antigua es la aportada por F. Sala y E. Verdú (2014: 3133) que proponen una posible introducción ya en el s. IV a.C.
Por otra parte, los ejemplares documentados en el Castillo de
Guardamar se encontraban junto a materiales propios de los ss.
III-I a.C., aunque en depósitos secundarios y revueltos (Abad,
1992: 233-234; 2010: 130-131). Por último, J. Moratalla y E.
Verdú (2007: 362) situaban su cronología en los ss. II-I a.C., lo
que coincidiría con los escasos niveles de uso que conocemos
donde se ha documentado este tipo de pebeteros.
En l’Alcúdia d’Elx encontramos una máscara o cara recortada de un pebetero tipo Guardamar, el número C889 del catálogo de F. Horn (2011: 605) y que apareció en el templo ibérico, en niveles datados entre el último cuarto del s. III a.C. y el s.
II a.C., acompañado de abundante cerámica decorada de estilo
ilicitano (Ramos, 1995: 48, nº 202, foto 20; Moratalla y Verdú,
2007: 344, fig. 2.2). Al tratarse de un ejemplar recortado, y por
tanto reutilizado, su cronología podría ser algo anterior, aunque
es difícil pensar en un lapso de tiempo excesivamente dilatado.
En el mismo asentamiento apareció un segundo ejemplar, el
número C890, concretamente en una fosa del sector D10 junto con cerámicas campaniense B y C, lucernas republicanas y
cerámica gris romana (Ramos Folqués, 1970: 34-36) con una
datación del s. I a.C., posiblemente anterior al 50 a.C., momen-
to en el que se construye un muro sobre dicha fosa (Moratalla
y Verdú, 2007: 344, lám. 1). De gran interés por su excepcionalidad, es el hallazgo de un molde en el Tossal de les Basses
(Alacant) (Rosser, 2007), que apareció en un sondeo de pequeñas dimensiones que impide identificar claramente el contexto,
aunque se halló junto a otra pieza de coroplastia, una jarra de
cerámica gris y una lucerna romana, que llevaría a datarlo en
época tardorrepublicana. También encontramos estos pebeteros
en otro de los santuarios objeto de nuestro estudio como es el
de La Malladeta. A pesar de que la mayoría se documentan en
depósitos secundarios, aparecieron al menos dos ejemplares en
las UU. EE. 2030 y 2210, que corresponderían al momento de
destrucción del sector 2, aunque los materiales documentados
ya estarían depositados en las estancias con anterioridad a la
caída de los muros y por tanto, con una cronología de la segunda fase ibérica, datada entre el 100 y el 25 a.C. (Rouillard,
Espinosa y Moratalla, 2014: 51-53 y 164).
De este modo, no se ha documentado la presencia de pebeteros de este tipo en contextos fiables del s. III a.C., donde sí
se documentan otros pebeteros, como sucede en el Tossal de
Manises, la necrópolis de l’Albufereta (Sala y Verdú, 2014:
31-32) u otras piezas de terracota como en La Serreta. Por otra
parte, sí los encontramos en depósitos secundarios de cronología tardía, así como en algunos contextos primarios amortizados en el s. I a.C., por lo que podríamos estar ante una ofrenda
característica de algunos santuarios contestanos.
157
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No obstante, el repertorio votivo de los santuarios del centro y norte de la Contestania no se limita a la presencia de
pebeteros, sino que también encontramos terracotas de otro
tipo, como se desprende del repertorio de La Carraposa. En
este santuario del territorio de Saitabi, se ha documentado un
conjunto de figuritas de terracota muy interesante, la mayoría
de ellas elaboradas a mano, aunque también se han documentado algunos fragmentos de molde (Pérez Ballester y Borredá,
2004: 301, fig. 18: 13 y 14). En este conjunto se pueden identificar varios tipos, en primer lugar, dos fragmentos de figuras
antropomorfas, concretamente una cabeza cuya nariz se ha representado mediante un pequeño pellizco y un pie exento que
no parece corresponder a una figura más completa.
Por otra parte, encontramos el grupo compuesto por representaciones de tipo zoomorfo, entre las que se puede identificar
un número mínimo de 19 équidos. Se trata de representaciones
de caballos, de bulto redondo y erguidos sobre cuatro patas verticales con una larga cola. La cabeza es alargada y en ella se indican los orificios nasales y los ojos mediante perforaciones bien
marcadas, así como la boca y en ocasiones las orejas. También se
encuentran representadas las crines mediante el adelgazamiento
del grosor del cuello, mientras que las patas se elaboran con la
adición de rollos cilíndricos de barro al tronco.
También entre las representaciones zoomorfas encontramos los bóvidos, entre los que se incluirían tanto los toros, con
un número mínimo de un individuo, como los carneros, con
un número mínimo de tres ejemplares. Los primeros se caracterizarían por su hocico cuadrado, orejas pequeñas y el nacimiento de los cuernos, mientras que los segundos presentan un
tratamiento diferente del cuello y el inicio de los cuernos, en
este caso enrollados. En ambos grupos, las patas se representan con la pezuña hendida.
Una de las evidencias más claras del cambio en la sintaxis
ritual de los santuarios contestanos en época tardía es la desaparición de las imágenes personales de los devotos, aquello que denominábamos como humanización del culto y que caracterizaba
los exvotos de la fase del s. III a.C. del santuario de La Serreta.
Estas figurillas de terracota que representaban a los oferentes serán sustituidas en este momento por otro tipo de objetos, como
los pebeteros que encontramos en La Serreta y La Malladeta o
las figuras zoomorfas de La Carraposa. A pesar de que la materia
prima sigue siendo la misma, se produce un cambio temático importante que puede estar reflejando cambios esenciales de carácter
social. Este cambio consiste en la sustitución de una práctica ritual
basada en la deposición de una imagen individual del oferente,
aunque basada en unos códigos simbólicos concretos, ante la divinidad, por otra en la que la ofrenda consiste en una representación de la divinidad, con su rostro frontal en el pebetero (Marín,
2000-2001: 195) o en el caso de los exvotos zoomorfos, la imagen
del objeto de la petición o del beneficio divino esperado (Olmos,
1992b: 30), en este caso la fecundidad y protección de los animales que conformarían la cabaña ganadera de estas comunidades.
Nos encontramos de este modo ante una despersonalización de las
ofrendas que da lugar a una cierta estandarización, primando a la
comunidad sobre los individuos, ya que la identidad del oferente
se confundiría con la del resto de la comunidad una vez depositado
el exvoto (García Cardiel, 2015b: 94).
En estos momentos, la representación frontal del rostro de
la divinidad femenina parece adquirir una gran importancia,
no solo en los pebeteros, sino también en la representación
158
vascular ibérica del entorno ilicitano (Olmos, 1992a; 2007;
García Cardiel, 2015b: 94) y que no encontramos en los estilos
propios del s. III a.C. Esta importancia del rostro de la divinidad se refleja en la deposición de rostros de pebetero recortados de forma intencionada, tal y como ha puesto de manifiesto
J. García Cardiel (2015b: 94), y que encontramos en diversos
santuarios tardíos como el de La Encarnación (Brotons, 2007:
328), el templo de l’Alcudia d’Elx (Ramos, 1991-1992: 8788), el Castillo de Guardamar (Abad, 2010: fig. 8) o el propio
santuario de La Serreta. Este mismo autor interpreta estas representaciones como divinidades ctónicas que parecen surgir
directamente de la tierra, que tanta importancia parecen tener
en la cosmología de los iberos.
5.3.5. LAs práctIcAs De consumo rItuAL
Cuando nos aproximamos al análisis de los repertorios depositados en los santuarios, nos encontramos con un conjunto
muy heterogéneo de objetos donde predominan las vajillas
y recipientes de uso doméstico que adquieren un significado
sacro que depende de su uso ritual en determinados contextos
(Bonet y Mata, 1997: 117). Dentro de este conjunto tan variado encontramos platos, copas, ollas, tinajas o ánforas que
no se entenderían como exvotos, sino como contenedores de
los productos verdaderamente ofrendados, como objetos utilizados en otras prácticas rituales como la libación o como
los restos de los banquetes rituales desarrollados en el espacio sacro. Ya hemos tratado en el capítulo correspondiente
la importancia de las prácticas de comensalidad ritual, tan
extendidas entre las sociedades ibéricas, en la articulación de
las relaciones sociales y de poder, así como la importancia
de las vajillas y alimentos importados en el desarrollo de los
banquetes, por lo que no nos extenderemos en este tipo de
consideraciones.
En el caso de los santuarios del área centro-contestana contamos con diversos conjuntos cerámicos de vajilla y almacenamiento que podríamos relacionar con este tipo de prácticas,
especialmente en el caso de La Malladeta y La Carraposa, ya
que, como vimos ya para el s. III a.C., las evidencias relativas a
La Serreta son bastantes escasas, aunque incluyen cerámica de
barniz negro, ibérica y de cocina, seguramente como resultado
de una recogida selectiva por parte de C. Visedo.
En el santuario de La Malladeta encontramos un variado repertorio de vajilla importada correspondiente a los ss. II-I a.C.
(Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 108-110 y 115-116)
donde la producción mayoritaria son las cerámicas ebusitanas
engobadas de los ss. III-II a.C. con 207 individuos y donde
destaca especialmente el bol tipo FE-13/13, una imitación de la
forma L.27 ab, con 186 individuos. También se han documentado producciones de campaniense A, con páteras, cuencos y
boles que suman un total de 68 individuos. La cerámica campaniense B campana cuenta con 32 individuos, que incluyen
cuencos, copitas y páteras, y se encuentra también presente,
aunque en menor medida, la cerámica campaniense C y boles
helenísticos de relieves. No solo se han documentado restos de
vajilla de mesa, sino también de ánforas importadas, siendo las
más comunes las de origen púnico, con 47 individuos, seguidas
por las de origen itálico, con 33 individuos correspondientes a
las formas Dressel 1 (24) y Lamboglia 2 (2); ebusitanas, con 19
individuos y grecoitálicas, con 7-9 individuos.
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Por otra parte, en el santuario de La Carraposa se documentó
también un repertorio cerámico bastante amplio (Pérez Ballester
y Borredá, 2004: 287-296), aunque en este caso las evidencias
de cerámicas de importación son muy escasas y se reducen a la
presencia de dos ánforas de importación correspondientes al tipo
grecoitálico o al tipo Dressel 1, en todo caso relacionadas con el
transporte de vino de origen itálico. Entre las cerámicas ibéricas,
la función mayoritariamente representada es la de almacenaje,
con un 73% del total y entre las que se incluyen tinajillas (185),
tinajas (27), ánforas (43) y kalathos (2). La vajilla de mesa supone casi un 27% del total, donde predominan las páteras (94)
junto con un jarro y un caliciforme. Finalmente, se documentaron
también 5 ollas de cerámica de cocina.
Una vez presentados los datos, podemos hacer algunas valoraciones generales sobre algunas pautas relacionadas con el
consumo ritual en estos santuarios. En primer lugar, la presencia mayoritaria de elementos relacionados con el transporte y el
almacenaje en La Carraposa y especialmente tinajillas, cabría
relacionarla con la ofrenda de productos, lo cual no implica que
no fuesen consumidos posteriormente, aunque es una cuestión
difícil de dilucidar. En segundo lugar, destaca el porcentaje de
páteras entre la vajilla de mesa, que podría estar relacionado con
el consumo de alimentos sólidos o con prácticas de libación.
En tercer lugar, es destacable la escasez de recipientes relacionados con el cocinado de los alimentos, al igual que sucede en
La Malladeta, lo que nos lleva a pensar que el procesado de
los alimentos se realizaba en otro lugar, transportándose posteriormente para ser consumidos en el santuario. Por su parte, en
La Malladeta también observamos un predominio de elementos
como cuencos, boles y platos y una menor presencia de copas y
vasos para beber.
Otra cuestión interesante es la ausencia de restos faunísticos
en el santuario de La Malladeta que, junto con la escasez de cerámicas de cocina y equipamientos domésticos (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 107), podría estar en relación con patrones
de comportamiento específicos relacionados con la prescripción
litúrgica en las pautas de alimentación. Este tipo de singularidades en los registros rituales se documentan también en otros
espacios sacros del área ibérica tras el análisis detallado de la
distribución de los materiales, como es el caso del Cerro de los
Santos (García Cardiel, 2015a). En este santuario existe una clara
diferencia entre los materiales documentados en diversas zonas
del cerro que podrían interpretarse en estos términos. En el sector
conocido como Ladera Norte, el registro cerámico estaría compuesto por casi un 50% de cerámica gris, donde predominan los
vasos caliciformes, seguidos por las tinajillas, mientras que la otra
mitad son cerámicas de tipo oxidante, siendo destacables las reducidas dimensiones de un importante número de vasos (Sánchez
Gómez, 2002). Por otra parte, el registro faunístico está compuesto, prácticamente en su totalidad, por ovicaprinos sacrificados a
distintas edades (Soto, 1980). Estas características contrastan con
las evidencias documentadas en la cata 4, próxima a la cima, por
parte de T. Chapa (1984) donde la cerámica de pastas claras es
claramente predominante, especialmente cuencos y escudillas,
pero también recipientes anfóricos; se da una mayor presencia de
cerámicas de cocina y el tamaño de los vasos es mayor. También
se documentan abundantes objetos de metal, pudiéndose identificar un cuchillo. Los restos de fauna son también cuantiosos, pero
comprenden, aparte de los ovicaprinos, restos de bóvidos, caba-
llos y ciervos. Por tanto, se podrían identificar usos rituales distintos dependiendo del área del cerro en la que nos encontremos,
estando dedicada la zona septentrional a prácticas relacionadas
con la libación y el sacrificio, mientras la zona donde se ubica la
cata 4 estaría destinada a prácticas relacionadas con la preparación y el consumo de alimentos (García Cardiel, 2015a: 89-91).
Estas pautas concretas que se intuyen en las prácticas rituales
ibéricas, también se documentan en los santuarios bastetanos al
aire libre, como los del territorio de Basti (Adroher y Caballero,
2008) o el santuario periurbano de Tutugi (Rodríguez-Ariza, Rueda y Gómez, 2008) donde se da la práctica de la deposición de
vajillas, sobre todo platos, y a una cierta distancia se depositarían
las ollas. Estamos, por tanto, ante un comportamiento ritual específico (Adroher, 2013: 160) que prescribe el modo en que debe ser
realizada la ofrenda y seguramente también el consumo de estos
productos contenidos en las ollas.
5.3.6. Los sAntuArIos en eL pAIsAje
En este apartado trataremos de aproximarnos de nuevo a la relación existente entre los santuarios y el territorio en que se ubican.
Si bien, algunas consideraciones ya han sido tratadas en el apartado referente a los santuarios del s. III a.C., ya que en la mayoría
de los casos se ubican en el mismo lugar, existen algunos matices
que debemos tener en cuenta, como una mayor incidencia en la
visibilización puntual del santuario desde el territorio, la existencia de posibles estructuras relacionadas con la asistencia a los peregrinos o los cambios en la estructura territorial que conlleva la
implantación romana en estas tierras.
Ubicación y visibilización de los santuarios
Como veíamos anteriormente, la intencionalidad a la hora de ubicar el santuario es esencial, seleccionándose relieves destacados
desde el punto de vista visual en el paisaje. No obstante, en el
caso de La Serreta y La Malladeta, los lugares de culto de los ss.
II-I a.C. se van a ubicar en los mismos cerros que los santuarios
al aire libre de la anterior centuria, por lo que no nos detendremos
de nuevo en esta cuestión. No es este el caso del espacio sacro
de La Carraposa, que parece crearse en estos momentos, por lo
que sí creemos necesaria una valoración sobre su emplazamiento.
Este espacio de culto se sitúa en un cerro amesetado que se
alza a 254 m.s.n.m. y a unos 100-120 sobre el nivel del valle
circundante. Este promontorio se sitúa frente a la sierra del
Castell de Xàtiva, emplazamiento del oppidum ibérico de Saitabi, y a una distancia aproximada de 5 km hacia el noreste. La
ausencia de un asentamiento directamente relacionado, siendo
el más cercano el de La Coroneta, ubicado a 1,5 km nos hace
pensar en un vínculo con la capital del territorio, la ciudad de
Saitabi, interpretación que refuerza también su estrecha relación visual con la misma. Su ubicación junto a la Via Heraclea
y más concretamente en las inmediaciones de una bifurcación
de caminos que se dirigen hacia el norte y hacia el noroeste ha
llevado a interpretarlo como un santuario de paso o bien como
un santuario de confín, en el límite entre los territorios de los
oppida de Cerro Lucena y Xàtiva (Pérez Ballester y Borredá,
2004: 309), interpretación esta última que creemos menos probable al estar ambos oppida englobados en un mismo territorio
bajo la autoridad del centro setabense ya desde el s. III a.C.
(Pérez Ballester y Borredá, 2008: 284-285).
159
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En esta fase tardía parece cobrar una mayor importancia la
visibilización del edificio del culto, a diferencia de lo que ocurría
con los espacios de culto al aire libre de la fase anterior, donde el
acento se pondría sobre los relieves orográficos y no tanto en las
transformaciones antrópicas. Esta cuestión parece especialmente
relevante en el caso de La Serreta, donde la construcción del edificio tripartito se acompaña de imponentes obras de aterrazamiento
con la construcción de una doble plataforma de piedra en la ladera
norte del cerro y que sería claramente perceptible desde los valles de Alcoi, donde presumiblemente se encontraba su territorio
de gracia y de donde provendrían mayoritariamente los devotos.
Este factor también debió tener una gran importancia en el santuario de La Malladeta, donde las estancias en batería ubicadas
en las laderas del cerro debieron ser muy visibles, tanto desde la
llanura costera circundante como desde el mar, por lo que podría
tener también una cierta significación para los navegantes que recorrían las costas de la Contestania. Esta pauta se repite en otros
santuarios del área ibérica que se transforman en esta etapa, como
por ejemplo los templos de inspiración itálica de La Encarnación
o los potentes aterrazamientos de La Luz.
La peregrinación
Las consideraciones planteadas, tanto en el apartado referente a
los santuarios del s. III a.C. como en el capítulo referente a la
iniciación, pueden ser aplicadas también al caso de los espacios
de culto en los ss. II y I a.C., destacando la importancia del movimiento, que en estos casos debía adoptar una forma ritual. Los
devotos que visitarían estos santuarios en determinadas fechas del
año provendrían principalmente del ámbito comarcal, es decir, de
las ciudades, oppida y núcleos rurales más cercanos y cuyo desplazamiento podría cubrirse en una jornada (fig. 5.22).
En esta fase tardía documentamos lo que nos parece un cambio
significativo con respecto a la etapa anterior y es la presencia de
estructuras que pudieron estar destinadas a dar cobijo y asistencia a
los visitantes (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014). El caso que
presenta unas evidencias más claras es el de La Malladeta donde,
recordemos, en la fase del s. I a.C. se construyen una serie de habitáculos de planta cuadrangular distribuidos en dos bandas en las
laderas oriental y occidental del cerro, aunque posiblemente también se extendiesen por la ladera sur y en otra banda central en la
parte cimera. La superficie de las estancias conservadas oscila entre
los 7 y los 14 m2 y la inexistencia de compartimentaciones internas,
la ausencia de equipamientos como hogares o bancos y la falta de
cerámicas de cocina o restos de fauna, dificulta su interpretación
como espacios domésticos.
Como hemos visto anteriormente, también en el Cerro de los
Santos existieron una serie de ambientes, en la denominada cata
4, donde aparecieron materiales relacionados con la preparación y
consumo de alimentos que se datarían entre la segunda mitad del
s. III e inicios del s. I a.C. Por otra parte, su abandono coincidiría
con la construcción de un edificio a los pies del cerro con unas
funciones muy similares y que podría estar relacionado con el
alojamiento y asistencia a los viajeros que transitaban la Via Heraclea (García Cardiel, 2015a: 96). Finalmente, en otro espacio
sacro algo más alejado de nuestro ámbito de estudio, el santuario
de Castellar, se documentaron en la tercera terraza un mínimo de
tres ambientes cuadrangulares que se interpretan como espacios
relacionados con el desarrollo de los rituales, posiblemente con
prácticas de comensalidad (Rueda, 2011: 96-100).
160
Los santuarios y su vinculación con las nuevas estructuras
territoriales
Si algo caracterizaba la relación de los santuarios con el territorio en que se ubicaban durante el s. III a.C., era la estrecha
relación existente con el núcleo de población que funcionaba
como capital del territorio comarcal, como veíamos en los
casos de La Serreta, La Malladeta o Coimbra del Barranco
Ancho. Esta situación cambia con la conquista romana dando lugar a una variedad de situaciones, ya que algunos de
estos núcleos son abandonados o destruidos, como es el caso
de los oppida de Coimbra del Barranco Ancho o La Serreta,
mientras que otros perdurarán en el tiempo, como Saitabi o
Allon, llegando incluso a convertirse en municipios romanos
al final del periodo.
Por tanto, es importante establecer una diferenciación desde el punto de vista territorial entre ambas etapas y que resulta determinante a la hora de comprender los paisajes sacros
propios de estos territorios. Por una parte, en el s. III a.C. nos
encontramos ante lo que podríamos definir como un paisaje
político unificado, estrechamente vinculado a la ciudad que
ejerce como capital del territorio y por tanto a las elites que
encabezan este proyecto. Frente a ello, en los ss. II y I a.C. la
situación es muy distinta ya que estamos ante lo que podríamos calificar como un paisaje fragmentado, donde no existe un
centro de poder claramente destacado y donde la implantación
romana no resulta tan intensa como en otras áreas peninsulares, aunque sí tendrá sus consecuencias. Es importante señalar
que los santuarios de esta etapa no se vinculan de forma clara
a una ciudad preeminente como en la fase precedente, sino
que se alejan y se convierten en periféricos en un momento en
que existe una mayor igualdad entre los oppida que perduran
tras la conquista. Profundicemos en esta idea que nos parece
esencial para abordar el análisis de estos procesos.
En el caso de La Serreta, y a pesar de la destrucción y
abandono de la capital, se va a mantener en líneas generales
el sistema de oppida secundarios, que parecen revitalizarse en
este periodo, así como la red de poblamiento rural. Como hemos podido ver, el abandono de la ciudad no implica el cese de
las actividades rituales en el santuario, que se extenderá todavía varios siglos en el tiempo. En el caso de Allon, la conquista
romana no conllevaría la destrucción de la ciudad al igual que
en el caso de Saitabi, que pasa a ser una civitas stipendiaria,
convirtiéndose en una de las ciudades más importantes a nivel
regional. Por tanto, nos encontraríamos ante un modelo territorial para los ss. II-I a.C. basado en el control efectivo de estos territorios a través de esta red jerarquizada de oppida, que
a su vez dependerían de la nueva autoridad romana presente
en núcleos de control directo como la colonia de Valentia o la
ciudad de Saitabi (Grau, 2016a).
Estos lugares de culto se convertirían en espacios de agregación que sin duda tuvieron una función clave en el nuevo contexto caracterizado por la implantación romana y marcadamente
híbrido, con la incorporación de innovaciones procedentes del
ámbito itálico, pero también con la recreación de elementos
seculares que se resignifican, en lo que podríamos interpretar
como una reinvención de la tradición (Hobsbawm y Ranger,
2012). Nos encontramos ante lo que podríamos denominar
como nuevas comunidades que buscan redefinirse en un clima
de cambio y competición como consecuencia de la conquista ro-
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Fig. 5.22. Ubicación del santuario de La Malladeta respecto a los principales asentamientos de los ss. II-I a.C.
mana. En este sentido, los santuarios se convierten en el foco de
afirmación para la nueva comunidad, que en buena medida trata
de presentarse como lo más tradicional posible, donde cobran
especial relevancia las prácticas rituales (Stek, 2009).
Llegados a este punto cabe preguntarnos cómo se crea esta
identidad colectiva, que podríamos definir como la auto-conceptualización de una sociedad a partir de su identificación
como una comunidad culturalmente diferenciada con respecto
a otros grupos. Al tratarse de una construcción histórica, coyuntural y dinámica, presenta una gran capacidad para adaptarse a las circunstancias y necesidades propias de cada momento histórico (García Cardiel, 2016: 91). En la práctica y
en este caso concreto, el sentimiento de pertenencia a la nueva
comunidad se generaría, de manera similar a lo que señalábamos para la fase anterior, mediante prácticas compartidas que
hemos catalogado como rituales de agregación, con un lenguaje de expresión común y desarrolladas en un mismo espacio, la vinculación a un mismo territorio de gracia adscrito al
santuario comunitario y a lo que se une ahora la construcción
colectiva de un edificio para el culto.
Según diversos autores, el concepto de identidad étnica va más
allá de lo que entendemos por identidad colectiva y suele estar íntimamente relacionada con la existencia de un poder político fuerte
que la impulse (Jenkins, 1997: 57-70; Fernández Götz, 2009: 193194; Cardete, 2010: 128). Sería este aparato político el que pone en
marcha las distintas estrategias para la codificación simbólica de
dicha etnicidad, así como su materialización, por lo que parte con
una cierta ventaja a la hora de difundirse e imponerse sobre otros
discursos identitarios alternativos (García Cardiel, 2016: 92). Sin
embargo, en época tardía desaparece ese elemento político vinculado a la ciudad que constituía el centro de poder a escala comarcal,
por lo que no podríamos hablar de una identidad étnica propiamente dicha, sino de una identidad meramente territorial o geográfica
compartida por las comunidades que habitan estas tierras y que
sería una más entre las distintas adscripciones superpuestas que
tratábamos anteriormente.
Este tipo de cuestiones se plasman también en la transformación de los cultos gentilicios hacia cultos comunitarios con una
evolución de la divinidad objeto del culto. En el caso de La Serreta y La Malladeta se evidenciaba claramente el paso de la representación de los devotos en las terracotas a las de la divinidad
con rostro frontal que podríamos interpretar como una deidad de
tipo poliádico que representaría a toda la comunidad, pasando el
sujeto de la práctica ritual a un segundo plano (Brelich, 1969:
437). Este proceso se reconoce también en las prácticas cultuales de los santuarios extraurbanos itálicos, que se interpreta como
una deriva hacia cultos de carácter más popular (Torelli, 1984) o
en el área ibérica (Moneo, 2003: 296), que reflejaría una transformación ideológica desde la sociedad aristocrática hacia nuevas
formas urbanas (Ruiz Rodríguez, 2009). El cambio en el tema
representado en los exvotos también podría relacionarse con la
desaparición de los linajes que detentaban el poder en las ciudades ibéricas centro-contestanas, con la consecuente transformación de su tejido social y de las formas de poder.
Otro rasgo especialmente interesante es que estos procesos de transformación de los santuarios ibéricos no fueron
un fenómeno puntual, sino que en la mayoría de los casos se
documentan diversas reformas y refacciones durante más de
dos siglos, destacando el episodio de renovación que tiene
lugar en muchos de ellos en época augustea, aproximadamente en torno al cambio de era. Son muchos los espacios
de culto que experimentan cambios en estos momentos como
161
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por ejemplo el santuario de La Encarnación, cuando se produce una importante reforma en el Templo B, con la construcción de una gran plataforma enlosada y su conversión en
un templo de tipo octástilo. También a esta época remiten algunos elementos constructivos del Cerro de los Santos, como
los capiteles o los mosaicos bícromos. La misma pauta se
repite en Las Atalayuelas, donde a mediados del s. I a.C. se
da una importante transformación del santuario, adquiriendo
en estos momentos su estructura tripartita. Algo más tardía,
pero también en época altoimperial, es la profunda reforma
del espacio de culto de Torreparedones a mediados del s. I
d.C. Trasladándonos ya a nuestro ámbito de estudio, nos encontramos en La Serreta con el edificio tripartito del sector
A, cuya datación resulta bastante complicada pero que remite
claramente a época romana, seguramente altoimperial, que
vendría a sustituir al pequeño edículo de la parte alta como
recinto cultual en un momento de grandes transformaciones
a nivel territorial. En el caso de La Malladeta se han identificado importantes cambios en torno al 25 a.C., momento en
que se abandonan las estructuras ubicadas en las laderas e
iniciándose la última fase de uso del santuario. Finalmente,
en el espacio de culto de El Canari también se han identificado cambios y transformaciones que, en torno al cambio de
era, dan inicio a una nueva fase de uso.
En una situación que hemos catalogado anteriormente como
un middle ground colonial, es importante valorar el papel que
juega la autoridad romana en todo este proceso. En el norte de
la Contestania, como ya hemos visto, la influencia romana en
época republicana resulta algo más limitada, si la comparamos
con otras zonas como por ejemplo el hinterland de Carthago
Nova, cuyo control se ejercería indirectamente a través de una
red jerarquizada de oppida que ya existían en la fase anterior.
No obstante, los cambios en el paisaje sacro y el hecho de que
los santuarios ya no se vinculen a un asentamiento concreto,
podría estar reflejando, en cierta medida, la actitud de la autoridad romana. De este modo, se trataría impedir un desequilibrio
de poder con el encumbramiento de una ciudad sobre el resto
de oppida y la configuración de territorios políticos fuertes que
habían caracterizado la fase anterior y que podrían oponerse al
nuevo dominio romano. Por otra parte, sí parece que se fomenta,
o al menos se tolera, la existencia de espacios sacros que articulen estos territorios, que no se urbanizan al menos hasta época
altoimperial, mediante la creación de una identidad colectiva
territorial, pero sin el componente político y étnico. Esta estrategia se basaría en la promoción de un equilibrio, que podríamos
catalogar como heterárquico, con un poder muy repartido entre
las elites de los distintos asentamientos, de manera que no supongan una amenaza para el nuevo poder romano.
Resulta interesante que, en nuestra región de estudio, los
procesos de monumentalización de las ciudades, que implican
toda una serie de transformaciones urbanas, se producen hacia
época augustea (Ramallo, 2003), lo que coincide con toda una
serie de profundos cambios en los santuarios, por lo que este
momento pudo tener una especial relevancia también en el
entorno rural. Nos encontramos, por tanto, ante una dualidad
entre paisajes urbanos y paisajes rurales que se hace especialmente patente cuando se producen los procesos de municipalización en nuestra área de estudio a partir de época augustea,
como veremos en el siguiente apartado.
162
5.3.7. eL fInAL De Los sAntuArIos IbérIcos contestAnos
El análisis del cese de la actividad ritual y el abandono de los
santuarios centro-contestanos nos aporta una gran información
acerca de las implicaciones territoriales de estos lugares de
culto. Este cese en la frecuentación de los espacios sacros se
produciría en momentos distintos dependiendo del área concreta donde nos encontremos, ya que parece existir una estrecha vinculación con los procesos de municipalización puestos
en marcha por la autoridad romana.
El santuario donde se produce un abandono más temprano es el
de La Carraposa, a pesar de que los materiales no resultan especialmente elocuentes a nivel cronológico. Los elementos más recientes
serían los fragmentos de un ánfora itálica del tipo Dressel 1, cuya
datación no iría más allá del último cuarto del s. I a.C. y nada nos
lleva a pensar en una frecuentación más allá de estas fechas. Por
su parte, el santuario de La Malladeta presenta una vida algo más
dilatada en el tiempo, constatándose una última fase circunscrita
a la parte más alta, el sector 5, que, atendiendo a los materiales
cerámicos presentes en estos niveles, se dataría en torno al 75 d.C.
Finalmente, el santuario de La Serreta es el que presenta una frecuentación más prolongada en el tiempo. Se ha documentado una
actividad ritual relativamente intensa durante toda la fase altoimperial que se refleja en la existencia de numerosas cerámicas del
tipo Terra Sigillata así como lucernas (Poveda, 2005; Lara, 2005).
Ya en época bajoimperial, durante los s. III y IV aún se constata la
existencia de diversas ofrendas en forma de monedas (Garrigós y
Mellado, 2004) y algunas cerámicas (Poveda, 2005: 120), alcanzando los inicios del s. V d.C.
Una vez señalado el momento en el que se produce el cese de
la actividad en estos espacios sacros, cabe preguntarse cuáles fueron las causas que llevaron a esta situación. Creemos que, tanto los
abandonos como la pervivencia en el caso de La Serreta, pudieron
estar relacionados con los procesos de municipalización impulsados por Roma entre las comunidades hispanas. Dicho proceso, que
suponía un cambio en el estatus de estas ciudades que pasaban a
organizarse bajo fórmulas plenamente romanas, conlleva una asunción por parte del nuevo municipium de toda una serie de funciones
políticas, sociales y económicas, así como religiosas. Esta nueva
situación pudo implicar el traslado de las funciones sacras, hasta
este momento desempeñadas por los santuarios extraurbanos de
tradición ibérica, que a partir de ahora pasan a concentrarse en el
núcleo urbano.
En nuestro ámbito caso, el proceso de municipalización más
temprano corresponde a la ciudad de Saitabi, como demuestran
varias evidencias. En primer lugar, Plinio cita esta ciudad como
una de las poblaciones que goza del privilegio de ser un municipio
de derecho latino, concretamente uno de los oppidani Latii ueteris
(Nat. Hist. III, 25). A ello se uniría la denominación de la ciudad
como Saetabi Augustanorum que se documenta en algunas inscripciones (CIL II, 3625, 3655 y 3782) y también la pertenencia
de sus ciudadanos a la tribu Galeria, que podría estar indicando
la promoción jurídica al rango de municipium en época augustea
(Cebrián, 2000: 51). En este sentido, J. M. Abascal (2006: 75-76)
señala que este cambio de estatuto podría estar en relación con el
viaje que Augusto realiza a la península entre los años 27 y 24 a.C.
y que coincide con un importante proceso de reorganización jurídica llevado a cabo en el sudeste y oriente peninsular en estas fechas,
lo que viene a coincidir también a grandes rasgos con el abandono
del santuario de La Carraposa.
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En el caso de Allon, la concesión de la categoría de municipium al antiguo núcleo ibérico es algo más tardía y estaría en relación con la extensión del ius Latii uniuersae Hispaniae en época
Flavia citado por Plinio (Nat. Hist. III, 30) y que tendría lugar
en torno al 70 d.C. Existen diversos argumentos arqueológicos
y epigráficos que avalan la consideración de la ciudad de Allon
como un núcleo urbano con categoría de municipio, como son la
presencia de magistrados, edificios públicos (como un macellum,
un foro donde debía ubicarse un templo dedicado al culto imperial, ambos constatados indirectamente por la epigrafía, la torre
funeraria de Sant Josep, las termas monumentales…), un denso
poblamiento suburbano y rural con un gran número de villae o un
destacado puerto (Espinosa, 2006: 233). De nuevo, el abandono
del santuario de La Malladeta en torno al 75 d.C. vendría a coincidir con la promoción jurídica de la ciudad al rango de municipio
de derecho latino en tiempos de Vespasiano.
Finalmente, en el caso del santuario de La Serreta, no solo no
se produce el abandono del espacio sacro en época altoimperial,
sino que se constata una frecuentación del mismo hasta un momento tan tardío como el s. IV d.C. Esta pervivencia puede tener
también mucho que ver con los procesos de municipalización o,
mejor dicho, con la ausencia de ellos. El territorio de los valles de
Alcoi se va a caracterizar, durante todo el periodo romano y tras el
abandono de los últimos oppida en el s. I a.C., por la existencia de
un gran número de pequeños asentamientos rurales, algunos de los
cuales podríamos catalogar como villas rústicas (Grau y Garrigós,
2007; Grau et al., 2012; Grau et al., 2015b). A pesar de este denso
poblamiento rural, es destacable la ausencia de un asentamiento
urbano o ciudad que actúe como centro rector del territorio, convirtiéndose esta región en un área periférica dependiente de otro municipium relativamente cercano como podría ser Saitabi o más bien
Dianium, con la que además comparte una fuente hídrica común.
La ausencia de una ciudad cercana podría explicar la continuidad del santuario de La Serreta hasta momentos tan avanzados, jugando un papel integrador clave en la construcción
de la identidad local ante la inexistencia de un centro urbano
que diese cohesión socio-religiosa a una comunidad asentada
en una unidad territorial bien definida como son estos valles
interiores. No cabe duda que, en estos territorios eminentemente rurales, existirían otros modos de estructuración social
al margen de la existencia de un núcleo urbano que aglutine
estas funciones. Estos procesos son bien conocidos en Italia
Central y Meridional donde los santuarios ejercen como focos
de integración territorial en espacios escasamente urbanizados
(Torelli, 1983; Stek, 2009).
Esta comunidad dispersa en los distintos núcleos rurales
debió encontrar una poderosa fuerza de cohesión y un elemento identitario de primer orden en el ámbito de lo simbólico y lo
ideológico, que se materializa en el santuario. De esta forma,
los campesinos de la comarca compartieron un lugar de culto
y un “territorio de gracia”, es decir, un espacio bajo la advocación de una divinidad tutelar comunitaria que se formalizaría
mediante una serie de prácticas comunes tradicionales, como
las romerías o rituales de carácter periódico, en que se basarían las relaciones comunales de la población rural. Este tipo de
prácticas vendrían a sustituir las formas de relación ciudadanas
que de otro modo no sería posible desarrollar dada la inexistencia de núcleos de carácter urbano (Amorós y Grau, 2017).
Esta estrategia ideológica se reforzaría con la construcción de
un edificio destacado, muy cerca de la ubicación del antiguo
santuario ibérico, posiblemente en las mismas fechas en que se
estaban produciendo los procesos municipalización en las ciudades del entorno, como Saitabi y Dianium en época augustea
o Allon en época Flavia.
163
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6
Rituales, violencia e identidad guerrera
Llegados a este punto, no podíamos concluir nuestro recorrido por los diferentes rituales y estrategias ideológicas de las
elites sin prestar atención a un elemento tan presente en la
sociedad ibérica como es la violencia. No pretendemos, sin
embargo, abordar en este capítulo de forma exhaustiva todas
las cuestiones relacionadas con el armamento y la guerra en
el mundo ibérico, sino más bien aproximarnos a la materialización de los discursos de la violencia y el papel que juega
en las distintas prácticas rituales. Asimismo, creemos que las
armas constituyen un elemento definidor de primer orden de
la identidad guerrera del individuo y de las elites, siendo ésta
una más de las identidades superpuestas que los individuos o
grupos refuerzan o atenúan dependiendo del contexto, en el
marco de las estrategias excluyentes y corporativas.
6.1. LA VIOLENCIA Y LA EDAD DEL HIERRO
Cuando nos aproximamos al estudio de las sociedades ibéricas y
en general a las comunidades de la Edad del Hierro en el ámbito europeo, nos encontramos con que uno de los elementos más
presentes en la historiografía es la violencia y la existencia de sociedades jerarquizadas presididas por una elite de guerreros. Estas
sociedades han sido definidas en ocasiones como heroicas, desde
posiciones teóricas cercanas al marxismo pero también con influencias del estructuralismo (Parcero, 2002: 183-184; Dumézil,
1990; Almagro-Gorbea, 1996; Ruiz, 2008), donde un grupo minoritario dentro del cuerpo social organizado de modo clientelar
es quien ejerce el poder y donde existe una preeminencia simbólica e ideológica de la actividad guerrera que se traducirá en una
materialización de la violencia en el registro arqueológico.
Por otra parte, la visión de las fuentes clásicas también
ha contribuido a la conceptualización de los iberos como una
sociedad guerrera con episodios como el sitio de Sagunto,
descrito por Plutarco o Tito Livio, o el rito conocido como
devotio iberica, que se refiere a los lazos clientelares establecidos entre un jefe militar y sus devoti, dispuestos a dar
su vida por él, considerando una vergüenza la posibilidad de
sobrevivirle en el campo de batalla (Str., 3, 4, 18; Plu., Sert.
14, 5-6). Estas visiones calaron profundamente en buena parte de la producción historiográfica relacionada con el mundo
ibérico desde finales del s. XIX hasta el franquismo, donde el
carácter guerrero e indomable de las poblaciones prerromanas tiene un enorme peso en la concepción de las poblaciones
ibéricas (Quesada, 1997: 46-47).
El interés científico por el armamento ibérico se remonta a la
segunda mitad del s. XIX, momento en el que se producen los primeros hallazgos significativos, constituyendo un hito el descubrimiento y la excavación en 1867 de la necrópolis de Los Collados
(Almedinilla, Córdoba) (Maraver, 1867; 1868). No obstante, en
estos primeros momentos todavía existe una fuerte dependencia
de las fuentes literarias y estas armas se reconocen básicamente
como prerromanas. No será hasta inicios del s. XX cuando estas
armas se identifiquen claramente como ibéricas, elaborándose incluso las primeras tipologías de la mano de P. Paris, aunque el
gran avance en la investigación se produce con la publicación de
H. Sandars The Weapons of the Iberians (1913).
Los estudios relacionados con el mundo ibérico en las décadas posteriores se van a ver condicionados en buena medida por
la primacía de que suponen los hallazgos de miles de armas en la
Meseta, que ensombrecen los hallazgos en el área costera, problemática que perdura hasta finales del s. XX con la polémica entre “mediterraneistas” y “continentalistas” acerca de la dirección
de los influjos (Quesada, 1997: 45-46). Otro rasgo característico
que se agudiza en los años posteriores a la Guerra Civil, aunque
tiene su origen en el surgimiento de los nacionalismos en el s.
XIX, es el esencialismo que conecta a los antiguos iberos y sus
presuntas virtudes militares con la nación española, fenómeno,
por otra parte extensible a otras naciones europeas. Este tipo de
concepción de la Historia dará lugar a finales de la centuria a una
165
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cierta desconfianza hacia los estudios relacionados con la guerra
y el armamento, como un ejemplo más de la lógica pendular en la
investigación (Quesada, 1997: 46).
Entre las décadas de los sesenta y ochenta se produce un cierto estancamiento en lo que a estudios sobre el armamento ibérico
se refiere, primando todavía planteamientos como la procedencia
de los tipos, con un marcado carácter difusionista, y la definición
de tipologías (Quesada, 1997: 47-50). A finales de los ochenta, en
cambio, se asiste a un nuevo impulso en la investigación, motivado en parte por la proliferación de nuevos estudios de materiales como por la aplicación de nuevos enfoques, entendiendo las
armas como elementos simbólicos relacionados con los grupos
dominantes, más allá de su función defensiva.
Sin duda alguna, la publicación del trabajo de F. Quesada El
armamento ibérico. Estudio tipológico, geográfico, funcional,
social y simbólico de las armas en la Cultura Ibérica (siglos
VI-I a.C.) (1997) supone un punto de inflexión en la investigación. Se trata de un trabajo muy completo y sistemático que
recoge las evidencias conocidas y divide la obra en armas ofensivas, defensivas, así como diversas consideraciones acerca de
la panoplia ibérica. Se trata de una obra donde prima el componente analítico sobre el interpretativo, que servirá de base para
trabajos posteriores. No obstante, también existe una preocupación por cuestiones sociales y simbólicas, especialmente en
relación a la presencia de armas en el ámbito funerario.
El estudio del armamento y la guerra en el mundo ibérico ha experimentado una revitalización en los últimos veinte
años con la profundización en algunos temas y la apertura
de nuevas líneas de investigación (Quesada, 2016). En primer lugar, se ha incrementado el corpus de evidencias con
la publicación de nuevos repertorios, nuevos yacimientos y
la revisión y reinterpretación de excavaciones antiguas, principalmente necrópolis, como Pozo Moro (Alcalá-Zamora y
Bueno, 2000), El Molar (Peña Ligero, 2003), Casa del Monte
(Cisneros, 2008), Los Nietos (García Cano, 2005), El Puntal
de Salinas (Hernández y Sala, 2000), Castillejo de los Baños
(García Cano y Page, 2001), El Cigarralejo (Quesada 2005),
La Serreta (Reig, 2000), Lorca (Cárceles et al., 2008) o
L’Albufereta (Verdú, 2015a), por citar solo algunos ejemplos
del área de estudio y sus proximidades. Los mismos avances
se han producido también en el ámbito de los poblados, destacando el caso de La Bastida de les Alcusses (Quesada, 2011).
Tampoco se han abandonado los temas clásicos como es la
profundización en cuestiones tipológicas, prestando especial
atención a armas exóticas o pequeños elementos. Otro tema
interesante, sobre el que profundizaremos más adelante, es la
presencia de armas en determinados contextos rituales más
allá de la aparición en contextos funerarios. En los últimos
años también ha cobrado importancia la valoración de elementos relacionados con la caballería, los análisis metalúrgicos y tecnológicos y el análisis espacial del armamento en sus
contextos a diversas escalas o la arqueología de los campos de
batalla (Quesada, 2016: 174 y ss.) También encontramos algunas líneas de carácter más interpretativo como son estudios
desde la arqueología de género, así como temas relacionados
con las formas de combate y la concepción de la guerra en
el mundo ibérico, con aspectos interesantes como es el de la
importancia del mercenariado en el mundo ibérico (Quesada,
2016: 176 y 179; Graells, 2013; 2014).
166
6.2. LA MATERIALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA
EN EL REGISTRO ARQUEOLÓGICO
Más allá de discursos esencialistas y de la visión ofrecida por las
fuentes clásicas, por otra parte mediatizadas por los conflictos bélicos que enfrentaron a las poblaciones locales y al poder romano
entre los ss. III y I a.C., sí encontramos huellas de este componente social relacionado con la violencia en el registro arqueológico.
Estos indicadores contrastan con las evidencias de nuestra zona
de estudio durante el Bronce Final, donde la presencia de este
tipo de elementos no se aprecia de forma tan clara en el patrón de
asentamiento, las estructuras defensivas, el hábitat o el mundo funerario, como sí sucede en momentos posteriores. Será durante el
periodo que conocemos como Hierro Antiguo cuando este tipo de
elementos relacionados con la violencia se hagan más evidentes
en el registro arqueológico, con la construcción de algunas fortificaciones y los primeros ajuares funerarios con armas.
6.2.1. eL pAtrón De AsentAmIento, LAs fortIfIcAcIones
y eL ArmAmento en contextos De hábItAt
Esta importancia de la violencia en las sociedades ibéricas se
plasma en primer lugar en el paisaje y más concretamente en el
patrón de asentamiento. Los oppida, asentamientos que actúan
como centros políticos y rectores de sus respectivos territorios,
se ubican en emplazamientos en altura y difícilmente accesibles, patrón característico de nuestra zona de estudio (Grau,
2002) pero que podemos extender a grandes rasgos a toda el
área ibérica. Este dato nos está indicando un cierto clima de
inseguridad que implica la elección de estos espacios sacrificando el beneficio que supondría una ubicación en el llano,
más próxima a los campos de cultivo que constituyen la base
económica de estas comunidades.
Esta ubicación busca dotar a la capital del territorio, donde
además residen las elites, de una cierta inexpugnabilidad mediante la elección de puntos estratégicos con acusadas pendientes y relieves escarpados que constituyen importantes defensas
naturales. Asimismo, su emplazamiento en cerros de cierta
altura sobre el nivel de base otorga un dominio visual, lo que
permite prevenir ataques por parte de otras comunidades, pero
al mismo tiempo ejercer el control sobre su territorio político.
Estas características derivadas de la situación topográfica
de los oppida, se conjugan con la presencia de defensas artificiales en forma de murallas y torres en las partes más accesibles, contando con buenos ejemplos en el área central de la
Contestania como El Puig (Grau y Segura, 2013: 47-66) o La
Serreta (Llobregat et al., 1995). Por tanto, a la hora de analizar
la inaccesibilidad de los oppida es necesario atender de forma
conjunta la combinación de elementos naturales y construidos. No obstante, más allá de las implicaciones prácticas que
tendrían estos elementos para la defensa de la comunidad residente en el asentamiento, debemos también tener en cuenta el
impacto visual que supondría, no solo para los enemigos, con
un efecto disuasorio, sino también para los miembros de la
comunidad residentes en los asentamientos del llano.
En este sentido, debemos tener en cuenta, no solo la visibilidad desde el oppidum que permite el control efectivo del territorio, sino la visibilización fruto de la conjunción de elementos
naturales y antrópicos, dicho de otro modo, no solo “ver” sino
también “ser visto” (Grau y Segura, 2013: 65) (fig. 6.1). En este
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Fig. 6.1. Vista aérea del poblado de El Puig d’Alcoi (Imagen: El Tossal Topografía-Museo Arqueológico Municipal de Alcoi)
e interrelación del oppidum con los asentamientos dependientes (Grau, 2016c: fig. 7).
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Fig. 6.2. Distribución general de las armas en la Bastida de les Alcusses (Quesada, 2011: fig. 16).
punto entra en juego la manipulación de la violencia simbólica, concepto en el que profundizaremos más adelante, como
estrategia ideológica por parte de las elites. El núcleo principal
garantiza la seguridad de los asentamientos secundarios ya que
podría dar la alarma y actuar como refugio en caso de conflicto.
Pero por otra parte, esta prominencia visual tendría importantes
connotaciones simbólicas, ya que los núcleos dependientes del
valle se verían continuamente vigilados por las elites que detentan el poder en el territorio, con una sensación psicológica
constante de subordinación al oppidum, generándose así toda
una escenografía del poder (Grau y Segura, 2013: 66).
Es importante destacar que las fortificaciones, como cara
visible de los oppida, constituyen la principal obra pública y
casi único foco de monumentalización entre los iberos (Moret,
1998: 91). Como hemos podido ver en otros capítulos de este
trabajo, los espacios de reunión o los lugares de culto no se
distinguen por sus formas constructivas destacadas, quedando
las fortificaciones como la única construcción colectiva en la
que participaría buena parte de la comunidad.
Otro aspecto que debemos tener en cuenta a la hora de analizar el armamento ibérico es su aparición en espacios de hábitat. No obstante, solo un 13 % de las armas documentadas en el
ámbito ibérico y celtibérico proceden de poblados, cuyo estudio
plantea sus propias problemáticas ya que únicamente en casos de
destrucción violenta y abandono del poblado cabe hallar conjuntos significativos de armas, lo que al mismo tiempo nos da una
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foto fija de este momento que cabría entender como excepcional
(Quesada, 2010: 18). En este sentido, el oppidum de la Bastida
de les Alcusses constituye un caso excepcional para el estudio
del armamento ibérico ya que supone el 16 % del total de armas
recuperadas en este tipo de contexto, proporcionando un gran volumen de información (Quesada, 2011).
El análisis del caso de la Bastida nos permite conocer además
la distribución espacial de un importante conjunto de armas (138
objetos), con una gran densidad de hallazgos que se distribuyen
de modo bastante uniforme a lo largo de la amplia zona excavada
con 250 departamentos (fig. 6.2). Resulta interesante el hecho de
que no parece existir una concentración de armamento en viviendas más ricas o aristocráticas ni en posibles arsenales aislados de
las demás casas o estancias (Quesada, 2011: 217). Esta amplia
distribución del armamento, por otro lado muy similar al patrón
documentado en el Tossal de Sant Miquel a finales del s. III a.C.
(Quesada, 2010: 28-29), ha llevado a pensar que la producción y
control de las armas en el mundo ibérico se correspondería con
una “mentalidad arcaica”, con un acceso generalizado por parte
de hombres libres propietarios, hasta el punto de identificarlos
como tales, como se desprende también de las fuentes literarias y
de los ajuares funerarios (Quesada, 2010: 37).
No obstante, si atendemos a los tipos de armas documentados podemos apreciar un gran predominio de regatones y otros
elementos como puntas de lanza y armas arrojadizas, en muchos
casos de pequeño tamaño y que pudieron utilizarse en activida-
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des cinegéticas. Por otra parte, el hallazgo de objetos relacionados directamente con la guerra, como espadas y manillas de
escudo, es mucho menos frecuente. Por tanto, deberíamos tener
en cuenta que no se atribuirían los mismos significados a todos
los elementos considerados actualmente como armamento y que
sí pudo existir una cierta restricción en el acceso a las armas
propiamente de guerra en contraste con las que pudieron ser
utilizadas también para la caza. Es posible que espadas y escudos fueran los elementos más estrechamente vinculados con la
definición de la identidad guerrera de las elites.
Otro elemento realmente interesante y que retomaremos
posteriormente es el de la aparición de numerosos elementos relacionados con la monta ecuestre, al igual que sucede en la ciudad de La Serreta en el s. III a.C. (Quesada, 2002-2003) y cuya
aparición en necrópolis es sumamente escasa. Este hecho nos
lleva de nuevo a reflexionar acerca de los significados otorgados
por la sociedad ibérica a los distintos tipos de armamento y que
pudo estar en relación con el juego de identidades superpuestas
que se activan o atenúan dependiendo del contexto.
Una vez realizado este sucinto repaso a la presencia de la violencia en ámbitos más “profanos”, aunque ya hemos señalado que
la separación entre la esfera de lo sagrado y lo profano es muy difusa en las sociedades antiguas, pasaremos a analizar con algo más
de detalle la documentación de armas en contextos simbólicos o
rituales como son las necrópolis, la iconografía o los santuarios.
En la segunda parte del capítulo, trataremos de poner en relación
dichas prácticas con la puesta en marcha de estrategias ideológicas
por parte de las elites que tendrían como base la violencia y la
identidad guerrera asociada a estos grupos dominantes.
6.2.2. LAs ArmAs en contextos sImbóLIcos
El armamento en las necrópolis ibéricas
El primer dato que debemos tener en cuenta a la hora de analizar
el tema del armamento en la Edad del Hierro es que casi el 80
% de las armas documentadas procede de contextos funerarios
(Quesada, 2010: 18). Este dato nos lleva a suponer que este es el
espacio por excelencia donde se negocian las cuestiones relacionadas con la identidad guerrera de las elites y donde se despliegan
principalmente las estrategias excluyentes o de red.
Otro elemento que aboga por el carácter exclusivo de las
necrópolis ibéricas, compartido por buena parte de la investigación (Chapa, 1991; Quesada, 1997: 632), es el hecho de que no
parecen estar representados todos los grupos sociales, sino que
solo podría acceder a ese espacio funerario un segmento de la
sociedad, seguramente las elites y sus clientelas más cercanas.
Esta apreciación se fundamenta básicamente en una cuestión
demográfica, ya que, si se compara el número de tumbas de una
necrópolis y el ritmo de deposición durante su periodo de uso,
con las estimaciones acerca de la población que habitaría en los
oppida a los que pertenecen, los números no coinciden.
Para ilustrar este desajuste entre la población presente en las
necrópolis y la que habitaría en el poblado proponemos un ejercicio hipotético aplicado a tres casos de estudio, La Serreta, el
Puntal de Salinas y Cabezo Lucero, sin ánimo de establecer conclusiones definitivas y siendo conscientes de las problemáticas y
limitaciones que implican los estudios de carácter paleodemográfico. El primer paso consiste en elaborar un cálculo aproximativo
de la población que habitaría estos oppida a partir de su superfi-
cie, para lo que seguimos la propuesta aplicada en el caso, relativamente cercano, del poblado de Kelin, donde se establece el
cálculo a partir de la relación entre superficie excavada, superficie
habitada, superficie comunitaria, superficie media construida de
las viviendas y un ratio de 4,5 personas por unidad habitacional,
para posteriormente extrapolar los datos al resto del asentamiento
(para una explicación más detallada del método y los estudios
previos en que se apoya véase Moreno y Valor, 2010).
La aplicación de dicha fórmula arroja una densidad de 26
m2/hab., que concuerda con los 25 m2/hab. asignados por Sanmartí y Belarte (2001), y que la superficie habitada, descartando las superficies comunitarias, como calles, espacios abiertos,
murallas… es de unos 2/3 del total de la superficie del poblado.
El oppidum de La Serreta, tendría en el s. IV a.C. un tamaño
entre 1,5 y 2 ha., como parece indicar la dispersión de cerámicas
áticas, limitadas a la cumbre y las laderas superiores del cerro
(Grau Mira, 2002: 331). Estableciendo una superficie intermedia de 1,75 ha. y aplicando las premisas anteriores de densidad y superficie habitada (P = Superficie habitada (1,17 ha.) /
Densidad demográfica (26 m2/hab.)), obtenemos una población
de 448 habitantes. Si aplicamos la misma fórmula en el asentamiento de El Puntal de Salinas, con una superficie de 0,5 ha.,
obtenemos una población de 128 habitantes. Por su parte, en el
caso del poblado asociado a la necrópolis de Cabezo Lucero,
con una superficie de 1,5 ha. obtendríamos una población de
384 habitantes. Es justo señalar que los resultados no van a resultar tan ajustados como en el caso de Kelin, ya que, en el caso
de La Serreta especialmente, desconocemos las estructuras y el
tamaño de las casas correspondientes a este momento, aunque
los datos obtenidos resultan bastantes plausibles.
A continuación, pasamos a calcular la tasa de mortalidad anual
de cada una de estas necrópolis en el supuesto de que toda la población del oppidum se encontrara presente en la necrópolis. En el
caso de La Serreta la necrópolis está compuesta por 80 sepulturas
para un periodo de 150 años, que abarca el s. IV y mediados del
III a.C. (Cortell et al., 1992; Reig, 2000), a lo que debemos añadir la población aproximada del poblado que hemos calculado en
unos 448 habitantes. Aplicando la fórmula comúnmente utilizada
por los estudios demográficos para calcular la tasa de mortalidad
general quedaría del siguiente modo:
80 sep. / 150 años
Tm = ———————— x 1000 = 1,18 ‰
448 hab.
Para el caso del Puntal de Salinas, contamos con una necrópolis compuesta por 37 sepulturas, aunque cabe la posibilidad de
que algunas de ellas no sean enterramientos, por lo que el número
podría ser de 24, en un periodo de 50 años que coincidiría con la
primera mitad del s. IV a.C. (Sala y Hernández, 1998). Aplicando
la misma fórmula obtenemos una tasa de mortalidad de 5,78 ‰ si
contabilizamos 37 tumbas y de 3,75 ‰ si tenemos en cuenta solo
24 sepulturas. Finalmente, para el caso de Cabezo Lucero contamos con 94 sepulturas entre inicios del s. V y finales del segundo
tercio del s. IV a.C., unos 166 años (Aranegui et al., 1993), por
tanto, una tasa de mortalidad del 1,48 ‰.
Estos datos resultarían totalmente inverosímiles si tenemos
en cuenta que en un país desarrollado como España nos encontramos con tasas de mortalidad en torno al 9 ‰ en la actualidad.
Pero el contraste aún se aprecia mejor si tratamos de calcular
el número de tumbas que debería haber si toda la población del
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asentamiento estuviese representada durante el período de uso
de la necrópolis y con una tasa de mortalidad acorde con lo que
se conoce como Régimen demográfico tradicional, con unos índices entre el 30 y el 40 ‰ (Berrocal-Rangel, 2001: 101). En ese
caso, en La Serreta contaríamos con 2352 tumbas, 224 enterramientos en El Puntal y 2231 sepulturas en Cabezo Lucero, por
lo que las tumbas que se han documentado supondrían un 3,4,
un 11-16 y un 4,21 % respectivamente.
Estos datos constituyen un argumento más a la hora de
defender un acceso restringido al espacio funerario por parte
de un segmento distinguido de la población que se correspondería con las elites dominantes. Cabría asimismo preguntarse
dónde se encuentra este segmento social cuyo rango le impide
acceder a la necrópolis y cuya invisibilidad puede deberse a
una variación en las prácticas funerarias que no dejan huella
en el registro arqueológico.
En primer lugar, debemos atender a la composición demográfica representada en las necrópolis, acudiendo a un caso
bien estudiado y con una muestra bastante representativa como
es el de La Serreta, cuyas conclusiones generales podríamos
extrapolar a otros cementerios de la región sudoriental peninsular (Gómez Bellard, 2011). Nos encontramos con una población donde se encuentran representados todos los grupos de
edad desde neonatos a ancianos, tanto hombres como mujeres,
con un predominio de los primeros en los casos en que se ha
podido determinar el sexo (34,6 % de individuos varones frente
a un 16 % de individuos femeninos). Los adultos representan la
gran mayoría de los individuos presentes en la necrópolis (78
%) con un porcentaje importante de jóvenes tanto entre la población femenina (50 %), posiblemente debido a la alta mortalidad perimaternal, como masculina (27 %). Finalmente, el armamento es un elemento esencialmente asociado a individuos
de sexo masculino, teniendo en cuenta la dificultad que entraña
determinar el sexo a partir de los restos cremados, siendo francamente inusual la presencia inequívoca de armas en tumbas
femeninas (Quesada, 1997: 636-639).
El estudio de las necrópolis, junto al patrón de asentamiento,
aporta la documentación necesaria para construir uno de los argumentos más sólidos para hablar de jerarquización en la sociedad
ibérica y de un patrón estratificado donde el armamento parece tener un enorme peso a la hora de expresar el estatus del individuo.
En general, las tumbas que presentan armas tienen sistemáticamente ajuares más ricos que las que no las tienen y se acompañan en
muchas ocasiones de otros bienes de prestigio como es la cerámica
griega de importación (Quesada, 1997: 633).
Para una mejor comprensión del proceso debemos retrotraernos al periodo inmediatamente anterior a lo que comúnmente denominamos fase ibérica, es decir, el Hierro Antiguo que se desarrolla entre los ss. VII y VI a.C. La deposición de armamento en
tumbas se identifica de forma clara durante el s. VI a.C. aunque
podemos apreciar una cierta escasez relativa si lo comparamos
con las necrópolis datadas ya en época ibérica.
En nuestra área de estudio contamos con una interesante necrópolis como es la de Les Casetes (Villajoyosa) donde encontramos cinco tumbas con armas suponen un 17 % del total, un
20 % si tomamos como referencia el total de 25 sepulturas cuyo
carácter de enterramientos es indudable (García Gandía, 2009:
118), un porcentaje algo inferior al que veremos para momentos
posteriores. El elemento más característico en este caso son las
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puntas de lanza de grandes dimensiones, en ocasiones acompañadas de regatones, lo que las convierte en armas diseñadas
para ser empuñadas y no arrojadas. Se documentan un total de
siete moharras en cinco tumbas de cremación (6, 10, 18, 20 y
21), datadas en la primera mitad del s. VII a.C. y pertenecientes
todas ellas a individuos varones adultos (García Gandía, 2009:
232). Estas puntas de lanza se acompañan en el caso de las tumbas 20 y 21 de elementos arrojadizos como son un soliferreum
y dos pila. La presencia de puntas de lanza en necrópolis catalogadas como pertenecientes al Hierro Antiguo u Orientalizantes tiene paralelos tanto en el suroeste peninsular (Alcácer do
Sal, Mealha Nova, Pego) como en Andalucía (La Angorrilla,
El Palmarón, Estacar de Robarinas, Illora) (Quesada, Casado y
Ferrer, 2014: 352). La escasez de armas en tumbas del periodo
orientalizante contrasta con la abundancia relativa en contextos
del noreste peninsular donde el contacto con poblaciones semitas fue menos intenso, aunque es importante señalar que no se
trata de una costumbre del todo ajena al mundo fenicio, como
podemos comprobar en algunas necrópolis de las colonias occidentales de Cerdeña como los casos de Bithia, Tharros, Othoca
o Paniloriga (Quesada, Casado y Ferrer, 2014: 373).
La proporción de tumbas con armamento en las necrópolis
ibéricas del sureste y la Alta Andalucía se sitúa en la mayoría de
los casos entre un 25 y un 45 % aunque debemos tener en cuenta
también la variable cronológica. Según Quesada, podemos distinguir dos fases claramente diferenciadas en cuanto a la presencia de armamento en el contexto funerario. Por una parte, durante
el s. V a.C. las tumbas con armas son más escasas, aunque suelen
corresponder a panoplias con una importante presencia de armamento metálico de carácter defensivo que también encontramos
en los conjuntos escultóricos. Por otra parte, durante el s. IV a.C.
asistimos a una generalización, estandarización y simplificación
del armamento en las necrópolis, que al mismo tiempo crecen en
tamaño con el acceso de un segmento mayor de la sociedad a la
posesión de armas (Quesada, 1997: 634).
Atendiendo más concretamente a las necrópolis más cercanas
a nuestra área de estudio encontramos armas en 162 de las 383
sepulturas de El Cigarralejo (fin s. V- s. I a.C.), lo que supone un
42,3 % (Quesada, 1997: 636); en la necrópolis de La Senda (s. IV
a.C.) aparecen en 13 de las 45 tumbas, un 28,8 %; en la necrópolis del Poblado (s. IV- inicios s. II a.C.), también en Coimbra del
Barranco Ancho, se documentan armas en 34 de las 72 tumbas
excavadas, que suponen un 41,2 % (García Cano, 1997: 194); en
la necrópolis del Puntal de Salinas (s. IV a.C.) aparecen armas en
18 de las 32 incineraciones, un 56 % (Sala y Hernández, 1998);
por su parte, en la necrópolis de Cabezo Lucero encontramos una
proporción de tumbas con armas bastante superior a la media que
representa un 60,5 % del total, es decir en 51 de las 94 sepulturas;
finalmente, en el caso de La Serreta, de las 80 tumbas excavadas, 29 cuentan con armamento, lo que supone un 36 % del total
(Reig, 2000). Como podemos ver el derecho a la posesión de armas y a enterrarse con ellas no es mayoritario ni siquiera en un
espacio ya de por sí exclusivo como es la necrópolis.
Una cuestión interesante en relación con el armamento en
las necrópolis ibéricas es la inutilización de las armas en una
proporción significativa. Se han propuesto numerosas hipótesis explicativas para este hecho que podemos agrupar en dos
líneas. Por un lado, los autores que abogan por una explicación
práctica, bien para evitar el expolio de las armas o bien para
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Fig. 6.3. Panoplia básica ibérica compuesta por falcata, manilla de escudo, soliferreum, y lanza, procedentes de la Bastida de
les Alcusses (elaboración a partir de Quesada, 2011: figs. 2-6).
poder introducirlas en el hoyo que conforma la tumba. Por otro
lado, encontramos otra línea que aboga más por una causa ritual
detrás de estas inutilizaciones y que nosotros creemos también
más plausible. Entre estas prácticas encontramos el doblado
de las armas (espadas, manillas de escudo, puntas de lanza y
soliferrea) y el mellado o embotamiento deliberado del filo de
las espadas. Las causas para esta inutilización ritual pueden ser
múltiples y variadas, aunque para el propósito de este capítulo
puede resultar especialmente interesante la estrecha asociación
personal e identitaria de las armas con el difunto, de modo que,
tras su muerte, nadie más podría utilizarlas.
Otro elemento a valorar es la asociación de armas en los
ajuares ibéricos para tratar de entender si estamos ante grupos de carácter funcional o panoplias o si por el contrario las
armas se han depositado siguiendo un criterio simbólico o de
prestigio sin un significado militar (fig. 6.3). En este sentido,
resulta muy interesante el estudio de Quesada sobre una muestra de un total de 700 sepulturas con armamento (Quesada,
1997: 643-651). El primer dato que se desprende es la inexistencia de aleatoriedad en las asociaciones. La combinación
más recurrente es la de la presencia de una sola arma, especialmente una sola espada, normalmente una falcata, en el 11,7
% de los casos. La sobrerrepresentación de la falcata en los
contextos funerarios nos informa del enorme peso simbólico
que debió tener esta arma en la construcción de la persona
social del individuo. Destaca también la presencia en solitario
de armas de asta (tanto lanzas para el combate cuerpo a cuerpo
como arrojadizas) con o sin regatón que llega hasta el 16,4 %
de los casos, que podría deberse a que era ésta el arma más habitual entre los guerreros y posiblemente la única que podrían
proporcionarse los combatientes menos pudientes (Quesada,
1997: 644). Más allá de estas deposiciones, que podrían deberse a motivaciones de tipo simbólico, encontramos un 38,4 %
de las tumbas que presentan unas asociaciones con una lógica
funcional, con combinaciones de espada y lanza (18,9 %) y
espada, lanza y escudo (19,5 %) (Quesada, 1997: 645).
Si tenemos en cuenta la variable cronológica vemos que
para el periodo más antiguo (ss. VI-V a.C.), que supone un
12 % del total de tumbas, es característica la presencia de
armas defensivas y la aparición de una gran lanza con regatón, a veces acompañada de otros elementos como grebas o
manillas de escudo, mientras que la presencia de espadas es
prácticamente anecdótica. Para el periodo mejor conocido, el
de los ss. IV y III a.C., que supone un 66,7 % de los casos, se
agudizan los patrones generales que veíamos antes. El período ibérico final (finales del s. III- I a.C.), que supone el 9,8 %
del total de tumbas, se aprecia una disminución del número
de tumbas con armamento, siendo la asociación más frecuente
la aparición de una sola espada (17,4 %) y con un patrón de
asociaciones muy similar al del periodo anterior, aunque algo
más simplificado (Quesada, 1997: 645).
Por otra parte, también debemos tener en cuenta la aparición de tumbas con un exceso de armas que resultan poco
lógicas desde el punto de vista funcional y que suponen en
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torno a un 6 % de las tumbas ibéricas con armas. Entre estas
duplicaciones, la más frecuente es la aparición de dos espadas
o puñales, seguida de dos manillas de escudo, mientras que la
aparición de dos puntas de dos lanzas, tanto arrojadizas como
de combate cuerpo a cuerpo es bastante infrecuente (Quesada,
1997: 645-646). Seguramente, esta reduplicación de armas en
las tumbas ibéricas se deba a la acumulación de objetos, ya
sean armas o bienes de prestigio, para expresar estatus por parte de algunos individuos de la elite.
Armamento e iconografía
Otra forma de materialización de la ideología del poder y de
estos discursos que tienen que ver con la violencia consiste en
la plasmación de estas ideas, valores, historias y mitos en una
realidad física y tangible como es la iconografía, más concretamente la escultura y la decoración vascular (DeMarrais, Castillo y Earle, 1996: 16-17). Estas manifestaciones requieren un
conocimiento especializado y una inversión de recursos para su
elaboración, cuyo coste impide que todos los grupos sociales
tengan acceso a esta fuente de poder.
Escultura
Uno de los conjuntos escultóricos más antiguos y más interesantes en los albores del mundo ibérico es sin duda el monumento
funerario de Pozo Moro, datado a finales del s. VI a.C. En esta
estructura turriforme encontramos tres relieves con la representación de un varón que en actitud heroica y fuertemente armado
en los distintos episodios (harpé, cascos, caetra, lanza y espada) se enfrenta a enemigos monstruosos, poniendo en riesgo su
vida para defender a su comunidad (García Cardiel, 2016: 213214). El héroe protagonista de estas hazañas sería considerado
seguramente un ancestro del aristócrata o linaje que financió la
construcción del monumento. Otro elemento escultórico correspondiente a la misma época es la Estela de Altea la Vella, donde
encontramos representado, mediante diversos trazos en la piedra y de forma bastante esquemática, un personaje vestido con
túnica larga con escote triangular y cinturón, portando además
un cuchillo afalcatado y posiblemente una exótica espada de antenas (Morote, 1981; Martínez y Sala, 2016).
Durante el s. V a.C. este tipo de representaciones escultóricas de las elites va a ser mucho más frecuente. De principios
de esta centuria data el conjunto escultórico de Cerrillo Blanco donde encontramos, entre otros muchos elementos, toda una
serie de personajes varones con un evidente carácter guerrero
(Negueruela, 1990). Se trata de individuos ataviados con completas panoplias, entre las que podemos identificar armamento
defensivo como cascos, discos-coraza, corazas acolchadas, escudos y grebas; espadas de frontón, de antenas, falcatas, puñales,
lanzas y finalmente caballos con sus atalajes (Quesada, 1997:
938-940). Todos estos personajes se representan por parejas en
combate singular, en escenas de caza o enfrentándose a seres
monstruosos. Asistimos a un cambio conceptual con respecto a
las representaciones de Pozo Moro, donde nos encontrábamos
con un tono más mítico donde el protagonista es un héroe sobrehumano con atributos semidivinos, frente al caso de Porcuna
con un discurso más épico donde la distancia entre estos héroes
y el resto de la comunidad se reduce y con un armamento más
estandarizado, aunque propio de miembros de la elite (Aranegui,
2006: 117-118; García Cardiel, 2016: 215).
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Más cerca de nuestra área de estudio, en La Alcudia de
Elche encontramos una serie de elementos escultóricos que,
aunque muy fragmentados y reutilizados, pudieron constituir
un conjunto muy similar al de Cerrillo Blanco, una especie de
heroon que se dataría entre finales del s. V e inicios del IV a.C.
(León, 1998: 158-159; Sala, 2007). Entre los restos, encontramos un torso humano con pectoral circular decorado con cabeza de lobo y disco gemelo en la espalda; un tronco masculino
empuñando una falcata; una cabeza masculina con guardanuca;
un fragmento de escudo redondo y cóncavo por fuera y con un
umbo circular que lleva en su centro un botón con los remaches
de los clavos de la manilla; una mano agarrando el interior de
un escudo en el que se observa la manilla y la almohadilla y
finalmente un relieve representando los cuartos traseros de un
caballo con un fragmento de lanza. A todo ello hay que unir los
hallazgos cercanos al oppidum como el fragmento descontextualizado de pierna con greba y una mano que agarra el tobillo
y el fragmento de busto de guerrero con protecciones almohadilladas (Quesada, 1997: 937). Junto a las citadas representaciones de guerreros, a las que cabría añadir otros hallazgos aislados
que no hemos incluido, encontramos las representaciones caballos y jinetes ricamente enjaezados como el que coronaba una
de las tumbas de comienzos del s. V a.C. de la necrópolis de Los
Villares (Blánquez, 1992: 126-128).
A partir del s. IV a.C. en adelante no encontramos estas escenas de combate que caracterizaban los grandes conjuntos escultóricos de Cerrillo Blanco y La Alcudia, incluso parece que
las representaciones en las que aparecen guerreros no se otorga un rol protagonista al armamento, sino que simplemente
forman parte de la indumentaria del personaje (García Cardiel,
2016: 222). No obstante, hemos de hacer una excepción con
uno de los personajes representados en el conjunto escultórico
de El Pajarillo, donde podemos ver a un guerrero a pie en el
momento previo a su enfrentamiento con un lobo, que esconde
una falcata entre los pliegues de su capa. De nuevo nos encontraríamos con el antepasado del linaje dominante que realiza
una hazaña heroica en beneficio de la comunidad y que aparece en un conjunto escultórico en los límites del territorio del
oppidum de Úbeda la Vieja (Ruiz et al., 1998).
En el cipo procedente de la necrópolis de El Poblado de
Coimbra del Barranco Ancho, datado a mediados del s. IV
a.C., se representa a un jinete en tres de sus caras, escena en
la que ya no vemos una ostentación de las armas, aunque hay
elementos mucho más sutiles como el pendiente anular que
se ha interpretado como un elemento propio de los guerreros
ibéricos (Aranegui, 1996: 94), el puñal del personaje entronizado (Chapa y Olmos, 2004: 74-75) o el cubrenucas de uno
de los jinetes. Una escena similar encontramos el pinax de la
necrópolis de La Albufereta donde encontramos a un personaje masculino que porta un pendiente anular y se apoya en
una lanza, posiblemente disponiéndose a acceder al Más Allá
(García Cardiel, 2016: 222). Seguramente perteneciente al
mismo pilar-estela de Coimbra, encontramos un fragmento
de nacela muy erosionado con la representación de varios
guerreros muertos o tumbados (García Cano, 1997: 263). Un
segundo jinete procedente de Los Villares y datado en este
momento va en la línea de la propuesta de que el armamento
pierde un cierto protagonismo en el ámbito de la escultura,
ya que si lo comparamos con el jinete que veíamos anterior-
[page-n-186]
Fig. 6.4. Jinete de la Bastida (a partir de Lorrio y Almagro-Gorbea, 2004-2005: fig. 1).
mente en la misma necrópolis, vemos que tanto el personaje como el animal se representan más pobremente ataviados
(García Cardiel, 2016: 222-223).
Antes de finalizar con este apartado, hemos querido incluir
una manifestación iconográfica aunque no resulte estrictamente
escultórica. Nos referimos a la pequeña figurilla de bronce conocida como Jinete de la Bastida o Guerrer de Moixent, procedente
del oppidum de la Bastida de les Alcusses (Lorrio y AlmagroGorbea, 2004-2005) (fig. 6.4). Se trata de un jinete desnudo que
porta un casco rematado por una alta cimera o penacho, que porta
una falcata en su brazo derecho y un escudo redondo en la mano
izquierda, al mismo tiempo que sostiene las riendas. El caballo
presenta una clara desproporción con el jinete, resultando mucho
más pequeño. En este caso sí que se enfatiza claramente el carácter guerrero del individuo, con una hipercaracterización de las
armas y el casco. En cuanto a su interpretación, se ha propuesto
que podría tratarse de la parte superior de un cetro, rematando
un enmangue en bronce que a su vez iría ensartado en un astil de
madera, como se documenta en ejemplares muy similares como
el Jinete de Cuenca. No obstante, el ejemplar de la Bastida se encuentra posiblemente recortado al nivel de las patas del caballo,
por lo que pudo convertirse al final de su vida útil en un exvoto
de ámbito doméstico, quizá visto como la imagen de un ancestro
(Bonet y Vives-Ferrándiz, 2011: 159). Esta vinculación con las
elites dominantes del poblado se acentúa si tenemos en cuenta su
contexto de aparición, concretamente en el Depto. 218 que forma parte de una de las dos viviendas que conforman el Conjunto
4, en una posición privilegiada en la parte central del poblado,
junto a un gran espacio abierto, posiblemente una plaza y frente
al Conjunto 7, un interesante edificio interpretado como almacén
(Bonet y Vives-Ferrándiz, 2011: 88).
Decoración vascular
La ideología del poder también puede materializarse en forma de
objetos que transmiten determinados mensajes, ideas o narrativas
estandarizadas entre individuos y grupos, siendo muy efectivos
en las largas distancias, debido a su carácter mueble. A mediados
del s. III a.C. las manifestaciones iconográficas relacionadas con
la violencia y las armas se trasladan a un nuevo soporte como es
la cerámica y sus decoraciones pintadas, surgiendo estilos como
los vinculados a las ciudades de Edeta y de La Serreta (fig. 6.5).
Como veíamos en el capítulo anterior, estas producciones van a
estar íntimamente ligadas a las elites dirigentes de estas ciudades,
que comparten ciertos códigos simbólicos, y con el proceso de
etnogénesis y de creación activa de identidades que conlleva la
construcción de proyectos geopolíticos de ámbito comarcal o supralocal (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015).
Resulta interesante en este sentido el estudio de M. Fuentes
y C. Mata (2009) en el que se recogen diversas imágenes con
violencia pintadas sobre cerámica, la mayoría de ellas con una
cronología entre la segunda mitad del s. III a.C. e inicios del s.
II a.C., aunque también hay algunas datadas en el s. II a.C. Entre
las escenas encontramos diferentes enfrentamientos de hombres
armados, ya sea entre infantes o entre jinetes e infantes, en lo
que parecen ser, bien batallas o bien combates de carácter ritual.
Asimismo, las armas representadas son también muy variadas
con representación de espada, falcata, lanza o jabalina, caetra,
scutum, casco y espuelas. La mayoría de estas escenas provienen
del Tossal de Sant Miquel, concretamente 14, o de su territorio
político como es el Puntal dels Llops o La Monravana, aunque
por ubicarse en nuestra área de estudio nos interesa especialmente
el caso recogido procedente de La Serreta. Se trata de la conocida escena del Vas dels Guerrers y donde se representan varias
escenas que se han relacionado con distintas hazañas llevadas a
cabo por un héroe, con un claro carácter iniciático (Olmos y Grau,
2005). Los tres episodios serían, el enfrentamiento con una bestia
salvaje, en este caso un lobo, la caza de un ciervo y el enfrentamiento cuerpo a cuerpo de dos guerreros, uno de ellos con caetra
y espada y su oponente con escudo oblongo y lanza. No obstante,
hemos de decir que existen más ejemplos de personajes armados
y jinetes en la cerámica figurada que no se han recogido en el trabajo de Fuentes y Mata, por no tratarse de enfrentamientos entre
dos o más individuos o por no existir una violencia explícita.
173
[page-n-187]
Fig. 6.5. Vaso de los Guerreros del Tossal de Sant Miquel (Bonet, 1995: fig. 25) y Vas dels Guerrers de La Serreta
(a partir de Olmos y Grau, 2005: figs. 3 y 4).
174
[page-n-188]
Otra conclusión que se desprende del estudio de este tipo de
representaciones es que no existe una relación directa entre recipiente y escena, aunque predominan los recipientes de almacenaje
de tamaño mediano y grande, como son tinajas, lebetes, tinajillas,
kalathoi y tarros, además de dos jarros. Muy interesante resulta
también el contexto donde aparecen este tipo de piezas, con un 70
% de recipientes procedentes de espacios domésticos o de hábitat,
un 13 % de necrópolis y finalmente, un 17 % de espacios sacros
como el templo del Tossal de Sant Miquel o el departamento F1
de La Serreta (Fuentes y Mata, 2009: 82). Asistimos por tanto a
un cambio importante en cuanto a la materialización de los discursos iconográficos de la violencia, pasando de la piedra a la
cerámica, aunque se sigan representando temas similares, como
la representación de las elites y sus actividades o de las hazañas
de los antepasados míticos heroizados. Estos objetos serían vasos
de prestigio encargados por las elites que serían mostrados con
motivo de ciertas celebraciones, seguramente relacionadas con
prácticas de comensalidad ritual (Olmos, 1987).
El armamento en lugares de culto
La presencia de armamento en lugares de culto o que podamos
considerar como espacios sacros en el mundo ibérico es realmente escasa, ya que, como veíamos, en torno al 80 % de las armas
han sido documentadas en contextos funerarios y poco más del
10 % en contextos de hábitat. El restante 9,5 % corresponde a
otros contextos como santuarios, subacuáticos, posibles campos
de batalla, campamentos o se desconoce su procedencia concreta (Quesada, 2010: 18). En este caso resulta muy interesante el
trabajo de M. Gabaldón (2004) donde se recogen las evidencias
conocidas y cuya escasez relaciona principalmente con la falta de
costumbre de los iberos de depositar armas como ofrendas en sus
santuarios y por otra parte con una posible falta de interés en este
tipo de objetos por parte de quienes excavaron muchos de estos
santuarios a finales del s. XIX e inicios del XX (Gabaldón, 2004:
338-339). En este apartado recogeremos las escasas evidencias
constatadas, incluyendo una comparación con otros ámbitos culturales, mientras que en el apartado interpretativo al final de este
capítulo trataremos de profundizar en las causas que pudieron
llevar a gran parte de las comunidades ibéricas a no depositar ni
ofrendar su armamento en los lugares de culto.
Siguiendo la lógica geográfica que proponíamos en el capítulo anterior, referente a los santuarios, comenzaremos nuestro
recorrido por los lugares de culto de la Alta Andalucía. En el santuario de Torreparedones se documenta una punta de lanza en las
estructuras relacionadas con prácticas cultuales en la primera fase
del santuario, datada en los ss. II-I a.C. (Morena, 2010). En el posible santuario de Casas Viejas, en Granada, se documentan falcatas en miniatura encajadas de forma intencionada en las fisuras
de la roca (Lillo, 1986-1987). Por su parte, en las excavaciones
llevadas a cabo por I. Calvo y J. Cabré en Collado de los Jardines
a inicios del siglo pasado, también se documentaron numerosas
armas, aunque descontextualizadas y con documentación poco
precisa, entre ellas una falcata votiva, lanzas, puñales, puntas de
flecha, regatones, falcatas, escudos y arreos de caballo (Calvo y
Cabré, 1917; 1918; 1919). En el cercano santuario de Castellar
se documentan también algunas armas durante las excavaciones
antiguas como una punta de lanza de hierro con decoración damasquinada, puntas de flecha de bronce, lanzas y regatones (Lantier, 1917: 108-109). Hemos de tener en cuenta que en ambos
santuarios jienenses se han documentado numerosos exvotos de
bronce que representan al oferente como portador de armas, en
ocasiones con panoplias completas compuestas por escudo, lanza
y falcata (Rueda, 2008; 2011). Por tanto, podríamos decir que en
estos dos últimos santuarios sí existe una presencia de elementos
relacionados con la identidad guerrera de las elites, especialmente
reflejada en sus exvotos y no tanto por la presencia de armas reales, a diferencia de lo que encontramos en los espacios de culto
ubicados más al norte, en el sureste y oriente peninsular.
Ya en el área que definíamos como murciano-albaceteña,
encontramos una falcata en miniatura con empuñadura en forma de cabeza de caballo en la favissa del santuario de El Cigarralejo, junto con un regatón y un glande de honda (Cuadrado,
1950a), fechadas entre los ss. IV y III a.C. aunque la ocultación
no se lleve a cabo hasta el II a.C. También en el santuario de La
Encarnación se han documentado falcatas en miniatura y cuchillos afalcatados muy esquemáticos colocados entre las grietas
rocosas de la parte alta del cerro, al igual que en el santuario
de la Luz, de donde provendría otra falcata en miniatura y fragmentos de otras (Lillo, 1986-1987: 35-36), aunque muy posiblemente se trate de cuchillos afalcatados relacionados con el
culto y los sacrificios. En este último santuario hemos de tener
en cuenta la presencia de exvotos de bronce que representan individuos con armas, como son varios jinetes con falcata y caetra
o un guerrero en actitud de marcha armado con falcata y lanza
(Tortosa y Comino, 2013: 133-138). También en el Cerro de los
Santos se conocen diversas menciones antiguas a la presencia
de armamento, habiéndose perdido en la actualidad la mayoría
de ellas, como lanzas, regatones, soliferrea, falcatas, puñales y
puntas de flecha (Gabaldón, 2004: 345).
Finalmente, en nuestra área de estudio solo encontramos una
vaga referencia a la presencia de una lanza y un regatón en el
santuario ibérico de La Serreta (Gabaldón, 2004: 349) sin que
podamos aportar nada más. La presencia de armamento en La
Serreta es prácticamente inexistente y en el caso de existir sería
anecdótica, pauta que se extiende también a la enorme colección
de exvotos procedentes del santuario donde no se ha documentado
ni un solo individuo portando armas entre las más de 400 piezas
identificadas. De hecho, el único exvoto de terracota que porta un
arma se encuentra en el hábitat y no en el espacio de culto. Se trata
de una figurilla humana del tipo esquemático que porta una falcata
al cinto y a la que falta la cabeza (Grau, 1996b: 108).
Una vez finalizado este breve recorrido, resulta destacable la
escasa presencia o incluso ausencia de elementos relacionados con
el armamento en los espacios de culto ibérico. Creemos que esta
ausencia de armas, o representaciones de armas en los exvotos,
en los santuarios ibéricos del sector sudoriental peninsular podría
estar en relación, por una parte, con una conceptualización específica de las armas en relación con la construcción identitaria de los
individuos que impide su deposición en estos espacios y por otro,
el contexto sociopolítico concreto en el que se encuentran enmarcados este tipo de santuarios territoriales que tienen su momento
álgido de uso en el s. III a.C. Este patrón de comportamiento, sobre el que volveremos más adelante, contrasta con las prácticas
en relación con las armas y los espacios sacros en otros ámbitos
culturales como Grecia, la península Itálica o el mundo céltico.
En el caso de los santuarios griegos, la presencia de armas
es bastante frecuente en época arcaica y clásica, especialmente
durante el s. VI y la primera mitad del V a.C. (Gabaldón, 2004:
175
[page-n-189]
161). Según diversos autores, este fenómeno vendría a coincidir
en muchos casos con la desaparición de las armas en los contextos personales de las necrópolis, pasando al espacio público
del santuario. El armamento depositado en los espacios de culto
helenos consiste en la mayoría de los casos en los despojos de
guerra capturados en el campo de batalla, los spolia hostium, y
en menor medida armas personales, siendo el lugar preferente
los santuarios panhelénicos, donde las poleis competían por exhibir las ofrendas más ostentosas. En buena medida, este auge de
las ofrendas de armamento en los santuarios se ha relacionado
con el desarrollo de la polis y del ejército hoplítico como uno
de sus fundamentos, vinculándose su declive a un creciente sentimiento panhelénico que hacía poco digna la ofrenda de armas
capturadas a otros griegos, a la prohibición de entrada de armas
en los santuarios. También se ha relacionado con cambios en las
formas de guerra, con enfrentamientos, no ya entre poleis sino
por la hegemonía de la Hélade con un carácter más racional y
estratégico (Gabaldón, 2004: 164-166). No obstante, durante el
periodo helenístico se seguirán depositando armas en los santuarios y construyéndose trofeos en los campos de batalla.
Entre los pueblos que habitaban la península itálica, etruscos, samnitas, lucanos, umbros…, el armamento era preferentemente depositado en las tumbas al igual que sucede en el ámbito
ibérico. No obstante, sí se dan casos en que se ofrendan como
exvotos en los santuarios, incluso de forma abundante en algunas ocasiones. En las fuentes se afirma que en la Roma monárquica y republicana existía la costumbre de depositar los spolia
hostium bien en los templos y otros espacios públicos, o bien
en espacios privados como las casas de los vencedores. En este
caso se trata de una práctica ritual de carácter individual, a diferencia de lo que sucedía en Grecia donde era un rito colectivo de
la polis, siendo, por otra parte, mucho más frecuentes y masivos
en el ámbito heleno. Más común, aunque tampoco excesivamente habituales, son las armas ofrecidas de modo individual
como exvotos (Gabaldón, 2004: 265).
Por último, en los santuarios galos de la Segunda Edad del
Hierro se han documentado grandes cantidades de armas ofrendadas. Estos espacios sacros suelen estar rodeados por un sistema de fosas y empalizadas que distinguen claramente el espacio
sagrado del profano, junto a algunos pozos votivos y construcciones en su interior. Las armas, normalmente lanzas, escudos
y espadas, es decir, la panoplia básica de los guerreros galos, se
exhibirían durante un tiempo en el santuario para ser posteriormente inutilizadas y depositadas en el foso. Según las fuentes
clásicas, estos botines de guerra eran amontonados junto con los
restos de sacrificios, tanto humanos como de animales, a modo
de trofeos o monumentos de victoria. Estas prácticas rituales
perdurarán hasta el s. I a.C., momento en el que desaparecerán coincidiendo con la pacificación de Augusto y el progresivo
proceso de romanización (Gabaldón, 2004: 333-334).
Un depósito singular bajo la Puerta Oeste de la Bastida
de les Alcusses
Nos centramos ahora en un interesante depósito de carácter
ritual documentado sobre el pavimento de la primera fase de
la Puerta Oeste del oppidum de la Bastida de les Alcusses. Se
trata de un contexto excepcional por varias razones, en primer
lugar, porque es uno de los pocos rituales con armas en un
contexto no funerario bien documentados en el mundo ibé176
rico y muy cercano a nuestra área de estudio, aunque en un
ámbito cultural compartido como es la zona septentrional de
la Contestania. En segundo lugar, porque el registro ha sido
minuciosamente estudiado por un equipo multidisciplinar, lo
que aporta un enorme volumen de información que nos permite conocer mejor una práctica ritual compleja en un oppidum
ibérico del s. IV a.C. (Vives-Ferrándiz et al., 2015).
Este depósito ritual estaría vinculado a una renovación de las
estructuras de la Puerta Oeste del poblado en algún momento entre
el 375 y el 350 a.C. e incluye materiales tan variados como herrajes, maderas, armas, cerámica, semillas, frutos, fauna y restos
constructivos (fig. 6.6). Nos centraremos en primer lugar en el armamento documentado por ser éste el objeto de interés de nuestro
capítulo (Vives-Ferrándiz et al., 2015: 290-293). Se han documentado cinco falcatas que definen los conjuntos, elementos de vaina,
6-9 soliferrea, moharras de lanza o jabalina, un regatón, cuatro
manillas de escudo y un cuchillo afalcatado. Estos elementos se
agrupan en cinco conjuntos que guardan una gran similitud con
los ajuares funerarios ibéricos propios de esta zona y que coincidirían con la panoplia funcional formada por espada, arma de astil
y escudo. Solo el conjunto 5 está formado por una única falcata,
precisamente con una tipología diferente, con empuñadura de cabeza de caballo, mientras que el resto presentan empuñadura con
cabeza de ave. También se puede apreciar un cierto formalismo en
la colocación de las armas, junto con herrajes y cerámica, sobre
el pavimento de la puerta, colocándose la manilla de escudo y la
espada de forma paralela en el conjunto 3 o formando una cruz en
el caso de los conjuntos 1 y 2. Este cuidado en la deposición podría
deberse a una prescripción ritual que entrañaría un gran simbolismo, además de que han sido intencionalmente inutilizadas, en el
caso de las falcatas las puntas han sido plegadas y las hojas curvadas en “S”, además de un mellado sistemático del filo en uno de
los casos. Esta última falcata se acompaña de un pequeño yunque
y una herramienta de percusión directa, objetos posiblemente utilizados para mellar la hoja. Por su parte, los soliferrea también se
encuentran cizallados y doblados.
Junto al armamento se documentan otros elementos como por
ejemplo una serie de herrajes que pueden agruparse en tres tipos,
remaches, pletinas remachadas y clavos junto con numerosos
fragmentos de madera, todo ello perteneciente a los batientes de
la puerta (Vives-Ferrándiz et al. 2015: 285-289). También encontramos cerámica ibérica fina (tinajas, tinajillas, lebes, botellita,
páteras y escudillas y plato de pescado), de cocina (ollas y tonel)
y cerámica de importación (4 vasos áticos de barniz negro y 2
cráteras de campana de figuras rojas con escenas dionisíacas). Es
destacable también la presencia de 23 tejuelos, 11 de ellos asociados directamente con los conjuntos, que debieron tener alguna
significación simbólica (Vives-Ferrándiz, 2015: 293-294).
También se han podido analizar los restos de semillas
con presencia mayoritaria de trigos desnudos, seguido por
la cebada vestida, vezas, habas, higos y aceitunas, junto con
restos arbustivos que pudieron estar relacionados con su uso
como combustible y flores de Adonis sp. que pudieron ser
utilizadas como ofrenda por su color (Vives-Ferrándiz et al.,
2015: 294-296). Entre la fauna documentada es destacable
la presencia mayoritaria de restos de ovicaprinos y varios
fragmentos de un metatarso de ciervo, identificándose restos
de huesos calcinados y un caso con marcas de carnicería,
lo que podría estar relacionado con prácticas de consumo
[page-n-190]
Fig. 6.6. Planta de los materiales hallados en el depósito
ritual de la puerta oeste de la
Bastida de les Alcusses (VivesFerrándiz et al., 2015: fig. 2).
(Vives-Ferrándiz et al., 2015: 296-297). Finalmente, se han
documentado también restos de barro y conglomerado, seguramente pertenecientes a estructuras relacionadas con la
puerta (Vives-Ferrándiz et al., 2015: 297-298).
Este concienzudo estudio del registro ha permitido a los investigadores aproximarse a la secuencia ritual que se desarrolló
en la puerta del oppidum. Tras la deposición de los conjuntos de
armas sobre el pavimento de la primera fase de la puerta de la muralla, junto con otros elementos como herrajes, cerámica o restos
de fauna, frutos y semillas, se cubren con un paquete compuesto
por restos quemados de todo tipo, como restos de madera de la
puerta, elementos constructivos, fauna o metales. El fuego que
afectó a parte de los materiales parece que se produjo en dos cremaciones, una llevada a cabo en la propia entrada y otra pira que
alcanzó mayores temperaturas en algún lugar cercano. Por otra
parte, la presencia de elementos como la fauna con marcas de
consumo, el cuchillo afalcatado con posibles connotaciones sa-
crificiales, los recipientes de cocina o un posible rallador, indican
el desarrollo de prácticas de consumo ritual. Volveremos sobre
este interesante depósito y sus connotaciones sociales, políticas e
ideológicas en la última parte de este capítulo.
6.3. VIOLENCIA E IDENTIDAD GUERRERA COMO
ESTRATEGIA IDEOLÓGICA
Tras haber realizado un breve repaso a la presencia de armas en
el contexto arqueológico, trataremos de dar un sentido a estas evidencias dispersas y poco explícitas. De este modo, comenzaremos
analizando el concepto de violencia y su monopolio por parte de los
grupos dominantes como una de las fuentes de poder. Asimismo,
valoraremos el papel de las armas como elemento definidor de una
de las múltiples identidades de los miembros de la elite, en este
caso la identidad guerrera y su rol en el marco de las estrategias
ideológicas desplegadas en distintos momentos históricos.
177
[page-n-191]
6.3.1. vIoLencIA reAL y vIoLencIA sImbóLIcA
Como definió M. Mann, el poder es la capacidad para perseguir
y alcanzar objetivos mediante el dominio del medio en el que se
habita, es decir, la probabilidad de que un actor en una relación
social se encuentre en condiciones de llevar a cabo sus deseos,
aunque halle resistencia (Mann, 1991: 21). Este autor señala que
una de las fuentes de poder sería, junto a otras, el poder militar,
por tanto, debemos tener en cuenta la violencia como una herramienta importante para que este poder sea efectivo.
La violencia sería la capacidad ejecutiva de determinados agentes para modificar las conductas ajenas por distintos
medios, ya sea la agresión física o la amenaza, no resultando
nunca aleatoria, sino que se trata de un instrumento, orientado
a fines concretos, para lograr objetivos a corto, medio o largo
plazo. Se trata de influir en los actos futuros de aquellos que
son objeto de la violencia o en la anulación de estos actos si la
consecuencia es la muerte (Lull et al. 2006: 89-90). No obstante, el mantenimiento de un orden social desigual únicamente
mediante la aplicación constante de la violencia física genera
problemas en el medio y largo plazo, especialmente en sociedades de tipo heterárquico, como la ibérica, donde las fuentes
de poder son múltiples, difusas y difíciles de monopolizar, lo
que las convierte en inestables. Para la naturalización de estas relaciones sociales de desigualdad, es necesario revestir la
violencia de un discurso ideológico, que podríamos catalogar
como violencia simbólica (Bourdieu y Passeron, 1979).
Podríamos definir esta modalidad de violencia simbólica,
discursiva o psíquica como el discurso ideológico tendente a
infundir en alguien un temor a sufrir un daño en su persona,
bienes o allegados con el fin de doblegar su voluntad e imponer
los objetivos propios de quien ejerce esta violencia. Este miedo
afecta al subconsciente colectivo, aunque en ocasiones no sea
percibido por una parte de la sociedad, condicionando la praxis
del individuo y de las sociedades, mediatizando sus decisiones
y que incluso puede llegar a ordenar su cosmogonía, en definitiva, pasando a formar parte de su habitus (García Cardiel,
2016: 201-202). Para que este discurso sea plenamente efectivo
es necesario asegurarse en parte el consentimiento de los dominados (Godelier, 1998b: 19), lo que podríamos denominar también como poder difuso, que se extiende de forma espontánea,
inconsciente y descentralizada entre la sociedad y que da lugar
a la concepción de que estas prácticas son naturales o resultados
de un interés común evidente (Mann, 1991: 23).
Una de las claves para entender la importancia de la violencia
en la sociedad ibérica es su monopolio por parte de un reducido
segmento social coincidente con las elites, apropiándose de las
funciones de defensa y protección de la comunidad. Como vemos
plasmado principalmente en las necrópolis, son estos miembros
del grupo dominante quienes tienen el derecho a poseer y ostentar sus armas, aunque la imagen que reflejan algunos espacios de
hábitat, principalmente oppida y no asentamientos rurales, por
lo que la muestra podría estar algo distorsionada, sea la de una
difusión homogénea del armamento, lo que ha llevado a proponer
un acceso más o menos generalizado al mismo por parte de la
población libre (Quesada, 2010). No obstante, si atendemos al
caso mejor estudiado, el de la Bastida de Les Alcusses, el elemento más abundante con diferencia son los regatones que pudieron
ser utilizados también como conteras o instrumentos para usos
no bélicos. En segundo lugar, los objetos que se pueden relacio178
nar inequívocamente con la actividad guerrera y no con la caza,
como espadas, escudos y lanzas largas, no son tan frecuentes. Finalmente, dichas armas aparecen en un contexto excepcional de
destrucción violenta del poblado, al igual que sucede en el Tossal
de Sant Miquel, que refleja un clima de tensión previo a un posible ataque, que finalmente se produjo, como evidencia también el
tapiado de dos de las cuatro entradas (Bonet y Vives-Ferrándiz,
2011: 254-255). Por ello, seguimos pensando que el derecho a
poseer y portar armas es privilegio de unos pocos.
Aparte del acceso a las armas, la creación de un discurso
ideológico relacionado con la violencia se plasma también en
la construcción de fortificaciones, que más allá de su función
práctica para la defensa del oppidum, juegan un papel como
símbolo del poder de la capital del territorio y de sus elites
gobernantes (Moret, 1998). Esta cuestión queda bien ejemplificada en el caso de El Puig d’Alcoi, donde a finales del s. V
a.C. se construye un potente torreón de planta cuadrangular
que se adosa al bastión curvo preexistente, que ya cubría las
funciones meramente defensivas, con técnicas constructivas
mucho más cuidadas y que sería mucho más visible desde el
territorio. Esta construcción, que requeriría una nada desdeñable movilización de recursos y mano de obra, a lo que se
une la capacidad de gestión por parte de las elites, se convierte en una expresión de prestigio y poder de estos grupos (Grau
y Segura, 2013: 47-66). La concentración de los programas
de fortificación en el oppidum genera también una situación
de dependencia de las aldeas agrícolas con respecto al centro
rector del territorio en materia de defensa, actuando como refugio en caso de ataque, al mismo tiempo que se verían constantemente vigilados desde la capital.
Según algunos autores, la expansión demográfica y agrícola que caracteriza el periodo ibérico llevaría, en muchos
casos, a alcanzar los límites de la capacidad de sustentación,
con una consecuente competencia por los recursos (Sanmartí,
2009). Se alcance o no ese límite, las oscilaciones características de los ciclos agrícolas y las condiciones propias de
comunidades con niveles de riqueza desiguales, generarían
toda una serie de rivalidades entre las distintas poblaciones.
Este clima de inestabilidad e inseguridad resultaría muy propicio para las elites, que podrían presentarse de este modo
como protectores de la comunidad frente a la amenaza, real
o ficticia, de los “otros”, es decir, las comunidades vecinas.
Esta relación de dependencia se manipula hasta tal punto que
las elites se presentan como servidores que se sacrifican para
proteger al grupo, ofreciendo más de lo que reciben (Grau,
2007: 135-136), lo que podríamos entender como una relación don/contradon, ya que el resto de la sociedad queda en
una situación de deuda perpetua. Es en este contexto, en el
que determinados individuos, y no otros, adquieren una identidad que podríamos catalogar como guerrera, elemento que
distingue el caso ibérico, ya que en otras sociedades, todos
o la mayoría de sus miembros son guerreros. El origen de
esta materialización de la ideología del poder mediante la deposición de armamento en las tumbas parece vincularse en
un primer momento a sociedades fuertemente hibridadas y a
espacios de negociación donde el contacto con las poblaciones orientales es más intenso (Casetes, suroeste peninsular,
Cerdeña…) durante el s. VI a.C.
[page-n-192]
6.3.2. LA IDentIDAD guerrerA De LAs eLItes IbérIcAs
La violencia y las armas constituyen un elemento esencial en la
construcción de la persona social de los miembros de la elite,
presentándose a menudo como guerreros, tal y como hemos podido ir comprobando a lo largo de todo el capítulo. También las
fuentes insisten en el carácter guerrero de los pueblos prerromanos en general y de los iberos en particular, con casos extremos
como la fórmula de la devotio, que implicaba la ofrenda de la
vida del cliente al príncipe, en caso de la muerte de éste.
Como venimos defendiendo a lo largo de todo nuestro
trabajo, las identidades a las que puede afiliarse un individuo
son múltiples y se superponen, activándose u ocultándose dependiendo del contexto. Según esta concepción, la identidad
guerrera sería una más de las muchas identidades a las que
podría asociarse un miembro de la elite como la clase social,
el género, grupo de edad, linaje, asentamiento, etnia, territorio,
intermediario de los dioses… No obstante, dentro del armamento se otorgarían significados distintos en cada momento
dependiendo del tipo de arma. En el caso de las necrópolis
correspondientes al Hierro Antiguo la identidad guerrera se
construye en torno a la lanza y no la espada, que prácticamente
no encontramos en nuestro ámbito de estudio en momentos tan
tempranos (Farnié y Quesada, 2005).
También cabría la posibilidad de que los distintos tipos de
armas se asocien a grupos de edad diversos, como para el caso
de la necrópolis de Cabezo Lucero donde se ha propuesto que
los individuos más jóvenes suelen asociarse a la lanza mientras que los adultos se asocian a la falcata (Ruiz, 1998: 293).
No obstante, cuando acudimos al estudio antropológico vemos
que ha resultado prácticamente imposible determinar grupos de
edad entre los individuos adultos que son los que se asocian a
las armas (Aranegui et al., 1993: 54). Esta diferenciación la
encontramos también en las Tabulae Iguvinae de carácter ritual
y halladas en la región de Umbria, donde los hombres se agrupan en diversos estamentos a partir de criterios de edad y por
un censo definido en términos militares, es decir, los que tienen
derecho a portar armas y los que no (Ruiz, 1998: 293). Otro elemento diacrítico por su escasa presencia en las necrópolis son
los asociados al mundo ecuestre, que podrían estar definiendo
una identidad de caballeros en la cúspide de la pirámide social (fig. 6.8: 1-4). En cambio, este tipo de objetos relacionados
con la equitación son más abundantes en espacios de hábitat,
como en los poblados de la Bastida de les Alcusses y La Serreta (Quesada, 2010; 2002-2003), lo que nos lleva a pensar de
nuevo en la atribución de significados distintos dependiendo
del tipo de arma, las cuales se muestran o se ocultan según las
arenas políticas de competición social.
Como adelantábamos anteriormente, los datos procedentes
de las necrópolis aportan uno de los argumentos más sólidos,
junto con el estudio de los patrones de asentamiento, para hablar de la existencia de sociedades jerarquizadas en el mundo
ibérico. Según diversas propuestas es posible aproximarse a la
estructura de los grupos gentilicios clientelares a través del análisis de las asociaciones existentes entre el tamaño y sistema
constructivo de la tumba, cantidad y calidad del ajuar y la disposición en el espacio funerario en relación con los demás enterramientos. Entre los elementos de ajuar, sin duda el armamento
jugará un papel importante a la hora de definir los distintos niveles sociales reflejados en el paisaje funerario.
Uno de los ejemplos paradigmáticos de este tipo de análisis es el de un sector de la necrópolis de Baza, donde se han
podido establecer varios grupos o niveles (Ruiz, Rísquez y
Hornos, 1992) (fig. 6.7). En la cúspide social encontramos el
nivel aristocrático con dos tumbas de pozo que se caracterizan
por su mayor tamaño y un ajuar destacado tanto cualitativa
como cuantitativamente, siendo una de ellas, la 155, donde
apareció la Dama de Baza acompañada de varias panoplias y
que se ha interpretado como el punto inicial de la necrópolis
(Ruiz, Rísquez y Hornos, 1992: 415), mientras que la otra,
la 176, presenta armamento acompañado de cerámica ibérica,
recipientes áticos de figuras rojas, un caldero de bronce y un
carro. Ambas tumbas se encuentran rodeadas por un área de
respeto donde no existen otros enterramientos y es la tumba
176 la que se convierte en el punto de referencia del paisaje
funerario, a partir del cual se organiza buena parte del resto de
tumbas de la necrópolis. El segundo subgrupo aristocrático,
que actuaría como puente entre el primer grupo y las clientelas, se encuentra formado por tres tumbas ubicadas en un radio
de 10 m de la tumba 176 y se caracterizan por una estructura en cista o pozo, un tamaño algo menor, un número menor
de recipientes griegos, aunque siguen incluyendo la crátera,
un caldero y panoplias completas. Finalmente encontramos
el grupo de los clientes, con tumbas constructivamente simples, en ocasiones un simple hoyo, y que muestran una mayor o menor riqueza dependiendo de su cercanía a las tumbas
aristocráticas del primer nivel. Entre sus ajuares encontramos
también cerámicas griegas, aunque en número mucho menor
y armamento como falcata o soliferreum. En definitiva, estos
autores proponen que la estructura de la necrópolis es la de
un grupo gentilicio o linaje clientelar, donde la jerarquía se
manifiesta en las armas, la desigualdad en la riqueza y en la
lógica distanciamiento-proximidad en la distribución espacial
de los enterramientos, siendo los niveles aristocráticos los que
ordenan el espacio funerario.
En las necrópolis de Coimbra del Barranco Ancho se observan también varios niveles, con un gran número de tumbas pobres o muy pobres, un segundo grupo con ajuares que
cuentan con menos de 20 ítems, que suponen un 26 % en la
necrópolis de El Poblado y un 15 % en La Senda y finalmente
las tumbas más ricas que suponen únicamente el 5 %, destacando la tumba 70 de El Poblado con 94 objetos y con un monumento de tipo pilar-estela (García-Cano, 1997: 96). Cabría
destacar la importancia que tendrían los objetos relacionados
con el mundo ecuestre como elemento diacrítico con la presencia de bocado de caballo, frontalera y espuelas en la tumba
55, la sepultura con el segundo ajuar más rico y espuelas en
las tumbas 48 y 70, la más opulenta de toda la necrópolis. En
la necrópolis de La Senda parece que son las dos tumbas del
segundo nivel, con 16 y 14 ítems, las que ordenan el espacio
funerario y a partir de las cuales se va ocupando el espacio que
inicialmente las separaba y con una distribución en áreas de
preferencia masculina y femenina.
En el caso de la necrópolis de El Cigarralejo se aprecia la
existencia de un espacio ordenado por dos tumbas aristocráticas
(200 y 277), dispuestas excéntricamente y separadas del resto
de tumbas por un pequeño muro que define el área de respeto
(Ruiz, 2008: 791-792). La presencia de elementos relacionados con la equitación es también muy escasa en esta necrópolis
179
[page-n-193]
Fig. 6.7. Lectura concéntrica de la necrópolis de Baza (elaboración a partir de Ruiz, Rísquez y Hornos, 1992: fig.8).
murciana, con la presencia de bocados de caballo (tumbas 200,
277, 301 y 103), frontalera (tumba 200) y espuelas (tumbas 200,
277 y 206). Debemos destacar la presencia de estos elementos
ecuestres en las dos tumbas llamadas “principescas”, que además son las que ordenan el espacio funerario.
En este sentido resulta muy interesante la tumba 75 de Cabezo Lucero, datada en la primera mitad del s. V a.C. y por lo
tanto una de las tumbas fundacionales de la necrópolis y por
tanto una de las articularía el espacio. En ella se depositaron
dos urnas, cada una con un individuo, seguramente una pareja hombre-mujer. Entre el ajuar se documenta una interesante
panoplia compuesta por dos grebas de bronce, parte de una
caetra, una punta de lanza, dos regatones y dos cuchillos afalcatados. Aparte se documentan dos cerámicas orientalizantes,
una de ellas del tipo Cruz del Negro, una cerámica ática de
figuras negras y una fíbula anular hispánica (Aranegui et al.,
1993: 241-245). Nos encontramos también en este caso ante
un espacio marcadamente híbrido y estrechamente vinculado
a las panoplias de la fase orientalizante caracterizadas por la
presencia de lanzas y no tanto de falcatas, elemento que encontraremos de forma abundante en fases más recientes de la
necrópolis, concretamente en el s. IV a.C.
Finalmente, y volviendo a nuestra área de estudio, también
se ha llevado a cabo un análisis del orden social que ordenaría el
paisaje funerario de La Serreta, basándose en el papel del armamento como uno de los elementos diacríticos de la jerarquización
social (Grau, 2007; Reig, 2000; Cortell et al., 1992). Según esta
lectura, encontraríamos un primer rango representado por dos enterramientos, el número 1 y el 53, donde la significación de los
180
elementos relacionados con el mundo ecuestre, un par de espuelas en la sepultura 1 y otro par, además de restos de un bocado de
caballo en la sepultura 53, sería muy importante a la hora de definir la persona social de estos individuos. Además de presentarse
como aristócratas a caballo, estos individuos incluyen panoplias
completas, con una acumulación de armas en la tumba 1 y una ostentosa falcata con un extraordinario trabajo de damasquinado en
la tumba 53 (fig. 6.8: 5). No obstante, el estatus no solo se define
a partir de la presencia de armamento, ya que en el caso de esta
sepultura encontramos también tres cerámicas áticas de barniz
negro, diversos vasos y platos de cerámica ibérica y elementos de
adorno como una hebilla de cinturón, un brazalete de bronce, una
arracada de oro y un aplique de pasta vítrea (Moltó y Reig, 1996).
Junto a estos individuos que se definen como caballeros encontramos otras tumbas que podríamos incluir en este primer
rango de la comunidad que habitaba La Serreta, con sepulturas
que se caracterizan por la acumulación de armas y restos de
infraestructuras de piedra. Todas estas tumbas constituyen solamente el 5 % del total de enterramientos de la necrópolis.
Dentro de un segundo nivel cabría incluir el 31 % de las
tumbas que presentan algún tipo de armamento en sus ajuares,
entre las que se puede observar una amplia gradación, desde
aquellas que solo tienen un arma, siempre de tipo ofensivo,
hasta las que presentan panoplias más completas, mostrando
su pertenencia a la elite mediante la posesión de armamento.
El tercer nivel estaría constituido por las sepulturas que no
presentan armas entre sus ajuares y que podría corresponderse
con las clientelas. Hemos de señalar que existen numerosas
variaciones dentro de este grupo, en el que las diferencias de
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Fig. 6.8. 1 y 2: Bocados de caballo, 3 y 4: espuelas (a partir de Quesada, 2011: fig. 5) y falcata damasquinada de la
sepultura 53 de la necrópolis de La Serreta (Reig, 2000: lám. III)
estatus o identidad se muestran con otro tipo de elementos
como pueden ser las importaciones o los elementos de adorno,
aunque la ausencia de una publicación detallada de los ajuares nos impide profundizar más. Finalmente, hemos de tener
también en cuenta el grupo de población que no se encuentra
representado en la necrópolis, seguramente porque el privilegio de acceder al espacio funerario estaría reservado a los
miembros de la elite y sus clientelas más próximas. También
es destacable la ausencia en el estamento aristocrático de elementos de rango o estatus especialmente marcados o excepcionales como es el caso de grandes monumentos funerarios,
escultura, carros, grandes cráteras… como hemos visto en las
necrópolis de Baza o Coimbra del Barranco Ancho. Este hecho
podría deberse a la ausencia de una marcada acumulación de
poder o a que los miembros de la cúspide social se entierran en
otros lugares como podría ser el caso del monumento turriforme de l’Horta Major, que además se encontraría espacialmente
segregado del resto de la sociedad (Grau, 2007: 131).
Si cruzamos los datos relativos a la combinación de armas
(Reig, 2000) con los datos paleantropológicos (Gómez Bellard,
2011) vemos que la mayoría de los individuos son adultos o
adultos jóvenes masculinos, mientras que los individuos femeninos, infantiles y neonatos se limitan a las tumbas dobles o
triples (tabla 6.1). Se documenta un posible individuo femenino
en la tumba 45, aunque su adscripción no es clara (Gómez Bellard, 2011: 119). En los casos de necrópolis en que contamos
con estudios de carácter antropológico resulta difícil reconocer
pautas de asociación entre tipo de armamento y grupo de edad,
ni siquiera en el caso de Cabezo Lucero, a pesar de que se haya
propuesto una hipotética asociación de la falcata a individuos
adultos y lanza a jóvenes (Ruiz, 1998: 293). En nuestro caso,
encontramos sujetos jóvenes y también un adolescente, asociados a falcatas. Es importante señalar que en la inmensa mayoría
de los casos no es posible discernir la fase concreta dentro de la
etapa adulta, por lo que es difícil saber si nos encontramos ante
adultos jóvenes, en edad media o maduros.
181
[page-n-195]
Tabla 6.1. Asociaciones entre armas, edad y sexo en la necrópolis de La Serreta.
Combinación de armas
Falcata
Falcata / Lanza
Falcata / Lanza / Arma arrojadiza
Falcata / Lanza / Escudo
Falcata / Lanza / Regatón / Escudo
Falcata / Lanza / Regatón / Escudo / Disco-Coraza
Falcata / Lanza/ Regatón / Arma arrojadiza / Escudo / Espuelas
Falcata / Lanza / Regatón / Escudo / Espuelas / Bocado
Falcata / Lanza / Regatón / Escudo
Falcata / Regatón / Arma arrojadiza
Falcata / Regatón / Arma arrojadiza / Escudo
Lanza
Lanza / Regatón
Espada / Regatón
Puñal / Lanza
Regatones
Como hemos visto, la posesión de armas se convierte en un
elemento esencial a la hora de expresar el rango y de definir la
persona social de los individuos de la elite en un momento clave
como es el tránsito a la otra vida. Las armas estarían íntimamente vinculadas a la persona, constituyendo una parte inseparable
de su identidad, hasta el punto de “morir” simbólicamente junto
con su propietario, como mostrarían las inutilizaciones mediante el doblado o mellado de los objetos. Esta concepción podría
ser una de las razones por la que no se documentan armas en
los santuarios ibéricos, lo que explicaría también su ausencia
en cuevas-santuario, ya que no estamos ante simples bienes de
prestigio, sino ante un elemento definitorio de la identidad del
individuo y que, por tanto, se encuentra fuera de los circuitos
del don/contradon. De hecho, tampoco encontramos espacios
182
Sepultura
Edad
Sexo
15
22
43
74
23
38
67
41
27
31
45
29
72
4
4
1
53
26
69
70
70
6
6
11
20
51
80
35
50
5
19
19
19
25
25
Adulto
Adulto
Adolescente
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto med.
Adulto joven
Adulto
Adulto joven
Adulto med.
Adulto joven
Adulto
Infantil
Adulto joven
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto
Adolescente
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto joven
Adulto joven
Adulto
Adulto
Neonato
Adulto
Infantil
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V
V
V
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V
V
V
V
V
M
M
V
V
V
V
V
V
M
V
-
que podamos interpretar como armerías destinados a su almacenamiento y posterior redistribución (Quesada, 2010), como
sí sucede con otros bienes como por ejemplo las cerámicas. Es
decir, este tipo de piezas no pueden ser objeto de intercambio,
no se pueden donar ni ofrendar, ni siquiera a los dioses.
No obstante, existe una interesante excepción a esta tendencia a la escasa o nula existencia de armamento en los espacios
sacros o de carácter público en el mundo ibérico más allá de las
necrópolis y es el depósito ritual de la Puerta Oeste de la Bastida de les Alcusses, cercana nuestro ámbito de estudio (VivesFerrándiz et al., 2015: 300-301). Para este ritual, datado en el
segundo cuarto del s. IV a.C., se elige un lugar connotado simbólicamente como es la entrada principal al poblado, un espacio
público con una gran significación para la identidad de la comu-
[page-n-196]
nidad. Con este acto se sanciona un episodio constructivo tan
importante como es la renovación de las estructuras, que puede interpretarse también como una transformación mediante el
fuego. Nos encontramos también ante un ritual de memoria ya
que el espacio se señaliza con la colocación de tres losas y dos
piedras hincadas, visibles en fases posteriores. De este modo, la
puerta principal del poblado se convierte en un escenario para
la construcción de la memoria colectiva de la comunidad que
habitaba la Bastida y que podríamos definir como la percepción
que tienen los miembros de una sociedad de su pasado común.
Esta memoria colectiva es siempre un constructo social que no
se corresponde exactamente con el pasado sino una reconstrucción basada en las necesidades de la comunidad o de los grupos
dominantes y que se va negociando continuamente a medida
que cambian estas necesidades (García Cardiel, 2016: 94).
La deposición e inutilización de las armas en este ritual parece seguir los códigos simbólicos de los rituales funerarios ibéricos, aunque no se ha documentado ningún resto humano, por lo
que podrían interpretarse como cenotafios o tumbas de guerrero
sin cadáveres que conmemorarían algún hecho relevante para la
comunidad (Bonet y Vives-Ferrándiz, 2011: 243), por lo que no
nos alejaríamos tanto de las pautas rituales en relación con el armamento que hemos ido viendo a lo largo de todo el capítulo.
Independientemente de que se trate de un ritual funerario o no, lo
que está claro es que estamos ante una acción colectiva llevada a
cabo por las elites del poblado, en la que posiblemente las cinco
panoplias representan a sendos grupos de poder (cabezas de linaje,
facciones…) con derecho a tener un papel político y a actuar como
representantes de la comunidad (Vives-Ferrándiz et al., 2015: 300301). Se trata, en definitiva, de un ejemplo de relaciones sociales
colaborativas entre grupos de poder pero al mismo tiempo excluyente respecto al resto de la comunidad, ya que está restringida a
un grupo reducido de personas, como indica la participación en
las prácticas comensales y la intervención de experimentados artesanos vinculados a las elites como son herreros para inutilizar las
armas, carpinteros para desmontar la puerta y otros especialistas
para la preparación de la comida y la bebida o el control del fuego.
Estamos ante un ritual que refleja muy bien el juego dialéctico
que combina estrategias cooperativas y excluyentes, propio de
una concepción heterárquica del poder. También parece bastante
claro que esta estrategia ideológica que implica la deposición de
armas en un contexto público y simbólico más allá de la necrópolis
no se va a generalizar entre las comunidades ibéricas, del mismo
modo que el proyecto político de las elites de la Bastida, con los
primeros intentos de control de espacios territoriales más allá del
oppidum en el norte de la Contestania, se aborta repentinamente
con la destrucción y abandono del poblado a finales del s. IV a.C.
(Bonet y Vives-Ferrándiz, 2011: 254-255).
Precisamente sería esta dialéctica entre las distintas estrategias de poder desplegadas por las elites, definidas por la teoría
procesual-dual como excluyentes o de red y corporativas, la que
podría explicar la presencia o ausencia de armas en distintos
espacios y contextos sociopolíticos a lo largo del tiempo. Recordemos que dichas estrategias no son excluyentes entre sí, sino
que pueden coexistir, predominando unas u otras dependiendo
del contexto o incluso alternarse cíclicamente (Feinman, 2000).
Del análisis del registro se desprende que el armamento constituye un elemento altamente excluyente entre las sociedades
ibéricas, al que no todos los segmentos sociales tienen acceso
y que aparecen mayoritariamente en las necrópolis. El recinto
funerario, al que solo accederían los aristócratas y sus clientelas más cercanas, se convierte en el espacio ritual competitivo
y excluyente por excelencia, con un gran peso en las estrategias ideológicas de las elites en los ss. V y IV a.C. Por tanto,
este mayor protagonismo de las armas se daría en el contexto
agonístico que caracteriza la emergencia y consolidación de las
aristocracias y los linajes dominantes y cuyo mejor reflejo lo
encontramos en el patrón de asentamiento, con un paisaje teselado donde los oppida de pequeño y mediano tamaño controlan
pequeños territorios locales. Por tanto, las armas, elementos con
una enorme carga simbólica, se escogen para una serie de ritos
y no para otros, dando lugar a una ritualidad en un momento y
espacio muy concretos, básicamente las necrópolis en los ss. V
y muy especialmente IV a.C. Como hemos podido comprobar,
en muy raras ocasiones la presencia de armamento en espacios
rituales trasciende este ámbito, por lo que nos encontramos con
un instrumento en manos de las elites que resulta útil y efectivo
en un contexto histórico muy concreto, como es el del ascenso y
afianzamiento de determinados grupos en el poder.
En este contexto cabe preguntarse dónde se encuentran las armas en el s. III a.C. y si es posible que las elites hayan renunciado
sin más a una parte esencial de su identidad como es su condición
de guerreros. La violencia y su correlato material, las armas, se
van a seguir mostrando principalmente, aunque de una forma más
indirecta e inhibida, en los diferentes estilos narrativos de la decoración vascular. En las cerámicas de La Serreta y Edeta se muestran principalmente imágenes colectivas donde se representan los
grupos dirigentes tales como escenas de combate con un claro
componente guerrero, pero también otras actividades propias de
las elites como danzas, procesiones, escenas de caza… enfatizándose de nuevo los comportamientos colaborativos (Bonet, Grau
y Vives-Ferrándiz, 2015: 267), alejándose en la mayoría de los
casos de los combates singulares característicos de las representaciones pétreas de momentos anteriores.
Uno de los casos que mejor ejemplifica este cambio lo
constituye el conjunto de materiales documentado bajo la
puerta de acceso a la ciudad de La Serreta, seguramente depositado con motivo de la construcción de la fortificación a
finales del s. III a.C. y del que ya hemos hablado anteriormente
en referencia a su relación con posibles prácticas de comensalidad (Llobregat et al., 1995). En este momento nos interesa
destacar la presencia de un oinochoe con decoración figurada
en el que se representa un caballo y un guerrero desmontado y
armado con scutum y arma arrojadiza, seguramente una lanza.
En este caso, por tanto, se mantendría esa vinculación entre la
identidad guerrera y la puerta principal de acceso, tal y como
veíamos para la Bastida de Les Alcusses dos siglos antes, pero
con la diferencia de que ya no se plasma en panoplias reales
sino en la decoración pintada de un recipiente cerámico.
Este tipo de decoración cerámica también nos permite hablar de una diferencia en cuanto al tipo de armamento según
el grupo de edad o estatus al que se pertenece, de forma similar al caso de las Tablas Iguvinas que veíamos anteriormente
y que se refleja muy bien en el Vas dels Guerrers de La Serreta (Olmos y Grau, 2005), así como en otros vasos edetanos
(fig. 6.9). En esta gran tinaja se representa una narración en
tres episodios que seguramente hace referencia a la iniciación
de un joven de la elite, enfrentándose en primer lugar a un
183
[page-n-197]
Fig. 6.9. Posibles diferencias de edad o estatus en la decoración vascular del s. III a.C. 1. Vaso de los Guerreros del Tossal de San Miquel
(Archivo Museu de Prehistòria de València), 2 y 3. Vas dels Guerrers de La Serreta (Archivo Museo Arqueológico Municipal de Alcoi), 4.
Vaso de la danza guerrera del Tossal de Sant Miquel (Archivo Museu de Prehistòria de València).
184
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Fig. 6.10. Decoración del Vaso del héroe y la esfinge del Corral de Saus (Izquierdo, 2000: fig. 103) (arriba) y as de Saitabi (Ripollés,
2007: fig. 74; col. Vidal Valle).
lobo al que ha atravesado con una jabalina y representándose
con la cabeza descubierta y con un tamaño menor al resto de
figuras humanas, posiblemente como indicador de que no ha
llegado aún a la edad plena. En el segundo de los episodios,
el de la caza del ciervo, vemos a dos jinetes que a juzgar por
los atributos deben pertenecer a dos grupos de edad o estatus
diferentes (fig. 6.9: 2). A la izquierda encontramos un jinete con túnica corta, cintas cruzadas sobre el cuello, cinturón,
escudo redondo o caetra, jabalina y espuelas. En cambio,
nuestro protagonista se representa con túnica corta, cintas en
el cuello, jabalina y cabeza cubierta, pero sin otros elementos de rango como la caetra o las espuelas que sí lleva su
compañero, seguramente de mayor edad y que actuaría como
testigo del proceso iniciático. Finalmente, se representa un
combate singular donde también se aprecia esta diferencia en
el armamento, donde el iniciando ha conseguido su derecho a
portar el escudo oblongo, así como la lanza, mientras que su
contrincante, seguramente alguien de mayor rango para que
el protagonista pueda consumar su hazaña, porta caetra y espada (fig. 6.9: 3). Cabe pensar, por tanto, que el armamento
no sería considerado como un conjunto homogéneo, sino que
los distintos tipos de armas tendrían significados diversos y
jugarían un papel importante en la definición de identidades
vinculadas a edad y estatus.
185
[page-n-199]
Aunque la asociación entre individuos femeninos y armamento en el mundo ibérico es muy infrecuente, encontramos
una representación de un posible individuo femenino armado
en el Vaso de los Guerreros del Castellar de Oliva (Aranegui,
2001-2002). Se trata de una tinaja donde se ha representado
dos escenas de batalla, la primera entre un grupo de jinetes e
infantes, armados con scutum, lanza y uno de ellos con falcata,
y la segunda enfrenta a un grupo de infantes que portan lanza
y scutum. La figura que nos interesa se encuentra en la primera
escena y se trata de un individuo armado con lanza y scutum
que viste un traje y presenta un rizo por delante de la oreja. Su
indumentaria ha llevado a algunos autores a interpretarla como
una figura femenina, posiblemente una divinidad de carácter
guerrero que acude en auxilio de la comunidad (Olmos, Tortosa e Iguacel, 1992: 139; Griñó, 1987: 346). Posteriormente,
otras propuestas han descartado que pueda tratarse de una diosa debido a la presencia de otra figura incompleta y los pies de
una tercera de carácter muy similar a la anterior, lo que eliminaría su singularidad (Aranegui, 2001-2002: 231). Esta misma
autora interpreta las diferencias en la indumentaria como la
voluntad de destacar las diferencias en la condición social de
los guerreros y no diferencias de género.
Algunas de estas representaciones podrían estar relacionadas con los antepasados heroizados, fundadores de los linajes
dominantes, que se utilizarían para sancionar el acceso de determinadas familias a ciertos recursos y al poder político mediante la apropiación del pasado ideal y modélico de los héroes, ya sean estos vínculos reales o ficticios, y presentándose
a sí mismos como intermediarios de los dioses (González,
2012: 113-114). Estos discursos míticos, que en fases anteriores encontramos principalmente en la escultura, con ejemplos
en El Pajarillo o en Cerrillo Blanco, pasan ahora a plasmarse
en la decoración pintada sobre cerámica, en escenas como las
representadas en el Vas dels Guerrers de La Serreta (Olmos
y Grau, 2005). No obstante, el complejo mundo de los héroes
y ancestros requeriría un estudio de carácter monográfico y
en este punto solo nos interesa destacar esa vertiente relacionada con la identidad. Podríamos considerar al protagonista
de este relato como un ancestro o antepasado heroizado que
186
sirve para rememorar la historia mítica del grupo dominante,
que trata de remontar sus orígenes a un héroe fundador del
linaje, justificando así su posición privilegiada dentro de la
sociedad. En buena medida, la construcción de la identidad
guerrera descansa en la voluntad de emular las hazañas de
estos antepasados. En este sentido, las armas y la violencia
siguen estando presentes y asociadas a las elites, pero trasladándose en muchos casos a la difusa esfera del tiempo mítico
de los antepasados.
En los ss. II-I a.C. se producen profundos cambios a nivel
sociopolítico como consecuencia de la integración de estos territorios en la órbita romana que va a dar lugar a una menor
presencia de armas en todos los ámbitos. Como vemos con la
promoción en esta época de los santuarios comunitarios, con
funciones distintas a las de la fase anterior, se siguen fomentando las estrategias corporativas sobre las excluyentes. En el caso
de las necrópolis se aprecia una disminución en la amortización
de armamento entre los ajuares, hasta ser prácticamente inexistente en el s. I a.C. (Quesada, 1997: 651-652). La ostentación de
las armas también va a desaparecer de los discursos ideológicos
plasmados en la cerámica vascular con un estilo mucho más
simbólico y abstracto, propio de los diversos talleres del sureste.
En los casos en que se representa algún tipo de escena de tipo
narrativo se recupera el mitema de la zoomaquia con el enfrentamiento entre un personaje y un ser monstruoso, normalmente
un carnassier (García Cardiel, 2014b) (fig. 6.10). No obstante, la identidad guerrera de las elites debió seguir teniendo una
cierta importancia, como se aprecia en la elección de un jinete
con lanza en el reverso de las monedas acuñadas por numerosas cecas ibéricas (Paz y Ortiz, 2007; Almagro-Gorbea, 2005)
(fig. 6.10) o en ciertas manifestaciones iconográficas vasculares, como en el caso de Libisosa (Uroz, 2013). Finalmente, cabe
destacar que la inhibición de las armas y la violencia en las estrategias ideológicas del poder en época final es perfectamente
lógica en el contexto de la implantación romana, donde al nuevo
dominador surgido tras la conquista no interesaría la existencia
de discursos ideológicos basados en la violencia ni un fomento
de la identidad guerrera de las elites que pudiera suponer una
amenaza al nuevo orden establecido.
[page-n-200]
7
Dinámicas territoriales.
Prácticas rituales y estrategias ideológicas
en el espacio y en el tiempo
Llegados a este punto nos aproximamos al final de nuestro
trabajo y se hace necesario un ejercicio de síntesis de todos los
elementos que hemos ido tratando a lo largo de nuestra investigación. El objeto de este capítulo final será el planteamiento
de algunas conclusiones que nos permitan comprender mejor
cuáles fueron los mecanismos del poder en el seno de los distintos grupos sociales ibéricos que habitaron el área central
de la Contestania. En este sentido, trataremos de imbricar tres
elementos que han constituido las líneas básicas de nuestro
trabajo como son las prácticas rituales y las estrategias ideológicas, siendo el paisaje y su evolución en el tiempo, el hilo
conductor de nuestro discurso (fig. 7.1).
Con el objeto de estructurar claramente este capítulo final,
proponemos una periodización precisamente basada en las
transformaciones que observamos en la estructura territorial y
geopolítica y que se alejaría en parte de las tradicionales etapas
del Ibérico Antiguo, Pleno y Final, aunque lógicamente basada
en ésta o adaptada a los procesos reconocidos en las dinámicas
sociales del área de estudio. De este modo, planteamos una primera fase comprendida aproximadamente entre el 700 y el 425
a.C. que resulta algo amplia si la comparamos con el resto de
fases establecidas, lo cual se debe principalmente a su dependencia de un registro aún poco explícito para estos momentos
iniciales que nos permita afinar más en la periodización. En este
periodo se empiezan a apreciar toda una serie de cambios sociales que evidencian una mayor jerarquización social con el despliegue de nuevas estrategias ideológicas con respecto al Bronce Final, que se reflejan en las prácticas de consumo ritual o en
la deposición de armas en las necrópolis. La segunda fase, comprendida entre el 425 y el 300 a.C., supone la consolidación de
los poderes locales surgidos en la fase anterior. La tercera etapa
se corresponde a grandes rasgos con el s. III a.C. y se caracteriza
por la construcción de territorios étnicos de escala comarcal que
requerirán la puesta en marcha de estrategias de legitimación
distintas. Por último, analizaremos la fase correspondiente a los
ss. II y I a.C. mediatizada por la implantación del poder romano
en la zona y donde se producirá la consolidación urbana y la
configuración de sociedades ciudadanas.
Por otra parte, a nivel espacial centramos nuestro estudio en
el área central de lo que denominamos Contestania ibérica y que
coincidiría con los actuales territorios de los Valles de Alcoi, la
Marina Alta y la Marina Baixa, bien definidos geográficamente.
Nuestra elección se basa en que son tres áreas donde el volumen
de información es suficiente para poder realizar un análisis comparativo con el que poder establecer conclusiones contrastadas,
ya que son zonas intensamente prospectadas y estudiadas. Se
trata, por tanto, de una zona donde podemos abordar el estudio
de los importantes cambios que se producen a todos los niveles
tanto en un contexto costero como en el interior, así como constatar dinámicas y matices distintos para cada una de las áreas.
7.1. LA GÉNESIS DE UNA SOCIEDAD Y UN PAISAJE
(700-425 A.C.)
Comenzaremos nuestro recorrido con lo que, en la periodización tradicional establecida para la cultura ibérica, vendría a coincidir con el
Hierro Antiguo y el Ibérico Antiguo. Antes de centrarnos en la fase
conocida tradicionalmente como Hierro Antiguo o I, vamos a dedicar unas breves líneas al paisaje característico de los momentos finales de la Edad del Bronce en la zona con el objeto de evidenciar más
claramente los contrastes existentes con respecto a la fase posterior.
Como viene siendo habitual en nuestro trabajo existen diferencias
en cuanto a la elocuencia del registro material en los tres ámbitos,
ya que en los casos de la Marina Alta y Baixa esta fase no ha sido
bien definida, seguramente por la ausencia de fósiles directores que
permitan reconocerla claramente, a diferencia de lo que sucedería en
las comarcas costeras más meridionales (Moratalla, 2004: 575). Por
tanto, nuestro espacio comarcal de referencia volverá a ser los Valles
de Alcoi. En esta zona, el patrón de asentamiento se caracterizaría
187
[page-n-201]
Fig. 7.1. Resumen de las distintas evidencias rituales en cada uno de los periodos establecidos.
por la presencia de un reducido número de poblados de pequeño
tamaño ubicados en cerros o antecerros, como es el caso de La Mola
d’Agres, El Cabeçó de Mariola, el Castell de Perputxent o la Ermita del Cristo, vinculados en buena medida a vías de comunicación.
También se documentan hábitats compuestos por fondos de cabaña,
ubicados en laderas y con una orientación agrícola. Finalmente, encontramos también cuevas que, aparte de su uso funerario, pudieron
funcionar como refugio de pastores, lo que implicaría una estrategia
complementaria de aprovechamiento de recursos agrícolas y pecuarios (Pascual Benito, 1990: 86; Hernández y Mataix, 2015; Hernández, Ferrer y Mataix, 2016). Podríamos estar ante la aparición de
incipientes territorios en cada unidad del paisaje, que trascienden
el ámbito del poblado, pero sin que podamos apreciar todavía la
jerarquización que caracterizará las estructuras territoriales de fases posteriores. A nivel social, nos encontramos con comunidades
campesinas de tipo aldeano, con grupos reducidos y seguramente
con una filiación consanguínea, donde predominan las relaciones
basadas en lazos de parentesco y con las desigualdades sociales aún
muy amortiguadas (Grau y Segura, 2013: 60-62).
A partir del s. VIII a.C. se van a producir toda una serie de
importantes cambios que suponen una verdadera transformación
de las relaciones socio-políticas entre las poblaciones locales, con
el surgimiento de diversas estrategias ideológicas que buscan la
legitimación de un nuevo orden social en el que las desigualdades
se hacen mucho más palpables. En estos momentos se produce
la apertura de estos territorios al intercambio fenicio que va a
actuar como catalizador de las dinámicas sociales tendentes a la
jerarquización, proceso que también se refleja en los patrones de
asentamiento, con el surgimiento del oppidum como centro rector
del territorio político y la configuración de un poblamiento rural
subordinado. La integración de estos territorios en las redes de in188
tercambio de bienes de prestigio resulta clave a la hora de entender las estrategias ideológicas desplegadas por las nuevas elites,
proceso que ha sido bien reconocido en el caso del oppidum de El
Puig d’Alcoi y su territorio (Grau y Segura, 2013).
Resulta bastante evidente que en estos momentos se produce una intensificación agrícola o mejor dicho una ampliación
del área cultivada, cuyo reflejo sería la aparición de numerosos
asentamientos en el llano, cercanos a las tierras más fértiles en
un proceso común a buena parte del área ibérica. Este cambio
en el modelo económico se ha interpretado como la respuesta a
un incremento demográfico importante y por tanto a la necesidad de alimentar a esta creciente población, lo que supondría al
mismo tiempo toda una serie de dificultades que darían lugar a
un mayor desarrollo de la economía política y en consecuencia
de las desigualdades sociales (Sanmartí, 2009). Sin descartar la
importancia del factor demográfico, cabe la posibilidad de interpretar este incremento en la producción como una maniobra
de las elites para la generación de excedentes que invertir posteriormente en la adquisición de bienes importados. Se trata de un
elemento clave a la hora de comprender los complejos procesos
sociales que se van a desarrollar durante toda la época ibérica y
cuya explicación no responde a una única causa sino a la conjunción de múltiples factores que futuras investigaciones deberán ir dilucidando en la medida de lo posible. Este excedente
apropiado tímidamente por las elites se canaliza principalmente
en dos sentidos, gran parte se destina a la construcción de obras
comunitarias, principalmente las fortificaciones del oppidum o
núcleo rector del poblamiento y otra parte, como ya hemos indicado, a la obtención de productos foráneos, relacionados principalmente con el consumo de vino a través del intercambio con
las zonas costeras (Grau, 2007: 127).
[page-n-202]
7.1.1. LA comensALIDAD rItuAL y LA AcentuAcIón
De LAs DesIguALDADes
En este momento las prácticas de consumo ritual se van a convertir en la estrategia ideológica por excelencia de este periodo
inicial. Con ello no queremos afirmar que las prácticas de comensalidad no fuesen importantes para las sociedades precedentes,
sino que en este momento se detectan evidencias que conducen
a pensar en que se convierten en un instrumento en manos de
los nuevos grupos dominantes para la manipulación ideológica y
la legitimación de las desigualdades. Cuando nos aproximamos
al estudio de un fenómeno complejo como son las prácticas de
comensalidad durante el Hierro y el Ibérico antiguos, nos damos
cuenta de que no es posible uniformizar los procesos en una gran
área geográfica, sino que incluso en el caso de una zona relativamente acotada como es la franja central de la Contestania, hemos
podido comprobar la existencia de dinámicas distintas para cada
uno de los tres territorios estudiados. Esta diversidad de procesos
tiene sentido si concebimos los grupos sociales locales, no como
meros actores pasivos y receptores de los productos fenicios, sino
como comunidades complejas con su propia agencia, que redefinen su cultura a partir de prácticas sociales concretas (VivesFerrándiz, 2005; Riva y Vella, 2006).
Los intereses propios de las poblaciones locales, con la adquisición de determinados elementos y no otros con el objetivo
de satisfacer sus propias necesidades, se refleja muy bien en la
selección de bienes importados. Existe una clara preferencia por
la importación del vino, que se infiere a partir de la documentación de un gran número de ánforas del tipo R1. Se trata de un
producto potencialmente ritualizable por sus propiedades embriagadoras, que permite alcanzar estados alterados de conciencia y que tiene un importante papel en las relaciones humanas,
habiéndose definido las bebidas alcohólicas en general como
“lubricante social” (Dietler, 2010). Mucho menos frecuente es
la aparición de objetos relacionados con la preparación como
son los cuencos-trípode, que pudieron ser utilizados como morteros (Vives-Ferrándiz, 2004), o el caso del infundibulum de Xàbia (Vives-Ferrándiz, 2007) y que pudieron constituir elementos
diacríticos que otorgarían un mayor prestigio a quien los poseyera. Finalmente, la importación de vajilla es muy minoritaria,
exceptuando algún plato de ala ancha y algún cuenco, por lo
que cabe pensar que el consumo se llevaría a cabo en la vajilla a
mano de producción local. En cuanto a los lugares de consumo,
no se han documentado espacios especialmente destinados a la
celebración de banquetes y éstos se llevarían a cabo seguramente en contextos domésticos o en espacios al aire libre.
En cuanto a lo que podríamos denominar como el paisaje
de la comensalidad nos encontramos con distribuciones distintas en cada uno de los territorios analizados. En el caso de
los Valles de Alcoi, los patrones de distribución de elementos
importados se caracterizan por una gran dispersión ya que los
encontramos en todos los tipos de asentamiento como son los
oppida, las aldeas y los caseríos. Predominan los recipientes
de almacenamiento y transporte, con una presencia muy minoritaria de objetos relacionados con la preparación como los
cuencos-trípode. Esta gran difusión contrasta con lo que sucede en otras áreas geográficas peninsulares como el Bajo Ebro,
donde existe una concentración de elementos relacionados con
la comensalidad en espacios muy concretos y edificios destacados arquitectónicamente (Sardà, 2010a).
El caso de la Marina Alta es bastante similar al anterior, pero
con algunos matices. En este territorio, los elementos relacionados con prácticas de comensalidad, principalmente ánforas y
en menor medida objetos relacionados con la preparación, se
documentan en la práctica totalidad de los asentamientos de este
periodo, con la diferencia de que todos son poblados en altura
sin que se haya documentado la existencia de poblaciones en el
llano, lo que en sí mismo ya nos remite a procesos de centralización más acentuados. Una de las diferencias más importantes en
este caso es que estos asentamientos no solo están distribuyendo
y consumiendo vino, sino que también lo producen, junto con
ánforas que imitan a las de origen fenicio, como se ha podido
constatar en el poblado del Alt de Benimaquia (Gómez y Guérin, 1993; 1995) aunque cabe la posibilidad de que también esté
sucediendo en otros poblados menos conocidos aunque de similares características como Morro Castellar, Castellet de Garga
(Costa y Castelló, 1999; Grau, 2000: 440) o la Plana Justa, donde se han documentado numerosas ánforas fenicio-occidentales, imitaciones y cuencos-trípode fenicios y locales (Bolufer y
Vives-Ferrándiz, 2003). Se trata de pequeños poblados con una
extensión en torno a las 0,5 ha., ubicados en altura, lo que les
otorga un buen dominio visual de las vías de comunicación y
fuertemente fortificados.
Por su parte, en la Marina Baixa nos encontramos con una
situación completamente distinta ya que este tipo de objetos
relacionados con la comensalidad se encuentran concentrados
en las necrópolis de Les Casetes y Poble Nou, seguramente
vinculadas a un oppidum ubicado en el actual Barri Vell de La
Vila Joiosa (García Gandía, 2009; Espinosa, Ruiz y Marcos,
2005), no circulando más allá de este núcleo y por tanto ante
un control más directo de estos bienes por parte de las elites.
No son excesivamente abundantes, predominando la vajilla de
mesa con los platos de ala ancha en ambas necrópolis y un
cuenco-trípode en Casetes. Posiblemente con la deposición en
la tumba de un elemento diacrítico como es el mortero-trípode
se está construyendo la identidad del individuo a partir de un
rol protagonista en los banquetes rituales. Tampoco se documentan evidencias claras de celebración de banquetes funerarios en las necrópolis, salvo algunos restos de fauna quemada
y de una hoguera en Casetes, que se han interpretado como un
fuego ritual (García Gandía, 2009: 94-95).
Posiblemente la Marina Baixa constituye un foco orientalizante donde la interacción cultural con las poblaciones foráneas es mucho más intensa dando lugar a poblaciones híbridas
(Vives-Ferrándiz, 2005), intensidad que decrece en cierto modo
si nos trasladamos a la Marina Alta, aunque nos encontramos
con contextos donde se está produciendo vino en momentos
muy tempranos y con un cierto control de las importaciones por
parte de los poblados de altura, lo que llevaría a pensar en otra
interacción, distinta pero igualmente intensa o incluso mayor.
Esta situación del litoral contrasta en cambio con los procesos
que se están dando al mismo tiempo en las tierras del interior
donde parece estar reflejándose una mayor frecuencia de este
tipo de rituales, en otras palabras, una mayor participación y
menor segmentación en el consumo, así como un menor control
directo por parte de grupos restringidos.
Pasando ya a las estrategias ideológicas relacionadas con
las prácticas de consumo ritual, es lógico pensar que las elites
están controlando el acceso a los intercambios, aunque hemos
189
[page-n-203]
podido comprobar cómo estos bienes son redistribuidos entre
un amplio segmento de la sociedad por lo que la celebración
de este tipo de banquetes debió ser relativamente frecuente y
con una participación muy amplia por parte de la población,
al menos en los casos de los Valles de Alcoi y la Marina Alta.
Por tanto, en este contexto se están primando las estrategias
inclusivas frente a las de exclusión y podrían estar en relación
con lo que M. Dietler define como Entrepeneurial Feasts o
Empowering Feasts (Dietler, 1999: 144). Este tipo de banquetes es propio de sociedades en las que el poder político no es
del todo estable ni concentrado, siendo los mismos un medio
para acumular prestigio que permita ejercer el liderazgo dentro de la comunidad. Durante el banquete se genera una deuda
por la que los invitados aceptan la obligación de dar algo a
cambio, por ejemplo su fuerza de trabajo. Por tanto, se trata
de un poder que debe ser negociado a través de estas estrategias basadas en el consumo ritual.
Este tipo de estrategias ideológicas buscan convertir un capital económico, como es el excedente agropecuario y los productos importados, en un capital simbólico. Éste último permite
adquirir un poder político informal, es decir, la capacidad de
influir en las decisiones o acciones del grupo, característico de
sociedades como las denominadas por la antropología como de
tipo Big Man en las que el poder no está todavía institucionalizado, por lo que debe ser continuamente renegociado mediante
estas estrategias ideológicas competitivas o agonísticas a través
de instituciones como el don (Godelier, 1998a).
A mediados del s. VI a.C. se produce una interrupción en
la llegada de ánforas fenicio-occidentales que puede explicarse
tanto por causas exógenas como endógenas, por la producción
y consumo de vino elaborado por las poblaciones locales, como
refleja el citado caso de Benimaquia o la presencia de restos
carpológicos correspondientes a vid en diversos asentamientos,
especialmente a partir del s. V a.C. (Pérez Jordà, 2013). También se va a producir un cambio en el origen de estas importaciones que ahora provienen de la región del Ática, así como
en el tipo de productos, ya que ahora predominan los objetos
correspondientes al tipo de vajilla de mesa y más concretamente recipientes para el consumo de líquidos, aunque el volumen
general de las importaciones es mucho menor que durante el
Hierro Antiguo. Los datos disponibles son escasos y únicamente nos permiten señalar una posible continuidad de las pautas
arcaicas que deberán ser refrendadas en futuros trabajos. La
distribución de las importaciones para el s. V a.C. va a ser muy
similar a la de momentos previos salvo en el caso de la Marina
Alta, donde encontramos un número mucho más reducido de
evidencias. Estos cambios suponen el inicio de una tendencia
que se va a generalizar en la siguiente centuria.
7.1.2. Los InIcIos De LA creAcIón De unA IDentIDAD guerrerA
El excedente surgido de la intensificación agraria que tiene lugar en este periodo se va a canalizar, como hemos señalado,
principalmente en dos sentidos, por una parte, hacia la adquisición de bienes de prestigio relacionados con el consumo ritual y
por otra, hacia la construcción de estructuras comunitarias, básicamente de carácter defensivo con algunos ejemplos tempranos
como el bastión curvo de El Puig (Grau y Segura, 2013) o las
defensas del Alt de Benimaquia (Gómez Bellard et al., 1993),
por citar dos ejemplos, ambos datados en el Hierro Antiguo. Es
190
en este momento cuando se van a iniciar una serie de estrategias relacionadas con la preeminencia ideológica de la violencia
simbólica que se va a materializar en el registro arqueológico y
que va a caracterizar las sociedades de la Edad del Hierro.
Las primeras evidencias de deposición de armamento en
necrópolis de nuestra área de estudio se remonta a la primera
mitad del s. VI a.C. en Les Casetes, donde aparecen en 5 tumbas que suponen el 17 % del total (García Gandía, 2009:118).
Se trata todavía de un porcentaje algo inferior al que veremos
ya en época ibérica y se caracteriza por el protagonismo de las
puntas de lanza de grandes dimensiones en tumbas de individuos varones adultos. Esta presencia de armamento contrasta
con lo que vemos en otras necrópolis de cronología inmediatamente anterior y situadas más al interior como Les Moreres, a
pesar de que se documenta su producción en el cercano poblado de Peña Negra (González Prats, 1992), o los enterramientos
de Mas de Regall cercanos a El Puig. En este último se documentaron cuatro tumbas de cremación en urnas, algunas de
ellas importadas, datadas en torno a los ss. VII-VI a.C. y con
sencillos ajuares, compuestos por algunos adornos personales
metálicos y pétreos (López Seguí et al., 2013).
La presencia de elementos tan destacados como las armas
en la necrópolis de Les Casetes refuerza la hipótesis de que
nos encontramos ante un foco orientalizante donde el contacto con poblaciones foráneas es mucho más intenso y decrece
a medida que nos movemos hacia el interior. Se trata seguramente de sociedades fuertemente hibridadas donde el poder
comienza a materializarse a través de la deposición de armamento en contextos funerarios, como sucede en otras áreas
donde el contacto con sociedades fenicias es más intenso a
partir de finales del s. VII a.C., como en el caso del suroeste
peninsular o Cerdeña (Quesada, Casado y Ferrer, 2014). No
obstante, la presencia de armamento es relativamente escasa
por lo que la identidad y prestigio de los individuos parece
estar definiéndose por otros parámetros, como el ya de por
sí restringido acceso al espacio funerario, las cerámicas importadas, los adornos personales o las estructuras funerarias
destacadas (Vives-Ferrándiz, 2005).
Conforme avanzamos hacia finales del s. VI y sobre todo
durante el s. V a.C. vemos que la presencia de armamento formando parte de ajuares es mucho más frecuente, aunque sin
alcanzar las cotas que veremos en el s. IV a.C. El elemento principal para la construcción de la identidad guerrera sigue siendo
las puntas de lanza, presentes en Cabezo Lucero, Poble Nou,
El Molar y posiblemente Altea la Vella, donde además se documentó una estela con una representación esquemática de un
personaje portando un cuchillo afalcatado y una espada de antenas (Martínez y Sala, 2016). También destaca la presencia de
armamento metálico de carácter defensivo.
Todo este registro se enmarca en un contexto de creación
de mensajes simbólicos, como se documenta en los conjuntos escultóricos que empiezan a aparecer en este momento y
que suponen otro soporte para la plasmación de la ideología
guerrera de las elites. En este tipo de esculturas se representa
normalmente a los antepasados heroizados armados de los linajes dominantes realizando toda una serie de hazañas como
el enfrentamiento a seres monstruosos (Chapa, 2003; Ruiz Rodríguez y Sánchez Vizcaíno, 2003). Fuera de nuestra área de
estudio encontramos casos como el del monumento turriforme
[page-n-204]
de Pozo Moro, con un discurso de carácter más mítico y un
protagonista con atributos semidivinos, o casos como el de
Cerrillo Blanco de Porcuna o La Alcudia, con un discurso más
épico y donde estos héroes se presentan con panoplias más estandarizadas y propias de los miembros de la elite (Aranegui,
2006: 117-118; García Cardiel, 2016: 215).
7.1.3. vALorAcIón generAL
En definitiva, nos encontramos durante esta fase con unas elites que controlan, pero no plenamente, las fuentes de poder
tales como el excedente, el metal o los contactos con agentes
foráneos, generando liderazgos inestables, no sistémicos y
poco institucionalizados que deben ser continuamente negociados. Esta situación da lugar a un predominio de las estrategias corporativas como las prácticas de comensalidad ritual
que en estos momentos se basan en la participación de un
sector relativamente extenso de la sociedad, como podemos
inferir de su amplia distribución en el paisaje (figs. 7.2 y 7.4).
Esta realidad se condice bien con lo que conocemos a partir
de otros testimonios arqueológicos, donde no destaca ningún
asentamiento, ni casas, ni elementos materiales.
Sin embargo, no están exentas de un cierto matiz excluyente, ya que no toda la sociedad tiene acceso a los circuitos de
distribución, que sería un privilegio de los grupos dominantes.
A pesar de este predominio, comienzan a darse una serie de
estrategias de carácter excluyente, que veremos acentuadas
en el siguiente periodo, como es la creación de una identidad
guerrera de los grupos destacados (fig. 7.3). Esta identidad se
basa en la violencia y el carácter guerrero con la deposición de
armamento en ciertas tumbas, siendo ya de por sí sumamente
restringido el acceso al espacio funerario a un reducido segmento de la población, y la creación de conjuntos escultóricos
donde predomina esta ideología a partir del s. V a.C. en territorios cercanos a nuestra área de estudio.
Para explicar estos procesos es necesario atender a la conjunción de factores endógenos como es la continuidad de las
poblaciones locales inmersas desde momentos precedentes en
dinámicas de cambio social, como exógenos, ya que la apertura a
las redes de intercambio mediterráneo va a suponer importantes
transformaciones en las relaciones socio-políticas de las comunidades locales. Este contacto supondrá una acentuación de las
desigualdades sociales con el acceso por parte de determinados
grupos a mayores cotas de poder, controlando los excedentes
agropecuarios y los intercambios (Grau, 2007). Este nuevo contexto supone un campo propicio para la competición social que
favorecerá el surgimiento de nuevas estrategias ideológicas que
legitimen y consoliden las nuevas relaciones jerárquicas.
7.2. LA CONSOLIDACIÓN DEL PODER LOCAL
(425-300 A.C.)
Durante esta fase observamos como a nivel territorial se va a
producir una consolidación de las dinámicas que habíamos visto empezar a desarrollarse en el periodo anterior. El patrón de
asentamiento en toda esta zona, y en especial en el caso de los
Valles de Alcoi que representa el modelo mejor conocido, se va a
caracterizar por una clara jerarquización, así como por una cierta
atomización, con la existencia de diversos núcleos de poder a nivel comarcal (Grau, 2002). Como si de un mosaico se tratase, el
Fig. 7.2. Evidencias rituales en los Valles de Alcoi entre los ss. VII y V a.C.
191
[page-n-205]
Fig. 7.3. Evidencias rituales en la Marina Baixa entre los ss. VII y V a.C.
Fig. 7.4. Evidencias rituales en la Marina Alta entre los ss. VII y V a.C.
192
[page-n-206]
paisaje se encuentra fragmentado en diversos territorios políticos
independientes que coinciden con unidades geográficas bien diferenciadas como son los pequeños valles intramontanos que caracterizan la orografía del área central de la Contestania o la llanura
costera en el caso de la Marina Baixa. Dichos territorios estarían
presididos por asentamientos del tipo oppidum, caracterizados
por su ubicación en altura para una mejor defensa y visibilidad,
así como fortificaciones, con un tamaño normalmente entre 1,5 y
3 ha. y que actúan como residencia de la mayor parte de las elites
que habitan el territorio, convirtiéndose en el centro político y
económico del mismo. Dispersos por el territorio y subordinados
a los anteriores, encontramos diversos asentamientos de menor
tamaño como son las aldeas y los caseríos, ubicados normalmente
en el llano o en laderas poco pronunciadas para un mejor acceso
a las tierras de cultivo (Grau, 2002).
El registro arqueológico refleja una sociedad con un modelo
de organización basado en el modelo gentilicio clientelar con un
poder dividido ya sea en facciones, linajes o Casas dependiendo de las distintas propuestas, altamente competitivos y cambiantes, pero al mismo tiempo frágiles, lo que da lugar a una
cierta inestabilidad social e incluso violencia entre los mismos
(Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015). Este tipo de sociedades
podría catalogarse también como de tipo heterárquico, con un
poder diluido entre diversos grupos locales dominantes, sin que
se imponga un liderazgo fuerte a escala comarcal y donde la
toma de decisiones se realiza de forma simultánea por parte de
diferentes personas o grupos con relaciones variables entre sí,
que pueden ser tanto cooperativas como competitivas (Crumley,
1995; Rodríguez, Pavón y Duque, 2010; Bonet, Grau y VivesFerrándiz, 2015). Es importante destacar que la existencia de
relaciones heterárquicas no excluye la presencia de relaciones
de tipo jerárquico. Este modelo dinámico de sociedad donde el
poder debe ser continuamente negociado constituye un campo
muy propicio para el despliegue de estrategias ideológicas, que
van a ser especialmente variadas en este periodo de consolidación de los poderes locales.
7.2.1. rItos De InIcIAcIón, cuevAs-sAntuArIo y DeLImItAcIón
terrItorIAL
Una de las prácticas rituales más interesantes que defendemos
se desarrolló en este momento son los ritos de iniciación, tan
presentes en la mayoría de los grupos humanos y que constituyen un subconjunto dentro de lo que se conoce comúnmente
como ritos de paso. Este tipo de ritos se definen como aquellas
prácticas rituales que acompañan todo cambio de lugar, estado, posición social y edad, entendiendo por estado cualquier
tipo de condición estable o culturalmente reconocida (Gennep,
2013: 22; Turner, 1988: 101) y suponen una ritualización de
las etapas del ciclo vital y del aprendizaje de la vida social.
En nuestro trabajo, relacionamos este tipo de prácticas rituales iniciáticas con varias cuevas-santuario de nuestra área de
estudio, vinculación que ya ha sido propuesta anteriormente para el mundo ibérico (González-Alcalde y Chapa, 1993;
González-Alcalde, 1993; 2002) y que también se ha propuesto
para otras áreas del Mediterráneo como Creta (Faure, 1964) o
la península itálica (Moneo, 2003: 303-304).
Estos ritos de paso se caracterizan normalmente por un
esquema muy bien definido por A. van Gennep (1909) y que
comenzaría con una preparación previa al ritual propiamente
dicho que incluiría la adquisición de un aspecto adecuado
como el peinado y el vestido, la adquisición de los objetos
litúrgicos y una cierta preparación psicológica. Tras ello pasaríamos a los ritos de separación que suponen la desvinculación simbólica del estado anterior, a través del traslado
ritual a la cueva-santuario desde el lugar de hábitat, que suele
encontrarse en los límites del territorio, un espacio con fuertes connotaciones simbólicas o la ofrenda del cabello y/o del
vestido que supone un cambio de atributos. A continuación,
entramos en lo que se conoce como ritos de margen, donde
el iniciando se encuentra en una situación especial entre dos
mundos y que coincidirían con las prácticas rituales en el
interior de la cavidad. Finalmente, se producen los ritos de
agregación, que suponen la resurrección simbólica del individuo y su reintegración en la sociedad con un nuevo estatus
y que incluirían la salida de la cueva, posibles banquetes y
el regreso al lugar de hábitat. Como podemos ver se trata de
rituales estrictamente pautados que se materializan a través
de las prácticas que dejan su huella en el interior de las cavidades y a las que podemos aproximarnos también a través del
análisis territorial de las mismas.
Existe un número relativamente extenso de cuevas con materiales ibéricos en nuestra área de estudio, pero únicamente
hemos tenido en cuenta seis (Cova de la Moneda, Cova dels
Pilars, Cova de l’Agüela, Cova de la Pinta, Cova Fosca y Cova
de la Pastora), basándonos en el criterio de la intensidad de uso
o densidad ritual (Bell, 1997: 173-209) que nos permite realizar un análisis cuantitativo, cuáles son las cuevas más frecuentadas, y diacrónico, en qué periodo, lo que permite establecer
una gradación en el espacio y en el tiempo. El indicador utilizado para establecer esta densidad ritual han sido las ofrendas, que se caracterizan por la repetición de un mismo tipo de
elemento, normalmente vasos caliciformes y ollas, elemento
este último que parece configurar un patrón ritual recurrente
en nuestra área de estudio. Pero no son estos los únicos elementos ofrendados, sino que encontramos también, aunque en
menor medida, otro tipo de cerámicas ibéricas, cerámicas de
importación ática o la presencia de pequeños aretes de metal
que en nuestra opinión pueden ser la evidencia material de la
ofrenda del cabello (Grau y Amorós, 2013), un claro rito de
separación que simboliza el abandono de una etapa anterior
del ciclo vital como es la niñez. Todas estas prácticas se desarrollan normalmente en las partes más profundas de las cuevas, que en muchas ocasiones presentan una estructura interna
que favorece el desarrollo de los ritos, además de que se trata
de espacios multisensoriales con una fuerte carga simbólica
(Machause, 2017; Skeates, 2010).
Podemos analizar también la iniciación como estrategia
ideológica excluyente en la medida en que parece ser una práctica ritual restringida a un segmento de la población o al menos
en la forma en que se materializa en las cuevas-santuario. Defendemos esta propuesta basándonos en el ritmo de deposición
de ofrendas que observamos en este tipo de lugares sacros,
aunque seamos conscientes de las limitaciones que conlleva
un análisis de este tipo, siendo un ejercicio aproximativo y
tomando como base la asociación de un objeto individual con
un acto ritual. Si tomamos como ejemplo la Cueva II del Puntal del Horno Ciego, a pesar de estar fuera de nuestra área
de estudio, excavada con metodología arqueológica y como
193
[page-n-207]
elemento de referencia los vasos caliciformes, nos encontramos con un ritmo de deposición de 17 vasos por generación.
Una cifra similar observamos en la Cova de l’Agüela tomando
como referencia los vasos caliciformes, con 14 individuos por
generación, mientras que en la Cova dels Pilars la cifra es algo
mayor, de 25 ollas por generación.
Independientemente de los números concretos y a pesar
de que puede haberse perdido un cierto porcentaje del registro original, no estamos ante una afluencia masiva de toda la
población del territorio político para iniciarse en la cueva-santuario. La iniciación sería, por tanto, un requisito para formar
parte de la elite, dotándose estos individuos a partir de estas
prácticas de una naturaleza diferenciada con respecto al resto
de la sociedad, legitimando así su acceso diferenciado al poder. Este tipo de rituales llevados a cabo en un mismo espacio
y de un mismo modo favorecería el desarrollo de una identidad compartida entre los individuos del grupo dominante. En
el caso masculino es muy probable que esta iniciación tenga
como objetivo la adquisición del estatus de guerrero mientras
que en el caso femenino estaría relacionado con el matrimonio
y la maternidad (Prados, 1997; Rueda, 2013).
Otra cuestión que nos parece muy sugerente es la relación existente entre el ritmo de iniciaciones y el ritmo de
enterramientos en las necrópolis ibéricas, que también van a
tener una enorme importancia como estrategia ideológica en
esta fase y sobre las que volveremos un poco más adelante.
Como hemos tratado de demostrar en el capítulo correspondiente, parece evidente que no toda la sociedad se encuentra
representada en las necrópolis, siendo restringido el acceso al
espacio funerario como por otra parte se había propuesto anteriormente (Chapa, 1991; Quesada, 1997: 632). Si calculamos
el ritmo de deposición de tres necrópolis bien estudiadas de
la Contestania, una de ellas incluso en nuestra propia área de
estudio, vemos unos ritmos de 13 tumbas por generación en
La Serreta, 12 en el Puntal de Salinas y 14 en Cabezo Lucero,
índices comparables a la intensidad ritual que veíamos para las
cuevas-santuario. Estos indicios nos sugieren la posibilidad de
que el restringido grupo que tiene acceso al espacio funerario
podría corresponderse con el mismo grupo que años antes había completado la iniciación, lo que ahonda de nuevo en esa
naturaleza diferenciada de las elites que justifica su acceso a
determinadas fuentes de poder. Asimismo, podemos considerar la muerte y las prácticas funerarias como un rito de paso
más, con una estructura muy similar a la que veíamos para la
iniciación. Por tanto, es necesario entender todos estos ritos de
paso de forma integral y en estrecha relación entre ellos, como
una ritualización del ciclo vital no solo biológico sino también
social, a cuyo desarrollo completo solo tendrían acceso los
grupos dominantes de la sociedad.
Otro elemento muy interesante en el análisis de estas prácticas iniciáticas estaría relacionado con la presencia de restos humanos en la mayoría de las cuevas de esta región, fruto de su
utilización como espacios funerarios durante la Prehistoria y que
tendrían importantes connotaciones simbólicas para los iberos
que acudieron posteriormente a realizar sus ritos. No queremos
decir que exista una memoria directa, sino que estos restos pudieron reinterpretarse como reliquias de un tiempo mítico, vinculándose de este modo a los ancestros, que actuarían de nuevo como
un elemento legitimador al vincularse a ellos ciertos linajes, del
194
mismo modo que se reclamaría el dominio sobre un determinado
territorio político basándose en estos mismos antepasados heroizados (Grau y Amorós, 2013; Antonaccio, 1994; 1995).
Precisamente, si analizamos el papel de las cuevas-santuario desde un punto de vista territorial llegamos a conclusiones
sumamente interesantes. Todas estas cuevas se encuentran en
los límites físicos de las unidades geográficas que definen el
paisaje de esta zona, en lo que podríamos denominar como la
schatià o espacio donde la naturaleza está escasamente alterada y en la periferia de los núcleos de población con claras
connotaciones liminares. Si tenemos en cuenta el principal
momento de uso de estas cuevas, los ss. V y IV a.C., vemos
que se ubican en los límites de los espacios políticos de uno o
varios poblados, en el momento en que dichos territorios están
configurándose y consolidándose (Grau y Amorós, 2013). De
este modo, se sancionan simbólicamente a partir de la ubicación de un espacio sacro en los límites que certifica la adscripción territorial, modelo por otra parte común en otras áreas del
Mediterráneo (De Polignac, 1984; Edlund, 1987).
7.2.2. LA comensALIDAD rItuAL y LAs estrAtegIAs
De fomento De consumIDores
Ya hemos visto como a mediados del periodo anterior se habían
producido toda una serie de cambios que se van a consolidar en este
periodo. El más importante de ellos era el cese de la importación de
vino fenicio, seguramente sustituido por la producción local, como
atestigua el temprano caso del Alt de Benimaquia, así como la aparición de restos arqueobotánicos de vid en diversos asentamientos
durante los ss. V y IV a.C. (Pérez Jordà, 2013), que generaría seguramente un comercio interior entre las distintas áreas ibéricas.
También se observa un cambio importante en el origen de estas
importaciones con una llegada abundante de productos áticos de
barniz negro especialmente entre finales del s. V y durante todo el s.
IV a.C. y con un predominio de objetos relacionados con la mezcla
y consumo de líquidos, seguramente vino.
La llegada de ánforas en este periodo resulta muy escasa y
proceden mayoritariamente de enclaves púnicos, tanto del Círculo del Estrecho como de Ibiza, relacionadas, además de con
el vino, con el transporte de salazones que pudieron tener cierta
importancia en los banquetes rituales como un producto foráneo y de difícil adquisición. Entre los elementos de preparación
encontramos las cráteras utilizadas para la mezcla del vino con
otras sustancias tales como agua, miel, hierbas, queso rallado…
(Vives-Ferrándiz, 2006-2007: 322) y que tendría un papel protagonista en la distribución del mismo entre los participantes.
Otro elemento relacionado con la preparación y que podríamos
considerar como diacrítico y excepcional es el colador etrusco
de bronce hallado formando parte de un ajuar en la necrópolis
de Poble Nou (Espinosa, 2011: 305). En cuanto a la vajilla de
mesa, el grupo mayoritario lo componen los recipientes para
el consumo de líquidos, principalmente boles, que dependiendo
del tamaño también podrían utilizarse para el consumo de sólidos o incluso salsas, pero también varios tipos de copas.
Los lugares de consumo siguen estando bastante relacionados con el ámbito doméstico, asociándose normalmente a
casas con estancias de dimensiones reducidas, lo que puede
deberse a que estas reuniones se celebraran en espacios al aire
libre, tanto en el interior como en el exterior del poblado, como
por ejemplo en espacios simbólicamente connotados como las
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puertas. En el caso de la Bastida de les Alcusses, encontramos un edificio destacado, el Conjunto 5, interpretado como
un espacio de reunión colectiva donde pudieron llevarse a cabo
estas prácticas (Vives-Ferrándiz, 2013: 106). También resulta
interesante el ritual de la Puerta Oeste, donde se documentaron restos de fauna con marcas de consumo, frutos, semillas,
abundante cerámica ibérica correspondiente a los tipos de almacenamiento, vajilla de mesa y de cocina, cerámica ática y
un cuchillo afalcatado seguramente relacionados con la celebración de un ágape que acompañaría al complejo ritual de
remodelación de la puerta (Vives-Ferrándiz et al., 2015). Por
otra parte, encontramos evidencias de este tipo de prácticas en
espacios sacros característicos de este periodo, como son los
santuarios en cueva donde se documentan restos de vajilla ibérica de mesa, ollas y cerámica de barniz negro que pueden interpretarse tanto como exvotos en sí mismos, contenedores de
ofrendas o restos de banquetes rituales. En otro de los espacios
rituales de referencia característicos de este periodo, como son
las necrópolis, encontramos cerámicas de importación formando parte de ajuares destacados y cuya función en este caso es la
de actuar como bienes de prestigio o definir el rol protagonista
de determinados individuos en la esfera de la comensalidad
ritual, mientras que no se documentan agrupaciones del tipo
silicernia, depósitos donde se amortizan los objetos utilizados
en el transcurso de un banquete funerario, como puede ser el
caso de otras necrópolis como Los Villares (Blánquez, 1990;
1992) o El Molar (Monraval y López, 1984).
Si atendemos a la dispersión de estos productos en el
paisaje, observamos una llegada relativamente abundante de
estas vajillas importadas, especialmente durante el s. IV a.C.
En los Valles de Alcoi se documentan en más de la mitad de
los asentamientos datados en este periodo, porcentaje que aumenta si tenemos solo en cuenta los oppida, centros rectores
del territorio donde habitaría buena parte de la elite, estando
presentes en 9 de los 10 asentamientos de este tipo, donde además se concentran las piezas con un fuerte componente diacrítico como serían las cráteras. Pero este tipo de bienes no se
restringen únicamente a estos lugares centrales, sino que los
encontramos también en los asentamientos secundarios como
son las aldeas y en espacios sacros como necrópolis y cuevassantuario, mientras que se encuentran ausentes en los núcleos
rurales más pequeños que se adscriben a la categoría de caseríos. En la Marina Baixa, a diferencia de la fase anterior, donde
estas evidencias se concentraban en el importante núcleo de la
Vila Joiosa y más concretamente en sus necrópolis, para este
momento encontramos cerámicas de importación en un 75 %
de los núcleos datados en el s. IV a.C. tanto en asentamientos
del tipo oppidum como en pequeños poblados de altura, cerros
costeros, asentamientos rurales, necrópolis y santuarios. Finalmente, el caso de la Marina Alta contrasta con la situación de
los otros dos territorios, ya que solo aparecen en un 40 % de
los asentamientos, documentándose en cuatro oppida, dos poblados costeros, una torre vigía y una cueva-santuario.
Desde el punto de vista de las estrategias ideológicas, creemos que siguen siendo los linajes dominantes los que tienen
el acceso a los circuitos comerciales y a las vajillas de importación, aunque estos productos fueran luego ampliamente redistribuidos entre sus redes clientelares como se desprende del
estudio de la distribución de estas vajillas tanto en el paisaje
como en el interior de los asentamientos. Por tanto, nos encontramos ante estrategias inclusivas de fomento de consumidores
(Grau, 2007: 134; 2010b: 267) donde no se da demasiada importancia a la calidad de las vajillas ya que en la mayoría de los
casos son bastante mediocres y encontramos un predominio de
los vasos de barniz negro frente a los que presentan decoración
figurada. Sin embargo, sí nos encontramos con un elemento
que podemos considerar como diacrítico como son las cráteras que parecen tener una distribución más restringida. En el
symposion griego, que nos puede servir de comparativa acerca
del uso de estos vasos, la crátera posee una gran importancia
ritual ya que es el recipiente en el que se mezcla el vino para
posteriormente ser distribuido al resto de asistentes a través de
la vajilla para beber compuesta por copas y boles. Por tanto, la
posesión de la crátera otorga a su propietario una serie de atributos o condiciones sociales especiales ya que conoce la norma
social de la mezcla del vino y controla una parte importante del
excedente que le permite financiar banquetes de este tipo, demostrando su capacidad de liderazgo, remarcando la jerarquía
social y obteniendo el apoyo de la comunidad (Luke, 1994). Al
mismo tiempo, la crátera constituye un símbolo de poder no
sólo durante el desarrollo de este tipo de banquetes, sino que
también se trata de un elemento de prestigio importante, de ahí
su frecuente aparición en las necrópolis ibéricas.
Este tipo de banquetes podríamos enmarcarlos en lo que
Dietler describía como patron-role feasts o banquetes patronales en los que se manipula la hospitalidad comensal con el
objetivo de naturalizar y legitimar simbólicamente la existencia
de relaciones sociales y de poder de carácter desigual (Dietler,
1999: 144). Este tipo de prácticas donde se escenifican las relaciones entre patrón y clientes, aparentemente permiten la autorepresentación de los miembros de la comunidad en un marco
de competición abierta donde poder aumentar su estatus social,
aunque realmente se están enmascarando unas relaciones de
desigualdad ya que es el patrono quien está controlando los mecanismos de redistribución de estos bienes de prestigio (Grau,
2007: 134-135). De este modo se estaría transformando un capital económico, básicamente excedentes agrícolas y ganaderos en un capital simbólico que se traduce en prestigio y poder
político en la organización social. De esta forma se genera un
sentimiento de deuda social ya que los clientes son incapaces
de responder recíprocamente a este don otorgado por el patrón,
perpetuando de este modo las desigualdades. Junto a este tipo
de banquetes, perdurarían los entrepeneurial feasts o banquetes
emprendedores (Dietler, 1999: 142-143) que veíamos en el período anterior organizados para adquirir poder social y ventajas
económicas en el marco de una sociedad donde no existe un
poder político excesivamente concentrado. Dentro de este tipo
de banquetes debemos incluir las denominadas work feasts o
fiestas de trabajo cuyo objetivo es la movilización de mano de
obra a una escala comunitaria más allá de la doméstica y que
podrían explicar la presencia de vajilla importada en ámbitos
rurales como l’Alt del Punxó (Espí et al., 2009).
En una sociedad donde el poder tiene un claro componente heterárquico, las estrategias ideológicas relacionadas con
la comensalidad tendrían un importante carácter agonístico o
competitivo y las prácticas de consumo ritual serían manipuladas con el objetivo de captar un mayor número de clientes
e incorporarlos al linaje. De este modo nos encontramos ante
195
[page-n-209]
una estrategia ideológica con dos caras, ya que por una parte
es una estrategia de carácter inclusivo, donde se busca que un
número relativamente amplio de la sociedad participe en estas
celebraciones, incluyendo no solo a la elite sino también a sus
clientelas. Por otra parte, existe un cierto carácter exclusivo tras
esta apariencia de igualdad, ya que solo un reducido grupo tiene
acceso a las redes de intercambio, además de que se introducen
ciertos elementos diacríticos como la posesión de cráteras que
nos habla de roles distintos en el desarrollo de los banquetes.
7.2.3. vIoLencIA e IDentIDAD guerrerA
Durante esta fase vamos a asistir a un apogeo de las estrategias
relacionadas con la violencia simbólica y la creación de una
identidad guerrera, ya que en este momento nos encontramos
con un mayor protagonismo de elementos relacionados con la
violencia. La creación de una identidad guerrera por parte de
las elites se va a materializar en diversos ámbitos, como por
ejemplo en la construcción de imponentes fortificaciones, no
solo motivadas por una preocupación defensiva, sino también
con un importante componente simbólico, ya que tendrían un
fuerte impacto visual sobre el poblamiento subordinado del
territorio político, lanzando un doble mensaje, el de garantizar
su seguridad al mismo tiempo que se sentirían constantemente vigilados. También encontramos armas en diversos oppida sin que podamos reconocer, al menos en nuestra opinión,
una distribución generalizada entre toda la población, siendo
francamente escasa la presencia de armamento propiamente de
guerra como las falcatas o los escudos.
Este acceso restringido al armamento parece corroborarse si
nos aproximamos a las necrópolis del periodo, que por otra parte
es donde se acumula la mayor parte de las armas documentadas
y que ya de por sí es el espacio ritual excluyente por excelencia del mundo ibérico. El primer argumento que aboga por esta
exclusividad de las necrópolis es que parece evidente que no
están representados todos los grupos sociales que compondrían
la sociedad ibérica, sino un grupo muy reducido, como hemos
tratado de ilustrar con diversos cálculos en el capítulo correspondiente, comparando algunos casos de necrópolis de la zona
con los poblados a los que pertenecen. Asimismo, las tumbas
con armas en el área del sureste suponen una media de en torno
al 45 % del total y suelen coincidir con los ajuares masculinos
más ricos, pudiéndose establecer una cierta gradación con una
serie de rangos, donde las armas juegan un papel diacrítico, seguramente asociándose a identidades distintas dependiendo del
tipo de arma. En este momento la identidad guerrera se asocia
especialmente a la falcata, sobrerrepresentada en las necrópolis
del s. IV a.C., y no tanto a la lanza como en la fase anterior.
También los elementos relacionados con la monta ecuestre, que
resultan bastante exclusivos entre los ajuares, debieron jugar
un papel importante en la definición de la identidad de algunos
miembros de la elite como caballeros. Es importante no olvidar
que las identidades a las que podría adscribirse un individuo
son múltiples y la persona social se define también por otros
elementos del ajuar y no solo el armamento.
El armamento se concentra casi de forma exclusiva en
las necrópolis, estando completamente ausentes en otros espacios sacros característicos de este periodo como son las
cuevas-santuario, lo que corroboraría la función en ritos de
iniciación de jóvenes que no tenían categoría de guerreros
196
adultos. Es posible que estas armas se vinculen tan íntimamente a su propietario, hasta el punto de constituir una parte
inseparable de su identidad y “morir” simbólicamente junto
con él a través de diversas inutilizaciones, que no se donan
ni se ofrendan, ni siquiera a los dioses. La excepción a esta
tendencia la encontramos en el depósito ritual de la Bastida
de les Alcusses, donde se depositan cinco panoplias, entre
otros muchos materiales, en un espacio connotado simbólicamente como es la puerta principal del poblado, seguramente con motivo de su reforma (Vives-Ferrándiz et al., 2015).
No obstante, el lenguaje simbólico en el que se expresa este
ritual se basa en códigos propios de los rituales funerarios,
como se refleja en la deposición e inutilización de las armas.
A pesar de la enorme complejidad y de los numerosos significados que pudo tener para los participantes, parece que
nos encontramos ante una estrategia con una doble vertiente,
por una parte presenta un carácter excluyente, ya que estaría restringida a un número reducido de participantes, como
indican los restos que podemos relacionar con prácticas de
comensalidad. Por otra, refleja un comportamiento corporativo o colaborativo entre los distintos grupos de poder (linajes,
facciones, Casas…) que conformarían la elite del poblado,
pudiendo estar representados en las cinco panoplias (VivesFerrándiz et al., 2015: 301).
En definitiva, vemos como la violencia, en especial la de
tipo simbólico que resulta mucho más efectiva en el medio
y largo plazo, se convierte en una importante herramienta en
manos de las elites a la hora de imponer sus propios intereses
y objetivos y se extiende de forma espontánea, inconsciente y
descentralizada entre la sociedad, hasta el punto de formar parte
del habitus, de modo que este tipo de prácticas pueden llegar a
parecer naturales o resultado de un interés común evidente. El
éxito de este tipo de estrategias radica en el monopolio de esta
violencia por parte de un segmento reducido de la sociedad, que
se apropia de las funciones de defensa y protección de la comunidad, siendo la identidad guerrera una de las diferentes identidades superpuestas a las que podría afiliarse un individuo o grupo. Se genera así una relación de dependencia que se manipula
hasta el punto de que las elites se presentan como servidores que
se sacrifican para proteger a la comunidad, ofreciendo más de lo
que reciben, quedando el resto de la sociedad en una situación
de deuda perpetua (Grau, 2007: 135-136).
7.2.4. vALorAcIón generAL
En conclusión, el análisis de todas estas variables refleja un panorama para el periodo entre finales del s. V y todo el s. IV a.C.
donde observamos un claro predominio de las estrategias excluyentes si lo comparamos con la fase previa o con las posteriores,
como veremos, siendo los exponentes más claros el acceso enormemente restringido a las prácticas iniciáticas y funerarias. Como
contrapunto, algo menos restringida parece la participación en
prácticas de consumo ritual donde prevalece un cierto interés en
el fomento de consumidores y en el acceso de segmentos relativamente amplios de la sociedad, aunque es innegable que solo determinados individuos tendrían acceso a las redes de intercambio
y a exclusivos elementos diacríticos como las cráteras (figs. 7.5,
7.6 y 7.7). Este tipo de comportamientos competitivos se condicen bien con una sociedad de tipo heterárquico formada por unidades sociales del tipo facción donde existiría una alta rivalidad
[page-n-210]
Fig. 7.5. Evidencias rituales en los Valles de Alcoi entre finales del s. V y el s. IV a.C.
Fig. 7.6. Evidencias rituales en la Marina Baixa entre finales del s. V y el s. IV a.C.
197
[page-n-211]
Fig. 7.7. Evidencias rituales en la Marina Alta entre finales del s. V y el s. IV a.C.
entre los distintos linajes o Casas con diversas cotas de poder,
cuya exacerbación podría conllevar las destrucciones violentas de
numerosos poblados durante este periodo (Bonet, Grau y VivesFerrándiz, 2015). No obstante, el predominio de las estrategias
de red o excluyentes no implican la inexistencia de otro tipo de
comportamientos más colaborativos entre las distintas facciones
que comparten el poder, como refleja el ritual de la puerta oeste de
la Bastida de les Alcusses (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015)
y que preludian lo que va a predominar claramente en la siguiente
fase, la de los territorios étnicos del s. III a.C.
Si bien es cierto que, ampliando nuestra escala de análisis,
observamos que se encuentran ausentes las grandes manifestaciones de ostentación propias de los grupos dirigentes de otras
áreas ibéricas como el sureste o la Alta Andalucía (Grau y Segura, 2013: 284-285) En primer lugar, no encontramos en las
necrópolis de nuestra área de estudio evidencias de lo que podamos catalogar como tumbas monumentales como sí se documentan en necrópolis como Baza, Tutugi, Toya, El Cigarralejo,
Coimbra del Barranco Ancho o Corral de Saus, por poner solo
algunos ejemplos. Tampoco encontramos ejemplos de complejos programas escultóricos como los documentados en el Cerrillo Blanco, El Pajarillo o La Alcudia, reduciéndose los restos
198
escultóricos en la zona de los Valles de Alcoi al monumento turriforme de l’Horta Major, que podría ser algo posterior (Abad,
2000; Prados Martínez, 2002-2003); los restos escultóricos de
La Vall de Seta, territorio político del oppidum de El Pitxòcol,
de donde proceden dos leones, un toro y una dama sedente que
debieron formar parte de monumentos funerarios; la escultura
del león hallado en la Lloma de Galbis junto al nacimiento del
río Vinalopó, así como algunos restos de bóvidos en la Marina Baixa, concretamente en la necrópolis de Poble Nou y en el
Tossal de la Cala (Sala, 2007). Lo mismo sucede con las vajillas
áticas importadas d
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SERVICIO DE INVESTIGACIÓN PREHISTÓRICA
DEL MUSEO DE PREHISTORIA DE VALENCIA
S E R I E D E T R A B A J O S VA R I O S
Núm. 123
Ideología, poder y ritual en el paisaje ibérico
Procesos sociales y prácticas rituales
en el área central de la Contestania
Iván Amorós López
DIPUTACIÓN DE VALENCIA
2019
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DIPUTACIÓN DE VALENCIA
SERVICIO DE INVESTIGACIÓN PREHISTÓRICA
DEL MUSEO DE PREHISTORIA DE VALENCIA
S E R I E D E T R A B A J O S VA R I O S
Núm. 123
La Serie de Trabajos Varios del SIP se intercambia con publicaciones dedicadas a la Prehistoria, Arqueología en general y ciencias o
disciplinas relacionadas (Antropología cultural o Etnología, Antropología física o Paleoantropología, Paleontología, Paleolingüística,
Epigrafía, Numismática, etc.), a fin de incrementar los fondos de la Biblioteca del Museu de Prehistòria de València.
We exchange Trabajos Varios del SIP with publications concerning Prehistory, Archaeology in general, and related sciences (Cultural
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El pasado es un inmenso pedregal que a muchos les gustaría
recorrer como si de una autopista se tratara, mientras otros,
pacientemente, van de piedra en piedra, y las levantan,
porque necesitan saber qué hay debajo de ellas.
(El viaje del elefante, José Saramago)
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Prólogo
No es ninguna novedad señalar el extraordinario avance que ha
experimentado el conocimiento sobre la cultura y los pueblos
iberos del área valenciana. Esos progresos de la investigación
se han sucedido de manera más o menos sostenida en las últimas décadas y vienen a sumarse a una tradición ya centenaria
de estudios ibéricos en estas tierras. No es mi propósito reseñar los principales avances ni trazar unos breves apuntes historiográficos, únicamente quiero señalar que, sin los intensos
trabajos de campo, de análisis de materiales y publicación de
repertorios materiales serían imposibles propuestas de interpretación y un trabajo de síntesis como el que ahora me encargo de
prologar. Pues la obra que el lector tiene en sus manos es eso:
un excelente análisis arqueológico y de interpretación en clave
social que constituyó la base de la tesis doctoral defendida por
Iván Amorós López en julio de 2018, después de unos años de
intensa investigación.
El trabajo recoge, a mi parecer, los dos ejes que han vertebrado la tradición investigadora valenciana en arqueología ibérica. Por una parte, la atención minuciosa a los ricos repertorios,
los contextos materiales y la documentación de campo obtenida
en intensos y rigurosos trabajos durante una larga secuencia de
tiempo por numerosos estudiosos. Esa tradición investigadora
y la sucesión continuada de estudios hace que algunas de las
comarcas del territorio valenciano sean las más exploradas de
la Península. La segunda es la propuesta de interpretación que
permite delinear las particularidades de los grupos ibéricos de
la franja central mediterránea en relación con otras áreas ibéricas. Desde hace muchos años, los investigadores e investigadoras que se han dedicado al estudio de la cultura y los pueblos
ibéricos de la región han vislumbrado sus particularidades y las
han atendido convenientemente. Encuadradas en los marcos
interpretativos del mundo Ibérico peninsular, las contribuciones de la investigación valenciana portan una voz propia en la
interpretación de los territorios, las manifestaciones simbólicas, las estructuras sociales o las actividades productivas, entre
otras. Creo que todo ello se recoge en esta compleja y brillante
síntesis que el lector pronto descubrirá y que me parece que
se explica bien por el contexto y el propio desarrollo de la investigación. Es por esa razón que en estas líneas preliminares
merece la pena describirlo, aun sucintamente, para reconocer la
savia que alimenta el estudio.
Este trabajo surge en el marco de un proyecto de investigación doctoral desarrollado en la Universitat d’Alacant y financiado por un contrato de su Vicerrectorado de Investigación
entre los años 2013 y 2016. Por aquel entonces, Iván Amorós
había cursado de forma brillante sus estudios de licenciatura
y máster de Arqueología en aquella universidad y había participado en trabajos de campo desarrollados principalmente en
nuestro departamento de la UA y también en otras instituciones, mostrando ya desde épocas tempranas sus preferencias
por la arqueología ibérica.
Durante el desarrollo de sus estudios de postgrado tuve
ocasión de dirigirle la investigación del Trabajo Final de Máster sobre el estudio de una cueva-santuario inédita del área
septentrional alicantina, en concreto la Cova de l’Agüela de
Vall d’Alcalà, cuyos materiales se encontraban inéditos en el
Centre d’Estudis Contestans y que muy amablemente nos permitieron estudiarlos. También con la colaboración de P. Ferrer
visitamos la cueva para contextualizar territorialmente el espacio ritual. Ese trabajo, publicado inmediatamente después
de su presentación, fue un exhaustivo y completo estudio que
le introdujo en la línea de investigación sobre el ritual entre
los pueblos ibéricos del área.
Tras la finalización de máster, Amorós se propuso continuar sus estudios y preparar su tesis, para lo que se postuló y
obtuvo el contrato ya mencionado. Cuando escogimos y diseñamos el proyecto de tesis teníamos dos elementos que debían
formar parte de la estructura medular de la investigación. Por
una parte, las prácticas rituales a las que había dedicado su
primera investigación y por otra parte el análisis de los proVII
[page-n-9]
cesos sociales desde la arqueología, aspecto que le interesaba
especialmente estudiar. Pronto añadimos un tercer eje, el paisaje, que permitía enlazar las dinámicas sociales y los rituales
y a partir de ahí, Iván desplegó la estructura que iba a desarrollar en su tesis doctoral.
El trabajo desarrollado en el departamento de Alicante pronto se vio completado con algunos meses de estancia en Roma,
asistencias a congresos y actividades científicas y sobre todo
con la vinculación a otras instituciones en las que colaboró en
trabajos de campo que le hacían profundizar en el conocimiento
de los iberos de nuestra zona. Tomó parte asiduamente en los
trabajos que desde la Universitat d’Alacant desarrollábamos en
colaboración con el Museu Arqueològic Municipal Camil Visedo d’Alcoi y también con el Museu de Prehistòria del Servei
d’Investigació Prehistòrica (SIP) de València. De ese modo, entró en contacto con dos de las instituciones fundamentales para
entender la investigación arqueológica ibérica, especialmente
en las comarcas centrales valencianas. Y lo que es más importante, algunas de las personas que son verdadero referente en
esos estudios por su excepcional categoría científica y humana.
No puedo dejar de referirme a Josep Maria Segura Martí, quien
le abrió de par en par las puertas del Museu d’Alcoi, como anteriormente había hecho conmigo, y facilitó todo aquello que
estuviera en su mano.
La colaboración de Iván Amorós con el SIP se inició con
la participación en el proyecto de la Bastida de les Alcusses,
de la mano de Helena Bonet y Jaime Vives-Ferrándiz, y se
iría intensificando en los últimos tiempos, cuando ha estado
contratado en la institución e inmerso en su contexto de estudio y relaciones personales. Aquí iba a intensificar la relación
con Jaime Vives-Ferrándiz, quien a la postre iba a convertirse
en un puntal en su formación como investigador. Como tutor
académico, y también como colega y amigo de Jaime, quiero
agradecer desde estas líneas su generosa aportación a la formación de Iván.
La investigación iba avanzando sin dejar de lado algunos
trabajos puntuales que publicaba y en los que daba cuenta de
algunos de los aspectos en que se centraba su trabajo. En algunos de estos estudios fuimos trabajando codo con codo y a
veces colaborando junto a otros colegas. Un destacado ejemplo
de estas tareas fue el libro que publicamos hace unos años sobre
la revisión del santuario de la Serreta, y que plasma en extenso
algunas ideas que ahora se retoman en este estudio.
El trabajo final, que el lector pronto conocerá, presenta una
estructura reticular en la que se despliegan diversas estrategias
ideológicas, materializadas en prácticas rituales arqueológicamente documentadas y leídas de forma diacrónica. De ese
modo, se analizan prácticas de comensalidad, rituales iniciáticos o la creación activa de identidades a través de los diversos
periodos ibéricos y estudiados comparativamente en los territorios del área central de la Contestania.
Transitan por estas páginas las teorías antropológicas que
dotan de sentido al registro material que ha sido estudiado concienzudamente. La finalidad del análisis es la valoración de
aquellas estrategias ideológicas, materializadas en prácticas
rituales y religiosas, que tuvieron un papel fundamental en la
creación y sanción de los procesos sociales y la estructura de
poder de los grupos iberos de la zona de estudio. En definitiva,
una concienzuda y excelente síntesis que entrelaza múltiples
aspectos para el conocimiento de la sociedad ibérica.
Al escribir ahora estas líneas, que suponen mi última aportación al proyecto científico que ahora se materializa en esta
monografía, hago memoria de todo el tiempo y esfuerzo compartido. Y ver esta obra me llena de orgullo y alegría de haber
podido compartir estos años con Iván y haber contribuido a su
formación. Pienso que los profesores universitarios tenemos
una ocupación maravillosa. Es bien cierto que tenemos mil dificultades, fatigas y sinsabores profesionales, que en ocasiones
se vuelven realmente agobiantes. Pero todo ello cobra sentido
cuando tenemos ocasión de acompañar a jóvenes estudiantes
y verlos crecer científicamente hasta convertirse en sólidos
investigadores. Somos correas de transmisión de un conocimiento acumulado y que necesariamente debe proyectarse en
la siguiente generación. Buscamos cautelosamente el equilibrio
para influir en los estudios de nuestros discípulos, pero dejándoles el espacio necesario para que puedan desarrollar autónomamente sus propias ideas. No sé si finalmente cumplimos con el
cometido, pero en ello ponemos todo nuestro empeño.
Ignasi Grau Mira
Alacant, octubre de 2019
VIII
[page-n-10]
Índice
Prólogo
VII
Prefacio
1
1. INTRODUCCIÓN
3
1.1. Objetivos e hipótesis
3
1.2. Apuntes metodológicos
3
1.3. Sociedades ibéricas en el espacio y en el tiempo. Coordenadas crono-espaciales del estudio
4
2. PAISAJES Y SOCIEDADES IBÉRICAS
7
2.1. Definiendo conceptos. Ritual, ideología y poder
7
2.2. La sociedad ibérica. Modelos interpretativos
9
2.2.1. Monarquías sacras, aristocracias guerreras y elites urbanas
10
2.2.2. Los linajes gentilicios clientelares
11
2.2.3. De los grupos locales a los estados arcaicos
12
2.2.4. Prácticas, facciones, casas, heterarquías y estrategias
12
2.3. Paisaje y organización social
3. EL RITUAL DE INICIACIÓN
3.1. Un recorrido historiográfico sobre la iniciación en el mundo ibérico
14
17
18
3.1.1. Iniciación y cuevas
18
3.1.2. Iniciación y hermandades guerreras
18
3.1.3. Iniciación e iconografía
19
3.1.4. Iniciación y paisaje
19
3.2. Rituales de iniciación y cuevas-santuario en el área central de la Contestania
20
3.2.1. Historia de la investigación
20
3.2.2. El registro arqueológico
20
3.2.3. Las prácticas rituales en las cuevas-santuario
33
3.2.4. La iniciación más allá de las cuevas-santuario
42
3.2.5. Las estrategias derivadas
46
3.2.6. Conclusiones
51
IX
[page-n-11]
4. PRÁCTICAS DE COMENSALIDAD RITUAL
53
4.1. Planteamientos teóricos y metodológicos
53
4.1.1. Planteamientos teóricos
53
4.1.2. La materialización del banquete
54
4.1.3. Planteamientos metodológicos
55
4.2. Hierro Antiguo (ss. VII-VI a.C.)
4.2.1. Los objetos
56
4.2.2. El contexto del registro arqueológico
58
4.2.3. Análisis de los datos
63
4.3. Época Ibérica (ss. V-IV a.C.)
69
4.3.1. Los objetos
70
4.3.2. El contexto del registro arqueológico
73
4.3.3. Análisis de los datos
77
4.4. Época Ibérica (ss. III a.C.)
85
4.4.1. Los objetos
86
4.4.2. El contexto del registro arqueológico
88
4.4.3. Análisis de los datos
92
4.5. Época Ibérica (ss. II-I a.C.)
97
4.5.1. Los objetos
99
4.5.2. El contexto del registro arqueológico
100
4.5.3. Análisis de los datos
106
4.6. La comensalidad como estrategia ideológica
5. LOS RITOS DE AGREGACIÓN EN LOS SANTUARIOS ÉTNICO-TERRITORIALES
111
113
5.1. Los santuarios territoriales en el mundo ibérico
114
5.2. Los santuarios como espacios de identidad y los proyectos
geopolíticos comarcales (s. III a.C.)
115
5.2.1. El santuario de La Serreta
116
5.2.2. Los santuarios en el paisaje
138
5.3. Los santuarios en tiempos de la implantación romana (ss. II-I a.C.)
142
5.3.1. Los procesos de transformación de los espacios de culto
143
5.3.2. La ausencia de un modelo constructivo único para los santuarios tardíos
152
5.3.3. La monumentalización como estrategia ideológica
155
5.3.4. Los exvotos
156
5.3.5. Las prácticas de consumo ritual
158
5.3.6. Los santuarios en el paisaje
159
5.3.7. El final de los santuarios ibéricos contestanos
162
6. RITUALES, VIOLENCIA E IDENTIDAD GUERRERA
165
6.1. La violencia y la Edad del Hierro
165
6.2. La materialización de la violencia en el registro arqueológico
166
6.2.1. El patrón de asentamiento, las fortificaciones y el armamento en contextos de hábitat
166
6.2.2. Las armas en contextos simbólicos
169
6.3. Violencia e identidad guerrera como estrategia ideológica
X
55
177
6.3.1. Violencia real y violencia simbólica
178
6.3.2. La identidad guerrera de las elites ibéricas
179
[page-n-12]
7. DINÁMICAS TERRITORIALES. PRÁCTICAS RITUALES Y ESTRATEGIAS
IDEOLÓGICAS EN EL ESPACIO Y EN EL TIEMPO
7.1. La génesis de una sociedad y un paisaje (700-425 a.C.)
187
187
7.1.1. La comensalidad ritual y la acentuación de las desigualdades
189
7.1.2. Los inicios de la creación de una identidad guerrera
190
7.1.3. Valoración general
191
7.2. La consolidación del poder local (425-300 a.C.)
191
7.2.1. Ritos de iniciación, cuevas-santuario y delimitación territorial
193
7.2.2. La comensalidad ritual y las estrategias de fomento de consumidores
194
7.2.3. Violencia e identidad guerrera
196
7.2.4. Valoración general
196
7.3. Los territorios étnicos (300-200 a.C.)
199
7.3.1. Ritos de agregación e identidad étnica en los santuarios territoriales
199
7.3.2. La continuidad de los modelos de comensalidad
201
7.3.3. El cambio de estrategia en el ámbito de la violencia
202
7.3.4. Valoración general
202
7.4. El resurgimiento de los poderes locales. Nuevas comunidades en tiempos
de la implantación romana (200-10 a.C.)
205
7.4.1. La pervivencia de los santuarios como espacios de cohesión social
206
7.4.2. El repunte de las estrategias relacionadas con la comensalidad
207
7.4.3. La atenuación de los discursos de la violencia
208
7.4.4. Valoración general
209
7.5. Las dinámicas rituales en el espacio y en el tiempo. Reflexiones finales
BIBLIOGRAFÍA
211
217
XI
[page-n-13]
[page-n-14]
Prefacio
Este trabajo, así como la elección de un tema de estas características, es una consecuencia directa del extraordinario avance de
los estudios sobre la cultura ibérica en los últimos años, principalmente en dos sentidos. Por una parte, proliferan los estudios
que ponen a nuestra disposición nuevos repertorios materiales y
contextos o reestudian los antiguos. Por otra, asistimos a la ampliación de las perspectivas teóricas que comparten como objeto
de preocupación una mejor comprensión de la sociedad ibérica y
sus dinámicas históricas y sociales. Es en el marco de este contexto de la investigación en que me decidí por una investigación
que combinara el análisis minucioso del registro material, fruto
tanto de trabajos recientes como antiguos, con la aplicación de
diversos enfoques teóricos procedentes de diversas corrientes y
disciplinas, como la antropología o la sociología, que nos permitan interpretar todo este conjunto de evidencias y avanzar en el
conocimiento de una sociedad compleja como es la ibérica.
Tras un breve capítulo introductorio en el que se presentan
los objetivos principales de la investigación, algunos apuntes
metodológicos, así como las coordenadas espaciales y temporales que enmarcan el estudio, el segundo capítulo estará dedicado a poner sobre la mesa algunas cuestiones teóricas de gran
importancia que serán recurrentes a lo largo de todo el trabajo.
Asimismo, se incluye una reflexión sobre la concepción teórica acerca de la sociedad ibérica, siendo esta una problemática
esencial ya que en torno a la misma girará toda la investigación. No obstante, al tratarse de un trabajo donde el componente
interpretativo tiene mucho peso, las reflexiones teóricas no se
circunscriben únicamente a este capítulo, sino que van a estar
muy presentes a lo largo de toda la monografía.
A continuación, pasamos ya a lo que podríamos considerar el
grueso del trabajo cuya estructura se encuentra determinada por
las distintas prácticas rituales analizadas, siempre teniendo muy
en cuenta el estudio riguroso del registro material, los contextos
en la medida de lo posible y su interpretación desde el punto de
vista del paisaje, para finalmente reflexionar acerca de su papel
como estrategias ideológicas en manos de los grupos dominantes
de la sociedad. El Capítulo 3 está dedicado al ritual de iniciación,
prestando una especial atención a las prácticas desarrolladas en
las denominadas cuevas-santuario. En el Capítulo 4 se analizan
las prácticas de comensalidad ritual y su enorme potencial para
articular las relaciones sociales, con un especial protagonismo de
los repertorios cerámicos de importación relacionados con diversos productos y formas de consumo. El Capítulo 5 está dedicado
a los ritos de agregación en los santuarios étnico-territoriales y se
subdivide en dos partes bien diferenciadas como son los desarrollados en el s. III a.C. por una parte y los que tienen lugar en los
ss. II-I a.C. en estrecha vinculación con proyectos geopolíticos
diversos. Por último, el Capítulo 6 está dedicado al papel de las
armas y la violencia en la configuración de una identidad guerrera tan propia de las elites ibéricas.
Una vez tratadas las distintas prácticas rituales desde las
diversas escalas de análisis se hacía necesaria una síntesis
final que hilara todas estas evidencias poniendo en relación
las prácticas rituales, las estrategias ideológicas y el paisaje,
todo ello bien enmarcado en el tiempo y en el espacio. Este
ejercicio interpretativo constituye la esencia del Capítulo 7
en el que se incluyen también algunas reflexiones finales y
perspectivas futuras de la investigación ya que este campo
de las relaciones de poder y sus estrategias en la sociedad
ibérica no está ni mucho menos agotado.
Antes de entrar en materia, creo necesario dar las gracias a
todas aquellas personas e instituciones que de una forma u otra
han aportado su grano de arena para que esta investigación salga adelante. Esta monografía supone la culminación de un largo
“rito de paso” académico.
El presente trabajo se basa en mi tesis doctoral, dirigida
por el Doctor Ignasi Grau Mira y defendida el 24 de julio de
2018 en la Universidad de Alicante. Dicha investigación fue
posible gracias a un contrato predoctoral para el fomento de la
I+D del Vicerrectorado de Investigación, Desarrollo e Innova1
[page-n-15]
ción de la Universidad de Alicante entre los años 2013 y 2016
que me dio la oportunidad de incorporarme al Departamento de
Prehistoria, Arqueología, Historia Antigua, Filología Griega y
Filología Latina. Durante esos tres años en dicho departamento pude dar forma a mi investigación y compartir experiencias
con todo el personal que lo compone, desde los profesores a
los administrativos, pasando por el resto de becarios. Vaya mi
agradecimiento también para el Instituto Alicantino de Cultura
“Juan Gil-Albert” por la concesión de una de las ayudas a la
investigación para la realización de tesis doctorales en ciencias
sociales y humanidades en 2018.
En el marco de este contrato pude realizar una estancia de
investigación en el extranjero durante tres meses, concretamente en la Escuela Española de Historia y Arqueología-CSIC en
Roma. Agradezco a todo el personal de dicho centro su acogida.
Aquellos paseos por la ciudad eterna y la peregrinación por sus
magníficas bibliotecas resultaron muy inspiradores tanto a nivel
académico como personal.
Dicha investigación también debe mucho a mi estancia durante dos años en una institución casi centenaria como es el
Servei d’Investigació Prehistòrica - Museu de Prehistòria de
València, un entorno inmejorable para concluir una tesis doctoral. Quisiera dar las gracias a todo el personal, a sus directoras,
Helena Bonet y María Jesús de Pedro, a todos y cada uno de
los conservadores y por supuesto a mis compañeros becarios.
Agradezco también a esta institución la oportunidad y el privilegio de publicar mi trabajo en esta prestigiosa colección.
Mucho tiempo he pasado también en el Museu Arqueològic
Municipal “Camil Visedo Moltó” de Alcoi donde siempre me
he sentido como en casa y donde tuve el privilegio de trabajar
2
durante unos meses con una beca de formación. Mi más sincero
agradecimiento a todos y en especial a su director Josep Maria
Segura y a Josep Miró.
Una de las circunstancias que más ha enriquecido mi formación a lo largo de estos años ha sido la de estar siempre a caballo
entre Alicante y Valencia, gracias a mi participación en numerosas campañas de excavación donde he conocido a grandísimas
personas, muchas de las cuales cuento hoy entre mis mejores
amigos, especialmente en la Bastida de les Alcusses. Aunque no
los cite uno a uno, espero sabrán reconocerse en estas líneas. En
especial, quisiera dar las gracias a Jaime Vives-Ferrándiz, gran
investigador y aún mejor persona, del que admiro su capacidad
para hacerse preguntas e ir siempre un poco más allá.
A mi director Ignasi Grau Mira, sin el cual esta investigación
no hubiese sido posible, agradezco su paciencia y apoyo durante
todos estos años, por sus sabios consejos y por cederme amablemente algunas de sus ideas en momentos de bloqueo en que no
sabía muy bien por dónde seguir. En definitiva, por ser el mejor
director y maestro que un joven investigador pueda tener.
Agradezco también a los miembros del tribunal, los doctores Lorenzo Abad, Jaime Vives-Ferrándiz y Corinna Riva,
haber aceptado formar parte del mismo y cuyas observaciones y sugerencias he tratado de incluir en esta monografía.
Finalmente, quiero dar las gracias también a toda mi familia y sobre todo a mis padres, por apoyarme siempre y sin
los cuales no habría llegado hasta aquí, y a mis amigos, en
especial a José Miguel, con quien he compartido innumerables horas de trabajo y en definitiva a todos los que, de una
forma u otra, habéis contribuido a que esta investigación vea
la luz. ¡Gracias!
[page-n-16]
1
Introducción
1.1. OBJETIVOS E HIPÓTESIS
El objetivo principal de este trabajo de investigación es la
identificación y análisis de una serie de prácticas rituales relacionadas con estrategias ideológicas desarrolladas por grupos
sociales diversos y que varían dependiendo de sus intereses y
objetivos. Nuestra premisa básica parte de la interrelación de
tres ejes interconectados: el paisaje, la organización social y el
ritual. La lectura analítica de los espacios ibéricos nos ofrece
la posibilidad de proponer la emergencia de procesos de complejización social, con la aparición de una sociedad de carácter
estatal, que no solo se expresa en su configuración espacial, sino
que esta misma contribuye a su naturalización. En ese marco,
las prácticas rituales contribuyen a la construcción de la sociedad ibérica y su espacio, favoreciendo la atribución de valores a
personas, grupos y lugares, que facilitaron la consolidación de
procesos políticos de territorialización y el afianzamiento del
poder de los grupos dominantes ibéricos.
Entre el amplio abanico de prácticas rituales que debieron
desarrollarse entre las comunidades ibéricas, muchas de las cuales sin duda se nos escapan debido a la naturaleza simbólica que
caracteriza el objeto de estudio, hemos centrado nuestra atención
en cuatro tipos que iremos desgranando a lo largo de todo nuestro trabajo. Dichas prácticas serían los rituales de paso, y más
concretamente de iniciación, que suponen una ritualización de
las etapas del ciclo vital y del aprendizaje de la vida social, marcando el acceso de determinados individuos al grupo dominante;
los rituales de comensalidad basados en el consumo comunal de
comida y bebida, potencialmente manipulables y que tienen una
gran importancia a la hora de articular las relaciones sociales y
de poder; los ritos de agregación en los santuarios territoriales,
basados en la creación de una identidad colectiva que dé cohesión
social a la comunidad en determinados contextos socio-políticos
y finalmente, los ritos relacionados con las armas y la creación de
una identidad guerrera muy vinculada a la elite.
En definitiva, el análisis de estas prácticas rituales entendidas también como estrategias sociales ideológicas desplegadas
por determinados grupos de poder y en determinados contextos, así como su estrecha relación con el paisaje y su evolución
en el tiempo, constituyen el objetivo básico de nuestro trabajo.
Desde este punto de vista surgen numerosos interrogantes tales
como ¿qué papel juegan estas estrategias ideológicas a la hora de
legitimar, justificar o disimular las desigualdades sociales? ¿Se
despliegan también para la construcción de una identidad o naturaleza particular y específica de la elite? ¿Es posible identificar
dinámicas rituales relacionadas con la evolución sociopolítica
de los territorios ibéricos? ¿Cómo contribuyen las prácticas rituales a dichos procesos? ¿Solo como reflejo de una estructura
social determinada o tienen también un papel activo modelando
el comportamiento y contribuyendo a su construcción y reproducción? ¿Cuál es el rol de los influjos mediterráneos en todos
estos procesos? A lo largo de nuestra investigación trataremos de
ir dando respuesta a estas y otras preguntas con el fin de comprender mejor la sociedad ibérica y sus relaciones de poder.
1.2. APUNTES METODOLÓGICOS
El análisis de este tipo de procesos sociales complejos requiere
la aplicación de un enfoque metodológico concreto que, desde
una perspectiva diacrónica amplia, nos permita aproximarnos
a las prácticas rituales e ideológicas ibéricas. Por ello, creemos
acertado aproximarnos a estas cuestiones desde la combinación
de distintas escalas de observación que van desde los propios objetos al paisaje, valorando la relación entre los distintos niveles
de análisis, complementarios entre sí, y permitiendo una visión
de conjunto y lo más completa posible de los fenómenos sociales.
El nivel más básico de análisis lo constituyen los propios objetos que han formado parte de las prácticas, ya sean
ofrendas, vajillas de consumo o ajuares, que va más allá de la
3
[page-n-17]
mera descripción descontextualizada y de carácter positivista. La primera cuestión a tener en cuenta es cómo se produce
la materialización de las prácticas rituales y de las estrategias
ideológicas objeto de nuestro estudio y hasta qué punto pueden ser reconocidas desde una perspectiva arqueológica. Un
elemento esencial en este sentido es el análisis de los exvotos
depositados por los fieles en los distintos espacios sacros y
que van a presentar una cierta variabilidad tanto material como
formal. No solo analizamos dichos elementos desde un punto
de vista cualitativo sino también cuantitativo ya que, en la gran
mayoría de los casos, la ofrenda reiterada de un determinado
tipo de objeto nos estaría indicando la existencia de prácticas
rituales que siguen una forma prescrita y cuya efectividad está
basada en la repetición de un mismo rito. Una valoración de
este tipo nos va a permitir reconocer cuál es la pauta de deposición de exvotos en un periodo de tiempo determinado, cuáles
son los tipos más recurrentes y característicos y determinar el
momento de uso más intenso de cada santuario. Por otra parte,
un análisis cualitativo de dichos exvotos que tenga en cuenta
cuestiones como el tipo de objetos, materiales y técnicas de
elaboración, así como un análisis formal de elementos como la
gestualidad y los atributos, nos puede llevar incluso a la identificación de diferencias de estatus, edad o género. El análisis
de las vajillas de importación en relación con las prácticas de
comensalidad requiere un enfoque metodológico algo distinto
que iremos detallando en el capítulo correspondiente.
La segunda escala de observación englobaría el análisis semi
y microespacial, dicho de otro modo, el contexto en que se documentan los materiales y que sería el que presenta unas mayores
limitaciones a la hora de abordar su estudio. Ello se debe a que
muchos de estos materiales provienen de prospecciones superficiales o excavaciones antiguas en las que se realizaban recogidas
selectivas o no se tenían en cuenta cuestiones tan básicas como la
estratigrafía. Incluso en los casos en que la información proviene
de excavaciones arqueológicas que cumplen todas las garantías
científicas, resulta difícil documentar contextos primarios donde
no se haya alterado el registro a lo largo del tiempo. Dentro de
esta escala tendríamos en cuenta desde el análisis espacial de los
objetos hasta el estudio de los espacios en que se desarrollan dichas prácticas, ya sean naturales o construidos.
Finalmente, el tercer nivel de análisis lo constituye el
paisaje en la medida en que las prácticas sociales tienen una
dimensión espacial ya que tienen lugar en determinados emplazamientos, por lo que deben entenderse en consonancia con
las dinámicas territoriales de estas comunidades ibéricas. Consideramos que uno de los elementos más novedosos de nuestra
investigación es precisamente la integración de una perspectiva territorial a la hora de analizar la ritualidad e ideología
ibéricas, aspecto que tradicionalmente no se tuvo demasiado
en cuenta en este tipo de estudios y en el que se ha avanzado
mucho en los últimos años (Grau, 2010; Rueda, 2011; Grau y
Amorós, 2013; Grau, Amorós y Segura, 2017).
Para abordar este tipo de análisis, nos parece muy interesante la propuesta de F. Criado y colegas que han denominado
análisis antropológico estructural (Santos, Parcero y Criado.,
1997; Criado, 1999). Este procedimiento se basaría en un análisis de los paisajes arqueológicos a partir de una práctica deconstructiva, con el fin de reconstruir el objeto de estudio de un
modo acorde a sus propias normas y sin introducir connotacio4
nes ajenas al mismo. Para alcanzar dicho objetivo se proponen
tres grandes fases de estudio: la descripción según los propios
conceptos culturales de estudio; la deconstrucción, que permitirá aislar los elementos y relaciones formales que constituyen
los paisajes para finalmente dotarlos de sentido a través de un
proceso interpretativo y sin introducir elementos pertenecientes
al horizonte de racionalidad del investigador y por tanto extraños a las sociedades que estamos estudiando (Santos, Parcero y
Criado, 1997: 61-63). Este esquema metodológico ha sido aplicado al estudio de los paisajes simbólicos del área central de la
Contestania arrojando interesantes resultados (Grau, 2010a), en
un trabajo que constituye uno de los puntos de partida de nuestra
investigación sobre los santuarios territoriales.
No obstante, no aplicaremos de forma explícita dicho análisis formal, sino que pasaremos directamente a enmarcar los
códigos espaciales en un contexto cultural concreto, el de la sociedad ibérica, ya que es dicha tradición cultural la que dota de
sentido al mundo percibido y a través de la cual se constituye el
paisaje, que no existe por si solo en la naturaleza (Grau, 2010:
106). En este sentido, prestaremos una especial atención a la
relación existente entre prácticas rituales y patrones de asentamiento, que suponen en buena medida un reflejo de las relaciones y formaciones sociopolíticas de los grupos humanos que
habitan un determinado paisaje, cuestiones en las que profundizaremos en el siguiente capítulo. Finalmente, será necesario
contrastar los paisajes simbólicos analizados en nuestro ámbito
de estudio con otros paisajes del Mediterráneo antiguo con el
objeto de reconocer algunas regularidades que nos permitan una
mejor comprensión de los procesos sociales e ideológicos que
están detrás de la construcción de estos paisajes sacros.
1.3. SOCIEDADES IBÉRICAS EN EL ESPACIO
Y EN EL TIEMPO. COORDENADAS
CRONO-ESPACIALES DEL ESTUDIO
En toda investigación de carácter histórico o arqueológico existen
dos parámetros imprescindibles como son el tiempo y el espacio
concretos en los que se enmarca el estudio. En nuestro caso la
elección no es casual, sino que responde a motivaciones específicas que tienen que ver con una mejor comprensión de los procesos
sociales e ideológicos objeto de nuestro estudio, por lo que vamos
a dedicar unas breves líneas a su justificación.
La elección de un marco temporal amplio para nuestro trabajo, entre los ss. VII y I a.C., está determinada por la propia
naturaleza del objeto de estudio, como son los complejos procesos sociales e ideológicos, que en nuestra opinión solamente pueden valorarse satisfactoriamente desde una perspectiva
temporal amplia. Es en esta escala temporal de siete siglos
donde se pueden percibir mejor las continuidades y rupturas
de estas dinámicas sociales que se reflejan especialmente bien
en la evolución de los paisajes (fig. 1.1).
Con este objetivo, hemos querido remontar el punto de partida de nuestro recorrido más allá de lo que tradicionalmente se
considera como cultura ibérica hasta los inicios del s. VII a.C.
en el Hierro Antiguo, donde se hace patente toda una serie de
cambios a todos los niveles y que implican una mayor jerarquización social. Extendemos esta primera fase formativa hasta el
último cuarto del s. V a.C. y que se caracteriza por un registro
todavía esquivo en muchos sentidos que deberá ser matizado y
[page-n-18]
Fig. 1.1. Marco cronológico del estudio.
bien definido en investigaciones futuras. Tras ello nos adentramos en lo que la periodización tradicional considera el Ibérico
Pleno y que nosotros hemos dividido en dos fases bien diferenciadas en la esfera de lo territorial y de las estrategias ideológicas como son los ss. IV y III a.C. La última fase, que comprende
los ss. II y I a.C., se caracterizará por la irrupción de un nuevo
actor como es el poder romano, situándose el límite temporal
de nuestro estudio a finales del s. I a.C. Las motivaciones para
fijar el punto final en este momento, y no en otro, responde a
las profundas transformaciones que a nivel local y regional van
a producirse en época de Augusto con la municipalización de
diversos núcleos de toda la región como Saetabis, Dianium, Lucentum, Ilici (Alföldy, 2003) y un tiempo después Alon (Espinosa, 2006) y el abandono de los oppida, protagonistas a nivel
territorial durante todo el periodo analizado.
Por otra parte, la elección del área de estudio no es una cuestión menor ya que va a determinar el desarrollo de toda la investigación. En nuestro caso nos hemos decantado por una zona
muy concreta al norte de la actual provincia de Alicante, lo que
sería la franja central de la antigua región de la Contestania de
las fuentes clásicas, por diversas razones, algunas de las cuales
explicitaremos brevemente aquí mientras que otras se irán evidenciando a lo largo del trabajo. A su vez, esta área se subdivide
en tres territorios bien definidos, dos costeros y uno interior, que
vienen a coincidir a grandes rasgos con las actuales comarcas de
l’Alcoià-Comtat, Marina Baixa y Marina Alta (fig. 1.2).
Evidentemente el medio físico tiene una gran importancia
como uno de los elementos que van a condicionar el desarrollo
de las sociedades que habitan estas tierras a nivel económico
y territorial, aunque no vamos a describir aquí pormenorizadamente estas características que ya han sido tratadas en detalle,
junto con sus implicaciones en el poblamiento, en los estudios
específicos que nos han precedido (Grau, 2000; Moratalla,
2004). Sí es importante señalar que nos encontramos con una
orografía predominantemente montañosa, muy compartimentada, que contrasta con las llanuras litorales ubicadas tanto al norte como al sur de nuestra área de estudio. Estos pequeños valles
bien definidos geográficamente, coincidirán en muchos casos
con territorios políticos de escala local, que van a caracterizar
las dinámicas territoriales de esta zona durante buena parte del
periodo analizado, salvo momentos puntuales de integración en
proyectos más amplios en el s. III a.C.
Lejos de que la elección de un espacio tan acotado vaya en
detrimento de una perspectiva global y limite las conclusiones
de nuestra investigación, reivindicamos la necesidad de centrar
los estudios en ámbitos territoriales concretos de carácter local o
regional que nos permitan comprender todos los matices que conllevan este tipo de procesos sociales de naturaleza tan compleja,
para a partir de las distintas piezas ir componiendo un mosaico
lo más definido posible. Esa diversidad queda patente incluso en
nuestra propia área de estudio donde vamos a encontrar dinámicas y estrategias muy distintas en cada uno de los tres territorios
analizados, por lo que se hace necesario un análisis comparativo
que permita apreciar adecuadamente los contrastes y similitudes
existentes. Este modo de abordar el tema contrasta con los antiguos estudios generales sobre el mundo ibérico, tan necesarios
por otra parte en determinadas fases de la investigación a la hora
de definir lo que entendemos por cultura ibérica o en otros ámbi-
Fig. 1.2. Área de estudio.
5
[page-n-19]
tos como la divulgación. Ello no implica renunciar a valorar otras
áreas ibéricas bien estudiadas a las que acudiremos en repetidas
ocasiones a lo largo de nuestro trabajo con el objeto de construir
más sólidamente nuestras argumentaciones.
Dentro de esa gran diversidad de situaciones que encontramos en el mundo ibérico, nuestra área de estudio presenta numerosas particularidades con respecto a otras zonas, empezando por
su patrón de asentamiento. Nos encontramos con un poblamiento jerarquizado desde momentos muy tempranos pero la diferencia radica en que los oppida y los territorios que controlan tienen
una escala mucho menor si los comparamos por ejemplo con
los núcleos principales de la zona catalana en época plena que
se encuentran entre las 4 y 10 ha. como por ejemplo Ullastret,
Burriac, Kesse o el Castellet de Banyoles (Sanmartí y Belarte,
2001); en el área edetana en torno a las 10 ha. de Edeta, Kelin o
Arse (Bonet, 1995; Moreno, 2010; Martí Bonafé, 1998) o ciertos
oppida de la Alta Andalucía con dimensiones similares (Ruiz y
Molinos, 2007). En el área central de la Contestania, los oppida
rara vez superan las dos o tres hectáreas de extensión salvo en
el caso de La Serreta y en un momento muy puntual como es el
s. III a.C. donde sí alcanza las 6 ha. Del mismo modo, mientras
en el resto de zonas citadas se construyen territorios de escala
comarcal presididos por ciudades ya desde el s. IV a.C., aquí no
encontraremos este tipo de proyectos geopolíticos hasta la centuria siguiente en los casos de La Serreta y La Vila.
Otra característica destacable que contrasta con otras áreas
es la ausencia en general de grandes manifestaciones de ostentación por parte de los grupos dominantes de la sociedad,
por ejemplo en el ámbito funerario, de la escultura o de la
comensalidad, si los comparamos con otros espacios como
la Alta Andalucía o el sureste. Al mismo tiempo se perciben
diferencias muy interesantes en el seno de la propia área de
estudio con dinámicas distintas entre las zonas costeras y las
de interior. Esta tendencia atenuante en las formas enfáticas de
representación del poder constituye una de las cuestiones más
interesantes de nuestra investigación y a la que trataremos de
dar respuesta a lo largo de estas páginas.
Sin embargo, no todo son diferencias, sino que también
encontramos numerosos paralelismos con otras zonas tanto a
nivel peninsular como mediterráneo a las que no hemos dudado en acudir para enriquecer nuestros argumentos. Los distintos modelos aplicados en otras áreas y que tienen en cuenta
la dimensión territorial, política o ideológica de los espacios
de culto nos han servido de inspiración en muchas ocasiones
e incluso diríamos que han sido determinantes a la hora de
valorar la potencialidad e interés que podía tener un estudio
de estas características en el área central de la Contestania. En
este sentido destaca el trabajo ya clásico de F. de Polignac La
naissance de la cité grecque. Cultes, espace et société, VIIIeVIIe siècles avant J.-C. (1984) sobre la emergencia de la polis
griega donde presta atención a la forma en que los lugares de
culto se relacionan estrechamente con los procesos sociales
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y políticos, distinguiendo entre los santuarios urbanos y los
situados en los confines del territorio. Ambos tipos cumplirían
una función diferente, fomentando los primeros la identidad
común de la colectividad mientras que los segundos sancionaban simbólicamente el límite del territorio político de la ciudad. Desde una óptica similar I. Edlund aborda el estudio de
diversos santuarios de la península Itálica en su obra The Gods
and the Place: Location and Function of Sanctuaries in the
Countryside of Etruria and Magna Graecia (700–400 B.C.).
Atendiendo a investigaciones más recientes nos resultó
muy sugerente en los primeros pasos de esta investigación
el trabajo de C. Rueda Territorio, culto e iconografía en los
santuarios iberos del Alto Guadalquivir (ss. IV a.n.e.-I d.n.e.)
(2011) donde analiza el papel de distintos santuarios como Collado de los Jardines, la Cueva de la Lobera o El Pajarillo en la
construcción de los territorios políticos. Este trabajo es uno de
los más completos ejemplos de que el análisis de los espacios
de culto desde el punto de vista del paisaje es posible también
en el mundo ibérico, todo ello sin obviar el estudio de las prácticas rituales concretas a partir del estudio de los exvotos y su
iconografía. Esta misma perspectiva territorial la encontramos
en el trabajo de T. Stek Cult places and cultural change in
Republican Italy. A contextual approach to religious aspects of
rural society after the Roman conquest (2009) donde analiza
el rol de estos centros de culto que actúan como cohesionadores de la comunidad en espacios escasamente urbanizados y en
un momento de profundos cambios, como es la implantación
romana en el área central de la península italiana.
Más allá de la inclusión de la perspectiva territorial en
nuestro análisis de los lugares de culto, debemos mencionar
otros trabajos en los que se basa nuestra línea interpretativa en
relación a las formas sociales y al poder en la sociedad ibérica.
En este sentido destacamos los trabajos de J. García Cardiel
y en especial su tesis doctoral Los discursos del poder en el
mundo ibérico del sureste (siglos VII-I a.C.) (2016), el trabajo de A. González Ruibal Galaicos. Poder y comunidad en el
noroeste de la península Ibérica (1200 a.C.-50 d.C.) (2006) o
para aspectos más concretos la perspectiva de S. Sardá Pràctiques de consum ritual al curs inferior de l’Ebre. Comensalitat,
ideologia i canvi social (s. VII-VI ane). También los trabajos
de J. Vives-Ferrándiz nos han inspirado a la hora de concebir
las sociedades y sus relaciones de poder como entes fluidos,
complejos y cambiantes donde tiene un papel esencial el concepto de negociación, destacando su tesis Negociando encuentros. Situaciones coloniales e intercambios en la costa oriental
de la península Ibérica (ss. VII-VI a.C.) (2005) entre muchas
otras publicaciones o por supuesto el gran número de trabajos
de I. Grau. Estos dos últimos autores han aportado nuevas e interesantes perspectivas para la comprensión de las sociedades
ibéricas de la franja central mediterránea y nos consideramos
especialmente deudores de sus propuestas, lo cual se hace patente a lo largo de toda nuestra investigación.
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2
Paisajes y sociedades ibéricas
Antes de comenzar nuestro recorrido por las distintas prácticas
rituales y estrategias ideológicas desplegadas por las comunidades ibéricas del área central de la Contestania, es necesario
definir toda una serie de conceptos teóricos esenciales que van
a ser recurrentes a lo largo de todo el trabajo. Comenzaremos
con algunas reflexiones acerca de qué entendemos por ritual,
ideología o poder en el marco de nuestra investigación, ya que
existen muy diversas posturas al respecto dependiendo de las
coordenadas teóricas en que nos enmarquemos. A continuación,
abordaremos el análisis de las sociedades ibéricas del área central de la Contestania entre los ss. VII y I a.C. entendiendo sus
estructuras políticas, económicas y sociales como constructos
que continuamente se producen, construyen y reconstruyen en
función de las necesidades de cada grupo social y de las circunstancias históricas puntuales. Asimismo, consideramos las
estructuras sociales como entes dinámicos, con avances y retrocesos, alejándonos de la concepción evolucionista en la que
la historia posee un sentido único y donde toda sociedad está
condenada a recorrer las distintas etapas que conducen desde la
barbarie a la civilización, para finalmente llegar al modelo de
sociedad occidental. En otras palabras, centraremos nuestro interés en los distintos procesos políticos e ideológicos, prestando
especial atención a su relación con el paisaje, y no tanto en la
descripción de formaciones sociales y su secuencia evolutiva.
Para ello, a lo largo de este capítulo realizaremos un breve
recorrido historiográfico por los distintos trabajos que desde finales del s. XIX han prestado atención al estudio de las estructuras
sociales ibéricas, para finalmente centrarnos en los principales
modelos interpretativos que a partir del último tercio del s. XX
han tratado de explicar la sociedad ibérica desde diversas perspectivas teóricas. Se trata, en primer lugar, de la propuesta de M.
Almagro-Gorbea (1996) que establece un esquema evolutivo de
la sociedad ibérica en tres etapas bien diferenciadas, las monarquías sacras orientalizantes, las monarquías heroicas o aristocracias guerreras y finalmente las aristocracias ecuestres urbanas. En
segundo lugar, destaca el modelo propuesto por A. Ruiz y colegas
quienes, partiendo de los presupuestos del materialismo histórico,
pero integrando también interesantes aportaciones desde el ámbito de la antropología, destacan la importancia de las relaciones
de dependencia entre los distintos grupos sociales que caracterizan como de tipo clientelar (Ruiz y Molinos, 1993; 2007; Ruiz,
1998; 2000; 2008). Y en tercer lugar el modelo propuesto por J.
Sanmartí que desde posicionamientos basados en el materialismo
cultural y neoevolucionistas, otorga una gran importancia a elementos como la economía de bienes de prestigio, las dinámicas
demográficas y la economía política (Sanmartí, 2009; Sanmartí
y Belarte, 2001; Sanmartí y Santacana, 2005). Finalmente, nos
aproximaremos a las propuestas surgidas en los últimos años para
nuestro ámbito de estudio concreto que, si bien se basan fundamentalmente en los modelos citados anteriormente, aportan nuevas perspectivas y matices de tipo teórico (Grau, 2007; Bonet,
Grau y Vives-Ferrándiz, 2015). Profundizaremos en cada uno de
los distintos modelos a lo largo de este capítulo.
2.1. DEFINIENDO CONCEPTOS. RITUAL, IDEOLOGÍA
Y PODER
La primera cuestión que debemos plantear es qué entendemos
por ritual, ya que ha determinado en buena medida la estructura final de esta investigación. Tradicionalmente, el ritual se
ha definido por oposición a las actividades cotidianas, y por lo
tanto mutuamente excluyentes, como una acción no funcional,
irracional, emocional y primitiva, concepción que tiene su origen en el racionalismo ilustrado (Brück, 1999: 319). La imposición de esta dicotomía ritual-profano, basada en concepciones propias de la sociedad contemporánea, genera importantes
problemas interpretativos, por lo que pensamos que estas
cuestiones deben valorarse en términos de ritualización. En
otras palabras, entenderlos como prácticas sociales con un im7
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portante contenido simbólico destinadas a remarcar la discontinuidad de los acontecimientos y de las vivencias en el fluir
cotidiano de una sociedad, acentuando el tiempo y los ciclos,
solemnizando las instituciones y reafirmando las interacciones
más significativas entre los actores sociales (Maisonneuve,
1991: 141). También es destacable la visión del antropólogo
M. Gluckman que entendía la ritualización como el proceso
mediante el cual determinadas acciones de carácter cotidiano
pueden adoptar un énfasis especial en un momento puntual en
el que pasan a actuar determinadas convenciones y a las que
se otorga un significado especial pasando a estar regidas por
determinadas normas basadas en la repetición, el formalismo y
la tradición (Bell, 1992: 220; 1997: 138). El criterio definidor
sería el hecho de que son prácticas simbólicamente diferenciadas del día a día en términos de forma, acción u objetivo y
con un cierto componente teatralizado (Dietler, 2001: 67). No
obstante, debemos tener en cuenta que las sociedades tradicionales carecen a menudo de diferenciaciones claras entre lo
ritual y lo cotidiano, lo simbólico y lo práctico, en definitiva,
lo sagrado y lo profano (Bradley, 2003; 2005; Brück, 1999).
Para comprender mejor cómo funcionan las estrategias
ideológicas que veremos más adelante, nos basaremos en el
estudio del ritual desde su dimensión práctica ya que se trata
de acciones de los individuos que dejan huella en el registro
material y que podemos estudiar a través de la arqueología. Es
importante, por tanto, establecer una diferenciación respecto
al concepto de religión que implicaría una serie de símbolos,
creencias, iconografías, elementos materiales… que unidos a
otros elementos intangibles, hacen de la religión una cuestión
difícil de definir, analizar y describir desde el método arqueológico (López Bertrán, 2007: 19; Insoll, 2004).
Esta concepción del ritual nos permite interpretar no solo
los elementos más destacados en el registro arqueológico,
como pueda ser la deposición de terracotas o armas, sino también otras prácticas a las que se ha prestado una menor atención como la ofrenda de cerámicas comunes en las cuevas o
las prácticas de consumo ritual. Para nuestro estudio hemos
elegido cuatro tipos de prácticas rituales, sin ánimo de agotar
el amplio espectro de ritos que debieron darse entre las sociedades ibéricas, básicamente por el hecho de que sus características las hacen susceptibles de ser manipuladas por los grupos
dominantes en su beneficio, con el objetivo de legitimar las
desigualdades sociales y su acceso diferenciado al poder político. Estos rituales objeto de nuestro estudio han sido los ritos
de iniciación, las prácticas de comensalidad ritual, los ritos de
agregación en los santuarios étnico-territoriales y los ritos de
armas relacionados con la identidad guerrera.
En nuestro trabajo también tendrán gran importancia las
aportaciones del sociólogo francés P. Bourdieu y la Teoría de
la Práctica (1977) analizando el rol que juega el ritual a la hora
de crear, definir y transformar las estructuras de poder y control
mediante su naturalización limitando la percepción de alternativas de actuación o el reconocimiento de las desigualdades. Un
concepto esencial para la comprensión de este modelo teórico
es el habitus, un esquema individual de disposiciones internas,
inconscientes, que determinan como el individuo percibe y actúa en el mundo y que están estructuradas y estructurando el sistema externo. En el ritual son también comunes las referencias
simbólicas al pasado con el objetivo de generar una impresión
8
de continuidad, así como secuencias de acción altamente formalizadas y repetitivas que sirven para limitar la percepción de
alternativas y para naturalizar el orden establecido vinculándolo
a la experiencia “natural” del paso del tiempo (Dietler, 2001:
71). Por tanto, nuestro concepto del ritual va mucho más allá
de su concepción como un simple reflejo de la estructura social
y política o un aspecto secundario de la superestructura tal y
como plantea la escuela marxista, ni tampoco lo consideramos
un mero mecanismo adaptativo para mantener la solidaridad social como lo conciben las tendencias funcionalistas.
La concepción del ritual como práctica nos permite también
entenderlo en términos de estrategia social ideológica y por tanto
valorar su implicación en los mecanismos de poder puestos en
marcha por las elites ibéricas en contextos sociales diversos y dinámicas históricas concretas. En este sentido resultan muy pertinentes las propuestas basadas en la llamada teoría procesual-dual
que distingue entre estrategias excluyentes o de red y estrategias
corporativas (Blanton et al., 1996; Blanton,1998; Feinman, 2000;
2001) y sobre las que profundizaremos más adelante.
Una vez señaladas algunas generalidades acerca del concepto
de ritual, pasamos a tratar cuestiones relacionadas con la ideología
que, como parte de la cultura, es un componente integral de las
interacciones humanas y de las estrategias de poder que configuran los sistemas sociopolíticos (DeMarrais, Castillo y Earle, 1996:
15). No es nuestro objetivo desarrollar ampliamente la definición
de ideología y sus posibilidades de análisis desde la arqueología,
tema que en sí mismo debiera ser objeto de un amplio estudio específico. Únicamente queremos delimitar los ejes principales de su
significado según lo vamos a emplear en este trabajo.
La ideología es, a nuestro entender y desde un sentido práctico, una importante fuente de poder social y político, aunque debemos preguntarnos ¿qué supone el poder desde el punto de vista
práctico como para justificar la inversión de tiempo, esfuerzo y
recursos en su adquisición? Términos como “poder” o “prestigio”
son utilizados a menudo cuando hablamos de relaciones sociales
sin pararnos demasiado a pensar en sus implicaciones prácticas.
El poder implicaría la capacidad de influir en las decisiones de
la comunidad, apropiarse del excedente y acumular riqueza, movilizar mano de obra, actuar como árbitro en conflictos internos,
acceder a determinados bienes y redes comerciales, ejercer la
violencia bajo una apariencia de legitimidad… en definitiva, la
capacidad que ostentan determinados individuos de ver cumplida su voluntad en el seno de la sociedad (García Cardiel, 2016:
24). T. Earle establece una distinción entre autoridad, que sería el
derecho y la responsabilidad de ejercer el liderazgo, prerrogativa
reconocida de forma voluntaria por los individuos sobre los que
se ejerce, mientras que el poder sería la posibilidad de liderazgo,
pero independientemente de la voluntad de los sujetos sometidos
a este poder (Earle, 1997: 3-4). Por otra parte, el prestigio sería la
capacidad de despertar admiración y estima entre los miembros
de la comunidad, que suele comportar desigualdad de oportunidades, de derechos y de obligaciones (Sardà, 2010a: 75).
El objetivo de la elaboración y difusión de la ideología desde los grupos que ostentan el poder es la justificación, legitimación u ocultamiento de las desigualdades sociales dotando a
determinados segmentos sociales de una naturaleza diferenciada, en estrecho contacto con lo sobrenatural y mítico. En este
sentido, la eficacia de las estrategias ideológicas se basa en el
encubrimiento de los intereses de la elite presentándolos como
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universales, negando los conflictos intrasociales de intereses y
naturalizando el presente para preservar su posición dominante
bajo una apariencia de reciprocidad e isonomía (Giddens, 1979:
193-197). Por tanto, su objetivo último sería la naturalización de
lo que en realidad son constructos culturales, tratando de conseguir que la desigualdad social no sea discutida al considerarse
natural, lógica y necesaria (García Cardiel, 2016: 26). Para que
resulte efectiva, la ideología ha de integrar a una gran parte de la
sociedad, incluyendo en buena medida a los grupos desfavorecidos, percibiéndose como beneficiosa (Mann, 1991).
Otra cuestión a tener en cuenta cuando analizamos la puesta en marcha de diversas estrategias ideológicas es que resultan mucho más efectivas a largo plazo que otras estrategias
basadas en la coerción, que resultan, en cambio, mucho más
costosas e inestables a la hora de articular las relaciones de
poder. Estas relaciones se basan en gran medida en la combinación de dos elementos que se oponen pero que al mismo tiempo se complementan, la violencia y el consentimiento
(Godelier, 1998b: 19). La coerción se basa en el uso de amenazas y de la fuerza por parte de las elites para el mantenimiento
de las relaciones sociales desiguales, incluyendo entre estas
estrategias el daño físico potencial o la restricción en el acceso
a los recursos críticos. Una concepción clásica acerca de las
relaciones de poder se basa en la idea de que no puede existir
poder político sin violencia o coerción, no obstante creemos
más acertadas otras posturas como la del antropólogo P. Clastres que afirmaba que el poder político como coerción no era
el modelo de poder verdadero sino que se trata simplemente de
un caso particular (Clastres, 1978: 21).
Tanto la ideología como una de sus expresiones, el ritual,
pueden ser un instrumento tanto de dominación en manos de
los grupos que ostentan el poder, como de resistencia por parte de otros grupos o individuos que desean acceder al mismo.
Éstos últimos podrían haber desarrollado ideologías alternativas con las que intentar transformar las estructuras sociales,
aunque estas estrategias resultan en muchos casos más difíciles de identificar en el registro arqueológico.
Una vez visto el concepto de ideología, nos centraremos en
cómo se produce su difusión, así como el análisis de la puesta
en práctica de las distintas estrategias. En este punto es donde
entra en juego la materialización de la ideología, es decir, la
transformación de ideas, valores, historias y mitos en una realidad física y tangible que puede adquirir el estatus de valores
y creencias compartidas (DeMarrais, Castillo y Earle, 1996:
16-17). Según DeMarrais y colegas, la ideología se materializa
básicamente en cuatro tipos de manifestaciones: las ceremonias
rituales, objetos simbólicos o iconos, arquitectura monumental
y sistemas de escritura. Volveremos con más detalle a algunos
de estos tipos cuando analicemos las estrategias concretas en
el marco de la sociedad ibérica. Parece evidente que esta materialización requiere una importante inversión de recursos cuyo
elevado coste impide que todos los grupos puedan tener acceso
a esta fuente de poder, lo que supone que las elites puedan restringir los contextos de uso y la transmisión de ideas y símbolos
(DeMarrais, Castillo y Earle, 1996: 31).
Una última cuestión que queremos destacar y que va a constituir uno de los ejes fundamentales de nuestro estudio es la ambivalencia que presentan este tipo de estrategias ideológicas ya
que por un lado tratan de generar un sentimiento de pertenencia
a la comunidad y a una identidad común mientras que por otra
parte tratan de justificar, legitimar y encubrir tanto las diferencias sociales como el acceso de determinados grupos al poder y
a la riqueza. Es por ello que a lo largo de nuestro trabajo estableceremos una constante diferenciación entre las estrategias de
carácter inclusivo y las estrategias de carácter excluyente.
2.2. LA SOCIEDAD IBÉRICA. MODELOS
INTERPRETATIVOS
La problemática referente al estudio de las estructuras sociales
ibéricas ha sido abordada por diversos autores desde los mismos
inicios de la historiografía sobre la cultura ibérica. El primero de
ellos fue el historiador y pensador J. Costa quien a finales del s.
XIX y en un momento en que la cultura ibérica era todavía una
gran desconocida, dedica una parte de su inconclusa obra Estudios ibéricos a la sociedad ibérica (Costa, 1881-1885 en García
Cardiel, 2016). Basándose principalmente en fuentes literarias y
epigráficas propone la existencia de una sociedad de tipo jerárquico cuyas elites habitan los asentamientos fortificados y que
gobiernan sobre una población de carácter servil que habitaría
los asentamientos rurales dispersos y cuya economía se basaría
esencialmente en la agricultura y la ganadería. Este autor introdujo algunos interesantes conceptos que tendrán un largo recorrido en la historiografía posterior tales como el componente
gentilicio, las relaciones de dependencia, el colectivismo agrario o la lucha de clases (Aguilera, 2014: 419-425).
Durante los dos primeros tercios del s. XX, la historiografía española fue bastante reticente a la adopción de nuevas corrientes teóricas y metodológicas como el marxismo o
la Escuela de los Annales por lo que la producción científica
de esta época va a estar dominada aún por los postulados basados en lo que podríamos denominar como Historia Cultural.
Uno de los máximos exponentes de este periodo será P. Bosch
Gimpera, quien, muy influido por una perspectiva históricocultural, se centrará principalmente en la identificación de los
rasgos culturales característicos que pueden ser identificados
en el registro arqueológico con el objeto de caracterizar las
distintas “culturas arqueológicas” que habitaron un determinado territorio. Este tipo de estudios no prestarán tanta atención
a cuestiones como las bases económicas de la subsistencia o
las estructuras sociales (Bosch Gimpera, 1932).
Ya en los años 50, J. Maluquer presta alguna atención a
la cuestión de las estructuras sociales ibéricas, planteando la
existencia de una monarquía cuyo dominio se extendería a varias ciudades, pero cuya autoridad estaría restringida al ámbito
militar y no tendría un carácter hereditario. Dicho sistema estaría sustentado por la existencia de una nobleza que sería propietaria de los resortes económicos, principalmente la tierra
y la existencia de numerosos esclavos (Maluquer, 1954: 319320). También son destacables en este sentido las propuestas
de J. Caro Baroja quien, a pesar de la influencia en su producción científica de la teoría de los “Círculos Culturales” al
igual que Bosch Gimpera, va a incluir perspectivas propias de
la antropología, así como del funcionalismo, prestando cierta
atención a cuestiones relacionadas con la organización social y
las instituciones políticas (Caro, 1946; 1971). J. Caro propone
que los distintos pueblos ibéricos se organizarían básicamente
en monarquías, si bien establece una distinción entre los mo9
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narcas de la franja oriental peninsular, que serían poco más
que caudillos militares y los monarcas del sur peninsular, de
origen tartésico y con un carácter sacro.
Durante los años 70 se van a producir importantes avances en
el estudio de las sociedades ibéricas, que finalmente desembocarán en los modelos interpretativos que citábamos anteriormente.
Es destacable en este sentido la propuesta de M. Vigil quien, profundizando en planteamientos previos, defiende la existencia de
monarquías en el mundo ibérico organizadas en ciudades-estado,
donde además del poder del rey existirían consejos, asambleas populares y magistrados en una sociedad organizada en clases (Vigil,
1973: 253). La introducción del concepto de ciudad en el mundo
ibérico, así como la existencia de estructuras de carácter estatal,
tendrá una gran importancia en la historiografía posterior.
Como señalábamos al inicio del presente capítulo, durante el
último cuarto del s. XX e inicios del presente siglo se han producido los avances más importantes en cuanto al estudio y caracterización de la sociedad ibérica. Pero si hay un momento que
podamos considerar como un punto de inflexión es el Congreso Internacional Los Iberos, príncipes de Occidente (Aranegui,
1998) que supuso el reconocimiento de la cultura ibérica en sí
misma sin necesidad de recurrir al mundo oriental para su definición y que reúne numerosas comunicaciones científicas que
contribuyeron a definir lo que entendemos por ibero en muchos
sentidos. El desarrollo de dichos modelos interpretativos es fruto
de un mayor conocimiento del mundo ibérico desde el punto de
vista arqueológico, así como la aplicación de modelos teóricos
que aúnan perspectivas procedentes de otras disciplinas como la
antropología o la sociología para dar lugar a interesantes propuestas que tienen como objeto de preocupación la comprensión de
la sociedad ibérica y sus dinámicas históricas. Son estos modelos, que vamos a describir a grandes rasgos, los que suponen la
base de nuestra concepción de la estructura social ibérica y en los
que se enmarca nuestro análisis de los discursos ideológicos que
constituye el eje vertebrador de este trabajo.
No obstante, no debemos olvidar que los modelos no son
más que hipótesis, sistemas de explicación que nos permiten
establecer comparativas entre distintas sociedades a través del
espacio y del tiempo, pero que no deben ser entendidos como
leyes generales que puedan aplicarse de forma automática a todos los lugares y a todas las sociedades humanas, tentación en la
que han caído no pocas veces diversas corrientes de las ciencias
sociales. Como escribió F. Braudel, un modelo podría compararse a un barco que, una vez constituido, es necesario “poner
en el agua y comprobar si flota y, más tarde, hacerle bajar o remontar a voluntad las aguas del tiempo. El naufragio es siempre
el momento más significativo y a nosotros nos corresponde entonces buscar la causa […]. La investigación debe hacerse volviendo continuamente de la realidad social al modelo, y de este
a aquella; y este continuo vaivén nunca debe ser interrumpido,
realizándose por una especie de pequeños retoques, de viajes
pacientemente reemprendidos” (Braudel, 1958: 30).
2.2.1. monArquíAs sAcrAs, ArIstocrAcIAs guerrerAs
y eLItes urbAnAs
El primer modelo que vamos a ver es el propuesto por M. Almagro-Gorbea cuyos elementos esenciales fueron recogidos en la
publicación de su discurso de ingreso en la Real Academia de la
Historia y que lleva por título Ideología y poder en Tartessos y
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el mundo ibérico (1996). Dicho autor basa su estudio en fuentes
tanto de carácter literario como arqueológico para proponer un
esquema evolutivo de la sociedad ibérica que iría desde las monarquías sacras orientalizantes hasta las elites urbanas que caracterizarían el período final, pasando por las monarquías heroicas
y aristocracias guerreras del ibérico pleno. Se trata de un modelo
con evidentes paralelismos con otras sociedades mediterráneas y
para cuya aplicación deberíamos tener en cuenta la gran diversidad existente entre las distintas áreas peninsulares.
En primer lugar, nos encontraríamos con las llamadas monarquías sacras (Almagro, 1996: 41-76) características del periodo orientalizante (ss. VIII-VI a.C.), cuyo principal elemento
ideológico sería el carácter sacro del rex que tendría un papel
esencial en relación con la fertilidad de la tierra, la producción de las cosechas y la gestión de las reservas alimenticias
del conjunto de la comunidad. Por tanto, estaríamos ante una
concepción teocrática del poder. La sede de dicha organización sería el palacio que constituye el punto central del control
social, político y económico, especialmente en la producción,
reserva y redistribución de alimentos. Asimismo, el palacio es
la sede del culto a la divinidad dinástica y a los antepasados,
cuyo apoyo divino supone el fundamento ideológico del poder
ya que el monarca se presenta como un intermediario de la
divinidad. La estructura social de base gentilicia y clientelar
se ve reflejada en los rituales funerarios, con la existencia de
necrópolis estructuradas en tumbas centrales y periféricas, con
una preeminencia de la tumba del antepasado mitificado que
justifica de este modo el derecho a la propiedad sobre el territorio y sus habitantes por parte de sus descendientes. Uno de
los pilares básicos de dicha propuesta será el análisis procesual
de los espacios funerarios que da lugar al llamado modelo interpretativo del “Paisaje de las necrópolis ibéricas” (Almagro,
1978; 1983) y que se basaría en la idea de que los distintos
tipos de enterramientos se corresponden directamente con los
diversos estratos de la sociedad ibérica.
La siguiente fase es la de las monarquías heroicas y aristocracias guerreras, característica del ibérico antiguo y s. IV a.C.
(Almagro, 1996: 77-106). Uno de los cambios más importantes es que, a diferencia de la autoridad sacra de origen divino
que constituía el fundamento del poder de las monarquías de la
fase anterior, las monarquías heroicas de este periodo basarán
su preeminencia en la pertenencia a un grupo gentilicio que se
considera descendiente de un antepasado mítico heroizado. Otro
de los elementos esenciales es la ideología de claro componente
guerrero que se ve reflejada en la iconografía, principalmente la
escultura, y en las armas. En este momento se produce también
la separación física entre santuario y palacio, como se vería reflejado en el caso de la Illeta dels Banyets.
A lo largo del s. IV a.C. las monarquías de tipo heroico van a
ser progresivamente sustituidas por aristocracias guerreras en un
proceso de creciente isonomía social. Este concepto, que tiene su
origen en la Grecia Clásica, haría referencia a un tipo de gobierno
en que la soberanía reside en la mayoría o donde encontramos formas de poder más dispersas o menos concentradas en unas pocas
manos. Todo ello se va a ver reflejado en las necrópolis con la desaparición de los monumentos funerarios. Esta oligarquía aristocrática se apoyará en los cultos gentilicios celebrados en los santuarios.
Asimismo, se establece una distinción entre los santuarios dinásticos que serían espacios de culto aislados, al aire libre, orientados
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astronómicamente, de origen oriental y que se van transformando
paulatinamente hacia formas de culto públicas; y los santuarios
gentilicios, con un origen doméstico y por tanto asociados a viviendas sin planta definida y en el interior de la población.
La última fase sería la de las aristocracias ecuestres urbanas que irán surgiendo a lo largo del s. IV a.C., proceso que
estaría en íntima relación con el fenómeno urbano y que serían
análogas a los grupos de estas características surgidos en otros
puntos del Mediterráneo, especialmente en la Grecia clásica o
en la Roma republicana (Almagro, 1996: 107-132). El poder
de estos grupos sociales se basa principalmente en la riqueza, constituyendo estas aristocracias por tanto una clase censataria, aunque también en parte en el componente guerrero.
También tendrán gran importancia en este período los cultos
poliádicos de carácter público, así como la transformación del
culto gentilicio al antepasado heroizado en el culto al héroe
fundador de la ciudad, el héros ktístes. Éste se transforma en
un antepasado divinizado que, además de fundador del grupo
gentilicio, se convierte en protector de sus descendientes y en
un elemento aglutinador de la comunidad.
2.2.2. Los LInAjes gentILIcIo-cLIenteLAres
Uno de los modelos, a nuestro juicio, más interesantes y completos de cuantos se han propuesto para explicar el cambio social
entre las sociedades ibéricas es el modelo gentilicio clientelar.
Este planteamiento teórico surge como una respuesta crítica al
positivismo e historicismo que habían marcado los primeros pasos de la arqueología ibérica para tratar de comprender los procesos históricos desde la óptica del materialismo histórico, en la
línea de los estudios de M. Torelli para la sociedad etrusca (Torelli, 1981), al mismo tiempo que incluye fuentes y conceptos
propios de la antropología (Ruiz y Molinos, 1993; 2007; Ruiz,
1998; 2000; 2008). El punto de partida de este modelo y una de
sus claves explicativas es el cambio que se produce durante la
Primera Edad del Hierro desde una formación social aldeana
a un modelo social más complejo de tipo gentilicio clientelar.
A continuación, vamos a tratar de explicar qué significan estos
conceptos y en qué manera se desarrolla este proceso.
Por formación social aldeana entendemos una sociedad
de pequeña escala donde priman los lazos basados en el parentesco y la consanguinidad. El poder político en este tipo
de sociedades que podríamos definir como más o menos
igualitarias se caracteriza por la presencia de determinados
personajes con una mayor autoridad que el resto, que viene
dada normalmente por cuestiones relacionadas con la edad,
género o determinadas capacidades, con un carácter no hereditario, pero que no les da derecho al mando ni a ejercer la
violencia (Godelier, 1998b: 16).
Estas relaciones de parentesco evolucionan hacia formas
clientelares donde la relación entre las aristocracias emergentes y sus clientes se definen por lazos de dependencia que
se basan en la protección que el patrono ofrece al cliente y
en la obediencia y fidelidad de este último para con el señor,
así como la aparición de nuevas fórmulas como el tributo.
El cliente se convierte así en un filius familias de modo que,
solo en apariencia, no se rompe con el sistema de relaciones
aldeano basado en el parentesco (Ruiz, 2008: 807). Este modelo social quedará reflejado en el registro arqueológico de
las necrópolis, como podemos ver en el paradigmático ejem-
plo de Baza, en la distribución del hábitat en el interior de
oppida como el de Puente Tablas o en el paisaje, cuestión en
la que profundizaremos más adelante.
Otra de las claves que nos ayudan a entender este modelo
es el ascenso en un momento dado de determinados linajes que
se convierten de este modo en dominantes. Antes de continuar
profundizando en la cuestión de los linajes, creemos necesario aclarar brevemente este concepto que tiene su origen en la
investigación antropológica y que no suele ser tan común en
el campo de la arqueología. El linaje es un grupo de filiación
unilineal cuyos miembros se consideran descendientes, bien
en línea agnaticia, es decir, patrilineal, o bien en línea uterina, matrilineal, de un antepasado común conocido. En otras
palabras, las relaciones genealógicas que los unen entre sí y
con el antepasado fundador del linaje pueden ser reconstruidas (Bouju, 2008: 437). Es importante también distinguirlo de
otro concepto bastante común como es el de clan que sería un
grupo de unifiliación cuyos miembros no pueden establecer
los lazos genealógicos reales que los vinculan al antepasado
común, que en consecuencia suele tener un carácter mítico, y
que agrupa varios linajes (Copet-Rougier, 2008: 167).
En esta nueva concepción de las relaciones sociales el
cliente pagará un tributo por integrarse en un linaje determinado y en el sistema clientelar, lo que le da el derecho de
acceso a la posesión de la tierra o a la posibilidad de acceder
al espacio funerario, en virtud de los pactos de fidelidad que
señalábamos anteriormente. Al mismo tiempo, en el plano ritual se produce una sustitución de los antepasados míticos del
clan y de los antepasados de cada uno de los linajes, que se
convierten en meros ascendientes familiares domésticos, por
el fundador del linaje dominante (Ruiz, 2008: 808).
Uno de los instrumentos esenciales para transformar las
antiguas formas de solidaridad que caracterizaban las formaciones sociales aldeanas y, en consecuencia, generar nuevas
formas de identidad gentilicia es lo que en la investigación antropológica se conoce como “don” (Ruiz, 2008: 806). Podríamos definir el don como una forma de intercambio o prestación
de bienes o servicios, siendo uno de sus objetivos principales
la creación de lazos o vínculos sociales entre individuos o grupos. Del mismo modo, el don supone una herramienta esencial
entre los distintos linajes en el acceso al poder político.
Este concepto ha tenido un largo recorrido en el campo de la
antropología, destacando como punto de partida el trabajo de M.
Mauss, Essai sur le don. Forme et raison de l’échange dans les
societés archaiques (1925) donde se analizan los diversos modos de intercambio en las sociedades arcaicas. Posteriormente,
debemos destacar la importancia del trabajo de M. Godelier, El
enigma del don (1998) que supone una profundización en esta
cuestión, también desde el punto de vista de la antropología.
El intercambio de dones genera de forma simultánea una
doble relación entre el que dona y el que recibe. Por una parte,
una relación de solidaridad y por otra de superioridad ya que
el individuo que recibe el don y lo acepta contrae una deuda
con aquel que se lo ha donado, instaurándose así una diferencia de estatus que en ciertas circunstancias puede dar lugar a
una jerarquía (Godelier, 1998a: 25).
En las sociedades de tipo igualitario, donde encontramos lo
que en antropología se conoce como Great Men, el don no tiene
un carácter agonístico, es decir competitivo, y tiene como objetivo
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reforzar el sistema de articulación de las redes de parentesco mediante los circuitos de intercambio de bienes. Este tipo de don tiene
un carácter colectivo y no exige la inmediata aplicación del contradon, aunque sí lo obliga con el tiempo (Ruiz, 2008: 806).
Este tipo de sociedades dan paso con el tiempo al surgimiento
de los llamados Big Men para los que el poder no se fundamenta
en la posesión de los objetos sino en la capacidad para acumular
riqueza. En estos casos, el acto de donar pierde su carácter recíproco ya que no exige el contra-don, debido a que la donación es
de tan grandes proporciones que no puede ser contestada por los
individuos que la aceptan. Esta circunstancia da lugar a la exclusión del sistema de una parte de la comunidad, que queda en una
situación de deuda permanente con el donador y a su vez a pactos
de fidelidad en los que se basa la relación protección-obediencia.
De este modo, el don se convierte en un “regalo envenenado”
(Ruiz, 2008: 807) que dará lugar a la aparición del tributo como
forma de acceso al marco de reproducción del sistema. En estos
casos, el cliente entregará un tributo para integrarse en un determinado linaje y poder así acceder a la posesión de la tierra y a los
bienes de importación (Ruiz, 1998: 295-296; 2000: 19).
Otra consecuencia del carácter agonístico del don es la
competencia entre los distintos cabezas de linaje por acaparar el mayor número de clientes, uno de los pilares básicos
en los que se fundamenta el poder político. En las sociedades
ibéricas el don agonístico se materializará de distintas formas,
especialmente a través de rituales de comensalidad como veremos detalladamente en el capítulo correspondiente.
2.2.3. De Los grupos LocALes A Los estADos ArcAIcos
El último modelo que vamos a tratar de explicar brevemente es
el propuesto principalmente por J. Sanmartí (2001; 2004; 2009;
Sanmartí y Belarte, 2001) que se basa en presupuestos de tipo
funcionalista y evolucionista, pero que resulta perfectamente
compatible con el modelo gentilicio clientelar que tratábamos
anteriormente. Este modelo busca en las bases materiales de la
subsistencia y la reproducción de la sociedad, prestando especial atención al incremento demográfico, las causas últimas del
desarrollo de la economía política y el cambio social que deriva
de la misma (Johnson y Earle, 2003).
El punto de partida de este modelo interpretativo lo encontramos en las sociedades de pequeña escala, características del
Bronce Final, con grupos de tipo familiar que constituirían la
base de la economía, que se comportan de forma independiente y
autosuficiente, aunque en ocasiones pueden formar comunidades
más grandes. El crecimiento demográfico y la consecuente intensificación económica que se constata durante el Hierro Antiguo,
debió causar importantes dificultades para la subsistencia en este
tipo de sociedades, lo que haría necesario un mayor desarrollo de
la economía política, es decir, de las instituciones que regulan las
relaciones entre los agentes económicos, dando lugar a la diferenciación social (Sanmartí, 2009: 20). Esta necesidad de implantar
ciertas normas en un entorno donde los recursos van disminuyendo para mejorar la capacidad organizativa y reproductiva de la
sociedad, ofreció una buena oportunidad a los cabezas de linaje
para transformar su autoridad en poder real, alcanzando una posición de poder permanente y autoritario.
Como hemos visto anteriormente, el carácter agonístico de
la institución del don daría lugar a una competición entre los
cabezas de linaje para conseguir una posición de liderazgo en la
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comunidad, generándose relaciones sociales de subordinación
y dependencia. El ascenso de las elites tendría lugar cuando
determinados individuos adquirieron la capacidad de acumular
riquezas y excluyeron al resto de la comunidad del sistema de
reciprocidad de dones al que la mayoría no podía responder.
Este hecho daría lugar a su integración en la sociedad bajo nuevas formas de subordinación a esos linajes dominantes (Sanmartí, 2009: 20-21). Este proceso, que supone el abandono de
una ideología igualitaria, debió desarrollarse en un contexto de
escasez y competición donde las posibilidades de abandonar la
comunidad eran pocas o nulas, mientras que el desarrollo de la
economía política hacía tolerable a ojos del resto de la sociedad
el incremento del poder de algunos de sus miembros.
En los primeros momentos, es decir durante el Hierro Antiguo, es poco probable que estas relaciones de desigualdad
estuviesen completamente institucionalizadas o que fuesen hereditarias, de ahí la enorme difusión de los bienes importados,
especialmente ánforas fenicias como veremos más adelante.
Esta amplia distribución de dones refleja la necesidad de las elites de conseguir el apoyo del resto de la sociedad.
Otro elemento que va a jugar un papel importante en este
proceso será un cambio estratégico en el uso del hierro, que a
partir del Ibérico Antiguo dejará de ser utilizado para la elaboración de bienes de prestigio y se convertirá en un elemento clave
para la intensificación de la economía de subsistencia, ya que la
economía preexistente había alcanzado sus límites y era incapaz
de sostener a una sociedad que está experimentando incrementos demográficos importantes. Todas estas estrategias responden
seguramente al interés de las elites emergentes que buscan expandir, consolidar y perpetuar su poder, manteniendo el control
sobre la producción (Sanmartí, 2009: 24).
Según el modelo propuesto por Sanmartí, durante el Ibérico
Pleno se produce una nueva expansión demográfica que debió
alcanzar de nuevo los límites de la capacidad de sustentación
del medio. Como consecuencia, se implantarían nuevas mejoras
organizativas relacionadas con la explotación de los recursos,
almacenamiento y distribución del excedente, así como con la
protección del territorio y sus habitantes, derivada de la creciente fricción existente entre los distintos territorios. Otro efecto
notable de dicho proceso sería la importancia que tiene el componente guerrero en las estrategias ideológicas de las elites. En
resumen, una nueva expansión de la economía política que daría
lugar al surgimiento de un sistema administrativo y una complejidad institucional característica de lo que se conoce como estados arcaicos (Sanmartí y Belarte, 2001: 170-172). En cuanto
a las relaciones sociales, se van a asentar plenamente los lazos
de dependencia, por los cuales la aristocracia provee protección
y además distribuye los bienes de prestigio necesarios para las
transacciones sociales a cambio de tributos, obediencia y contribución militar (Sanmartí, 2009: 26-27).
2.2.4. práctIcAs, fAccIones, cAsAs, heterArquíAs
y estrAtegIAs
Una vez repasados los principales modelos interpretativos que
se han propuesto para la conceptualización de la sociedad ibérica, vamos a centrarnos en nuestro ámbito de estudio, la franja central mediterránea de la Península Ibérica, concretamente el norte de la Contestania. Para nuestro ámbito de estudio,
creemos que los modelos que mejor explican la sociedad ibé-
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rica centro-contestana son, por una parte, el modelo gentilicio
clientelar, desarrollado principalmente por A. Ruiz y colegas
y por otra el propuesto por J. Sanmartí que además se complementan perfectamente. No obstante, en los últimos años,
diversos autores han aportado interesantes matices a dichos
modelos para las comarcas centrales valencianas (Grau, 2007;
Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015).
I. Grau (2007) introduce una nueva perspectiva en el análisis de las sociedades ibéricas del área central contestana ya que,
basándose en los modelos anteriormente descritos, incorpora la
perspectiva del agente dentro de su marco institucional, postulando que la estructura social no debe ser entendida solo desde
el punto de vista orgánico y constitutivo de la realidad objetiva de la formación sociopolítica, sino que debe tener en cuenta
también a los actores de la realidad social (Grau, 2007: 120).
Este tipo de análisis se integraría en lo que se conoce como Teoría de la Agencia, desarrollada desde el campo de la sociología
por autores como P. Bourdieu (1977) o A. Giddens (1986).
Estas teorías analizan el modo en que el individuo interactúa en el marco de la estructura, teniendo en cuenta que no son
meros sujetos pasivos sino agentes jugando un papel en la reproducción o transformación social. Un elemento clave dentro
de esta perspectiva es el habitus, concepto desarrollado por el
sociólogo francés P. Bourdieu y que podría entenderse como
el sistema de disposiciones, valores y percepciones que ordena
y estructura de forma inconsciente las prácticas y representaciones de un individuo, pero a su vez estructurado por dichas
prácticas (Grau, 2007: 120). En virtud de este habitus compartido, los miembros de la sociedad actúan de forma similar
sin ser conscientes de que estas reglas no escritas pueden ser
manipuladas por los grupos dominantes para naturalizar su posición privilegiada y para disimular las desigualdades (García
Cardiel, 2015: 40). Como han señalado los propios autores que
aplican esta teoría a la arqueología, es importante evitar caer en
el particularismo, el relativismo y la hermenéutica, entendiendo
los agentes colectivos no como individuos concretos sino como
personas genéricas (Grau, 2007: 124).
También resultan muy interesantes las aportaciones que
para esta área concreta proponen H. Bonet, I. Grau y J. VivesFerrándiz (2015) que, tomando como base el modelo gentilicio
clientelar, introducen también el concepto de facciones, entendidas como segmentos de una red clientelar organizados para
competir con unidades del mismo tipo. Estas organizaciones se
basarían en la existencia de líderes que compiten entre sí por los
recursos materiales y sociales dentro de un marco más amplio,
que puede tratarse desde un asentamiento a un grupo étnico. Estas facciones suelen constituir grupos muy flexibles, cambiantes
en cuanto a su tamaño y alianzas, pero al mismo tiempo muy
frágiles, lo que da lugar a una gran inestabilidad social y violencia interétnica además de poca jerarquía, ya que este tipo de
organización en facciones suele coincidir con fragmentaciones
de unidades políticas (Brumfiel, 1994; Hamilakis, 2002).
También se ha aplicado al estudio de las sociedades ibéricas
un nuevo concepto, el de Casa, en el sentido otorgado por LéviStrauss, que identifica las casas como unidades básicas de la organización social y de la estructuración de la economía política.
Este concepto se utiliza para aquellas sociedades en las que las
relaciones de parentesco constituyen un medio para estructurar
la sociedad y no hace referencia exactamente a la vivienda física,
aunque sí podría considerarse como el espacio simbólico donde
se desarrollan las relaciones. El término Casa, haría referencia a
la relación entre la estructura física y la unidad social mediante la
agencia y la práctica (Gillespie, 2007: 29 citado en Vives-Ferrándiz 2013: 96). Serían por tanto, unidades sociales, económicas
y rituales, articuladas por lazos de parentesco, reales o ficticios,
que ponen en práctica diferentes estrategias corporativas para incrementar su estatus, riqueza y posición social (Vives-Ferrándiz,
2013: 97). De este modo, el parentesco sería definido como el
producto de una serie de estrategias, conscientes o inconscientes que tienen como objeto la satisfacción de intereses materiales
y simbólicos articulados en relación a un determinado juego de
condicionantes sociales y económicos (Bourdieu, 1977: 36).
Otro concepto novedoso e interesante es el de heterarquía,
definida como un sistema de relaciones estructuradas en forma
de red, sin vértice ni centro, cuyo desarrollo sigue una lógica
autónoma y en ningún caso preponderante respecto a otras (Rodríguez Díaz, 2009: 27). Sus características principales serían la
competencia entre grupos de iguales, ausencia de control centralizado de los recursos, tanto subsistenciales como de prestigio, multiplicidad de centros administrativos, productivos,
políticos y funerarios, y una extensa distribución de grupos de
elite (Crumley, 1995). En este tipo de sociedades las fuentes del
poder son diversas, difusas y difíciles de monopolizar (Bonet,
Grau y Vives-Ferrándiz, 2015) donde la toma de decisiones se
lleva a cabo de forma simultánea por parte de diversas personas
o grupos a menudo solapados, con relaciones cambiantes entre
sí, que pueden ser tanto de cooperación como de competencia.
En las sociedades con formas de poder de tipo heterárquico priman las relaciones sociales de tipo horizontal, mientras que en
las formaciones más jerárquicas prevalecen las relaciones de
tipo vertical. Este tipo de relaciones heterárquicas no excluyen
la existencia de relaciones de poder jerárquicas, sino que se percibe un componente dialéctico entre ambas (Rodríguez Díaz,
Pavón y Duque, 2010: 47).
Otra aportación que resulta esencial en nuestro trabajo a la
hora de abordar el análisis de las estrategias ideológicas desplegadas por las elites es la llamada teoría dual-procesual propuesta
por Blanton y colegas (1996; 1998; Feinman, 2000; 2001). Dicho
planteamiento surge por la necesidad de superar los estudios de
corte neoevolucionista que ponen el acento en un desarrollo lineal
de las sociedades a través de etapas evolutivas, entendidas como
tipos sociales estáticos, a lo que se une un cierto determinismo
ambiental. Según estos autores, no existe una teoría convincente
que tenga en cuenta el comportamiento humano, especialmente en el campo de la competición política. En este sentido, sería
necesario superar las etapas tipológicas, ideales y estáticas para
centrarse en el estudio de las estrategias utilizadas por los diversos actores políticos (Blanton et al., 1996: 1-2).
Esta teoría está estrechamente vinculada con la Teoría de la
Agencia que veíamos anteriormente, ya que parte del supuesto de que los actores sociales pueden tener diferentes intereses
políticos, compitiendo por posiciones de poder o estatus. Asimismo, la cultura no sería un elemento determinante, aunque sí
limitaría lo que los individuos pueden hacer, de forma similar
al concepto de habitus de Bourdieu, pudiendo convertirse en un
recurso para la consecución de determinados objetivos (Blanton
et al., 1996: 2). Por ello, la estructura puede ser reproducida,
negada o modificada por los distintos agentes.
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A partir del estudio de las sociedades de la Mesoamérica
Prehispánica, estos autores proponen una diferenciación entre
dos tipos generales de estrategias de poder, la “excluyente o de
red” (exclusionary o network) y la “corporativa” (corporate),
haciendo también referencia a las distintas fuentes de poder, distinguiendo entre las objetivas, que incluyen la riqueza material
y los elementos relacionados con la producción, y las simbólicas, que tendrían relación con el conocimiento, la ideología o
el ritual (Blanton et al., 1996: 3). Ambas estrategias no serían
excluyentes entre sí, sino que pueden coexistir, predominando
unas u otras en determinados contextos sociales y momentos e
incluso alternarse cíclicamente (Feinman, 2000).
Por una parte, encontramos lo que se ha denominado como
estrategias de red, donde la acción se enmarca en una escala
espacial amplia a través de la manipulación de conexiones sociales distantes más allá de los grupos locales (Blanton et al.,
1996: 4-5; Feinman, 2001: 160). Estas redes extra locales, suponen un importante campo para la competición política. Otra
característica importante de este tipo de estrategias es el control más centralizado de las fuentes de poder por parte de un
grupo bastante limitado de agentes, así como una gran importancia de elementos como el prestigio personal, la riqueza, la
acumulación de poder en liderazgos altamente individualizados
y pautas lineales de herencia y descendencia. También se crean
redes personales basadas en la configuración de facciones con
relaciones de tipo clientelar y donde tiene un gran protagonismo
el intercambio de bienes de prestigio que a menudo se utilizan
en prácticas de consumo ostentoso, como los banquetes, o se
amortizan en enterramientos principescos. Finalmente, también
surgen ciertos talleres relacionados con la manufactura especializada de productos artesanos relacionados con el estatus. Esta
situación genera en muchas ocasiones toda una serie de tensiones que derivan en formas de poder inestables y volátiles.
Por otra parte, el rasgo más destacable de las estrategias
corporativas (Blanton et al., 1996: 5-7; Feinman, 2000: 155160) es que el poder se encuentra compartido entre diferentes
grupos y sectores de la sociedad de manera que se inhiben
las prácticas de carácter más excluyente, lo que no debemos
entender necesariamente como una sociedad igualitaria donde
no existen las relaciones jerárquicas o verticales. En otras palabras, en este tipo de sociedades existen ciertos mecanismos
para limitar la acumulación de poder en unas pocas manos y
como consecuencia nos encontramos ante un cierto “anonimato del poder”, ya que de alguna forma se diluye la identidad
y las expresiones individuales para fomentar los referentes de
tipo colectivo (Nielsen, 2006: 66). En este caso se enfatizan
las prácticas rituales comunales con una mayor integración
de los segmentos sociales y donde predominan las representaciones colectivas y los temas relacionados con la fertilidad
y la renovación de la sociedad y el cosmos, la construcción
colectiva de edificios públicos, la existencia de una menor
diferenciación económica y una mayor distribución de la riqueza y el control del conocimiento y los códigos cognitivos
como herramienta de poder. Estas estrategias no buscan tanto
la adquisición de prestigio individual, sino el mantenimiento
de la solidaridad y la cohesión dentro del grupo local, en lo
que podríamos definir como un “consenso de dominación”.
En definitiva, se busca reforzar la identidad y el sentimiento
de pertenencia a una misma comunidad.
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Por tanto, nos encontraríamos con una sociedad ibérica formada por unidades sociales del tipo facción, que se caracterizarían por la competitividad entre ellas pero que al mismo tiempo
serían muy flexibles en cuanto a su composición y asociación
(Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015). Los líderes de dichas
facciones, que en muchas ocasiones podrían equipararse a los
linajes que hemos visto anteriormente, pondrán en marcha diversas estrategias para legitimar su posición preeminente en el
seno de la sociedad, que en muchos casos toman la forma de
prácticas rituales. El estudio de estas estrategias ideológicas en
el área central de la Contestania, donde juega un papel esencial
esa concepción dual que pone el foco tanto en las estrategias
excluyentes como en las corporativas, con sus contradicciones
e interacciones, constituye el grueso de nuestro trabajo como
iremos viendo en los sucesivos capítulos.
2.3. PAISAJE Y ORGANIZACIÓN SOCIAL
En este trabajo el paisaje se convierte en un elemento clave a la
hora de construir nuestra argumentación así como en el eje vertebrador de nuestro discurso, no únicamente como un soporte pasivo
de las sociedades que lo habitaron sino también como un componente activo que contribuye a la creación y la reproducción de la
estructura social y donde al mismo tiempo se transmiten los códigos y símbolos que conforman el habitus o la cosmovisión de los
grupos sociales que lo habitan y experimentan (Grau, 2010: 103).
El entramado de lugares y relaciones en un espacio concreto es, en
definitiva, lo que entendemos como paisaje. No obstante, el concepto de paisaje es enormemente poliédrico y puede ser abordado
desde muy diversas perspectivas, por lo que requeriría un análisis
holístico que integrara todas estas dimensiones. En nuestro caso,
vamos a centrarnos básicamente en dos elementos como son los
patrones de asentamiento y los paisajes simbólicos.
Las distintas prácticas rituales que hemos ido analizando a
lo largo de nuestro trabajo se desarrollan en determinados lugares y por tanto tienen una dimensión espacial, por lo que resulta
imposible entenderlas de forma disociada respecto a las dinámicas territoriales características de estos grupos ibéricos. Nuestro
objetivo es el análisis de los elementos simbólicos o sacros de
la cultura material desde el punto de vista de la Arqueología del
Paisaje, es decir, desde una perspectiva espacial y poniéndolos
en relación con el entorno natural y el patrón de asentamiento.
Por tanto, trataremos de elaborar un análisis de conjunto que nos
permita integrar la dimensión simbólica en otros componentes
de la sociedad objeto de estudio para alcanzar una comprensión
integral de cómo el paisaje es empleado, entendido, modificado, percibido y experimentado a través del tiempo (Anshuetz,
Wilshusen y Scheick, 2001). No obstante, cuando tratamos de
aproximarnos desde la arqueología a un objeto de estudio de naturaleza esencialmente inmaterial y por tanto, en buena medida,
subjetivo, se nos plantean serias dificultades que además se verán acentuadas por el hecho de estar refiriéndonos a sociedades
del pasado y sin referencias escritas. Es por ello que debemos
conformarnos con conocer únicamente una pequeña parte del
universo simbólico de una formación social determinada.
Otro de los elementos a tener en cuenta en este tipo de análisis y que nos parece muy interesante, es el rol desempeñado
por el individuo. Este tipo de planteamientos teóricos como ya
hemos visto, podemos enmarcarlos dentro de la denominada
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Agency (Bourdieu, 2000; Giddens, 1986) que defiende que el
individuo es algo más que un sujeto pasivo, ya que son agentes que juegan un importante papel en la reproducción y transformación social (Grau, 2007: 120). Por tanto, una sociedad
va a modelar y a construir el paisaje a través de las acciones
concretas de los individuos, las prácticas sociales cotidianas
y recurrentes, incluidas las prácticas rituales objeto de nuestro
estudio, en el seno de la estructura. No obstante, el paisaje no es
únicamente un elemento pasivo en todo este proceso, sino que
al mismo tiempo se convierte en el marco en el que la sociedad
se va desarrollando, de manera que el espacio contribuye a la
creación y reproducción de la estructura social, ya que es en
este contexto en que se aprenden las reglas en que la sociedad
está estructurada. Asimismo, es en este espacio donde se transmiten una serie de códigos y símbolos en los que se basa el
comportamiento y la forma de entender el mundo de los grupos
sociales que lo habitan (Grau, 2010: 103).
La conceptualización del espacio para una sociedad campesina como es la ibérica difiere mucho de nuestra forma actual de
entender el espacio, mucho más abstracta y basada esencialmente
en mecanismos metafóricos que poco tienen que ver con su propia materialidad (Hernando Gonzalo, 1999: 31-33). Por el contrario, la conceptualización campesina del espacio, siguiendo los
planteamientos de C. Parcero para el noroeste peninsular, se basa
esencialmente en la experiencia, es decir, el espacio capaz de ser
concebido es siempre el espacio percibido. Se tratará, por tanto,
de espacios reducidos, cotidianos, dotados de sentido inmediato
como soporte de la producción y como estructura de la organización socio-política, lo que Hobsbawm denominó “pequeño mundo” (1973: 7), más allá del cual solo existen referencias imprecisas y difusas (Parcero, 2002: 250), aunque incidiremos en mayor
medida en la cuestión de los límites más adelante. Esta percepción
y comprensión del “pequeño mundo” se basa mayoritariamente
en determinados referentes artificiales o antrópicos antes que en
elementos puramente naturales, es decir, se construye a partir de
la creación de señas artificiales que establecen la base que permite
ordenarlo y dividirlo en clave simbólica (Clastres, 1996 en Parcero, 2002: 250), en definitiva, elementos que imponen “un orden
humano sobre el medio” (Criado Boado, 1989: 84).
El análisis de la dimensión simbólica desde la perspectiva del paisaje ha sido abordado en diferentes trabajos para el
periodo que nos ocupa con buenos ejemplos en el noroeste
peninsular (Parcero, 2002) o en el territorio del Alto Guadalquivir (Rueda, 2011). Asimismo, también se han publicado
diversos trabajos de este tipo para el área central de la Contestania (Grau, 2010; Grau y Amorós, 2013) que nos sirven como
punto de partida para nuestra investigación, ya que trataremos
de profundizar en diversos aspectos, así como ampliar el abanico de prácticas rituales y estrategias analizadas.
El estudio de los patrones de asentamiento experimentó un
gran impulso con la renovación metodológica que supusieron
los Coloquios de Arqueología Espacial en los años 80 y donde
se atendió a la relación entre el poblamiento y los cambios en
la organización socioeconómica y política (Burillo, 1984). En
el área central de la Contestania este modelo de poblamiento
se caracteriza, a grandes rasgos, por su articulación en torno al
oppidum, poblados fortificados en altura y ubicados en emplazamientos estratégicos que favorecen el dominio del territorio
y el control de las comunicaciones, cuyas dimensiones oscilan
entre los 1’5 y las 3 ha. Dichos oppida controlan territorios
políticos que suelen coincidir con unidades geográficas bien
definidas en las que se encuentra compartimentado este paisaje montañoso. En este territorio se ubicarían también asentamientos secundarios dependientes del oppidum con una clara
vocación agrícola para una explotación más eficiente de los
recursos del entorno. Es importante señalar que dicho patrón
experimentará algunos cambios a lo largo del periodo cuando
en el s. III a.C. se configure una entidad territorial de carácter
comarcal presidida por la ciudad de La Serreta. No obstante,
iremos detallando en mayor medida estos procesos conforme
vayamos avanzando en nuestro discurso.
Los patrones de asentamiento, teniendo en cuenta también
el marco natural, constituyen uno de los mejores reflejos de las
relaciones sociales que articulan una determinada formación social, ya que en las formas de organización territorial se plasman
las relaciones jerárquicas, tanto homoárquicas, donde las posiciones de poder se ordenan verticalmente, como heterárquicas,
en la que las relaciones de poder ocupan posiciones variables.
En este análisis de los patrones de asentamiento, por otro lado
estudiados de forma muy detallada en nuestra área de estudio
(Grau, 2002; Moratalla, 2004), cabría integrar los lugares donde identificamos una mayor densidad ritual con el objeto de
proponer una lectura simbólica del espacio, siempre en íntima
relación con otros elementos de la sociedad como los aspectos
económicos, políticos y sociales (Grau, 2010: 103). Estos puntos especialmente significativos con una densidad ritual mayor
serán los espacios de consumo ritual, principalmente vinculados
a la esfera doméstica o a espacios al aire libre, las necrópolis, los
santuarios en cueva o los santuarios territoriales.
En la última parte de este trabajo, correspondiente a la síntesis, el paisaje se convierte en el hilo conductor del discurso,
a través de la evolución en la configuración de los territorios
ibéricos. De este modo, utilizamos un criterio que consideramos
más objetivo a la hora de establecer una división del tiempo
de los iberos, ya que creemos que se adecúa mejor a nuestros
planteamientos que la tradicional estructura evolucionista en
Ibérico Antiguo, Pleno y Final. En esta última parte ubicaremos
las prácticas rituales en el espacio y en el tiempo, analizando
por qué determinadas estrategias predominan en determinadas
etapas y no otras, al mismo tiempo que establecemos su relación
con una determinada estructura social y territorial. El punto de
inicio de este proceso sería una primera etapa entre el 700 y el
425 a.C. que hemos titulado como la génesis de una sociedad y
un paisaje; una segunda etapa entre el 425 y el 300 a.C. caracterizada por la consolidación del poder local; una tercera etapa
entre el 300 y el 200 a.C. que se caracteriza por la construcción
de territorios étnicos y proyectos político-territoriales de escala
comarcal y finalmente una cuarta etapa entre el 200 y el 10 a.C.
ya bajo dominio romano donde se produce la consolidación de
una sociedad ciudadana de carácter urbano.
15
[page-n-29]
[page-n-30]
3
El ritual de iniciación
El primero de los conjuntos de prácticas rituales que analizaremos desde el punto de vista ideológico es lo que los antropólogos han denominado tradicionalmente como ritos de paso,
aunque nosotros nos centraremos esencialmente en lo que se
conoce como ritos de iniciación y que serían un subconjunto
de este tipo de prácticas. Uno de los hitos en relación con la
investigación de este tipo de prácticas rituales lo encontramos
en la obra de A. van Gennep Los Ritos de Paso en una fecha tan
temprana como 1909. En este trabajo de carácter antropológico
y basado en datos de tipo etnográfico se plantea una estructura
para los ritos de paso que, aún a día de hoy, resulta del todo útil
para su comprensión. La atención hacia este tipo de cuestiones
ha tenido gran importancia en la investigación antropológica
posterior donde debemos destacar la obra de V. Turner El proceso ritual (1969) que aborda esta cuestión desde posiciones
estructuralistas o la obra titulada Initiation de J. S. La Fontaine,
centrada exclusivamente en este tipo concreto de rituales de
paso. También se han abordado este tipo de cuestiones desde
el punto de vista de la historia antigua y la arqueología, especialmente para el mundo clásico en trabajos como Formas
de pensamiento y formas de sociedad en el mundo griego. El
cazador Negro de P. Vidal-Naquet (1983), entre otros (Whatelet, 1986; Dowden, 1989; Moureau, 1992; Petterson, 1992).
Para el ámbito itálico cabría destacar los trabajos de M. Torelli
(1984; 1990). Por otra parte, es destacable la relación que se ha
propuesto entre cuevas santuario e iniciación en el mundo ibérico (González-Alcalde y Chapa, 1993; Grau y Amorós, 2013)
cuestión que analizaremos en profundidad a lo largo de nuestra
investigación, así como también son interesantes las propuestas
de C. Rueda sobre la existencia de diversos grupos de edad en
la sociedad ibérica y su relación con los ritos de paso (Rueda, 2011; 2013). Por supuesto, no hemos querido realizar aquí
una relación exhaustiva de todos los trabajos que han tratado
el tema de los ritos de paso y únicamente queríamos presentar
algunos ejemplos que pueden resultar significativos.
La vida de los individuos en una sociedad está compuesta
por una serie de etapas consecutivas cuyos finales y comienzos
forman conjuntos del mismo orden que se vinculan a determinadas ceremonias o rituales que tienen por objeto hacer que el
individuo pase de una situación determinada a otra igualmente
determinada (Gennep, 2008: 15-16). Dicho de otro modo, los
ritos de paso serían aquellas prácticas rituales que acompañan
todo cambio de lugar, estado, posición social y edad, entendiendo por estado cualquier tipo de condición estable o recurrente
culturalmente reconocida (Turner, 1988: 101). Estos cambios
de estado suponen, en cierto modo, una perturbación de la vida
social de la comunidad por lo que uno de los objetivos de estos rituales sería la amortiguación de esta inestabilidad causada
por el cambio mediante el desarrollo de unas prácticas rituales
rígidamente estructu radas y pautadas. Estas prácticas se convierten en una ritualización de las etapas del ciclo vital y del
aprendizaje de la vida social. Van Gennep propone un esquema
básico para los ritos de paso compuesto por tres fases bien diferenciadas (Gennep, 2008: 24-27). En primer lugar, encontramos
los ritos de separación o preliminares que expresan simbólicamente el alejamiento del individuo o grupo del estado anterior.
A continuación, se producen los ritos de margen o liminales que
se caracterizan por una cierta ambigüedad respecto a la condición del individuo que se encuentra en una situación entre dos
esferas o estados sociales. Finalmente, se desarrollan los ritos
de agregación o postliminares cuyo objetivo es la reintegración
del individuo en la sociedad con un nuevo estatus o condición.
Los ritos de iniciación son un tipo concreto de rituales de
paso relacionados con la edad de los individuos y que en la mayoría de los casos suponen la separación del mundo asexuado
para, posteriormente, reintegrarse en el mundo sexual. Se trata
de un momento crucial para la vida social del individuo ya que
supone su introducción activa en la sociedad, la asunción de la
función plena que le corresponde en la vida de la comunidad,
asumiendo una serie de roles esenciales para el mantenimiento
17
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y la reproducción de la estructura social. En el mundo ibérico
se asume que la iniciación masculina tendría como finalidad
principal la formación de jóvenes guerreros, mantenedores y
procreadores de la sociedad mientras que la iniciación femenina estaría relacionada con la preparación para el matrimonio
y posterior maternidad (Moneo, 2003: 395). No obstante, este
tipo de afirmaciones son generalidades que deberemos comprobar o refutar a través del análisis del registro arqueológico, así como tratar de dar respuesta a algunas cuestiones tales
como ¿todos se inician? ¿todos se inician igual o puede haber
un marco de diferenciación a través de ese ritual?
Los ritos de iniciación, que enmarcamos dentro del grupo
más amplio de los ritos de paso, están fuertemente estructurados
y pautados en una serie de etapas que suponen la muerte simbólica del neófito para poder renacer al final del proceso con otro
estatus dentro de la sociedad a la que pertenece. La primera fase
comprendería los ritos de separación respecto al estatus anterior
mediante prácticas como el abandono de determinados objetos
o indumentaria propios de su anterior condición, corte del cabello o cambio en el peinado… Tras ello, comenzaría la fase de
margen que podría implicar la reclusión en determinados lugares o el traslado a los límites del territorio comunitario como es
el caso de los criptos espartanos o los efebos atenienses, que desarrollaron estos ritos en las fronteras del territorio comunitario
(Vidal-Naquet, 1983). Finalmente, se desarrollarían los rituales
de agregación con la adopción de los atributos propios de su
nuevo estatus y su resurrección simbólica para volver a formar
parte de la sociedad. En el apartado correspondiente trataremos
de rastrear en lo posible la materialidad de estas prácticas.
Para alcanzar esos objetivos que nos hemos propuesto, en
primer lugar analizaremos, al igual que en los casos anteriores,
cómo se produce el proceso de materialización de la ideología
en estos contextos con el fin de poder reconocer las prácticas
rituales iniciáticas y dedicaremos una especial atención a las
cuevas-santuario, a nuestro parecer espacio iniciático. En este
sentido y de forma similar a como hemos propuesto para otros
ámbitos, analizaremos en primer lugar los materiales arqueológicos documentados en el registro tanto cualitativa como cuantitativamente. Existe una cierta variedad en cuanto a los materiales
documentados en las cuevas santuario, objetos que nosotros interpretamos en la mayoría de los casos como exvotos u ofrendas.
El volumen de ofrendas puede ser analizado desde el punto de
vista cuantitativo, aplicando el concepto de densidad ritual que
con el fin de establecer una primera clasificación basándonos en
la intensidad de uso de las cuevas y el ritmo de deposición de
exvotos a lo largo del tiempo. Asimismo, el análisis cuantitativo
de dichos exvotos nos permitirá reconocer las prácticas rituales
desarrolladas en el marco de las cuevas santuario y su vinculación a los rituales de iniciación tales como la libación de líquidos, la ofrenda de diversos productos contenidos en recipientes
cerámicos, la ofrenda de elementos de la indumentaria, reflejada
en la presencia de fíbulas, la posible oblación del cabello que se
puede inferir por la presencia de anillas de bronce, la celebración
de rituales de comensalidad, etc.
Ampliando nuestra escala de observación, la relación con el
entorno natural y cultural, es decir, con los rasgos geográficos y con
el poblamiento de sus entornos nos parece de especial relevancia,
pues estamos convencidos que las cuevas se incorporaron a un sistema complejo de relaciones que tenían en cuenta ambos aspectos
18
del territorio. Desde este punto de vista analizaremos la ubicación
de las cuevas-santuario, su morfología, su orientación, que puede
estar relacionada con patrones arqueoastronómicos, etc.
A partir de estos datos que nos proporciona el registro arqueológico podremos elaborar algunas interpretaciones de tipo
social y plantearnos algunas preguntas a las que trataremos de dar
respuesta. Antes de empezar este recorrido es necesario plantear
cuáles han sido, desde el punto de vista historiográfico, las aproximaciones a los ritos de iniciación en el mundo ibérico y que nos
sirven de punto de partida para nuestras propias propuestas.
3.1. UN RECORRIDO HISTORIOGRÁFICO SOBRE
LA INICIACIÓN EN EL MUNDO IBÉRICO
3.1.1. InIcIAcIón y cuevAs
Una de las propuestas que ha contado con un mayor seguimiento
en el ámbito de la investigación es la relación entre iniciación y
cuevas-santuario ibéricas propuesta en un primer momento por J.
González-Alcalde en diversos trabajos (González-Alcalde y Chapa, 1993; González-Alcalde, 1993; 2002). La relación entre cuevas
y ritos de iniciación es una constante en todo el mundo mediterráneo desde épocas remotas como es el caso de cuevas en el ámbito
del Egeo, ya desde época minoica, como la de Skotino, la de Kamares, la de Tsoutsouros, la de Hermes en Melidoni, la de Lera y la
de la Osa en Akrotiri, la de Hagia Phanéroménè o la de Stravomyti
(Faure, 1964). También resulta muy interesante la cueva de Dikté
o de Ida que ha sido considerada tradicionalmente como el lugar
de nacimiento, muerte, funeral y resurrección de Zeus además de
sede de la fratría de los Curetes muy vinculada a ritos iniciáticos de
clases de edad (Faure, 1964). En el ámbito itálico también podemos
encontrar ejemplos de cuevas relacionadas con ritos de iniciación
como la cueva de Pertosa, la del Agua, la del Rey Tiberio, la de
Frasassi, la cueva Lattaia o las cuevas relacionadas con la presencia
de fratrías de hombres guerreros como los lupercales o los Hirpi
Sorani (Moneo, 2003: 303- 304). No obstante, profundizaremos en
la cuestión de las cuevas-santuario ibéricas en sucesivos apartados
ya que se trata del elemento esencial de nuestra investigación.
3.1.2. InIcIAcIón y hermAnDADes guerrerAs
Otra propuesta interesante es la que pone en relación la iniciación con fratrías guerreras. En este sentido, M. Almagro-Gorbea
asocia los ritos iniciáticos ibéricos con la iuventus guerrera, cuyo
origen sitúa en la Edad del Bronce (Almagro-Gorbea, 1997).
Esta propuesta posee una estrecha relación con su concepción
de la evolución diacrónica del sistema sociopolítico ibérico que
comienza con la aparición de las monarquías orientalizantes basadas en el carácter sacro del rex en el s. VI a.C., evolucionando
hacia formas aristocráticas gentilicias de tipo heroico durante
los ss. V y IV a.C. Este tipo de aristocracias, inicialmente regias,
adquiriría en el s. IV a.C. la forma de una aristocracia donde el
componente guerrero tendría una importancia esencial, en un
proceso de creciente isonomía. Finalmente, la última etapa de la
sociedad ibérica estaría caracterizada por la aparición de formas
progresivamente urbanas (Almagro-Gorbea, 1996).
Asimismo, este autor señala la relación existente entre este
tipo de fratrías guerreras y la figura del lobo, el animal del Mas
Allá en la mitología indoeuropea, que simbolizaría la muerte ritual
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y el descenso al inframundo, de donde el guerrero resurgiría con
un nuevo estatus (Almagro-Gorbea, 1997: 115). La asociación del
lobo con la ideología guerrera podría también estar justificada por
ser un animal fuerte, astuto, valiente y que actúa en grupo siguiendo fielmente al jefe (Almagro-Gorbea, 1997: 107).
Sin embargo, Almagro-Gorbea no es el único que ha propuesto esta relación entre ritos iniciación y la figura del lobo, sino que
también ha sido analizada por J. González-Alcalde y T. Chapa
(1993) con numerosos ejemplos tanto en el ámbito griego como en
el ámbito itálico. En este tipo de ritos, el joven se sometía a una serie de pruebas, en una atmósfera distinta de la de su vida cotidiana,
que eran dirigidas en muchos casos por un sacerdote que adoptaba
una forma mixta convirtiéndose en “licántropo” u hombre-lobo
para lo que utilizaba máscaras y pieles de dicho animal (Moureau,
1992). Además, este tipo de ceremonias eran llevadas a cabo en
muchas ocasiones en el interior de las cuevas, refugio tradicional
de estos animales, como es el caso del santuario de Zeus Lykaíos
en el Monte Ida y otros casos similares en Chipre y Asia Menor
(Maluquer, 1981: 214-215). En el ámbito itálico destacan los hirpinos de la zona meridional de la península que también se identificaron con el lobo y cuyo ritual iniciático era llevado a cabo en
una cueva del Monte Soracte en honor al dios subterráneo Sorano.
Los oficiantes de este culto eran sacerdotes asociados al lobo y uno
de sus elementos más característicos es la danza que realizaban
con los pies descalzos pisando brasas (González Wagner, 1989).
En este mismo ámbito encontramos la fratría de guerreros de los
luperci en Roma, que llevaban a cabo sus ritos en la cueva del
Lupercal considerada como entrada al Más Allá.
Volviendo de nuevo al ámbito ibérico, una pieza clave para este
tipo de interpretaciones es la conocida como “Diosa de los lobos”,
una representación pintada sobre una urna ovoide, datada a finales
del s. III o inicios del II a.C. hallada en la cueva-santuario ibérica
de la Nariz en la Umbría de Salchite (Moratalla, Murcia). Según la
interpretación de estos autores (González-Alcalde y Chapa, 1993:
171-172) podemos ver a una figura femenina con un rostro muy
esquemático que podría estar representando una máscara, que se
encuentra de pie junto a un árbol y que levanta sus brazos, que son
representados como cuerpos de lobo, posiblemente porque están
cubiertos con la piel de este animal. Esta figura es flanqueada por
cuatro carniceros y se sitúa sobre una especie de mueble, que algunos investigadores interpretan como un brasero sobre cuyas ascuas
estaría saltando, poniendo en relación este rito con el que veíamos
anteriormente para los hirpi sorani, e interpretando a esta figura
como un sacerdote que oficia estos ritos de iniciación. No obstante,
recientes interpretaciones descartan la vinculación entre esta escena y la figura del lobo (Ocharan, 2013: 297-299), reinterpretando
la escena y vinculando a la “diosa” o figura alada femenina con las
aves, siendo este el tipo de animales que rodean a la figura central,
así como las figuras en que se convierten sus brazos. Otro argumento que tradicionalmente reforzaba la idea de la vinculación de
esta cavidad a la figura del lobo como es la presencia de un canino
atribuido a esta especie, ha sido rebatido ya que este diente pertenece en realidad a un lince, aunque seguiría existiendo una relación
con la figura más general del carnassier, independientemente de
la especie concreta. Sin embargo, más allá de este caso concreto,
en el mundo ibérico se documentan representaciones iconográficas
de lucha entre jóvenes y lobos que podrían representar de forma
simbólica diversos ritos de iniciación.
3.1.3. InIcIAcIón e IconogrAfíA
Otra de las formas de aproximación a la iniciación en el ámbito
ibérico es a través del estudio de la iconografía, asumiendo en las
imágenes cierta forma de representación. Esta línea de investigación ha sido especialmente explorada por R. Olmos en diversos
trabajos (Olmos, 2002; 2002-2003; 2010; Chapa y Olmos, 2004)
utilizando en muchas ocasiones la analogía con otras culturas coetáneas como la romana, la griega o la púnica cuyo conocimiento
es más amplio. Este tipo de estudios por analogía presuponen un
cierto paralelismo cultural en un mundo mediterráneo con estrechos vínculos entre las distintas sociedades, lo que permite suponer un tratamiento similar en estas culturas en relación con la
forma de representación de cuestiones relacionadas con los grupos de edad, aunque siempre debemos tener en cuenta las limitaciones de este tipo de aproximaciones, así como la matización de
determinados elementos (Chapa y Olmos, 2004: 45). En nuestra
área de estudio existen ejemplos muy interesantes de este tipo
de análisis que trataremos con mayor detalle más adelante, como
es el caso del ánfora ática de la Cova dels Pilars (Grau y Olmos,
2005) o el Vas dels Guerrers de la Serreta (Olmos y Grau, 2005),
donde aparecen claramente representados grupos de edad en escenas interpretadas como iniciaciones.
Del mismo modo nos parece muy sugerente la línea de investigación que, tomando como base los exvotos de bronce procedentes de los santuarios ibéricos de la Alta Andalucía, propone la
identificación de varios grupos de edad en el seno de la sociedad
ibérica. Esta interpretación fue propuesta en un primer momento
por L. Prados (1997) y ha sido desarrollada posteriormente por
C. Rueda en diversos trabajos (2011; 2013). La idea principal es
que el análisis iconográfico permite la comprensión de las estructuras religiosas ibéricas, ya que la imagen está condicionada
por una serie de códigos formales y simbólicos que nos permiten
conocer una serie de elementos tales como los protagonistas del
culto, el espacio en que se desarrolla, la praxis o desarrollo de
la práctica ritual y la gestualidad (Rueda, 2013: 345-353). La
valoración de los diversos atributos de las figuras de bronce ha
permitido establecer diferenciaciones entre grupos de edad, con
un primer tipo que representaría a jóvenes con una indumentaria ritual que se caracteriza por la presencia de cordones que se
ajustan a los hombros, se cruzan en la espalda y, en ocasiones se
unen en el pecho. En el caso femenino este elemento acompaña
a una túnica larga y ajustada y en el masculino presentan una
túnica corta que, a modo de pantalón se ajusta a las ingles. El
gesto que presentan estas figuras es el de la ofrenda de panes
o frutos, aunque en contadas ocasiones se puede acompañar de
signos de género como la paloma o el collar en el caso femenino
o la falcata en el masculino (Rueda, 2011: 120). También resulta
muy interesante la presencia-ausencia de un peinado de trenzas
que caen sobre el pecho acabando en dos grandes bolas o nudos
que ha sido interpretado como un signo ritualizado asociado a los
jóvenes (Izquierdo, 1998) y que puede estar relacionado, como
veremos, con el abandono de una serie de atributos íntimamente
relacionados con el cambio de estatus.
3.1.4. InIcIAcIón y pAIsAje
Por último, quisiéramos señalar la importancia que en los
últimos años está adquiriendo el análisis de la relación entre
ritos de iniciación y paisaje y que va a convertirse en uno de
19
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los ejes fundamentales de nuestro trabajo. En este sentido
es importante señalar el trabajo de François de Polignac La
naissance de la cité grecque. Cultes, espace et société, VIIIeVIIe siècles avant J.-C. (1984) que analiza la importancia de
los lugares de culto en la emergencia y consolidación territorial de las polis griegas. Este autor realiza una distinción
entre los espacios de culto propiamente urbanos cuya función
sería principalmente inclusiva, reforzando los vínculos comunitarios, y los espacios de culto periféricos, ubicados en
los confines del territorio. La función de estos últimos sería,
por una parte, la articulación entre el núcleo urbano y su territorio político y por otra, sancionar mediante un elemento
sacro los límites del territorio político frente a los vecinos,
así como el margen entre diversas esferas, la divina y la humana o la doméstica y la salvaje. En esta línea, también es
destacable el trabajo de I. Edlund The Gods and the Place:
Location and Function of Sanctuaries in the Countryside of
Etruria and Magna Graecia (700–400 B.C.) (1987) para la
península itálica.
Para nuestro ámbito de estudio concreto, el área central
de la Contestania, contamos con algunos trabajos que vienen
valorando la relación de estos espacios iniciáticos, concretamente cuevas-santuario, con zonas ubicadas en los límites del
espacio cotidiano, en los confines del territorio político del
oppidum (Grau, 2010a; Grau y Amorós, 2013). Todas estas
cuestiones relacionadas con el paisaje serán valoradas en profundidad al final de este capítulo.
3.2. RITUALES DE INICIACIÓN Y CUEVAS-SANTUARIO
EN EL ÁREA CENTRAL DE LA CONTESTANIA
3.2.1. hIstorIA De LA InvestIgAcIón
El tema de las cuevas-santuario ha sido tratado frecuentemente
en la historiografía sobre el mundo ibérico. La documentación
de materiales ibéricos en cuevas cabría remontarla a finales del
s. XIX e inicios del s. XX y muy relacionados con la geología
y la espeleología, cuya motivación no era tanto la de realizar un
estudio detallado de las cavidades sino simplemente catalogarlas. Durante la primera mitad del siglo hasta los años 70 no se
hará especial hincapié en el estudio de los materiales ibéricos
ni se propondrán interpretaciones significativas acerca de este
tipo de yacimientos. Será también en esta primera etapa cuando
se acuñe el término cueva santuario para hacer referencia a este
tipo de cavidades (Gómez Serrano, 1931).
Quizá deberíamos señalar el punto de inflexión a mediados de los años 1970 con el trabajo de M. Tarradell (1974) y
especialmente el estudio de M. Gil-Mascarell Sobre las cuevas
ibéricas del País Valenciano. Materiales y problemas publicado en el año 1975 y que sigue siendo una de las obras de referencia en este tipo de estudios. En este trabajo se clasifican las
cavidades con materiales ibéricos en cuevas-santuario y cuevas-refugio señalando los vasos caliciformes como elemento
muy significativo para la definición de las primeras y tratando
de vincularlas con el territorio en el que se insertan, así como
su relación con los asentamientos del entorno. También será
destacable la elaboración de cartas arqueológicas de carácter
comarcal y provincial dándose a conocer numerosas cavidades
de este tipo, así como otros trabajos de carácter regional como
20
El culto en cuevas en la región valenciana en el año 1976 de J.
Aparicio, relacionando estas cavidades sacras del País Valenciano con el mundo mediterráneo.
A partir de los años 90 proliferarán las publicaciones monográficas sobre algunas cuevas como las Cuevas del Puntal del
Horno Ciego en Villargordo del Cabriel (Martí Bonafé, 1990),
la Cueva Merinel en Bugarra (Martínez Perona, 1992), la Cova
de la Moneda en Ibi (Cerdà, 1996: 199-202), o la Cova dels
Pilars (Agres) (Grau, 1996a) entre otras, que permiten precisar las características del repertorio material de estas cavidades.
También debemos mencionar el trabajo de L. Abad en la que
supone una de las primeras aproximaciones a la relación entre el
poblamiento y los lugares de culto (Abad, 1987), donde propone
la conexión de las cuevas con varios poblados de su entorno, en
un radio de aproximadamente unos 10 km.
En esta década encontramos también estudios de carácter
más global como los trabajos de J. González-Alcalde Las cuevas santuario ibéricas en el País Valenciano: un ensayo de interpretación (1993) o su tesis doctoral Las Cuevas Santuario y
su incidencia en el contexto social del Mundo Ibérico (2002)
donde además de la síntesis de las evidencias, se plantea la relación de este tipo de cavidades con rituales iniciáticos. Siguiendo esta línea de síntesis, debemos referirnos al trabajo Religio
Ibérica (2003) de T. Moneo cuyo compendio revisa todas las
formas de manifestación religiosa en el mundo ibérico. En el
apartado dedicado a las cuevas-santuario, de nuevo realiza el
ejercicio de síntesis de las evidencias conocidas.
En los últimos años se vienen valorando algunas cuestiones
novedosas en el estudio de estas cuevas-santuario que, a nuestro
parecer, debe atender al estudio contextual, la revisión de campo
y a la exploración de nuevos temas, como la relación con el paisaje y el sistema de asentamiento en que se integran o la existencia
de variaciones en los rituales y prácticas vinculados a las cavidades. En este sentido cabría destacar el estudio de la Cueva del
Sapo en Chiva, abordado desde una perspectiva interdisciplinar
(Machause et al., 2014). También ha sido explorado el fenómeno
desde el punto de vista de la Arqueología del Paisaje en el caso
de la Cova dels Pilars en Agres (Grau y Olmos, 2005: 49-77)
o el estudio de la Cova de l’Agüela en Vall d’Alcalà (Amorós,
2012: 51-93). Asimismo, hemos valorado también la relación de
las cuevas-santuario del área central de la Contestania con la delimitación simbólica del territorio político de diversos oppida,
así como su vinculación a espacios liminales asociados a ritos
de iniciación (Grau y Amorós, 2013). No podemos concluir este
apartado sin citar la reciente tesis doctoral de S. Machause Las
cuevas como espacios rituales en época ibérica. Los casos de
Kelin, Edeta y Arse (2017), que supone sin duda el estudio más
completo sobre cuevas-santuario ibéricas hasta la fecha.
3.2.2. eL regIstro ArqueoLógIco
El primer paso a la hora de tratar de aproximarnos al estudio de
los rituales de iniciación en relación con las cuevas-santuario
ibéricas del área central de la Contestania, es presentar, de forma
detallada, el registro material que servirá de base sobre la que
asentar nuestras propuestas. Es importante aclarar que no queremos decir con ello que en las cuevas-santuario se practicaran
exclusivamente rituales relacionados con la iniciación, sino que
pudieron tener cabida muchos otros. Respecto a la variabilidad
en el fenómeno, algunos casos semejantes en el Mediterráneo
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nos advierten del riesgo de generalizar los rituales en cuevas.
Valga como ejemplo el caso de las cuevas sagradas en la región
del Ática, uno de los ejemplos más concienzudamente estudiados en el mundo griego antiguo. Las 28 cavidades conocidas en
aquella región muestran un panorama muy complejo, con dedicaciones a variadas divinidades y emplazamientos espaciales
diversos. La conclusión principal es que las cuevas se dedican al
culto a las ninfas, pero también a otras divinidades, como Pan,
los dioses olímpicos y otras advocaciones, con al menos cuatro
usos rituales y formas de culto reconocidas (Pierce, 2006).
El estudio de las cuevas-santuario desde una visión de conjunto, a nuestro parecer, ha enfatizado lo que estos espacios
sacros tienen en común y ha obviado las particularidades del
registro. Además, la reiterada cita de menciones bibliográficas
no comprobadas en trabajos de campo, suele reproducir generalizaciones e incorrecciones. El resultado es la proliferación de
lugares comunes que no se sostienen tras una mínima revisión
directa de los datos. Por ejemplo, con inusitada frecuencia se cita
la dificultad de acceso a las cuevas y los recorridos intrincados y
laberínticos, que no dudamos que existan, pero que no es ni mucho menos el modelo predominante y paradigmático. Por tanto,
creemos que el análisis de las cuevas-santuario, debe atender al
estudio contextual, la revisión de campo y a la exploración de
nuevos temas, como la relación con el paisaje y el sistema de
asentamiento en que se integran o la existencia de variaciones en
los rituales y prácticas vinculados a las cavidades.
Cuando nos aproximamos al registro material presente en
este tipo de cavidades de uso ritual, la primera consideración
que debemos valorar es la fiabilidad del registro arqueológico.
Las cuevas han sido un lugar utilizado de forma recurrente a lo
largo de la historia, siendo empleadas como lugar de hábitat,
como ámbitos de actividades económicas, especialmente relacionadas con el pastoreo, o como espacios de carácter ritual.
Esta ocupación continuada en el tiempo da lugar a numerosas
alteraciones postdeposicionales que afectan a la calidad del registro arqueológico. Si a ello añadimos el hecho de que con
frecuencia los materiales presentes en estas cuevas no han sido
recuperados siguiendo una metodología arqueológica, salvo
contadas excepciones, nos encontramos con limitaciones de
la información que debemos tener en cuenta. La pérdida de la
información del contexto arqueológico inmediato del registro
material recuperado en este tipo de cavidades ha dado lugar
en muchos casos a estudios que se centran básicamente en la
descripción de las características físicas de la cueva y en una
enumeración de materiales recuperados. No obstante, creemos
que la pérdida de documentación no nos debe llevar a renunciar
a la valoración de los materiales de diversas épocas que encontramos en las cavidades rituales.
Centrándonos en el área de estudio objeto de nuestra investigación, las comarcas del norte de la actual provincia de Alicante,
nos encontramos con un amplio número de cavidades catalogadas como cuevas-santuario ibéricas, concretamente 17, aunque
nuestra propuesta difiere ligeramente, como iremos viendo, de
la última recopilación (González-Alcalde, 2002-2003b). Este
conjunto presenta una gran variabilidad en cuanto a sus características morfológicas y registro material recuperado. Es importante señalar que partimos de la hipótesis de que la actividad
ritual en todas ellas no debió ser necesariamente la misma y
puede establecerse una primera clasificación en función de sus
prácticas rituales. Por ello, hemos optado por una diferenciación
en cuanto a intensidad de uso que podemos inferir a partir del
registro material recuperado. Una de las características básicas
de estos espacios sacros es la repetición del ritual siguiendo
pautas formalizadas, por lo que tratamos de medir o cuantificar esa actividad a partir del número de piezas del mismo tipo
presentes en el registro arqueológico. Esta intensidad de uso es
lo que se conoce en la antropología como densidad ritual (Bell,
1997: 173-209) que podemos analizar tanto diacrónicamente,
en qué periodo son más usadas las cuevas, y cuantitativamente,
cuáles fueron más frecuentadas, lo que nos permite establecer
una cierta gradación en el espacio y en el tiempo.
Por tanto, podemos decir que el elemento cuantitativo va a
ser esencial en nuestro análisis a la hora de valorar el uso de estas
cavidades por parte de las comunidades ibéricas, existiendo un
elemento común a todas ellas como es la repetición constante y
recurrente en la deposición de una determinada forma, ya sea el
vaso caliciforme o las ollas de cocina, que se asocia a una práctica ritual reiterada en decenas de ofrendas y que nos permite
distinguir seis cuevas del conjunto. Con ello no queremos decir
que las restantes cavidades con vestigios materiales connotados
ritualmente no fueran cuevas-santuario, que posiblemente lo
fueron, pero las escasas piezas recuperadas, siempre menos de
una docena, señalarían una frecuentación ritual esporádica. Nos
estamos refiriendo a 12 cuevas en las que los materiales, a lo
sumo, nos indicarían repertorios ambiguos o episodios puntuales
de uso. A pesar de que vamos a analizar detalladamente seis de
ellas, sería conveniente repasar sucintamente el resto, siguiendo
la clasificación y catalogación de las mismas como cueva-santuario por J. González-Alcalde (2002-2003b: 63-75) para justificar el hecho de que no las hayamos incluido en nuestro estudio
por las dudas que nos plantean.
La Cova de les Calaveres (Gil-Mascarell, 1975: 296), en
primer lugar, no presenta evidencias que permitan adscribirla al
grupo de espacios sacros de época ibérica ya que apenas se conocen materiales para época ibérica más que una vaga alusión a
cerámicas y fusayolas que ni siquiera se conservan. La Cova de
les Cendres de Moraira (Llobregat, 1974: 132; Gil-Mascarell,
1975: 299) ofrece un registro de varias piezas ibéricas como un
vaso caliciforme, platos de borde vuelto, una boca de oinochoe,
un plato de imitación de una forma ática de barniz negro L.21,
una tapadera con decoración vegetal, así como un borde de la
forma L.2 en Campaniense B, nada que nos indique no pudo
ser utilizada como un refugio. La Cova de les Rates de Moraira (Llobregat, 1974: 132; Gil-Mascarell, 1975: 299) presenta
un lote de cerámicas de almacenaje, ollas, ánforas y vajilla de
mesa, entre la que se incluyen algunos fragmentos de caliciformes, un vaso de borde vuelto y un par de vasos de Campaniense B de la forma L.2, conjunto que más bien sugiere un uso
doméstico. La Cova dels Coloms d’Altea (Gil-Mascarell, 1975:
299-300) se caracteriza como santuario sin conocer los detalles de su repertorio ibérico. En La Cova de l’Or de Beniarrés
(Gil-Mascarell, 1975: 296) únicamente se ha detectado un fragmento decorado con un motivo posiblemente vegetal, aunque
también se ha identificado, creemos que problemáticamente,
con un pez, por lo que su catalogación como cueva-santuario
es más que dudosa. En La Cova del Conill de Cocentaina (Pascual, 1987-1988: 134-138) aparecen materiales de cronología
variada, y únicamente existen algunos fragmentos ibéricos sin
21
[page-n-35]
Fig. 3.1. Localización del área de estudio con las cuevas santuario analizadas. 1: Cova de la Moneda; 2: Cova dels Pilars;
3: Cova de l’Agüela; 4: Cova Fosca; 5: Cova Pinta, 6: Cova de la Pastora.
especificar. La Cova del Moro (Muro) ha proporcionado un pequeño conjunto de una decena de vasos caliciformes, junto a
fragmentos de cerámica de cocina y pintada (Grau Mira, 2002:
298), lo que llevaría a deducir un uso ritual semejante al de
otras cuevas. No obstante, el reducido número de piezas hablaría de un uso ritual esporádico. La Sima de les Porrasses de
Onil (Gil-Mascarell, 1975: 297) ha proporcionado un conjunto
escaso y variado de cerámicas ibéricas, entre las que se incluyen un ánfora, un lebes y fragmentos de cerámica pintada, al
igual que La Cova del Tormet (Onil) (Cerdà, 1983: 82), por lo
que podríamos catalogarlas mejor como cuevas-refugio. Semejante repertorio ofrece La Cova del Cantal de Biar, con escasos materiales ibéricos, básicamente fragmentos informes, que
acompañan vestigios de otros periodos (López Seguí, García
Bebiá y Ortega, 1990-91). Por último, La Cova de les Dames
de Busot ha proporcionado un fragmento ánfora ibérica, una
olla, informes de cerámica común, pintada y a mano, al menos
tres caliciformes, un fragmento de L. 21 de barniz negro ático,
tres de Campaniense A, dos bordes de páteras de barniz rojo de
origen púnico y una fíbula anular de bronce (Grau y Moratalla,
1999: 199; Moratalla, 2004: 443-444; López y Valero, 2003).
Estas piezas pueden sugerir ofrendas, especialmente de piezas
de importación, pero en una cadencia poco intensa.
Frente a estos conjuntos poco definidos y escasos, distinguimos seis cavidades cuyos materiales son abundantes y destacados, lo que nos permite una diferenciación en cuanto a la
intensidad de uso. Las seis cuevas-santuario que presentamos a
continuación y sobre las que basaremos nuestras hipótesis para
22
el área central de la Contestania son La Cova de la Moneda
(Ibi), La Cova dels Pilars (Agres), La Cova de l’Agüela (Vall
d’Alcalà), La Cova de la Pinta (Callosa d’en Sarrià), La Cova
Fosca (Ondara) y La Cova de la Pastora (Alcoi) (fig. 3.1).
Cova de la Moneda (Ibi)
La Cova de la Moneda se ubica en el sector sudoccidental
de la Serra de Biscoi en una zona de ladera y a unos 1020
m.s.n.m. Esta sierra se encuentra al norte de la Foia de Castalla sobre la que tiene un amplio dominio visual, ubicándose
también en un área cercana a la vía que comunica esta unidad geográfica con la Vall de Polop. Se trata de una cavidad
conocida desde los años 1970 (Olcina Climent, 1973: 184;
Berenguer, 1977: 40) que ha sido objeto de diversos estudios.
F. Cerdà la incluye en su estudio de la carta arqueológica de
la Foia de Castalla donde habla de la presencia de algún caliciforme y de cerámica ibérica de cocina, clasificándola como
una cueva-santuario, además de restos pertenecientes a la
Edad del Bronce (Cerdà, 1983: 82-83). Posteriormente, este
mismo autor amplía su estudio con un lote de varios caliciformes más (Cerdà, 1996) y fragmentos de cerámica fina ibérica,
en algunos casos con decoración pintada, siempre de carácter
geométrico, pertenecientes a diversas formas tales como platos, un cuenco o una jarra (Cerdà, 2004: 246). También han
sido objeto de estudio los materiales más antiguos, pertenecientes a un posible ajuar funerario del Neolítico II de finales
del IV o inicios del III milenio a.C. propio de una cavidad de
inhumación múltiple (Fairén y García, 2004: 212).
[page-n-36]
Fig. 3.2. Planta y secciones de la Cova
de la Moneda (elaboración a partir de la
topografía de M. Monleón).
La cueva se encuentra ubicada en una zona de difícil acceso en la vertiente meridional de la Serra del Biscoi. Presenta
una boca de entrada de 4 m de ancho, aunque taponada en su
mayor parte una serie de rocas caídas que reducen su acceso a
una abertura de 1 m de ancho por 1 m de alto. Ya en el interior,
nos encontramos con una sala de unos 10 x 9 m y una altura
en la mayor parte de la misma de 1’5- 2 m, aunque en la parte
izquierda llega hasta los 10 m. Al fondo de dicha sala encontramos una sima de poco más de medio metro de anchura y
de la que desconocemos su profundidad (fig. 3.2). El material
arqueológico fue documentado en un área de 35 m2 mientras
que en el resto de la cavidad aflora la roca natural, aunque el
registro se halla muy alterado por las acciones clandestinas.
El registro arqueológico de la Cova de la Moneda se divide
en tres lotes fruto de diversas intervenciones no sistemáticas
que han alterado en gran medida la estratigrafía, por lo que la
calidad de la información es muy poco fiable. El primer lote se
encuentra en el Museo Arqueológico Municipal Camil Visedo de Alcoi cuyos materiales fueron depositados por el propio
Camil Visedo en 1945, por J. Faus Cardona en 1977 y por M.
Monleón en 1981. El segundo lote de materiales se halla en el
Archivo Histórico Municipal de Ibi,1 procedentes de la colección de J. Sánchez Pérez y de un lote depositado en la Casa
1
Agradecemos a María José Martínez Tribaldos y a José Lajara Martínez el acceso a los materiales depositados en el Archivo Municipal de Ibi.
de la Cultura. Finalmente, encontramos otro lote depositado
en 2001 por un donante anónimo en el Museo Arqueológico
Provincial de Alicante.
Pasamos ya a valorar detalladamente los materiales que hemos revisado para nuestra investigación. Los materiales más antiguos están compuestos por un conjunto de materiales que remiten
a un contexto del Neolítico IIB que podemos relacionar con un
ajuar propio de una inhumación múltiple y datado entre finales
del IV e inicios del III milenio a.C. Se trata de dos pequeños
cuencos hemiesféricos sin decoración, un fragmento de lámina
retocada, una punta de flecha foliácea con retoque plano bifacial
cubriente y varios colgantes elaborados sobre Cerastoderma edule, canino de suido y cuerno de Capra pyrenaica (García y Fairén, 2004: 212). Este conjunto de materiales estaría relacionado
con los restos óseos seguramente humanos documentados en la
cueva, como son una clavícula, una vértebra y un fragmento de
hueso largo sin que podamos proponer una datación absoluta. La
siguiente fase de uso documentada en el registro arqueológico es
la perteneciente a la Edad del Bronce representada por un lote de
17 individuos de cerámicas globulares y hemiesféricas a mano
tanto de almacenamiento como algún vaso de pequeño tamaño.
No obstante, muchos de ellos podrían estar adscritos al conjunto
de ajuar neolítico que hemos visto anteriormente. Cabe destacar
la presencia de un fragmento de borde con decoración incisa a
base de triángulos que parten de líneas horizontales y otro fragmento de borde con una decoración similar incisa y puntillada,
muy similares a cerámicas del Bronce Final documentadas en la
Cova Bolumini (Lorrio, 1996).
23
[page-n-37]
Para época ibérica encontramos un interesante conjunto
de materiales relacionados con su uso como cueva-santuario.
Uno de los elementos más característicos de este tipo de espacios sacros, al menos en esta zona, son los vasos caliciformes
de cerámica fina gris (A.III.4)2 de los que contamos con un
número mínimo de individuos de 19 (fig. 3.3: 1-6). Se trata de
vasos de pastas muy depuradas de color gris, diámetros de la
boca entre 8 y 11 cm, algunos con orificios precocción en la
zona del borde, la mayoría con tratamiento alisado y otros bruñidos en su cara externa y con perfiles tanto globulares como
en S y carenados. Es importante señalar que todos ellos presentan perfiles poco profundos y muy achatados, característica
propia de los caliciformes de las fases más antiguas como son
los ss. V y IV a.C. (Sala, 1997: 115).
El siguiente elemento más abundante, y también muy característico de este tipo de cuevas, son las ollas de cocina de
cerámica ibérica tosca (B.1.2). Se documentan 37 individuos
todas ellas con perfil globular, bordes salientes y labios con
formas diversas (moldurados, cuadrangulares, subtriangulares y redondeados) (fig. 3.3: 10-15). Finalmente, también se
han identificado restos de cerámica ibérica pintada como un
fragmento de borde y cuello de una botella (A.III.1) con decoración pintada a base de bandas (fig. 3.3: 7); un plato de
borde exvasado en forma de ala plana (A.III.8.1) con decoración pintada a base de líneas tanto en su cara externa como
interna (fig. 3.3: 9); una escudilla (A.III.8.3) con decoración
pintada geométrica y un cuenco (A.III.9) con decoración pintada a bandas, filetes y semicírculos concéntricos (fig. 3.3: 8).
También encontramos diversos fragmentos informes con decoración pintada de tipo geométrico y muy posiblemente pertenecientes a platos o páteras. Este tipo de decoración es muy
característica de contextos del s. IV a.C.
Ya para finalizar, cabe señalar la presencia de materiales
que nos indican una frecuentación posterior de la cueva, aunque mucho menos intensa como son una lucerna de época romana, un fragmento de ataifor islámico o una jarra de época
medieval o moderna.
Cova dels Pilars (Agres)
La Cova dels Pilars se ubica en la vertiente meridional de la
Valleta de Agres, importante vía de comunicación que enlaza
los Valles de Alcoi y las estribaciones orientales de la Meseta.
La cavidad se localiza a media ladera de la falda septentrional
de la Sierra de Mariola y se orienta hacia el sector central del
corredor fluvial, a unos 820 m.s.n.m. Se trata de una cavidad
conocida desde antiguo cuyas primeras exploraciones fueron
llevadas a cabo por Camil Visedo en las primeras décadas del
s. XX, quien habla de la existencia de materiales ibéricos (Visedo, 1959: 74). Los materiales conocidos tienen su origen en
diversas actuaciones no sistemáticas por parte de aficionados o
del Centre d’Estudis Contestans a partir mediados de los años
1970, cuyos miembros llevaron a cabo diversas prospecciones,
el levantamiento topográfico y el almacenamiento de buena
parte de los materiales. Otro conjunto de cerámicas se encuentra depositado en el Colegio de los Padres Franciscanos de
2
24
Para la clasificación de las cerámicas ibéricas se ha utilizado la tipología elaborada por C. Mata y H. Bonet (1992).
Ontinyent y unos fragmentos en manos de un particular. Una
de las primeras referencias escritas a la cueva la encontramos
en el trabajo de Gil-Mascarell (1975: 296) donde la nombra
erróneamente como Cova de la Pileta y la clasifica como cueva-refugio. Posteriormente, se publicará una descripción más
detallada de las características morfológicas de la cueva, así
como del registro arqueológico (Segura, 1985), los materiales
de la Edad del Bronce (Pascual, 1990) y de las cerámicas griegas (Rouillard, 1991; García y Grau, 1997). No obstante, los
trabajos que más útiles nos resultan para nuestra investigación
son, por una parte, el estudio detallado de los materiales de
época ibérica que permiten catalogar el sitio como una cuevasantuario (Grau, 1996a) y por otra la publicación que incluye,
tanto un estudio en profundidad de la sugerente iconografía
representada sobre un ánfora ática como el análisis en clave
territorial de la cueva (Grau y Olmos, 2005).
En cuanto a su morfología, la cavidad presenta una profundidad de unos 35 m y se halla dividida por una gran roca que da lugar
a un estrecho corredor (fig. 3.4). Ya en el interior de la cavidad y
tras ascender un escalón se accede a una gran sala de 25 m por 10
m cuyo suelo está relleno de sedimento, lo que da lugar a una cierta
regularidad, salvo en algunas zonas donde emerge una gran colada estalagmítica. La cavidad es iluminada a través de tres orificios
sobre la visera del abrigo (Segura, 1984: 34). En lo que a época
ibérica se refiere, las escasas referencias existentes acerca de las
condiciones de los hallazgos nos indican que los materiales fueron
hallados formando depósitos entre las grietas de la parte más profunda de la cueva, por tanto, en un área muy localizada.
Con anterioridad al periodo que es objeto de nuestra atención
en este trabajo, encontramos materiales de época neolítica tales
como cerámicas cardiales, momento al que se han adscrito también los restos humanos documentados en una grieta de la cavidad
(Pascual, 1986). También se documentan algunos restos cerámicos
pertenecientes a la Edad del Bronce (Pascual, 1990).
Centrándonos ya en época ibérica encontramos un amplio
conjunto de materiales que resultan muy interesantes a la hora
de valorar la posible funcionalidad de esta cavidad como espacio sacro. La evidencia más antigua corresponde a un pequeño
fragmento de borde de ánfora fenicio-occidental procedente
del sur peninsular correspondiente al tipo Ramon 10.1.1.1 –
10.1.2.1 y datado entre los ss. VII-VI a.C. También entre las
cerámicas de importación y que consideramos como una de las
piezas más interesantes del conjunto destaca un ánfora griega de figuras rojas perteneciente al llamado tipo A (fig. 3.5:
1) y con una cronología de 470-460 a.C. en la que aparecen
varios motivos figurados que han sido detalladamente estudiados (Grau y Olmos, 2005: 49-77) y a los que volveremos más
adelante cuando hablemos de los rituales de iniciación propiamente dichos, ya que presenta una iconografía muy sugerente
para nuestras propuestas. Otros materiales de importación de
origen más tardío corresponden a un fragmento muy deteriorado de una copa ática de figuras rojas del pintor de Viena
116 y un borde plano posiblemente perteneciente a un plato
de pescado. En barniz negro ático se ha documentado un fragmento de kantharos de borde moldurado (fig. 3.5: 3), un borde de crátera de campana muy deteriorado (fig. 3.5: 4) y tres
fragmentos correspondientes a un cuenco de borde vuelto al
exterior perteneciente a la forma Lamb. 22 con decoración impresa de palmetas, un círculo de ovas y otra banda de palmetas
enlazadas en el exterior (fig. 3.5: 2). Todo este conjunto puede
[page-n-38]
Fig. 3.3. Materiales de la Cova de la Moneda.
25
[page-n-39]
Fig. 3.4. Planta y secciones de la Cova
dels Pilars (elaboración a partir de Grau,
1996a: fig. 2).
datarse en el s. IV a.C. Finalmente, se documenta un fragmento de borde de cerámica Campaniense A correspondiente a una
pátera Lamb. 27 datado a finales del s. III o s. II a.C.
La cerámica ibérica está representada por restos fragmentarios de cerámica común que deben corresponder a grandes recipientes de almacenaje y transporte como tinajas y ánforas. En
cerámica pintada aparecen varios recipientes de mediano tamaño
como un lebes (A.II.6.2) y dos tinajillas (A.II.2.2.1) decorados
con bandas, filetes y algunos trazos verticales (fig. 3.5: 5-7); dos
pequeñas páteras de borde recto (A.III.8.2) también con decoración pintada (fig. 3.5: 8-9) y un gran plato de ala curva y cuerpo de
perfil carenado (A.III.8.1) con base anular y decoración de bandas
y filetes con pintura bícroma (fig. 3.5:10). A diferencia de lo que
sucede en las otras cuevas analizadas, en ésta únicamente aparece
un fragmento de borde y cuerpo de cerámica gris correspondiente
a un vaso caliciforme (A.III.4) (fig. 3.5: 11). Es destacable que en
esta cueva-santuario el material más abundante no son los vasos
caliciformes sino las ollas globulares de cocina (B.1.2) de pastas
toscas, cocción reductora y desgrasante abundante y grueso que
está representada por más de 127 ejemplares de tamaño medio y
con bordes de variados perfiles (fig. 3.5: 22-27). Todo este conjunto de cerámicas ibéricas puede ser datado entre mediados del
s. V a.C. hasta mediados del IV a.C.
El registro material de esta cavidad se complementa con la
presencia de algunas piezas de metal. Se documenta un anillo
con chatón donde se ha grabado una figura antropomorfa muy
esquemática donde se han destacado las manos (fig. 3.5: 12) al
que debemos añadir otro de similares características que representaba dos pájaros enfrentados y con los picos juntos, hoy des26
aparecido (Grau, 199a6: 94). También se documentan 4 anillos
sencillos (fig. 3.5: 13-16), cinco brazaletes formados por hilos
de alambre de sección rectangular (fig. 3.5: 17-21) y fragmentos
de otros siete ejemplares, todo ello también en bronce.
Cova de l’Agüela (Vall d’Alcalà)
La Cova de l’Agüela se ubica en la unidad geográfica conocida
como Vall d’Alcalà, en la zona montañosa del norte de la provincia de Alicante. Se localiza en el sector oriental de dicho valle,
en una zona periférica en relación con los núcleos de población y
agreste conocida como Les Saltes, en la ladera del Barranc de la
Font de Saltes y a unos 760 m.s.n.m. Se trata de una cavidad prácticamente desconocida hasta hace pocos años cuando miembros
del Centre d’Estudis Contestans llevaron a cabo una recogida de
los materiales arqueológicos en su interior, cuyos materiales de
época ibérica fueron detalladamente estudiados (Amorós, 2012).
La cavidad presenta una planta estrecha y alargada de unos
17 metros de longitud cuya boca está perfectamente orientada
hacia el oeste (fig. 3.6). Presenta una boca de unos dos metros
de altura en la que destaca la presencia de un pequeño murete de
piedras de mediano y gran tamaño trabadas en seco y relacionado
posiblemente con usos posteriores de la cueva. Esta entrada se va
estrechando paulatinamente conforme nos vamos internando en la
cavidad, donde siguen apareciendo bloques de gran tamaño que
tienen su origen, seguramente, en el derrumbe del murete de la
entrada. La cavidad posee una cierta compartimentación de espacios en su estructura interna, lo que podría favorecer las prácticas
rituales, ya que permite pautar su desarrollo mediante el paso de
un espacio a otro, claramente diferenciados entre sí.
[page-n-40]
Fig. 3.5. Materiales de la Cova dels Pilars (elaboración a partir de Grau, 1996a).
27
[page-n-41]
Fig. 3.6. Planta y secciones de la Cova de l’Agüela (Amorós, 2012: fig. 13).
En primer lugar, nos encontramos con una zona entre la boca
y el primer estrechamiento de 1,5 m de altura y donde llega perfectamente la luz natural. Tras este “vestíbulo” se documenta un
segundo estrechamiento mucho más angosto que da paso a un espacio de unos 6 metros de largo por 2 de ancho por 2 de altura en
su parte más alta. Cabe señalar que el suelo de este espacio está
completamente cubierto de piedras de mediano y gran tamaño. Al
final de esta sala, encontramos un pequeño codo que da acceso a
la parte más interesante de la cueva ya que es donde se halló el
material arqueológico. Se trata de un estrecho corredor de unos 6
metros de longitud por 1 de anchura por 1,30 de altura. La base de
este corredor es una profunda grieta que dificulta el tránsito o tan
siquiera mantenerse en pie. Para habilitar la posibilidad de acceso
o utilización de la cavidad se rellenó la grieta con un buen número de dichas piedras de mediano tamaño y que están cubiertas por
el sedimento arqueológico que acoge los materiales de todas las
épocas, neolítica, del bronce final, ibérica y medieval islámica. De
ello se deduce que la preparación de la cavidad fue realizada en su
primer momento de utilización, que a tenor de los materiales debe
remontarse a época neolítica. En época ibérica la regularización de
la superficie favoreció el tránsito hacia la parte más profunda de la
cueva y el acceso a las hornacinas naturales existentes en las paredes de este corredor. Finalmente, en la parte más profunda, la cueva
se ensancha ligeramente hasta formar un espacio de unos 3,50 m
de longitud y 2,70 m de anchura donde encontramos numerosas
estalactitas y estalagmitas, así como una especie de pozo de 1, 90
m de diámetro cubierto de piedras con una profundidad de unos 2
metros, aunque parece que originalmente sería más profundo.
28
El registro material documentado en la cueva pertenece a
distintas épocas, habiéndose hallado cerámicas datadas en el
Neolítico Cardial (García Borja et al., 2012: 21-23), en el Bronce Final y en época medieval islámica aparte del conjunto cerámico perteneciente al período ibérico. Como ya ha sido dicho,
todas estas cerámicas aparecieron revueltas formando un paquete sedimentario sobre el paquete de piedras que forman el suelo
del estrecho corredor. Este nivel revuelto ha dejado constancia
de las frecuentaciones y usos de la cueva a través del tiempo,
pero el grado de fragmentación y la mezcla de materiales indican claramente que el depósito está profundamente transformado durante los usos más recientes de la cavidad.
A pesar de que los materiales fueron recuperados mediante
una recogida sistemática de los mismos y no mediante una intervención arqueológica, la forma de constitución del depósito, del
que podemos estar bastante seguros de que se trata de un conjunto cerrado, puede rastrearse con cierta claridad, especialmente
en lo que a época ibérica se refiere. Posiblemente en el primer
momento de uso de la cueva se colocaron muchas de las piedras que forman el suelo de este espacio, rellenando la estrecha
grieta natural que constituye la base del corredor. Las ofrendas
ibéricas en forma de recipientes cerámicos serían depositadas
en las zonas profundas en el interior de la cavidad, pero sin ser
arrojadas al pozo existente en la parte más recóndita quizá en las
hornacinas naturales que forman la pared norte del corredor en
este sector. Con el paso del tiempo y con los usos y remociones
llevados a cabo en épocas posteriores en el interior de la cavidad,
dichos recipientes cerámicos se fragmentarían y se incorporarían
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al estrato arenoso sobre el lecho de piedras y mezclándose con
los materiales de otras épocas. Otra posibilidad es que dichos
recipientes fueran rotos de forma intencionada durante el acto
ritual quedando sus fragmentos en el suelo de la cavidad.
El conjunto de materiales de época ibérica está compuesto por
71 vasos caliciformes (fig. 3.7: 1-11), 70 de ellos de cerámica fina
gris y uno de cerámica ibérica pintada siendo, con diferencia, la
forma con mayor presencia en el repertorio y que presentan perfiles poco profundos y achatados, por tanto, de cronología antigua
de los ss. V o IV a.C. En segundo lugar, también encontramos algunas formas pertenecientes a lo que podríamos considerar como
vajilla de mesa tales como un plato de ala (A.III.8.1) (fig. 3.7: 19),
cuatro páteras (A.III.8.2) (fig. 3.7: 17), tres de ellas de cerámica
fina gris y una de cerámica común, y tres cuencos (A.III.9) (fig.
3.7: 18, 20 y 21). Finalmente, se han documentado seis ollas de
cerámica ibérica tosca de cocina (B.1.2) (fig. 3.7: 12-16).
Cova de la Pinta (Callosa d’en Sarrià)
La Cova de la Pinta se ubica en ladera en el sector suroriental de
la Serra d’Aixortà en la margen derecha de un barranco junto a la
cuenca del río Guadalest y a unos 300 m.s.n.m. Las primeras referencias a esta cavidad se las debemos a E. Llobregat quien da noticia de unas prospecciones realizadas por el Centro Excursionista de
Alicante bajo la dirección de J. Carbonell en las que se hallan restos
fragmentados de cerámica ática de barniz negro, cerámica ibérica
gris como vasos caliciformes y otros restos de cerámica ibérica,
todo ello fragmentado en el interior de un manantial subterráneo
(Llobregat, 1972: 110; 1974: 132). La siguiente referencia es de M.
Gil-Mascarell que la incluye en su inventario de cuevas-santuario
ibéricas y realiza un inventario y dibujo de los materiales conocidos, publicando también la planimetría de la cavidad (Gil-Mascarell, 1975: 315-320). Posteriormente, los materiales de importación
de barniz negro ático hallados en la Cova de la Pinta fueron incluidos en dos estudios de carácter más general (Rouillard, 1991;
Sala, 1995: 200-201). Finalmente, J. Moratalla aborda en su tesis
doctoral una nueva revisión de esta cueva dando noticia también de
una nueva intervención en 1991 en la sala de entrada a cargo de D.
Robey que documentó un repertorio ibérico muy escaso, aunque
sí de perduraciones en el uso de la cavidad de carácter medieval,
moderno y contemporáneo (Moratalla, 2004: 528-531).
La boca de la cueva está constituida por una boca de forma
triangular de 3.50 m de anchura por 2.30 m de altura. Tras ella encontramos una primera sala con unas medidas 10 x 10 m a partir de
la que surge un pasillo al oeste que desemboca en una gran sala de
unos 20 x 9 m repleta de numerosos bloques caídos conocida como
sector II. Al norte de esta sala y a un nivel inferior encontramos el
sector IV y el sector III, formados por salas de menor tamaño y
numerosos corredores, caracterizados por la presencia de formaciones estalagmíticas y gourgs o antiguos manantiales donde se
halló el material arqueológico. De estos espacios principales parten
numerosos corredores y gateras que dan acceso a otras salas, lo que
da a la cavidad un aspecto laberíntico (fig. 3.8).
Los materiales más antiguos documentados en la cavidad
corresponden a un conjunto de una docena de fragmentos cerámicos a mano, uno de ellos con decoración peinada que podría
datarse en el Neolítico Final (Moratalla, 2004: 531). En cuanto
al repertorio ibérico se documentan ocho vasos caliciformes de
cerámica fina gris que, al igual que en los casos anteriores, presentan unos perfiles propios del Ibérico Antiguo o principios de
época plena (fig. 3.9: 1-6 y 11-17). También se halló una tinaja de labio moldurado (A.I.2) con restos de decoración pintada
(fig. 3.9: 9), una escudilla (A.III.8.3) (fig. 3.9: 8) y una copita de
borde entrante de cerámica gris (A.IV.3) (fig. 3.9: 7).
Junto a la cerámica ibérica, también se documentó un interesante conjunto de cerámicas de importación en barniz negro
ático. El conjunto está compuesto por tres saleros correspondientes a la forma Lamb. 24 con una cronología en torno al 350
a.C.; un bolsal con decoración de palmetas impresa en el fondo
interno datado en la segunda mitad del s. V a.C. y finalmente,
tres copas, una de ellas del tipo Cástulo o inset-lip datadas también en la segunda mitad del s. V a.C.
Cova Fosca (Ondara)
La Cova Fosca se ubica en el sector suroriental de la Serra de Segària y orientada hacia el sureste, dominando la llanura litoral, así
como el corredor por el que discurre el río Girona que constituye
una importante vía de comunicación de las zonas costeras con
el interior. La cueva se sitúa donde termina la ladera más suave
de la montaña para dar paso a zonas mucho más escarpadas y a
unos 180 m.s.n.m. Esta cavidad fue prospectada por H. Breuil en
1913 y posteriormente por C. Visedo, quien depositó los materiales hallados en el Museu Arqueològic d’Alcoi. Asimismo, se han
producido diversas actuaciones que no han seguido una metodología arqueológica por parte de grupos espeleológicos locales que
recogieron abundantes vasijas, páteras y vasos caliciformes. M.
Gil-Mascarell incluyó esta cavidad en su lista de cuevas-santuario
del País Valenciano (Gil-Mascarell, 1975: 315).
Pasando a la descripción morfológica, la cueva presenta una
entrada en forma de gran arco que da paso a una primera estancia de 8 m de profundidad, 5 m de anchura y 6 m de altura,
perfectamente iluminada de forma natural. Al fondo de esta sala
se abre una segunda boca de 1.40 m de anchura y 1.10 m de
altura que da entrada a una galería con una anchura de unos 6
m y alturas de entre 2 y 3 m y con un recorrido lineal de unos
de 40 m. A partir del tramo final de la gran galería surgen toda
una serie de corredores de difícil acceso y que dan también un
aspecto laberíntico a la planta de la cueva (fig. 3.10).
Desconocemos el lugar donde se hallaron los restos arqueológicos y únicamente hemos tenido acceso al lote depositado en el Museo Arqueológico Municipal Camil Visedo
de Alcoi. Tampoco tenemos constancia de usos de la cueva
anteriores ni posteriores al periodo ibérico que nos ocupa. En
cuanto a cerámica ibérica documentamos cuatro vasos caliciformes de cerámica fina gris de perfiles también antiguos (fig.
3.11:1-4), aunque Gil-Mascarell da noticia de un mayor número de ellos fruto de las intervenciones clandestinas llevadas
a cabo por aficionados (Gil-Mascarell, 1975: 315). También
se hallan cerámicas que podríamos adscribir dentro del grupo
de vajilla de mesa, tales como un plato de borde exvasado
(A.III.8.1) con decoración pintada (fig. 3.11: 6), una pátera
de borde reentrante (A.III.8.2) (fig. 3.11: 5), una botellita de
perfil globular (A.IV.1.1) (fig. 3.11: 9), una copita (A.IV.3)
(fig. 3.11: 7) y un tarrito (A.IV.5.2) (fig. 3.11: 8).
La cerámica de importación está representada por dos ejemplares de cerámica ática de barniz negro, como son un bol perteneciente a la forma Lamb. 21/25 (fig. 3.11: 11) y otro pequeño bol de la
forma Lamb. 24 o salero (fig. 3.11: 10). Es destacable el reducido
tamaño de gran parte de los vasos, tanto en cerámica ibérica como
de importación, que podríamos catalogar como microvasos.
29
[page-n-43]
Fig. 3.7. Materiales de la Cova de l’Agüela (Amorós, 2012).
30
[page-n-44]
Fig. 3.8. Planta y secciones de la Cova de la Pinta (elaboración a partir de topografía de R. Pla y F. Pavía).
Cova de la Pastora (Alcoi)
La Cova de la Pastora, también conocida como Cova dels Francesos, se ubica a unos 860 m.s.n.m. en la Partida del Regadiu
(Alcoi) y al sur de la unidad geográfica articulada por la cuenca
del río Serpis. La cavidad se localiza cerca de la cima de una
colina situada entre Els Plans y el Barranc de les Florències y
ha sido objeto de varias intervenciones arqueológicas en tres
momentos diferentes. Su descubrimiento se produce en 1934
por V. Pascual, agregado al Servicio de Investigación Prehistórica (SIP), llevando a cabo un sondeo en 1940, intervención
que se reanudará cinco años después con la codirección de los
trabajos por parte del propio Pascual y J. Alcácer, siendo clausurado dicho sondeo en 1950 (Aura, 2000: 52-55). Posteriormente, en 2008, O. García-Puchol (Universidad de Valencia) y
S. McClure (Pennsylvania State University) llevan a cabo un
reestudio de la cueva en el marco de un proyecto internacional
relacionado con la emergencia de las jerarquías sociales en el
Calcolítico y sus prácticas funerarias, que pone de manifiesto la
selección de materiales durante las excavaciones antiguas, descartando en buena medida el material cerámico (García-Puchol
y McClure, 2008a; 2010; García-Puchol et al, 2012). En cuanto a su morfología, la cavidad consta de una sala simple, a la
que se accede por una boca de 3 m de anchura y 2 m de altura
aproximadamente, orientada hacia el Este. Su interior, con unas
dimensiones de 13 por 5 m se encontraba casi completamente
relleno cuando se realizaron las primeras intervenciones (fig.
3.12) (García Puchol y McClure, 2008a; 2010).
Con anterioridad a la fase ibérica en la que centraremos nuestra atención en este trabajo, la cueva fue utilizada como espacio
funerario en tres momentos diferentes, es decir, durante el Neo-
lítico Final, Calcolítico y la Edad del Bronce (García-Puchol y
McClure, 2008; García-Puchol y McClure, 2010; McClure et al.,
2010 y 2011; García-Puchol et al., 2013). El repertorio correspondiente a época protohistórica se encuentra disperso en dos
colecciones, una parte depositada en el Museo de Prehistoria de
Valencia y otra, menos numerosa, se encuentra en la Universidad
de Valencia, y fue objeto de estudio por nuestra parte en fechas
recientes (Machause, Amorós y Grau, 2017).
En cuanto a cerámica ibérica, concretamente dentro del
grupo de transporte y almacenamiento, encontramos al menos
un individuo de ánfora (A.I.1) y uno de tinaja (A.I.2). Respecto a la vajilla de mesa, hemos documentado un fragmento pintado de la parte superior de un pie de copa (A.III.6), dos platos
de borde exvasado (A.III.8.1), uno de ellos con decoración
bícroma propia de los ss. V-IV a.C. (fig. 3.13: 4), y un ejemplar de pátera de borde reentrante (A.III.8.2) (fig. 3.13: 5), así
como una serie de fragmentos que pertenecen al menos a otros
cinco individuos sin que se pueda determinar el tipo concreto.
Muy interesante resulta el conjunto formado por las ollas de
cerámica de cocina (B.1), de las que se han documentado 32
individuos que suponen el 67 % (fig. 3.13: 5-9).
La cerámica de importación también se encuentra representada en el repertorio, con cuatro ánforas fenicio-occidentales del
tipo R1 o Ramon T.10.1.1.1 o T.10.1.2.1 (fig. 3.13: 1 y 2) con una
cronología de los ss. VII y VI a.C. y un bol de cerámica ática del
tipo Lamb. 22 (fig. 3. 13: 3) y una cronología de los ss. V y IV a.C.
El conjunto se completa con varios elementos metálicos
elaborados en bronce y que pensamos podrían corresponder a
la Edad del Hierro. Se trata de cuatro fragmentos de anillos,
cuatro fragmentos de aretes de alambre y un disco circular que
resulta de difícil interpretación.
31
[page-n-45]
Fig. 3.9. Materiales de la Cova de la Pinta (a partir de Gil-Mascarell, 1975: fig.10 y 11).
32
[page-n-46]
Fig. 3.10. Planta y secciones de la Cova Fosca
(elaboración a partir de topografía de R. Pla y
M. García).
3.2.3. LAs práctIcAs rItuALes en LAs cuevAs-sAntuArIo
Una vez presentado el registro arqueológico documentado en
las cuevas-santuario del área central de la Contestania, trataremos de inferir, siempre desde el propio registro arqueológico, qué tipo de ritos fueron llevados a cabo en estos espacios
sacros. Para ello, pensamos que resulta muy interesante acudir
a las propuestas que, desde la antropología y la etnografía han
tratado de estructurar la secuencia de este tipo de ritos de iniciación o más genéricamente de los ritos de paso. Como ya hemos
señalado anteriormente los ritos de paso son aquellas prácticas
rituales que acompañan a todo cambio de lugar, estado, posición
social y/o edad y que tienen como objetivo que el individuo pase
de una situación o estado determinado a otro igualmente determinado, entendiendo por estado cualquier tipo de condición
estable o recurrente culturalmente reconocida (Gennep, 2013:
22; Turner, 1988: 101). La finalidad de este tipo de ceremonias
es la socialización de las transiciones propias de la vida social
del ser humano, que pueden coincidir o no con las transiciones
biológicas, así como engendrar una identidad social por medio
de un ritual y erigir este ritual en fundamento axiomático de la
identidad social que produce (Zempléni, 2008: 389).
Con el fin de poder reconocer y comprender mejor este tipo
de ritos y las sociedades que los llevaron a cabo hemos aplicado
el esquema propuesto por A. van Gennep en su trabajo Los Ritos
de Paso (1909) a partir del método comparado y de la síntesis
etnográfica. Este antropólogo secuencia los ritos de paso en tres
fases claramente diferenciadas la separación, el margen y la agregación que permiten pautar estos cambios de estado de una forma
estricta por parte de la comunidad y así evitar las perturbaciones
que puedan darse en la vida social del grupo. El primer conjunto
de ritos son aquellos denominados de separación o preliminares
cuyo objetivo es la desvinculación simbólica del mundo o estado
anterior como puede ser el traslado físico a otro lugar, el cambio
en la apariencia, las lustraciones o purificaciones, las mutilaciones… El segundo conjunto es el perteneciente a los ritos de margen o liminares desarrollados en una fase en que el individuo o el
grupo se halla en una situación especial entre dos mundos y que
se caracteriza por la ambigüedad, ya que se atraviesa un entorno
cultural que posee pocos o ninguno de los atributos que caracterizan al estado anterior o posterior. Para esta fase de los ritos de
paso resultan especialmente interesantes las aportaciones de V.
Turner que desarrolla el concepto de communitas en contraposición al de estructura, dos modelos de interacción humana, yuxtapuestos y alternativos (Turner, 1988: 103). Un primer modelo
sería el de una sociedad con un sistema estructurado, diferenciado
y en muchas ocasiones jerárquico basado en posiciones políticoeconómicas, frente a un segundo modelo, que caracterizaría las
fases liminales donde dejan de regir las normas anteriores y nos
encontraríamos con una comunidad sin estructurar y relativamen33
[page-n-47]
Fig. 3.11. Materiales de la Cova Fosca.
34
[page-n-48]
Fig. 3.12. Planta y secciones de
la Cova de la Pastora (Machause,
Amorós y Grau, 2017).
te indiferenciada de individuos iguales. El último grupo es el de
los ritos de agregación o postliminares que tienen como objetivo
la reintegración del individuo a la sociedad con un nuevo estatus
social y que conlleva una serie de derechos y obligaciones.
Nuestro objetivo, por tanto, será la aplicación de este esquema a los ritos de iniciación llevados a cabo por las comunidades ibéricas en las cuevas-santuario para tratar de reconstruir todo el proceso, más allá de la mera deposición de objetos
en la cueva, desde la preparación, el traslado a la cavidad, las
prácticas llevadas a cabo en su interior y el retorno al lugar de
hábitat (fig. 3.14). La aplicación del esquema propuesto por
Van Gennep será únicamente una guía a través de la que trataremos de comprender mejor estos ritos sin que ello suponga que nuestras hipótesis estén predeterminadas, ya que nos
atendremos estrictamente al registro arqueológico que hemos
documentado en las cuevas-santuario o a las imágenes representadas en la iconografía ibérica.
La preparación previa al ritual de iniciación
La primera fase que proponemos, previa al ritual propiamente
dicho, es la preparación. La liturgia previa de adquisición de
elementos y valores con los que afrontar el ritual según pautas
y normas preestablecidas no es fácil de rastrear, pero algunos
indicios nos permiten algunas propuestas.
La adquisición del aspecto adecuado
Uno de los elementos más importantes es la imagen física del
individuo, cuyos atributos le adscriben a un determinado grupo
de edad. Elementos como el peinado, el vestido o los adornos
constituyen una signatura personal en la que queda impresa de
forma pública el estado del individuo. Esta imagen del joven en
la sociedad ibérica puede ser rastreada desde el punto de vista
de la iconografía, cuya representación documentamos tanto en
decoración figurada de los vasos cerámicos, en los exvotos en
bronce de la Alta Andalucía o en la escultura.
Conforme se aproximara el momento de la iniciación, muy
posiblemente relacionado con el desarrollo sexual en torno a los
12-14 años, sería necesario adquirir un aspecto ritual conveniente basado principalmente en la indumentaria y en el peinado. El
vestido es un elemento con una enorme carga simbólica ya que,
mediante el material utilizado en las telas, su color, el proceso
de fabricación o las formas de ornamentación, se establece un
código que puede transmitir mensajes relacionados con el estatus
social del individuo que los porta (Oliver, 2014: 81).
Entre los exvotos de la Alta Andalucía, la juventud se asocia a una indumentaria específica y muy similar para ambos
géneros (Rueda, 2013: 365), caracterizada por una túnica sencilla, lisa, corta para los individuos masculinos y larga para
los femeninos, de escote apuntado, mangas hasta los codos,
en ocasiones terminadas en cordones a modo de brazaletes, y
ajustada en la zona de la cintura mediante cordones anudados
que en ocasiones cuelgan por la parte delantera. Se trata de
una prenda muy ajustada a las formas del cuerpo, en el caso
de los hombres ceñida a los muslos y en las mujeres se ajunta
a las caderas estrechándose en los tobillos. Esta prenda principal va acompañada de unos cordones que se ajustan a los
hombros, se cruzan en la espalda y en algunos casos se unen
en el pecho mediante otro cordón trenzado (fig. 3.15).
Otro atributo de suma importancia a la hora de identificar a
un determinado grupo de edad es el cabello, cuyas características
o propiedades se convierten en factores relevantes que justifican
su simbolización (Velasco, 2008: 42). Entre estas características
35
[page-n-49]
Fig. 3.13. Materiales de la Cova de la Pastora (Machause, Amorós y Grau, 2017).
36
[page-n-50]
Fig. 3.14. Esquema de los ritos de paso de A. van Gennep aplicado al mundo ibérico.
físicas del pelo encontramos el hecho de que sea separable del
cuerpo, maleable, fino, variable en cuanto a su textura y color,
crece de forma continua, aparece de forma desigual y en momentos distintos en diversas partes del cuerpo, su número es incontable, se pierde y se regenera, se ve afectado por las enfermedades,
se asocia al desarrollo biológico… Si a todo ello sumamos su
gran visibilidad, que le confiere una mayor expresividad, nos encontramos con que el cabello y su tratamiento se convierte en
un signo de identidad de determinados grupos sociales y en un
distintivo de etnia, clase, estatus, género o edad (Velasco, 2008:
36). Es lo que Hallpike (1969) definió de forma muy sugerente
como el “pelo social”.
No obstante, lo que denominamos características no son
únicamente los aspectos del cabello como tal, sino que también incluyen las acciones que se ejecutan sobre él y que son
básicamente de carácter cultural. Por tanto, ese elemento “natural” que es el pelo, en cuanto símbolo está construido, por lo
que conlleva toda una serie de significados y cuyo tratamiento
constituye un lenguaje o código. En este sentido, podemos
entender el “pelo social” como una materialización o corporeización de la sociedad (Velasco, 2008: 42-46).
En el caso que nos ocupa, parece que ambos géneros comparten un mismo peinado en forma de dos trenzas, más largas
en el caso de las mujeres, que caen sobre el pecho y rematadas
por dos bolas, nudos o aros (Rueda, 2013: 365). Este tipo de
peinado no solo se documenta en los exvotos en bronce sino
también en representaciones cerámicas o escultóricas como el
efebo del Cerrillo Blanco (Negueruela, 1990: 246) o incluso
en nuestra área de estudio como es la auletrís del Vas dels
Guerrers de la Serreta (Olmos y Grau, 2005) o áreas próximas como las Damitas de Moixent de la necrópolis de Corral
de Saus (Izquierdo, 1998-1999), el grupo escultórico de la
tumba 100 de la necrópolis de l’Albufereta (Verdú, 2015a:
373-379) o en la decoración figurada de la cerámica de Llíria
(Izquierdo y Pérez Ballester, 2005: 94) (fig. 3.16). También
es destacable la ausencia en las representaciones de mujeres
jóvenes de prendas que cubran la cabeza como velos o tocas o
gran cantidad de joyas y adornos, elementos que parecen más
propios de mujeres de edad algo más avanzada.
Esta diferenciación iconográfica entre distintos grupos de
edad también la encontramos en la escena representada en el
ánfora ática ofrendada en la Cova dels Pilars (Grau y Olmos,
2005), incluida en nuestro estudio. Se puede ver a un adolescente que entra por la derecha y que sostiene el extremo
de uno de los brazos de una lira, instrumento asociado a la
paideia del niño ateniense. Frente a este niño encontramos a
un personaje que está tocando la flauta doble o diaulós instrumento que requiere una mayor edad para ser tocado, existiendo un marcado contraste entre ambas figuras tanto entre
los atuendos como entre las actitudes de ambos personajes.
Los autores concluyen que el vaso representaría la vida de un
joven aristócrata ateniense con motivo de un tránsito de edad
en el que la lira simboliza la paideia mientras que el diaulós
representaría una edad algo más madura.
Los objetos litúrgicos
Aparte de presentar una imagen conveniente para la práctica ritual que se va a desarrollar y acorde con el grupo al que se pertenece, es necesario adquirir los objetos que van a ser utilizados
durante el transcurso de la misma. En la mayoría de los casos,
dotarse de los objetos no debió resultar una tarea demasiado complicada ya que se trata principalmente de vasos caliciformes y
ollas de cocina, cuya importancia no radicaría tanto en el recipiente en sí, sino en los productos contenidos en él. Lo mismo
podemos decir para el resto de cerámicas ibéricas comunes y
pintadas que documentamos en el registro. Más difícil resulta37
[page-n-51]
Fig. 3.15. Indumentaria del joven
ibérico (Rueda, 2013: fig. 18).
Fig. 3.16. Ejemplos de peinado de juventud en a) exvotos de bronce (Moreno, 2006); b) en decoración cerámica de Llíria (Izquierdo y
Pérez Ballester, 2005: 94); c) en decoración figurada de La Serreta (Grau y Olmos, 2005) y d) en las “Damitas de Moixent” (Izquierdo,
1998-1999; Rueda, 2013: fig. 19).
38
[page-n-52]
ría adquirir los bienes importados en forma de cerámica ática de
barniz negro cuyas redes de distribución estarían controladas por
las elites, siendo un caso muy excepcional el de la citada ánfora
ática de la Cova dels Pilars. Dicha pieza resulta especialmente
interesante ya que en la franja oriental peninsular son contados
los casos de grandes vasos de cerámica ática decorada en fechas
tan tempranas como el segundo cuarto del s. V a.C. por lo que
muy seguramente nos hallamos ante un vaso de encargo para un
aristócrata ibero que, por su tamaño y decoración, se convierte en
un símbolo de ostentación (Grau y Olmos, 2005: 63). Finalmente,
los iniciandos deberían dotarse también de la indumentaria y los
adornos adecuados para llevar a cabo el ritual. Asimismo, sería
necesario prepararse psicológicamente antes del inicio del ritual
propiamente dicho, siendo éste uno de los momentos culminantes
de la vida social de los individuos que se someten a esta prueba,
no exenta de peligros, en la que el iniciando debe morir y renacer,
aunque sea de forma simbólica. No obstante, es evidente que esta
fase no puede ser constatada arqueológicamente.
El traslado ritual
Una vez finalizados los preparativos daría comienzo el traslado
o peregrinación hacia la cueva-santuario desde los espacios de
hábitat. Es importante señalar que estas cuevas se encuentran
alejadas de los lugares de hábitat del tipo oppidum o aldeas, en
el reborde de una unidad natural del paisaje, encaramadas sobre
relieves periféricos de entornos de sierra y monte. No obstante,
la relación entre las cavidades y los patrones de asentamiento
serán tratados con mayor detalle en la lectura territorial que incluimos al final de este capítulo. Tal localización las sitúa en el
espacio de la schatià ibérica, en la zona de la naturaleza escasamente alterada y frecuentada por pastores, cazadores y otros
grupos, lejos del centro civilizado (Grau y Amoros, 2013).
La procesión
Podríamos considerar el desplazamiento desde el lugar de hábitat
hasta la cueva como una peregrinación o romería que duraría varias horas ya que las cavidades se encuentran a varios kilómetros
del oppidum y cuyo acceso se ve dificultado por fuertes desniveles. Las distancias, en línea recta, son bastante variables, desde los
2,3 hasta los 9 km con una media de en torno a 5 km. Entendemos
la peregrinación como un viaje de carácter circular, ya que implica
el desplazamiento al espacio sacro y el regreso al punto de partida, en busca de un espacio o estado mental que encarna un ideal
(López-Bertrán, 2011: 91). Estos centros sacros actúan como el
lugar central u omphalos de una geografía sagrada o “territorio
de gracia” donde es posible alcanzar un contacto directo con lo
sagrado (Alfayé, 2010: 179). Dentro del esquema de Van Gennep,
la peregrinación podría ser considerada como un rito de separación del iniciando que de este modo se aleja, tanto física como
simbólicamente del espacio donde se desarrolla su vida ordinaria
y por tanto de su estado anterior a la iniciación. Para entender esta
práctica, nos resultan muy sugerentes las propuestas que entienden estos desplazamientos como rituales cinéticos y que en lugar
de poner el foco únicamente en las connotaciones religiosas y los
elementos inmateriales, plantean el movimiento como elemento
esencial de análisis (Coleman y Eade, 2004), considerando no solo
la idea del desplazamiento sino también el resto de actividades llevadas a cabo durante la práctica de los rituales como por ejemplo
caminar o comer (López-Bertrán, 2011: 86).
Este desplazamiento a la cueva-santuario puede ser considerado como un acto ritualizado donde el iniciando posee unas
motivaciones extraordinarias, pero que al mismo tiempo está
ligado a una forma de movimiento cotidiano como es caminar
y donde atravesará paisajes en cierto modo también cotidianos
(López-Bertrán, 2007: 133) como son el asty, o centro urbano y
la chora o territorio, utilizando una terminología griega, hasta
llegar al espacio más allá del mundo domesticado y conocido
como es la schatià. En este sentido, es muy importante tener
en cuenta el modo en que se conceptualiza el espacio en las sociedades campesinas, basándose directamente en la experiencia
y que es concebido en la medida en que es recorrido, experimentado y vivido (Parcero, 2002: 250). Por tanto, este tipo de
peregrinaciones contribuirían a generar un sentimiento de pertenencia al territorio del oppidum por parte de los individuos
que participan en las mismas y que de este modo lo recorren, lo
asimilan y reconocen a través del movimiento.
El acto de caminar durante varias horas contribuiría a preparar psicológicamente al individuo creando una atmósfera
ritual adecuada antes de introducirse en la cavidad. Seguramente, este traslado seguiría un recorrido preestablecido y
estaría caracterizado por una serie de movimientos y gestos
rituales prescritos, cuyo conocimiento estaría en manos de
hierofantes o personajes cuya función sería la de guiar a los
iniciandos en el transcurso de la ceremonia.
El punto de destino: la schatià
Para comprender el concepto de schatià es necesario profundizar en el tema de la configuración simbólica del espacio en el
mundo ibérico a partir de un modelo radiocéntrico que conforma espacios liminales con connotaciones sacras, alejados del
poblado. En el ámbito de las sociedades del Mediterráneo Antiguo encontramos procesos de configuración del espacio que
debieron dar lugar a formas homólogas de simbolizar el paisaje.
El elemento común que nos permite englobar el complejo mosaico de culturas y sociedades mediterráneas es la ordenación
del espacio a partir del núcleo de residencia concentrado y estable. Desde los inicios del primer milenio se producen procesos
de centralización y concentración poblacional que dieron lugar
a la emergencia del urbanismo como expresión espacial de sociedades complejas de carácter estatal.
Las formas más elaboradas de estos paisajes urbanos, y las
que mejor se han analizado por la mayor cantidad de fuentes documentales y arqueológicas, son las correspondientes a la cultura
grecolatina que siguen un esquema concéntrico. Un buen ejemplo de esta categorización lo ofrece el mundo griego, donde los
espacios se configuran a partir de un centro, el núcleo urbano,
asty, desde el que se disponen las periferias cada vez menos civilizadas. El mundo doméstico y urbano da paso a la khora, el lugar
de las actividades agrícolas reguladas por las normas y prácticas
propias del mundo civilizado. Sin solución de continuidad se dispone el espacio silvestre: la schatià, una categoría del espacio en
su propio derecho, donde la naturaleza silvestre se convierte en
sagrada, con determinados tipos de cultos y asociados a divinidades específicas. Este es un ámbito marginal por sus actividades
dedicadas a la recolección, caza y pastoreo, frente a los usos agrícolas propios del centro de la khora (McInerne, 2006).
Este esquema para la configuración de los espacios territoriales ha sido aplicado a los paisajes ibéricos (Grau, 2012; Grau y
Amorós, 2013) donde se constata una gran importancia del núcleo
39
[page-n-53]
urbano en la ordenación del espacio al igual que sucedía en el ejemplo anterior. Asimismo, también contamos con un denso corpus de
imágenes que permiten adentrarnos en la complejidad del simbolismo espacial (Aranegui, Mata y Pérez Ballester, 1997; Olmos,
1992; 1999) donde aparece el límite silvestre, la schatià, como el
espacio de la naturaleza desbordada donde dejan de regir las normas civilizadas y se convierte en un dominio suprahumano, de genios y apariciones (Olmos, 1998). Es en este espacio donde tienen
lugar las hazañas del héroe fundador del linaje y del territorio que
es el modelo de la sociedad heroica, como el enfrentamiento con
seres monstruosos, actividades cinegéticas o combates cuerpo a
cuerpo, relato mitológico que vemos plasmado tanto en decoración
cerámica como en escultura. Un buen ejemplo lo encontramos en
la escena representada en el Vas dels Guerrers de la Serreta (Olmos
y Grau, 2005) donde podemos ver en escenas sucesivas como un
joven se enfrenta en primer lugar a un carnassier, seguramente un
lobo, para posteriormente, montando a caballo, dar caza a un ciervo
y finalmente enfrentarse a otro individuo en combate individual,
todo ello envuelto por una exuberante vegetación que simbolizaría la schatià, ese espacio salvaje, silvestre, no domesticado. En
el imaginario ibérico, este espacio liminal se simboliza, no solo
mediante la vegetación abundante sino también mediante una corriente de agua, tal y como sucede en el conjunto escultórico de El
Pajarillo y su monstruo lobuno, una gran ánfora de La Alcudia de
Elche donde el lobo se halla frente a un jinete o el vaso del “Joven
y el dragón” de este mismo asentamiento (Olmos, 2008).
Para la realización de los ritos iniciáticos parece importante
el traslado a los límites del territorio del oppidum, más allá del
territorio campesino civilizado y domesticado, para internarse
en el ámbito de lo silvestre y desconocido, como prueba que
debe superar el iniciando para alcanzar su nueva condición; es
el ámbito de los dioses de donde surgen los mitos de autoctonía
y leyendas fundacionales que sostiene el imaginario ibérico (Olmos, 1998: 153-156). Ese era el espacio de la iniciación de los
criptos espartanos, que habitaban los bosques, o los efebos peripoloi atenienses, que se encontraban estacionados en los fuertes
de la frontera y que desarrollaban estos ritos en los límites del
territorio comunitario (Vidal-Naquet, 1983).
Las prácticas rituales en el interior de la cueva-santuario
Las cuevas-santuario suelen ubicarse, como ya hemos señalado,
en espacios agrestes y aislados, lejos de los lugares de hábitat y en
la mayoría de los casos bastante ocultas. Otra de las motivaciones
que pudieron dar lugar a la elección de estas cavidades concretas
para llevar a cabo las prácticas rituales y no otras, pudo ser el
valor numénico de estos espacios que se vería reforzado por la
presencia de surgencias de agua, bien en las proximidades, bien
en el interior de la propia cueva. Otro elemento que seguramente
tuvieron en cuenta en la elección fue la presencia en estas cavidades de vestigios fruto de la frecuentación en épocas anteriores
como cerámicas y muy especialmente restos humanos, estableciéndose un vínculo con el tiempo de los ancestros y buscando
la legitimación del culto en la tradición. Todos estos elementos
convertirían estas cuevas en espacios ideales para el contacto con
las divinidades y las fuerzas sobrenaturales.
Un punto de gran importancia en el desarrollo del ritual debió ser la entrada a la cueva. Las puertas, o más concretamente
los umbrales suelen ser sede de numerosas prácticas rituales,
como un espacio liminal entre dos esferas (Gennep, 2013: 43)
40
tal y como queda atestiguado tanto por la arqueología como por
la etnografía. Al traspasar este hito daría comienzo el período de
margen, en que el iniciando muere simbólicamente y se adentra
en el mundo subterráneo, un más allá donde habitan las divinidades ctónicas, los espíritus de los ancestros y otras potencias
sobrenaturales. Algunas de estas cavidades, especialmente la
Cova de la Pinta, la Cova Fosca y la Cova de l’Agüela, presentan una compartimentación interna que favorecería el desarrollo
de los ritos ya que permite establecer ciertas pautas, pasando
de unos espacios a otros claramente diferenciados a partir de la
gradación de luz. Otras características morfológicas destacables
son la presencia, en algún caso como el de la Cova dels Pilars,
de una sala espaciosa que permitiría la entrada de un mayor número de personas al mismo tiempo o la presencia de pozos en la
parte más profunda de la cavidad como es el caso de la Cova de
la Moneda o de la Cova de l’Agüela.
Resultan en este sentido muy interesantes los estudios que,
desde lo que se conoce como Arqueología de los Sentidos, se
han aproximado a las cuevas como entornos multisensoriales
donde el uso de los sentidos se ve fuertemente alterado creándose una atmósfera que favorece el desarrollo de los rituales
(Skeates, 2007: 90-91; 2010; López-Bertrán, 2011; Machause,
2017). En primer lugar, cuando los iniciandos se internaban en
las cuevas, sus movimientos se verían seriamente limitados,
ya que en muchos casos hay que agacharse para transitar por
ellas. Otro sentido que se ve alterado con respecto a las experiencias de la vida cotidiana es la vista, que se vería limitada
por la falta de luz conforme se fueran adentrando en la cueva, a
lo que debemos añadir el espeso humo desprendido de las antorchas. También el oído se vería afectado ya que en las cuevas
son frecuentes las reverberaciones y el eco que distorsionan y
amplifican el sonido y que pudieron interpretarse como mensajes de otros mundos. Si a todo ello añadimos las condiciones
ambientales de elevada humedad y bajas temperaturas, así como
el posible consumo de sustancias psicoactivas que darían lugar a
estados alterados de conciencia, se crearía una atmósfera ritual
apropiada para iniciar un viaje simbólico o metafórico que les
permitiría entrar en contacto con las divinidades, los ancestros o
las potencias sobrenaturales (López-Bertrán, 2011: 102).
Podemos identificar una serie de prácticas rituales llevadas
a cabo en el interior de las cuevas-santuario a partir del registro
material documentado en las mismas. En primer lugar, cabe destacar que el elemento más abundante son los vasos cerámicos,
aunque está claro que la repetición recurrente de formas concretas como los vasos caliciformes o las ollas de cocina nos aleja de
un repertorio variado para usos domésticos y se asociaría a una
práctica de ofrenda de unas piezas predeterminadas. También es
importante señalar que estos materiales aparecen depositados en
las partes profundas de las cavidades y no en la entrada.
Los exvotos suponen la materialización del hecho religioso
practicado en un espacio de culto, siendo un reflejo indirecto
del mismo, acompañado de pautas simbólicas e ideológicas y
que es al mismo tiempo un elemento que conecta la realidad de
la estructura social ibera y el imaginario religioso de la misma
(Rueda, 2011:106). La ofrenda es por tanto un elemento esencial en el “diálogo” que se establece entre el practicante y la
divinidad, relación que posee un claro carácter de reciprocidad
y en la que no existen intermediarios, expresándose a través de
la misma la solicitud o agradecimiento por un bien realizado
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(Blázquez, 1991). Este acto de ofrenda a la divinidad posee
connotaciones que van más allá del individuo y contribuye a
fortalecer los vínculos de cohesión y reconocimiento de un
grupo concreto o de la pertenencia a un territorio con fronteras
físicas e ideológicas claras. Asimismo, forma parte del proceso de transmisión de la identidad cultural, participando dentro
del sistema de códigos socio-ideológicos que establecen determinados paradigmas de representación simbólica en los que
debemos tener en cuenta las características de orden social,
político, religioso, de género o edad (Rueda, 2011: 106).
El primer objeto que vamos a analizar es el vaso caliciforme que aparece en mayor o menor medida en todas las cuevassantuario objeto de nuestro estudio así como en otras cavidades del norte de Alicante como la Cueva del Moro (Grau,
2002: 298) o la Cova de les Dames (Grau y Moratalla, 1999:
99), de la provincia de Valencia como la Cueva de los Mancebones, Cerro Hueco, Cueva de los Ángeles, Cuevas del Puntal
del Horno Ciego, Cueva del Molón, Cueva Noguera, Sima de
l’Aigua, Cova de les Dones, Cova de las Palomas, Sima de
l’Infern, Cova dels Sants, Cova Santa, Cova de Merinel, Cova
Bernarda, Cova del Barranc del Llop y Cova Bolta (GonzálezAlcalde, 2002-2003a: 202-226, Machause, 2017) y de la provincia de Murcia (Cueva de los Hermanillos y Cueva del Cerro
del Castillo o de la Zorra) (Moneo, 2003: 126-128).
La importancia ritual del vaso caliciforme queda avalada por
su representación en diversas esculturas ibéricas en piedra que
presentan una actitud oferente con el vaso como elemento principal. Este tipo de vaso aparece normalmente asociado a figuras
femeninas cuyos brazos se disponen extendidos a lo largo del
cuerpo, manos con dedos paralelos, rígidos, sujetando y rodeando la ofrenda y con los pies separados. Muchos investigadores
coinciden en que la función de estos vasos caliciformes estaría
relacionada con los ritos de libación, tan comunes en la religiosidad antigua del ámbito mediterráneo. La libación sería el gesto
esencial de verter un líquido, asociado generalmente a la plegaria, que se constata ya en Egipto, Próximo Oriente antiguo o en
el mundo hitita, en honor a la divinidad (Izquierdo, 2003: 126).
No obstante, la documentación más amplia procede de Grecia y
Roma, donde la libación constituye un gesto muy frecuente apareciendo representada textual e iconográficamente. Este vertido
de líquidos, normalmente agua, vino, miel o leche, se realizaba bien sobre altares o bien directamente sobre el suelo, siendo
acompañado de ritos orales, así como la combustión de perfumes,
incienso u ofrendas vegetales ocupando un lugar esencial en los
ritos sacrificiales (Izquierdo, 2003: 126).
Algunos investigadores han propuesto que la libación no
representaría una ofrenda a los dioses, sino que tendría connotaciones catárticas o de purificación ritual como rito de paso,
como una especie de tránsito al territorio sagrado (Burkert,
2013: 35; Himmelmann, 1997) y por tanto como un rito de
separación y agregación al mismo tiempo. Es por ello que el
gesto de la libación aparece en numerosas ocasiones iniciando
y clausurando ceremonias de ahí su carácter liminal y mediador
entre diversas esferas (humana/divina, vivos/muertos…).
El rito de la libación aparece bien constatado en la cultura ibérica siendo el vaso caliciforme una de las formas cerámicas que se
ha relacionado con esta acción. Tras la libación el vaso se rompía
intencionalmente y era depositado de forma ritual en el espacio
sacro, costumbre bien documentada en Grecia, en los santuarios
de Artemis en Brauron, Halai y Mounichia (Dowden, 1989: 27)
o en el santuario de Apolo en Amyklai (Petterson, 1992:99). En
otras ocasiones estos vasos se encuentran completos y en posición invertida sobre el suelo. Sin embargo, no descartamos otras
hipótesis funcionales para este tipo de vasos, como contenedores
de ofrendas, vasos para beber o lámparas votivas como ha sido
propuesto por algunos autores a partir de la existencia de pequeños orificios en la zona del borde, posiblemente para ser colgados,
así como la documentación de vasos completos colocados en hornacinas naturales (Martínez Perona, 1992: 273-275).
Otro elemento abundante en las cuevas-santuario del área central de la Contestania son las ollas de cocina, que aparecen de forma especialmente masiva en la Cova dels Pilars, pero que también
encontramos en porcentajes bastante elevados en la Cova de la
Moneda y en la de La Pastora, y en menor medida en la Cova de
l’Agüela, en lo que parece ser un patrón ritual recurrente en nuestra área de estudio. Esta repetición de un tipo concreto, al igual
que sucede con los caliciformes en otros contextos, nos hablaría de
pautas rituales que respetan unas normas y un formalismo marcado por la tradición (Bell, 1992; 1997: 138). Cabría relacionar este
tipo de recipiente cerámico con una práctica de ofrenda de productos agropecuarios, lo que podría estar relacionado con cultos relacionados con la fertilidad de la tierra o el ganado, cuya naturaleza
concreta desconocemos debido a la falta de estudios de carácter
físico-químico que nos permitan conocer el contenido de estas
ollas. También aparecen en otros espacios de culto como el pozo
votivo del Amarejo (Broncano, 1989: 240) o cuevas-santuario de
otros ámbitos geográficos como las del Puntal del Horno Ciego
(Villargordo del Cabriel) (Martí Bonafé, 1990: 153).
También aparecen algunas formas en el repertorio que podríamos catalogar funcionalmente como almacenamiento (tinajillas,
lebes) y vajilla de mesa (platos, cuencos, copas), posiblemente
relacionados con el consumo de alimentos en el interior de la cavidad, como recipientes contenedores de ofrendas como en el caso
anterior o bien como ofrendas en sí mismas por su valor intrínseco
como bienes de prestigio, como es el caso de las cerámicas áticas de barniz negro. También resulta destacable la presencia en
muchos casos de recipientes miniaturizados que pudieron ser utilizadas para almacenar y guardar algún producto de carácter psicoactivo, ya que la cantidad y el uso de estas sustancias debieron
ser bastante limitados (López-Bertrán, 2007: 148-150), siendo la
causa de estados alterados de conciencia que favorecerían esa experiencia de contacto con lo sagrado.
Señalábamos al inicio de este apartado la importancia que el
cabello y su peinado tiene como atributo de un determinado grupo o clase de edad siendo su oblación un elemento muy común en
los ritos de paso (Gennep, 2013: 254-256) del que también contamos con ejemplos en las iniciaciones del mundo griego (VidalNaquet, 1983). La importancia del pelo radica en primer lugar
en la idea, compartida por diversas culturas, de que existe una
conexión que persiste entre la persona y cualquier elemento que
en algún momento ha formado parte de su cuerpo (Frazer, 1944:
278-279). Por tanto, su ofrenda en determinadas prácticas rituales
se basa en la explotación de la relación pars pro toto, tomando la
parte por el todo y actuando sobre fragmentos con la idea de abarcar la totalidad en la que se integran (Velasco, 2008: 29).
El corte del cabello sería por tanto un rito de separación con
respecto al grupo de edad anterior, simbolizando el abandono de
una etapa del ciclo vital. El cabello pudo ser depositado en el
41
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interior de la cueva-santuario, cuya evidencia material sería, en
nuestra opinión, la presencia de pequeños aretes de metal, normalmente de bronce que se han documentado en dos cuevas de
nuestro ámbito de estudio como son la Cova dels Pilars y la Cova
Fosca, pero también en otras cuevas como la Sima de l’Aigua
(Carcaixent) o la Cova Bolta (Gandía) (González-Alcalde, 20022003a: 211 y 224) y que relacionamos con los adornos que las
mujeres llevarían en el extremo de las trenzas. Anteriormente hemos presentado diversos ejemplos iconográficos de estos adornos
en la escultura, en la toréutica y en la decoración vascular. Tras
el abandono de estos rasgos de juventud los individuos pasarán
a estar representados de un modo distinto donde los personajes
femeninos aparecerán con la cabeza cubierta por un velo o una
mitra, mientras que los masculinos presentan el cabello mucho
más corto o con una capucha ajustada que les cubre la cabeza,
representación que podemos ver tanto en los exvotos en bronce
(Rueda, 2013: 368), en las terracotas del santuario de La Serreta,
o en la representación del joven del Vas dels Guerrers de este
mismo asentamiento (Olmos y Grau, 2005).
Un rito de separación similar sería el de la ofrenda de vestidos
que también supondrían un atributo distintivo de un determinado
grupo o clase de edad. Las evidencias materiales de este tipo de
ofrendas serían las fíbulas documentadas en algunas cuevas-santuario como la Cova de les Dames (Busot) (González-Alcalde,
2002-2003b: 77) próxima a nuestra área de estudio o la Cova Bolta (Gandía), la Cova Santa (Vallada) y la Cova Merinel (Bugarra)
(González-Alcalde, 2002-2003a: 230). La presencia de fusayolas,
especialmente en las cuevas de la zona de la Plana de Utiel (Cueva
de los Mancebones, Cueva de Cerro Hueco, Cueva de los Ángeles
y Cuevas del Puntal del Horno Ciego) pero también algo más al sur
como la Cova de les Dones (Millares), la Cova Santa (Vallada) o
la Cova Bolta (Gandía) (González-Alcalde, 2002-2003a: 230; Machause, 2017) podría estar relacionada también con la ofrenda de
elementos relacionados con la actividad textil o como un símbolo de iniciación femenino. Finalmente, también documentamos la
ofrenda de determinados adornos personales como pueden ser los
anillos, algunos con chatón como los dos anillos de la Cova dels Pilars donde, en uno de ellos se ha grabado una figura antropomorfa
muy esquemática donde se han destacado las manos y otro donde
se representaba dos pájaros enfrentados y con los picos juntos, hoy
desaparecido, del que encontramos un interesante paralelo en las
Cuevas del Puntal del Horno Ciego (Martí Bonafé, 1990: 157) junto a otras cuevas de la provincia de Valencia (González-Alcalde,
2002-2003a: 230).
La salida de la cueva-santuario y el retorno al oppidum
Una vez finalizadas las prácticas rituales en el interior, el iniciando
se dispondría a salir, lo que constituiría una metáfora del renacimiento, ya que la cueva simbolizaría el útero materno (GonzálezAlcalde, 2002: 367; Moureau, 1992: 194). Asimismo, el paso de
la oscuridad a la luz natural tendría un valor metafórico importante
como parte de este renacimiento. Mediante esta resurrección simbólica y habiendo superado la prueba que le ha llevado al más
allá, el iniciando abandona la fase de margen para reintegrarse de
nuevo en la sociedad con un nuevo estatus o posición, se ha vuelto
“otro”, lo que conlleva nuevos derechos y nuevas obligaciones.
Una vez traspasado de nuevo el umbral de la cueva, darían inicio los ritos de agregación del individuo a su nueva posición en
la sociedad. Uno de los ritos de agregación por excelencia es la
42
comensalidad, es decir, mediante la celebración de un banquete,
cuyas implicaciones sociales valoraremos en profundidad en otro
capítulo de nuestro trabajo. Cabría la posibilidad de que la vajilla
de mesa y las ollas de cocina estuviesen relacionadas con la celebración de banquetes, aunque no nos inclinamos demasiado hacia
este planteamiento ya que, en primer lugar, existe una evidente
desproporción entre ambos repertorios y en segundo lugar, porque
la distribución interna de las cuevas en nuestro caso, a excepción
quizá de la Cova dels Pilars, imposibilita la celebración de grandes
reuniones en su interior. En la mayoría de estas cuevas aparecen
también restos de fauna, pero nos resulta muy difícil extraer conclusiones fiables ya que no han sido analizados de forma sistemática
por lo que no podemos estar seguros de que hayan sido consumidos
por humanos ni tampoco han sido recuperados siguiendo una metodología arqueológica, lo que nos impide adscribirlos a una época
concreta. En cambio sí se han realizado este tipo de estudios en
cuevas del interior de la actual provincia de Valencia tales como las
Cuevas del Puntal del Horno Ciego (Sarrión, 1990) donde se documentaron algunas evidencias de alteraciones antrópicas aunque la
mayoría de los restos estuvieran relacionados con aportes naturales
al depósito; la Cueva Merinel (Blay, 1992) donde se identifica un
patrón de selección intencionada de especies domésticas, edades
y partes anatómicas para su deposición; y por último el reciente
estudio de la Cueva del Sapo (Machause et al., 2014) donde resulta
especialmente interesante la preeminencia de una especie silvestre
de connotaciones cinegéticas como es el ciervo, junto a otras especies domésticas como los ovicaprinos, bóvidos, suidos y perros. No
obstante, no parece que en estos tres casos tengan especial relevancia las marcas de origen antrópico de procesado y consumo de los
alimentos por lo que posiblemente nos encontremos más bien ante
ofrendas y no tanto ante los restos de un ágape. Por tanto, es posible
que este tipo de celebraciones se llevara a cabo ya con los iniciados
de vuelta en el lugar de hábitat.
Como habíamos señalado anteriormente la peregrinación a la
cueva-santuario tenía un carácter circular ya que comporta la ida
y la vuelta al punto de partida. De este modo el viaje de regreso se
convertiría en un rito de agregación, de reintegración del iniciado
al mundo cotidiano, domesticado de la chora y del asty o núcleo
urbano. Este desplazamiento, donde el movimiento es el elemento
principal del rito, contribuiría también a la preparación psicológica
del individuo y a la asimilación de su nueva condición social.
3.2.4. LA InIcIAcIón más ALLá De LAs cuevAs sAntuArIo
Llegados a este punto, es importante señalar que la iniciación no
se circunscribiría únicamente a las cuevas-santuario, sino que
podemos intuirla también en otros contextos. También es destacable que el fenómeno de las cuevas-santuario en el mundo
ibérico se encuentra acotado en el tiempo, ss. V-IV a.C., y muy
relacionado con un modelo territorial concreto, como veremos
en el apartado correspondiente al paisaje. Por tanto, el abandono
de las prácticas rituales en cueva no debió implicar la desaparición de los ritos de iniciación en el mundo ibérico, sino que su
desarrollo pudo trasladarse a otros ámbitos como son los santuarios territoriales que documentamos en los ss. III-I a.C.
La iniciación en la decoración figurada
Un buen ejemplo de lo que podrían ser representaciones iconográficas de ritos iniciáticos lo encontramos en las decoraciones
figuradas de estilo narrativo sobre grandes vasos cerámicos pro-
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pias del s. III a.C. A partir de este momento, se produce un cambio importante desde el punto de vista de la materialización de
la ideología ya que los relatos míticos pasan a plasmarse en los
grandes recipientes cerámicos en forma de escenas pintadas abandonándose otros soportes más costosos y ostentosos como podía
ser la escultura en los espacios funerarios. Estos nuevos códigos
simbólicos son compartidos por las elites de diversos territorios
políticos lo que genera una identidad común que las legitima (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015). Este tipo de cerámicas serían
usadas y exhibidas en rituales o eventos comunitarios transmitiendo de este modo una serie de mensajes relacionados con la
naturaleza diferenciada de los miembros de la elite mostrando
las actividades propias de su rango como la caza, la guerra, los
rituales de iniciación, el trabajo textil (Aranegui, Mata y Pérez
Ballester, 1997) o la plasmación de los mitos relacionados con el
héroe fundador del linaje dominante.
El Vas dels Guerrers de La Serreta
En nuestra área de estudio contamos con un buen ejemplo
de representación de un rito de iniciación sobre soporte cerámico como es el conocido Vas dels Guerrers de La Serreta
(fig. 3.17). Se trata de una gran tinaja sobre la que se plasma
una narración de las tres hazañas que relataría la iniciación
modélica de un joven que podría ser el héroe mítico fundador
del linaje (Olmos y Grau, 2005). Al inicio de la secuencia
encontramos a una auletrís que viste una larga túnica, con la
cabeza cubierta de la que caen dos cintas con borlas o anillas
metálicas, que ya hemos visto anteriormente. Dicho personaje
se representa tocando el aulós o flauta doble, lo que nos hace
recordar la importancia que la música tendría en este tipo de
ritos, como un elemento sensorial más para crear una atmósfera ritualizada, aunque sea difícil de rastrear desde la arqueología. En la siguiente escena encontramos el clásico mitema
del enfrentamiento con el monstruo, en este caso un lobo representado con las fauces abiertas y en actitud agresiva. El
joven, que se representa con la cabeza sin cubrir, ha lanzado
su jabalina al animal, hiriéndolo en el vientre. En la siguiente
escena vemos a dos individuos a caballo que persiguen a un
ciervo con jabalinas en la mano y al que ya han alcanzado con
una de ellas. Es destacable que los atributos que caracterizan
a los dos individuos son diferentes, habiendo cambiado los
símbolos de nuestro protagonista, ya que en este caso se le
representa con la cabeza cubierta. Esta narración heroica culmina con un duelo o combate singular, donde se representa la
victoria del héroe que ha clavado su lanza en el torso de su
oponente. Todas estas hazañas iniciáticas se representan en el
marco de la schatià, simbolizada por la eclosión vegetal que
nos habla de una naturaleza desbordada, salvaje.
Debemos tener en cuenta que este vaso aparece en el departamento F-1 cuyo carácter singular es indudable y que se ha
interpretado como una habitación sagrada donde ese guardan
diversas piezas de carácter extraordinario (Grau, Olmos y Perea, 2008). Junto a este conocido vaso encontramos la representación de la famosa Diosa Madre en una placa de terracota
que amamanta a dos niños donde de nuevo encontramos la
figura de la auletrís. Otro elemento importante es la representación de la paloma, tanto en la decoración pintada de un
kalathos como en una terracota, figura que posee una íntima
relación con lo divino al igual que la sobreabundancia vegetal
representada en otros vasos de la misma estancia.
El lebes del Tossal de Sant Miquel de Llíria
Otro ejemplo lo encontramos en la gran lebeta procedente del
departamento 20 del oppidum del Tossal de Sant Miquel de Llíria donde se representa una secuencia que podríamos relacionar
con el rito de iniciación de un joven varón (Bonet, 1995: fig.
61; Chapa y Olmos, 2004: 55-57) (fig. 3.18). En una primera
escena podemos ver una prueba de doma del caballo donde el
joven coge una rienda del animal y sostiene una fusta en la otra
mano, acompañado por cuatro perros y un compañero a caballo
que actúa como testigo de la prueba. En la siguiente escena se
representa la prueba del toro donde participan dos varones, uno
de ellos sosteniendo un señuelo en una mano y un haz o ramo
en la otra mientras que el otro individuo sostiene una antorcha.
A continuación, podemos ver un duelo heroico protagonizado
por dos varones con falcata y lanza donde se aprecian también
los restos de otros participantes ya vencidos. La narración finaliza con una escena protagonizada por un jabalí que es acorralado y devorado por una jauría de lobos que podría estar
representando el espacio de la schatià.
Fig. 3.17. Decoración del Vas dels Guerrers de La Serreta (Olmos y Grau, 2005: fig. 4).
43
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Fig. 3.18. Lebes de las iniciaciones del Tossal de Sant Miquel de Llíria (elaboración a partir de Bonet, 1995: fig. 61).
El vaso del joven y el dragón de la Alcudia de Elche
En este gran vaso procedente de la antigua Ilici también se representa una vez más el mitema del enfrentamiento del joven
con el monstruo en un marco caracterizado por un exuberante
paisaje vegetal que representa de nuevo el espacio salvaje, no
domesticado. En este ambiente, un joven imberbe de cabellos
largos se enfrenta a un gran lobo representado con una larga lengua y dientes y garras afilados. Este adolescente además porta
una jabalina, que no utiliza, y agarra la lengua del animal, demostrando su valor a través del contacto físico con el monstruo
(Chapa y Olmos, 2004: 57-58) (fig. 3.19).
La anomalía deambulatoria
Queríamos también incluir en este apartado una idea que nos
resulta muy sugerente y que han planteado I. Grau y T. Crespo
(2012). Se trata de la relación entre la anomalía deambulatoria e
iniciación, proponiéndose que aquellos personajes que se hallan
en una situación liminal o de margen aparecen caracterizados por
un elemento que de forma directa o indirecta se puede vincular
con una anomalía al caminar. Dichos elementos serían el hecho
de portar una sola sandalia, la herida en la pierna producida en
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el transcurso del enfrentamiento con el monstruo o la práctica de
danzas por parte de grupos de jóvenes iniciados. La propuesta de
dichos autores es que este tema se encuentra bien representado en
los complejos mítico-rituales del Mediterráneo antiguo pudiendo
rastrearse también en la antigua Iberia. Para el conocimiento en
detalle de dichos mitos remitimos al trabajo citado.
Los monosándalos se encontrarían documentados en el
mundo ibérico por la presencia de gutti, recipientes cerámicos
singulares, documentados especialmente en necrópolis, pero
también en otros ámbitos, que representan un pie calzado y
que podrían vincularse a prácticas rituales de carácter heroico
o de exaltación del guerrero o como una especie de amuleto relacionado con ritos de paso, especialmente al Más Allá (Grau
y Crespo, 2012: 116).
Otro tema recurrente es el de la herida en la pierna que
recibe el héroe que protagoniza un enfrentamiento con el
monstruo durante el desarrollo de su iniciación y que aparece representada tanto en la escultura, como es el caso de la
griphomaquia del heroon de Porcuna, como en la decoración
figurada sobre cerámica, como en el caso de un vaso datado en
el s. II a.C. y procedente de la necrópolis del Corral de Saus
(Moixent) donde el joven guerrero es herido en una pierna por
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Fig. 3.19. Vaso del Joven y el Dragón de La Alcudia de Elche (Imagen: S. Machause).
una esfinge. La consecuencia de esta herida sería, de nuevo,
una dificultad al caminar y una cicatriz que se convertirá en
símbolo de su hazaña (Grau y Crespo, 2012: 118).
El último elemento analizado es el de la representación de jóvenes danzantes en algunos vasos cerámicos como son el Vaso de
los Guerreros del Cigarralejo y el Cálato de la Danza de Llíria. En
esta nueva propuesta se interpreta este tipo de “danza” encuadrada
en un contexto iniciático y poniéndola en relación con un tema bien
conocido en el mundo antiguo como es la “Danza de la Grulla”, un
baile de tipo iniciático llevado a cabo por Teseo y sus compañeros al regresar del Laberinto del Minotauro (Grau y Crespo, 2012:
124). Por tanto, podría tratarse de un baile que los jóvenes iberos
ejecutarían tras su iniciación, permitiéndonos hablar de rituales iniciáticos semejantes tanto en el ámbito ibérico como en el griego.
Finalmente, podemos concluir que uno de los elementos
que caracterizaría esa situación excepcional de liminalidad,
en el margen entre dos mundos, esferas o estados, sería la
anomalía deambulatoria, ya sea por su representación como
monosándalos, con una herida en la pierna o bailando una posible danza iniciática. Esta forma anómala de caminar sería el
testimonio de su paso por rituales iniciáticos y de ida y vuelta
a los confines de lo conocido.
La iniciación en los exvotos de terracota
A finales del s. IV a.C. parece que se abandonan las prácticas rituales en las cuevas-santuario o al menos se reduce su intensidad.
Este hecho coincide con un cambio en la configuración territorial
en el área comarcal de los Valles de Alcoi con el surgimiento de un
nuevo rango jerárquico, la ciudad de la Serreta, que se superpone a
la estructura territorial previa de oppida independientes de escala
local (Grau, 2002) con la que las cuevas-santuario estaban íntimamente relacionadas. Es por ello que pensamos que las prácticas
rituales de iniciación pudieron trasladarse a una nueva ubicación,
pasando a desarrollarse en los santuarios territoriales.
En nuestro caso, contamos con un buen ejemplo en el santuario de La Serreta que en este momento se convierte en el
asentamiento central del territorio al que se trasladarían los jóvenes aristócratas del resto de oppida para su iniciación, manteniéndose el esquema de separación, margen y agregación
que hemos propuesto, con una peregrinación al santuario de
la ciudad rectora de todo el territorio que podría considerarse
como una forma de sumisión al poder central. Las prácticas rituales llevadas a cabo en este santuario durante el s. III a.C. se
materializan con la deposición de exvotos de terracota (Grau,
Amorós y López-Bertrán, 2017) que pueden estar representando diversos grupos de edad. Trataremos estas terracotas y las
implicaciones territoriales de los santuarios en el apartado correspondiente, aunque podemos adelantar que las representaciones masculinas son básicamente cabezas sin cubrir, con rasgos faciales estandarizados y orejas destacadas. Por otra parte,
las representaciones femeninas presentan una mayor variedad,
presentando todas ellas un manto que les cubre la cabeza y los
hombros, pero con la diferencia de que algunas de ellas presentan únicamente este velo mientras que otras lo acompañan
con una especie de mitra o toca, representando posiblemente a
mujeres que ya han superado los ritos de iniciciación.
45
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3.2.5. LAs estrAtegIAs DerIvADAs
La iniciación como estrategia ideológica excluyente
Pasamos a valorar en este último apartado la importancia de estos
ritos de iniciación como estrategia ideológica desplegada por determinados grupos de poder para legitimar su posición, su naturaleza diferenciada respecto al resto del grupo social o las desigualdades sociales existentes. En este caso concreto, la importancia
radica en el papel que juega la iniciación en el mantenimiento y
la reproducción de la estructura social a través de la ritualización
de las etapas del ciclo vital y del aprendizaje de la vida social.
Este tipo de ritos se constatan en infinidad de sociedades de todo
tipo a través de la etnografía, las fuentes escritas o la arqueología.
Los encontramos tanto en sociedades poco complejas como las
bandas o tribus de cazadores-recolectores donde el objetivo de
la iniciación masculina sería el de entrar a formar parte del grupo
de los cazadores; en sociedades de jefatura donde el componente
guerrero posee una gran importancia siendo el objetivo pasar a
formar parte de la elite de guerreros cuya principal función es
la defensa de la población, hecho que justifica su posición preeminente; y también la encontramos en sociedades estatales donde el objeto de la iniciación masculina es el de entrar a formar
parte del cuerpo ciudadano que comporta una serie de derechos
y obligaciones. En el caso de la iniciación femenina existe una
importancia recurrente de la preparación para el matrimonio y la
procreación como depositaria de los valores familiares y mantenedora del grupo doméstico.
¿Quiénes se inician?
Para hacernos una idea de la importancia y el sentido de la
iniciación en la sociedad ibérica debemos valorar el alcance
que pudieron tener estas prácticas a través de un análisis de
carácter cuantitativo, lo que conocemos como densidad ritual
(Bell, 1997: 173-209). Para conocer el ritmo de deposición de
ofrendas en un determinado espacio sacro, en este caso una
cueva-santuario, es necesario contar con un depósito primario,
poco alterado, del que podamos estar más o menos seguros
de que su volumen su aproxima al total de las ofrendas depositadas. Somos plenamente conscientes de las limitaciones
y problemática de una aproximación de estas características,
pero aun así no hemos querido renunciar a una valoración de
este tipo, ya que nos permite hacernos una idea aproximada
del número de individuos que pudo estar participando en estas
prácticas. Por supuesto, la mayoría de las cavidades no reúnen estas características en cuanto a la fiabilidad del registro
arqueológico. Sin embargo, sí existe una cueva que fue excavada siguiendo una metodología arqueológica y que puede
servirnos como paradigma, a pesar de que no se encuentre en
nuestra área de estudio, las Cuevas del Puntal del Horno Ciego
(Villargordo del Cabriel) (Martí Bonafé, 1990).
Se trata de un conjunto de cuevas ubicadas en el altiplano
de Requena-Utiel, al oeste de la provincia de Valencia. Fruto
de una intervención arqueológica en 1974 dirigida por M. GilMascarell en la Cueva II se documentó un importante conjunto
de materiales cuyo elemento más característico es el lote de
vasos caliciformes sobre el que vamos a basar nuestro análisis
de la densidad ritual. El registro material de esta cavidad está
compuesto por 85 vasos caliciformes, en su gran mayoría de
cerámica fina gris, una urna de orejetas, dos platos, dos copi46
tas, cinco ollas, 14 fusayolas, un pequeño puñal, una hoja de
tijera y dos anillos de bronce con chatón, repertorio para el que
se propone una cronología de finales del s. VI- s. V a.C. Tomando como referencia los vasos caliciformes, nos encontramos con un ritmo de deposición de un vaso cada año y medio
aproximadamente o 17 vasos por cada generación.
Volviendo a nuestra área de estudio solo contamos con una
cavidad cuyo repertorio es comparable, en cuanto a volumen,
al de la Cueva II del Puntal del Horno Ciego y es la Cova de
l’Agüela. A pesar de que la recuperación de los materiales no
fue fruto de una intervención arqueológica, sino que fue objeto
de una recogida sistemática, podemos estar bastante seguros de
las circunstancias del hallazgo y de que se trata de un conjunto
cerrado. Además, esta cavidad es la menos conocida y alterada
de las cinco que hemos analizado por lo que el conjunto de materiales documentados puede aproximarse bastante al total de
ofrendas depositadas en la cueva en época ibérica. En la Cova
de l’Agüela se documentaron 71 caliciformes habiéndose propuesto una cronología para la cavidad del s. V y parte del IV
a.C. Por tanto, en este caso podemos hablar de un ritmo de deposición de ofrendas de un vaso cada dos años aproximadamente o 14 vasos por generación. También podríamos destacar el
caso de la Cova dels Pilars, tomando como referencia el número
de ollas, un total de 127. Si aceptamos una cronología de los ss.
V-IV a.C. nos hallaríamos ante un ritmo de deposición de ofrendas de una olla cada año o 25 ollas por generación.
Este volumen de ofrendas nos indica que estas prácticas
concretas relacionadas con rituales iniciáticos no tienen un
carácter generalizado ya que, si un vaso es el testimonio de
una acción individual, es muy posible que sólo un reducido
número de individuos de la comunidad se sometería al ritual.
Por tanto, nos encontramos ante una estrategia ideológica de
carácter excluyente que reforzaría el orden desigual de la sociedad ibérica. Aunque desde el punto de vista material, el ritual no expresaría ninguna riqueza asociada al estatus, excepto
el ánfora ática de La Cova dels Pilars, la propia segregación
en el acceso al ritual, como en el caso de las necrópolis, nos
situaría ante un estamento destacado de la sociedad.
¿Por qué se inician?
Este tipo de rituales contribuiría al desarrollo de una identidad
compartida entre los miembros de los grupos aristocráticos que
conforman la elite y que se diferencian del resto de la sociedad
a partir de sus prácticas rituales. No estamos afirmando que no
existiesen rituales de iniciación para el resto de la sociedad, pero
como se ha señalado para el caso griego, sólo los miembros de
familias distinguidas cumplirían el ritual entero, de forma que
la iniciación completa sería un derecho y un deber propio del
estrato social más alto (Burkert, 2011: 120).
En el caso de la iniciación masculina su función es la de
adquirir el estatus de guerrero, siguiendo el modelo de comportamiento de los héroes ancestrales y adquiriendo la función de protector de la comunidad que justifica su posición
preeminente desde el punto de vista del poder político. Al
mismo tiempo mediante la realización de estos rituales iniciáticos se produce una estrecha vinculación al mito, ya que
el traslado a la cueva y el desarrollo de los distintos rituales
supone una metáfora que rememora el comportamiento heroico propio de las hazañas llevadas a cabo por el ancestro
fundador del linaje en un tiempo mítico.
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En el caso de la mujer su función es la preparación para el
matrimonio y la maternidad. El caso griego nos ilustra como la
guerra es al hombre lo que el matrimonio a la mujer, la adquisición de su verdadera naturaleza (cita de J.P. Vernant recogida
por Vidal-Naquet, 1983: 172). La mujer es la protectora del oikos, del grupo doméstico, de la perpetuación de la familia y del
honor del linaje (Grau y Amorós, 2013).
Cuevas-santuario y territorio
Como señalábamos en el capítulo introductorio, el paisaje es
uno de los elementos esenciales de nuestro trabajo, convirtiéndose en el eje vertebrador sobre el que gira toda nuestra
investigación. Por tanto, no podemos finalizar este capítulo
referente a los rituales de iniciación sin realizar una lectura de
las cuevas-santuario del área central de la Contestania desde el
punto de vista de la Arqueología del Paisaje. Por ello, hemos
analizado cada una de las cuevas en el marco del territorio en
el que se ubican, valorando cuestiones como la visibilidad o el
patrón de asentamiento en el que se enmarcan, destacando su
relación con los principales oppida. Finalmente, trataremos de
establecer algunas conclusiones de carácter general.
La Cova de la Moneda
La Cova de la Moneda se ubica en el sector sudoccidental del relieve montañoso conocido como l’Alt de Biscoi y a una altitud de
unos 1020 m.s.n.m. Esta sierra se encuentra en relación con dos
unidades geográficas claramente delimitadas como son la Vall de
Polop al norte y la Foia de Castalla al sur. La Vall de Polop es un
amplio corredor fluvial que discurre en sentido este-oeste entre las
Sierras de Mariola, al norte, y del Biscoi y El Carrascal, al sur. Este
valle se encuentra enlazado con el Alto Vinalopó a través del l’Alt
de la Menora y la Lloma de la Fonfreda. Se trata de un área con
bastantes posibilidades para su aprovechamiento agrícola en las
zonas de fondo de valle formadas por las terrazas fluviales del río
Polop, así como para el aprovechamiento de los recursos silvestres
y ganaderos en las zonas montañosas que circundan dicho valle.
La segunda de las unidades geográficas que tiene relación con la
cavidad es la Foia de Castalla, caracterizada por una depresión del
terreno perfectamente enmarcada por relieves montañosos al norte
y noroeste (sierras del Fraile, Onil, Biscoi y Carrascal), al noreste y
este (sierras del Cuartel y de Peñarroya), al sur (sierras del Ventós,
Boter y Llofriu) y al oeste y suroeste (sierras de l’Arguenya, Castalla y Maigmó). Las posibilidades de comunicación de esta cuenca
quedan, por tanto, muy limitadas, destacando el corredor que cruza
la Foia y que pone en relación los Valles de Alcoi con el corredor
del Vinalopó o el paso a los pies del Maigmó que comunica las
comarcas del interior con las zonas más llanas de la comarca de
l’Alacantí y la costa. También destacan dos pasos montañosos, el
del puerto de Biar, que comunica la Foia con la cabecera del Vinalopó y el paso que discurre entre las sierras de Biscoi y Carrascal,
que comunican la Foia y la Vall de Polop. A pesar de los relativamente buenos recursos hídricos de esta cuenca, la productividad
agraria se encuentra condicionada por las características del suelo,
que dan lugar a terrenos de capacidad media en las zonas más llanas. Asimismo, existe la posibilidad del aprovechamiento de recursos silvestres y usos pecuarios en las zonas montañosas.
El poblamiento ibérico en estas áreas en la época de mayor
frecuentación de la cueva-santuario (ss. V-IV a.C.) se caracteriza en la Vall de Polop por una estructura claramente jerarqui-
zada con diversos tipos de asentamientos. El asentamiento que
preside el poblamiento en este valle es el oppidum de El Castellar, ubicado en un contrafuerte rocoso de la vertiente oriental
de la Sierra de Mariola y a unos 800 m de altura s.n.m. Se trata
de un poblado fortificado en altura, con una extensión aproximada de 1,5 ha. y una cronología bastante amplia entre los ss.
V-II a.C. (Grau, 2002: 333). Controla visualmente un territorio
que se extiende por el Valle de Polop y el tramo del río Riquer
antes de su confluencia con el Molinar para formar el río Serpis.
En este mismo espacio geográfico y a su vez territorio político
de El Castellar encontramos otro tipo de asentamientos como
son las aldeas de l’Horta Major y El Xocolatero. La primera de
ellas se ubica en ladera en la vertiente oriental de la Sierra de
Mariola y posee una larga perduración en el tiempo desde época
ibérica plena (s. IV a.C.) hasta época romana. Se trata de un
asentamiento de clara vocación agrícola y en cuyas inmediaciones podría haberse hallado también una importante necrópolis
(Grau, 2002: 329-330). La otra aldea que encontramos en este
territorio es la de El Xocolatero, ubicada en ladera a unos 900
m de altura, con una extensión de unas 0,7 ha. y una amplia
cronología (ss. VII-III a.C.) (Grau, 2002: 326). Se localiza en
la zona liminal entre los campos de cultivo y las lomas de la
sierra, lo que permitiría tanto el aprovechamiento agrícola como
un control visual del Valle de Polop. Finalmente, el último tipo
de asentamiento sería el caserío, representado por el yacimiento
de Samperius (Grau, 2002: 325) cuyas características son poco
conocidas, aunque tendría una clara función de explotación de
las tierras circundantes del llano.
El poblamiento de la Foia de Castalla en los ss. V-IV a.C.
es bastante diferente a lo que hemos ido viendo en los casos
anteriores ya que no se ha documentado ningún oppidum que
organice este territorio, salvo la posibilidad de que el yacimiento ubicado en el Castell de Castalla pueda adscribirse a este tipo
de asentamiento. No obstante, se trata de un yacimiento muy
arrasado, de escasa extensión (0, 3 ha.) por lo que podría tratarse
más bien de un puesto de vigilancia o aldea fortificada y por el
estudio de los materiales parece corresponder a un asentamiento
con una cronología de época más bien tardía (ss. III a.C.-I d.C.)
(Verdú, 2010: 123-145) que no se correspondería con la cronología de mayor uso de la cavidad. Para este momento de los ss.
V-IV a.C. documentamos el asentamiento conocido como La
Fernoveta en una ladera al norte de la Foia, con una extensión
de 0,4 ha. y que podría corresponder a un hábitat de pequeño
tamaño y vocación agrícola y posiblemente a una necrópolis
(Grau, 2000: 312). Este asentamiento parece tener relación con
dos vías de comunicación importantes, el paso que discurre entre las sierras de Biscoi y el Carrascal hacia la Vall de Polop y
el sinclinal que a través de la Canal comunica la Foia con los
valles de Alcoi. También con cronología del s. IV a.C. encontramos un pequeño asentamiento conocido como Cabeçó del
l’Ull de la Font (Moratalla, 2004: 251-254) ubicado en una cima
amesetada, controlando visualmente la salida meridional de la
Foia de Castalla a través del valle del río Monnegre. Contrasta
para este momento la escasa densidad de poblamiento en la Foia
de Castalla si la comparamos con otras zonas cercanas, lo que se
ha interpretado como un espacio de transición en el que se prima
el valor estratégico de los asentamientos en el control de las vías
de comunicación y no tanto el acceso a los recursos económicos
(Grau y Moratalla, 1999: 194).
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Finalmente, cabría destacar algunas cuestiones a modo de
conclusión. En primer lugar, la visibilidad desde la cavidad es
muy amplia hacia el sur lo que la pondría en relación directa
con la unidad geográfica de la Foia de Castalla. No obstante, su ubicación en un relieve montañoso, la Sierra de Biscoi,
que actúa como límite claro entre la Foia de Castalla y la Vall
de Polop podría ponerla en relación con ambos ámbitos geográficos y territoriales. A diferencia de los casos anteriores, la
relación de la Cova de la Moneda con un determinado asentamiento no es tan clara pero sí lo es su relación con vías de
comunicación de gran importancia en época ibérica. En primer
lugar, la cavidad se sitúa junto al paso que discurre entre las
sierras de Biscoi y el Carrascal y comunica la Foia con la Vall
de Polop. Asimismo, posee un claro contacto visual con el sinclinal que cruza la Foia de Castalla por el norte enlazando los
valles de Alcoi con la cuenca del Vinalopó, ambas áreas con un
poblamiento muy denso en época ibérica. Finalmente, la cueva
posee una clara relación con un espacio de transición territorial escasamente poblado como es la Foia de Castalla lo que
acentúa su carácter liminal entre territorios, que en este caso
podría ir más allá del territorio del oppidum y actuar como
límite entre dos sistemas de poblamiento más amplios como
son los valles de Alcoi y la cuenca del Vinalopó.
La Cova dels Pilars
La Cova dels Pilars se integra en la unidad geográfica conocida como Valleta d’Agres, que constituye un corredor fluvial de
sentido Este-Oeste enmarcado por la Sierra de Agullent-Covalta
al norte y la Sierra de Mariola al sur. Este corredor ha sido tradicionalmente una importante vía de comunicación que pone en
relación los valles de Alcoi con las estribaciones orientales de
la Meseta. Asimismo, se trata de una zona con buenos recursos
agropecuarios, ya que se encuentran suelos adecuados para la
agricultura, abundantes recursos hídricos y zonas de aprovechamiento forestal en las laderas montañosas. La cavidad se ubica
en la falda rocosa del macizo de Mariola y orientada hacia el
norte, por tanto, hacia el sector central del valle.
La relación de la Cova dels Pilars con el oppidum de Covalta
parece clara ya que ambos mantienen una conexión visual directa, así como una distancia entre ellos de unos 3 km en línea recta.
Asimismo, este espacio sacro se ubica en los límites del área de
captación o territorio explotado por el poblado. Por otra parte,
también existe una intensa relación con el oppidum del Cabeçó
de Mariola ya que la cavidad se ubica en la misma falda de la Sierra de Mariola, favoreciendo la accesibilidad entre ambos sitios,
aunque no exista una relación de visibilidad directa entre ellos.
También en este caso la cueva-santuario se sitúa en el confín del
territorio del Cabeçó. Consideramos interesante el hecho de que
esta cueva-santuario sea elegida deliberadamente por su carácter
liminal ya que existen en las respectivas faldas montañosas de las
proximidades de ambos poblados sendas cavidades que podrían
haber servido como espacio sacro si la prioridad hubiese sido la
proximidad al núcleo urbano (Grau y Olmos, 2005: 68-71).
A modo de conclusión cabe destacar que la Cova dels Pilars
se inserta a priori, tanto por su visibilidad como por su ubicación
en el territorio controlado por Covalta. No obstante, y si analizamos los datos más detenidamente, nos damos cuenta de que también se halla relativamente equidistante por su accesibilidad de
otro poblado en altura como es el Cabeçó de Mariola. En segundo
lugar, consideramos importante que la cavidad se ubique en un
48
espacio periférico respecto al poblamiento ibérico de la época, así
como en un espacio liminal, tanto entre los territorios políticos
de los dos principales oppida como entre el espacio campesino
domesticado (valle) y el espacio silvestre (montaña). Finalmente,
debemos tener en cuenta su ubicación junto a una vía de comunicación de gran importancia en época ibérica que pone en relación
la Meseta con los Valles de Alcoi.
La Cova de l’Agüela
El medio geográfico en el que se ubica la Cova de l’Agüela corresponde a una serie de valles situados en el norte de la provincia
de Alicante. El ámbito de referencia es la Vall d’Alcalà, enmarcada al norte por la Serra Aforadà, al este por la Serra del Sireret y al
sur por la Serra d’Alfaro y Almudaina. No obstante, la cavidad se
halla próxima a la Vall de Seta, unidad geográfica con la que también tiene relación. Se trata de un valle fluvial enmarcado por la
Serra d’Almudaina al norte, la Serra d’Alfaro al este y la Serrella
al sur. En ambos valles encontramos predominantemente suelos
de tipo E en las partes elevadas de las sierras que los circundan y
que no son aptas para el aprovechamiento agrícola, aunque sí para
usos pecuarios o de recolección. También encontramos mayoritariamente suelos de tipo C en las zonas de ladera y fondos de valle,
aptos para el aprovechamiento agrícola con capacidades medias o
bajas en función de la pendiente que presentan.
A continuación, trataremos de analizar el poblamiento ibérico
en la zona en el momento de mayor frecuentación de la cuevasantuario (ss. V-IV a.C.). En cuanto a los asentamientos que tienen relación con la cavidad debemos destacar en primer lugar el
oppidum de El Xarpolar (Vall d’Alcalà). Se trata de un poblado
fortificado en altura que se ubica sobre una elevada meseta en el
extremo oeste de la Serra Aforadà con una extensión de 1,5 ha.
aproximadamente. El registro arqueológico de este yacimiento
abarcaría todo el período correspondiente a época ibérica desde el
Hierro Antiguo (ss. VII-VI a.C.) hasta el Ibérico Final (ss. II-I a.C.)
(Grau y Amorós, 2014). Su situación le otorga una gran importancia estratégica ya que controla el territorio de la Vall d’Alcalà, el
contacto con la vecina Vall de Planes y el acceso a la Vall de Gallinera que comunica las tierras del interior con la costa.
El poblamiento de época ibérica en la vecina Vall de Seta es
algo más complejo ya que se perciben signos de jerarquización
y se da una mayor variabilidad en cuanto a tipología de asentamientos. El núcleo que preside el poblamiento en esta zona es el
oppidum de El Pitxòcol, un poblado fortificado ubicado en un
antecerro de la Serra d’Almudaina y con una extensión de unas
3 ha. Su cronología es muy amplia e iría desde el Hierro Antiguo (ss. VII-VI a.C.) hasta el período Ibérico Final (s. I a.C.)
(Amorós, 2015). En el mismo valle se ubican también otro tipo
de asentamientos como son las aldeas, seguramente subordinadas
al oppidum principal. Es el caso del asentamiento de Benimassot
ubicado en una ladera y con una superficie de 1 ha. aproximadamente y cronología de finales del s. V a.C. hasta mediados del
s. IV a.C. (Grau y Molina, 2005: 246-247). La funcionalidad de
dicho asentamiento sería la de poner en explotación agrícola los
suelos de la zona circundante. La otra aldea que encontramos en
este territorio es el asentamiento de la Solaneta de Tollos, con una
superficie de entre 1 y 1,3 ha., ubicado en altura y posiblemente
fortificado. Como se deduce a partir de las evidencias cerámicas,
el yacimiento podría datarse en Época Plena. Este asentamiento
tendría una funcionalidad estratégica ya que se encuentra situado
sobre la cresta montañosa que controla el acceso a la Vall de Seta
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por el norte, además de explotar los recursos del entorno, especialmente mediante prácticas ganaderas (Grau y Molina 2005:
252). La última categoría de asentamientos que documentamos
en este valle son los pequeños caseríos con cronología de Época
Plena tales como Les Foies y Tamargut, que se caracterizan por
su ubicación en zonas bajas ya que su función es básicamente la
de poner en explotación agrícola las tierras más fértiles del valle
y por su reducido tamaño, ya que este tipo de asentamientos suele
estar formado por un grupo reducido de unidades domésticas.
Para comprender cuál es el papel que juega la Cova de
l’Agüela en esta estructura territorial debemos atender a un
factor tan importante como es el de la visibilidad, muy útil a
la hora de valorar elementos estratégicos, territorios políticos
sobre los que el asentamiento ejerce su dominio o la relación
con diversos códigos simbólicos contenidos en el espacio.
Analizaremos básicamente dos asentamientos con los que la
relación es clara, la Solaneta de Tollos y El Xarpolar. El primero se ubica en la parte oriental de la Vall de Seta, en la zona de
contacto con la Vall d’Alcalà. La visibilidad es bastante amplia
siendo hacia el sur del asentamiento complementaria a la del
oppidum de El Pitxòcol, controlando las vías de comunicación
que conectan la Vall de Seta y la Vall d’Alcalá así como la que
pone en relación la primera con la costa. Hacia el Este y el
Oeste la visibilidad está bastante limitada por los relieves de la
Serra d’Almudaina y la Serra d’Alfaro correspondientemente.
Hacia el norte posee contacto visual con amplias zonas de la
Vall d’Alcalà y sobre todo con el oppidum vecino de El Xarpolar, cuyo territorio se extiende por esta área. Asimismo, el
contacto visual con la Cova de l’Agüela es evidente.
El oppidum de El Xarpolar se ubica en la Serra Aforadà lo
que le confiere un dominio visual bastante amplio. Hacia el norte controla amplias zonas de la Vall de Gallinera y por tanto una
importante vía de comunicación entre la costa y los valles del
interior. No obstante, su control visual más efectivo se da hacia
la Vall d’Alcalà en el sur, donde se ubicaría su territorio político
y donde controlaría otra importante ruta hacia la costa, además
de tener contacto visual directo con el poblado de la Solaneta de
Tollos. Hacia el Oeste, su visibilidad se extiende hacia la Vall
de Planes, estableciendo contacto visual con el oppidum de la
Ermita de Planes, mientras que hacia el este su visibilidad es
algo más limitada. El contacto visual con la Cova de l’Agüela,
al igual que sucede con la Solaneta de Tollos, es muy claro.
La cueva-santuario de l’Agüela se sitúa en la zona oriental
de la Vall d’Alcalà y su visibilidad se orienta principalmente
hacia el oeste, siendo visibles amplias zonas del valle. Está
limitada al norte por la Serra Aforadà, estableciendo contacto
visual directo con el poblado de El Xarpolar y hacia el sur por
el relieve en el que se ubica el poblado de la Solaneta de Tollos
y por la Serra d’Alfaro. Asimismo, podría estar en relación
con las vías de comunicación que conectan la Vall de Seta y la
Vall d’Alcalà así como esta última con la costa. En este caso,
no es tan importante la visibilización puntual de la cueva en
sí como el relieve en el que se ubica, que tendría seguramente
connotaciones simbólicas importantes para las comunidades
que habitaban El Xarpolar y la Solaneta de Tollos desde donde
la cueva-santuario es claramente visible.
A modo de conclusión cabe destacar que la Cova de
l’Agüela se inserta en la unidad geográfica de la Vall d’Alcalà
y por tanto dentro del territorio político del oppidum de El
Xarpolar. No obstante, la cueva se encuentra relativamente
equidistante de otro asentamiento en altura como es la Solaneta de Tollos. Este hecho pone a la cueva-santuario en relación
con el sistema territorial de la Vall de Seta del que la Solaneta
de Tollos forma parte. En segundo lugar, es importante que
en ninguno de los dos casos la cueva-santuario se encuentra
en el centro del territorio del oppidum, sino que se sitúa en
un espacio periférico pudiendo ejercer el papel de límite entre
ambas unidades territoriales, así como entre el espacio campesino domesticado y el dominio silvestre no civilizado. Finalmente, al igual que ocurre en otros casos, la cueva-santuario
se encuentra en relación con vías de comunicación de cierta
importancia en época ibérica. Por un lado, la cavidad se sitúa
en las cercanías del camino que comunica la Vall d’Alcalà con
la Vall de Seta y por otro el que pone en relación los valles del
interior con la costa (Amorós, 2012: 89-90).
La Cova de la Pinta
La Cova de la Pinta se ubica en ladera en el sector suroriental de
la Serra d’Aixortà junto a la cuenca del río Guadalest y a unos
300 m.s.n.m. en el interior de la llanura litoral que conforma
la Marina Alta. Esta unidad geográfica se encuentra limitada
al suroeste por las últimas estribaciones del Cabeçó d’Or que
terminan abruptamente en el mar en forma de acantilados y que
separan la Marina Baixa de la vecina comarca de l’Alacantí.
Hacia el Oeste los límites son algo más difusos donde encontramos varias alineaciones montañosas como la Sierra de Aitana o
el Puig Campana, que conforman diversos corredores de penetración hacia el interior. Finalmente, hacia el norte, la comarca
queda delimitada por la Sierra de Bérnia, diferenciándola claramente de la unidad geográfica de la Marina Alta. No obstante, cabría relacionar la cavidad con la unidad subcomarcal del
tramo bajo del río Algar enmarcada perfectamente por diversas
formaciones montañosas y con suelos relativamente fértiles y
con el valle del río Guadalest, estrecho corredor enmarcado por
las sierras de Aitana y Aixortà e importante vía de comunicación entre el litoral y los valles del interior.
La visibilidad desde la misma boca de la cavidad es muy
escasa ya que se ubica en un barranco por lo que la visión
queda muy encajada. No obstante, si ascendemos por la ladera
en la que se ubica la cavidad unos 10 m, el horizonte visible
se amplía notablemente, aunque de todos modos no posee la
amplia visibilidad que presentan las otras cavidades. La visibilidad de la cueva se orienta básicamente hacia la cuenca
del río Guadalest y queda limitada al Norte y al Este por las
estribaciones de la propia Serra d’Aixortà en la que se ubica
la cavidad. Hacia el Sur se divisa la zona de la cuenca del río
Guadalest, así como parte de la llanura litoral, aunque no llega a divisarse el mar. Finalmente, hacia el SW y W la visión
queda limitada por las estribaciones orientales de la Sierra de
Aitana y también por la propia ladera del barranco.
El poblamiento en esta zona en el momento de uso de la
cavidad como cueva-santuario en el s. V a.C. se limita al núcleo conocido como Altea la Vella, ubicado en un cerro de pequeñas dimensiones del que se desconocen sus características
concretas debido a las transformaciones sufridas por la dilatada ocupación de este espacio. Sí es destacable la presencia
de una necrópolis datada entre finales del s. VI y el s. V a.C.
(Martínez García, 2005: 230-231).
49
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La Cova Fosca
La Cova Fosca se ubica en el sector suroriental de la Serra de
Segària y orientada hacia el sureste, a unos 180 m.s.n.m. y donde termina la ladera más suave de la montaña, a partir de la cual
encontramos relieves mucho más escarpados. Su ubicación le
permite el dominio de la fértil llanura litoral por la que discurre
el río Girona. Este corredor, enmarcado por las sierras de Segària y Migdia al norte y por las sierras del Penyó y del Castell
de la Solana al sur, constituye una de las más importantes vías
de penetración hacia las tierras del interior. Su ubicación casi en
el extremo oriental de la Serra de Segària nos inclina a relacionarla también con la vía de comunicación costera que comunica
la comarca de la Marina Alta con las tierras de La Safor.
En cuanto a la visibilidad desde la cavidad, cabe destacar
que se orienta claramente hacia la llanura litoral y hacia el
corredor que constituye el curso del río, quedando interrumpida por la propia Serra de Segària al norte y por las sierras
del Penyó y del Castell de la Solana al sur. Finalmente es
destacable también el contacto visual con los dos oppida con
los que posiblemente estuvo relacionado a nivel territorial, El
Passet de Segària y el Coll de Pous.
El oppidum de El Passet se ubica en una cima de la Serra
de Segària, en una ubicación estratégica que le permite el control de la vía de paso que pone en conexión las tierras del interior con el litoral. Se trata de un importante enclave fortificado
(Aranegui y Bonet, 1979) con una larga ocupación desde época
antigua hasta época final donde tendrá una gran importancia
durante el episodio de las Guerras Sertorianas en el s. I a.C.
(Costa y Castelló, 1999: 101-106; Castelló, 2015: 137-140). Por
otra parte, el oppidum de El Coll de Pous se ubica en la ladera meridional del extremo oeste de la Serra del Montgó en un
espacio estratégico con buenas defensas naturales, reforzadas
por la construcción de una muralla. Por su ubicación también se
encuentra relacionado con el control de la vía de comunicación
que discurre entre la Serra de Segària y la del Montgó. Se trata
de un asentamiento con una dilatada ocupación cuya fase más
antigua data de mediados del s. VI a.C. hasta el ibérico final
(Castelló y Costa, 1992; Castelló, 2015: 147-148).
La Cova de la Pastora
Esta cavidad se ubica en el extremo oriental de la partida de
La Canal de Alcoi, sobre una colina a unos 860 m.s.n.m. Esta
cubeta se encuentra enmarcada por las sierras de Els Plans al
Este, la sierra del Carrascal y l’Alt de les Florències al Norte,
la sierra de la Carrasqueta al sur y abierta por el Oeste hacia
la Foia de Castalla, formando un corredor que constituye una
importante vía de comunicación.
Esta unidad geográfica bien definida constituye en época
ibérica un territorio con un poblamiento jerarquizado presidido por el oppidum del Puig d’Alcoi y que ha sido analizado
en detalle en otros trabajos (Grau y Segura, 2013). En primer
lugar, encontramos un posible caserío de carácter agrícola
en las inmediaciones de La Pastora durante el s. IV a.C. Un
segundo asentamiento de época plena lo encontramos en La
Sarga, ubicado en las laderas meridionales de una loma situada entre el Mas de la Sarga y el Mas de la Cova y que
tendría una superficie bastante amplia y que constituiría lo
que denominamos una alquería. Un tercer asentamiento es
el de la Moleta de La Canal, situado en el confín occidental
50
de dicha partida y que constituiría un asentamiento de tipo
alquería sobre una pequeña elevación del terreno en la divisoria de aguas que marca el límite del territorio. Finalmente,
cabría citar un pequeño asentamiento ubicado en la cima o en
las laderas septentrionales de l’Alt del Mas del Regall donde
también se han documentado estructuras antiguas y concentraciones de materiales.
Lo que parece claro es que la Cova de la Pastora se ubica
en un espacio liminar, en los terrenos donde acaban los campos de cultivo y en el límite del área de captación del oppidum
de El Puig, de donde provendría la mayor parte de los fieles
que tomarían parte en los rituales desarrollados en la cueva.
También cabe la posibilidad de relacionarla con La Serreta,
que se sitúa a una distancia similar, aunque la presencia de
una serie de terrenos alomados que separan los territorios de
ambos poblados, especialmente l’Alt del Regadiu, hace pensar
que nos encontramos fuera del espacio propio de este último
asentamiento (Machause, Amorós y Grau, 2017).
Valoraciones
Como vemos, la relación con el entorno natural y cultural, es
decir, con los rasgos geográficos y con el poblamiento de sus
entornos nos parece de especial relevancia, pues estamos convencidos que las cuevas se incorporaron a un sistema complejo de relaciones que tenían en cuenta ambos aspectos del territorio. A modo de conclusión destacamos algunas cuestiones
que nos parecen interesantes.
Todas las cuevas se encuentran en el reborde de una unidad natural del paisaje, sobre relieves periféricos de entornos
de sierra y monte (fig. 3.20). Dicha localización las sitúa en
el espacio de la schatià ibérica, en la zona de la naturaleza
escasamente alterada y frecuentada por pastores, cazadores y
otros grupos lejos del centro civilizado. En principio, podría
relacionarse ese patrón con los límites físicos de una unidad
geográfica comarcal, como el Valle del río Serpis o Alcoi, que
hubiese funcionado como territorio en época ibérica. No obstante, en la organización del territorio durante la época de uso
de las cavidades rituales, hacia los ss. V-IV a.C., no se aprecia
el funcionamiento del territorio a escala comarcal, sino más
bien un mosaico de pequeños territorios coincidentes con las
subunidades de paisaje del Valle del Serpis (Grau Mira, 2002)
de lo que deducimos que su influencia ritual debe situarse en
territorios de escala local.
Otra cuestión interesante que se desprende del análisis
desde el punto de vista del paisaje es que las cuevas se orientan en ciertos casos hacia los territorios de donde seguramente procederían los fieles. En efecto, parece existir una cierta
tendencia a que las bocas de las cuevas se orienten hacia los
espacios ocupados por poblados, con amplios dominios visuales hacia esas unidades geográficas, excepto en el caso de
La Cova de La Pinta y de La Pastora.
Por otra parte, todas las cuevas se encuentran en espacios
deshabitados en sus entornos inmediatos y en ningún caso
se pueden encontrar lugares de hábitat permanente en sus
proximidades, lo que acentuaría su percepción como lugares liminales. Asimismo, el momento de mayor uso de estas
cuevas, en los ss. V-IV a.C., coincide con el momento de
configuración y consolidación de los territorios políticos ibéricos, viéndose sancionados mediante la ubicación de un lugar sacro que certificaría la adscripción territorial, siguiendo
[page-n-64]
Fig. 3.20. Localización de las cuevas santuario y el poblamiento. 1: Cova dels Pilars; 2: Cova de l’Agüela; 3: Cova Fosca; 4: Cova de la
Moneda; 5: Cova Pinta, 6: Cova de la Pastora. Los puntos blancos representan los oppida, los negros, poblamiento subordinado. Se señalan
en tonos oscuros los espacios territoriales inmediatos propios de los oppida (Grau y Amorós, 2013: fig. 7).
un modelo de ubicación periférica de los espacios de culto,
muy común en el Mediterráneo antiguo (De Polignac, 1984;
Edlund, 1987). Se trata, además de lugares de culto ubicados
en la periferia de uno o varios poblados, de donde procederían los fieles que rindieron culto en las cavidades.
En definitiva, las cuevas analizadas presentan un patrón
semejante en las relaciones con el entorno geográfico y el
poblamiento contemporáneo. Esas mismas pautas han sido
descritas para las cuevas del centro de Creta que también se
encuentran en el límite del territorio, con la entrada orientada
hacia el territorio en el que se insertan y con testimonios de
un uso anterior, que legitima históricamente su reclamación
territorial. Para cumplir esta función es esencial la premisa de
que el territorio sea visible, así como la ubicación en espacios
elevados en los confines de la unidad geográfica (Watrous,
1996: 74-77) Por tanto, procesos políticos y comportamientos
simbólico-religiosos se entrelazan complementariamente en
el territorio y no solo en el campo de las prácticas rituales,
como ya hemos visto anteriormente.
3.2.6. concLusIones
Para finalizar este apartado en concreto y el capítulo en general creemos conveniente establecer una serie de conclusiones
acerca del papel que juegan los ritos de iniciación entre las
sociedades ibéricas, atendiendo especialmente a nuestro ámbito de estudio. Como hemos podido ir viendo a lo largo del
capítulo, el rol social de la iniciación en el mantenimiento y
reproducción de la estructura social es incuestionable, convirtiéndose en un elemento esencial en el aprendizaje de la vida
social. Los puntos que consideramos esenciales a la hora de
valorar esta cuestión son los siguientes.
En primer lugar, es importante destacar el carácter de la
iniciación como una práctica ritual excluyente ya que no parece que se extienda a la totalidad de la población o al menos no
de la forma en que la documentamos en las cuevas-santuario.
La iniciación sería de este modo un requisito para poder formar parte de la elite de la sociedad, dotando a sus miembros
de una naturaleza diferenciada respecto al resto de la población y legitimando simbólicamente su acceso al poder. La
relación entre estas prácticas rituales y la consolidación de
las cabezas de linaje queda reflejada también por el hecho de
que el momento de mayor intensidad de uso de estas cuevassantuario coincide en el tiempo con la emergencia y afianzamiento de estos grupos aristocráticos en los ss. V y IV a.C.
que queda reflejada en el paisaje por el desarrollo de diversos
territorios políticos presididos por los oppida en un modelo
territorial bien conocido para nuestra área de estudio.
Como hemos venido proponiendo, las cuevas-santuario se
vinculan estrechamente con un modelo territorial muy concreto. El momento de mayor intensidad de uso ritual de estas
cuevas lo documentamos entre los ss. V y IV a.C. coincidiendo con la construcción y consolidación de diversos territorios políticos de escala local en nuestro ámbito de estudio.
El patrón de poblamiento en este momento se caracteriza en
nuestra área de estudio por la existencia de una serie de oppida de pequeño y mediano tamaño que controlan pequeños
territorios políticos coincidentes con unidades geográficas,
normalmente valles (Grau, 2002). Este modelo además refleja la emergencia y consolidación de distintas aristocracias o
linajes. Por tanto, las cuevas-santuario tendrían sentido desde
el punto de vista del paisaje por su papel en la sanción simbólica de los territorios políticos mediante su ubicación en los
límites del mismo (Grau y Amorós, 2013).
51
[page-n-65]
De hecho, esta relación de las cavidades con la escala local es tan estrecha que en el momento en que la configuración
territorial cambia en el s. III a.C. con el surgimiento de un
nuevo rango jerárquico, la ciudad de La Serreta, que se superpone a la estructura territorial previa, las cuevas-santuario
pierden su sentido como elementos amortiguadores de las
fricciones territoriales entre los distintos oppida y dejan de
utilizarse o al menos con tanta asiduidad. No queremos decir
con ello que desaparecerían los rituales de iniciación en el
mundo ibérico, sino que pudieron trasladarse a otros ámbitos como por ejemplo los santuarios territoriales que emergen
como espacio de sanción simbólica de los nuevos territorios
políticos de escala comarcal.
Por último, cabría destacar el uso ritual de estas cuevassantuario como una forma de vinculación entre los linajes dominantes y el territorio político del oppidum. Durante los ss. V
y IV a.C. los grupos aristocráticos dominantes despliegan toda
una serie de estrategias donde las formas de apropiación sociopolítica se ven reflejadas en la creación de territorios bien definidos y delimitados tanto desde el punto de vista físico como
ideológico (Ruiz et al., 2001; Ruiz, Rueda y Molinos, 2010).
52
En el Alto Guadalquivir encontramos un buen ejemplo de esta
vinculación entre linaje y territorio a pequeña escala en el santuario de El Pajarillo (Huelma, Jaén) (Rueda, 2011: 29-38). En
este caso, a partir de inicios del s. IV a.C. se constata un modelo
territorial articulado por el valle del río Jandulilla y su cuenca
hídrica, siendo el oppidum rector del territorio el asentamiento
de Iltiraka (Úbeda la Vieja). Dicho proyecto territorial se apoyará en la búsqueda de elementos que permitan una legitimación
socio-política, así como el control ideológico con el objetivo
de mantener una identidad común y la cohesión social. En este
marco es donde se entiende la creación del santuario como una
proyección ideológica y territorial que actúa como sancionador
simbólico del proyecto político a través de un discurso mitológico que se remonta al origen del linaje fundador (Rueda, 2011:
36). De forma similar, las cuevas-santuario y la iniciación en
el área central de la Contestania estarían íntimamente relacionadas con la memoria de las hazañas del antepasado heroizado
fundador del linaje dominante y su vinculación a un determinado territorio político, lo que nos llevaría a la valoración de
los ancestros como elemento legitimador del acceso desigual al
poder político.
[page-n-66]
4
Prácticas de comensalidad ritual
4.1. PLANTEAMIENTOS TEÓRICOS
Y METODOLÓGICOS
4.1.1. pLAnteAmIentos teórIcos
La segunda de las prácticas que vamos a analizar en nuestro
trabajo es la comensalidad ritual, definida como una forma de
actividad ritual pública basada en el consumo comunal de comida y bebida para un propósito u ocasión especial. Estas prácticas
se diferencian del consumo cotidiano, aunque al mismo tiempo
el simbolismo ritual del banquete está constituido mediante una
compleja relación semiótica con las pautas de consumo diario,
donde la comida y la bebida constituyen el medio de expresión
y el consumo convival constituye el lenguaje simbólico básico
(Dietler, 2001: 65-75). Otro elemento esencial a la hora de valorar estas prácticas de consumo ritual es el concepto de hospitalidad comensal, que podríamos definir como una forma especializada de intercambio de regalos o dones que genera una serie de
obligaciones recíprocas y deudas entre donante y receptor, que
pueden ser manipuladas para la obtención de ventajas sociales
(Mauss, 1925; Godelier, 1998), aunque la diferencia radica en
que la comida es consumida en el acto y no circula.
El análisis de la comensalidad ritual desde la arqueología es
relativamente reciente al contrario que en el ámbito de la antropología donde el estudio del consumo de alimentos y bebidas presenta un recorrido mucho más amplio. Cabría destacar
en este sentido el estudio del antropólogo indio A. Appadurai
(1981) quien valora el papel del consumo de alimentos en la organización de la sociedad a través de su lenguaje simbólico, así
como su utilización para establecer tanto vínculos de cohesión
social como para marcar relaciones de desigualdad. Desde una
perspectiva más arqueológica, pero sin dejar de lado los elementos etnográficos, resultan interesantes las aportaciones de M.
van der Veen (2003; 2007) que analiza el papel de los alimentos
percibidos como exóticos o de prestigio, que son considerados
como tales por el hecho de poseer una serie de propiedades que
los convierten en susceptibles de ser ritualizados, tales como la
capacidad de proporcionar un sabor adicional, su alto contenido
en proteínas, sus propiedades embriagadoras o estimulantes, sin
olvidar la complejidad a la hora de adquirirlos.
Sin embargo, los dos investigadores que más han aportado al
estudio del papel de la comensalidad ritual en el estudio de las sociedades y su aplicación al análisis del registro material han sido
B. Hayden y M. Dietler cuya obra conjunta, Feasts. Archaeological and Ethnographic perspectives on food, politics and power
constituye una publicación de referencia para quien desee aproximarse al estudio de la comensalidad desde un punto de vista
arqueológico. B. Hayden (1990; 1996; 2001) estudia el papel del
banquete como un mecanismo adaptativo desarrollado por la comunidad para mantener la solidaridad social desde una perspectiva de carácter funcionalista basada en los principios de la ecología cultural y estableciendo una tipología que distingue entre
banquetes de mínima distinción (Minimally distinctive feasts), de
promoción y alianza (Promotional/ Alliance feasts), competitivos
(Competitive feasts) y de tributo (Tribute feasts).
Para el desarrollo de nuestro trabajo, sin embargo, nos hemos guiado en mayor medida por los planteamientos teóricos
propuestos por M. Dietler (1990, 1996, 1999, 2001, 2005) cuya
perspectiva nos parece más adecuada y completa para el objeto de estudio de nuestra investigación. Este autor combina los
datos de carácter etnográfico, fruto de sus investigaciones entre
diversas sociedades africanas, con datos de naturaleza arqueológica procedentes del estudio de sociedades de la Edad del
Hierro en el continente europeo, así como las implicaciones
de este consumo ritual en los encuentros coloniales con otras
poblaciones mediterráneas. Para Dietler, es crucial reconocer
y entender el banquete como una forma particular de actividad
ritual, subrayada por sus efectos dramatúrgicos, con un gran
poder para articular las relaciones sociales y como un elemento
estratégico de acción política que hace posible la reproducción
53
[page-n-67]
del sistema. De este modo, incorpora a su planteamiento teórico las propuestas antropológicas sobre el importante papel que
juega el ritual, y por tanto el banquete, en la creación, definición y transformación de las estructuras de poder (Dietler,
2001: 70), no habiendo ritual sin política, ni política sin ritual
(Kelly y Kaplan, 1990: 141). Asimismo, propone una serie de
tipos de banquetes, más como una diferenciación heurística que
como una tipología formal (Dietler, 2001: 75), sobre la que volveremos cuando tratemos la cuestión de las estrategias concretas derivadas de estas prácticas de comensalidad ritual.
Si nos centramos en la cuestión metodológica de lo que podemos denominar como Arqueología del Banquete, así como su
aplicación a un caso de estudio concreto, debemos destacar los
trabajos de S. Sardà, especialmente su tesis doctoral, Pràctiques
de consum ritual al curs inferior de l’Ebre. Comensalitat, ideologia i canvi social (s. VII-VI ane) (2010) cuyo planteamiento,
basado principalmente en el estudio contextual del banquete, es
complementado por otros trabajos (Sardà, 2010b; Sardà y Diloli, 2009). El tratamiento de estos temas en el ámbito peninsular
tendría su origen, o al menos suponen un punto de inflexión
importante, en los dos congresos sobre la arqueología del vino,
organizados en los años 90 (Celestino, 1995; 1999). Posteriormente, el interés suscitado por el estudio de las prácticas de comensalidad ritual en la península Ibérica en los últimos años
tiene su reflejo en publicaciones monográficas como Poder y
prestigio en las sociedades prehistóricas peninsulares: el contexto social del consumo de alimentos y bebidas (2008), Ideologia, pràctiques rituals i banquet al nord-est de la Península
Ibèrica durant la Protohistòria (2009) o De la cuina a la taula.
IV Reunió d’Economia del primer mil·lenni (2010).
Más allá del ámbito peninsular también encontramos diversos estudios que analizan estas cuestiones relacionadas con
las prácticas de comensalidad, siendo de especial interés para
nuestro trabajo los que se centran en las sociedades protohistóricas del área mediterránea. Un elemento con un largo recorrido en la historiografía es el banquete griego o symposion, bien
conocido por las fuentes escritas, iconográficas y arqueológicas, y tratado por un amplio número de investigadores desde
diversas perspectivas (Schmitt, 1985; 1995; 2004; Murray,
1990; Luke, 1994; Lissarrague, 1990). También se han tratado
estas cuestiones en el ámbito de la península itálica, especialmente en contextos etruscos y laciales, jugando la información
de naturaleza arqueológica un papel esencial en estos estudios
(Tagliente, 1985; Scheid, 1985; Pontrandolfo, 1995; Zaccaria,
2003; Riva, 2011). También han sido estudiadas ampliamente
las pautas de consumo ritual en el área del sur de la Galia,
especialmente en el entorno de la colonia focea de Massalia,
siendo ésta una de las áreas en las que se basa M. Dietler para
la elaboración de sus propuestas sobre las prácticas de comensalidad (Dietler, 1990; 1996; 1999; 2005).
4.1.2. LA mAterIALIzAcIón DeL bAnquete
Una vez repasados algunos planteamientos teóricos relacionados con el banquete, debemos plantearnos de qué forma se
materializan este tipo de prácticas y cómo se plasma todo ello
en el registro arqueológico. Uno de los elementos más importantes a la hora de abordar un análisis de este tipo es el estudio
de los repertorios cerámicos y metálicos, es decir, de los objetos que podemos relacionar con prácticas de consumo ritual
54
a través de su estudio tipológico y funcional. En este análisis tendrán una especial relevancia los objetos importados, ya
que son potencialmente ritualizables por la dificultad a la hora
de adquirirlos o por los conocimientos especializados que requiere su “correcta” utilización. Esto no quiere decir que las
cerámicas de origen local, tanto de cocina para la preparación
de los alimentos como la vajilla para el servicio de mesa, no
formaran parte de los repertorios utilizados en el desarrollo de
estos banquetes, aunque resulta más difícil discernir en cada
caso si su uso está relacionado con prácticas rituales o con
prácticas de consumo cotidiano. No obstante, sí analizaremos
más detalladamente el caso de las cerámicas ibéricas con decoración figurada que se desarrollan en el s. III a.C. y que sí
pueden relacionarse más claramente con prácticas de consumo
ritual. Más adelante veremos cómo hemos abordado el estudio
de estos repertorios en nuestro caso de estudio concreto.
El segundo elemento o manifestación de la materialización
del banquete son los alimentos consumidos, aunque su estudio
resulte mucho más problemático debido a su naturaleza perecedera que da lugar, a diferencia de lo que sucede con los repertorios cerámicos, a una conservación mucho menos frecuente en
el registro arqueológico. Suele tratarse de alimentos o productos
que por sus propiedades pueden ser fácilmente ritualizables o
considerados como bienes de lujo (Van der Veen, 2003: 413), tales como aquellos que proporcionan un sabor adicional, los que
destacan por su alto contenido en proteínas o aquellos que destacan por sus propiedades psicoactivas o embriagadoras como
las bebidas alcohólicas. Su estudio puede ser abordado desde
diversas metodologías, ya sea mediante el estudio de los restos
bioarqueológicos, como los restos de fauna o vegetales, o su inferencia indirecta a partir de los recipientes contenedores, como
es el caso de las ánforas y el vino en nuestra área de estudio.
El tercer elemento que podemos identificar en el registro arqueológico son las estructuras arquitectónicas relacionadas con
estas prácticas de consumo ritual comunitario. En ocasiones puede tratarse de edificios relativamente amplios construidos con el
objeto de albergar estos banquetes o espacios destinados al almacenamiento de los alimentos o productos que posteriormente van
a ser consumidos en estos eventos, aunque en muchos casos, la
distinción entre espacios de consumo doméstico y ritual resulta
muy problemática. Por otro lado, es posible identificar espacios o
recintos de consumo ritual al aire libre ya sea en contextos dentro
del poblado o extramuros, como es el caso de las necrópolis.
Tras el estudio de estos elementos en sí mismos debemos ampliar nuestra escala de análisis y para ello es necesaria la valoración de los contextos arqueológicos con el fin de establecer asociaciones entre los repertorios para de este modo poder descifrar
la lógica funcional de los objetos, realizar un análisis espacial de
los mismos así como su relación con las estructuras arquitectónicas y elaborar análisis cuantitativos, especialmente significativos
cuando los aplicamos a los repertorios cerámicos (Sardà, 2010a:
55). No obstante, la identificación de depósitos arqueológicos primarios resulta, en la mayoría de las ocasiones, francamente difícil
(Schiffer, 1988) por lo que debemos adaptar nuestras investigaciones para poder trabajar con datos provenientes de depósitos
secundarios o incluso de prospecciones superficiales.
Finalmente, y tras el análisis de todos estos datos, debemos
interpretarlos con el fin de establecer conclusiones de tipo social
planteando algunas preguntas al registro arqueológico.
[page-n-68]
En primer lugar, es necesario preguntarse quién participa en
estos banquetes, si se trata únicamente de las elites o si por el
contrario la participación de extiende a un segmento amplio de
la comunidad en una estrategia de fomento de consumidores.
En segundo lugar, hay que preguntarse cómo participan ya que
no es lo mismo participar en el banquete con un rol protagonista
de organizador y distribuidor que como un mero asistente, lo
que nos lleva a la cuestión de cómo se distinguen entre ellos
mediante las formas de consumo o el uso de parafernalias diferenciadas. En muchas ocasiones estos banquetes tienen un
carácter agonístico o competitivo entre los miembros de la elite
por lo que podemos preguntarnos cuáles son los medios utilizados para esta competición y los recursos utilizados para su
financiación. La canalización de recursos hacia la financiación
de estos eventos debe tener como contrapartida la consecución
de una serie de beneficios por parte de sus organizadores. A lo
largo de nuestro trabajo, trataremos de dar respuesta a estas y a
otras preguntas con el fin de conocer mejor esta estrategia ideológica que supone la comensalidad ritual.
4.1.3. pLAnteAmIentos metoDoLógIcos
En cuanto al enfoque metodológico, hemos abordado nuestro
estudio desde varias unidades de observación o escalas de análisis con el fin de trabajar con el mayor volumen de información
posible. La primera escala de análisis son los objetos en sí mismos, analizados de forma individualizada en cada uno de los
períodos que señalábamos anteriormente. Dichos objetos han
sido clasificados siguiendo criterios de tipo funcional en relación con las prácticas comensales, prestando especial atención a
los elementos importados, aunque sin olvidar la importancia de
las cerámicas locales. Así, un primer grupo estaría constituido
por los objetos de almacenamiento y transporte, principalmente
ánforas que aportan una valiosa información acerca de los productos consumidos y su procedencia. La segunda categoría funcional que hemos establecido son los elementos de preparación,
la mayoría de ellos relacionados con la mezcla del vino para
su posterior consumición, como los cuencos-trípode, coladores,
infundibula, cráteras…La última de las categorías establecidas
es la que está constituida por la vajilla o servicio de mesa para la
consumición de alimentos y bebidas en el transcurso de los banquetes. Para completar este apartado de carácter más descriptivo
hemos recopilado todos los asentamientos en los que se documentan este tipo de elementos relacionados con las prácticas de
comensalidad ritual y en la medida de lo posible hemos tratado
de abordar un análisis de tipo contextual, aunque la mayor parte
de la información que manejamos proviene de prospecciones
superficiales que, en nuestra área de estudio, aportan una valiosa
información. En gran parte de los casos en que se han llevado a
cabo excavaciones con metodología arqueológica, no se han podido documentar depósitos primarios que nos permitan asociar
los objetos entre sí o con determinadas estructuras para poder
establecer lecturas sociales del registro, sino que se trata de estratigrafías muy afectadas por procesos postdeposicionales.
El siguiente paso es la ampliación de la unidad de observación al paisaje con el fin de analizar cómo se distribuyen estos
elementos relacionados con la comensalidad en los diversos
asentamientos comarcales, identificando patrones de dispersión/concentración a partir de los que extraer conclusiones de
tipo social. Asimismo, consideramos interesante establecer las
frecuencias y porcentajes de aparición de este tipo de elementos en algunos espacios bien estudiados y cubriendo, en la medida de lo posible, las distintas tipologías de asentamiento, a
saber, el oppidum, la aldea y el caserío.
Para finalizar nuestro análisis hemos dedicado un apartado
al estudio de las prácticas de comensalidad ritual como estrategia ideológica en los territorios centrales de la Contestania
ibérica con el objetivo de comprender la puesta en marcha de
estos mecanismos y qué papel juegan en la articulación de las
relaciones sociales y de poder en cada una de las etapas.
4.2. HIERRO ANTIGUO (SS. VII-VI A.C.)
En este apartado, trataremos de identificar las distintas evidencias
que nos llevan al reconocimiento de prácticas de consumo ritual
entre las sociedades del área septentrional de lo que posteriormente se conocerá como Contestania entre los inicios del s. VII
y mediados del VI a.C. La demanda de estos productos foráneos
que toman parte en las prácticas de consumo convivial o festivo,
se entiende en el marco de los intereses y dinámicas locales.
Nuestro objetivo es el estudio del banquete como estrategia
ideológica, como un marco donde se escenifican y naturalizan
las relaciones sociales, que a partir de este período se estratifican
visiblemente. Este consumo comunal de bebida y comida puede
tener múltiples funciones y convertirse tanto en un mecanismo de
cohesión del grupo, como en una estrategia de exclusión y diferenciación a la hora de forjar relaciones de jerarquía social. Estas
cuestiones son especialmente importantes en un período como el
que nos ocupa en el que se están produciendo importantes cambios sociales, configurándose unas nuevas elites que desplegarán
nuevas estrategias ideológicas, entre las que se encuentra el banquete, y cuyo objetivo es la naturalización de las desigualdades,
así como la adquisición de mayor prestigio y poder.
A la hora de abordar un estudio de este tipo, es necesario
acercarnos a la realidad material de estas prácticas de consumo
ritual a través del estudio de los repertorios cerámicos y metálicos, los alimentos consumidos y los contextos arqueológicos que
nos permitan la asociación de unos y otros a diversas estructuras, básicamente de carácter doméstico y funerario. Cuando en el
marco de nuestra investigación nos hemos acercado a la realidad
material para esta fase más antigua, nos hemos topado con serias
limitaciones que vamos a señalar a continuación. En primer lugar,
nos encontramos con una calidad de la información arqueológica
muy desigual ya que, en la mayoría de los casos, los materiales
estudiados proceden de prospecciones superficiales, lo que nos
impide de entrada hacer valoraciones de tipo contextual o de alimentos consumidos, salvo inferencias indirectas a partir de los
contenedores importados. En cambio, las numerosas prospecciones llevadas a cabo en nuestra área de estudio nos permiten reconocer la dispersión de estos elementos en el paisaje y reconocer
procesos a una escala más amplia. En otros casos, en los que se
han llevado a cabo excavaciones sistemáticas como es el caso de
El Puig (Alcoi) o l’Alt del Punxó (Muro d’Alcoi), los materiales
no siempre se han hallado en contextos primarios, sino que se
trata normalmente de estratos muy alterados por diversos procesos postdeposicionales ya que se trata de asentamientos con una
perduración muy amplia en el tiempo. Finalmente, otra dificultad
que hemos hallado es en algún caso la publicación parcial de los
resultados a falta de una monografía de conjunto.
55
[page-n-69]
Como consecuencia de estas limitaciones hemos tenido que
centrarnos para este período del Hierro Antiguo principalmente
en el estudio de los objetos potencialmente ritualizables donde tienen una gran importancia los productos procedentes del
intercambio con poblaciones de origen semita, aunque entendidos como una realidad integrada en los procesos locales, como
un repertorio de materiales importados que la sociedad local ha
seleccionado con el fin de reforzar expresiones identitarias propias (Vives-Ferrándiz, 2005). Trataremos de identificar y describir estos objetos que en nuestra opinión están relacionados
con prácticas de consumo ritual o festivo para a continuación
atender a su distribución en el territorio, así como a su relación
con las diversas categorías de poblamiento. El objetivo es establecer un paisaje de la comensalidad a partir del que poder
extraer lecturas de tipo social y conocer el dónde, el cómo y el
quién de estas prácticas de consumo ritual.
4.2.1. Los objetos
Elementos de almacenamiento y transporte
El primer elemento a valorar por su importancia como evidencia indirecta de alimentos importados susceptibles de ser
consumidos durante los rituales de comensalidad son las ánforas fenicio-occidentales que suelen denominarse R-1 y que
deben su nombre al yacimiento de Rachgoun (Argelia) (Vuillemot, 1965) o más recientemente conocidas como Ramón
T-10.1.1.1 y T-10.1.2.1 (Ramón, 1995) (fig. 4.1: 1 y 2). El tipo
10.1.1.1 es el más antiguo y se trata de una adaptación de los
rasgos y las características de las ánforas fenicias orientales.
Presenta cuerpo ovoide de unos 60-70 cm con forma de saco y
una carena en la parte media de su tercio superior con bordes
predominantemente altos y ligeramente engrosados en su cara
interna. Las asas son de sección circular, cuya parte superior
se ubica a la altura de la carena. Este modelo dará lugar al tipo
10.1.2.1 cuya diferencia fundamental respecto al anterior es
que el diámetro máximo no coincide con la carena, estrechándose ligeramente el cuerpo, por lo que posee un perfil más
o menos ovoide. Asimismo, los bordes tienden a engrosarse
hacia el interior ofreciendo en ocasiones aristas muy marcadas. Poseen pastas duras y porosas de tonalidades castañas en
superficie, con el interior grisáceo y con abundante desgrasante visible compuesto por mica plateada, cuarcita, calcita
o esquisto. La producción del tipo 10.1.1.1 se lleva a cabo
exclusivamente en los asentamientos fenicios del área del Estrecho de Gibraltar desde mediados del s. VIII a.C. mientras
que el tipo 10.1.2.1 comienza a fabricarse a partir del 675/650
a.C. hasta mediados del s. VI a.C. también en otros centros
fenicios del sur y el este peninsular. Este segundo tipo será
incluso imitado y fabricado por los grupos locales como es el
caso de un importante número de ánforas procedentes del Alt
de Benimaquia (Denia) en nuestra área de estudio (Álvarez,
Castelló y Gómez Bellard, 2000: 125-128)
Hemos incluido las ánforas en nuestro estudio sobre la comensalidad ritual, evidentemente, no por el recipiente en sí mismo sino
por su contenido, siendo este producto el motivo de su comercio
y distribución tanto en los asentamientos más próximos al litoral
como en los poblados del interior. A partir de diversos análisis de
naturaleza físico-química se ha podido determinar cuál es el último producto contenido en este tipo recipientes anfóricos (Wagner,
56
1978; Ramon, 1995; Juan-Tresserras, 2002: 29; Juan Tresserras
y Matamala, 2004; Sardà, 2010a: 205) predominando el vino y
los salazones, pero también aceite o carne salazonada en algún
caso. Sería destacable la gran demanda de vino por parte de las
comunidades locales ya que por sus características se trata de un
producto potencialmente ritualizable y susceptible de convertirse
en un bien de lujo o de prestigio debido a sus propiedades estimulantes o embriagadoras que permiten alcanzar estados alterados de
conciencia, así como enfatizar los aspectos dramáticos o teatrales
en el marco de las prácticas rituales (Dietler, 1990).
Otra forma de origen fenicio y relacionada con funciones de
almacenamiento o transporte serían los pithoi de cuerpo oval y
bordes exvasados de perfil curvo o subtriangular (fig. 4.1: 3). Suelen poseer asas bífidas unidas al labio y en muchos casos decoración pintada de color rojizo en forma de bandas horizontales. Otro
recipiente de almacenamiento y transporte que documentamos de
forma muy puntual son las urnas tipo Cruz del Negro (Aubet,
1976) caracterizadas por su forma globular y cuello cilíndrico con
borde recto y labio ligeramente exvasado hacia el exterior con dos
asas de sección circular en la zona del hombro. Suele presentar
decoración pintada con motivos de tipo geométrico.
Elementos de preparación
El otro elemento foráneo que nos permite identificar prácticas de
consumo ritual son los cuencos-trípode que han sido ampliamente estudiados en toda la costa oriental de la península Ibérica por
J. Vives-Ferrándiz (2004, 2005: 130 y ss.) que los fecha entre los
ss. VII y VI a.C. (fig. 4.1: 5). Se trata de un recipiente de cerámica común caracterizado por poseer tres pies elevados, de secciones diversas y de disposición radial en la parte inferior. Este tipo
de cerámica fenicia deriva formalmente de producciones de la
zona siria de principios a mediados del II milenio a.C. así como
precedentes elaborados en piedra en esta misma zona desde el III
milenio a.C. (Vives-Ferrándiz, 2004: 12) mientras que los cuencos-trípode propiamente fenicios derivarían de producciones del
área sirio-palestina fechadas en el s. VIII a.C. (Botto, 2000: 66).
Estos antecedentes llevan a suponer que la funcionalidad de estas piezas sería la de su utilización como morteros en relación
con el machacado de diversas sustancias, no obstante, y dada la
relativa fragilidad de estos recipientes en comparación con sus
precedentes pétreos, no deberían ser excesivamente resistentes o
sólidos (Vives-Ferrándiz, 2005: 134).
La asociación de estos cuencos-trípode con las ánforas fenicio-occidentales es ciertamente recurrente, lo cual podría poner
en relación la funcionalidad de dichos morteros con el vino fenicio contenido en las ánforas. De esta forma es posible que el
consumo del vino se realizara según la práctica siria de triturar
especias, miel u otras sustancias aromatizantes que serían posteriormente añadidas a la bebida con el objetivo de potenciar
su sabor o disimular sabores desagradables fruto del deterioro
del vino durante su transporte (Vives-Ferrándiz, 2004: 25-26).
La relativa escasez de este tipo cerámico en relación con las ánforas fenicio-occidentales en nuestro ámbito de estudio nos lleva
a considerarlo como un elemento diacrítico, otorgando prestigio
a su poseedor que de este modo se diferenciaría del resto de la
comunidad en los modos de consumo del vino.
Siguiendo con el repaso al repertorio de materiales relacionados con la preparación, debemos hacer referencia a un elemento bastante excepcional como es el infundibulum de origen
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Fig 4.1. Importaciones de los ss. VII-VI a.C. 1-2. Ánforas R-1, 3. Pithos, 4. Urna tipo Cruz del Negro, 5. Cuenco-trípode, 6-8. Platos.
57
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Fig 4.2. Infundibulum de Xàbia (Vives-Ferrándiz, 2007: fig. 2).
etrusco hallado bajo las aguas de la bahía de Xàbia (Vives-Ferrándiz, 2007) (fig. 4.2). Un infundibulum es una pieza vinculada al servicio de bebida con una doble funcionalidad, por una
parte es utilizado como embudo para el transvase de líquidos
a recipientes de boca estrecha y por otro realiza la función de
colar para el filtrado de las impurezas que estas bebidas pudiesen contener. En este caso se conserva únicamente el mango de
bronce de tipo lira ya que se ha perdido tanto el vaso-embudo
como el colador. Ha sido datado por paralelos, ya que carece
de contexto arqueológico, en la primera mitad del s. VI a.C.
(Vives-Ferrándiz, 2007: 161). La presencia de este infundibulum en las tierras alicantinas, así como otros bronces de origen
etrusco relacionados con prácticas comensales como la bandeja
de borde perlado de Penya Negra, dos jarros u olpes de bronce
procedentes del Cabecico del Tesoro y del Oral así como dos
ralladores de bronce procedentes de este mismo asentamiento,
debemos ponerla en relación con el comercio fenicio en esta
zona, ya que se asocian a otras importaciones como las ánforas
R-1 y los cuencos-trípode (Vives-Ferrándiz, 2006-2007).
En Etruria su uso está vinculado al banquete además de ser
utilizado en otros espacios rituales tales como santuarios y necrópolis (Vives-Ferrándiz, 2007: 169). No obstante, debemos interpretar esta pieza en el contexto de la práctica social local convirtiéndose así en un objeto asociado seguramente al consumo de
vino y por tanto en estrecha relación con las ánforas fenicio-occidentales y con los cuencos trípode que llegan en este mismo momento. Este infundibulum se convertiría en un elemento diacrítico
de primer orden que otorga a quien lo posee un prestigio o capital
simbólico que le permita ejercer el liderazgo en sociedades donde
los roles políticos no están plenamente institucionalizados y el
poder debe ser continuamente negociado.
58
Elementos de vajilla
Un último elemento a tener en cuenta es la vajilla utilizada en este
tipo de banquetes rituales. Cuando nos acercamos al registro arqueológico en nuestra área de estudio vemos que la proporción de
vajilla importada fenicia es muy inferior en comparación con el
número de ánforas, y solo se documentan algunos platos de ala ancha y pocillo interior o algunos restos de cerámica común (fig. 4.1:
6-8). Por tanto, los recipientes usados para comer y beber en el desarrollo de estos rituales habría que buscarlos entre el repertorio de
cerámicas a mano y las primeras producciones a torno propiamente
indígenas. De nuevo, en este caso podemos ver como la demanda
de productos fenicios importados responde a los intereses de las
comunidades locales que los adaptan a sus estrategias ideológicas
en un momento de intenso cambio social.
4.2.2. eL contexto DeL regIstro ArqueoLógIco
Para completar nuestro análisis y una vez valorados los objetos que formarían parte de este tipo de banquetes, lo ideal
sería acercarnos a los contextos habitacionales que proporcionan una información de primera calidad, estableciendo asociaciones entre los repertorios, ubicación, relación espacial y
cuantificación de los mismos, análisis carpológicos y de fauna… No obstante, ya hemos señalado al inicio las limitaciones
con las que nos hemos encontrado a la hora de valorar estas
cuestiones, aunque a cambio podemos reconocer muy bien la
dispersión de estos productos en el paisaje.
Los Valles de Alcoi
Para este conjunto de pequeños valles nos encontramos con una
importante dispersión de materiales de importación fenicios.
La gran mayoría de los materiales de esta área geográfica pro-
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Fig 4.3. Asentamientos con importaciones de los ss. VII-VI a.C. en el área de los Valles de Alcoi. 1. Covalta, 2. VA-3, 3. Cova dels Pilars,
4. Alt del Punxó, 5. La Comuna-Reial Franc , 6. Barranc del Sofre, 7. El Xarpolar, 8. La Penya Banyà, 9. Els Ametllers, 10. Mas de
Moltó, 11. Alqueria de Benifloret, 12. El Pitxòcol, 13. El Xocolatero, 14. Samperius, 15. AC-110, 16. AC-101, 17. El Puig, 18. La Serreta,
19. Cova de la Pastora, 20. El Carrascalet, 21. La Capella, 22. Bancals de Satorre, 23. AC-90, 24. AC-91, 25. Altet del Vell, 26. Mas de
Cantó, 27. La Condomina, 28. Les Puntes, 29. Mas del Pla.
vienen de prospecciones superficiales (Martí y Mata, 1992), de
la revisión de materiales de excavaciones antiguas (Pla y Bonet, 1991; Espí y Moltó, 1997) o excavaciones sistemáticas recientes en El Puig (Alcoi) o en l’Alt del Punxó (Muro d’Alcoi)
(Grau y Segura, 2013; Espí et al., 2009) (fig. 4.3).
En primer lugar, encontramos ánforas del tipo R-1 o Ramón
T-10.1.1.1 y T-10.1.2.1 en numerosos yacimientos de la zona, tanto
poblados de altura como asentamientos en el llano a saber La Covalta (Pla y Bonet, 1991), La Penya Banyà, Mas de Moltó, Mas de
Cantó, La Condomina, Mas del Pla, Bancals de Satorre (6), VA-30,
El Barranc del Sofre, AC-91 y AC-90, L’Altet del Vell, El Carrascalet, Les Puntes, AC-110, AC-101, La Comuna-Reial Franc, La
Capella, Samperius (Martí y Mata, 1992) El Xarpolar, El Pitxòcol, Cova de la Pastora, El Ametllers, El Xocolatero, La Serreta (5)
(Grau, 2002: 122), Alqueria de Benifloret (Acosta, Grau y Lillo,
2010) además de El Puig y l’Alt del Punxó que analizaremos con
más detenimiento a continuación.
Acompañando a las ánforas, también llegan a esta zona
del interior los cuencos-trípode, aunque en menor medida.
Contamos con cinco ejemplares en El Puig (Espí y Moltó,
1997; Grau y Segura, 2013: 83) y un ejemplar en Bancals de
Satorre (Martí y Mata, 1992: fig. 2.26).
Otros elementos importados, aunque con una presencia
mucho más escasa en el registro, son otros recipientes de almacenamiento como los pithoi en El Xocolatero (Grau, 2002:
53), Bancals de Satorre (Martí y Mata, 1992: fig. 2. 17 y 18)
Alquería de Benifloret (Acosta, Grau y Lillo, 2010) o El Puig
(Grau y Segura, 2013:83). También documentamos urnas tipo
Cruz del Negro en El Puig (Grau y Segura, 2013:83) y en l’Alt
del Punxó (Espí et al., 2009: 31) así como escasos ejemplos
de vajilla importada, únicamente un plato de ala ancha en El
Carrascalet (Martí y Mata, 1992: fig. 2.22) y dos ejemplares
de cerámica común fenicia en El Puig correspondientes a una
cazuela y un plato hondo (Grau y Segura, 2013: 84).
A continuación, pasamos a tratar con mayor detalle los tres
asentamientos en los que se han llevado a cabo excavaciones
sistemáticas y por lo tanto los objetos cuentan con un contexto
estratigráfico, lo que no quiere decir que nos encontremos ante
depósitos primarios que nos aporten una información contextual
adecuada del momento en que estos objetos estuvieron en uso,
por lo que la calidad del registro es relativa. En cambio, nos permite constatar la gran dispersión de las importaciones fenicias
que aparecen en tres tipologías de asentamiento tan diferentes
como son un poblado de altura, una aldea y un caserío, estos
últimos de carácter semipermanente y clara vocación agrícola.
En el caso de El Puig, los trabajos llevados a cabo en el poblado en la última década han permitido definir mucho mejor la
fase inicial de la ocupación que ahora puede fecharse claramente
en el período del Hierro Antiguo (700-550 a.C.) (Grau y Segura,
2013). Los niveles pertenecientes a esta fase antigua se encuentran
59
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en diversos sectores repartidos por toda la meseta que conforma el
poblado. El sector que más información ha aportado es el conocido
como 11Fb donde encontramos una terraza para el acondicionamiento del terreno, que seguiría en uso en etapas posteriores, a la
que se adosa una cabaña de planta cuadrangular y zócalo de piedra,
también muy afectada por la ocupación posterior. Al oeste se encuentran también los restos de lo que podría ser otra cabaña, aunque fue objeto de excavaciones antiguas y no puede afirmarse con
rotundidad. Al norte de la primera cabaña encontramos un espacio
abierto que seguramente fue empleado como lugar de vertido de los
desechos domésticos (Grau y Segura, 2013: 69). Es en este sector
donde ha aparecido el mayor número de materiales pertenecientes
a esta época. No obstante, otros objetos de idéntica cronología los
encontramos en otras áreas distantes del poblado cuya asociación
a estructuras se hace aún más difícil, tanto en la parte superior del
cerro, donde estos niveles se ven muy alterados por la ocupación
de época plena, en el reborde septentrional de esta meseta superior
y en el extremo noreste del poblado. En estos dos últimos sectores
los materiales se asocian a dos posibles estructuras de hábitat muy
mal conservadas (Grau y Segura, 2013: 87). Por tanto, vemos que
al igual que sucede en el territorio, existe una dispersión de estas
importaciones por toda el área de hábitat sin que se asocien a estructuras especialmente destacadas.
Entre las cerámicas importadas encontramos un importante conjunto de ánforas fenicio-occidentales R-1 o Ramón
T-10.1.1.1 y T-10.1.2.1 de origen principalmente sudpeninsular, aunque hay algunas cuyas pastas claras pueden indicar
otras procedencias, posiblemente de comarcas cercanas (Grau
y Segura, 2013: 81). Existiría una cierta diversidad de circuitos comerciales a través de los cuales llegaban estas ánforas al
interior, tanto por el sur, destacando la entrada por el Vall de la
Torre y la Vall de Sella, así como por el este, por los valles que
comunican el interior con el importante foco de la Marina Alta.
También encontramos un fragmento de urna tipo Cruz del Negro, un pithos, cinco ejemplares de cuencos-trípode, así como
una cazuela y un plato hondo de cerámica común fenicia.
Como vemos existe una relativa escasez de importación de
vajilla de mesa fenicia por lo que debemos buscar los recipientes utilizados para el consumo de vino y otros alimentos sólidos
durante el desarrollo de los banquetes entre las producciones locales indígenas. Entre estas producciones a mano, son destacables algunas cerámicas finas, de calidad, con pastas depuradas y
acabados cuidados como una cazuela bruñida de cuerpo globular,
una pequeña copa de perfil sinuoso de tendencia caliciforme y
bruñida, un cuenco de pared recta muy abierta con borde exvasado y labio simple cuya superficie está recubierta con barbotina
que produce un efecto de engobe rojizo y una peana maciza de
perfil discoidal perteneciente posiblemente a una copa (Grau y
Segura, 2013: 80-81). Vemos de nuevo aquí un ejemplo de cómo
las novedades se adaptan a los intereses de las comunidades locales generándose situaciones nuevas y no una mera imitación
de las prácticas orientales. Asimismo, empezamos a encontrar las
primeras cerámicas a torno locales, fabricándose recipientes inspirados en las formas del período anterior.
El otro caso en el que se han llevado a cabo actuaciones sistemáticas es el asentamiento de l’Alt del Punxó (Muro d’Alcoi) (Espí
et al., 2009). En primer lugar, es importante señalar que no se ha
llevado a cabo una excavación integral del yacimiento, aunque sí
se han podido documentar las fases de ocupación y establecer in60
terpretaciones muy interesantes ya que se trata de una tipología de
asentamiento poco conocida en estas comarcas. Para el momento
que nos ocupa, el Hierro Antiguo, contamos con cuatro cabañas
con planta de tendencia circular, excavadas en el sustrato geológico
con muros de base pétrea, muy deteriorados y cuyos alzados debían
estar compuestos seguramente de barro. En algún caso se documenta también un poste central. Sobre la base de dichas cabañas
se documentó un estrato de amortización de la ocupación de estas
construcciones cuyos materiales permiten datarlas entre el s. VII y
el V a.C. Otras cabañas excavadas en el yacimiento nos hablan de
una perduración de la ocupación hasta el ibérico pleno.
Entre los materiales de esta fase del Hierro Antiguo encontramos ánforas de procedencia fenicio-occidental del tipo R-1
así como un fragmento de urna del tipo Cruz del Negro. También se documenta una gran proporción de cerámicas a mano
cuya funcionalidad es básicamente de almacenamiento.
Con estos datos, la interpretación propuesta es que se trate
de un hábitat estacional de carácter semipermanente posiblemente relacionado con las tareas agrícolas que se concentran
principalmente durante el verano (Espí et al., 2009: 45). Vemos
de nuevo como las importaciones, principalmente vino fenicio,
se distribuyen ampliamente por el territorio y no se asocian necesariamente a estructuras destacadas.
Otro caso en el que se ha llevado a cabo un estudio que va
más allá de la prospección superficial es el del asentamiento de
Alquería de Benifloret (Acosta, Grau y Lillo, 2010). Éste se encuentra ubicado en las terrazas aluviales de la margen derecha del
río Serpis en su confluencia con el río de Penàguila y por tanto,
de alta productividad agrícola. A pesar de que su estudio no es el
resultado de una excavación arqueológica, los materiales recuperados fueron el resultado de una recogida sistemática por lo que
podemos estar bastante seguros de su contexto arqueológico y las
conclusiones que puedan derivarse de su estudio son bastante fiables. Este asentamiento podría incluirse en la categoría de caserío
ya que está constituido por una cabaña de forma posiblemente
oval excavada en el sustrato geológico previamente preparado con
un lecho de grava y tierra endurecida. El alzado de dicha cabaña
estaría compuesto por un zócalo de piedra y sobre éste un manteado de barro y ramaje para darle una cierta consistencia.
En cuanto a los materiales documentados sobre el suelo de
tierra batida y entre una capa de cenizas en forma de depósito
unitario, contamos con tres ánforas fenicio-occidentales del tipo
Ramon T-10.1.2.1 y un pithoi de almacenaje. Junto a estos recipientes importados elaborados a torno encontramos una serie
de piezas a mano cuya funcionalidad es básicamente de cocina y
almacenaje, destacando la ausencia de piezas pequeñas de vajilla
de mesa cuya explicación podría ser que, durante la fase de abandono, los moradores de esta cabaña se llevaron consigo las piezas
de menor tamaño, dejando atrás las piezas más grandes. A partir
de este repertorio material, la datación del caserío se ubicaría entre finales del s. VII y la primera mitad del s. VI a.C.
La interpretación que sus investigadores proponen para este
asentamiento es muy similar a la de la vecina aldea de l’Alt del
Punxó, tratándose de un hábitat semipermanente relacionado con
los periodos de mayor intensidad de los trabajos agrícolas o bien
se trataría de cabañas ocupadas por grupos domésticos que no
veían garantizada su perduración en la tierra de lo que se deriva
la falta de esfuerzos a la hora de construir estructuras más sólidas
(Acosta, Grau y Lillo, 2010: 60-61).
[page-n-74]
Fig 4.4. Asentamientos con importaciones de los ss. VII-VI a.C. en la Marina Baixa. 1. Les Casetes, 2. Poble Nou.
La Marina Baixa
El caso de esta comarca costera resulta muy interesante ya que para
este período contrasta la existencia de la necrópolis más importante
que se ha documentado en la mitad septentrional de la provincia
de Alicante con la falta de evidencias en cuanto a asentamientos
datados en el Hierro Antiguo, a pesar de que este territorio ha sido
bien estudiado (Moratalla, 2004) (fig. 4.4). No obstante, es factible
pensar que el importante asentamiento relacionado con la necrópolis de Les Casetes podría estar ubicado en el actual Barri Vell de
Villajoyosa, un pequeño promontorio costero junto al río Amadorio
donde también se ubicaría el oppidum ibérico posterior. La importancia de esta ubicación podría deberse a su función como fondeadero a medio camino entre los importantes focos de la Marina Alta
y el Bajo Segura en el marco del comercio mediterráneo en este
período del Hierro Antiguo (Moratalla, 2004: 661).
En la importante necrópolis de Les Casetes (finales del s. VIIVI a.C.) encontramos elementos estéticos y simbólicos que tienen
su origen en el Mediterráneo oriental, aunque adaptados y reinterpretados en el marco de las estructuras sociales indígenas. En
este apartado únicamente haremos referencia a los elementos que
pudieran relacionarse con prácticas de consumo ritual. Los resultados de las excavaciones en esta necrópolis han sido detalladamente
estudiados y publicados por J. R. García Gandía (2009).
Entre las piezas cerámicas que podríamos catalogar como
elementos de prestigio posiblemente relacionados con prácticas
de consumo ritual documentamos siete objetos repartidos en seis
tumbas. En primer lugar, encontramos dos platos de ala ancha
con cazoleta interior y engobe rojo ubicados en las tumbas 3 y
18. Por sus valores tiponométricos, sus desgrasantes calizos y la
pasta anaranjada se ponen en relación con las producciones del
sureste peninsular e Ibiza y se fechan entre finales del s. VII y
mediados del s. VI a.C. (García Gandía, 2009: 106-108). También
en la tumba 18 se documenta un soporte anular de cerámica gris
con el exterior bruñido asociado al plato de ala ancha, ya que sus
dimensiones encajan perfectamente. En la tumba 16 se documenta una jarrita con engobe rojo y desgrasante de esquisto, adscrita
a la forma conocida como cooking pot con cuerpo globular, base
aplanada, asa a la altura del borde y pico vertedor, fechada a finales del s. VII a.C. En otra tumba, concretamente en la número 6
se documenta un cuenco-trípode con decoración pintada fechado
entre los ss. VII y VI a.C. Es destacable la presencia de una piedra
de ocre rojo y de una ofita, lo que podría poner en relación este
cuenco-trípode, no tanto con las prácticas de comensalidad ritual
sino con un ritual funerario basado en el machacado de estas sustancias (García Gandía, 2009: 110). Finalmente, en las tumbas 5
y 23 se hallaron sendos vasos de cerámica a mano de acabados finos de color gris, uno bruñido y otro alisado que corresponderían
a producciones locales herederas de etapas anteriores.
En esta misma necrópolis se han hallado restos de fauna
cremados en el interior de algunas tumbas como son la 1, 7, 8,
15 y 17, ninguna coincidente con la presencia de los objetos
cerámicos que hemos comentado, pertenecientes a ovicaprinos, aves y microfauna (García Gandía, 2009: 165). También
son destacables los restos de una hoguera de unos 30 cm de
diámetro rodeada de una cenefa de cantos rodados de distintos
colores conformando un zig-zag, así como otros motivos, en
la que no aparecen restos y que el autor interpreta como un
posible fuego ritual (García Gandía, 2009: 94-95).
En la necrópolis de Poble Nou, perteneciente a este mismo
núcleo poblacional, se han documentado también elementos de
importación fenicia en las tumbas más antiguas que han sido datadas a finales del s. VI a.C. (Espinosa, Ruiz y Marcos, 2005:
61
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Fig 4.5. Asentamientos con importaciones de los ss. VII-VI a.C. en la Marina Alta. 1. La Moleta, 2. La Muntanyeta Verda, 3. El Castell d’Ambra,
4. El Passet de Segària, 5. La Penya Roja, 6. El Castell de Garga, 7. Castell d’Atzavares, 8. Castell d’Ocaive, 9. Alt de Benimaquia, 10. Coll de
Pous, 11. La Plana Justa, 12. El Portitxol, 13. El Marge Llarg, 14. El Morro de Castellar, 15. Tossal de Salines, 16. Punta de Moraira.
184-185). Se trata concretamente de cinco tumbas entre cuyos
ajuares se han documentado platos de ala ancha, aunque no podemos decir mucho más a la espera de la publicación detallada de
los resultados de la excavación de esta necrópolis.
La Marina Alta
La última área geográfica que vamos a incluir en este apartado
es la Marina Alta que constituye un importante foco de contacto
entre poblaciones semitas e indígenas, con los consecuentes procesos de hibridación, así como una importante puerta de entrada
de los productos fenicios hacia las tierras del interior. Los materiales fenicios, principalmente ánforas fenicio-occidentales del
tipo R-1, aparecen en numerosos asentamientos de esta comarca,
todos ellos poblados de altura, en muchos casos fortificados, en
los rebordes montañosos de llanura litoral y en algunos casos controlando las vías de comunicación que conectan el litoral con las
comarcas interiores (fig. 4.5). La documentación de estas importaciones fenicias en los asentamientos de la Marina Alta proviene
básicamente de prospecciones superficiales salvo la excepción
del Alt de Benimaquia, donde se han llevado a cabo diversas excavaciones sistemáticas cuyos resultados no se han publicado de
62
forma íntegra y que trataremos con mayor detalle a continuación.
Estos asentamientos son La Moleta, La Muntanyeta Verda, El
Castell d’Ambra, El Passet, La Penya Roja, El Castell d’Ocaive,
Castell de les Atzavares, El Marge Llarg, El Portitxol, Punta de
Moraira, Tossal de Salines, El Morro de Castellar, El Castellet de
Garga (Costa y Castelló, 1999; Grau, 2000: 438-445; Castelló,
2015), Coll de Pous (Castelló y Costa, 1992), La Plana Justa (Bolufer y Vives-Ferrándiz, 2003) y Alt de Benimaquia (Schubart,
Fletcher y Oliver., 1962; Gómez y Guérin, 1993; 1995; Álvarez,
Castelló y Gómez Bellard, 2000).
El asentamiento del Alt de Benimaquia se ubica en una colina
en la estribación occidental de la Sierra del Montgó. Se trata de un
pequeño poblado con un tamaño de media hectárea delimitado en
dos de sus lados por una muralla de mampostería reforzada con
seis torres con planta de tendencia cuadrangular mientras que el
tercero está protegido por un acantilado vertical. A raíz de las excavaciones llevadas a cabo en el asentamiento y dirigidas por C.
Gómez Bellard y P. Guérin entre 1989 y 1993 se ha fechado entre
el último cuarto del s. VIII y mediados del s. VI a.C. (Gómez y
Guérin, 1993; 1995; Álvarez, Castelló y Gómez Bellard, 2000)
aunque sus resultados no hayan sido publicados íntegramente. El
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poblado se articula en torno a una calle central, a ambos lados de
la cual se disponen varios departamentos construidos con zócalos
de piedra y muros de adobe. Algunos de estos departamentos han
sido interpretados como espacios de almacenamiento mientras
que las cubetas y áreas de prensado asociadas a pepitas de uva
han sido interpretadas como lagares donde se llevaría a cabo una
producción local de vino (Gómez y Guérin, 1993; 1995).
Entre los materiales documentados es destacable la presencia
de un número significativo de ánforas, tanto importadas como de
producción local. Entre las ánforas importadas destaca la presencia
mayoritaria de ánforas fenicio-occidentales del tipo R-1 o Ramón
T-10.1.2.1 fabricadas en diversos centros fenicios del sur peninsular
y con una cronología entre el 675/650 y el 575/550 a.C. Asimismo,
se documenta la presencia de un ánfora tipo Cintas 268 o Ramón
T-2.1.1.2 de procedencia centro-mediterránea y con una cronología de entre 600 y 575 a.C. (Álvarez, Castelló y Gómez Bellard,
2000: 124-125). Junto a este conjunto de ánforas importadas y en
proporción aún mayor encontramos un número significativo de ánforas que imitan a la forma T-10.1.2.1 pero con pastas depuradas de
color entre el beige, anaranjado y beige-grisáceo o bien con colores
alternantes fruto de una cocción oxidante-reductora-oxidante y un
desgrasante muy fino de tipo calizo o con la presencia de cuarcita y
mica, lo que lleva a identificarlas como ánforas de producción local
(Álvarez, Castelló y Gómez Bellard, 2000: 125-127). Asimismo,
es destacable la presencia de vasos pithoides decorados con bandas pintadas y una urna tipo Cruz del Negro (Gómez Bellard et al.
1993: 20; Álvarez, Castelló y Gómez Bellard, 2000: 130)
En cambio, no encontramos una significativa abundancia
de importaciones de vajilla fenicia salvo algún plato de pocillo
y ala ancha de engobe rojo. Sí es destacable la presencia de
cerámica a mano, la mayoría destinada a funciones de almacenaje, y algunos platos, jarras pithoides con asas geminadas y
una botella elaborados a torno y de producción local (Álvarez,
Castelló y Gómez Bellard, 2000: 128-129).
Lo más interesante de este asentamiento en el que los procesos
de hibridación por el contacto con el elemento fenicio dan lugar a
realidades nuevas, es la temprana producción y almacenamiento
de vino. Esta producción, seguramente controlada por las elites
locales, requiere un largo proceso de aprendizaje y de inversión
antes de poder dotarse de los medios de producción necesarios.
El cultivo de la vid se caracteriza por unos rendimientos diferidos
muy a largo plazo y requieren varios años de trabajo antes de
empezar a producir. Por este hecho, estos cultivos se asociarían
en muchos casos a las elites que controlan ciertos excedentes y no
dependen de estos cultivos en concreto para subsistir. A ello debemos añadir los conocimientos necesarios para la construcción
de las estructuras de transformación, en este caso los lagares, así
como para la recolección, prensado y finalmente la fermentación
para convertir el mosto en vino. Es durante la fermentación cuando entran en juego las ánforas, que no solo se utilizarían para la
distribución del producto final, sino que también en su interior
se lleva a cabo una segunda fermentación (tras la que se ha producido ya en las cubetas de los lagares) donde permanecerá en
torno a 40 días y para lo que es necesario un recipiente resistente
que aguante la presión de los gases generados durante el proceso
(Álvarez, Castelló y Gómez Bellard, 2000: 132)
Este asentamiento es abandonado a mediados del s. VI a.C.
y aunque pueda parecer un caso excepcional encontramos otros
asentamientos fortificados en altura de características muy si-
milares como pueden ser El Morro Castellar o el Castellet de
Garga que se abandonan también en el mismo momento. Estos
dos asentamientos son conocidos únicamente por prospección,
ya que no se han llevado a cabo excavaciones sistemáticas en
los mismos, lo que nos impide una mejor caracterización.
Otro asentamiento cuyas características podrían ser similares a las del Alt de Benimaquia es la Plana Justa (Xàbia) pero
que a diferencia del anterior tiene una perduración en el s. V a.C.
Respecto a su fase más antigua se dispone de un repertorio material recuperado en prospección y que ha sido detalladamente
estudiado (Bolufer y Vives-Ferrándiz, 2003). En este asentamiento ubicado también en la sierra del Montgó, pero en la ladera
suroriental, se ha documentado la presencia de ánforas feniciooccidentales del tipo R-1 o Ramón T-10.1.1.1 y T-10.1.2.1 que
suponen el 8 % del total de las ánforas con una procedencia surpeninsular y una cronología que iría del segundo cuarto del s. VII
al tercer cuarto del VI a.C. Por otra parte, encontramos un gran
número de ánforas de producción local que suponen un 89 % del
total, imitando muchas de ellas los tipos fenicios. Otras cerámicas
que podemos relacionar con prácticas de consumo ritual son dos
ejemplares de cuencos-trípode de fabricación fenicia y dos trípodes de producción indígena.
4.2.3. AnáLIsIs De Los DAtos
Los elementos del banquete
En los apartados anteriores hemos ido viendo cuáles son los elementos del banquete que hemos podido identificar en nuestra área
de estudio. En primer lugar, cabría destacar la presencia de vino,
producto que jugaría un papel esencial en estas prácticas de consumo ritual. Su presencia en estas tierras se infiere a partir de la
documentación de las ánforas fenicio-occidentales, recipiente en
el que se comercializa y distribuye esta bebida y que transportaría también, aunque en menor medida, otros productos como los
salazones. Vemos una selección en cuanto a los productos importados por parte de las comunidades indígenas, destacando la
presencia del vino, producto cuyas propiedades hacen del mismo
un producto potencialmente ritualizable y con una importante
función como “lubricante social” (Dietler, 2010).
Documentamos también algunos elementos, aunque mucho más escasos, relacionados con la preparación como son
los cuencos-trípode y su posible uso como mortero en el que
machacar diversas sustancias que luego se añadirían al vino
con el fin de potenciar su sabor o de enmascarar sabores desagradables por su deterioro, práctica bien conocida en el Mediterráneo oriental (Vives-Ferrándiz, 2004). También cabría
incluir en este grupo el infundibulum hallado en aguas de la
bahía de Xàbia relacionado con el transvase y colado de líquidos. Estos elementos, por su escasez en el registro, constituirían un elemento diacrítico, de acceso más restringido y que
otorgaría prestigio a quien lo posee, diferenciándolo del resto
de la comunidad en la forma de consumir el vino.
Un tercer elemento que debemos tener en cuenta es la vajilla
utilizada en estos banquetes. Es destacable la relativa ausencia
de vajilla de importación fenicia exceptuando la presencia muy
puntual de algún plato de ala ancha y algún cuenco. Esto nos
lleva a pensar que el consumo de vino durante el banquete se
llevaría a cabo utilizando vajilla a mano de producción local tal
y como se ha propuesto para otras áreas, donde se documentan
63
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algunas piezas de acabado más cuidado, con superficies pulidas
y en ocasiones decoradas (Vives-Ferrándiz, 2005a: 206; VivesFerrándiz y López Bertrán, 2009: 174). Buenos ejemplos de este
tipo de repertorios a mano son, los del asentamiento de Los Villares (Caudete de las Fuentes, Valencia) donde se documenta un
variado conjunto de cerámicas con superficies pulidas, grafitadas, pintadas o incisas (Mata, 1991: 158-162) o los de La Solana
del Castell de Xàtiva (Pérez Ballester, 2014).
Acabamos de ver cuáles son los elementos del banquete
que hemos podido documentar en nuestra área de estudio, no
obstante, sería interesante valorar también aquellos elementos
que no encontramos en esta zona y que en cambio sí se documentan en otras áreas. En primer lugar, es lógico pensar que
el vino no sería el único producto consumido en este tipo de
banquetes donde suelen tener también bastante importancia el
consumo de productos cárnicos o cereales. Para ello es necesario el estudio de depósitos primarios donde se documenten
acumulaciones de fauna que nos permitan hablar de un posible
consumo convivial. En nuestra área de estudio no se han documentado este tipo de contextos seguramente porque no contamos con un número suficiente de excavaciones sistemáticas
en este tipo de asentamientos para documentar estos espacios
de consumo ritual. El cocinado de este tipo de alimentos se
llevaría a cabo en los recipientes a mano de cocina que sí se
documentan ampliamente en esta zona.
También sería destacable la ausencia de elementos metálicos como vajillas, asadores, ganchos de carne, cuchillos o instrumental de carácter litúrgico. Este tipo de objetos han sido
bien documentados y estudiados en otras áreas de la península,
como puede ser el Bajo Ebro (Sardà, 2010a: 358-418) o el ámbito tartésico (Almagro-Gorbea, 1996; 1998: 86-89).
El punto de llegada de este tipo de mercancías de importación es claramente la costa y va a ser en el litoral donde
encontremos una mayor concentración de este tipo de productos, no solo los relacionados con el banquete ritual, como
puede ser el ejemplo de la necrópolis de Les Casetes (Villajoyosa). En los trabajos más recientes se ha superado el
estudio de estas situaciones coloniales como un proceso de
aculturación en el que las comunidades indígenas eran meros receptores pasivos de estas mercancías sin ningún tipo
de protagonismo. Como hemos podido ver en el análisis del
registro arqueológico, existiría una selección en cuanto a los
productos importados por parte de las comunidades indígenas en el marco de sus propios intereses y estrategias, con el
objetivo de reforzar expresiones identitarias propias (VivesFerrándiz, 2005a) importándose básicamente el vino y algún
elemento de preparación y descartando otros productos como
la vajilla para su consumo.
Posiblemente, la ritualización de estos productos comienza con anterioridad al propio banquete, desde el mismo momento de su adquisición a través del contacto con personajes
extranjeros a los que se suelen atribuir virtudes nuevas y especiales desde una perspectiva local vinculada al filtro interpretativo que determina el propio imaginario indígena (Sardà,
2010a: 81). Debido a la complejidad que supone la adquisición de este tipo de productos se convertirán también en
bienes de prestigio que pueden ser utilizados para aumentar el
rango social de quien los posee. También es de suma importancia de qué forma se están canalizando los excedentes para
64
la adquisición de estas mercancías, cuestión que abordaremos
con más detalle en el apartado dedicado a las estrategias derivadas de estas prácticas de consumo ritual.
Una cuestión de suma importancia es la constatación de infraestructuras relacionadas con la producción de vino, tal y como
sucede en Alt de Benimaquia ubicado en la Sierra del Montgó.
En este asentamiento fortificado se han documentado diversas
estructuras que han sido interpretadas como lagares además de
documentarse una gran cantidad de ánforas, no solo importadas,
sino también de producción local imitando las formas fenicias.
Cabe la posibilidad de que el caso del Alt de Benimaquia no sea
excepcional, sino que existen otros asentamientos de similares
características en cuanto a ubicación, morfología o tamaño como
El Morro Castellar, el Castellet de Garga o La Plana Justa, cuya
futura excavación podría despejar algunas de estas incógnitas.
Como hemos podido ver, estos productos no se limitan únicamente a las áreas de costa, sino que llegan también en gran medida a las comarcas montañosas del interior. En el caso concreto
que nos ocupa, el de los Valles de Alcoi cabría destacar principalmente dos rutas de acceso para estos bienes importados. Por un
lado, es posible la existencia de una ruta septentrional relacionada
con el importante foco de la Marina Alta a través de los corredores montañosos como la Vall de Laguard o la Vall de Gallinera.
Con dichas rutas de acceso al interior parecen estar relacionados
los asentamientos de altura del área costera, así como el asentamiento de El Xarpolar ubicado en la Vall d’Alcalà. Por otro,
cabría destacar una ruta meridional avalada por la relativa concentración de bienes importados en el sur del espacio comarcal,
concretamente en El Puig y en Bancals de Satorre a través de dos
vías principales, la de la Vall de La Torre y la del valle de Sella
que comunicarían los Valles de Alcoi con las comarcas del Camp
d’Alacant y la Marina Baixa respectivamente.
Los lugares de consumo
La falta de contextos o depósitos primarios en nuestra área de estudio nos dificulta el reconocimiento de los espacios de consumo
donde se llevaron a cabo estos banquetes. No obstante, sí podemos
inferir algunas cuestiones, sobre todo a partir de lo que no encontramos sí comparamos nuestra área de estudio con otras zonas de la
península. En la zona de los valles de Alcoi contamos con ejemplos
de espacios excavados de forma sistemática en tres tipologías distintas de asentamiento, concretamente el caserío de l’Alqueria de
Benifloret, la aldea de l’Alt del Punxó y el poblado de altura de El
Puig (fig. 4.6). En los dos primeros casos, como hemos visto anteriormente, los objetos están asociados a cabañas de planta circular
elaboradas con materiales perecederos y en el caso de El Puig, gran
parte del registro material perteneciente a esta fase se documentó
en un basurero seguramente asociado a dos estructuras de hábitat
de planta cuadrangular. En todos los casos, se trata de estructuras
muy poco destacadas arquitectónicamente y con superficies muy
reducidas (12,5 m2 en el caso de El Puig; en torno a 20 m2 en el
caso de las cabañas de l’Alt del Punxó) que nos llevan a pensar que
estas prácticas de banquete que van más allá del consumo doméstico no se desarrollarían en estos espacios. Es lógico pensar que este
tipo de prácticas pudieron llevarse a cabo al aire libre en espacios
abiertos y comunitarios dentro del poblado o incluso en espacios
extramuros junto a la muralla o la puerta principal de acceso en el
caso de El Puig ya que la fortificación constituye un símbolo muy
importante de la vida comunal de estas poblaciones.
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1
2
3
Fig 4.6. Lugares de
consumo.
1. El Puig (Grau y
Segura, 2013: 70:
fig. 4.3).
2. Alt del Punxó
(Espí et al., 2009:
31: fig. 7).
3. Alt de Benimaquia (Álvarez et al.,
2000: 123: fig. 2).
Algo similar podemos decir para el caso del Alt de Benimaquia, aunque con la cautela derivada de la falta de una publicación
detallada de los resultados de la excavación, los materiales parecen asociarse a estructuras de producción de vino como los departamentos 1, 2, 4 y 5, de almacenamiento como el departamento 6 o
espacios de vivienda como los departamentos 8 y 14 que presentan
sendos hogares (Álvarez, Castelló y Gómez Bellard, 2000: 122).
Se trata también de espacios de planta cuadrangular con una superficie muy reducida de en torno a 16 m2 (fig. 4.6).
Un contexto muy distinto es el que encontramos en la necrópolis de Les Casetes donde los elementos hallados y relacionados
con prácticas de consumo ritual se reducen a un cuenco-trípode,
cuya funcionalidad podría estar más en relación con el ritual funerario y algunos elementos de vajilla, tanto importados como
locales. Existen evidencias también de algunos restos de fauna
quemada en algunas de las tumbas y restos de una hoguera rodeada de cantos rodados cuyos investigadores interpretan como un
fuego ritual (García Gandía, 2009: 94-95). Por tanto, no encontramos evidencias claras que nos permitan hablar de banquetes
funerarios en la necrópolis.
Estos datos contrastan con lo que sucede en otras zonas
de la fachada oriental de la península Ibérica como es el caso
del Bajo Ebro, detalladamente estudiado por Samuel Sardà
(2010a) y donde los elementos relacionados con la práctica de
los banquetes se encuentran muy concentrados en determinados espacios y asociados, en muchos casos, a edificios arquitectónicamente destacados en asentamientos como Alcanar,
Aldovesta, Moleta del Remei, Sant Jaume, Tossal Redó, Turó
del Calvari, Barranc de Gàfols o Sant Cristòfol.
El consumo ritual en espacios sacros
A pesar de la estrecha relación de estas prácticas de consumo
ritual con la vida cotidiana sí que podemos identificar un caso
de asociación a un espacio sacro claramente definido como
65
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es una cueva-santuario. La cavidad en cuestión es la Cova
dels Pilars ubicada en el sector noroccidental de los valles de
Alcoi, concretamente en la Valleta de Agres. En cuanto a su
morfología, la cavidad presenta una profundidad de unos 35
m y se halla dividida por una gran roca que da lugar a un estrecho corredor. Ya en el interior de la cavidad y tras ascender
un escalón se accede a una gran sala de 25 m por 10 m cuyo
suelo está relleno de sedimento, lo que da lugar a una cierta
regularidad, salvo en algunas zonas donde emerge una gran
colada estalagmítica. La cavidad es iluminada a través de tres
orificios sobre la visera del abrigo (Segura, 1985: 34). Como
podemos ver, esta cueva presenta unas características que favorecerían la celebración de banquetes en su interior dada la
amplitud de la sala principal de la misma. El elemento que nos
permite incluir la Cova dels Pilars en este apartado es un borde
de ánfora fenicio-occidental del tipo R1 o Ramón T-10.1.1.1 o
T-10.1.2.1 con origen en el sur peninsular (Grau, 1996a). Esta
cueva-santuario presenta una larga frecuentación e importancia durante todo el período ibérico por lo que hablaremos de
ella con mayor detalle en otros apartados de este trabajo. Este
tipo de ánforas fenicio-occidentales se documentan también en
la Cova de la Pastora donde se han podido identificar cuatro
individuos (Machause, Amorós y Grau, 2017).
Aparte de estas cuevas, no encontramos en nuestra área
de estudio ningún contexto que podamos identificar como un
espacio sacro, exceptuando la necrópolis de Les Casetes donde, como ya hemos visto, las evidencias de consumo ritual no
están demasiado claras. Este panorama contrasta con la riqueza de este tipo de registros en contextos del ámbito fenicio y
tartésico del sur peninsular donde encontramos algunos ejemplos significativos en las tumbas 5, 9, 17 y 18 de la necrópolis
de La Joya (Huelva) (Garrido, 1970; Garrido y Orta, 1978);
las tumbas 1 y 4 de Trayamar (Schubart y Niemeyer, 1976) en
ambos casos con numerosos elementos vinculados al consumo de vino o el caso de la necrópolis de Medellín (Badajoz)
con evidencias de posibles silicernia y elementos de vajilla
(Almagro-Gorbea et al., 2006; 2008a y b). Por otra parte,
también se han documentado prácticas de consumo ritual en
edificios cultuales interpretados como santuarios orientalizantes en el área de la desembocadura del Guadalquivir como
Cerro de San Juan (Coria del Río), El Carambolo (Sevilla),
Montemolín (Marchena) (Belén, 2001) o el caso de la Muela
(Cástulo, Jaén) en el Alto Guadalquivir.
El paisaje de la comensalidad
Frecuencias de aparición y tipologías de asentamiento
En relación a esta cuestión, hemos seleccionado tres contextos
bien estudiados y de los que disponemos de abundante información para analizar las frecuencias de aparición de las cerámicas
relacionadas con prácticas de consumo ritual con el fin de establecer conclusiones de tipo estadístico y establecer una comparativa
entre las distintas tipologías de asentamiento. Los sitios seleccionados son l’Alqueria de Benifloret, l’Alt del Punxó, y El Puig,
abordando de este modo las tres tipologías básicas del poblamiento en el área de los Valles de Alcoi que es la mejor conocida.
L’Alqueria de Benifloret (Acosta, Grau y Lillo,, 2010),
asentamiento del que hemos hablado con más detalle anteriormente, podemos adscribirlo a la categoría de caserío de
clara vocación agrícola, donde sobre el suelo de una cabaña
66
circular y entre una capa de cenizas, se documentaron un reducido conjunto de materiales datados en el Hierro Antiguo.
En cuanto a las cerámicas elaboradas a mano, que representan
un 55,5 % del total del repertorio, contamos con tres grandes
recipientes de almacenamiento del tipo orza, otro recipiente
que podríamos relacionar con funciones de cocina y catalogado como olla y un vaso de forma abierta relacionado con
funciones de despensa doméstica. Todos ellos son recipientes
de paredes gruesas, tratamiento superficial ligeramente alisado
y abundante desgrasante de tamaño mediano de origen calizo.
En cuanto a las cerámicas elaboradas a torno, podemos decir que se trata de importaciones de origen fenicio-occidental
y constituyen el 45 % del total del repertorio e incluyen tres
ejemplares de ánforas del tipo Ramon T-10.1.2.1 (33,3 %) y
un pithos (11,1 %). Es destacable la ausencia en el repertorio
de cerámicas que podamos adscribir a vajilla de mesa tanto
recipientes a mano de pastas más refinadas con paredes finas y
tratamiento superficial más cuidado como de recipientes elaborados a torno tanto locales como importados.
El siguiente caso de estudio es la aldea de l’Alt del Punxó
(Espí et al., 2009) donde se documentaron cuatro cabañas circulares, con materiales en sus niveles de amortización, datables
en el Hierro Antiguo. Realizamos el recuento basándonos en el
número mínimo de individuos, pudiendo adscribir con seguridad
a este momento únicamente ocho ejemplares. En cuanto a la cerámica a mano, que representa el 75 % del total del repertorio documentamos seis recipientes relacionados con funciones de cocina
y despensa doméstica del tipo orza y olla. Respecto a la cerámica
a torno, que constituye el 25 % del total del repertorio, encontramos dos ejemplares importados de origen fenicio-occidental,
concretamente un borde de ánfora del tipo Ramon T-10.1.2.1 y
una urna del tipo Cruz del Negro, ambas cerámicas relacionadas
con funciones de almacenamiento y transporte. Al igual que en
el caso anterior no documentamos con claridad recipientes que
podamos adscribir a una hipotética vajilla de mesa.
Finalmente, abordamos el estudio pormenorizado de un
contexto bien documentado en el oppidum de El Puig, concretamente el conocido como Sector 11Fb o ladera noreste (Grau
y Segura, 2013: 73-84). Para esta época se documenta en esta
zona la existencia de una terraza para el acondicionamiento del
terreno a la que se adosa una cabaña de planta cuadrangular y
los restos de lo que podría ser otra cabaña al oeste de ésta última, aunque estos restos fueron documentados en excavaciones
antiguas y no podemos estar del todo seguros de su interpretación. Para este análisis hemos seleccionado dos unidades estratigráficas que, a pesar de no tratarse de depósitos primarios, nos
dan una idea bastante completa del repertorio cerámico de esta
fase del Hierro Antiguo. Se trata de la UE 330, un estrato de
tierra que se dispone sobre el pavimento de barro endurecido de
la cabaña y la UE 208c, estrato que se dispone sobre el sustrato
geológico del cerro en lo que sería un espacio abierto al norte
de la cabaña empleado como lugar de vertido de los desechos
domésticos, siendo este estrato donde se documenta la gran mayoría de los materiales asociados a esta época inicial.
Para este caso de estudio contamos con una muestra bastante amplia y representativa con la que poder trabajar, compuesta por 64 objetos, basándonos en el número mínimo de
individuos por bordes documentados. Entre las cerámicas a
mano contamos con 53 ejemplares que suponen el 82,8 %
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del total. Dentro de este conjunto podemos establecer a su
vez una interesante diferenciación entre cerámicas toscas que
suponen el 92,5 % con 49 recipientes, básicamente orzas y
ollas (38) así como cuencos y escudillas (11), mientras que
las cerámicas a mano con un tratamiento más cuidado y que
podrían formar parte de la vajilla de mesa están representadas por cuatro individuos (el 7,5 % de las cerámicas a mano)
concretamente una cazuela, dos pequeñas copas y un cuenco.
El conjunto de las cerámicas a torno supone el 17,2 % del
total del repertorio analizado con 11 individuos. Dentro de
este grupo de cerámicas a torno documentamos cerámica de
importación fenicia compuesta por dos ánforas del tipo Ramon T-10.1.1.1 o T-10.1.2.1, una urna tipo Cruz del Negro,
un pithos, un cuenco-trípode y dos platos de cerámica común
fenicia que en total suponen el 72,7 % del total. Por otra parte, se documentan tres platos de cerámica gris de producción
indígena que corresponden al 27,3 % de las cerámicas a torno.
Dentro del grupo de las cerámicas importadas es interesante considerar que los recipientes de almacenaje y transporte
constituyen el 50 %, los elementos de preparación el 12,5 %
y los elementos de vajilla el 37,5 %.
Basándonos en estos datos podemos establecer algunas conclusiones de carácter general para estas frecuencias de aparición
de bienes relacionados con las prácticas de comensalidad ritual
en distintas tipologías de asentamientos. En primer lugar, es
destacable la presencia mayoritaria en los tres casos de cerámica
a mano, concretamente objetos relacionados con el almacenamiento y la cocina mientras que la cerámica que podríamos considerar como fina es muy minoritaria, apareciendo únicamente
El Puig. Otra cuestión importante es que en los tres asentamien-
tos se documenta un porcentaje nada despreciable de cerámicas
de importación de origen fenicio-occidental donde predominan
ampliamente los recipientes relacionados con el transporte, documentándose elementos de preparación y vajilla de mesa únicamente el oppidum de El Puig, siendo este el caso de estudio
que más información nos aporta en todos los sentidos.
Patrones de distribución: dispersión vs. concentración
Una vez vistas las frecuencias de aparición de los elementos relacionados con la comensalidad en el asentamiento, cambiamos
la unidad de observación y nos centramos ahora en la distribución de este tipo de objetos en el paisaje con el fin de identificar
pautas en tres áreas comarcales que dibujan patrones diferentes.
En el área de los Valles de Alcoi, que es la que conocemos con
mayor detalle (fig. 4.7), nos encontramos con una gran dispersión de restos anfóricos de origen fenicio-occidental en un gran
número de asentamientos de tipología muy diversa, tanto asentamientos ubicados en altura (La Covalta, El Xarpolar, El Pitxòcol,
La Serreta y El Puig) como en asentamientos en el llano o en
zonas de ladera (l’Alt del Punxó, El Ametllers, El Xocolatero,
Alqueria de Benifloret, La Penya Banyà, Mas de Moltó, Mas
de Cantó, La Condomina, Mas del Pla, Bancals de Satorre, VA30, El Barranc del Sofre, AC-91 y AC-90, L’Altet del Vell, El
Carrascalet, Les Puntes, AC-110, AC-101, La Comuna- Reial
Franc, la Capella y Samperius) e incluso en dos cuevas (Cova
dels Pilars y Cova de la Pastora). Otro elemento de transporte
como los pithoi se documentan, aunque en mucha menor medida
que las ánforas en diversas tipologías de asentamiento como el
caserío de l’Alqueria de Benifloret, las aldeas de El Xocolatero
y Bancals de Satorre o el oppidum de El Puig, al igual que otro
Fig 4.7. Patrón de distribución de las importaciones de los ss. VII-VI a.C. en los Valles de Alcoi.
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recipiente de transporte como las urnas tipo Cruz del Negro que
se documentan en la aldea de l’Alt del Punxó y en el oppidum
de El Puig. Los elementos de preparación y la vajilla de mesa
son algo más escasos como ya hemos ido viendo a lo largo del
capítulo, documentándose cinco ejemplares de cuencos-trípode
en El Puig y uno en Bancals de Satorre mientras que la vajilla de
mesa importada únicamente se documenta con un individuo en
El Carrascalet y dos ejemplares en El Puig.
A la vista de estos datos podemos hablar de una gran dispersión en el territorio de los recipientes de almacenamiento y
transporte, especialmente las ánforas y por tanto de su contenido,
en la mayoría de los casos vino, en 29 asentamientos, abarcando
todo el espectro en cuanto a tipología de asentamientos del ámbito comarcal (caserío, aldea y oppidum) así como en dos cuevas.
Más escasos son los elementos de preparación como los cuencostrípode que se concentran en dos asentamientos, El Puig y Els
Bancals de Satorre, ambos ubicados en la zona meridional de la
comarca y que podríamos interpretar como un elemento diacrítico. Finalmente, la vajilla de mesa de importación es bastante
escasa y la encontramos solo en dos lugares, El Puig y el asentamiento en llano de El Carrascalet.
Para el caso de la comarca de la Marina Alta se documentan especialmente restos de ánforas fenicio-occidentales en
16 asentamientos (La Moleta, La Muntanyeta Verda, El Castell d’Ambra, El Passet, La Penya Roja, El Castell d’ Ocai-
ve, Castell de les Atzavares, El Marge Llarg, El Portitxol,
Punta de Moraira, Tossal de Salines, El Morro de Castellar,
El Castellet de Garga, Coll de Pous, La Plana Justa y Alt de
Benimaquia) (fig. 4.8).
En cuanto a la dispersión de este tipo de elementos, sucede
algo similar a lo que veíamos para los Valles de Alcoi documentándolos en la práctica totalidad de los yacimientos de este período, pero con la diferencia de que todos los asentamientos son
poblados en altura sin que exista poblamiento conocido en el
llano. Estos asentamientos se ubican sobre todo en los rebordes
montañosos que limitan la llanura litoral y en muchos casos en
relación con los corredores que comunican la zona costera con
las tierras del interior. Los elementos de preparación se concentran en el asentamiento de la Plana Justa con dos cuencos-trípode
de importación fenicia y dos de producción local y un hallazgo
excepcional como es el infundibulum etrusco en aguas de la bahía de Xàbia. Finalmente, la vajilla de mesa de importación fenicia es muy escasa y únicamente se documenta en el asentamiento
del Alt de Benimaquia.
Para la comarca de la Marina Alta, nos encontramos con un
patrón de distribución de estos elementos que podríamos considerar análogo al de la zona de los Valles de Alcoi aunque con
la salvedad de que en el primer caso, no existen excesivas diferencias en la tipología de los asentamientos, documentándose
únicamente poblados en altura con una posible gradación en
Fig 4.8. Patrón de distribución de las importaciones de los ss. VII-VI a.C. en la Marina Alta.
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Fig 4.9. Patrón de distribución de las importaciones de los ss. VII-VI a.C. en la Marina Baixa.
cuanto a su tamaño sin que se pueda hablar de asentamientos
en el llano. Se puede apreciar una clara dispersión en cuanto
a la aparición de ánforas fenicio-occidentales mientras que los
elementos de preparación están concentrados en un único asentamiento y la vajilla de mesa en otro. No obstante, es cierto que
debemos abordar este registro con todas las cautelas ya que las
excavaciones sistemáticas llevadas a cabo en esta área son muy
escasas, limitándose únicamente a Alt de Benimaquia. En ambas zonas, este patrón de distribución caracterizado por la gran
dispersión de las ánforas relacionadas con el comercio de vino
contrasta con lo que ya hemos visto en otras áreas como el Bajo
Ebro (Sardà, 2010a) donde el patrón se caracteriza por una concentración de los elementos relacionados con la comensalidad
en unos pocos asentamientos y vinculados a espacios o edificios
muy concretos. Esta dispersión avala nuestra hipótesis de que
la demanda de vino se encuentra relativamente extendida incluyendo a un amplio segmento de la sociedad.
Un patrón de distribución algo distinto parece estar representado por la comarca de la Marina Baixa, donde estos elementos relacionados con rituales de comensalidad se concentran en un único espacio, la necrópolis de Les Casetes, todos
ellos relacionados con la preparación y vajilla de mesa, no
siendo en todo caso excesivamente abundantes, así como en
cinco tumbas datadas a finales del s. VI a.C. con platos de ala
ancha en la necrópolis de Poble Nou (fig. 4.9). En esta zona
sí cabe la posibilidad de que nos encontremos ante un modelo
de poblamiento muy concentrado en un hipotético oppidum
ubicado en el actual Barri Vell de Villajoyosa ya que no se ha
documentado ningún asentamiento más para este período del
Hierro Antiguo a pesar de ser una comarca muy bien conocida
a nivel de prospección (Moratalla, 2004).
4.3. ÉPOCA IBÉRICA (SS. V-IV A.C.)
En este apartado nos centraremos en el período ibérico antiguo,
es decir, finales del s. VI y el s. V a.C. y en la primera fase del
ibérico pleno, concretamente el s. IV a.C. Hemos querido estudiar este período de forma diferenciada debido a que posee
algunas características que nos permiten definirlo muy bien en
relación con las prácticas de comensalidad.
A grandes rasgos, aunque lo analizaremos con mayor profundidad a lo largo de este capítulo, se produce un cambio importante a mediados del s. VI a.C. ya que se interrumpe la llegada de
ánforas fenicio-occidentales, hecho que ha sido tradicionalmente
explicado por la crisis sufrida por los centros fenicios del levante
mediterráneo y por tanto de sus enclaves coloniales en occidente (Ramon, 1995; Aubet, 1997; Ordóñez, 2011). Aparte de estas
causas exógenas debemos tener en cuenta también las transformaciones que se producen en el seno de las comunidades locales.
Es muy posible que la demanda de estas ánforas y por tanto de
su contenido, principalmente vino, se viera sustituida por la producción indígena, hecho que veíamos constatado en momentos
tempranos en Alt de Benimaquia (Gómez y Guérin, 1995) y que
podemos inferir también de la aparición de vid en el registro arqueológico de diversos núcleos de nuestra área de estudio para
este momento. Esta producción de vino, que no documentamos
en todas las áreas ibéricas, generaría un comercio interior entre las
distintas zonas utilizando como contenedor las ánforas ibéricas,
cuestión poco estudiada, por lo que resulta muy difícil distinguir
los centros de producción de este tipo de ánforas indígenas.
A continuación, y trabajando con las distintas unidades de observación (objetos, contextos y paisajes) trataremos de analizar este
tipo de elementos relacionados con las prácticas de comensalidad,
69
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así como trataremos de entenderlos en el marco de las estrategias
ideológicas desplegadas por las elites para afianzar su posición
social en este momento. Al igual que en el período anterior, nos
encontramos con algunas limitaciones derivadas de la escasez de
contextos primarios estudiados estratigráficamente, proviniendo la
gran mayoría de los materiales de prospecciones.
4.3.1. Los objetos
Elementos de almacenamiento y transporte
En este grupo es donde nos encontramos un mayor contraste
con respecto a la fase anterior ya que apenas tenemos algunas
evidencias testimoniales de la llegada de ánforas a esta zona, posiblemente sustituidas por ánforas locales procedentes de otros
asentamientos ibéricos, salvo en El Puig donde sí encontramos
bastantes ejemplares (Grau y Segura, 2013) y un fragmento en
La Torre. Por tanto, podríamos encontrarnos con unas pautas
similares a las de la fase anterior, pero con importaciones de escala más regional y difícilmente reconocibles en el estado actual
de la investigación. Únicamente se documentan dos ejemplares
de ánforas púnicas del Círculo del Estrecho del tipo Ribera G o
Ramon T-8.2.1.1 (fig. 4.10: 1) y las ánforas tipo Mañá-Pascual
A4 evolucionada o Ramon T-11.2.1.4 (fig. 4.10: 2), ambos tipos
relacionados seguramente con el comercio de salazones. Otro
tipo documentado en esta área es el ánfora Ramon T-8.1.1.1 o
PE 14 procedente de Ibiza (fig. 4.10: 3).
Elementos de preparación
Dentro de este grupo podemos incluir dos formas por su funcionalidad como contenedores de líquidos, muy posiblemente vino,
que poco tienen que ver con las toscas ánforas que hemos comentado más arriba, ya que se trata de recipientes de lujo que en sí
mismos constituyen bienes de prestigio.
La primera forma es un ánfora ática de figuras rojas del tipo A
(Beazley, 1968), datada en torno al 470-460 a.C. y caracterizada
por su boca abocinada de perfil recto o levemente cóncavo, que
se une al cuello en un marcado ángulo, dos asas que van desde la
zona media del cuello hasta el hombro, perfil en S del cuerpo y pie
compuesto por una peana con una estría que marca el remate superior del escalón y una moldura que indica el arranque del cuerpo,
además de poseer una rica decoración en figuras rojas (fig. 4.10:4).
El otro contenedor que documentamos en nuestra área de estudio
es la pélike de figuras rojas, datada de forma genérica entre el 480
y el 350 a.C. y que se define como un recipiente cerrado con borde
exvasado, cuello indicado, dos asas, cuerpo globular y pie anular o
en forma de disco (fig. 4.10: 5).
Uno de los recipientes esenciales en las prácticas de consumo
ritual para esta época es la crátera ática de figuras rojas o barniz
negro, donde se mezclaba el vino, ya que en la Grecia clásica rara
vez se consumía puro, sino que se mezclaba con agua, miel, hierbas
aromáticas… (Luke, 1994) y es muy posible que entre las comunidades ibéricas se consumiera también de este modo. Asimismo, el
vino era distribuido entre los asistentes desde este mismo recipiente. En nuestra área de estudio documentamos dos tipos de cráteras,
siendo la más antigua la de columnas (Beazley, 1968), datada entre
el 500 y el 370 a.C. y caracterizada por una boca amplia con borde
recto y engrosamiento cuadrado al exterior, cuello ancho y cilíndrico, cuerpo de tendencia globular y pie anular redondeado y moldeado al exterior (fig. 4.10: 6). Su elemento más característico son
las dos asas verticales en forma de columnas situadas en el hombro.
70
El otro tipo documentado es la crátera de campana (Beazley, 1968),
datada entre el 425 y el 320 a.C. y definida por su forma de campana invertida, con amplia boca, borde exvasado, labio redondeado y
base compuesta por una peana rematada por un pie de disco. En el
tercio superior del cuerpo arrancan dos asas en forma de herradura,
sección circular y curvadas hacia arriba (fig. 4.10: 7). Ambos tipos
se decoran mediante la técnica de figuras rojas, representándose en
muchos casos escenas dionisíacas o de banquete.
Otro objeto que podemos incluir dentro de este grupo es
el colador etrusco de bronce hallado en la necrópolis de Poble
Nou (Espinosa, 2011: 305). Posee un cazo central de poca profundidad con la base agujereada formando círculos concéntricos y enmangue de sección cuadrangular decorado (fig. 4.10:
8). Se trata de un objeto con una funcionalidad similar a la que
veíamos para el infundibulum de Xàbia, sirviendo para colar el
líquido con el fin de filtrar las impurezas que pudiese contener
el vino. Este tipo de objetos tienen un origen etrusco (Marzoli,
1991; Vives-Ferrándiz, 2006-2007) y podría datarse en el s. VI
a.C. aunque se amortiza en una tumba del s. V a.C.
Elementos de vajilla
Este conjunto de objetos es sin duda el más numeroso en nuestra
zona de estudio y está constituido principalmente por copas y boles
cuya funcionalidad es la de ser utilizados para beber el vino en el
marco de estas prácticas de comensalidad ritual. Los encontramos
con diversos estilos decorativos, como son los estilos de figuras
rojas y figuras negras, así como en barniz negro.
Comenzaremos describiendo la amplia variedad de objetos
que podemos catalogar como copas y que hemos podido documentar en los asentamientos de esta zona. Una de las formas documentadas es el kántharos de barniz negro y labio moldurado
(Sparkes y Talcott, 1970) con una cronología entre el 375 y el
275 a.C. (fig. 4.11: 1). Se caracteriza por un borde ligeramente
exvasado con labio moldurado con perfil de tendencia triangular, cuello destacado y cilíndrico, cuerpo globular agallonado y
base anillada y con una moldura en la parte superior. Presenta
también dos asas verticales de sección circular y un espolón en
la parte superior que arranca desde el labio y se une al cuerpo
del recipiente. Documentamos también un kántharos del tipo
Saint Valentin correspondiente al tipo IV (Howard y Johnson,
1954) (460-370 a.C.) con el característico patrón de bandas con
motivos geométricos pintados de negro y blanco.
También documentamos diversos tipos de skyphoi, recipiente caracterizado por su borde recto o ligeramente exvasado,
cuerpo de proporciones anchas en forma de curva convexa y
base compuesta por un pie en ocasiones anillado o simplemente
no diferenciado. Lo más característico son las dos asas de perfil circular dispuestas horizontalmente en la zona del borde, en
ocasiones inclinadas hacia arriba (fig. 4.11: 2). Entre los skyphoi
más antiguos de nuestro repertorio encontramos una mastoid
cup de figuras negras del grupo de Haimón y sucesores (Boardman, 1974: nº 274) datada entre el 510 y el 460 a.C. A finales
del s. V a.C. encontramos también skyphoi de origen ático con
decoración sobrepintada de color blanco en forma de guirnaldas
en la zona del borde. Finalmente, se documentan también varios
skyphoi áticos de barniz negro en el s. IV a.C.
Otra forma similar a la anterior, pero con un perfil más
bajo y menos profundidad es la copa-skyphos o kylix-skyphos
(fig. 4.11: 3). Presenta borde recto o ligeramente exvasado,
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Fig 4.10. Elementos importados de almacenamiento, transporte y preparación en los ss. V-IV a.C. 1. Ánfora T-8.2.1.1, 2. Ánfora T-11.2.1.4,
3. Ánfora T-8.1.1.1, 4. Ánfora de figuras rojas, 5. Pélike, 6. Crátera de columnas, 7. Crátera de campana, 8. Colador etrusco.
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Fig 4.11. Vajilla de importación de los ss. V-IV a.C.. 1. Kántharos, 2. Skyphos, 3. Kylix-skyphos, 4. Kylix, 5. Copa Cástulo, 6. Bolsal,
7. Lamboglia 21; 8. Lamboglia 22, 9. Lamboglia 24, 10. Lamboglia 21/25, 11. Lamboglia 23.
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cuerpo hemiesférico, pie bajo de tipo anular y dos asas de sección circular dispuestas horizontalmente en el tercio superior
de la copa, ligeramente curvadas hacia arriba. Los ejemplares
más antiguos son los de figuras negras del grupo Haimón y
sucesores (Boardman, 1974: nº 275) datados entre el 475 y
el 425 a.C. También los documentamos en el estilo de figuras
rojas (ss. V-IV a.C.) y en barniz negro (s. IV a.C.).
Una forma muy común en nuestro ámbito de estudio es el
kylix caracterizado por su amplia boca, con borde recto o ligeramente exvasado, labio apuntado, cuerpo en forma de casquete elipsoide horizontal, ancho y poco profundo. En cuanto
a la base puede ser del tipo pie alto o de pie bajo, anillado o
moldurado y de la media del cuerpo nacen dos asas de sección circular, simétricas e inclinadas hacia arriba (fig. 4.11:
4). Entre los ejemplares más antiguos destaca un kylix tipo
sub A (Bloesch, 1940) de figuras negras del grupo Haimón y
un kylix de pie alto datado entre el 500 y el 450 a.C. También
datadas en el s. V a.C. encontramos kylikes de pie bajo y las
conocidas como copas delicate class en barniz negro (450400 a.C.) (Sparkes y Talcott, 1970) caracterizadas por su pie
bajo y sus asas que superan la altura de borde. A caballo entre
ambos siglos encontramos los kylikes de figuras rojas del grupo pintor de Viena 116 (450-350) (Beazley, 1968) y algunos
kylikes de pie bajo y figuras rojas para el s. IV a.C.
Una de las formas más comunes en los asentamientos de
esta zona para el s. V a.C. es la copa Cástulo o forma Lamboglia 42a (fig. 4.11: 5). Se trata de un tipo de kylix con borde
ligeramente exvasado y labio apuntado y un característico resalte en la parte baja interna del borde. Presenta un cuerpo en
forma de casquete hemiesférico horizontal que da lugar a un
recipiente amplio y poco profundo con pie bajo anillado. Presenta asimismo dos asas simétricas de sección circular e inclinadas hacia arriba que arrancan de tercio superior del cuerpo.
Se data genéricamente entre el 450 y el 375 a.C.
La última forma dentro de este grupo de las copas es el bolsal
(Sparkes y Talcott, 1970) (fig. 4.11: 6). Se trata de un recipiente
de profundidad media con borde recto y labio no diferenciado,
paredes de tendencia vertical, con pie indicado. Presenta dos asas
simétricas horizontales opuestas bajo el borde, de sección circular
y en forma de herradura. Se trata de un recipiente fabricado en
barniz negro y con una datación entre el 425 y el 300 a.C.
El grupo más numeroso para el s. IV a.C. en esta zona es el
de los boles de barniz representados concretamente por cuatro
formas. La primera de ellas es el bol incurved rim (Sparkes y
Talcott, 1970) o forma Lamboglia 21 (425-300 a.C.) caracterizado por presentar borde entrante con labio redondeado, cuerpo en forma de casquete esférico y poco profundo y base con
pie anular redondeado al exterior y un surco en la superficie
de apoyo (fig. 4.11: 7). El otro tipo más común es el bol tipo
outturned rim (Sparkes y Talcott, 1970) o forma Lamboglia 22
(500-300 a.C.) que presenta borde exvasado y engrosado de
labio redondeado con una pequeña acanaladura horizontal en
su cara externa, cuerpo en forma de casquete esférico y suave
carena en la parte inferior y pie anular con sección de tendencia trapezoidal y “uña” en la superficie de apoyo (fig. 4.11: 8).
Otra forma representada en nuestro repertorio es la Lamboglia
21/25 (400-310 a.C.), se trata de un pequeño cuenco con borde
ligeramente entrante con labio redondeado, cuerpo en forma
de casquete esférico poco profundo y base con pie anular en
ocasiones con un resalte en la parte superior (fig. 4.11: 10).
Finalmente, documentamos la forma Lamboglia 24 o salero
(Sparkes y Talcott, 1970) (500-325 a.C.) recipiente de pequeño
tamaño de borde entrante y labio apuntado, cuerpo en forma de
casquete esférico y pie bajo anular (fig. 4.11: 9).
Un último conjunto dentro del grupo de vajilla de mesa serían
los platos, cuya representación en nuestro repertorio es mínima y
únicamente documentamos una forma en barniz negro, el plato
de pescado (Sparkes y Talcott, 1970) o forma Lamboglia 23 (400300 a.C.) que se caracteriza por ser una forma abierta y poco profunda con borde exvasado y labio pendiente, pie anular y cazoleta
central en el interior (fig. 4.11: 11).
4.3.2. eL contexto DeL regIstro ArqueoLógIco
Más allá de la mera prospección superficial contamos con algunos contextos más fiables y excavados con metodología arqueológica siendo la zona mejor conocida la de los Valles de
Alcoi (fig. 4.12). En esta zona disponemos de un amplio repertorio de cerámicas de importación griega en El Puig, muchas de
ellas procedentes de excavaciones antiguas mientras que otras
proceden de las excavaciones llevadas a cabo en los últimos diez
años, lo que nos permitirá analizar las frecuencias de aparición,
porcentajes del total del repertorio recuperado o asociación a determinados agregados domésticos. Otro contexto estratigráfico,
aunque no primario, es el del asentamiento de l’Alt del Punxó
que nos permite analizar estos repertorios cerámicos en una tipología distinta al oppidum como es la aldea. Trasladándonos a la
comarca de la Marina Baixa, encontramos un contexto funerario
sumamente interesante en la denominada Fase I de la necrópolis
de Poble Nou donde incluso se ha identificado un posible espacio de consumo ritual en relación con banquetes funerarios. La
limitación en este caso concreto la hallamos en la falta de una
publicación completa de los resultados de la excavación de esta
necrópolis que nos permita establecer asociaciones entre materiales y tumbas o el estudio de posibles silicernia.
En este apartado pasamos a abordar en detalle las evidencias
arqueológicas de estas importaciones de vajilla griega en relación
con los distintos asentamientos. Analizaremos tres comarcas bien
diferenciadas geográficamente y que nos permitirán estudiar las
diferentes dinámicas en ámbitos tanto costeros como del interior.
Los Valles de Alcoi
Comenzaremos analizando el oppidum del El Puig (García y
Grau, 1997: 121; Grau y Segura, 2013: 108-109 y 166-167) que
supone el ejemplo paradigmático de asentamiento para época
ibérica antigua y plena en la facies del s. IV a.C. para la comarca. Este asentamiento presenta un gran volumen de importaciones de origen griego halladas tanto en las excavaciones antiguas (Rubio, 1985), que nos impiden establecer asociaciones
fiables con las distintas estructuras, como en las excavaciones
de los últimos diez años (Grau y Segura, 2013). En total contamos con un total de 147 ejemplares correspondientes tanto a
cerámica ática de figuras negras, figuras rojas y barniz negro.
Para la primera mitad del s. V a.C. contamos con dos copasskyphoi datadas en la primera mitad del siglo, una de ellas del
estilo figuras negras, una forma abierta indeterminada también
de este mismo estilo y un kylix de pie alto. Para la segunda mitad de este mismo siglo, documentamos en el estilo de figuras
73
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Fig 4.12. Asentamientos con importaciones de los ss. V-IV a.C. en el área de los Valles de Alcoi. 1. Covalta, 2. Cova dels Pilars, 3. Alt del Punxó,
4. Ermita del Cristo, 5. El Xarpolar, 6. La Penya Banyà, 7. Pic Negre, 8. Els Ametllers, 9. Castell de Cocentaina, 10. La Torre, 11. El Terratge, 12.
El Pitxòcol, 13. Coll del Surdo, 14. Benimassot, 15. El Xocolatero, 16. El Castellar, 17. El Puig, 18. La Serreta, 19. Castell de Penàguila.
rojas tres kylikes de pie bajo y dos cráteras de columnas, mientras que en barniz negro encontramos ocho copas Cástulo, seis
copas delicate class, tres skyphoi de guirnaldas y decoración
sobre pintada y dos boles de la forma L.22.
No obstante, la mayoría de las importaciones áticas de este
poblado corresponden al s. IV a.C. En el estilo decorativo de figuras rojas documentamos para este siglo una crátera de columnas,
15 cráteras de campana, ocho skyphoi y 13 kylikes de pie bajo.
En el estilo de barniz negro encontramos un kylix de pie alto, dos
kylikes de pie bajo, cinco skyphoi, cuatro bolsales, tres kántharoi
moldurados, 31 boles de la forma L.22, 27 boles de la forma L.21
y siete boles de la forma L.24. Finalmente se documentan dos
ejemplares que son menos frecuentes y que no corresponden a
estos dos estilos como un kántharos del tipo Saint Valentin y una
crátera de campana de procedencia suditálica.
A estas importaciones de origen ático debemos añadir la
aparición de algunos ejemplares de ánforas que podemos dividir principalmente en dos grupos, atendiendo a su área de
origen. Por un lado, encontramos cinco ánforas procedentes
de la zona del Círculo del Estrecho correspondiente a los tipos Ribera G o Ramon T-8.2.1.1 y al tipo Mañá-Pascual A4
evolucionada o Ramon T-11.2.1.4. El otro grupo es el correspondiente a las 10 ánforas procedentes de la isla de Ibiza pertenecientes al tipo Ramon T-8.1.1.1.
El siguiente asentamiento que presenta un mayor número
de importaciones áticas es el oppidum de La Covalta (Vall
del Pla, 1971; García y Grau, 1997: 125) con un total de 56
74
recipientes. Para el s. V a.C. documentamos dos kylikes de figuras rojas, dos copas Cástulo y cuatro skyphoi de guirnaldas.
Ya en el s. IV a.C. se han identificado en el estilo de figuras
rojas una crátera de campana, un kylix del grupo del pintor de
Viena 116 y dos copas-skyphoi; en el estilo de barniz negro
encontramos 10 boles del tipo L.21, 10 boles del tipo L.22,
dos platos L.23, ocho boles L.24, tres boles L.21/25, cinco
bolsales, cuatro kylikes, y dos kántharoi.
En el oppidum de La Serreta (García y Grau, 1997: 122)
documentamos materiales pertenecientes al s. IV a.C., con
un total de 14 objetos. En cuanto al estilo de figuras rojas se
han identificado cinco cráteras de campana, tres kylikes, dos
de ellos pertenecientes al grupo del pintor de Viena 116, un
skyphos y una pélike. En el estilo de barniz negro documentamos dos boles de forma indeterminada, un bol L.22 y dos
platos de pescado L.23. Dichos elementos los encontramos en
la zona de hábitat, que para esta centuria nos resulta bastante
desconocida y sobre todo en la necrópolis.
En la Cova dels Pilars (Grau, 1996a), catalogada como una
cueva-santuario también se ha documentado un importante repertorio de materiales importados representados por un ánfora
ática de figuras rojas del tipo A de buena calidad datada entre
en torno al 470-460 a.C. y decorada con una escena que hemos
analizado más detalladamente en el capítulo dedicado a los rituales de iniciación. Ya para el s. IV a.C. documentamos un
kylix de figuras rojas perteneciente al grupo del pintor de Viena 116, un borde perteneciente a un plato de pescado L.23, un
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kántharos de borde moldurado y un bol del tipo L.22 con decoración impresa de palmetas, un círculo de ovas y otra banda de
palmetas enlazadas en el exterior. También encontramos un bol
de este tipo en otra cueva-santuario de la región, concretamente
la de La Pastora (Machause, Amorós y Grau, 2017).
En el pequeño poblado con función estratégica del Pic Negre (García y Grau, 1997: 122) encontramos ocho ejemplares
datados todos ellos en el s. IV a.C. Dentro del grupo de figuras rojas se documenta una crátera de campana, un kylix y dos
copas-skyphoi mientras que en el estilo de barniz negro, un bol
del tipo L.21, dos boles L.21/25 y un plato de pescado L.23.
En el oppidum de El Pitxòcol (García y Grau, 1997: 124; Amorós, 2015) se documentan ocho ejemplares. El elemento más antiguo dentro de este tipo de cerámicas es una crátera de columnas de
figuras rojas con decoración en forma de palmeta y que podríamos
datar a mediados del s. V a.C. También en el estilo de figuras rojas
contamos con un fragmento de copa de pie bajo donde se representa una cabeza y un fragmento de crátera de campana ambas piezas
con una cronología del s. IV a.C. En cerámica ática de barniz negro
encontramos tres bordes de bol correspondientes a la forma L.21
y una base de una forma indeterminada, además de diversos fragmentos informes, todo ello datado en el s. IV a.C.
En el oppidum de El Xarpolar (Grau y Amorós, 2014: 244)
se documenta una base de bol con decoración de ruedecillas y
palmetas, correspondiente a un cuenco de barniz negro, un borde
de crátera de campana de figuras rojas, un borde vuelto al interior
y una base de bol de barniz negro. Por otra parte, en el oppidum
de El Castell de Penàguila (García y Grau, 1997: 122) se ha documentado una copa Cástulo de barniz negro datada en la segunda
mitad del s. V a.C. mientras que para el s. IV a.C. se han identificado un kylix de pie bajo y figuras rojas, un bol de la forma L.21
y otro de la forma L.22, ambos en barniz negro.
En la aldea de l’Alt del Punxó (Espí et al., 2009) se documenta para la segunda mitad del s. V a.C., una copa Cástulo
mientras que para el s. IV a.C. se identifican en el estilo de figuras rojas tres kylix y un borde y una base de formas indeterminadas, mientras que en el estilo de barniz negro documentamos
un borde perteneciente a la forma L.21 y un fragmento de L.22,
así como una base de una forma indeterminada.
En el resto de asentamientos donde se documentan estas
cerámicas de importación aparecen en mucha menor medida
como es el caso de la aldea de El Xocolatero y el caserío de Penya
Banyà con una copa Cástulo en cada asentamiento datadas en la
segunda mitad del s. V a.C. Para el s. IV a.C. documentamos en
El Castell de Cocentaina, un bol L.21, dos boles L.22 y un bolsal, ambos en barniz negro así como un ánfora del tipo T-8.2.1.1
del Círculo del Estrecho; en El Terratge se han identificado una
copa-skyphos de figuras rojas, un kylix de pie bajo y un bol de
la forma L.21, estos dos últimos en barniz negro; en la aldea de
Benimassot se documenta un skyphos de barniz negro; en el oppidum de El Castellar encontramos un kylix y una forma indeterminada de figuras rojas y un kántharos de barniz negro; en Els
Ametllers se documentan dos fragmentos indeterminados, uno de
figuras rojas y otro de barniz negro y en La Ermita del Cristo un
fragmento indeterminado de barniz negro. Finalmente se ha identificado también un ánfora del tipo Ramon T-11.2.1.4 en La Torre
y varios fragmentos informes de cerámica ática tanto de barniz
negro como de figuras rojas en la posible necrópolis del Coll del
Surdo (Grau y Molina, 2005: 249).
La Marina Baixa
Para la comarca de la Marina Baixa, contamos con numerosos
trabajos de prospección arqueológica del territorio (Moratalla,
2004) que nos permiten hacernos una idea de cuál podía ser el
paisaje de la comensalidad para estos siglos que nos ocupan (fig.
4.13). Asimismo, los estudios llevados a cabo en los últimos
años en la zona de la actual Villajoyosa, la han convertido en
uno de los asentamientos más interesantes para el estudio de la
época ibérica en la Contestania.
En este último lugar se encuentra la necrópolis de Poble
Nou, cuya Fase I se dataría en los ss. V-IV a.C. y relacionada
con el oppidum ubicado bajo el actual Barri Vell de Villajoyosa. En esta necrópolis se documentan numerosos elementos de
vajilla ática, así como el colador etrusco de bronce que comentábamos al inicio, no obstante, nuestras conclusiones se ven algo
limitadas porque aún no se ha publicado el estudio definitivo de
la misma y debemos basarnos en un estudio preliminar, aunque
bastante completo (Espinosa, Ruiz y Marcos, 2005). De los 61
puntos, ya que en ocasiones es difícil distinguir entre tumbas y
ofrendas funerarias sin restos humanos, identificados para esta
primera fase de la necrópolis, en 16 de ellos se ha documentado
cerámica de origen ático entre las que podemos destacar algunas
de ellas (Espinosa, Ruiz y Marcos, 2005: 185-186). Las más antiguas son tres piezas de cerámica ática de figuras negras, dos de
ellas documentadas en el punto 27 del sector de la calle Doctor
Fleming y datadas entre el 475 y el 425 a.C., una copa-skyphos
del grupo de Haimón y sucesores y una mastoid cup de este
mismo grupo con la representación de una escena que podemos
catalogar como de ritual dionisíaco. Mientras que la otra es un
kylix tipo sub A de este mismo grupo de Haimón datada entre el
480 y el 460 a.C. en el punto 12 del sector Vial Nou d’Octubre.
También de la segunda mitad del s. V a.C. son las copas Cástulo
de barniz negro documentadas en los puntos 43, 44 y 54 de la
calle Quintana y 14 y 55 de la calle Dr. Fleming. En cerámica
ática de barniz negro contamos con skyphoi, bolsales como el de
una sola asa documentado en el punto 32 del sector Dr. Fleming,
así como tres ejemplares de figuras rojas de buena calidad documentados formando parte del acondicionamiento de un camino
posterior así como de un basurero. Se datan en torno al 425 a.C.
y corresponden a un skyphos y dos cráteras, una de columnas y
otra de campana, esta última con una decoración de gran calidad
estilística que representa una escena de sacrificio en una cara
y una conversación entre tres personajes femeninos en la otra.
Finalmente, es especialmente interesante por su carácter excepcional el hallazgo de un colador de bronce etrusco del s. VI
a.C. pero que se amortiza en una tumba del s. V a.C. (pt. 32 de
la calle Dr. Fleming), formando parte del ajuar de un individuo
femenino junto con piezas de vajilla ática, un aro de oro con
decoración en espiral y una fíbula anular hispánica. Este tipo
de evidencias nos hacen pensar en el rol de las mujeres en la
celebración de estos banquetes y en las posibilidades futuras de
un análisis de estas cuestiones desde una perspectiva de género.
Como ya hemos señalado anteriormente este tipo de objetos se
utilizaba para el filtrado de líquidos, posiblemente vino, con el
fin de eliminar las impurezas que pudiera contener.
En el entorno de la actual Villajoyosa se han documentado
restos en distintos yacimientos tales como el Barri Vell, emplazamiento del oppidum que articularía este territorio, donde encontramos una crátera de figuras rojas y diversos fragmentos de cerámica
75
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Fig 4.13. Asentamientos con importaciones de los ss. V-IV a.C. en la Marina Baixa. 1. Penyal del Comanaor, 2. Penyó del Muscaret, 3. Xauxelles, 4. Cementeri, 5. Paradís I, 6. Tossal de La Malladeta, 7. Campo de fútbol El Pla, 8. Poble Nou, 9. Barri Vell, 10. Tossal del Molinet, 11. La
Tellerola, 12. La Cala, 13. Tossal de La Cala, 14. Cova de la Pinta, 15. Altea la Vella, 16. Cap Negret.
de barniz negro que podríamos datar en el s. IV a.C. (Moratalla,
2004: 480). En el asentamiento de Xauxelles o Torre-La Cruz se
documenta una copa Cástulo datada en la segunda mitad del s. V
a.C., una pélike de figuras rojas (425-375 a.C.) y varios fragmentos informes de barniz negro (Moratalla, 2004: 470). Finalmente
se documentan para el s. IV a.C. una base de copa de cerámica
ática de barniz negro del tipo stemless, large, delicate class, rim
offset inside en el Campo de fútbol Municipal de El Pla, fragmentos
de barniz negro en el Tossal del Molinet y el Cementeri así como
fragmentos informes de figuras rojas y barniz negro en Paradís I
(Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 279 y 287).
También se han documentado algunas importaciones de
origen ático en el santuario ubicado en el Tossal de La Malladeta (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 108). Se trata de
dos individuos de figuras rojas, uno de ellos un kylix, mientras
que en barniz negro encontramos 29 individuos, entre los que
se han podido identificar claramente un skyphos, un kántharos
tipo L.40B, un bol L.22, cinco boles L.21, un bol del tipo 843853, un cuenco 863-876 (Sparkes y Talcott, 1970), dos saleros
L.24 y dos platos de pescado o L.23.
En relación con las vías que comunican la zona litoral con
el interior encontramos dos asentamientos con materiales de importación ática como son el Penyal del Comanaor o de la Caroxita
donde se documenta un bolsal y fragmentos informes de cerámica de barniz negro y el Penyó del Muscaret con dos fragmentos
informes de barniz negro ático (Moratalla, 2004: 452 y 465).
Uno de los asentamientos más importantes de la zona es el
Tossal de la Cala donde se documenta para la segunda mitad
del s. V a.C., una copa Cástulo mientras que para el s. IV a.C.
76
se han identificado dos pequeños boles del tipo L.24, un bolsal y un bol del tipo L.22 (Bayo, 2010: 61-65). En el entorno
de este asentamiento encontramos dos pequeños poblados con
funciones estratégicas donde se han encontrado fragmentos informes de cerámica de barniz negro como son La Tellerola y
La Cala (Moratalla, 2004: 495 y 499).
Hacia los valles del interior encontramos la Cova Pinta que
ha sido catalogada como una cueva-santuario presenta un conjunto compuesto por tres saleros correspondientes a la forma
L.24 con una cronología en torno al 350 a.C.; un bolsal con
decoración de palmetas impresa en el fondo interno datado en
la segunda mitad del s. V a.C. y finalmente, tres copas, una de
ellas del tipo Cástulo o inset-lip datadas también en la segunda
mitad del s. V a.C. (Sala, 1995: 201).
Hacia el norte de la comarca encontramos la necrópolis de
Altea la Vella donde se identifican algunos fragmentos de cerámica ática de barniz negro (Morote, 1981: 423) hoy desaparecidos y entre los que se identifican una crátera de columnas
de figuras rojas y un kylix de pie bajo en barniz negro, ambos
fechados en la primera mitad del s. IV a.C. (Rouillard, 1991).
Cerca de este asentamiento, en Cap Negret se documentan diversas cerámicas áticas tanto de figuras rojas como de barniz
negro datadas en el s. IV a.C. (Olcina y Sala, 2000).
La Marina Alta
Para finalizar nuestro repaso a estos tres territorios, veamos
cuáles son las evidencias de vajillas de importación relacionadas con la comensalidad en la comarca de la Marina Alta (fig.
4.14). Para este territorio contamos con una documentación
mucho más escasa, limitada en la mayoría de los casos a traba-
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Fig 4.14. Asentamientos con importaciones de los ss. V-IV a.C. en la Marina Alta. 1. La Moleta, 2. El Passet, 3. Cova Fosca, 4. Coll de
Pous, 5. La Plana Justa, 6. El Castellet, 7. L’Empedrola, 8. Penyal d’Ifach, 9. Punta de Moraira.
jos de prospección y a pesar de que esta zona se haya considerado tradicionalmente como un importante foco de presencia
griega en el occidente mediterráneo, proponiéndose incluso la
ubicación en esta comarca de la Hemeroskopeion de las fuentes. Estas hipótesis contrastan con el conocimiento del registro
arqueológico para estos dos siglos.
Para la época ibérica antigua encontramos evidencias de vajilla ática en el asentamiento de la Plana Justa con un borde y un
asa de copas Cástulo, así como un asa perteneciente a una forma
indeterminada (Bolufer y Vives-Ferrándiz, 2003: 81). También en
el Penyal d’Ifach se han identificado diversas cerámicas áticas datadas a finales del s. V a.C. como un kylix de pie alto de figuras
rojas, una copa Cástulo y varios kylikes de pie bajo de barniz negro
(Sala, 1994: 285) mientras que para el s. IV a.C. se documentan
restos de kylikes y páteras, así como un ánfora de importación de
origen púnico T-8.2.1.1 del grupo conocido como Círculo del Estrecho (Aranegui, 1986: 53-54). En el asentamiento de El Castellet
se han documentado 150 fragmentos de cerámica ática de barniz
negro entre los que encontramos boles del tipo L.21 y 22, kylikes y
bases con decoración a ruedecilla (Moratalla, 2004: 525-526). En
el asentamiento de L’Empedrola interpretado como una torre de vigilancia se han documentado también algunos materiales de impor-
tación como son tres ánforas púnico-ebusitanas del tipo T-8.1.1.1 y
un ánfora púnica T-8.2.1.1 del Círculo del Estrecho, así como un
plato del tipo L.23 o de pescado de cerámica ática de barniz negro
todo ello datado en el s. IV a.C. (Bolufer y Sala, 2009: 58-59). En
la Cova Fosca, interpretada como una cueva-santuario ibérica, también encontramos algunos ejemplares de barniz negro ático como
los boles del tipo L.21 (Sala, 1994: 285) que podríamos datar entre
el 425 y el 300 a.C. Finalmente se documenta un fragmento de
cerámica ática de barniz negro con decoración a ruedecilla en el
asentamiento de Coll de Pous (Castelló y Costa, 1992: 17) y referencias genéricas a la presencia de este tipo de importaciones en el
asentamiento de Punta de Moraira (Grau, 2000: 445) y de barniz
negro ático en La Moleta y en el Passet de Segària (Castelló, 2015:
131-133 y 137-140).
4.3.3. AnáLIsIs De Los DAtos
Los elementos del banquete
El primer elemento que debemos reconocer cuando tratamos los
banquetes o prácticas de comensalidad es el producto consumido. Cuando analizamos el repertorio de importaciones áticas
para los ss. V-IV a.C. vemos que está constituido básicamente
77
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por recipientes relacionados con la mezcla y el consumo de líquidos, muy posiblemente vino, aunque no podemos descartar
otro tipo de bebidas alcohólicas comunes entre las comunidades
iberas como la cerveza. La parafernalia que encontramos en los
asentamientos de nuestra área de estudio es muy similar a la del
symposion o ceremonia del vino en el ámbito griego, lo que no
quiere decir que entre las comunidades iberas se adopte sin más
este ritual, sino que sería reinterpretado y adaptado a las relaciones sociales locales. El vino, como ya veíamos para el período
anterior, sigue teniendo un papel protagonista en las prácticas
de consumo ritual debido a sus propiedades psicotrópicas que
favorecen su consumo en un ambiente convivial y festivo. No
obstante, a mediados del s. VI a.C. se produce una interrupción en la importación de ánforas vinarias de origen feniciooccidental y por tanto de vino foráneo, posiblemente porque las
comunidades iberas de la franja oriental peninsular ya dominan
las técnicas para el cultivo de la vid y la producción del vino
como veíamos en el temprano ejemplo del Alt de Benimaquia,
producción que se generalizará en época plena.
Las escasas ánforas de importación que se documentan para
este período proceden de la órbita púnica como puede ser el grupo del Círculo del Estrecho o las ánforas ebusitanas, seguramente relacionadas con el comercio de salazones, que por otra parte
también podrían consumirse en estos banquetes como un producto
exótico y de compleja adquisición. Aunque el vino sería el protagonista de estas prácticas, no debemos descartar el consumo de
otro tipo de productos como la carne, muy valorada en los banquetes por su alto contenido en proteínas. En el asentamiento mejor conocido para este momento en esta zona, El Puig, contamos
con una gran cantidad de restos de fauna asociados a contextos
domésticos que presentan marcas de origen antrópico realizadas
durante su procesado como fracturas, desarticulación, descarnado
y consumo, en ocasiones con alteraciones por fuego que indican el
asado de estos alimentos. Predominan en muchos casos las partes
con un mayor contenido cárnico y especies como los ovicápridos,
los suidos y los bóvidos (Grau y Segura, 2013: 201-220). A pesar
de contar con este rico registro faunístico, no podemos asociarlo
directamente a prácticas de consumo ritual o a un consumo cotidiano ya que no se trata de depósitos primarios que nos aporten
información de tipo contextual.
Entre los elementos de preparación contamos con las cráteras, recipiente utilizado para la mezcla del vino con agua, miel,
hierbas aromáticas, queso rallado…siendo luego distribuido entre
los comensales desde este mismo recipiente. Por tanto, es muy
posible que estas cráteras constituyan un elemento diacrítico que
otorgaba a su propietario unos atributos o condiciones sociales
especiales, de ahí su menor presencia en el registro arqueológico
con respecto a otros vasos. Para los Valles de Alcoi, que es el
territorio para el que contamos con una muestra más significativa,
en el s. V a.C. suponen un 9,5 % de los vasos importados, mientras que para el s. IV a.C. supondrían el 14,3 % del total (Grau,
2002: 176). Otro elemento de preparación que documentamos es
el colador de bronce etrusco que formaba parte del ajuar de una
tumba femenina de la necrópolis de Poble Nou, empleado para el
filtrado de líquidos con el objetivo de eliminar las impurezas que
este pudiese contener antes de ser servido.
Entre la vajilla de mesa, el grupo mayoritario está compuesto por los recipientes para beber entre los que podemos
incluir los boles, que también podrían ser empleados para el
78
consumo de alimentos sólidos dependiendo del tamaño, y las
copas. En los Valles de Alcoi, los boles suponen un 4,8 % del
total en el s. V a.C. mientras que en el s. IV a.C. constituyen el
grupo mayoritario con un 44,3 % del total de las importaciones.
Por otra parte, las copas y otros recipientes para beber suponen
el 85,7 % del total de las importaciones en el s. V a.C. mientras
que en el s. IV a.C. corresponden al 36,9 %. Finalmente, otro
elemento de la vajilla de mesa como son los platos de pescado
tiene una presencia muy escasa con un 2 % del total en el s. IV
a.C. (Grau, 2002: 176), aunque por otra parte, debemos señalar
que la presencia de diversos tipos de platos entre el repertorio
de cerámica ibérica es muy abundante. Para los otros dos territorios objeto de nuestro estudio las pautas en cuanto a la aparición
de vajilla ática en estos dos siglos, es muy similar a la que hemos visto para los Valles de Alcoi, aunque la muestra es mucho
menor y en muchas ocasiones no contamos con la adscripción
a una determinada forma, es por ello que hemos tomado como
ejemplo paradigmático esta zona del interior contestano.
Lo primero que constatamos cuando analizamos las importaciones en este período es la interrupción en la llegada de ánforas fenicio-occidentales, tan comunes en el período anterior y
la reducción general del volumen de las importaciones en el s. V
a.C. La interrupción en la llegada de ánforas vinarias fenicio-occidentales puede explicarse desde diversos puntos de vista, bien
buscando las causas en un elemento exógeno como la crisis sufrida por los centros fenicios del levante mediterráneo y por tanto
de sus enclaves coloniales en occidente (Ramon, 1995; Aubet,
1997; Ordóñez, 2011), o bien tratando de entender cuáles son los
cambios que se producen en el seno de las poblaciones ibéricas.
También cabe la posibilidad de que estas ánforas que ahora tienen
origen en otros centros del Mediterráneo, estén llegando únicamente a los enclaves del litoral, como vemos en el caso de El
Oral (Sala, 1995), y que sus productos sean transportados hacia
las comarcas del interior en otro tipo de recipientes.
Una cuestión importante es la del origen del vino, elemento
principal de estas prácticas de comensalidad. Para el período
anterior documentábamos un consumo de vino principalmente foráneo que llegaba tanto a las comarcas litorales como al
interior en las ánforas del tipo R1 mientras que para los ss. V
y IV a.C. parece haberse consolidado la producción de vino
en el seno de algunas comunidades ibéricas. Encontramos estructuras para la producción de vino en algunos enclaves en la
Contestania tales como varios lagares en Alt de Benimaquia en
un momento tan temprano como el s. VI a.C. (Gómez y Guérin,
1995) y en la Illeta dels Banyets datados en el s. IV a.C. (Olcina, 2005: 154-156) mientras que en la Edetania se documentan
este tipo de estructuras en los asentamientos de la Monravana,
Solana de las Pilillas (Pérez, 2000: 60-61) y Tossal de Sant Miquel (Bonet, 1995: 362) todos ellos del Ibérico Pleno. Salvo
Alt de Benimaquia para el período del Hierro Antiguo, no documentamos ninguna estructura de este tipo en nuestra área de
estudio, aunque sí se documentan restos de vitis vinífera en El
Puig (Grau y Segura, 2013: 196-197) que puede ser un reflejo de la producción de vino o bien pudo estar consumiéndose
como uva pasa secada al sol. En este sentido es significativa la
presencia de un posible centro productor de ánforas en el enclave costero de la Illeta dels Banyets (López, 1997; Álvarez,
1998) cuyos recipientes se distribuyen también hacia la zona
del interior con algunas evidencias en El Puig (Grau y Segura,
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2013: 159). Seguramente existiría un flujo comercial entre las
distintas regiones ibéricas reflejado en una cierta diversidad de
ánforas ibéricas con distintos orígenes, cuestión todavía mal
reconocida en el estado actual de la investigación.
En los ss. V y IV a.C. se produce un cambio también en el
origen de los productos importados cuya procedencia la encontramos en la mayoría de los casos en la región del Ática
con una tímida llegada de estos productos a lo largo del s. V
a.C. y una intensificación entre el 425 y el 325 a.C. No obstante, el hecho de que estos productos hayan sido elaborados en
el ámbito heleno, no implica que los agentes que lo comercializan sean necesariamente griegos, sino que en este momento y
para esta zona parece documentarse un cierto protagonismo de
los agentes comerciales púnicos asentados en la isla de Ibiza
como refleja el predominio de ánforas púnicas o incluso grafitos en los enclaves costeros como la Illeta dels Banyets (Álvarez, 1997: 145-150; Pastor, 1998: 136-137, De Hoz, 2002:
79). No obstante, este hecho entra en contradicción con los
numerosos ejemplos de escritura ibérica que encontramos en
esta zona y que nos remiten a un sustrato griego. Sea quien
sea el intermediario, encontramos un predominio de vajilla de
importación ática que refleja los intereses y demandas de las
comunidades locales, con una presencia mayoritaria de envases de barniz negro, con un 67,6 % del total frente a un 29,5
% de figuras rojas (García y Grau, 1997: 128), normalmente
estos últimos de muy mala calidad y con representaciones de
escenas de carácter dionisíaco o de banquete. Asimismo, como
ya hemos visto existe una preferencia por los pequeños recipientes del tipo cuenco o copa frente a los grandes recipientes,
existiendo una cierta variabilidad regional que se basa en las
preferencias de las comunidades locales ya que en otras zonas
como la Alta Andalucía por ejemplo existe un predominio de
los grandes vasos de figuras rojas (Grau, 2010b).
Estos productos llegarían por vía marítima a enclaves costeros
como El Oral, La Escuera, La Picola, la Illeta dels Banyets, Villajoyosa o el Penyal d’Ifach, distribuyéndose posteriormente hacia
el interior a través de diversas vías de comunicación todas ellas
de gran importancia ya en el período anterior. Desde los puntos de
llegada del área meridional de la Contestania, los productos importados seguirían la vía de penetración que supone el valle del
Vinalopó llegando los materiales a los Valles de Alcoi a través de
la Valleta d’Agres donde se ubica la Covalta y la Cova dels Pilars
(Grau y Moratalla, 1998: 117-118). Los productos que llegaban a
enclaves como la Illeta o Villajoyosa penetrarían hacia el interior a
través de los corredores de la Torre de les Maçanes y Sella mientras
que los productos desembarcados en las costas de la Marina Alta lo
harían a través de la Vall de Laguard o la Vall de Gallinera (Grau y
Moratalla, 182-183; Grau 2002: 176 y 179).
Los lugares de consumo
En nuestra área de estudio nos resulta difícil conocer exactamente
cuáles fueron los espacios donde tuvieron lugar este tipo de banquetes debido a la falta de contextos primarios o incluso conjuntos secundarios que mantengan un carácter unitario como pueda
ser la fosa FS362 del asentamiento de Mas Castellar (Pontós, Alt
Empordà) que contenía dos askoi, 15 skyphoi, seis boles o páteras
y tres jarras, junto a abundantes restos de fauna (Pons y García,
2008). Únicamente se documenta un caso similar que podría estar
evidenciando algún rito relacionado con un banquete funerario en
la necrópolis de Poble Nou donde se excavó una zanja poco pro-
funda con gran cantidad de fragmentos en su interior (Espinosa,
Ruiz y Marcos, 2005: 184) sin que podamos decir más al respecto
a la espera de la publicación general de esta necrópolis.
En cuanto al consumo en los espacios de hábitat, se da
una situación muy similar a la que documentábamos para el
período anterior ya que no encontramos ningún edificio singular destinado a este tipo de reuniones. Este tipo de materiales
se asocian normalmente a estructuras de carácter doméstico
con estancias de tamaño muy reducido que en principio no
parecen favorecer este tipo de banquetes (fig. 4.15). En el caso
de El Puig, la estancia A de la Casa 200 y una de las más grandes documentadas en el poblado tiene una superficie de 18
m2, mientras que en el Sector Corona el departamento 2 de la
Casa A que acumula el mayor conjunto de piezas de importación tiene un área de 10 m2 y el ámbito 3000 de la Casa B en
este mismo sector presenta una superficie de 22 m2. Por otro
lado, en la aldea de l’Alt del Punxó, las cabañas 6 y 7 que son
las que presentaban vajilla ática de importación presentan una
superficie de unos 20 m2. La existencia de estos espacios tan
reducidos nos lleva a pensar que estas prácticas de consumo ritual se llevarían a cabo en la mayoría de los casos al aire libre,
bien en espacios abiertos dentro del poblado o bien al exterior
del recinto amurallado ya que la fortificación constituiría uno
de los símbolos más importantes de la colectividad.
En el oppidum de la Bastida de les Alcusses, muy cercano
a nuestra área de estudio y dentro del territorio que podríamos
considerar como contestano sí se documenta un edificio de carácter singular que podría haber albergado este tipo de reuniones en el s. IV a.C. Se trata del Conjunto 5, un edificio aislado,
sin construcciones alrededor y ubicado en la zona más alta del
cerro y que además presenta potentes muros de más de 1 m de
anchura y acabados arquitectónicos destacados como suelos de
barro endurecido, pavimentos de losas o revestimientos de colores. El edificio se estructura en tres grandes estancias que dan
a un patio abierto mientras que otras estancias más reducidas
pudieron tener la función de almacén (Bonet y Vives-Ferrándiz,
2011: 90). Otra cuestión destacable es que no se documentan
objetos o herramientas relacionadas con la producción, aunque
sí hay una presencia abundante de vajilla de consumo, documentándose varias copas áticas, dos de ellas con grafitos. Recientemente se ha interpretado este edificio destacado como un
espacio de reunión donde se desarrollarían prácticas de consumo ritual (Vives-Ferrándiz, 2013: 106).
El consumo ritual en espacios sacros
Para los ss. V y IV a.C. la evidencia más clara de estas vajillas
áticas de importación en espacios que podemos considerar sacros
son las cuevas-santuario, fenómeno que hemos abordado en profundidad en el capítulo dedicado a los rituales de iniciación. Para
el territorio con el que estamos trabajando documentamos cuatro
cuevas-santuario con cerámicas áticas, la Cova dels Pilars, la Cova
de la Pastora, la Cova Pinta y la Cova Fosca. En la primera de
ellas se documenta para la primera mitad del s. V a.C. la ofrenda
de un ánfora ática de figuras rojas que pudo estar relacionada con
alguna ceremonia en la que el vino tuviese un papel protagonista.
Este rito se renovaría durante varias generaciones ofreciéndose a
la divinidad otros elementos, ya menos extraordinarios, como indican los fragmentos de cerámica ática de figuras rojas y de barniz
durante el s. IV a.C. (Grau y Olmos, 2005). Esta vajilla ática estaría acompañada por otros recipientes de cerámica ibérica, espe79
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Fig 4.15. Espacios de consumo. Casa 200 de El Puig (superior) (Grau y Segura, 2013: fig. 4.34); Sector Corona de El
Puig (centro) (Grau y Segura, 2013: fig. 5.26); Cabañas 6 y 7 de l’Alt del Punxó (inferior izquierda) (Espí et al., 2009:
fig.9) y Conjunto 5 en la Bastida de Les Alcusses (inferior derecha) (Bonet y Vives-Ferrándiz, 2011: fig. 35).
80
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cialmente un considerable número de ollas de cocina que pudieron
estar relacionadas bien con la ofrenda de productos o bien con la
preparación de los alimentos para el banquete. Es destacable que
la propia morfología de la cueva, con una amplia sala, favorece la
celebración de este tipo de prácticas. Otros dos ejemplos donde se
han documentado cerámicas áticas de barniz negro son la Cova
Pinta y la Cova Fosca donde pudieron llevarse a cabo ceremonias
de consumo de vino, aunque la morfología de estas cuevas sea
algo más intrincada, si bien es cierto que el consumo podría llevarse a cabo en el exterior para luego depositar los objetos en el
interior como ofrenda o como testimonio del ritual.
El otro ejemplo de presencia de este tipo de materiales en
contextos sacros son las necrópolis de Altea la Vella, cuya información es muy confusa, y de Poble Nou. De hecho, las cerámicas de mayor calidad de toda nuestra zona de estudio las
encontramos en esta segunda necrópolis además de un colador
etrusco que constituiría un importante elemento diacrítico en
estas prácticas de consumo. Posiblemente, la presencia de estos
objetos en las tumbas está señalando la importancia y el papel
del difunto en el desarrollo del banquete. Asimismo, y como
ya hemos señalado, se constatan evidencias de banquetes funerarios u ofrendas en el recinto de la necrópolis, aunque no
podamos presentar un análisis detallado de estos contextos. Para
la zona del interior también contamos con evidencias de importaciones formando parte del ajuar funerario en la necrópolis de
La Serreta donde la mayoría de las sepulturas corresponden al
s. IV a.C. y donde encontramos cerámica ática tanto de figuras
rojas (una crátera de campana y tres kylikes) como de barniz
negro (predominantemente boles L.21, L.21/25, cuencos L.22
y kantharoi) (Cortell et al., 1992: 87). Finalmente, otra posible
necrópolis es la de Coll del Surdo, vinculada al oppidum de El
Pitxòcol, donde se documentan algunas cerámicas áticas de barniz negro y de figuras rojas (Grau y Molina, 2005: 249).
Una de las manifestaciones diacríticas que no documentamos en nuestra área de estudio son los denominados silicernia,
a excepción del posible caso de la necrópolis de Poble Nou que
hemos visto anteriormente. Podríamos definir estos silicernia
como el espacio en el que fueron amortizados todos o una parte
de los elementos u objetos empleados en un banquete funerario
sin que podamos relacionarlos con un ajuar determinado (Blánquez, 1990). Dos de los silicernia más famosos se documentaron en la necrópolis ibérica de Los Villares (Hoya Gonzalo,
Albacete) (Blánquez, 1990; 1992). El primero de ellos se encontraba cercano a varios enterramientos de tipo tumular, pero
sin estar asociado con ninguno de ellos mientras que el segundo
se documentó dentro de una tumba tumular escalonada rematada con una escultura en piedra de tipo ecuestre. Ambos depósitos se hallan en sendas oquedades rectangulares excavadas en
el suelo que además se encontraba endurecido por la cremación
de los materiales tras su deposición sin ningún tipo de colocación. Entre los materiales encontramos diferentes objetos de
metal, cerámicas indígenas tanto a mano como a torno, marfiles figurados con representaciones simpóticas de procedencia
etrusca y un importante conjunto de cerámicas áticas tanto de
figuras rojas como de barniz negro. Ambos conjuntos suman
un total de más de 80 piezas áticas que se fechan en torno al
410 a.C. por la presencia de kántharos del tipo Saint Valentin
y cuya funcionalidad mayoritaria es la de vasos para el consumo de bebidas, por lo que su excavador lo interpreta como dos
ejemplos de consumo de vino de manera ritualizada y colectiva
(Blánquez, 2009: 227). Otro silicernium que podemos datar en
esta etapa y relativamente cercano a nuestra zona de estudio
es el de la necrópolis de El Molar (San Fulgencio, Alicante)
(Monraval y López, 1984) donde se documentaron dos bolsadas de planta circular rellenas de cenizas sobre una plataforma
de arcilla endurecida en las que se documentaron tanto restos
faunísticos pertenecientes a diversas especies como ovicaprinos, cerdo, buey, perro, ciervo, galápago y moluscos tanto marinos como terrestres junto a un conjunto diverso de objetos
cerámicos. Entre estos últimos encontramos varias ánforas, la
mayoría ibéricas junto a un ánfora púnica y otra de origen griego; diversos platos, especialmente páteras junto con un plato de
barniz rojo de origen púnico; otros tipos de vasos como ollas y
tinajas y finalmente un conjunto de importaciones griegas entre
las que encontramos, entre otras, una copa Cástulo y una base
del tipo delicate class. Este conjunto se ha datado en el primer
cuarto del s. IV a.C.
A pesar de que se pueden plantear muchas dudas acerca de la
interpretación de estos conjuntos como la evidencia de un banquete funerario, ya que podría tratarse también de un espacio destinado a las ofrendas al difunto, sí que nos sirve para ilustrar unas
dinámicas o unas estrategias distintas respecto a las desplegadas
en nuestro ámbito de estudio. El área central de la Contestania
se caracterizaría por una ausencia generalizada de grandes concentraciones de bienes relacionados con la comensalidad en unas
pocas manos sino más bien una gran dispersión que reflejaría la
creciente demanda de estos productos y posiblemente una estrategia de fomento de consumidores (Grau, 2010b).
El paisaje de la comensalidad
Frecuencias de aparición y tipologías de asentamiento
De nuevo en este apartado debemos remitirnos a la información
referente a los Valles de Alcoi, territorio del que existen diversas
publicaciones que nos permiten conocer detalladamente la distribución de estos elementos de prestigio en el interior de los asentamientos con el fin de establecer conclusiones de tipo estadístico
y valorar el peso de las importaciones en contextos domésticos.
Hemos seleccionado dos asentamientos cuyo registro material y
contexto arqueológico son bien conocidos como son el oppidum
de El Puig (Grau y Segura, 2013) y la aldea de l’Alt del Punxó
(Espí et al., 2009) que nos permiten comparar las frecuencias de
aparición en dos tipologías distintas de asentamiento.
Comenzaremos por el caso de El Puig donde hemos analizado pormenorizadamente tres contextos domésticos, uno de
ellos perteneciente a la segunda mitad del s. V a.C. y otros
dos datados en el s. IV a.C. La unidad doméstica más antigua
de las analizadas en este apartado es la denominada Casa 200
(Grau y Segura, 2013: 102-109) ubicada en la ladera noreste o
Sector 11Fb. Se trata de una gran vivienda de planta cuadrangular de 7,3 x 4 m articulada en dos departamentos separados
por un tabique interior, la estancia A al norte con unas dimensiones de 4,5 x 4 m y la estancia B de aproximadamente 2,8 x
4 m. Al exterior se documenta una estructura cuadrangular de
grandes bloques de piedra de 1 x 1,8 m que se interpreta como
el basamento de una escalera que conectaría con un altillo.
Se trata por tanto de una vivienda de carácter relativamente
destacado por su tamaño de unos 30 m2 y su cuidada técnica constructiva con anchos muros construidos con bloques de
81
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piedra recortados y trabados con esquirlas de piedra. En los
estratos de amortización de esta vivienda documentamos 20
ejemplares de cerámica ibérica que suponen el 76,9 % del total
del repertorio y seis vasos de cerámica de importación ática,
concretamente dos copas Cástulo, dos boles del tipo L.22 y
dos copas de figuras rojas, que corresponden al 23 % del total, todo ello datado a finales del s. V a.C. o inicios del s. IV
a.C. Por tanto, la función de los objetos predominante en esta
vivienda atendiendo al número mínimo de recipientes documentados es la de vajilla de mesa con un 61,5 % frente a la de
almacenamiento y transporte que supone el 38,5 %.
Nos trasladamos ahora al Sector Corona de este mismo asentamiento para analizar dos conjuntos de estancias que se han interpretado como sendas viviendas del s. IV a.C. La denominada
Casa A (Grau y Segura, 2013: 129-135 y 173-177; Rubio, 1985) se
inscribe en un trapecio de 5,5 x 6 m y está constituida por cuatro
estancias. El departamento 1 tiene unas dimensiones de 2,6 x 3,4
x 2,75 x 4 m y una superficie de unos 10 m2 en cuyo interior se
documentaron 21 recipientes de cerámica ibérica que suponen el
91,3 % del total y dos ejemplares de cerámica ática de importación,
concretamente un skyphos y una copa de barniz negro, que corresponden al 8,7 % del total. Este repertorio doméstico está formado
por piezas mayoritariamente correspondientes a las funciones de
despensa, mesa y cocina con proporciones de 24, 19 y 18 % respectivamente a lo que debemos añadir un 5 % de ánforas y un 34 % de
fusayolas. El departamento 2 tiene unas dimensiones de 3,7 x 2,5
x 4 x 3,4 m y una superficie de unos 11 m2 donde se documentaron
27 ejemplares de cerámica ibérica que suponen el 77,1 % del total y
ocho ejemplares de cerámica ática de importación, concretamente
tres cráteras de figuras rojas, una de ellas de columnas y otras dos
de campana, tres boles del tipo L.22, una copa de figuras rojas y
una copa del tipo delicate class, que suponen el 22,7 %, siendo
ésta la estancia que concentra un mayor número de elementos de
vajilla relacionados con prácticas de comensalidad. Los conjuntos
mayoritarios en esta estancia corresponden a las funciones de despensa (44 %) y vajilla de mesa (40 %). El ámbito 4000 es una pequeña estancia de 2,10 x 3,2 x 2,6 x 3 m de unos 8 m2 de superficie
y donde se documentaron 86 individuos de cerámica ibérica que
corresponden al 96,6 % del total y tres ejemplares de cerámica de
importación, concretamente un bolsal, una crátera de figuras rojas
y un ánfora púnica tipo T-11.2.1.4, que suponen el 3,4 % del total.
En esta estancia predominan claramente los recipientes de mesa
con un 48 % seguido de los elementos de cocina con un 15 %,
además de los recipientes de despensa (25 %) y las ánforas (10 %).
Por último, el ámbito 1000 es una reducida estancia de 2 x 2,2 m y
un área de tan solo 4,4 m2 donde se han documentado 34 recipientes de cerámica ibérica que suponen el 97,1 % frente a un ánfora
importada del Círculo del Estrecho que corresponde al 2,9 % del
total sin que se hayan documentado restos de vajilla importada. En
esta estancia predominan los objetos de despensa (40 %) y vajilla
de mesa (43 %) así como también está representada la función de
cocina (11 %) y ánforas (6 %). El cómputo general de objetos basándonos en el número mínimo de individuos de esta vivienda es
de 168 ejemplares de cerámica ibérica (92,3 %) y 14 ejemplares de
cerámica importada (7,7 %).
El último de los conjuntos que vamos a analizar en El Puig
es la denominada Casa B (Grau y Segura, 2013: 135-151 y 177188), una gran vivienda con dos fases diferenciadas en el s. IV
a.C., una primera fase con dos estancias, la 3000 y la 8000, y
82
una segunda fase con cuatro estancias más. El ámbito 3000 posee
unas dimensiones de 5,65 x 3,8 x 5 x 3,3 m y una superficie de
22 m2 donde se documentan 16 recipientes de cerámica ibérica
que representan el 88,9 % del total y dos ejemplares de importación, concretamente un bolsal de barniz negro y otra base de
una forma indeterminada, que suponen el 11,1 %. En esta estancia predominan los recipientes de despensa (43 %) seguidos de
los de mesa (22 %) y piezas dedicadas al hilado (22 %). En el
ámbito 8000 con unas dimensiones de 4,2 x 4,7 x 4,5 x 5,2 m se
documentan 10 ejemplares de cerámica ibérica con función predominantemente de cocina (73 %) y despensa (18 %) y ninguna
pieza de importación. En el ámbito 2000 con una superficie de
unos 5 m2 se documentan 22 recipientes de cerámica ibérica entre
los que predominan las funciones de mesa (42 %), despensa (33
%), y cocina (17 %) y donde no se documenta ningún elemento
importado. El ámbito 5000 presenta unas dimensiones de 4,1 x
3,2 m y una superficie de unos 18 m2 donde se han documentado
43 ejemplares de cerámica ibérica que corresponden al 95,6 % del
total frente a dos cerámicas de importación, concretamente un bol
de la forma L.21 y un ánfora púnica PE 14, que suponen el 4,4
%. En este ambiente predominan los objetos con función de despensa (40 %) seguidos de los de mesa (30 %) y cocina (16 %). El
ámbito 7000 es un espacio semicubierto formado por tres muros
con unas dimensiones de 3 x 3’2 m y una superficie de unos 10 m2
y donde se han documentado 72 ejemplares de cerámica ibérica
que constituyen el 92,3 % del total mientras que la cerámica importada está representada por dos boles de la forma L.22, un bol
de la forma L.21, un kylix de figuras rojas y dos ánforas púnicas
tipo PE 14 que suponen el 7,7 %. En este espacio predominan
los recipientes con función de mesa (38 %), despensa (26 %) y
cocina (20 %). Finalmente, encontramos el ámbito 6000 con unas
dimensiones de 4,2 x 4,3 m con una superficie de unos 10 m2 y
donde se documentaron 26 ejemplares de cerámica ibérica que
suponen el 89,7 % del total y tres ejemplares de cerámica importada, concretamente un bol de la forma L.21, un bolsal de barniz
negro y un ánfora púnica del tipo PE 14, que constituyen el 10,3
%. En esta estancia se da un predominio claro de las cerámicas
con función de vajilla de mesa (46 %), seguidos por las de despensa (21 %), cocina (18 %) y ánforas (9 %). El cómputo total de
esta vivienda es de 189 individuos de cerámica ibérica (93,6 %)
frente a 13 individuos de cerámica importada (6,4 %).
Por otra parte, el asentamiento de l’Alt del Punxó (Espí et
al., 2009) nos permite conocer las frecuencias de aparición de
este tipo de elementos relacionados con prácticas de comensalidad en una aldea de clara vocación agrícola. De las cuatro
cabañas que podemos datar en época plena, concretamente del
s. IV a.C. en dos de ellas se documentan elementos de vajilla
ática y algún ánfora importada. Se trata, como veíamos para
el período anterior, de cabañas de planta de tendencia circular,
excavadas en el sustrato geológico con muros construidos con
un zócalo de piedra y muy deteriorados cuyos alzados debían
estar compuestos seguramente de barro. En la cabaña 6 con un
diámetro de unos 5 m y por tanto una superficie de unos 19,6
m2 se documentaron en los estratos de amortización 13 ejemplares de cerámica ibérica que corresponden al 76,5 % del total mientras que las cerámicas importadas, concretamente dos
kylix de figuras rojas, una copa de barniz negro y un ánfora
púnica constituyen el 23,5 %. En esta cabaña predominan las
cerámicas con función de vajilla de mesa (35,3 %), seguidas
[page-n-96]
por los recipientes de despensa (23,5 %), ánforas (23,5 %) y
cocina (17,6 %). En la cabaña 7, con unas dimensiones muy
similares a la anterior se documentaron nueva individuos de
cerámica ibérica que constituyen el 61’29 % del total frente a
los cinco objetos de cerámica de importación, concretamente
un bol de la forma L.21, un bol de la forma L.22, una crátera
y una copa de figuras rojas y un ánfora importada que suponen
el 35,7 %. En esta vivienda predominan los elementos con función de vajilla de mesa (35,7 %) seguidos por los recipientes
de despensa (21,4 %), ánforas (21,4 %) y cocina (14,3 %).
A modo de conclusiones generales podemos afirmar que
existe una cierta dispersión de este tipo de elementos en los
distintos sectores de los asentamientos analizados. En el caso
de El Puig no solo aparecen en las tres casas analizadas, sino
que también se documentan en la mayoría de los departamentos excavados en las campañas antiguas (Rubio, 1985) así
como en las estancias excavadas recientemente en otros puntos del Sector 11Fb (Grau y Segura, 2013: 111-126). Por otra
parte, en l’Alt del Punxó se documentan estas importaciones
en dos de las cuatro cabañas datadas en el s. IV a.C. (Espí et
al., 2009) además de en otros sectores de la aldea como los espacios productivos denominados talleres artesanales 1, 2 y 3
así como en la amortización del camino empedrado. En general, no se documentan casos en los que podamos hablar de una
excesiva concentración de estos productos en espacios concretos, aunque sí podemos hablar de una tímida acumulación
en espacios como el departamento 2 de la Casa A con ocho
individuos que suponen el 22,9 %, el ámbito 7000 de la Casa
B con seis ejemplares, aunque suponen el 7,7 %, o la Casa
200 con seis ejemplares que constituyen el 23 %. También en
l’Alt del Punxó, los repertorios de ambas cabañas presentan
un porcentaje de cerámicas de importación muy importantes,
un 23,5 % en la Cabaña 6 y muy especialmente en la Cabaña
7 con un 35,7 % del total de elementos documentados. Un elemento que sí parece concentrarse en determinados ámbitos y
que seguramente tienen un carácter diacrítico son las cráteras,
aunque de este aspecto hablaremos con mayor detalle en el
último de los apartados, dedicado a las estrategias ideológicas
derivadas de estas prácticas de comensalidad.
Por tanto, contamos para este período con varios ejemplos
de viviendas que nos permiten establecer una jerarquía entre
ellas. Por una parte, documentamos una serie de viviendas ubicadas en un centro de poder como es el oppidum de El Puig,
lo que les otorga una cierta importancia jerárquica. En primer
lugar, encontramos una vivienda propiedad de un señor desatacado perteneciente a la elite de la sociedad como es la Casa
200 datada a finales del s. V e inicios del IV a.C. Tras el abandono de este edificio documentamos otra vivienda, la Casa A
en la parte alta del poblado que también podemos considerar
como perteneciente a una familia poderosa dentro de la comunidad por la significativa acumulación de bienes importados y
no tanto por su estructura o tamaño. Como ejemplo de un rango jerárquico menor en el seno de la comunidad que habita el
oppidum encontramos la Casa B con una menor frecuencia de
aparición de bienes importados y que podría estar habitada por
varias familias que podríamos catalogar como clientes de una
familia o señor destacados. Finalmente, las unidades domésticas que hemos denominado como Cabañas 6 y 7 ubicadas en
l’Alt del Punxó cabría considerarlas en un rango menor con
respecto a las anteriores ya que se trata de viviendas campesinas donde habitarían las clientelas rurales, aunque resulta muy
significativo la aparición de vajillas de importación en este
tipo de contextos, lo que nos indica una estrategia de fomento
de consumidores por parte de las elites dominantes.
Patrones de distribución: dispersión vs. concentración
Una vez analizada la distribución de los elementos relacionados con la comensalidad en el interior de dos asentamientos,
pasamos a ver como se distribuyen estos mismos objetos en
el paisaje. En el caso de los Valles de Alcoi (Grau, 2002:
174), para el s. V a.C. se documenta la llegada de las primeras cerámicas de origen griego a cierto número de asentamientos concretamente ocho, lo que supone el 42,1 % del
total (fig. 4.16). Se trata de cuatro oppida (El Puig, La Covalta, El Pitxòcol y el Castell de Penàguila), dos aldeas (El
Xocolatero y l’Alt del Punxó), un caserío (Penya Banyà) y
una cueva-santuario (Cova dels Pilars). No obstante, será en
la centuria siguiente cuando se produzca la llegada masiva
de estos productos documentándose en 16 asentamientos que
constituyen el 57,1 % del total de los asentamientos del s. IV
a.C. Concretamente se trata de 9 de los 10 oppida (El Puig,
La Covalta, La Serreta, el Castell de Penàguila, El Xarpolar,
El Pitxòcol, el Castell de Cocentaina, la Ermita del Cristo
y el Castellar), cinco aldeas (Alt del Punxó, Pic Negre, Els
Ametllers, El Terratge y Benimassot) y dos cuevas-santuario
(Cova dels Pilars y Cova de la Pastora).
Para el ibérico antiguo se constata una cierta dispersión de
este tipo de elementos ya que se documentan en todas las categorías de asentamiento siendo en los oppida donde encontramos una mayor variedad de formas, aunque esto se debe principalmente a que son Covalta y El Puig los asentamientos de
los que conocemos un amplio registro procedente de excavaciones sistemáticas por lo que se ha podido sobredimensionar
su importancia. También se documentan en las categorías de
asentamiento subordinadas como aldeas y caseríos y una pieza
destacada en la cueva-santuario de la Cova dels Pilars. Para el
s. IV a.C. las evidencias se extienden a un mayor número de
asentamientos, documentándose en más de la mitad del total,
especialmente en los oppida, que constituyen los centros rectores del territorio y que parecen concentrar las piezas con valor diacrítico como las cráteras. Estas vajillas de importación
también se documentan en un número importante de aldeas,
entre las que debemos destacar por su importancia l’Alt del
Punxó y el Pic Negre, donde se documentan algunas grandes
piezas como cráteras, mientras que se constata una ausencia
de importaciones en los pequeños núcleos de hábitat disperso
como son los caseríos. Finalmente es destacable la presencia
de cerámicas de este tipo en la Cova del Pilars, aunque no tan
destacadas como en la centuria anterior.
En el caso de la Marina Baixa nos encontramos con pocos
asentamientos documentados para el período ibérico antiguo,
posiblemente una pervivencia del poblamiento concentrado del
período anterior (fig. 4.17). Únicamente se documentan cerámicas de importación datadas en el s. V a.C. en dos necrópolis,
la de Poble Nou, relacionada con el asentamiento más importante de toda la comarca que sería el oppidum de Villajoyosa,
y la de Altea la Vella; en un oppidum como es el del Tossal de
la Cala y en la cueva-santuario de la Cova Pinta. Para el s. IV
a.C. encontramos un mayor número de evidencias de este tipo,
83
[page-n-97]
Fig 4.16. Patrón de distribución de las importaciones de los ss. V-IV a.C. en los Valles de Alcoi.
Fig 4.17. Patrón de distribución de las importaciones de los ss. V-IV a.C. en la Marina Baixa.
84
[page-n-98]
Fig 4.18. Patrón de distribución de las importaciones de los ss. V-IV a.C. en la Marina Alta.
documentándose estas vajillas en 13 de los 17 asentamientos lo
que supone un 76,5 % del total de los datados en esta centuria,
tanto en asentamientos tipo oppida (Barri Vell y Tossal de la
Cala), pequeños poblados de altura (Penyal del Comanaor y
Penyó del Muscaret), poblados costeros (la Tellerola, la Cala,
Cap Negret, Paradís), asentamientos rurales (Xauxelles), necrópolis (Poble Nou y Altea la Vella), santuarios (Tossal de la
Malladeta) y cuevas-santuario (Cova Pinta).
Finalmente, para la comarca de la Marina Alta contamos
con un menor número de evidencias, lo que puede deberse bien
a una dinámica distinta en relación a las importaciones o a una
falta de estudios territoriales sistemáticos que nos permitan conocer mejor esta cuestión (fig. 4.18). Para el s. V a.C. únicamente
hallamos evidencias de importaciones de origen griego en dos
poblados que podríamos catalogar como oppida (Plana Justa y
Penyal d’Ifach) y en una cueva-santuario (Cova Fosca). Mientras que para la siguiente centuria documentamos estas vajillas
en 8 de los 21 asentamientos del período, lo que supone un 38,1
%, número que contrasta claramente con lo visto para los otros
dos territorios, entre los que encontramos 4 oppida (Coll de Pous,
Penyal d’Ifach, La Moleta y El Passet de Segària), dos pequeños
poblados costeros (Punta de Moraira y El Castellet), una torre
vigía (L’Empedrola) y una cueva-santuario (Cova Fosca).
Como conclusión más importante que se desprende del análisis de la distribución de estas evidencias en el paisaje, debemos
destacar la gran dispersión de este tipo de elementos relacionados
con las prácticas de comensalidad, reflejo de una estrategia que
prima el fomento de consumidores frente a manifestaciones diacríticas (Grau, 2010b). Esta pauta es especialmente constatable
para el s. IV a.C. en los territorios de los Valles de Alcoi y de
la Marina Baixa, cuando se produce una llegada relativamente
masiva de estos productos de importación que son distribuidos
ampliamente ya que no solo llegan a los centros rectores del territorio como los oppida, sino que también los documentamos
en los asentamientos subordinados de carácter rural. En el caso
de la Marina Alta nos encontramos con un patrón algo diferente
documentándose una cierta concentración de este tipo de bienes
en unos pocos poblados, ya que en esta área no existe un poblamiento disperso con pequeños núcleos en el llano, por lo que
la explotación agrícola del territorio se llevaría a cabo desde los
propios asentamientos de altura y donde tendría un gran peso la
actividad comercial.
4.4. ÉPOCA IBÉRICA (S. III A.C.)
Continuando con nuestro recorrido por las prácticas de comensalidad en el área de estudio que venimos analizando, nos centraremos en la segunda fase del Ibérico Pleno, es decir el s. III
a.C. Se trata de una época en la que se producen importantes
cambios en el seno de las sociedades ibéricas, no solo de carácter comercial sino también de naturaleza socio-política que
traerán consigo el despliegue de nuevas y variadas estrategias
ideológicas por parte de los grupos de poder.
En cuanto a las vajillas de importación se producen algunos
cambios, ya que a finales del s. IV a.C. decaen las producciones
de barniz negro de la región del Ática cuya demanda cubrirán
ahora numerosos talleres ubicados tanto en la península Itálica
como en diversos enclaves púnicos (Principal y Ribera, 2013: 54).
85
[page-n-99]
No obstante, no nos interesa tanto en este apartado la cuestión de
los centros productores como la nueva parafernalia relacionada
con el banquete y que podrían ser un reflejo de prácticas de comensalidad algo distintas en este período, aunque las estrategias
ideológicas sean bastante similares a las de la fase anterior. Asimismo, no se produce una disminución importante del volumen
de importaciones con respecto al siglo anterior, aunque conforme
avanzamos en el tiempo y sobre todo a partir del s. II a.C. parecen
ir circunscribiéndose a los núcleos principales del territorio sin
que se documenten en las categorías inferiores de poblamiento.
4.4.1. Los objetos
Elementos de almacenamiento y transporte
Para el s. III a.C. se han documentado diversos tipos de ánforas
con procedencias y contenidos diversos. El tipo más antiguo es
el ánfora del tipo Ribera G o Ramon T-8.2.1.1 caracterizada por
presentar un cuerpo cilíndrico surcado en su mayor parte por estrías, en ocasiones de tendencia cónica, acabado de forma apuntada o redondeada con borde engrosado y ligeramente exvasado
bajo el que se sitúan dos pequeñas asas (Ramon, 1995; Ribera,
1982: 118) (fig. 4.19: 5). Este tipo, presenta una cronología que
va desde mediados del s. IV hasta finales del s. III a.C. cuyo origen lo encontramos en el Círculo del Estrecho. Otro conjunto de
ánforas documentadas en esta época son las de origen púnicoebusitano como las de tipo Ramon PE-15 o T-8.1.2.1 y PE-16 o
T-8.1.3.1 caracterizadas por su perfil bitroncocónico, acabado de
forma apuntada, borde recto con labio engrosado al exterior, dos
pequeñas asas y estrías en gran parte del cuerpo (fig. 4.19: 1 y 3).
Ambos tienen su origen en la isla de Ibiza con una cronología de
la primera mitad del s. III para el tipo PE-15 y 250-190 a.C. para
el tipo PE-16. Estos tres tipos de origen púnico estarían relacionados con el transporte de salazones (Ramon, 1995). Otra ánfora
de origen púnico documentada en nuestra área de estudio es la
T-5.2.3.1 o Mañá D caracterizada por su largo cuerpo cilíndrico
con base apuntada, no presenta cuello y el borde es plano a modo
de disco y perpendicular a las paredes o ligeramente convexo;
presenta, asimismo, dos asas de sección circular aplanada. (fig.
4.19: 4). Se trata de un ánfora de procedencia centromediterránea
cuyo momento de máxima expansión es a finales del s. III a.C. e
inicios del II a.C. (Ribera, 1982: 112). Finalmente, se documentan también para finales del s. III e inicios del s. II a.C. las ánforas grecoitálicas caracterizadas por presentar un borde triangular,
cuello cilíndrico y asas rectas más o menos altas, amplios hombros que suelen marcar una acusada carena en la transición a un
cuerpo de aspecto ovoidal marcadamente estrechado en su mitad
inferior y rematado en un pequeño pivote, normalmente macizo
(fig. 4.19: 2). Este tipo de ánforas tienen su origen en la Magna
Grecia y pueden estar relacionadas con la llegada de vino itálico
a esta zona (Pascual y Ribera, 2013: 232-235).
Elementos de preparación
En esta etapa no se documenta un gran número de elementos a
los que podamos atribuir una función de preparación de alimentos en el marco de las prácticas de comensalidad ritual. Dentro
de esta categoría podríamos incluir morteros de importación
elaborados en cerámica común y utilizados para el machacado
de diversos productos. Se trata de recipientes abiertos, con borde exvasado, labio pendiente de sección subtriangular y fondo
plano, donde se añaden incrustaciones rugosas que favorecen
el machacado de la sustancia (fig. 4.20: 1). Encontramos dos
ejemplares en La Serreta, uno de origen púnico y procedencia
posiblemente centromediterránea (Olcina, Grau y Moltó, 2000:
128) y otro de origen massaliota (Grau, 1996b: 87) y dos morteros de procedencia itálica en Cap Negret (Sala, 1997).
Elementos de vajilla
Para esta época documentamos una gran variedad de formas en
lo que respecta a la vajilla de mesa pudiendo agruparlas en tres
grupos. Por una parte, documentamos los cuencos o boles que
pueden ser utilizados tanto para el consumo de alimentos líquidos como sólidos, en segundo lugar, el grupo correspondiente
a las copas para el consumo de bebida y finalmente los platos
para el consumo de alimentos sólidos que a partir del s. III a.C.
comienzan a adquirir cierta importancia en el registro ya que
con anterioridad su presencia era meramente testimonial.
Dentro del grupo de los recipientes del tipo cuenco o bol y
valorando en primer lugar las formas documentadas en el s. III
a.C., cabría destacar la forma Lamboglia 27 caracterizada por
su cuerpo en forma de casquete hemiesférico, borde recto, labio
Fig. 4.19. Ánforas de importación del s. III a.C. 1. PE-15, 2. Grecoitálica, 3. PE-16, 4. T-5.2.3.1, 5. T-8.2.1.1.
86
[page-n-100]
Fig. 4.20. Elementos de preparación de los ss. III-I a.C. 1. Mortero, 2. Simpulum. Vajilla de importación del s. III a.C. 3. Lamboglia 27, 4.
Lamboglia 21/25, 5. Lamboglia 25, 6. Lamboglia 26, 7. Pátera umbillicata, 8. Kántharos, 9. Lamboglia 23, 10. Bolsal, 11. Lamboglia 28.
87
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redondeado y pie anular (fig. 4.20: 3). Se trata de una forma bastante común en nuestra área de estudio y producida en talleres
diversos tales como el de Pequeñas Estampillas, Taller de Rosas, Talleres Púnicos o Campaniense A. También encontramos
ejemplares pertenecientes a la forma Lamboglia 28 de pequeño
tamaño y con borde ligeramente exvasado, labio redondeado,
cuerpo anguloso y pie anillado (fig. 4.20: 11). Esta forma se produce tanto en el Taller de Rosas como en los Talleres Púnicos.
Otra forma documentada es la Lamboglia 21/25, pequeño cuenco con borde ligeramente entrante y labio redondeado, cuerpo
en forma de casquete esférico poco profundo y base con pie
anular en ocasiones con un resalte en la parte superior (fig. 4.20:
4). Se trata de una forma producida tanto en Talleres Púnicos
como en el Taller de Kuass (Niveau, 2003).
También documentamos algún ejemplo de Lamboglia 25
caracterizado por su borde recto o ligeramente entrante, labio redondeado cuerpo en forma de casquete esférico bastante profundo y pie anular con perfil de tendencia cuadrangular
(fig. 4.20: 5). Encontramos también algún recipiente del tipo
Lamboglia 26 que se caracteriza por tener un tamaño mayor
que la forma anterior, borde entrante, cuerpo en forma de casquete esférico pie anular, alto y oblicuo producida en los Talleres del Golfo de León y en Campaniense A (fig. 4.20: 6).
También encontramos pequeños cuencos de cerámica púnicoebusitana (Ramon, 2012: 596, fig. 7) y páteras del taller de
Pi-Alfa-Ro y de las Tres Palmetas Radiales. Finalmente, y de
carácter excepcional, es la pátera umbillicata de origen caleno
documentada en La Serreta. Se caracteriza, como su nombre
indica, por la presencia en el centro de un umbillicus de forma
semiesférica y por una superficie interna decorada con relieves
hechos a molde (Abad, 1983) (fig. 4.20: 7).
El siguiente grupo que hemos definido es el de las copas
o recipientes para el consumo de bebidas. Para el s. III a.C.
encontramos varios tipos como la forma Lamboglia 40 que
tiene su origen en la cerámica de barniz negro ático y que
denominábamos como kántharos (fig. 4.20: 8). Se caracteriza
por un borde ligeramente exvasado con labio moldurado con
perfil de tendencia triangular, cuello destacado y cilíndrico,
cuerpo globular agallonado y base anillada y con una moldura en la parte superior. Presenta también dos asas verticales
de sección circular y dos espolones en la parte superior que
arrancan desde el labio y se unen al cuerpo del recipiente.
Esta forma se está produciendo en los Talleres de Rosas y de
Kuass. Otra forma que tiene su origen en las producciones
áticas es la Lamboglia 42 o bolsal, recipiente de profundidad
media con borde recto y labio no diferenciado, paredes de
tendencia vertical y pie indicado (fig. 4.20: 10). Presenta dos
asas simétricas horizontales opuestas bajo el borde, de sección circular y en forma de herradura y se está produciendo
posiblemente en el taller local conocido como Covalta 42c a
inicios del s. III a.C. (Sala, 1998: 32). Encontramos también
algunos ejemplares en Campaniense A de la copa tipo Morel
68 caracterizada por su borde recto y labio redondeado en
cuya cara externa suele presentar una acanaladura, cuerpo
formado por paredes convexas con asas verticales, bífidas y
unidas por un lazo vertical, pie alto y cónico con moldura
(fig. 4.29: 6). En cuanto a su decoración lleva frecuentemente
pintura blanca superpuesta formando bandas en la cara interna del borde y en el fondo interno dos círculos concén88
tricos. Por último, también se documenta algún ejemplar de
copa del tipo Lamboglia 49B, también conocida como Morel 3311, caracterizada por dos asas verticales, pie anillado
y moldurado y una pestaña o saliente en la parte superior de
las asas (fig. 4.29: 7).
Finalmente, y para finalizar nuestro repaso a las formas de la
vajilla de mesa, veamos cuales son los tipos de platos de importación documentados en nuestro ámbito de estudio. Para el s. III a.C.
aún no encontramos una gran variedad de formas dentro de este
grupo documentándose únicamente la forma Lamboglia 23 o plato
de pescado que tiene su origen en la cerámica ática y caracterizado
por ser una forma abierta y poco profunda con borde exvasado y
labio pendiente, pie anular y cazoleta central en el interior (fig.
4.20: 9). Encontramos esta forma elaborada tanto en Talleres Púnicos como en Campaniense A. Otra forma propia de finales de esta
centuria y producida en Campaniense A es la forma Lamboglia
36 con borde exvasado, labio pendiente y pie anular de perfil subtriangular (fig. 4.30: 2).
4.4.2. eL contexto DeL regIstro ArqueoLógIco
Si ya para los períodos anteriores teníamos ciertas dificultades
a la hora de encontrar contextos estratigráficos sobre los que
construir nuestro discurso, esta realidad se acentúa aún más en
esta fase. A pesar de no contar prácticamente con depósitos que
pudiéramos catalogar como primarios, sí contábamos al menos
con dos ejemplos muy bien estudiados que nos permitían valorar
las prácticas de comensalidad en dos tipologías de asentamiento
diferentes como eran El Puig y l’Alt del Punxó, asentamientos
que no tienen una perduración en este período. Por tanto, deberemos apoyar nuestro estudio en buena medida en las labores de
prospección, que aportan una calidad de información igualmente
válida. En este sentido, se da una gran diferencia entre los distintos territorios objeto de nuestro estudio, ya que en los Valles
de Alcoi se ha llevado a cabo un estudio detallado, llegándose
incluso identificar las distintas formas mientras que en las otras
áreas únicamente podemos determinar la presencia o ausencia de
cerámica de importación en los distintos asentamientos.
No obstante, sí podemos, en algunos casos concretos, ampliar nuestra unidad de observación para poder conocer mejor
las pautas de aparición de este tipo de cerámicas en determinados ámbitos en el interior de los asentamientos. Es el caso
de La Serreta para el s. III a.C. donde analizaremos un par de
conjuntos cerrados, aunque echamos en falta una publicación
monográfica de los resultados de los estudios llevados a cabo
en este importante asentamiento.
Los Valles de Alcoi
De nuevo este conjunto de valles articulados por el río Serpis
constituye el territorio mejor conocido para el tema que nos
ocupa y sobre el que basaremos en buena medida nuestras interpretaciones (fig. 4.21). Como ya hemos visto, se trata de una
zona que cuenta con una gran tradición en cuanto a estudios
arqueológicos se refiere donde se han llevado a cabo numerosos
reconocimientos del terreno, tanto sistemáticos como no sistemáticos. Para una visión general de las importaciones a nivel territorial nos basaremos de nuevo en el estudio de I. Grau (2002:
166-186) que completaremos con algunas evidencias documentadas por nosotros mismos en los últimos años.
[page-n-102]
Fig. 4.21. Asentamientos con importaciones en los Valles de Alcoi en el s. III a.C. 1. Covalta, 2. Cova dels Pilars, 3. L’Arpella, 4. El Xarpolar, 5. Els Ametllers, 6. Castell de Cocentaina, 7. L’Alcavonet, 8. El Terratge, 9. El Pitxòcol, 10. Coll del Surdo, 11. La Serreta, 12. La
Condomina, 13. Castell de Penàguila.
Comenzaremos nuestro recorrido por la ciudad de La Serreta,
núcleo rector del territorio comarcal en el s. III a.C. y para el que
contamos con un volumen importante de importaciones documentadas en las numerosas excavaciones llevadas a cabo en el último
siglo (Sala, 1998: 30-35; Grau, 2002: 168). En este asentamiento
encontramos producciones de barniz negro procedentes de diversos talleres como el de las Pequeñas Estampillas con dos ejemplares de L.27, Talleres Itálicos también con dos cuencos L.27, un bol
L.26 del Taller del Golfo de León, una pátera del Taller Pi-AlfaRo, un bolsal del Taller 42c de Covalta y un cuenco L.27, una copa
L.28 y tres páteras con tres palmetas radiales del Taller de Rosas.
De los talleres denominados púnicos se documenta un ejemplar de
la forma L.21/25, dos platos de pescado L.23, un cuenco L.27 y
una copa L.28 mientras que del Taller de Kuass encontramos un
bol de la forma L.21/25. En Campaniense A se documentan dos
platos de pescado L.23, siete cuencos pertenecientes a la forma
L.27, dos platos L.36, dos copas del tipo Morel 68, una copa tipo
L.49B y un cuenco de la forma L.25. Finalmente, se ha documentado un ejemplar de pátera umbillicata de procedencia calena. A
estas producciones de barniz negro debemos añadir las ánforas
importadas documentándose cinco ejemplares del tipo Ribera G/
Ramon T-8.2.1.1, otro ejemplar de ánfora PE/16 o T-8.1.3.1 y un
ánfora grecoitálica, así como los dos morteros documentados, uno
de origen massaliota y otro de origen púnico (Grau, 1996b: 87;
Olcina, Grau y Moltó, 2000: 128).
Otro asentamiento bien conocido para inicios del s. III
a.C.es el oppidum de La Covalta (Vall del Pla, 1971; Bonet y
Mata, 1998: 245) donde encontramos producciones del Taller
de Rosas con un ejemplar de cuenco del tipo L.27, un kántharos del tipo L.40 y nueve fragmentos pertenecientes a formas
indeterminadas. Para la producción de Talleres Púnicos se documentan dos platos de pescado L.23 y una forma indeterminada mientras que para el tipo Kuass encontramos un kántharos
L.40 y una forma indeterminada. Finalmente, documentamos
algunos fragmentos pertenecientes al taller local conocido
como Covalta 42c con dos ejemplares de bolsal y seis formas
indeterminadas. Estas cerámicas datadas en el s. III a.C. constituyen el 35 % del total ya que el grueso del material importado
corresponde a las cerámicas áticas de barniz negro. Este rico
repertorio, ya que se trata de un asentamiento ampliamente excavado, contrasta con la ausencia de ánforas de importación lo
que seguramente se deba a que estos materiales no se recogían
en el transcurso de las excavaciones antiguas.
En el oppidum del Castell de Cocentaina se documenta un
importante conjunto de importaciones de esta época si tenemos
en cuenta que proceden únicamente de prospecciones superficiales sin que se haya llevado a cabo ninguna excavación arqueológica sistemática. Para el s. III a.C. se documentan cinco copas de la forma L.28, un cuenco L.27 y un plato L.36 en
producciones del tipo Campaniense A, así como diversos fragmentos indeterminados correspondientes a otros talleres de esta
centuria. En importaciones anfóricas encontramos un ejemplar
del tipo Ribera G/ T-8.2.1.1 y otro del tipo PE 15/ T-8.1.2.1.
En el oppidum de El Pitxòcol se ha documentado un variado repertorio, especialmente para época final (Amorós, 2015).
En el s. III a.C. contamos con una base correspondiente a la
89
[page-n-103]
Fig. 4.22. Asentamientos con importaciones en la Marina Baixa en el s. III a.C. 1. Tossal de la Malladeta, 2. Campo de fútbol El Pla, 3.
Barri Vell, 4. La Tellerola, 5. La Bastida, 6. Castilla III, 7. La Cala, 8. Tossal de la Cala, 9. Cap Negret.
forma L.27 ab con una pequeña palmeta estampillada en el
fondo del cuenco, así como algunos ejemplares de Campaniense A antigua datada entre el 220 y el 180 a.C. como son
dos bases correspondientes a la forma L.23, también conocida
como “plato de pescado”, un fragmento de borde y asa de
una copa tipo L.49B, una base de cuenco del tipo L.27 con
una estampa en el fondo compuesta por tres hojas de hiedra
enmarcadas por un triángulo.
En el oppidum de El Xarpolar, cuyos materiales hemos revisado recientemente (Grau y Amorós, 2014), documentamos
para el s. III a.C., dos platos L.36 y un cuenco L.27 en Campaniense A y dos pequeños cuencos de cerámica púnico-ebusitana.
El último de los oppida en que se encuentran este tipo de importaciones es el Castell de Penàguila donde para el s. III a.C. se ha
documentado un plato de pescado L.23 en Campaniense A y una
base del taller de las tres palmetas radiales.
El otro tipo de asentamientos en los que documentamos
importaciones relacionadas con prácticas de comensalidad son
las aldeas donde encontramos algunas evidencias, aunque bastante escasas. En el asentamiento de El Terratge se documenta
para el s. III a.C. un bol L.27 en Campaniense A, un ánfora
tipo PE 15/T-8.1.2.1 y otra grecoitálica. En el caso de La Condomina encontramos un plato L.36 en Campaniense A del s.
III a.C. En la aldea de Els Ametllers se documenta un plato
L.36 en Campaniense A que podemos adscribir al s. III a.C. y
en l’Arpella un ánfora Ribera G/ T-8.2.1.1 de época plena. En
el asentamiento del Pic Negre se ha encontrado una pátera en
Campaniense A. Finalmente, también se ha documentado un
ejemplar de un cuenco L.27 de Campaniense A de finales del
s. III a.C. en la cueva-santuario dels Pilars, algunos fragmen90
tos indeterminados de producciones en barniz negro de talleres del s. III a.C. y de Campaniense A en El Coll del Surdo,
posible necrópolis de El Pitxòcol y un fragmento informe de
Campaniense A en L’Alcavonet, interpretado como un centro
productor de cerámica (Grau, 1998-99: 77).
La Marina Baixa
Para este territorio de nuevo nos basaremos en la tesis doctoral de J. Moratalla (2004) donde se aborda un estudio detallado del poblamiento permitiéndonos conocer la distribución de estas importaciones en el espacio comarcal (fig.
4.22). No obstante, en este caso resulta en muchas ocasiones
difícil adscribir los restos a una forma concreta por lo que
contamos con un volumen de información menor con respecto al caso anterior. Hemos de destacar también la importancia de las investigaciones llevadas a cabo por el equipo
de Villajoyosa con importantes avances en el estudio de enclaves como el santuario de la Malladeta y la necrópolis de
Poble Nou cuyos resultados esperamos para poder realizar
un análisis más completo.
En el entorno de la actual Villajoyosa encontramos diversos asentamientos con evidencias de importaciones del s. III
a.C. como La Tellerola, donde se documenta un ánfora del
tipo PE 16/ T-8.1.3.1 o el asentamiento denominado Castilla
III con 20-30 ejemplares del taller de las Pequeñas Estampillas. En esta misma zona destaca el oppidum principal que se
ubicaría en el actual Barri Vell donde encontramos diversos
objetos que podemos datar tanto entre mediados del IV a.C.
y mediados del s. III a.C. como las dos bases de barniz negro
del taller de las pequeñas estampillas. En el Campo de Fútbol
[page-n-104]
Fig. 4.23. Asentamientos con importaciones en la Marina Alta en el s. III a.C. 1. El Castellet, 2. Cova dels Coloms, 3. Penyal d’Ifach, 4.
Coll de Pous, 5. Castell de les Atzavares, 6. Passet de Segària, 7. Castell d’Ambra.
Municipal de El Pla se documenta una base indeterminada de
cerámica de barniz negro del s. III a.C. en un basurero (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 260-261).
Durante las últimas excavaciones en el Tossal de La Malladeta (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 108-110 y 115-116) se
ha documentado un amplio repertorio de importaciones. Para el
s. III a.C. encontramos 2-4 individuos de L. 27 ab del taller de las
Pequeñas Estampillas y 11 individuos de las formas L.26, 27 y 27
ab del taller de las Tres Palmetas Radiales de Roses.
Algo más al norte encontramos otro importante oppidum,
El Tossal de la Cala (Bayo, 2010: 65-75), donde se ha documentado alguna evidencia de importación que podríamos datar
en el s. III a.C. como un cuenco de la forma L.27 aunque en la
mayoría de los casos se trata de importaciones correspondientes al s. II y I a.C. Finalmente, en el área septentrional de la comarca cabría destacar el asentamiento costero de Cap Negret
(Sala, 1997) donde se documenta para el s. III a.C. vajilla de
mesa de producciones diversas tales como el taller de las Pequeñas Estampillas, taller de Rosas y Campaniense A mientras
que en cuanto al repertorio anfórico están representadas las del
tipo Ribera G/ T-8.2.1.1.
La Marina Alta
Las evidencias de importaciones para el s. III a.C. son bastante
escasas lo que posiblemente sea debido a la falta de estudios o
de publicaciones específicas que aborden este tema (fig. 4.23).
En el oppidum del Coll de Pous (Castelló y Costa, 1992) se
documenta la presencia de cerámica Campaniense A con un
cuenco correspondiente a la forma L.27, un bol L.26 y una
base de una forma indeterminada. Para esta zona más septentrional encontramos también algunas referencias genéricas a
la presencia de cerámica del tipo Campaniense A en el Castell d’Ambra, en el Passet de Segària y en el Castell de les
Atzavares (Castelló, 2015: 135-141). Otro asentamiento que
presenta evidencias de importaciones en el s. III a.C. es el oppidum del Penyal d’Ifach (Aranegui, 1978a; 1986) donde se
documenta un bolsal del conocido como Taller 42c de Covalta
y un ánfora púnica tipo Ribera G/ T-8.2.1.1. Finalmente, en
un asentamiento costero muy cercano a éste como es El Castellet se documentan producciones del taller de las Pequeñas
Estampillas y campaniense A, todo ello datado en el s. III a.C.
así como fragmentos de esta última producción en la cercana
Cova dels Coloms (Moratalla, 2004: 525-527).
91
[page-n-105]
4.4.3. AnáLIsIs De Los DAtos
Los elementos del banquete
La primera cuestión que debemos valorar en este sentido es la
de los productos consumidos en este tipo de banquetes. Durante el s. III a.C. vemos como las formas predominantes en el
repertorio de vajilla de mesa siguen siendo los cuencos y las
copas relacionados con el consumo de bebidas, seguramente
vino, aunque poco a poco se irá produciendo un cambio de
tendencia pasando a ser, ya durante el Ibérico Final, el plato la
forma predominante en el repertorio. Otro producto que pudo
tener cierta importancia en este tipo de prácticas serían los salazones de pescado como refleja la presencia de ánforas del
ámbito púnico y que sería valorado como un bien de prestigio
por la complejidad a la hora de su adquisición.
En este período constatamos también una ausencia de elementos de importación que podamos relacionar con el preparado de los alimentos que se van a consumir en los banquetes.
Únicamente documentamos tres morteros de cerámica común
relacionados con el machacado de diversas sustancias que podrían estar en relación con la introducción de nuevas prácticas
culinarias, aunque se trata de una forma cerámica ya conocida
por las comunidades locales en etapas anteriores.
El elemento más abundante es sin duda la vajilla de mesa
de barniz negro cuyo repertorio podemos agrupar en tres categorías tipológicas y funcionales básicas, los cuencos/boles, las
copas o recipientes para beber y los platos. Para el s. III a.C. en
los casos de nuestra área de estudio en los que conocemos las
formas a las que pertenecen los fragmentos documentados, los
cuencos y boles suponen un 51’42 % del total siendo esta la
forma mayoritaria manteniéndose de este modo las preferencias que veíamos para la centuria anterior. Por otra parte, las
copas constituyen el 24’29 % del total mientras que los platos,
cuya presencia era meramente testimonial en el s. IV a.C., para
este momento suponen el 24’29 % lo que nos indica un cierto
cambio de tendencia en cuanto a la demanda por parte de los
grupos locales que puede estar reflejando a su vez cambios en
las prácticas de comensalidad de estos grupos.
Para el s. III a.C. se constata un protagonismo de los agentes
púnicos en las relaciones comerciales, sobre todo a partir de la segunda mitad de la centuria, con especial importancia del denominado Círculo del Estrecho, así como de la isla de Ibiza. Así lo refleja la
presencia mayoritaria de ánforas de estas procedencias cuyo contenido estaría relacionado seguramente con los salazones de pescado.
Estos mismos agentes púnicos tendrían también una gran importancia en la distribución de las vajillas de mesa de barniz negro
tan características de este momento cuyas procedencias son muy
diversas. Hasta el s. IV a.C. y como ya hemos visto en el capítulo
anterior, la vajilla de barniz negro que llegaba a estos territorios era
de procedencia griega y más concretamente de la región del Ática.
A finales de esta centuria se interrumpe la producción de cerámicas
en estos talleres áticos por razones diversas, aunque seguramente la
más importante sería el desplazamiento de los centros del comercio
marítimo desde las ciudades griegas de Atenas y Corinto muy afectadas por problemas políticos y económicos hacia otros centros del
oriente helenístico o del Mediterráneo central (Ribera, 2013: 54).
Ante esta falta de oferta de un producto que se había distribuido ampliamente por todo el Mediterráneo, surgirán toda
una serie de talleres que imitarán esta vajilla ática de barniz
92
negro y en muchos casos introducirán nuevas formas que tendrán su auge entre los ss. III y I a.C. Entre las producciones
que documentamos en los territorios objeto de nuestro estudio
encontramos talleres del ámbito púnico como el de Kuass en
la zona de Cádiz o los talleres ebusitanos; talleres del ámbito
de las colonias griegas occidentales como el de Rosas o el del
Golfo de León o los talleres ubicados en la península Itálica
como el de las Pequeñas Estampillas o las producciones denominadas comúnmente como campanienses, principalmente
Campanienses A procedentes del área del golfo de Nápoles y
las tradicionales Campanienses B o Beoides, que hoy en día
parecen corresponder en esta área a producciones calenas. No
obstante, por el objetivo de nuestro trabajo no nos interesa tanto profundizar en las características de cada una de estas producciones sino reconocer las formas demandadas en cada momento por las comunidades indígenas, reflejo de las prácticas
de comensalidad en un momento concreto. Asimismo, en este
s. III a.C. se produce la llegada del primer vino itálico como refleja la presencia de algunas ánforas grecoitálicas en el registro,
aunque seguramente la gran mayoría del vino consumido por
las comunidades indígenas en esta centuria es de producción
local como atestigua la existencia de diversos lagares datados
en época plena, dándose un comercio entre las distintas áreas
ibéricas aún mal reconocido por la arqueología.
Estos productos llegarían a los enclaves costeros del litoral
alicantino desde donde serían distribuidos hacia el interior a
través de las mismas rutas que ya hemos visto para períodos
anteriores como serían el valle del Vinalopó, el corredor de La
Torre y Sella o los valles que comunican la Marina Alta con
las tierras del interior como la Vall de Laguard o la Vall de Gallinera. El mayor volumen de importaciones de este período se
produce en el último tercio del s. III a.C., en el contexto de la
dominación bárquida de amplias zonas de la península Ibérica
destacando el enclave costero del Tossal de Manises que tendrá una estrecha relación con las tierras de los Valles de Alcoi
y muy especialmente con su enclave principal, La Serreta, que
sería el encargado de redistribuir este tipo de productos en su
territorio (Olcina et al., 1998: 42).
Las cerámicas ibéricas con decoración figurada
Si bien es cierto que a lo largo de este capítulo nos hemos centrado principalmente en las cerámicas de importación por sus
connotaciones como bienes de prestigio que implicarían un uso
más restringido y connotado simbólicamente más allá del ámbito
cotidiano, hemos señalado también que las producciones locales
estuvieron seguramente presentes en estos actos de comensalía
(fig. 4.24). Este hecho se hace especialmente patente en el caso de
las cerámicas ibéricas con decoración figurada características de
la ciudad de La Serreta en el s. III a.C. En este apartado nos centraremos en su relación con prácticas de comensalidad sin entrar
a valorar cuestiones iconográficas que han sido tratadas ampliamente en estudios más o menos recientes (Fuentes, 2006; 2007;
Pérez Blasco, 2014) y a las que remitimos al lector interesado.
Asimismo, este tipo de cerámicas serán un elemento transversal
y recurrente a lo largo de todo nuestro trabajo, ya que en ellas se
entrecruzan todas las prácticas rituales analizadas, como iremos
viendo en los respectivos capítulos.
Siguiendo la metodología propuesta, nos centraremos en
primer lugar en la tipología de los soportes (Fuentes, 2006;
2007) con el objeto de valorar si pueden relacionarse funcio-
[page-n-106]
Fig. 4.24. Principales formas de cerámica ibérica figurada relacionadas con prácticas de comensalía.
1. Tinaja (Fuentes, 2006: lám 1, 2. Lebes (Museu de Prehistòria de València), 3. Tinajilla (Fuentes, 2006:
lám 4), 4. Kalathos (Fuentes, 2006: lám. 5), 5. Jarro (Museu de Prehistòria de València), 6. Plato (Museu
de Prehistòria de València).
nalmente con prácticas de consumo ritual, aunque es importante señalar que resulta muy difícil reconocer con total seguridad los usos rituales concretos que finalmente se dieron a
este tipo de piezas y que pudieron ser muy variados. En el caso
de la ciudad de La Serreta nos encontramos con un predominio
claro del tipo jarro (24 %) y más concretamente de oinochoai
de boca trilobulada cuya morfología remite al servicio de líquidos. El siguiente elemento más abundante son las tinajillas
(16 %) que junto a los kalathoi (13 %) podríamos considerar
como recipientes de almacenamiento de productos diversos,
tanto líquidos como sólidos, cuyas dimensiones más reducidas
los hacen más manejables y aptos para el servicio de mesa. El
siguiente elemento a valorar son las tinajas (13 %), cuyo mayor tamaño implicaría, por una parte, que se mantuvieran en
una posición fija durante el desarrollo del banquete, así como
una gran superficie para el desarrollo de escenas más complejas de carácter narrativo que se convertirían en una herramienta de ostentación para sus propietarios. Este tipo de recipientes
de gran tamaño y boca amplia, junto con los lebes (4 %) pudieron servir para el mezclado del vino con otras sustancias,
desde donde se redistribuiría al resto de los comensales, otorgando así un rol destacado a su propietario y sustituyendo a las
cráteras áticas características de la fase anterior. Finalmente,
se documentan otros elementos relacionados con el consumo
93
[page-n-107]
Tabla 4.1. Comparativa entre las principales formas y
porcentajes en cerámica ibérica figurada de La Serreta y el
Tossal de Sant Miquel.
Serreta
Jarro
Tinajilla
Kalathos
Tinaja
Plato
Lebes
Pátera
Escudilla
Cuenco
Vaso à chardon
Tossal de Sant Miquel
24 %
16 %
16 %
13 %
7%
4%
2%
2%
2%
2%
Lebes
Tinaja
Tinajilla
Kalathos
Jarro
Plato
33 %
23 %
15 %
12 %
10 %
7%
propiamente dicho, aunque resultan minoritarios, tanto de alimentos sólidos como líquidos, tales como platos (7 %), pátera
(2 %), escudilla (2 %), cuenco (2%) o vaso à chardon (2 %).
Dichos porcentajes varían sensiblemente si los comparamos
con los del otro gran centro productor de cerámicas figuradas
del s. III a.C. como es el Tossal de Sant Miquel-Edeta minuciosamente estudiado (Bonet, 1995; Aranegui, Mata y Pérez Ballester, 1997; Vizcaíno, 2015 entre otros). En este caso
documentamos una asociación algo diferente entre formas y
decoración figurada (Bonet, 1995: 443) con un predominio de
los grandes recipientes como son los lebes (33 %) y las tinajas
(23 %), seguidos de pequeños recipientes de almacenamiento
como tinajillas (15 %) y kalathoi (12 %) y finalmente el servicio de mesa entre los que encontramos oinochoai (10 %) y
platos (7 %), que en ocasiones imitan las formas propias de
la cerámica de barniz negro, como es el caso de los platos de
pescado o forma L.23 (tabla 4.1).
La contextualización de este tipo de vasos singulares en el
caso de La Serreta no resulta fácil debido a que se trata de excavaciones antiguas, aunque sí parece claro que no se distribuyen de forma homogénea por todo el poblado, sino que se
circunscriben a algunos sectores (Fuentes, 2006: 64-69), siendo
destacable su ausencia en el santuario. Se documentan diversos
conjuntos en lo que podríamos considerar contextos de carácter doméstico en los sectores A, G, E e I, en este último caso
acompañadas de otras cerámicas que podemos relacionar directamente con prácticas de consumo como páteras campanienses,
un mortero importado o una sítula, así como abundante cerámica ibérica de almacenamiento (ánforas, tinajas, tinajillas, kalathos), vajilla de mesa (platos, escudillas, oinochoai, botellas)
y de cocina (ollas) (Olcina, Grau y Moltó, 2000).
En el sector F también se documentan algunos recipientes
aislados en diversas estancias como la jarra donde se plasma una procesión de jinetes del departamento F9, aunque el
conjunto más interesante lo constituye sin duda la habitación
F1 (Grau, Olmos y Perea, 2008). En dicha estancia se hallaron diversas piezas con decoración excepcional como el Vas
dels guerrers o los kalathoi de la eclosión vegetal y la paloma, todo ello acompañado por un cuenco L.27, un plato L.36
y una lucerna del tipo Campaniense A, abundante cerámica
ibérica de almacenamiento (16 ánforas, 8 tinajas, 8 lebes, 9
tinajillas y 3 kalathoi) así como otros materiales destacables
94
como la terracota de la Diosa Madre o dos herramientas relacionadas con la orfebrería en lo que se ha interpretado como
un espacio con connotaciones sacras.
Finalmente, queremos destacar otro contexto singular
como es el conjunto de materiales documentados bajo la puerta
de entrada al poblado y seguramente depositados en algún tipo
de ritual, que podríamos relacionar con prácticas de comensalidad, con motivo de su construcción a finales del s. III a.C. (Llobregat et al., 1995). Entre la cerámica ibérica se documentan
distintas formas como ánforas, ollas, platos y jarras entre las
que destaca un oinochoe con decoración figurada de carácter
guerrero sobre la que volveremos en el capítulo correspondiente. Asimismo, fueron halladas diversas piezas de barniz negro
del tipo Campaniense A como son un asa de copa Morel 3311,
dos platos, uno del tipo L.23 y otro L.36, dos boles L.27 y una
copa Morel 68 así como tres figurillas de terracota.
En el caso del Tossal de San Miquel de Llíria, las piezas con
decoración figurada más destacadas y completas se concentran
principalmente en las manzanas 5, 6 y 7, así como en el templo
coincidiendo con la zona donde existe una mayor concentración
de importaciones de barniz negro (Bonet, 1995: 446-447). Uno
de los contextos más destacables es la manzana 7 formada por
dos grandes viviendas caracterizadas por contarse en entre las
más ricas y exclusivas del poblado y concretamente el departamento 41 (Bonet, 1995: 168-178) que se interpreta como una
estancia donde se desarrollarían diversas prácticas con connotaciones rituales, ya que no se documentan elementos de carácter
productivo (Bonet y Mata, 1997) y en cambio sí se hallan objetos que podrían relacionarse con prácticas de comensalidad,
especialmente con el servicio y consumo de bebidas (Vizcaíno,
2015). Entre estos materiales destacan dos lebes, uno de ellos
conocido como “vaso de la danza guerrera” que pudo actuar
como contenedor donde se mezclaría y desde donde posteriormente se serviría la bebida, para lo que pudo utilizarse un cazo
de mango alargado. Posteriormente se pudo servir la bebida
mediante la utilización de dos oinochoai, consumiéndose finalmente en los distintos microvasos entre los que se incluyen copas, botellas, páteras y caliciformes documentados en la misma
estancia, destacando la ausencia de cerámicas importadas salvo
en el caso de un kylix del tipo delicate class. Aparte de estos
materiales, también encontramos tres platos, tres tinajillas, tres
tinajas, varias tapaderas, así como un mortero y dos manos que
como hemos visto anteriormente también se podrían relacionar
con el consumo de alimentos. A todo este repertorio material se
une la presencia de un banco corrido de cuatro metros de longitud y 50 cm de ancho adosado a la pared del fondo.
Por su parte, el templo de la manzana 4, conformado por
los departamentos 12, 13 y 14, ha sido interpretado como un
espacio colectivo que actuaría como un elemento de cohesión
de grupos de la elite edetana a través de distintas prácticas
rituales (Bonet, 1995: 87-107). El edificio se compone de
un sanctasantorum (dept. 14), un patio (dept. 13) y un pozo
votivo (dept. 12) siendo en este último espacio en el que se
concentran la mayoría de los materiales asociados a prácticas
de consumo, mientras que el registro del primero parece estar
más relacionado con actos litúrgicos (Vizcaíno, 2015: 80). Entre los materiales documentados en el pozo votivo encontramos cuatro grandes lebes para contener y distribuir la bebida,
entre los que se hallan algunos tan destacados como el Vas
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dels Guerrers o el de la “batalla naval”; cuatro tinajillas y el
kalathos de la danza como recipientes de almacenamiento de
pequeño tamaño; cinco oinochoai y una jarra con asa sobreelevada, cuya morfología favorece que pueda ser introducida en
el lebes sin mojarse la mano (Vizcaíno, 2015: 81); 12 platos,
un cuenco, una pátera, tres copas y cuatro microvasos para
el consumo de alimentos sólidos y líquidos, acompañados en
este caso de un importante conjunto de recipientes de importación como son un bol L.22, una paterita L.24, un skyphos
y una Castulo cup áticos, así como un plato de pescado L.23
y un cuenco L.27c en Campaniense A (Bonet, 1995: 87-97).
Todo parece indicar que el patio descubierto, con unas dimensiones de 4 x 5,4 m, pudo albergar la celebración de prácticas
de comensalidad tras cuya finalización los restos consumidos,
o al menos una parte, incluidos restos de fauna, serían arrojados al pozo votivo junto con otras ofrendas u objetos litúrgicos
asociados a las prácticas rituales (Vizcaíno, 2015: 81).
En el caso de la Edetania resultan muy sugerentes las jarras
con ojos pintados que han sido analizadas recientemente desde
una perspectiva muy interesante (Vives-Ferrándiz y López-Bertran, 2017). Se trata de una serie de jarras con boca trilobulada
con ojos pintados a ambos lados del pico vertedor de las que
ocho ejemplares se documentan en el Tossal de Sant Miquel,
concentrándose principalmente en el templo, tres de ellas en el
pozo votivo y tres más en el corredor contiguo, y otros cinco
ejemplares en el fortín del Puntal dels Llops. En todos los casos se trata de espacios de hábitat, relacionados con las elites
y asociadas a elementos para el consumo de bebida y comida.
Según la interpretación de estos autores estos ojos pintados contribuirían a antropomorfizar estos recipientes que además poseen
un pico vertedor que recuerda al de un ave, generando así un
ente híbrido que evocaría el poder de la transformación corporal
alcanzando estados alterados de conciencia mediante la ingesta
de líquidos contenidos en las mismas. Dicho contenido sería distribuido desde estas jarras convirtiéndose en un elemento con un
rol destacado y activo en el transcurso de los rituales. Asimismo,
la escasez de recipientes de este tipo los convierte en un bien
muy exclusivo, cuya manipulación estaría restringida a ciertos
miembros de los grupos dominantes, convirtiéndolos en elementos de distinción social (Vives-Ferrándiz y López-Bertran, 2017:
223-224). Este tipo de decoración en forma de ojos se documenta en al menos tres jarras de boca trilobulada de La Serreta, concretamente en la estancia oeste del sector I (Nº Inv. 1066/95), en
el Departamento 5 del sector G (Nº Inv. 680) y otro sin contexto
conocido (Nº Inv. 1645) (Fuentes, 2006).
Más allá de la relación directa y funcional de estos objetos con
el consumo de alimentos, debemos considerar el papel que pudieron jugar los grandes recipientes con decoración narrativa a la hora
de marcar un evento destacado y generar una escenografía que enmarcara la celebración de este tipo de prácticas de comensalía. Parece indudable que dichos objetos fueron creados para generar un
impacto visual y estético, pero también debemos explorar perspectivas que van más allá de su consideración como objetos pasivos
de contemplación, valorando su papel como cultura material que
facilita la acción social y la agencia (Demarrais y Robb, 2013). Este
tipo de vasos cumplirían una función esencial en la narración de
mitos relacionados con los antepasados heroizados que se rememorarían durante la celebración de estos banquetes y que legitimarían
la preeminencia social del propietario mediante sus lazos genealó-
gicos con dichos ancestros, generando al mismo tiempo lazos de
solidaridad social a partir de una actividad compartida que refuerza
el habitus de los participantes. Estas prácticas constituyen materialmente las relaciones sociales y las hacen visibles, convirtiendo
lo imaginario en real a través de gestos, rituales o palabras (VivesFerrándiz, 2017: 97; Godelier, 2015: 237).
Finalmente, podemos interpretar dichas vajillas como objetos que tendrían un rol protagonista en el intercambio de presentes o dones entre individuos o grupos de elite, cuyo mecanismo hemos explicado al inicio de este trabajo (Mauss, 1925;
Godelier, 1998a). En esta línea se han interpretado los letreros
pintados que presentan algunas de estas cerámicas en el área
edetana relacionados en la mayoría de los casos con marcas de
autoría simbólica, es decir el comitente que encarga el vaso, o
de propiedad (Vizcaíno, 2015). Este tipo de objetos pudieron
circular como dones entre los distintos grupos de poder del
Tossal de San Miquel o entre miembros de la elite diseminados por el territorio edetano creando vínculos familiares, de
amistad o dependencia entre los grupos dominantes (Vizcaíno, 2015: 83-84). Lo mismo podríamos decir para el caso del
territorio de La Serreta, ya que estas cerámicas se concentran
principalmente en la capital, pero también las encontramos en
los oppida secundarios como El Castell de Cocentaina, El Pitxòcol (Amorós, 2015) o El Xarpolar (Grau y Amorós, 2014),
aunque sin evidencias de letreros pintados. En estos casos el
donante se corporeizaba en el objeto intercambiado a través
del cual se donaba o recibía una parte de otros (Mauss, 1925;
Riva, 2011: 234-239; Vives-Ferrándiz, 2017: 102).
Los lugares de consumo
Respecto a la cuestión de los espacios donde pudieron celebrarse este tipo de banquetes, se plantea una situación similar a la que veíamos para los períodos anteriores. En primer
lugar, nos encontramos con una falta de contextos primarios
donde hayan quedado reflejadas estas prácticas de consumo
ritual, problemática que vemos acentuada por el hecho de que
no contamos con un número significativo de contextos excavados con metodología científica.
De nuevo, en los asentamientos en los que se han llevado a
cabo excavaciones arqueológicas no se documentan grandes estancias que permitan acoger a un gran número de comensales más
allá de los grupos domésticos. En el caso de La Serreta, donde analizaremos más adelante dos conjuntos de materiales que nos parecen significativos, las estancias excavadas en el Sector I apenas
conservan unos 5 m2 de superficie, aunque las dimensiones reales
no serían mucho mayores debido a las condiciones del terreno (Olcina, Grau y Moltó, 2000: 126). El otro conjunto que analizaremos
en detalle es que se documentó en el transcurso de excavaciones
antiguas en la estancia 3 del Sector B (Abad, 1983) con unas dimensiones también muy modestas de unos 9 m2. La mayoría de
las estancias excavadas en el poblado presentan unas dimensiones
similares, aunque encontramos alguna de mayor superficie como
la estancia D-3 con un área de unos 24 m2. Esta situación viene repitiéndose desde el inicio del periodo analizado y ya adelantamos
que no va a cambiar en el periodo Ibérico Final. En otro territorio
como es el de la Marina Baixa, la situación es muy similar ya que
si analizamos las superficies de las estancias excavadas en el Tossal de la Cala datadas en los ss. II-I a.C. nos encontramos con una
oscilación entre los 19 m2 de las estancias más grandes a los 2’64
95
[page-n-109]
m2 de las más pequeñas, aunque la mayoría de las estancias cuentan con una superficie que ronda los 8 m2 (Moratalla, 2004: 505).
Dimensiones similares encontramos en otro oppidum del ibérico
final como el Cabeçó de Mariola, donde encontramos estancias
entre los 10 y 15 m2 (Grau y Segura, 2016).
Viendo estas dimensiones tan reducidas, pensamos que
este tipo de prácticas de consumo ritual de carácter convivial
y festivo serían llevadas a cabo en espacios abiertos comunitarios dentro de los poblados o incluso en espacios extramuros como las necrópolis o junto a la puerta principal del
asentamiento que suele constituir un símbolo de la comunidad.
Como ya hemos visto, en el caso de la puerta de entrada de La
Serreta se han documentado una serie de objetos que podrían
estar relacionados con estas prácticas de comensalidad (Llobregat et al., 1995: 148-154).
El paisaje de la comensalidad
Frecuencias de aparición y tipologías de asentamiento
En este apartado analizaremos las frecuencias de aparición
de este tipo de importaciones en contextos domésticos del
interior de los asentamientos. Para esta época contamos con
una documentación más limitada ya que únicamente conocemos detalladamente el registro de algunos poblados de
altura tipo oppidum no contando para este momento con un
contexto perteneciente a una categoría de poblamiento subordinado del tipo aldea o caserío. Por tanto, analizaremos
las frecuencias de aparición de vajillas importadas en la ciudad de La Serreta.
El primer contexto doméstico que vamos a analizar es la
estancia B-3 cuyo repertorio material fue valorado en detalle
por L. Abad (1983). Se trata de una estancia excavada por
Camilo Visedo en el año 1953 en la vertiente meridional del
cerro con unas dimensiones aproximadas de 3’60 x 2’40 m y
una superficie de 8’64 m2 que podría ser algo mayor ya que
no se conserva el muro de cierre sur. En esta estancia que
podemos considerar de carácter doméstico se documentó un
lote de piezas cerámicas que incluyen tanto importaciones de
barniz negro como producciones ibéricas. Entre las cerámicas importadas encontramos una pieza poco común como es
una pátera con umbillicus de forma semiesférica y decorada
con relieves hechos a molde y cuya procedencia es calena.
También se documenta un bol de campaniense A de la forma
L.25 y un recipiente de barniz negro y difícil de catalogar,
aunque podría ser una especie de lekythos de la serie 5410 de
Morel (Abad, 1983: 185). Por otra parte, en cerámica ibérica
contamos con un ungüentario, una tinaja, tres botellas, un
vaso caliciforme, un plato y una pátera de borde reentrante. Por tanto, nos encontramos ante un conjunto compuesto
por tres ejemplares de cerámica importada que constituyen el
27’27 % del total y ocho ejemplares de cerámica ibérica que
supone el 72’73 % restante.
El segundo contexto bien estudiado en La Serreta son dos
estancias que formarían parte de una misma vivienda ubicada en
el Sector I en la vertiente meridional del cerro que fue excavado
ya con metodología científica en el año 1995 (Olcina, Grau y
Moltó, 2000). Se trata de dos departamentos de unos 2’5 x 2 m
adosados a la pared de roca de la vertiente de la montaña y cuyo
muro de cierre meridional se ha perdido completamente, lo que
nos impide conocer las dimensiones reales de la vivienda que
96
no serían mucho mayores y que contaría además con una planta superior. En el Departamento oeste se documentaron cuatro
ejemplares de cerámica de importación representados por tres
recipientes de cerámica campaniense A, dos de ellos boles del
tipo L.27 ab, y otro recipiente de procedencia calena que constituyen el 13’79 % del total del repertorio. En cuanto a cerámica
ibérica se documentan 25 ejemplares que suponen el 86’21 %.
Si atendemos a la funcionalidad del repertorio material de esta
estancia, los recipientes de transporte y almacenaje suponen el
55’17 %, la vajilla de mesa el 41’38 % y la cerámica de cocina
el 3’45 %. Por otra parte, en el Departamento este aparecieron tres recipientes de cerámica de importación como son dos
recipientes de campaniense A y un mortero de origen púnico
que constituyen el 37’5 % del total del repertorio. La cerámica
ibérica está representada por cinco ejemplares que suponen el
62’5 % restante. En cuanto a la funcionalidad de este conjunto cerámico vemos que la vajilla de mesa y los recipientes de
transporte y almacenaje suponen el 37’5 % respectivamente,
mientras que la cerámica de cocina el 25 % restante.
Si atendemos al registro del Sector F de este mismo poblado cuya excavación se llevó a cabo en los años 1953 y
1956 (Grau, 1996b) vemos que la vajilla local es ampliamente mayoritaria con un 85 % y 156 ejemplares frente a la vajilla importada (3%). Lo mismo sucede con las ánforas, grupo
en el que predominan las de producción local con un 11 %
del total del repertorio frente al 1% que suponen las ánforas importadas con dos ejemplares únicamente. Finalmente,
una visión de conjunto tanto del Sector F como del Sector I
arroja unos porcentajes de un 82 % de vajilla local, un 5’7
% de vajilla importada, un 11’4 % de ánfora local y un 0’8
% de ánfora importada (Sala et al., 2004: 244-246). Viendo
estos datos finales destaca la escasez de ánforas importadas
en un centro tan importante a nivel comarcal como es La
Serreta y que actuaría seguramente como redistribuidor de
estos productos importados hacia el resto de oppida de su
territorio político lo que puede deberse a la no recogida de
estos materiales más toscos en el transcurso de las excavaciones antiguas.
Para finalizar es importante señalar que los bienes de importación se distribuyen ampliamente en la mayoría de las estancias y sectores del poblado sin que se den casos de excesiva
concentración en unas pocas viviendas. También los porcentajes de productos importados son similares a los que veíamos
para el s. IV a.C. por lo que podemos hablar de una continuidad en cuanto a la demanda de estos bienes relacionados con
las prácticas de comensalidad ritual.
Patrones de distribución: dispersión vs. concentración
Cambiamos de unidad de observación para centrarnos en
este apartado en la distribución de los elementos relacionados con prácticas de comensalidad en el paisaje. El territorio
en el que mejor conocemos dicha distribución es de nuevo
los Valles de Alcoi (Grau, 2002: 180-186) donde para el s.
III a.C. documentamos este tipo de objetos en 13 de los 25
asentamientos datados en esta centuria y que suponen el 52
% del total. Se trata de un asentamiento con categoría de
ciudad (La Serreta), cinco oppida (La Covalta, El Pitxòcol,
El Xarpolar, el Castell de Cocentaina y el Castell de Penàguila), cuatro aldeas (La Condomina, Els Ametllers, El Terratge y L’Arpella), una cueva-santuario (Cova dels Pilars),
[page-n-110]
Fig.4.25. Patrón de distribución de las importaciones en el s. III a.C. en los Valles de Alcoi.
una posible necrópolis (Coll del Surdo) y un posible alfar
(L’Alcavonet) (fig. 4.25). Para este siglo todavía podemos
ver una cierta dispersión de este tipo de elementos en el
paisaje con porcentajes muy similares a los del s. IV a.C.,
documentándose tanto en los centros rectores del territorio
como es la ciudad de La Serreta, que actuaría además como
núcleo redistribuidor de estos objetos en su territorio político, o en los oppida subordinados a este poblado. También se
sigue manteniendo la llegada de estos objetos a los núcleos
subordinados de carácter agrícola de mayor rango como son
las aldeas, aunque dejamos de documentarlos en el rango
más bajo del poblamiento comarcal como los caseríos. Finalmente, encontramos algunas evidencias testimoniales en
otras tipologías de yacimiento como un único ejemplar en
una cueva-santuario fruto de una frecuentación esporádica
de la cavidad en esta época ya que el momento de mayor uso
ritual de esta cavidad como espacio sacro se data en los ss. V
y IV a.C. o los fragmentos de la posible necrópolis de El Coll
del Surdo o del alfar de L’Alcavonet.
En el territorio de la Marina Baixa (Moratalla, 2004) se
documenta este tipo de elementos de importación relacionados con prácticas de comensalidad para el s. III a.C. en 6
de los 7 asentamientos conocidos para este período lo que
supone el 85’71 % del total. Se trata de un oppidum, el Tossal
de la Cala, aunque debemos suponer que el oppidum ubicado
en el Barri Vell también tendría una gran importancia en este
período ya que pudo actuar como capital de todo el territorio político, aunque resulte poco conocido, cuatro cerros
costeros de pequeñas dimensiones (Cap Negret, La Tellerola,
Castilla III y La Cala) y un santuario (Tossal de la Malladeta)
(fig. 4.26). Como podemos ver, este tipo de objetos se documenta en casi todos los asentamientos conocidos para este
siglo, tanto en el oppida como en los cerros costeros relacionados seguramente con la actividad comercial o con labores
de vigilancia de la costa. También es destacable su aparición
en el importante santuario comunitario de la Malladeta.
Finalmente, la información de la que disponemos para el territorio de la Marina Alta es bastante más escasa ya que únicamente se documentan este tipo de importaciones en el s. III a.C.
en 8 de los 18 asentamientos conocidos para esta centuria, lo que
supone el 44 % del total. Entre ellos encontramos cinco oppida
(Castell d’Ambra, Passet de Segària, Castell de les Atzavares,
Coll de Pous, Penyal d’Ifach), dos poblados de pequeñas dimensiones (Castell d’Ambra y Castell de les Atzavares) un poblado
en un cerro costero (El Castellet) y una cueva (Cova dels Coloms)
(fig. 4.27).
4.5. ÉPOCA IBÉRICA (SS. II-I A.C.)
Llegamos finalmente a la última de las fases que hemos establecido para el estudio de las prácticas de comensalidad ritual en
nuestra área de estudio. A pesar de que el origen y las formas
documentadas durante esta fase correspondiente al Ibérico Final
sigan siendo similares a las de la etapa anterior, los importantes
cambios de carácter socio-político que se van a producir a lo
largo de este periodo van a dar lugar a tendencias y matices
diversos con respecto a la centuria precedente.
97
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Fig. 4.26. Patrón de distribución de las importaciones en el s. III a.C. en la Marina Baixa.
Fig. 4.27. Patrón de distribución de las importaciones en el s. III a.C. en la Marina Alta.
98
[page-n-112]
4.5.1. Los objetos
Elementos de almacenamiento y transporte
Para los ss. II y I a.C. se documenta un número relativamente
abundante de ánforas como son las del tipo Dressel 1 predominando el subtipo definido por Lamboglia como A. Se trata de
ánforas pesadas y macizas con bordes verticales o ligeramente inclinados, cuellos largos, pivotes macizos y asas grandes y rectas.
La variedad A se caracteriza por sus asas ligeramente flexionadas
y panza baja con una marcada carena en el hombro (fig. 4.28: 2).
Se trata de ánforas vinarias de origen itálico y una cronología entre el 130 a.C. y mediados del s. I a.C. También de origen itálico,
concretamente del área adriática son las ánforas tipo Lamboglia 2
(Pascula y Ribera, 2013: 252-254) (fig. 4.28: 1).
Otro tipo de ánforas que aparecen en este momento son
las de tipo Campamentos Numantinos o T. 9.1.1.1 (Sanmartí,
1985a; 1985b) caracterizadas por ser perfectamente cilíndricas, con forma de obús, bordes rectos y ligeramente engrosados hacia el interior y de origen gaditano. Presentan una leve
acanaladura exterior que marca la diferencia entre el borde y
el cuerpo, asas pequeñas de perfil y sección circular y fondo
redondeado o semiplano (fig. 4.28: 3). Se trata de una producción con origen en la zona de Cádiz y con una cronología del
s. II a.C. Otro tipo documentado son las ánforas T-7.2.1.1 o
Mañá C2, con forma cilíndrica, bordes abocinados y labios
exvasados con dos o tres molduras en su cara externa. Presenta
además un cuello largo, cuerpo hemiesférico, asas de perfil
alargado y sección circular que arrancan de la unión del cuerpo
y la espalda y pivote hueco y alargado (fig. 4.28: 4). Se trata
de ánforas de origen púnico con una cronología de la primera
mitad del s. II a.C. cuyo contenido sería seguramente vino o
salazones de pescado (Ribera, 1982: 109-112).
Finalmente, se documentan también algunos ejemplares de
ánfora tipo Mañá E (Ribera, 1982: 114) que se caracteriza por
su perfil bitroncocónico, borde alargado y algo inclinado al exterior, con asas ubicadas en la mitad superior del cuerpo y base
rematada en un botón. Esta ánfora de origen púnico parece
tener su centro productor en Ibiza, presentando esta variante
una cronología del s. II a.C.
Elementos de preparación
Al igual que en el s. III a.C. no se documenta un gran número
de objetos que podamos relacionar específicamente con la preparación de alimentos. Junto a los morteros, que ya hemos visto
anteriormente, encontramos otro elemento, aunque algo tardío,
como es un simpulum del tipo Pescate que formaba parte del
ajuar de la tumba 56 de Poble Nou y que podríamos datar en el
s. I a.C. Se trata de un objeto de bronce formado por un depósito
en forma de cazo globular con labio ligeramente exvasado al
que se une mediante una abrazadera un mango plano de sección
rectangular rematado con un apéndice zoomorfo en forma de
cabeza de lobo (Espinosa, 2011: 315) (fig. 4.20: 2). Se trata de
un elemento relacionado con la elaboración y mezcla de bebidas, muy posiblemente con prácticas de consumo de vino.
Elementos de vajilla
Dentro del grupo que conforman lo que podríamos definir como
cuencos o boles, predominan las producciones denominadas tradicionalmente como Campaniense B, aunque esta denominación
englobe hoy en día a una gran cantidad de talleres de toda el
área itálica. En esta zona parecen tener un origen mayoritario en
el norte de la Campania, concretamente en la ciudad de Cales
(Principal y Ribera, 2013). Documentamos la forma Lamboglia
1 y su variante 1a que se caracteriza por presentar borde recto y
Fig. 4.28. Ánforas de importación de los ss. II-I a.C. 1. Lamboglia 2, 2. Dressel 1, 3. T-9.1.1.1, 4. T-7.2.1.1.
99
[page-n-113]
labio redondeado, así como dos pequeñas incisiones en su cara
externa y pie anular oblicuo de perfil triangular. El fondo del
recipiente suele estar decorado por varios círculos incisos concéntricos (fig. 4.29: 1). La forma Lamboglia 1/8 es muy similar
a la anterior, pero con el pie más alto y moldurado. También
encontramos la forma Lamboglia 9 caracterizada por su borde
recto y labio redondeado con estrías en su cara interna, cuerpo
hemiesférico y pie anular moldurado (fig. 4.29: 2). También dentro de este tipo de producciones encontramos la forma Lamboglia 8 con borde recto y labio redondeado, cuerpo en forma de
casquete hemiesférico y pie anular con un pequeño resalte en la
parte superior (fig. 4.29:3). Finalmente documentamos también
dos tipos de boles en Campaniense A, la forma Lamboglia 31, un
recipiente profundo de borde bastante exvasado, labio redondeado y pie anillado con estrías en la cara interna del borde e incisiones en la base (fig. 4.29:4) y la forma Lamboglia 34, pequeño
cuenco con borde entrante y labio redondeado que da lugar a una
carena en el exterior del cuerpo y base anillada formada por un
pie oblicuo de sección triangular (fig. 4.29: 5).
En cuanto a las copas de importación características del Ibérico Final (ss. II-I a.C.) y en Campaniense Calena encontramos
la forma Lamboglia 2 de borde exvasado y labio redondeado,
cuerpo de perfil curvo y cóncavo al exterior que se une a la base
formando un ángulo muy agudo y pie anular moldurado (fig.
4.29: 8). La forma Lamboglia 3 o pyxis se caracteriza por su borde exvasado y labio redondeado, cuerpo curvo y cóncavo al exterior y pie bajo anular (fig. 4.29: 9). Finalmente documentamos
copas tipo Montagna Pasquinucci 127 (Montagna-Pasquinucci,
1972: 400-401) de origen etrusco y caracterizada por presentar
un borde ligeramente exvasado y labio redondeado, cuerpo hemiesférico, pie anular moldurado y dos asas verticales bífidas
acabadas en un bucle (fig. 4.30: 1).
Para los ss. II y I a.C. encontramos una mayor variedad
de platos. Es destacable la presencia mayoritaria de la forma
Lamboglia 5 tanto en Campaniense A como en Campaniense
Calena. Se trata de una forma abierta con borde recto o ligeramente exvasado con labio redondeado que forma un ángulo al
unirse al cuerpo y pie anular recto en el caso de las producciones de Campaniense A y moldurado en el caso de las Beoides
(fig. 4.30: 3). En Campaniense A también es bastante común la
forma Lamboglia 5/7, muy similar a la anterior, pero algo más
abierta y con el pie más grueso (fig. 4.30: 4). La forma Lamboglia 4 es un plato poco profundo con borde exvasado y labio
pendiente y base con dos variantes, pie bajo, oblicuo y de sección triangular o pie alto moldurado (fig. 4.29: 10). Otra forma
documentada en este momento, aunque en menor medida son
la Lamboglia 55 en Campaniense A, caracterizada por ser una
forma muy abierta con borde exvasado, labio redondeado y pie
anular también redondeado. (fig. 4.30: 5).
4.5.2. eL contexto DeL regIstro ArqueoLógIco
La dificultad a la hora de contar con contextos estratigráficamente
fiables se hace aún más patente en época final por lo que hemos
decidido recurrir a un asentamiento, el Cabeçó de Mariola que
nos permite conocer cómo se organiza un oppidum de época tardía. Otro contexto muy interesante es el que nos brinda el santuario del Tossal de la Malladeta (Rouillard, Espinosa y Moratalla,
2014) que nos permitirá conocer cómo se distribuyen estos bienes
de importación relacionados con las prácticas de consumo ritual
100
en un contexto sacro o un contexto funerario como la necrópolis
de Poble Nou (Espinosa, Ruiz y Marcos, 2005) Sin embargo, esta
falta de contextos estratigráficos se complementa muy bien con
los numerosos trabajos de prospección y los compendios de importaciones realizados en el área de estudio.
Los Valles de Alcoi
Durante esta fase es destacable la abundante presencia de vajilla
importada en los distintos oppida que presiden cada uno de los territorios políticos y cuyos repertorios han sido objeto en muchos
casos de revisiones y recopilaciones en los últimos años en varios
casos por nuestra parte (Grau y Amorós, 2014; Amorós, 2015).
Este hecho nos aporta valiosa información acerca de las prácticas
de consumo ritual en esta área (fig. 4.31).
El primero de estos oppida es el Castell de Cocentaina, donde
para los ss. II-I a.C. documentamos producciones beoides como
20 ejemplares de platos L.5, ocho boles L.1, dos ejemplares de la
forma L.3 y un plato del tipo L.5/7 en Campaniense A. Finalmente, encontramos tres ánforas vinarias del tipo Dressel 1.
Especialmente interesante resulta el caso de El Pitxòcol, cuyo
tamaño y volumen de importaciones nos informan acerca de la
importancia que debió tener este núcleo durante el Ibérico Final
(Amorós, 2015) (fig. 4.32). En primer lugar, encontramos materiales correspondientes a la fase media del tipo Campaniense A
datada entre el 180 y el 100 a.C. La forma más común es el plato
del tipo L.5 del que contamos con ocho bordes y cuatro bases, así
como una variante del mismo, el plato L.5/7 con cinco bordes. Del
cuenco tipo Lamboglia 27 contamos con cuatro bordes mientras
que del tipo L.28, cinco bordes y una base, así como del plato L.36
del que encontramos cuatro bordes. Finalmente, documentamos
dos bases de copa tipo Morel 68. En cuanto a producciones en
barniz negro de Cales en sus variantes media (130/120-90-80 a.C.)
y tardía (90/80-40-20 a.C.) documentamos 10 bordes y siete bases
correspondientes a boles del tipo L.1; un borde de L.2; tres bordes
y tres bases pertenecientes al tipo L.3 o pyxis; un borde y tres bases
de plato de la forma L.4. La forma más abundante es el plato del
tipo L.5, del que contamos con 24 bordes y 10 bases. Finalmente
encontramos una base de cuenco tipo L.8, un borde de urna del
tipo L.10 y un borde de copa del tipo Montagna-Pasquinucci 127/
Morel 3120. Por otra parte, también contamos con un variado repertorio anfórico con un ánfora de tipo púnico-ebusitano, sin que
podamos determinar si se trata del tipo PE-15 o PE-16 del s. III
a.C., un ánfora del tipo Ramon T. 8.2.1.1 del Círculo del Estrecho,
tres ánforas grecoitálicas con una cronología de segunda mitad del
s. III y s. II a.C. Ya para los ss. II-I a.C. encontramos un borde de
ánfora tipo T. 9.1.1.1 o Campos Numantinos de origen gaditano
y dos bordes y un asa del tipo L 2 del área adriática. Sin duda,
el ánfora de importación más común en este asentamiento es el
tipo Dressel 1 del que contamos con ocho bordes, uno de ellos
de origen catalán y tres asas. También documentamos un tipo de
ánfora poco común como es un borde de Tripolitana Antigua de
origen norteafricano y relacionada con el comercio de aceite (15020 a.C.). Finalmente, encontramos dos tipos de ánforas procedentes del área del Guadalquivir y relacionadas con el transporte de
aceite como son la Ovoide 6 con una cronología de 70-25 a.C. y la
Ovoide 4 con una cronología de 80-15 a.C.
Por su parte, en el oppidum de El Xarpolar para los ss.
II-I a.C. encontramos en producciones beoides dos platos del
tipo L.5, un cuenco de borde muy exvasado que no hemos
podido adscribir a una forma concreta, un plato del tipo L.4
[page-n-114]
Fig. 4.29. Vajilla de importación de los ss. II-I a.C. 1. Lamboglia 1, 2. Lamboglia 9, 3. Lamboglia 8, 4. Lamboglia 31, 5.
Lamboglia 34, 6. Morel 68, 7. Lamboglia 49b, 8. Lamboglia 2, 9. Lamboglia 3, 10. Lamboglia 4.
101
[page-n-115]
Fig. 4.30. Vajilla de importación de los ss. II-I a.C. 1. P-127, 2. Lamboglia 36, 3. Lamboglia 5, 4. Lamboglia
5/7, 5. Lamboglia 55, 6. Lamboglia 10.
102
[page-n-116]
Fig. 4.31. Asentamientos con importaciones en los Valles de Alcoi en los ss. II-I a.C. 1. Cabeçó de Mariola 2. L’Arpella, 3. Castell de Perputxent,
4. El Xarpolar, 5. Pic Negre, 6. Castell de Cocentaina, 7. El Terratge, 8. El Pitxòcol, 9. La Condomina, 10. Castell de Penàguila.
y una copa Montagna Pasquinucci 127 o Morel 3120. En
importaciones anfóricas hemos documentado un ánfora del
tipo Campamentos Numantinos o T-9.1.1.1 y dos ánforas de
procedencia itálica (Grau y Amorós, 2014). Finalmente, en
el Castell de Penàguila encontramos 10 ejemplares de platos
del tipo L.5, tres boles L.1 y un ejemplar de la forma L.3.
En cuanto a la presencia de importaciones en asentamientos del tipo aldea, encontramos un plato L.5 en Campaniense A
y un bol L.1a de producción beoide en El Terratge. Otro plato
L.5/7 de la misma producción en La Condomina, una copa
de producción beoide en l’Arpella y un borde perteneciente a
una forma indeterminada de esta misma producción en el Pic
Negre (Grau, 2002: 170).
La Marina Baixa
En el oppidum ubicado bajo el actual Barri Vell de la Vila se
documentan producciones beoides y ánforas del tipo Dressel 1,
grecoitálicas y púnicas del tipo Mañá C2 y Mañá E. En el entorno cercano del actual núcleo de Villajoyosa se documentan
numerosas evidencias (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014:
249-298) que reflejan la gran importancia que en esta fase del
ibérico final debió tener este núcleo y su territorio inmediato
(fig. 4.33). En el Campo de Fútbol Municipal encontramos
fragmentos de campaniense A media documentados en una calzada, cerámicas campanienses en Paradís I y campanienses A
y B de Cales, así como ánforas del tipo Dressel en C/ Ramón
y Cajal y C/ Constitución. También se documentan cerámicas
Campaniense A del s. II a.C. en otros núcleos menores como
El Collado, Cementeri, donde además se documentan cerámi-
cas campanienses del denominado tipo B de Cales, Xauxelles
donde también encontramos un ánfora Mañá C2 o el Tossal del
Molinet; en el asentamiento de La Muntanyeta se documentan
ánforas de diversos tipos como Dressel 1, grecoitálicas y un ánfora púnica Mañá C2. Finalmente, para la zona de Villajoyosa
debemos destacar la necrópolis de Poble Nou donde tras el hiato
que supone el s. III a.C. volvemos a encontrar numerosos enterramientos datados en el Ibérico Final, concretamente 41 tumbas (Espinosa, Ruiz y Marcos,, 2005: 180-193). En 29 de ellas
encontramos cerámicas campanienses del tipo A, B etrusca, C, y
B de Cales siendo esta última la mayoritaria mientras que entre
las formas más comunes encontramos las L.1, 3, 36 y 5 siendo recurrente la utilización de este último plato como tapadera
para los kalathos de cerámica ibérica que a su vez son utilizados
como urnas cinerarias. Finalmente, es destacable la aparición
en una de estas tumbas de un simpulum, objeto relacionado con
la preparación y servicio de bebidas, más concretamente vino,
asociado a otros elementos de ajuar como cerámicas campanienses, ibéricas pintadas y de paredes finas.
En el santuario de La Malladeta (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 108-110 y 115-116), que experimenta en estos
momentos su fase de mayor actividad, la producción mayoritaria son las cerámicas ebusitanas engobadas de los ss. III-II a.C.
con 207 individuos donde destaca especialmente el bol tipo
FE-13/13, que imita a la forma L.27 ab, con 186 individuos,
seguido por el cuenco HX-1/53 con 19-20 individuos, la forma
F28 (8 ind.) y el bol F31 (6 ind.). De esta misma cronología
son las importaciones de barniz rojo gadirita o tipo “Kuass”
con 12 individuos. Las producciones de Campaniense A están
103
[page-n-117]
Fig. 4.32. Parte del abundante repertorio de importaciones tardías de El Pitxòcol (Amorós, 2015).
104
[page-n-118]
Fig. 4.33. Asentamientos con importaciones en la Marina Baixa en los ss. II-I a.C. 1. El Collado, 2. Xautxelles, 3. Cementeri, 4. Paradís I,
5. Tossal de la Malladeta, 6. Campo de fútbol de El Pla, 7. Poble Nou, 8. Barri Vell, 9. C/Ramón y Cajal/Constitución, 10. Camí de la Vila
III, 11. Alfarella II, 12. Tossal del Molinet, 13. Foietes Dalt, 14. La Muntanyeta, 15. Tossal de la Cala, 16. Castell de Polop, 17. Tossal de
la Cantera de Guilef, 18. Sa Muntanya, 19. Cap Negret.
representadas por 68 individuos que se reparten de la siguiente
manera, 19 páteras (formas L.5, 6, 5/7, 36), 21 cuencos (L.26,
27 ab, 27 bb, 27 c, 28 ab, 34 b, 2974) y 10 boles (L.31 a, 31 b,
33 a, 33b). La cerámica Campaniense B campana está representada por 32 individuos, entre los que encontramos cuencos
(L.1 y 1/8), copitas (L.2 y P.127) y páteras (L.5, 8 a y 8 b).
También se ha documentado cerámica del tipo Campaniense
C con 15 individuos correspondientes a las formas L.1, 5, 7,
18 y 19 así como dos boles helenísticos de relieves del tipo 8.
En cuanto a las ánforas, las más comunes son las de origen púnico con 47 individuos, seguidas por las de origen itálico con
33 individuos correspondientes a las formas Dressel 1 (24) y
Lamboglia 2 (2); ebusitanas con 19 individuos y grecoitálicas
con 7-9 individuos.
En el Tossal de la Cala también encontramos un variado
repertorio para este momento (Bayo, 2010: 65-75). En Campaniense A del s. II a.C. encontramos un plato de la forma
L.8, un bol L.31, un bol L.34 y un plato L.55. Por otra parte,
en producciones denominadas genéricamente como Campaniense B se documentan tres boles del tipo L.1a, un recipiente de la forma L.3, dos platos L.4 y cinco de la forma L.5/7.
Dentro de las importaciones de cerámica común encontramos un mortero itálico. Finalmente, respecto al repertorio de
ánforas importadas encontramos dos ánforas de origen púnico como son un ánfora del tipo Mañá C2 y otra del tipo
Mañá E y cuatro ánforas vinarias del tipo Dressel 1. En el
entorno de este oppidum encontramos otros asentamientos
de menor entidad como La Cala donde se ha documentado
un ánfora grecoitálica del s. III a.C.; La Bastida donde se ha
encontrado vajilla del tipo campaniense A así como ánforas
grecoitálicas y ánforas del tipo Mañá D; en el Camí de la Vila
III se documentan producciones beoides y varios tipos de ánforas como las grecoitálicas, las PE-16 y las Dressel 1c; en
Foietes Dalt se documentan producciones Campaniense A así
como ánforas del tipo Mañá C2 y Dressel 1 y finalmente en el
asentamiento de Alfarella II encontramos varios fragmentos
de Campaniense A (Moratalla, 2004).
Por su parte, en el Cap Negret (Sala, 1997) se documentan
producciones de barniz negro del tipo Campaniense A, Beoide
y Campaniense C, en cerámica común encontramos dos morteros de procedencia itálica y finalmente ánforas del tipo Dressel
1. Otros asentamientos menores de esta zona norte son el Castell
de Polop donde se documentan fragmentos de producciones de
Campaniense A, B y Beoide; el Tossal de la Cantera de Guilef
donde se han hallado producciones de barniz negro del tipo Campaniense A y Beoides, como un ejemplar de L.3, así como ánforas
del tipo Dressel 1 y finalmente el oppidum de Sa Muntanya donde
se han localizado producciones Campaniense A, B y Beoides así
como ánforas del tipo Dressel 1a (Moratalla, 2004).
La Marina Alta
La última de las áreas que vamos a analizar es la comarca de la
Marina Alta, siendo este territorio el que cuenta con un menor volumen de información. No obstante, en este periodo encontramos un
105
[page-n-119]
Fig. 4.34. Asentamientos con importaciones en la Marina Alta en los ss. II-I a.C. 1. Penyal d’Ifach, 2. Cova de les Rates, 3. Cova de les
Cendres, 4. Tossal de l’Abiar, 5. Penya de l’Àguila, 6. Castell de les Atzavares, 7. Passet de Segària, 8. Castell d’Ambra.
mayor número de evidencias si lo comparamos con la fase anterior
ya que este territorio va a ir adquiriendo una progresiva importancia hasta convertirse en una zona esencial durante el episodio de las
Guerras Sertorianas a inicios del s. I a.C. (fig. 4.34).
En el Penyal d’Ifach encontramos producciones de campaniense beoide de las formas L.1-8, L.9 así como ánforas del tipo
grecoitálica y Dressel 1(Aranegui, 1978a; 1986). Para el Ibérico
Final encontramos evidencias de importaciones en un importante asentamiento de esta época como es el Penya de l’Àguila
(Castelló, 1992) donde se documentan producciones como los
platos de la forma L.5/7 en campaniense A, las formas L.3, 4, 5
y 8 en campaniense beoide, así como ánforas del tipo Dressel 1,
Mañá C y Lamb. 2. Un repertorio muy similar presenta el asentamiento de el Passet de Segària. Por su parte, también se han
documentado ánforas Dressel 1 en el Castell d’Ambra y en el
Castell de les Atzavares, donde además se han hallado cerámicas
del tipo Campaniense B, así como en el Tossal de l’Abiar donde aparecen campanienses tardías (Castelló, 2015). Finalmente,
se documentan también producciones de campaniense B en dos
cuevas, la Cova de les Rates, con dos ejemplares de copas de la
forma L.2 y en la Cova de les Cendres con un ejemplar del mismo tipo (Gil-Mascarell, 1975: 298-300).
106
4.5.3. AnáLIsIs De Los DAtos
Los elementos del banquete
Como ya hemos visto para los siglos anteriores, el consumo del
vino tenía una gran importancia y un papel protagonista en estos
banquetes o prácticas de consumo festivo por sus propiedades psicotrópicas. Este vino sería producido en gran medida por las comunidades ibéricas, existiendo seguramente un comercio interior
entre las distintas áreas, aunque para los ss. II-I a.C. se constata la
llegada de un importante volumen de ánforas vinarias de origen
itálico como son las del tipo Dressel 1. El consumo de carne también tendría una gran importancia en este tipo de ágapes, tal y como
se constata en las fuentes clásicas o a través de la antropología,
tratándose de una actividad frecuentemente ritualizada y acompañada de referencias a la esfera de lo divino, desde el sacrificio del
animal y su preparación hasta el consumo final (Riva, 2011: 131).
La creciente importancia de este producto podría estar reflejándose en el mayor protagonismo que van adquiriendo los platos en el
repertorio de esta fase, sin olvidar la consideración que tendría la
caza como una actividad propia de los grupos de poder y reflejada
en las cerámicas figuradas de la etapa anterior. No obstante, nos
resulta difícil constatar este consumo debido a la falta de estudios
específicos de fauna para el período concreto de los ss. II-I a.C.
[page-n-120]
Los elementos de preparación resultan bastante escasos en
estos momentos, aunque cabría destacar, aparte de los morteros
y con un carácter excepcional, el simpulum hallado en una tumba de la necrópolis de Poble Nou, que podríamos relacionar con
el preparado y servicio de bebidas, especialmente vino. A pesar
de tratarse de una pieza con una cronología bastante tardía, del
último tercio del s. I a.C., se documentó formando parte de un
ajuar con elementos de clara tradición indígena como la cerámica ibérica pintada (Espinosa, 2011: 315).
Los progresivos cambios en el repertorio que veíamos iniciarse en el s. III a.C., se verán consolidados en los ss. II-I
a.C. donde los platos constituyen ahora el 66 % del total del
repertorio, siendo la forma claramente mayoritaria y donde
podríamos destacar la amplia distribución de la forma Lamboglia 5. Le siguen los cuencos y boles que suponen un 23
% y finalmente las copas que constituyen el 11 % del total de
formas documentadas en estos territorios.
Este panorama experimenta un cambio importante tras la
Segunda Guerra Púnica, momento en el que nuestra zona de
estudio pasará a formar parte del ámbito comercial romano por
lo que los agentes itálicos van a tener un papel preponderante
durante los ss. II y I a.C. Las producciones importadas mayoritarias van a ser las que tradicionalmente se han conocido como
Campanienses, aunque tras esta denominación existen multitud
de talleres no solo del área de la Campania sino de toda la península itálica. También se va a producir un incremento en el volumen de importación de vino itálico como atestigua la abundante
presencia de ánforas del tipo Dressel 1 en una gran cantidad de
asentamientos. Todos estos productos llegarían a importantes
enclaves costeros de este momento como podrían ser Villajoyosa, el Tossal de la Cala, Cap Negret, el Penyal d’Ifach o la naciente ciudad romana de Dianium. Desde estos asentamientos se
distribuirían hacia las tierras del interior a través de las rutas que
ya hemos comentado, aunque en este momento parece darse una
mayor importancia de las vías septentrionales que relacionan
los Valles de Alcoi con la Marina Alta como parece inferirse de
la importancia de los oppida de El Xarpolar y El Pitxòcol. Estos
productos llegarían a estos oppida del interior, donde no parece
darse una redistribución hacia los enclaves subordinados de sus
respectivos territorios.
Las cerámicas ibéricas con decoración figurada
en época tardía
Si la cerámica con decoración figurada característica de los talleres de La Serreta y del Tossal de Sant Miquel puede asociarse sin demasiados problemas a prácticas de consumo ritual,
las cerámicas con decoración compleja propias de los ss. II-I
a.C. parecen vincularse, al menos en nuestra área de estudio, al
mundo funerario. Es el caso de los recipientes con decoración
de estilo simbólico levantino, con una cronología entre el tercer cuarto del s. II y el tercer cuarto del s. I a.C. concentradas
principalmente en la necrópolis de Poble Nou (Pérez Blasco,
2011). Entre las formas más características de este estilo encontramos un predominio de los kalathoi, que se utilizan como
urnas cinerarias, así como otras tipologías que forman parte
del ajuar, tales como microtinajas, pequeños olpai y tapaderas, aunque estas tres últimas formas pueden estar remitiendo
a prácticas de consumo ritual. Este nuevo estilo se encuentra
presente también en otros asentamientos como el Tossal de la
Cala o el Peñón de Ifach, así como en otros enclaves más al
norte como Valentia, La Carència o Los Villares, no siempre
vinculados a ámbitos funerarios y ampliando el repertorio a tinajas, tinajillas, lebes, platos o cráteras de pie atrofiado (Pérez
Blasco, 2014: 726) (fig. 4.35).
La presencia de recipientes decorados con otros estilos propios del sureste resulta muy escasa en asentamientos de nuestro ámbito de estudio, especialmente en las tierras del interior,
por lo que pensamos que el protagonismo volvería a recaer en
esta última fase en las cerámicas de importación, básicamente
de procedencia itálica. No obstante, este panorama resulta a día
de hoy algo confuso ya que recientemente se ha reinterpretado
el alfar de l’Alcavonet prolongando su actividad más allá del
abandono de La Serreta hasta inicios del s. I a.C. con una dispersión muy amplia de sus producciones, hasta zonas costeras
como Oliva, el Tossal de la Cala o el Peñón de Ifach, así como
hasta el Corral de Saus en el interior, con formas que podrían
remitir a prácticas de consumo ritual tanto en ámbitos funerarios
como de hábitat (Pérez Blasco, 2014: 789-794).
El paisaje de la comensalidad
Frecuencias de aparición y tipologías de asentamiento
Este oppidum, objeto de recientes investigaciones por parte
de la Universidad de Alicante y el Museo de Alcoi, nos aporta
una valiosa información acerca de los contextos tardíos, ya que
constituye prácticamente el único asentamiento de estas características excavado de forma sistemática. El poblado presenta
una cronología muy amplia que se inicia en el s. IX y termina
de forma repentina y violenta a inicios del s. I a.C. El hábitat se
distribuye en dos áreas bien diferenciadas con un sector de 1,4
ha. en la parte cimera, delimitada por un perímetro amurallado y
otro sector adyacente en ladera de unas 2,9 ha. que se interpreta
como una ampliación del poblado en algún momento de su historia (Grau y Segura, 2016).
El contexto que vamos a analizar se corresponde con la
última fase del poblado que se inicia con una importante remodelación del hábitat en la primera mitad del s. II a.C. y
finaliza con la destrucción repentina y violenta del asentamiento a inicios del s. I a.C. En este momento se construye
una muralla en la parte alta del poblado que actúa como pared
trasera a la que se adosan toda una serie de casas articuladas
en dos departamentos que no se diferencian de las casas ibéricas sencillas de la zona, con paramento de piedra trabada
con barro y pavimentos de tierra, formadas por una estancia
multifuncional con hogar y otra dedicada al almacenamiento
(Grau y Segura, 2016: 77). Es en esta batería de estancias
donde se documentó un rico repertorio de importaciones que
pasamos a detallar a continuación.1
En este contexto se documentaron un número mínimo de 18
ánforas que podemos agrupar en dos conjuntos, por un lado, las
procedentes del sur de la península ibérica y dedicadas al transporte
de salazones como son los cinco individuos del tipo 7.4.3.0 y un
individuo T.9.1.1 de la segunda mitad del s. II a.C. Por otra parte,
el grupo mayoritario de ánforas para el transporte de vino como
son los seis ejemplares de Dressel 1A, principalmente de origen
1
Queremos dar las gracias a Ignasi Grau y Daniel Mateo que nos han
cedido amablemente la información inédita referente a las importaciones, así como el plano con la distribución de las mismas.
107
[page-n-121]
Fig. 4.35. Tipología de
las cerámicas de estilo
simbólico levantino de la
necrópolis de Poble Nou
(a partir de Pérez Blasco,
2011: fig. 14).
campano-lacial. Asimismo, se documentan cinco individuos del
tipo L.2, también vinarias y procedentes de la costa adriática itálica,
una de ellas con una inscripción en escritura ibérica levantina con
la palabra BELE[S] que posiblemente haría referencia al propietario local del ánfora (Grau y Segura, 2016: 78). Junto a estos tipos
identificados se documentan algunos galbos que nos hablan de la
llegada de ánforas originarias de otros puntos como el litoral norte
de la Citerior, Ebusus o el norte de África.
También resulta muy interesante el repertorio de importaciones de barniz negro compuesto por 42 vasos que en su
mayoría corresponden al grupo de la calena media-tardía y dos
piezas de Campaniense A tardía. De esta última forma se documenta un plato del tipo L.5-7 y un bol L.27 mientras que
del tipo calena encontramos cuatro individuos de la forma L.1,
cuatro individuos de la forma L.4, tres ejemplares de la forma
L.3, dos ejemplares de copas del tipo MP-127, un individuo
de la forma F1640 y uno de la forma L.2, aunque sin duda la
forma más frecuente es el plato correspondiente al tipo L.5-7
con 25 ejemplares. Sin duda se trata de un ajuar que concuerda
bastante bien con lo que hemos ido viendo para otros oppida
del ámbito comarcal como El Pitxòcol o El Xarpolar (Amorós,
2015; Grau y Amorós, 2014). Este repertorio se completa con
la presencia de algunos cubiletes de paredes finas, cerámicas de
cocina importadas y morteros de origen itálico.
108
Como se puede apreciar en la planta (fig. 4.36), las cerámicas de barniz negro se distribuyen de forma homogénea por la
mayoría de las estancias excavadas, sin que existan pautas de
concentración en espacios concretos. También es importante
destacar que dichos elementos importados aparecen acompañados de cerámica ibérica en un contexto que podríamos catalogar como indígena y que refleja la demanda de las poblaciones locales.
También contamos con el análisis cuantitativo de un asentamiento ubicado en un cerro costero en la Marina Baixa como es
Cap Negret para los ss. II-I a.C. (Sala, 1997). En este enclave, que
debió ser uno de los puntos de llegada de materiales importados
a nuestra área de estudio vemos unos porcentajes de un 44 % de
vajilla local frente a un 27 % de vajilla importada, así como un
8 % de ánfora local frente a las ánforas importadas que suponen
el 21 % del total (Sala, 2004: 246). En este caso concreto vemos
como la cerámica local y la importada presentan porcentajes muy
similares, aunque debemos tener en cuenta que nos encontramos
en un enclave costero de clara vocación comercial.
Patrones de distribución: dispersión vs. concentración
Pasando ya al paisaje de la comensalidad, en el territorio de
los Valles de Alcoi encontramos elementos importados en 9
de los 42 asentamientos documentados para este periodo lo
[page-n-122]
Fig. 4.36. Cabeçó de Mariola (planta y distribución inéditas cortesía de I. Grau).
que supone el 21,42 % del total. Se trata de cinco oppida
(El Pitxòcol, El Xarpolar, el Castell de Cocentaina, el Castell de Penàguila y el Cabeçó de Mariola) y cuatro aldeas
(La Condomina, L’Arpella, El Terratge y el Pic Negre) (fig.
4.37). Para esta última fase ibérica podemos apreciar como
estos productos de importación se concentran en un número mucho más reducido de asentamientos, especialmente los
oppida que de nuevo constituyen la base de la organización
territorial en este período y algunas aldeas subordinadas. Por
su parte las ánforas importadas únicamente se documentan
en los oppida por lo que es posible que el vino importado,
en este caso de origen itálico, se haya convertido en un elemento diacrítico al que únicamente tienen acceso las elites
urbanas y sus clientelas.
Fig.4.37. Patrón de distribución de las importaciones en los ss. II-I a.C. en los Valles de Alcoi.
109
[page-n-123]
Fig. 4.38. Patrón de distribución de las importaciones en los ss. II-I a.C. en la Marina Baixa.
Fig.4.39. Patrón de distribución de las importaciones en los ss. II-I a.C. en la Marina Alta.
110
[page-n-124]
En el caso de la Marina Baixa documentamos cerámicas
importadas en 16 de los 25 asentamientos que conocemos para
estas dos centurias, lo que supone un 64 % del total. Se trata
de cuatro oppida (Barri Vell, Tossal de la Cala, La Bastida y Sa
Muntanya), un cerro costero (Cap Negret), nueve asentamientos en cerro o ladera de pequeñas dimensiones y relacionados
con la explotación agrícola del territorio circundante (El Collado, Xautxelles, Cementeri de la Vila, La Muntanyeta, Camí
de la Vila III, Alfarella III, Foietes Dalt, Tossal de la Cantera
de Guilef y Castell de Polop), una necrópolis (Poble Nou) y un
santuario (Tossal de la Malladeta) (fig. 4.38). Como podemos
apreciar, nos encontramos de nuevo con una gran dispersión
de bienes de importación que llegan a asentamientos de muy
diversas tipologías, situación que contrasta con la que veíamos
para las tierras del interior.
Por su parte, en la Marina Alta encontramos cerámicas de
importación en 7 de los 22 asentamientos de este período que
constituyen el 31,8 % del total. Se trata de cuatro oppida (Castell d’Ambra, Passet de Segària, Penya de l’Àguila y Penyal
d’Ifach), una aldea (Tossal de l’Abiar) y dos cuevas (Cova de
les Rates y Cova de les Cendres) (fig. 4.39). Con estos datos
podríamos afirmar que nos encontramos ante una concentración
de este tipo de materiales, estando restringido los asentamientos
más importantes del territorio y a alguna cueva. No obstante,
somos de la opinión de que la investigación a día de hoy en este
territorio nos aporta una visión muy sesgada del panorama de
importaciones ya que se trata de una zona costera con una estrecha relación con el mundo romano especialmente en los ss. II-I
a. C. por lo que debemos pensar que la afluencia de productos
originarios de la península itálica debió ser mucho mayor de lo
que se ha constatado en las prospecciones.
Finalmente, podemos afirmar que en esta etapa nos encontramos con unas dinámicas muy similares a las que veíamos
para la fase anterior con una llegada relativamente masiva de
estas vajillas de importación a pesar de que cambia su origen,
mayoritariamente itálico en este caso. En cuanto a su distribución volvemos a ver una gran dispersión de estos elementos
relacionados con el banquete, con una ausencia de grandes concentraciones del tipo silicernia en el ámbito funerario a pesar de
que sigue documentándose este tipo de depósitos en zonas muy
cercanas como en la necrópolis del oppidum del Tossal de les
Basses (Alicante). En este caso concreto, se documentaron un
total de 94 piezas tanto de origen ibérico como importaciones,
mayoritariamente itálicas, datándose el conjunto en torno al 200
a.C. (Rosser, 2007: 46).
4.6. LA COMENSALIDAD COMO ESTRATEGIA
IDEOLÓGICA
La última cuestión que vamos a plantear en relación con el
análisis del banquete como estrategia es cómo se ponen en
marcha, desde un punto de vista práctico, estos mecanismos
ideológicos. Las prácticas de comensalidad debieron suponer
una de las estrategias ideológicas más exitosas, como se deriva del análisis del registro arqueológico y de su presencia a
lo largo de todo el periodo estudiado, seguramente por su doble carácter competitivo y corporativo al mismo tiempo. No
obstante, no debemos olvidar que se trata fundamentalmente
de una estrategia de distinción que busca otorgar prestigio a
determinados grupos de estatus con un acceso privilegiado a
ciertos recursos, poniendo el énfasis en un determinado estilo
de vida que permite la autodefinición de las elites, que podrían definirse como grupos de estatus (Riva, 2011: 89).
Volvemos de nuevo a M. Dietler que propone tres categorías de banquete basándose en información tanto de tipo
arqueológico como etnográfico y que no debemos entender
como una tipología formal sino más bien como una clasificación heurística de la dimensión político-simbólica del banquete como institución (Dietler, 2001: 75). Asimismo, tampoco
deben ser entendidas como etapas evolutivas que puedan ser
correlacionadas con tipologías de organización política, aunque sí tengan relación con una creciente estratificación y complejidad social de las estructuras del poder político (Dietler,
2001:93). Por tanto, estas categorías o tipos de banquetes que
vamos a repasar a continuación pueden coexistir en una misma
sociedad, poniéndose en práctica unos u otros según los intereses de los patrocinadores de dichos eventos.
El primero de los tipos que vamos a tratar es el denominado Empowering Feast (Dietler, 2001: 76-82). Se trata de un
tipo de banquete en el que se manipula la hospitalidad comensal con el objetivo de adquirir y mantener ciertas formas de
capital simbólico, que se traduce en la capacidad de influir en
las decisiones o acciones del grupo, y en ocasiones también de
capital económico. Como ya señalábamos para las estrategias
ideológicas en general, este tipo de banquetes suelen tener una
doble cara, ya que por una parte fomentan la solidaridad generando un sentimiento de identidad y unidad comunitaria bajo
la apariencia de celebraciones armoniosas al mismo tiempo
que constituyen un escenario para la adquisición de prestigio,
crédito social y formas variadas de influencia o poder informal
que conlleva el capital simbólico, siendo una práctica principalmente competitiva. Los empowering feasts son muy comunes en las sociedades sin roles políticos institucionalizados
o donde estas funciones no son hereditarias, donde el poder
debe ser continuamente renegociado y donde las prácticas de
comensalidad se convierten en una herramienta para la adquisición y el mantenimiento del respeto, prestigio o autoridad
moral necesarios para ejercer el liderazgo.
Una forma particular de empowering feast relacionada con la
adquisición de capital económico son los Work Feasts o “fiestas de
trabajo” (Dietler y Herbich, 2001) donde la hospitalidad comensal es utilizada para organizar el trabajo voluntario colectivo. En
este tipo de prácticas, un grupo de personas son convocadas para
trabajar juntos en un proyecto durante un día o más y a cambio
se les invita a participar en el banquete, apropiándose el anfitrión
de los ingresos o excedentes generados durante el día de trabajo.
Debemos distinguir esta estrategia de los intercambios de trabajo
(work exchanges) que funcionan a través de un tipo de reciprocidad diferida donde el anfitrión asume una deuda de trabajo con los
participantes que debe ser devuelta en una fecha posterior. Por el
contrario, la “fiesta del trabajo” (work feast) funciona más como
una transacción temporalmente finita, donde la fastuosidad de la
hospitalidad se intercambia directamente por el trabajo realizado
y no existen obligaciones futuras entre el anfitrión y los invitados.
La participación en este tipo de banquetes puede ser voluntaria,
acudiendo los participantes por la reputación del anfitrión que es
capaz de organizar este tipo de eventos u obligatoria, para lo que
debe darse la existencia de una autoridad relativamente institucio111
[page-n-125]
nalizada, que podríamos entender como corveas y basándose normalmente en el consentimiento y no tanto en el uso de una fuerza
coercitiva. Este tipo de prácticas son esenciales para una economía
de tipo agrario donde no existe una autoridad política excesivamente centralizada como una forma de movilización de mano de
obra para trabajos comunales más allá de la unidad doméstica, al
mismo tiempo que sirven para explotar el trabajo de otros para la
adquisición y conversión de capital simbólico y económico, favoreciendo las desigualdades sociales.
La segunda categoría de banquetes definida por Dietler es
el Patron-role Feast (Dietler, 2001: 82-85) que se caracteriza
por la manipulación de la hospitalidad comensal con el objetivo de reiterar simbólicamente, así como legitimar las relaciones sociales institucionalizadas y asimétricas del poder.
En este tipo de banquete la expectativa de reciprocidad no se
mantiene, sino que se acepta la formalización de relaciones
desiguales de estatus y de poder ideológicamente naturalizadas a través de la repetición de un evento que genera sentimientos de deuda social y un sentido de obligación por la
generosidad del anfitrión. Se trata de un mecanismo bastante
común en sociedades dirigidas por caudillos o aristócratas o
donde priman las relaciones sociales de tipo clientelar. Por
otra parte, este tipo de banquete no es solo una herramienta
de dominación y legitimación de las diferencias de estatus,
sino que también puede ser puesto en práctica como un mecanismo de resistencia o desafío a la autoridad del jefe a través de la competición.
El último de los tipos propuestos es el Diacritical Feast (Dietler, 2001: 85-88) que implica el uso de prácticas culinarias y estilos
de consumo diferenciados como un recurso simbólico diacrítico
para naturalizar y materializar las diferencias jerárquicas de estatus en las clases sociales, basando su fuerza simbólica, no tanto en
la cantidad como en cuestiones de estilo y alimentos consumidos,
que en algunos estudios se han definido como nuevas tecnologías
alimentarias (Riva, 2010: 62-63; 2011: 202-205). Este tipo de banquetes tienen un carácter mucho más endogámico que los anteriores, estando restringidos normalmente a los miembros de la elite
por lo que generan una voluntad de emulación por quienes aspiran
a alcanzar un estatus social más elevado. En el desarrollo de este
tipo de eventos se establecen numerosas distinciones de edad o género que pueden ser de tipo espacial, temporal, cualitativo, cuan-
112
titativo o de comportamiento, al mismo tiempo que se genera un
sentimiento de pertenencia a un determinado grupo o comunidad
ya que la etnicidad está frecuentemente marcada por los mismos
gustos gastronómicos o las mismas prácticas culinarias que se usan
para marcar las diferencias con “los otros”.
Finalmente, queremos destacar una última aportación, la
del antropólogo James Potter que establece una serie de parámetros a tener en cuenta a la hora de estudiar las prácticas de
comensalidad a partir del estudio de diferentes comunidades
del Suroeste norteamericano (Potter, 2000: 471-475). En primer lugar, es importante tener en cuenta la escala de participación y financiación del banquete, que puede ir desde el hogar familiar a la celebración regional con miembros de varias
comunidades. La escala de participación está determinada
por los medios a través de los que se financia el banquete y
cuando mayor sea ésta, mayor será la adquisición de capital
simbólico por parte del anfitrión. En segundo lugar, debemos
tener en cuenta la frecuencia y estructura de las celebraciones basadas en el grado de regulación ritual al que están sometidos, por lo que encontraremos por una parte banquetes
asociados a ciclos rituales llevados a cabo en ocasiones señaladas a lo largo del año que fomentarían la cooperación y
sentimiento de pertenencia a la comunidad. Por otra parte,
encontramos los banquetes llevados a cabo en momentos
puntuales y con alguna finalidad u objetivo concreto que son
potencialmente más efectivos para la adquisición de capital
simbólico. Finalmente, debemos tener en cuenta los recursos
utilizados para la organización del banquete que deben ser
abundantes y en ocasiones exóticos o de difícil acceso. Para
que esta estrategia ideológica sea efectiva es necesario un
monopolio por parte del anfitrión de los recursos necesarios
para la financiación del banquete, así como la capacidad de
poder hacer frente a su organización.
Volveremos sobre esta cuestión en el capítulo final de
síntesis para tratar de analizar, basándonos siempre en el registro existente, cuáles son las estrategias y tipos de banquete que predominan en cada una de las fases establecidas, en
estrecha relación con los procesos políticos y sociales que
caracterizan cada momento. Asimismo, trataremos de interpretar también las interesantes diferencias entre los distintos
territorios objeto de estudio.
[page-n-126]
5
Los ritos de agregación
en los santuarios étnico-territoriales
En el siguiente capítulo trataremos de aproximarnos a un tipo
muy concreto de espacios de culto que, a partir del s. III a.C.,
van a experimentar un cierto auge en los territorios del Alto
Guadalquivir, Murcia y Alicante. Es lo que se ha venido denominando en el ámbito de la investigación como santuarios
territoriales o intercomunitarios, sustituyendo a otros lugares de
culto de carácter local como las cuevas-santuario que habían
caracterizado los paisajes sacros de estos territorios en los ss. V
y IV a.C. Es importante señalar, que parte de los argumentos y
análisis de este capítulo aparecieron ya en parte publicados en la
monografía El santuario ibérico y romano de La Serreta (Alcoi,
Cocentaina, Penàguila). Prácticas rituales y paisaje en el área
central de la Contestania (Grau, Amorós y Segura, 2017).
Las diferentes tipologías para los lugares de culto en el mundo ibérico que se han propuesto desde los años 80 se han basado
principalmente en el criterio de la localización espacial. Una de
las primeras clasificaciones es la de R. Lucas estableciendo básicamente tres categorías, los espacios de culto natural, los santuarios construidos de carácter rural y los templos o construcciones
de carácter urbano (Lucas, 1980: 281). En esta misma línea se
enmarcaría el ensayo de L. Prados que distingue entre cuevas,
templos urbanos, capillas domésticas, santuarios protourbanos
y santuarios rurales (Prados, 1994) o incluso la propuesta de A.
Oliver, que diferencia entre santuarios edificados no urbanos, edificaciones urbanas, lugares de culto no edificados y otros, como
serían los depósitos votivos (Oliver, 1997). Por su parte, H. Bonet
y C. Mata incluyen una categoría más en este tipo de clasificaciones como son las necrópolis y enterramientos aislados que se
suman al resto de espacios como santuarios, templos urbanos,
cuevas-santuario, capillas y altares domésticos (Bonet y Mata,
1997). A. Domínguez Monedero, basándose también en un criterio esencialmente espacial, establece una diferenciación clara
entre los espacios de culto urbanos, entre los que incluye los templos o santuarios cívicos, las capillas domésticas y los santuarios
empóricos, y los lugares de culto extraurbanos, que englobarían
los de carácter suburbano o periurbano, los supraterritoriales y los
rurales (Domínguez Monedero, 1997). Para finalizar nuestro breve recorrido por las diferentes sistematizaciones propuestas, debemos hacer referencia a los ensayos de M. Almagro-Gorbea y T.
Moneo, que en una línea muy similar a la anterior proponen una
diferenciación entre los espacios de culto urbanos (domésticos o
dinástico gentilicios, templos y santuarios de entrada) (AlmagroGorbea y Moneo, 2000), extraurbanos (palatinos, comunitarios,
entre los que cabe incluir las cuevas-santuario, los abrigos-santuario y los de control territorial, y los santuarios territoriales) y
finalmente los espacios de culto funerario (Moneo, 2003).
Llegados a este punto, podríamos preguntarnos en qué categoría incluiríamos los santuarios objeto de nuestro estudio. No
es una cuestión sencilla ya que entrarían en juego otros parámetros más allá de la localización espacial y de la mera dicotomía entre espacios de culto urbanos y extraurbanos. De este
modo, nos encontramos ante espacios de culto que se encuentran fuera de los lugares habitados pero que al mismo tiempo
se caracterizan por una estrecha relación con el asentamiento
que actúa como centro rector del territorio e íntimamente ligado a proyectos geopolíticos de carácter comarcal. Es el caso de
los santuarios de La Serreta, Coimbra del Barranco Ancho, El
Cigarralejo, La Luz o La Encarnación y que podríamos catalogar como periurbanos. En otros casos como La Malladeta o La
Carraposa se encuentran a unos kilómetros del núcleo principal,
aunque la relación con el mismo es clara. Mientras que en el
caso del Cerro de los Santos nos encontramos con un santuario
bastante alejado de los principales asentamientos de la zona. Por
otra parte, también existe una cierta variabilidad en cuanto a la
existencia de estructuras construidas, ya que en unos casos no
se han documentado evidencias de carácter arquitectónico, lo
que nos lleva a la conclusión de que estaríamos ante una serie
de depósitos votivos, al menos en su fase más temprana, y que
en algunos casos se monumentalizan en momentos posteriores
coincidiendo con la implantación romana, cuestión que valora113
[page-n-127]
remos con mayor detalle más adelante. Tampoco encontramos
una homogeneidad en cuanto a las ofrendas depositadas en este
tipo de santuarios que van desde los recipientes cerámicos a las
figurillas de terracota, pasando por algunos exvotos en bronce
característicos del Alto Guadalquivir o las esculturas de piedra
de algunos santuarios murcianos. Por tanto, creemos que lo más
adecuado sería basar nuestra definición en otro tipo de criterios
en lugar de tratar de encajar los espacios sacros objeto de nuestro estudio en las tipologías anteriormente propuestas.
Viendo todas estas diferencias uno podría preguntarse el
porqué de la inclusión de este variado conjunto de espacios
de culto en una misma categoría. No obstante, si analizamos
todos estos santuarios desde la perspectiva del paisaje, nos damos cuenta de que existen muchos elementos comunes a todos
ellos, especialmente si atendemos a las estrategias ideológicas
que impulsan la creación de estos espacios de culto comunitarios y que están íntimamente ligados a los procesos sociales y
políticos de las comunidades ibéricas contestanas entre los ss.
III y I a.C. La íntima vinculación entre este tipo de espacios
de culto y los proyectos políticos de carácter supralocal que
tienen lugar en este momento ya fue planteada por A. Ruiz y
M. Molinos, que incluso llegan a definirlos como santuarios
étnicos (Ruiz y Molinos, 1993: 249-250).
Por tanto, el eje que vertebrará nuestra investigación en los
siguientes apartados será el análisis desde los planteamientos
de la Arqueología del Paisaje, así como la búsqueda de las motivaciones ideológicas que están detrás de las prácticas rituales
en este tipo de santuarios. De este modo, creemos necesario
interpretar estos espacios sacros basándonos en mayor medida
en las prácticas desarrolladas en los mismos y la función social
que desempeñan, principalmente relacionadas con rituales de
agregación, y no tanto en su ubicación, por lo que podríamos
catalogarlos como santuarios comunitarios.
5.1. LOS SANTUARIOS TERRITORIALES
EN EL MUNDO IBÉRICO
El estudio de los santuarios ha sido siempre una constante en
la historiografía sobre la cultura ibérica desde sus mismos inicios, constituyendo, como veremos, importantes hitos en nuestra conceptualización actual sobre el mundo ibérico. El primer
santuario ibérico conocido va a ser el Cerro de los Santos, excavado y estudiado en un momento tan temprano como es la
segunda mitad del s. XIX cuando el conocimiento sobre una
hipotética cultura ibérica era todavía muy difuso. Aunque la
aparición de esculturas en dicho cerro era una constante seguramente desde época moderna, será a partir de 1860 cuando J.
D. Aguado y Alarcón envíe un informe a la Real Academia de
la Historia señalando la presencia de dichas esculturas. Dichos
hallazgos motivarán la realización de excavaciones arqueológicas en el santuario en 1871, con un especial interés tanto por las
esculturas como por el templo (Lasalde, Gómez y Saez., 1871).
A inicios del s. XX se van a llevar a cabo una serie de intervenciones en el santuario de Collado de los Jardines en Jaén
entre 1916 y 1918 por I. Calvo y J. Cabré (1917, 1918 y 1919).
Tanto el santuario del Cerro de los Santos como el de Collado
de los Jardines van a convertirse en un modelo en el que se
va a basar buena parte de las conceptualizaciones posteriores
sobre la religiosidad ibérica (González Reyero, 2013).
114
Poco tiempo después se produce el descubrimiento de un
importante conjunto de figuras de terracota en La Serreta por
parte de C. Visedo en una serie de trabajos arqueológicos desarrollados durante los años 1920, 1921 y 1922 en la zona alta del
poblado (Visedo, 1922a; 1922b). Más adelante, concretamente
en el año 1924, se llevará a cabo una excavación arqueológica
en el Santuario de La Luz dirigida por C. de Mergelina cuyos
resultados serán publicados un par de años después (Mergelina,
1926). A finales de los años 40, E. Cuadrado se interesa por un
nuevo santuario, el de El Cigarralejo, que excavará entre los
años 1947 y 1950 (Cuadrado, 1947; 1950a y b).
En las décadas sucesivas se llevarán a cabo diversas campañas de excavación de carácter mucho más sistemático en
algunos santuarios antiguos, atendiendo en mayor medida a
los contextos y aplicando nuevas herramientas metodológicas.
En el año 1962 se producen nuevas excavaciones arqueológicas en el Cerro de los Santos por parte de A. Fernández de
Avilés (1965; 1966) que serán retomadas por T. Chapa en los
años 80 (1980; 1984). También se intervendrá nuevamente en
el Santuario de La Luz con trabajos que van desde la década
de los 70 hasta las últimas intervenciones ya a inicios de este
siglo (Tortosa y Comino, 2013: 122).
No solo se van a reestudiar los santuarios ya conocidos, sino
que también se van a investigar otros nuevos que pasarán a engrosar esta lista de los santuarios territoriales ibéricos. A finales
de 1978 se produce el hallazgo fortuito de una serie de terracotas
en una zona adyacente al ya conocido poblado de Coimbra del
Barranco Ancho, lo que va a propiciar la prospección intensiva
del área. Estos trabajos, unidos a la excavación de una posible favissa en 1993 darán lugar a la catalogación de este espacio como
un santuario de época ibérica por sus investigadores (García
Cano, Iniesta y Page, 1991-92; 1997). En estas fechas y también
en tierras murcianas se inicia el estudio sistemático del santuario
de La Encarnación. A pesar de la existencia de noticias previas
será en 1989 cuando se inicie una primera campaña de documentación a la que seguirá una serie de intervenciones arqueológicas entre los años 1991 y 1996 (Ramallo y Brotons, 1997).
Finalmente, y ya en la zona más septentrional de la Contestania
se han estudiado recientemente los santuarios de La Carraposa
(Pérez Ballester y Borredá, 2004) y el santuario de La Malladeta
(Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014) (fig. 5.1).
A lo largo de este siglo y medio de investigaciones, no
solo se han ido descubriendo nuevos casos de estudio, sino que
también ha ido cambiando el marco teórico y metodológico
desde el que aproximarse a estos espacios sacros. Las primeras intervenciones de finales del s. XIX e inicios del s. XX se
caracterizan principalmente por su preocupación por los elementos artísticos o monumentales, centrándose en el estudio
de los exvotos en sí mismos, dejando de lado otras cuestiones
como las prácticas rituales, su dimensión social o la cronología. Otro aspecto que acaparaba buena parte de la atención de
los investigadores era la definición de los edificios templares
donde se llevarían a cabo estas prácticas, en un claro intento de
trasponer en el ámbito ibérico modelos ya conocidos en otras
áreas del Mediterráneo. A partir de la segunda mitad del s. XX
nos vamos a encontrar con un mayor interés por los contextos
arqueológicos en un intento de establecer las secuencias estratigráficas y cronológicas que ayuden a una mayor comprensión de estos espacios de culto. También a partir de los años
[page-n-128]
Fig. 5.1. Santuarios del Sudeste.
70 comienzan a publicarse los primeros estudios de conjunto,
así como las primeras sistematizaciones y tipologías para los
lugares de culto ibéricos.
En los últimos años se ha desarrollado el estudio de este tipo
de santuarios territoriales, así como de los lugares de culto ibéricos en general, desde una perspectiva más amplia y dando cabida
a los planteamientos que en las últimas décadas se han venido
proponiendo desde la Arqueología del Paisaje. Desde este marco
teórico y metodológico, los espacios sacros se analizan desde un
punto de vista espacial y en relación tanto con el entorno físico y
los patrones de asentamiento, con el fin de establecer una lectura
simbólica del espacio y valorar sus implicaciones en los procesos sociales e ideológicos que se desarrollan entre las sociedades
ibéricas. En este sentido es interesante destacar algunos trabajos
que han abordado el estudio de los espacios de culto desde esta
perspectiva espacial como el trabajo de I. Grau (2010a). En este
trabajo se explicitan los fundamentos teóricos y metodológicos
para el estudio de los paisajes sacros para luego aplicarlos al análisis del caso concreto del área central de la Contestania y su
evolución a lo largo de todo el periodo ibérico, lo que supone,
en buena medida, un punto de partida para nuestra propia investigación. Por otra parte, el trabajo de C. Rueda para los santuarios del pagus de Cástulo en el Alto Guadalquivir (Rueda, 2011)
combina de forma muy acertada en su estudio la aplicación de
diversas escalas de análisis desde la propia ofrenda, incluyendo
un análisis tanto material como iconográfico, pasando por el estudio de las estructuras de los espacios de culto, hasta el análisis
a escala territorial, teniendo en cuenta los aspectos simbólicos
e ideológicos. En esta misma línea se inserta el trabajo de L.
López-Mondéjar para los santuarios del noroeste murciano (López-Mondéjar, 2016), en el que se aproxima al estudio de los espacios de culto de esta zona en relación con las dinámicas sociopolíticas que tienen su reflejo también en el marco del paisaje.
5.2. LOS SANTUARIOS COMO ESPACIOS
DE IDENTIDAD Y LOS PROYECTOS GEOPOLÍTICOS
COMARCALES (S. III A.C.)
Para el estudio de los santuarios territoriales en el área centro-contestana hemos establecido dos fases bien diferenciadas que coinciden con importantes transformaciones, no solo en el ámbito ritual,
sino también socio-político. Estos cambios se reflejan en buena
medida en el sistema de poblamiento y en los cambios territoriales
que tienen lugar en estos momentos y que podemos abordar desde
una perspectiva arqueológica. Dichas fases serían, por una parte,
la correspondiente al s. III a.C. que coincide con el florecimiento
de este tipo de santuarios en el área contestana y en el Alto Guadalquivir, mientras que la segunda fase se corresponde con los ss.
II-I a.C. coincidiendo ya con la presencia romana en la península.
115
[page-n-129]
No obstante, encontramos ciertas evidencias de frecuentación en algunos de estos santuarios en momentos anteriores a las
fases que hemos establecido. En este sentido, se han documentado principalmente cerámicas de barniz negro ático datadas en
el s. IV a.C. en La Malladeta (Rouillard, Espinosa y Moratalla,
2014), Cerro de los Santos (Sánchez Gómez, 2002; García Cardiel, 2015), La Luz (Tortosa y Comino, 2013) o fíbulas datadas
en esta centuria en el caso de La Encarnación (Ramallo y Brotons, 1997). Sin embargo, en la mayoría de los casos se trata de
conjuntos poco significativos, que no se han podido relacionar
con estructuras o niveles estratigráficos fiables y que aparecen en
muchos casos alterados por las fases posteriores. Estos materiales podrían estar relacionados con la frecuentación esporádica de
estos espacios especialmente en relación con prácticas de consumo ritual, como indica la presencia de vajillas de importación, y
no tanto con la deposición de los tipos de exvotos característicos
de cada santuario, práctica que se generalizará a partir del s. III
a.C. Por tanto, poco más podemos decir de esta fase inicial de los
santuarios, salvo que no reúnen las características propias de los
momentos posteriores y que iremos viendo a continuación.
Desde nuestro punto de vista, y siguiendo anteriores planteamientos de autores como Ruiz y Molinos (1993), Grau
(2002; 2010a) o García Cardiel (2016), es imposible entender
el florecimiento de los santuarios territoriales en el s. III a.C.
sin atender a toda una serie de transformaciones que tienen lugar a finales de la centuria precedente en el área central de la
Contestania y que se manifiestan en forma de importantes cambios en el patrón de asentamiento. Como ya hemos señalado en
varias ocasiones a lo largo de este trabajo, durante los ss. V-IV
a.C. el modelo territorial de la región se basa en la existencia
de diversos oppida que actuaban como centros rectores de sus
respectivos territorios, siempre coincidentes con unidades geográficas bien definidas como son los pequeños valles interiores
(Grau, 2002). Estos territorios políticos albergan además toda
una serie de asentamientos secundarios y dependientes con el
objetivo de aprovechar los recursos agropecuarios del entorno.
Dicho modelo va a experimentar importantes transformaciones
en los momentos finales del s. IV e inicios del s. III a.C. con
el abandono de algunos de estos oppida como es el caso de El
Puig, La Bastida de les Alcusses o La Covalta.
Estos cambios en el modelo territorial vendrán acompañados también de cambios en el paisaje sacro, con el abandono o declive de numerosas necrópolis en distintas áreas de la
Contestania (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015: 262), así
como una menor frecuentación de los santuarios en cueva, tan
característicos de esta fase como delimitadores simbólicos de
los territorios locales (Grau y Amorós, 2013). Por tanto, estamos asistiendo a un cambio en los escenarios donde las elites
habían desplegado parte de sus estrategias ideológicas y donde
se habían negociado las relaciones de poder, que se trasladarán
a partir de este momento a los santuarios territoriales.
Durante el s. III a.C. asistiremos al desarrollo de una estructura territorial basada en la existencia de grandes territorios
políticos de escala comarcal, presididos por grandes oppida,
que podríamos catalogar como ciudades-estado, que ejercerían
además su control sobre otros oppida secundarios y de menor
tamaño (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz., 2015). Este nuevo
proyecto geopolítico requeriría nuevas fórmulas ideológicas y
simbólicas que lo sancionen y cuyo despliegue se concentrará
116
en el núcleo urbano que actúa como centro rector del territorio.
Una de las manifestaciones más claras de estas nuevas estrategias será el desarrollo de los santuarios territoriales o comunitarios, una de cuyas características esenciales es su relación
con el poder político que emerge en estos momentos y que
se superpone al territorio fragmentado en pequeños territorios
locales característico de las etapas anteriores.
5.2.1. eL sAntuArIo De LA serretA
Este espacio sacro se ha convertido, desde momentos muy tempranos en uno de los hitos historiográficos en el marco de los estudios
sobre la religiosidad ibérica, siendo ya catalogado como santuario
desde su mismo descubrimiento por Camil Visedo en los años 20
del pasado siglo (Visedo, 1922 a y b). De hecho, se ha considerado como uno de los santuarios que podríamos caracterizar como
prototípicos del sudeste peninsular junto a los ubicados en el área
murciana o el Alto Guadalquivir (Aranegui y Prados, 1998). Sin
embargo, la antigüedad de los trabajos de campo llevados a cabo
en el área del santuario, hace ya casi un siglo, han dado lugar a numerosos problemas de registro que dificultan su interpretación. A
pesar de estos problemas, por otra parte comunes a la mayoría de
los santuarios ibéricos conocidos, creemos que aún es posible una
revisión del registro conocido, así como la propuesta de nuevas
interpretaciones cien años después de su descubrimiento.
La localización del santuario
El área del santuario se ubicaría en la parte más alta del cerro
ocupado por la ciudad ibérica de La Serreta y, por tanto, su
relación con dicho núcleo de población resulta evidente. A pesar de que C. Visedo describe a grandes rasgos la zona donde
halla el conjunto votivo, creemos necesario señalar algunas
matizaciones a este respecto, ya que su ubicación parece variar
ligeramente dependiendo del periodo en que nos centremos.
En primer lugar y a nuestro parecer, el espacio sacro datado
en el s. III a.C. no se correspondería con el edificio de planta
rectangular y tripartita situada en el Sector A que E. Llobregat
identificó como un lugar de culto (Llobregat, 1991). Esta diferenciación entre ambos espacios no es una cuestión novedosa,
sino que ya ha sido propuesta en diferentes trabajos anteriores,
aunque en este apartado tratamos de profundizar algo más en
los argumentos que nos llevan a esta conclusión.
La primera interpretación de esta área del poblado como un
santuario la encontramos ya en las memorias de excavación del
propio Camil Visedo Moltó a inicios de la década de 1920 (Visedo, 1922a; 1922b). Los trabajos arqueológicos objeto de nuestra
atención son los llevados a cabo por Visedo en los años 1920,
1921 y 1922 en la zona alta del poblado, documentados en las
memorias entregadas a la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades (Visedo, 1922a; 1922b). Con posterioridad, Vicente
Pascual Pérez llevará a cabo en 1959 y 1960 una limpieza de las
grietas en las proximidades del área donde se ubicó el santuario,
así como un sondeo entre el mismo y el poblado. A partir de la
documentación (memorias, diarios, notas, fotografías, croquis,
dibujos…) conservada en el Museo Arqueológico de Alcoi, trataremos de acercarnos a la ubicación del área excavada por Visedo.
La primera actuación llevada a cabo en el área del santuario
data del año 1920, en la que se recupera un conjunto de materiales
de muy diversa naturaleza entre los que cabe destacar las figuri-
[page-n-130]
llas de terracota que se encontraban dispersas por las laderas y
“que provenían de una pequeña meseta situada en la cumbre”
(Visedo, 1922a: 6). Junto a estos exvotos, destacan otros objetos
como lucernas, cerámicas del tipo terra sigillata, monedas, cerámica de barniz negro, cerámica ibérica, cerámica de cocina, fusayolas, objetos de metal… que han sido objeto, en muchos casos,
de estudios pormenorizados (Juan, 1988; Horn, 2011; Lara, 2005;
Poveda, 2005; Garrigós y Mellado, 2004).
En la primera de las memorias entregadas a la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades (Visedo, 1922a), se indica
la existencia de una serie de “pequeños fragmentos esparcidos
por una de las laderas, como procedentes de haber rodado desde
la parte superior […] que provenían de una pequeña meseta situada en la cumbre”, fragmentos que se corresponderían con los
exvotos de terracota que se convertirían en uno de los elementos
distintivos del santuario de la Serreta. En esta misma memoria,
Visedo insiste en que la zona donde se han realizado los hallazgos “ocupa la parte superior del castro y el final del mismo, dominando todo el recinto que suponemos habitado”. Asimismo,
aporta algunos detalles sobre la excavación, “Al remover la tierra
aparecieron sillarejos trabajados por tres lados, pero sin orden
alguno de colocación; sólo unas cuantas piedras parecen estar
en su sitio, haciéndonos pensar en alguna edificación para fin
determinado; frente a este sitio existe un gran derrumbamiento
de piedras”. Una primera pista nos la da el hecho de que exista un
gran derrumbe de piedras frente a la zona excavada, que junto a
la ubicación en la parte más alta del cerro nos lleva a lo que tradicionalmente se ha denominado en la bibliografía sobre el poblado
como Zona Alta y parte del Sector A.
Proponemos que el área excavada por Visedo, a juzgar por la
fotografía que acompaña el informe, se ubique en una pequeña
meseta junto al punto más alto del cerro. En dicho rellano podría
ubicarse asimismo un edificio con las dimensiones aproximadas
de 12 x 8 m aportadas por Visedo. También abogaría por esta
ubicación el hecho de que algunos trabajos de reconocimiento
superficial realizados en los años 1990 permitieran localizar en
este punto los mismos materiales arqueológicos referidos por Visedo en las memorias, como una moneda romana bajoimperial y
fragmentos de terra sigillata.
Posteriormente, ya en el año 1988 se realiza un sondeo en el
sector A en el que se localizan una gran cantidad de tegulae e imbrices, lo que lleva a considerar el edificio A1-A4 como un santuario tripartito de influencia semita (Llobregat, 1991; Llobregat
et al., 1992). Sin embargo, cuando acudimos a la documentación
encontramos numerosas contradicciones que hacen incompatible
la asociación entre ambos espacios como ya se propuso en trabajos
posteriores (Olcina et al., 1998: 39-40), problemática que también
hemos abordado recientemente (Amorós y Grau, 2017).
La primera cuestión que llama nuestra atención es el hecho
de que Visedo no advierta ningún tipo de orden en la colocación de las piedras, aspecto en el que insiste en la segunda de
las memorias dedicadas a la excavación del santuario (Visedo, 1922b) “las piedras, algunas trabajadas y acumuladas en
gran cantidad, no acusan orden alguno, antes al contrario, se
hallan dispersas por todas partes, junto con destrozadas tejas
y barros, todo lo cual hace muy difícil el conjeturar una reconstitución de este lugar […] dada la ausencia de toda huella”. No cabe duda que, si Visedo hubiese excavado en la zona
que posteriormente sería identificada por Llobregat como santuario, habría advertido la existencia de una planta rectangular
y compartimentada bien definida o al menos habría constatado
la existencia de muros o estructuras, cuyo aparejo regular contrasta con el resto de construcciones del poblado.
En este sentido, cabe la posibilidad de que el edificio identificado por Llobregat como santuario ya fuese constatado por Visedo en las excavaciones de 1921 en cuya memoria escribe (Visedo,
1922b:10) “A no muy lejos de aquí y en otra cata igualmente
importante, se han puesto al descubierto paredes más delgadas
(0,25 m) pero hasta que no se quite toda la tierra no podemos fijar medidas ni delimitar estancia ninguna […] En lo que pudiera
ser el piso de la casa hemos observado a trozos una especie de
pavimentación hecha con tierra apisonada y de gran consistencia”. Sobre este sector se ha señalado la posibilidad de que pudiera relacionarse con los departamentos A1 al A4 que corresponden
al edificio de planta cuadrangular que Llobregat interpreta como
santuario (Llobregat et al., 1992: 50).
En la segunda memoria en la que se mencionan los trabajos en
la zona del santuario (Visedo, 1922b), aporta algunos datos más
que nos parecen interesantes. Identifica algunos tramos de la muralla o lo que él describe como un muro de terraza y afirma que “si
el extenso muro construido para dar más ensanche a la cumbre,
en pie todavía a trechos, pasaba, como todo hace suponer, también por este sitio, no podía tener más de ocho metros de ancho el
supuesto edificio, porque a más de esta medida están ya los escarpes, que hacen imposible toda construcción y […] que el largo del
mismo no podía ser superior a diez o doce metros.” De modo que
las conclusiones que extraemos de este pasaje son que la muralla
no era visible en la zona donde excava y que, en caso de haber
existido un edificio, sus dimensiones no podrían haber superado los
12 metros de largo por 8 metros de ancho. Ambos datos vuelven a
alejarnos de la hipótesis de que el santuario excavado por Visedo y
el identificado por Llobregat se encuentren en la misma ubicación
exacta, ya que la muralla y los muros de aterrazamiento son claramente visibles en la meseta en la que se ubica el edificio tripartito,
que además puede albergar un edificio de dimensiones superiores a
los 12 x 8 m que menciona Visedo.
A partir de estos datos, podemos concluir que el lugar
donde Visedo documentó los materiales votivos que le llevaron a pensar que se encontraba ante un espacio sacro, es una
estrecha meseta ubicada en la cumbre del cerro donde además
no pudo identificar con claridad ningún tipo de edificio (fig.
5.2). Este hecho puede ser debido a la erosión de la cumbre,
lo que podría ser bastante razonable debido a la altitud (1040
m.s.n.m.) o al hecho de que simplemente nunca existió tal
edificio en la primera fase del santuario.
El espacio del culto
Pasamos a continuación a analizar cuáles pudieron ser las características formales del santuario de La Serreta en el s. III a.C. Como
ya hemos visto, cabría la posibilidad de que no se hubiesen conservado evidencias constructivas en esta área sacra debido a su ubicación a gran altitud. No obstante, y atendiendo a las características
que presentan otros santuarios contestanos en esta época, nos inclinamos hacia la hipótesis de que no existiesen tales construcciones,
al menos en esta fase temprana, tratándose de espacios de culto al
aire libre con un depósito votivo enterrado.
Esta ausencia de estructuras contrasta con otros casos contestanos donde sí se documentan edificios construidos destinados a acoger las prácticas rituales. Uno de ellos es el conocido
como templo A de la Illeta dels Banyets, datado en el s. IV
117
[page-n-131]
Fig. 5.2. Plano topográfico del área de la cumbre de La Serreta con la ubicación de los espacios sacros (Grau, Amorós y Segura,
2017: fig. 3.5).
a.C. y cuya planta tripartita recuerda modelos orientales. No
obstante, la funcionalidad de este edificio ha sido muy debatida que se ha interpretado como parte de un conjunto palacial o
regia que incluiría también el almacén y el llamado templo B,
propuesta que no excluiría la función sacra (Almagro Gorbea
y Domínguez, 1988-89). Por otra parte, F. Prados (2004) aboga por su interpretación como un centro de mercado regido por
una autoridad urbana con claras influencias púnicas mientras
que M. Olcina vuelve a interpretarlo como un santuario, como
ya hiciese E. Llobregat en su momento (Olcina, 2005). Un debate similar se plantea con el conjunto de las Tres Hermanas
(Aspe), con una cronología del s. IV a.C., donde el edificio A
presenta una planta muy similar a la del templo A de El Campello. Este hecho llevó también a su interpretación como una
regia (García Gandía y Moratalla, 2001) aunque las excavaciones llevadas a cabo en los últimos años pueden cambiar esta
percepción. Finalmente, también se ha identificado un edificio
cultual en La Alcudia (Elche) con una cronología que iría desde los ss. VI al I a.C. (Ramos Fernández, 1995). El contraste
que suponen estos edificios con la ausencia de estructuras en
nuestra área de estudio podría deberse a la ubicación de estos supuestos templos, especialmente en el caso de la Illeta
y de La Alcudia, en enclaves costeros o muy cercanos a la
costa donde el contacto con los agentes coloniales sería mucho más directo. Este middle ground colonial pudo dar lugar a
comunidades locales con un mayor grado de complejidad social, cuyas elites buscarían nuevas estrategias de legitimación
ideológica que pudieron materializarse en la construcción de
118
templos con influencias mediterráneas y que al mismo tiempo
favorecerían la integración con los comerciantes extranjeros,
tal y como propone J. García Cardiel (2016: 190).
En nuestra área de estudio no documentamos construcciones
específicas donde se llevaran a cabo las prácticas rituales, sino
que en los ss. V y IV a.C. parecen focalizarse en las cuevas-santuario, necrópolis y en ciertos espacios domésticos, como indicarían algunos ritos relacionados con la fundación de casas (Grau
et al., 2015a). Por tanto, los recursos y los trabajos colectivos se
canalizan en este caso hacia la construcción de elementos defensivos como murallas y torres y no hacia la erección de espacios de
culto comunitarios, en un momento en que se fomentan en mayor
medida las estrategias competitivas frente a las cooperativas.
Esta dinámica se va a mantener a lo largo del s. III a.C.
ya que las nuevas estrategias de carácter más cooperativo que
parecen darse en este momento, vinculadas a los nuevos proyectos políticos de carácter comarcal, no se van a materializar en la construcción colectiva de edificaciones destinadas al
culto. Por el contrario, la generación de una identidad colectiva estaría basada en el desarrollo de unas prácticas rituales
comunes como es la deposición de exvotos.
Por tanto, lo que va a caracterizar a la mayoría de los santuarios documentados en la Contestania en este momento, es
su configuración como espacios al aire libre donde se ubicarían toda una serie de depósitos votivos excavados en el suelo
que contendrían las diferentes ofrendas. La erosión de dichos
depósitos por procesos postdeposicionales daría lugar a una
dispersión del material votivo, tal y como se ha documentado
[page-n-132]
en La Serreta. Otra posibilidad es que esta dispersión se deba
a sucesivas limpiezas del espacio sacro, arrojándose las ofrendas más antiguas por las laderas del cerro.
Este tipo de depósitos votivos ubicados en espacios al aire
libre los encontramos también en otros santuarios del s. III a.C.,
por lo que podríamos hablar de una relativa homogeneidad en
este sentido en la zona de la franja oriental y sudeste peninsular.
El primero de estos santuarios es el de Coimbra del Barranco
Ancho (Jumilla) ubicado en una colina cercana al oppidum y
donde tampoco se han constatado estructuras arquitectónicas,
sino que el material votivo se ha documentado disperso por la
ladera sur del cerro y que procedería de una o varias favissae
destruidas por la erosión. No obstante, sí se ha podido documentar un pequeño depósito aprovechando una oquedad del terreno
que presentaba un escaso número de objetos, lo que ha llevado a
su interpretación como una ofrenda puntual más que como una
favissa (García Cano et al., 1997: 241).
También en el santuario del Cerro de los Santos se documenta
una fase de frecuentación del sitio a partir del s. IV y especialmente en el s. III a.C. (García Cardiel, 2015: 88) previa a la monumentalización del s. II a.C., momento en que el santuario pudo
configurarse como un espacio de culto al aire libre. Sin embargo,
las dificultades estratigráficas que presenta este yacimiento hacen
difícil el reconocimiento de los posibles depósitos votivos.
En el caso del santuario de El Cigarralejo existen diversas
hipótesis acerca de las características del mismo en los ss. IV
y III a.C. El elemento más distintivo sería la acumulación en
el subsuelo de la estancia 11 de toda una serie de materiales
votivos entre los que destaca el conjunto de exvotos de arenisca
que en su mayoría representan équidos, aunque también algunas
figuras humanas tanto masculinas como femeninas, además de
elementos de adorno y restos de cerámica (Cuadrado, 1950b:
41-42). Este conjunto unitario ha sido interpretado en diversas
ocasiones como una favissa (Lucas y Ruano, 1998). En cuanto
a las diversas estructuras constructivas documentadas, han sido
interpretadas normalmente como un santuario, con una primera
fase correspondiente a los ss. IV y III a.C. con una reestructuración a inicios del II a.C. (Cuadrado, 1950a; Lucas, 2001-02).
Sin embargo, existen otras hipótesis, como la propuesta de Brotons (1997: 259-260), que aboga por que dichas construcciones
formarían parte de una casa fuerte romana, como indicarían los
materiales de carácter esencialmente doméstico. A ello debemos
añadir la aparente desconexión estratigráfica entre la favissa y
la estancia 11. Por tanto, creemos que el santuario de El Cigarralejo se configuraría en los ss. IV y III a.C. como un espacio
de culto al aire libre ubicado en la parte más alta del cerro, lugar
donde se ocultarían los materiales votivos depositados en el lugar a finales del s. III o inicios del II a.C.
El santuario de la Encarnación también presenta una estrecha
relación con un oppidum cercano, concretamente el de los Villaricos. Este santuario es más conocido por los interesantes procesos de monumentalización que tienen lugar en el s. II a.C. y que
trataremos en otro momento, ya que ahora nos interesa la fase
previa a la construcción de los dos templos de tipo itálico. En
distintos puntos del cerro se han documentado una serie de hendiduras que fueron utilizadas para la deposición de objetos votivos datados en los ss. IV y III a.C., que se llevó a cabo de forma
intencionada a lo largo de la segunda mitad del s. III o inicios del
s. II a.C. (Ramallo y Brotons, 1997: 261; 2014). También resulta
muy interesante la presencia de varios fragmentos cerámicos que
los investigadores interpretan como urnas de incineración, lo que
podría relacionarse con la existencia de una necrópolis que se
remontaría al Ibérico antiguo, por lo que estaríamos ante la conversión de un espacio funerario en santuario a finales del s. V o
inicios del IV a.C., evidenciando la pervivencia de un espacio de
memoria ancestral (Ramallo y Brotons, 2014: 30).
Por último, también en el Santuario de la Luz se han documentado evidencias de prácticas rituales en momentos previos
a la monumentalización del santuario en la primera mitad del
s. II a.C. y que se remontarían a los ss. IV y III a.C. Dichas evidencias se distribuyen en distintas zonas, de forma dispersa y
conformando un gran espacio sacro que presenta una estrecha
relación con el oppidum de Santa Catalina del Monte y la necrópolis del Cabecico del Tesoro. No obstante, y al igual que sucede
en los casos anteriores, no se han documentado prácticamente
evidencias arquitectónicas pertenecientes a esta primera fase, limitándose únicamente a la presencia de pequeños túmulos o lo
que podrían ser mesas de ofrendas y fosas con exvotos (Lillo,
1991-1992; Comino, 2015: 587-590).
Los exvotos
Centrémonos ahora en la primera de las escalas de análisis que
hemos propuesto, es decir, los exvotos. Estos objetos suponen
la materialización de la práctica ritual y expresan la voluntad por parte de los devotos de pervivir en el espacio sagrado
mediante la fosilización de una acción concreta como es la
deposición de ofrendas. Estos exvotos también suponen la expresión material de una relación recíproca o diálogo entre el
oferente y la divinidad, sin intermediarios, y que es el reflejo
de una petición o agradecimiento por un bien realizado.
Es importante señalar que no existe una homogeneidad
en cuanto a los exvotos que encontramos en los distintos santuarios a lo largo del s. III a.C. ya que existen diversas diferencias, especialmente en cuanto al material utilizado para su
elaboración. No obstante, podemos identificar algunas pautas
comunes, como iremos viendo a continuación.
Con el objetivo de una mejor comprensión de la colección de
exvotos documentada en el santuario de La Serreta, hemos emprendimos una revisión del conjunto para el establecimiento de una
nueva tipología, prestando especial atención a las características
formales, atributos, gestualidad y cronología y que incorpore además un recuento exhaustivo de todos los individuos reconocibles.1
Dicha colección de terracotas ha sido objeto de diversos
estudios previos como el de J. Juan (1987-1988) que llevó a
cabo un análisis detallado teniendo en cuenta los aspectos técnicos en la elaboración de las mismas, así como el establecimiento de una primera tipología basada en criterios morfológicos. De este modo, establece nueve grandes grupos que a su
vez incluyen varios subgrupos:
Grupo I: Damas ibéricas;
Grupo II: Pequeñas cabezas masculinas;
Grupo III: Cabezas de sexo indeterminado;
Grupo IV: Fragmentos de cabezas, torsos y cuellos informes;
1
El estudio detallado se ha elaborado en colaboración con I. Grau
Mira y M. López-Bertrán y al que remitimos al lector interesado
(Grau, Amorós y López-Bertrán, 2017).
119
[page-n-133]
Grupo V: Máscaras y rostros de facciones helenísticas;
Grupo VI: Bustos ataviados con pendientes, collares y diademas;
Grupo VII: Composiciones de varias figuras;
Grupo VIII: Pebeteros en forma de cabeza femenina;
Grupo IX: Figuras de carácter primitivo.
En nuestra opinión, dicha tipología adolece de una aproximación cronológica más precisa, aunque somos conscientes de
las dificultades que presentan este tipo de contextos, que pasaría
por tener en cuenta los tipos documentados también en el espacio de hábitat o los paralelos más cercanos, tanto geográfica
como culturalmente. Por otra parte, se podría reducir el número
de grupos, ya que algunos se establecen simplemente por el carácter fragmentario de las terracotas cuando podrían integrarse
sin problemas en otras agrupaciones.
Esta primera tipología ha sido actualizada recientemente por
el trabajo de F. Horn (2011) cuyo objetivo era una síntesis a
nivel peninsular de todas las terracotas documentadas hasta el
momento. Este planteamiento impedía, como es lógico, analizar
de forma exhaustiva todas las terracotas del santuario, ya que
solo se incluyen las más representativas, así como una aproximación más detallada de cada uno de los contextos particulares.
Esta investigadora plantea una interesante tipología conformada
por seis grupos:
Alcoy 1: Figuras esquemáticas;
Alcoy 2: Figuras esquemáticas “tipo Serreta”;
Alcoy 3: Figuras femeninas realistas;
Alcoy 4: Figuras masculinas realistas;
Alcoy 5: Máscaras;
Alcoy 6: Pebeteros.
Otra de las aportaciones más interesantes del trabajo de
Horn es la identificación de una serie de moldes, concretamente ocho, utilizados para la elaboración de las terracotas (Horn,
2011: 163-164). El primero de ellos es el molde A, utilizado
para la elaboración de 46 rostros, entre ellos las figuras femeninas con velo y varias cabezas masculinas. El molde B habría
sido utilizado para la realización de 25 figurillas, 14 femeninas,
6 masculinas y 5 indeterminadas de diferentes tipos. El molde
C se utilizaría en la realización de una docena de exvotos, casi
todos femeninos y pertenecientes al grupo de imágenes sin arracadas y con velo. El molde D se utilizó para la elaboración de 15
figuras, 4 femeninas, 3 masculinas y 8 indeterminadas. Provenientes del molde E, se documentan 7 figurillas, 4 femeninas y 3
masculinas, mientras que con el molde F solo se habrían elaborado 4 cabezas. Por su parte, el molde G se ha utilizado para la
realización de 21 cabezas, todas ellas masculinas y pertenecientes al grupo de cabellos ondulados. Finalmente, se documentan
17 terracotas elaboradas mediante el denominado molde Z, que
ha sido imposible relacionar con una serie.
A partir del estudio de estos moldes, esta autora llega a la
conclusión de que el taller de La Serreta no debió funcionar
durante un periodo de tiempo excesivamente largo, como se
desprende del escaso número de generaciones de terracotas, ya
que solo el molde D parece haber sido reconfigurado para la
elaboración de una segunda generación de exvotos.
Tras el estudio minucioso de la colección de exvotos del
santuario de La Serreta depositada en el Museo Arqueológico
de Alcoi, creemos que una nueva propuesta tipológica podría
aportar nuevos datos a la investigación. En este sentido, hemos
efectuado un recuento riguroso que nos permite establecer un
120
número mínimo de individuos, que suman más de 400 ejemplares, teniendo en cuenta cuestiones cronológicas y tratando
de introducir en el debate algunas cuestiones interpretativas de
interés, como la gestualidad o los tipos de rito relacionados con
las prácticas llevadas a cabo en el santuario. Basándonos en criterios tipológico-temáticos hemos dividido la colección en cinco grandes grupos (tabla 5.1):
Grupo I. Cabezas de culto contestanas
En la nueva propuesta tipológica que hemos elaborado a partir
de la última revisión de los exvotos depositados en el santuario
de La Serreta, hemos podido identificar un nuevo tipo al que
hemos denominado Cabezas de Culto Contestanas (fig. 5.3).
Dicha denominación se inspira claramente en las conocidas
cabezas de culto edetanas, elementos votivos que se han documentado, tanto en un edificio interpretado como un templo,
como en capillas domésticas, en diversos asentamientos de esta
región histórica, concretamente el Tossal de Sant Miquel, Puntal
dels Llops y Castellet de Bernabé (Bonet, Mata y Guérin, 1990).
Este nuevo tipo que proponemos se corresponde a grandes rasgos con el “grupo V” de J. Juan i Moltó (1987-1988: 301) que
definió como máscaras y rostros de facciones helenísticas o el
tipo “Alcoy 5” de la tipología de F. Horn (2011: 159-160) que
identifica también como máscaras. Contamos con un número
bastante importante de figuras de este tipo, de las que hemos podido documentar un mínimo de 82 individuos que representan
casi un 20 % del total de la colección.
Podríamos definir la técnica de fabricación como mixta, ya
que combina el modelado a mano, utilizado para la elaboración
de la cabeza, el cuello y los distintos adornos tales como pendientes y diademas, con el modelado a molde, utilizado para los
rostros. El primer paso sería la elaboración de un modelo del
que se sacan después uno o varios moldes para la producción en
serie de estas piezas. En todos los casos el molde corresponde
únicamente al rostro y es cocido a temperaturas más altas que
las propias terracotas, ya que se requiere una mayor resistencia
para poder ser utilizado varias veces.
Una vez obtenidos los moldes se procede a la colocación de
una capa de arcilla fresca sobre el mismo y se presionaba con
los dedos con el fin de adquirir la forma, como indican las huellas que podemos apreciar en la parte interna de las terracotas.
Se trata de figuras huecas y es lógico pensar que se utilizarían
moldes univalvos. Asimismo, se dejaría un hueco en la parte
inferior de la pieza para permitir la circulación del aire y evitar
que la pieza se rompa durante la cocción. En otros paralelos,
como en el caso de las Cabezas Edetanas se practica un orificio
en la parte posterior, aunque el estado fragmentario de los ejemplares de La Serreta nos impide comprobar este punto.
Una vez obtenida la forma de bulto redondo y el moldeado
del rostro se procedería al retocado de los defectos mediante
el alisado, así como al añadido de otros elementos y adornos
elaborados a mano, tales como orejas, arracadas, diademas o
torques y que analizaremos con mayor detalle cuando tratemos
las cuestiones formales. En otros paralelos es bastante común
la presencia de policromía en estas piezas, aunque en nuestro
caso solo ha sido posible reconocer restos de engobe blanco en
un fragmento de cuello. Finalmente, se procedía a la cocción de
la pieza, que se realizaba a bajas temperaturas, de tipo oxidante
y que da lugar a pastas muy finas y frágiles de color ocre con
desgrasantes muy depurados.
[page-n-134]
Tabla 5.1. Tabla-resumen de la colección de terracotas de La Serreta.
Tipo
Subtipo
Cabezas CC
Pebeteros
Figurillas de
rostro realista
Guardamar
Otros
Figuras masculinas
Figuras indeterminadas
Figuras femeninas
Figuras de rostro Figurillas modeladas con
esquemático
pellizcos de arcilla
Grupos
Características
Piezas Frags.
Bustos de tamaño medio
22
Representación de busto femenino con
kalathos
34
14
37
6
10
18
25
25
6
Velo, toca y rodetes
Indeterminados con velo
Femeninas
TOTAL
Total
%
%
82
19,11
19,11
34
7,83
10,02
Peinado en ondas (pelo ensortijado)
Peinado líneas
Caperuza (cabeza lisa y ligera visera)
Género sin determinar
Veladas
Velo y rodetes
Velo y toca
Masculinas
Indeterminadas
Representación de dos o
Pies sobre placa y/o con figura central
más figurillas, posiblemente de mayor tamaño
grupos familiares
Niños posiblemente pertenecientes a
grupos
Figura curvada, maciza, de pequeño
tamaño, sin rasgos y sin peinado
392
a
14
37
6
10
18
25
25
94
3,22
8,625
1,399
2,331
4,196
5,828
5,828
21,91
9
13
9
9
13
9
2,098
3,03
2,098
11
6
9
11
6
24
2,56
1,4
5,594
8
8
1,865
9
9
2,098
271
434
100
751 b
69 c
55,24
5,38
9,55
100
a
121 orejas = 60 NMI
534 faldillas, 51 velos, 88 tocas... = 88 NMI
c
47 pies placa, 12 cilindros = 15 NMI
b
Pasando ya a cuestiones formales, es importante señalar que
estas cabezas votivas representan figuras claramente femeninas
en algunos casos, aunque en otros nos resulta difícil discernir el
género a causa de su estado fragmentario, ya que no contamos
con ningún individuo completo. Su forma se inspira claramente
en la de los pebeteros, aunque con claras diferencias como iremos
viendo a continuación. Centrándonos en primer lugar en el rostro,
que como ya hemos señalado se elabora mediante la aplicación de
un molde, se caracteriza por unos rasgos finos, con grandes ojos
almendrados donde se marcan claramente los párpados. La nariz
es recta y muy prominente, lo que nos lleva a pensar que pudo
haber sido retocada a mano y que además se caracteriza por la
presencia de orificios nasales, claramente destacados por dos perforaciones circulares. Como veremos más adelante, dichos orificios se han interpretado en otros paralelos, como el lugar donde
colocar el nazem o arete nasal. Por otra parte, la boca se encuentra
en algunos casos muy marcada con labios engrosados y mentón
redondeado. Finalmente, las orejas, de pequeño tamaño y en cuyo
interior se practica en ocasiones una incisión en forma de espiral,
habrían sido modeladas a mano y añadidas posteriormente o bien
se modelan a partir del busto inicial.
Estas figuras portan, asimismo diversos tipos de elementos
en la parte alta de la frente que podrían estar representando
diademas en algunos casos o el cabello en otros. Se trata de elementos modelados a mano de forma aislada y añadidos luego
al busto principal. Un primer tipo de diadema está compuesto por una ancha banda rectangular que a su vez se subdivide
en dos bandas horizontales con marcas realizadas mediante la
impresión de los dedos. Este tipo de adorno podría ser una esquematización de las diademas que encontramos representadas
en otros soportes como la escultura y que incluso se han documentado formando parte de diversos tesorillos. Se trata de una
ancha banda que va colocada sobre la cabeza hasta las sienes,
cayendo sobre la frente quedando parte de la misma bajo el
manto o velo. Encontramos algunos ejemplares como la diadema de Xàbia, la de Puebla de los Infantes, la del tesoro de
Mairena del Alcor o la del tesoro de Aliseda. También las encontramos muy representadas en la escultura como por ejemplo
en la dama oferente del Cerro de los Santos (Bandera, 1978).
El segundo tipo está compuesto por una tira de pasta de
sección semicircular con incisiones oblicuas. Un tercer tipo
estaría constituido por una banda de incisiones triangulares
121
[page-n-135]
Fig. 5.3. Cabezas de culto
contestanas (Archivo Museo Arqueológico Municipal de Alcoi).
con el extremo hacia arriba dando lugar a una serie de ondas
en su parte inferior. En otros casos parece estar representándose el cabello o alguna especie de casquete mediante una serie
de ondas realizadas con los dedos sobre la frente, muy similares a los que presenta alguna cabeza votiva del Puntal dels
Llops (Bonet, Mata y Guérin, 1990: 194-195).
Otro elemento que caracteriza a estas cabezas votivas son
las arracadas que también serían modeladas a mano y añadidas
posteriormente. Se trata de un tipo de pendiente de forma arriñonada, más estrechas en su extremo posterior y ligeramente
desplazadas con respecto a la oreja. Este adorno recuerda en
cierta medida a los pendientes de tipo amorcillado que se documentan tanto en la orfebrería, principalmente en contextos
funerarios (Sieg, 2013: 98; García Cano et al., 2008: 365) como
en la escultura (Bandera, 1978: 425-426) y que se caracterizan
por un aro que va engrosándose hacia el centro.
Los mejores paralelos para estas arracadas, con representaciones muy similares a las documentadas en los exvotos de
La Serreta, los encontramos en algunas esculturas del Cerro
de los Santos (Montealegre del Castillo, Albacete) conservadas en el Museo Arqueológico Nacional (7516, 7710, 7537,
7536), en el Museo de Saint Germain en Laye (943) y otra en
el Museo de Yecla, interpretadas todas ellas menos una, como
individuos masculinos (Ruano, 1987). Asimismo, podemos
incluir también una cabeza escultórica en piedra localizada en
Xàtiva donde se puede apreciar también un pendiente de este
tipo, aunque muy erosionado (Aranegui, 1978b).
Uno de los paralelos más claros de este tipo de arracada lo
encontramos en una peculiar imitación local de un pebetero hallado en el santuario de Coimbra del Barranco Ancho. Presenta una
cara alargada con facciones angulosas y nariz muy prominente.
Se aprecian las cejas bien marcadas, ojos grandes y párpados bien
señalados con una barbilla muy prominente. Presenta también
sendos pendientes amorcillados muy similares a los documentados en los exvotos de La Serreta. Es destacable la presencia de
incisiones verticales en la zona del cuello que podrían estar representando una barba, por lo que se ha interpretado como un rostro
masculino (García Cano et al., 1997: 243-244).
122
Finalmente, documentamos un torques o collar compuesto
por una tira de arcilla de sección más o menos circular y con
incisiones oblicuas que es modelada a mano y posteriormente
adherida. Este tipo de collares son relativamente comunes tanto en la orfebrería como en la escultura.
Este tipo de cabezas, que en la mayoría de los casos se
documentan en ambientes rituales, como santuarios, favissae o
capillas domésticas son relativamente comunes en todo el Mediterráneo occidental. Presentan una mezcla de rasgos formales, algunos helenísticos y otros fenicio-púnicos, aunque, tanto
en el caso edetano como en el contestano, este tipo de cabezas
se individualizan y se adaptan a los gustos locales mediante la
incorporación de elementos como las arracadas, diademas o
torques dando lugar a manifestaciones muy diversas (Bonet,
Mata y Guérin, 1990: 188-189). A continuación, analizaremos
los paralelos más cercanos a nuestro caso de estudio, como son
las cabezas de culto edetanas, los ejemplares del santuario de
Coimbra del Barranco Ancho o las cabezas ebusitanas.
1. Cabezas de Culto Edetanas. Uno de los paralelos más sugerentes para nuestras terracotas es, sin duda, el de las cabezas votivas halladas en diversos asentamientos edetanos y
de las que hemos tomado prestada incluso su denominación.
Dichos ejemplares se han documentado concretamente en
tres asentamientos, constituyendo un corpus importante de
este tipo de piezas que permiten el establecimiento de algunos rasgos característicos (Bonet, Mata y Guérin, 1990). El
primero de los conjuntos se documentó en el oppidum del
Tossal de Sant Miquel (Llíria, Valencia) donde encontramos
varios individuos y especialmente restos muy fragmentarios
de orejas, ojos, cuellos, parte posterior de la cabeza y un tocado apuntado o peineta, así como numerosos fragmentos
informes. En el caserío fortificado del Castellet de Bernabé
(Llíria, Valencia) se documentó un fragmento de rostro de
cabeza femenina (Bonet, 1978). Finalmente, el conjunto más
completo es el correspondiente al fortín de Puntal dels Llops
(Olocau, Valencia) con al menos 8 individuos, así como numerosos restos fragmentarios (fig. 5.4).
[page-n-136]
Fig. 5.4. Cabezas de culto edetanas procedentes del Puntal dels Llops, Olocau (Archivo Museu de Prehistòria de València).
Otro aspecto interesante es que se ha podido establecer una
cronología más o menos fiable para este tipo de cabezas votivas,
que se sitúa entre finales del s. III a.C. e inicios II a.C., basada en
las cerámicas de barniz negro (Bonet y Mata, 1981: 115-128) y
en los hallazgos numismáticos (Guérin y Bonet, 1988).
En cuanto a la técnica de fabricación empleada, podemos decir que es muy similar a la que hemos visto para nuestras cabezas
contestanas, con una técnica mixta que emplea un molde univalvo para la elaboración del rostro y un modelado a mano del resto
de la cabeza y elementos añadidos posteriormente tales como las
orejas, tocados y otros adornos. También se documentan orificios
de aireación o seguridad en la parte posterior para evitar que se
rompan durante la cocción, la cual se realiza a baja temperatura.
Una diferencia importante es que en estas cabezas se han documentado restos de policromía, siendo los colores más comunes,
el blanco para las túnicas, tocados, ojos y rostros femeninos, el
beige y el rosa para los rostros masculinos, el castaño para los
labios, detalles de la indumentaria y tocados y finalmente, el marrón claro para perfilar los ojos y señalar pestañas y cejas (Bonet,
Mata y Guérin, 1990: 185-186). Como ya hemos señalado, en
nuestro caso, solo se ha documentado el engobe blanco en una de
las piezas, aunque no descartamos que estos restos de policromía
hayan desaparecido a causa del hallazgo en superficie de la mayoría de los ejemplares contestanos.
En cuanto a la indumentaria que presentan estas piezas podemos destacar varios elementos bien definidos. En primer lugar,
los tocados femeninos caracterizados por ser de altura media o
alta, apuntados y más anchos en su parte inferior, dispuestos en
vertical o ligeramente inclinados sobre la parte posterior de la
cabeza, sujetándose en la parte posterior de las orejas. Dichos
tocados van siempre cubiertos por un velo o manto sobre el que
se disponen motivos decorativos que podrían representar adornos o bordados (Bonet, Mata y Guérin, 1990: 186). Por otra
parte, los tocados masculinos están compuestos por una especie
de casco muy ajustado a la cabeza que cubre en buena medida
la frente y deja visibles las orejas. Esta cubrición se remata en
la frente con ondas realizadas mediante la presión de la arcilla
blanda con los dedos, acabado que también hemos documentado en La Serreta. Dicha prenda se ha interpretado con un casco y
no con el cabello, por tratarse de una capa de arcilla diferenciada que se superpone a la cabeza, que se pinta con una tonalidad
distinta, y que presenta una prominencia en la parte posterior
(Bonet, Mata y Guérin, 1990: 186).
También se encuentran representadas las túnicas, mostrándose únicamente los escotes de la parte superior que presentan
una forma triangular en pico, en individuos de ambos sexos y
pintadas de color blanco. Dichos escotes se rematan con sendas
tiras que se cruzan superpuestas en la parte delantera (Bonet,
Mata y Guérin, 1990: 186 y 188).
Finalmente, estas figuras presentan pequeñas perforaciones
tanto en las orejas, en el conducto auditivo y no en el lóbulo, como
en la nariz, representándose de este modo los orificios nasales, al
igual que sucede en la gran mayoría de las cabezas contestanas.
Las cabezas edetanas han sido documentadas junto con otros
123
[page-n-137]
elementos de carácter ritual en espacios que han sido interpretados como lugares de culto, en algunos casos domésticos, que no
presentan necesariamente elementos arquitectónicos diferenciados (fig. 5.5). El primero de ellos es el llamado templo de Sant
Miquel de Llíria en uno de cuyos departamentos, concretamente
en el Dept. 12, es donde se hallaron las terracotas. Se trata de un
pozo cuadrangular de 1,5 x 2 x 2 m, con un pavimento de adobes y relleno de cenizas y materiales. Junto a las terracotas se
documentaron importantes piezas de cerámica ibérica decorada,
algunas de ellas entre las más famosas de este asentamiento,
objetos posiblemente relacionados con prácticas rituales como
copas, microvasos, jarra de libaciones, caliciformes, platos, una
botella y fusayolas, todo ello de cerámica ibérica, así como una
lucerna, una pátera y diversos fragmentos de barniz negro. Además de las cabezas votivas, se documentan también otro tipo de
terracotas como una paloma y un grupo escultórico del que se
conservan dos piernas (Bonet, Mata y Guérin, 1990: 191).
Por otra parte, las terracotas halladas tanto en el Puntal dels
Llops como en el Castellet de Bernabé aparecieron en lo que se
ha interpretado por sus investigadores como capillas domésticas.
En el Departamento 1 del Puntal se documentaron, aparte de las
cabezas votivas, otros elementos que podrían estar relacionados
con prácticas rituales como son los pebeteros con forma de cabeza femenina, microvasos, dos jarras de libaciones, una lucerna,
un asador ritual de bronce, un guttus, cerámicas de barniz negro,
otros elementos de adorno y un juego de ponderales de bronce. A
ello sumamos otros elementos destacados como son un hogar enlosado con piedras de rodeno, la presencia del único enterramiento infantil del asentamiento, sus dimensiones, mayores que las de
cualquier otro departamento del poblado y su posición central en
el mismo (Bonet y Mata, 1981: 74-109).
El Departamento 14 también ha sido interpretado como un
espacio donde se llevarían a cabo prácticas rituales, donde destaca la presencia de un hogar de planta circular, lucernas, un
biberón, diez páteras, diez platos de ala y diez caliciformes. En
esta estancia se da una gran concentración de cabezas votivas,
muy próximas a la entrada de la misma (Bonet, Mata y Guérin,
1990: 192), lo cual resulta muy interesante ya que se trata de un
espacio de gran connotación simbólica.
Finalmente, la cabeza votiva del Castellet de Bernabé se
documentó en el departamento 2, que forma parte de la vivienda más destacada del asentamiento. En dicha estancia se ubica
un hogar ritual cuadrado y decorado con impronta de cuerda
con un dibujo de líneas en bucles y por lo tanto bien diferenciado de los hogares domésticos o de cocina que presentan
unas características muy diferentes. En la esquina SW encontramos otro hogar de piedras mientras que en la pared sur se
construyó una hornacina donde posiblemente se depositarían
los objetos relacionados con el culto. El material documentado
en esta estancia no resulta tan elocuente como el de los casos anteriores, aunque se documentan numerosos microvasos
(Guérin y Bonet 1988: 179-180).
2. Terracotas de Coimbra del Barranco Ancho. En otro santuario
relativamente cercano a La Serreta y con unas características muy
similares, se documentó un conjunto de terracotas que F. Horn incluyó dentro del grupo de máscaras helenísticas (Horn, 2011). Se
trata de 24 fragmentos que se corresponderían al menos con 13
individuos con una cronología propuesta del s. III o inicios del II
a.C. En cuanto a la técnica de fabricación es prácticamente idén124
tica a la utilizada para las cabezas de La Serreta, con rostros realizados a partir de un molde univalvo y con el añadido posterior de
elementos elaborados a mano como el peinado.
Sus características formales también son muy similares a
las documentadas en los ejemplares objeto de nuestro estudio
(fig. 5.6). Dichos rostros presentan ojos con contornos en relieve, nariz muy prominente, posiblemente retocada a mano
con posterioridad a la aplicación del molde, y con las fosas nasales indicadas por la presencia de orificios, boca grande y rectangular con labios separados por un surco central horizontal y
mentón huidizo. En algunos casos se representa el peinado en
forma de trenzas y restos de pintura blanca.
Estas terracotas aparecieron en lo que se conoce como el
santuario del oppidum de Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla, Murcia) aunque, al igual que sucede con el santuario de La
Serreta, no se vincula a estructuras arquitectónicas. Una parte
de los restos se encontraban diseminados en superficie por la
ladera del cerro, a causa de la erosión de las favissae que los
contenían mientras que el resto se documentaron in situ en un
depósito concentrado en una pequeña oquedad (García Cano
et al., 1997: 241).
Junto a este tipo de terracotas se documentaron también
varios pebeteros que representan rostros tanto femeninos como
masculinos, pequeñas máscaras votivas de oro y plata, un exvoto de bronce que representa un guerrero o un oferente, un
colgante de plata en forma de paloma, botones de bronce, dos
fíbulas, un anillo de plata, platos, botellitas y tinajillas de cerámica ibérica (García Cano et al. 1997: 243-246).
Existe otro paralelo aislado en la región de la Contestania, concretamente de la necrópolis de La Albufereta (Alicante). Se trata
de una cabeza en la que se conserva una cara y cuello femeninos,
con los ojos almendrados, nariz grande, labios carnosos y mentón
rollizo cuya datación se sitúa en el s. III a.C. (Horn, 2011: 250).
3. Cabeza de terracota del Tossal de Manises. En un poblado
mucho más cercano a La Serreta, encontramos una pieza que se
conoce tradicionalmente como “L’orellut” y que apareció reutilizada en un muro augusteo y a la cual se ha otorgado una cronología del s. III a.C. (Verdú, 2015b) (fig. 5.7). Al igual que las
cabezas contestanas, se trata de una figura hueca de 13 cm de
altura que representa una cabeza masculina de rasgos naturalistas. Se caracteriza por presentar un rostro ovalado, mandíbula y
nariz prominentes con los orificios marcados, ojos almendrados
con parpados y labios gruesos. El cabello es corto y se ordena a
partir de una división central en dos pequeños bucles donde se
representa el flequillo. El rasgo más destacado, y de ahí el nombre por el que es comúnmente conocido, son las grandes orejas
dispuestas asimétricamente.
4. Terracotas de Ibiza. Por último, veremos un conjunto de terracotas que guardan algunas similitudes con las cabezas votivas objeto de nuestro estudio y que pudieron servir de modelo
inspirador para las mismas. Se trata de un conjunto de cabezas
halladas en la isla de Ibiza, cuyas relaciones con la Contestania en esta época quedan atestiguadas claramente en el registro arqueológico. Nos estamos refiriendo concretamente a los
ejemplares englobados por M. J. Almagro Gorbea en el Grupo
V, Tipo 1 (Almagro, 1980: 181-184 y Láms. CXIII-CXVII).
Dichas terracotas podrían estar inspiradas en importaciones
griegas de origen rodio que con el tiempo adquieren algunos
[page-n-138]
Fig. 5.5. Localización de las cabezas de culto edetanas. Tosssal de Sant Miquel (arriba) (Mata, 2017: fig. 4), Puntal dels Llops (centro)
(Bonet y Mata, 2002: fig. 5) y Castellet de Bernabé (abajo) (Guérin, 2003: fig. 15).
125
[page-n-139]
Fig. 5.6. Máscaras de terracota de Coimbra del Barranco Ancho, Jumilla (Horn, 2011, Annexe I, C394, C387, C395, C390).
miento. Especialmente interesante resulta la nariz, de gran tamaño
y donde se practican las perforaciones que representan los orificios
nasales, al igual que sucede en los ejemplares contestanos. En este
caso, además, se hallan algunos ejemplares que conservan todavía
el nazem, arete circular de clara inspiración púnica, de forma amorcillada, es decir más grueso en la parte central que en los extremos,
y elaborado en oro o bronce. También las orejas, de gran tamaño,
presentan varias perforaciones en el lóbulo para la colocación de
pendientes de metal. Finalmente, todas las cabezas de este tipo llevan un tocado en forma de gorro o cofia, del que sobresalen sobre
la frente unos rizos representados mediante incisiones.
La mayoría de estas cabezas de terracota pertenecen a colecciones de las que se desconoce el contexto de aparición, aunque
sí parece claro que algunas de ellas se documentaron en hipogeos
de la necrópolis de Puig dels Molins. En cuanto a la cronología,
la autora data los moldes pertenecientes a terracotas del Grupo V,
Tipo 1 en el s. V a.C. (Almagro, 1980: 181-184).
Fig. 5.7. Cabeza de terracota del Tossal de Manises, Alicante (Verdú, 2015b: 7).
rasgos típicamente púnicos como son la nariz prominente y las
orejas con perforaciones para la colocación del nazem o las
arracadas, respectivamente.
En cuanto la técnica de fabricación, podemos decir que es
muy similar a la que ya hemos señalado para el resto de los
conjuntos. Se trata de una técnica mixta que combina la utilización de un molde para la elaboración del rostro con el añadido a
mano de elementos de adorno, incisiones, perforaciones… para
ser posteriormente cocidas a bajas temperaturas.
Se trata de figuras de bulto redondo, huecas en su interior,
que representan cabezas donde resulta difícil reconocer el género.
Presentan cuellos lisos de forma ligeramente acampanada, labios
gruesos y carnosos, ojos almendrados y abultados donde no se representa la pupila, y representación de las cejas mediante un abulta126
Grupo II. Pebeteros
El segundo grupo, es el compuesto por un conjunto de los típicos pebeteros de cabeza femenina que suman un total del 10 %
de las piezas y 48 individuos (fig. 5.8). Dentro de este grupo se
distinguen claramente dos conjuntos, por una parte, los pebeteros de inspiración mediterránea que se asemejan a los tipos presentes en el Mediterráneo Central y Occidental desde finales del
s. IV a.C. y por otro, el grupo mayoritario de pebeteros de tipo
Guardamar compuesto por 34 individuos. No obstante, éstos últimos, al tratarse de piezas que dataríamos en la segunda fase
del santuario, correspondiente a los ss. II y I a.C., serán tratados
con mayor detalle en el apartado correspondiente.
Cabe preguntarse por esta escasez e inexistencia en el caso
de los poblados cuando este tipo de piezas prácticamente es omnipresente en los contextos funerarios y de hábitat del cuadrante
del sudeste ibérico. Como muestran los trabajos de síntesis que
tratan este tipo de piezas (Horn, 2011), los pebeteros están presentes en nueve necrópolis de la región y en los poblados de El
Tossal de la Cala, La Illeta, El Puntal dels Llops, El Tossal de
Sant Miquel y El Castellet Bernabé. Es decir, la inmensa mayoría de asentamientos contemporáneos cuentan con estas piezas.
Es posible proponer que esta destacada ausencia se deba a que
el sentido y la función de los pebeteros lo había adquirido otra
pieza muy semejante y genuinamente local: las cabezas de culto
contestanas. Sin duda ello debió reforzar el vínculo entre los
devotos y sus divinidades.
[page-n-140]
Fig. 5.8. Pebeteros (Archivo Museo Arqueológico Municipal de Alcoi).
Grupo III. Figuras humanas de rostro realista
Se trata del conjunto de exvotos más numeroso del santuario, ya
que hemos documentado 237 individuos, algo más del 55% del
total depositados, y coincidiría a grandes rasgos con los grupos
“Alcoy 3” y “Alcoy 4” de Horn (fig. 5.9). Se trata de un grupo
de figurillas de rostro naturalista cuyo cuerpo ha sido elaborado
a torno mientras que se utiliza un molde para la realización de
los rostros, encontrando tanto representaciones femeninas, las
más abundantes, como masculinas. Se trataría de una producción seriada ya que con el mismo molde se realizan sin distinción los rostros de ambos sexos, para ser posteriormente individualizadas mediante detalles en el peinado, la vestimenta o los
adornos realizados a mano.
Atendiendo a un criterio formal, hemos dividido las figurillas
pertenecientes a este primer grupo entre las que presentan la cabeza descubierta y las que portan la cabeza cubierta por algún tipo
de capucha o velo. El primer conjunto está compuesto por cabezas
de pequeño tamaño, cuyo rostro ha sido realizado mediante un
molde, para ser posteriormente retocadas a mano, técnica utilizada
para añadir en algunos casos unas grandes orejas bastante desproporcionadas en comparación con el resto, así como la realización
del peinado. Este último puede ser de dos tipos, un peinado ondulado, obtenido mediante incisiones circulares y que presentan 37
individuos, o un peinado elaborado mediante incisiones lineales
y que presentan seis individuos. Interpretamos este conjunto de
cabezas como masculinas.
A continuación, encontramos el grupo compuesto por figurillas con cabeza cubierta, que supone el conjunto más numeroso
de todo el repertorio con 194 ejemplares, en torno a un 45 %
del total. En primer lugar, documentamos 10 individuos cuya
cabeza está cubierta por una especie de capucha lisa, con una
ligera visera en la parte frontal y abultamiento en la parte alta,
que interpretamos como representaciones masculinas.
Finalmente, dentro de este tipo de representaciones naturalistas cabría incluir los exvotos con cabeza velada. Se trata del
grupo, sin duda, más numeroso, compuesto por 166 individuos
y que representa en torno a un 38 % del total. Nos encontramos
ante representaciones femeninas de cuerpo completo, con rostro
realizado a molde, cuerpo a torno y adornos añadidos posteriormente a mano. La cabeza se cubre con diferentes combinaciones, bien únicamente el velo, velo y rodetes, velo y toca o bien
velo, toca y rodetes. Dicho velo cae sobre los hombros, quedando abierto en la parte del torso, donde no se marcan los pechos,
aunque sí se remarca en algún caso en que se conserva la pieza
completa, el gesto de colocar las manos sobre el vientre. Los rodetes se representan mediante dos bolas de pasta colocados en el
lugar donde deberían estar las orejas, que nunca se representan,
a diferencia de lo que ocurre con las cabezas masculinas. En algunos casos también presentan diversos adornos como collares
o torques en la zona del cuello. En la parte inferior destaca la
representación de una falda plisada, cuyos pliegues se representan mediante líneas incisas y que llega hasta los pies, los cuales
también se encuentran representados.
Como iremos viendo a lo largo de este capítulo, resulta en
muchos casos difícil establecer una cronología concreta para
los exvotos, debido en buena medida a las condiciones de su
hallazgo o a la falta de una estratigrafía fiable. No obstante, en
este caso concreto, el de las figurillas del grupo I, nos resulta
de gran ayuda la existencia de algunos paralelos en el propio
espacio de hábitat del poblado de La Serreta o la documentada
en la fortificación de entrada (Llobregat et al., 1995: lám. 7)
y que nos llevarían a una cronología del s. III a.C. Por tanto,
se corresponderían con los momentos de mayor actividad en el
santuario y coincidentes con el auge de la ciudad.
Los paralelos estilísticos más cercanos a las figurillas femeninas, que son además las más abundantes de toda la colección,
los encontramos en la propia cultura ibérica, donde son bastante comunes las representaciones con cabeza cubierta por una
mitra y velo que encontramos tanto en la escultura en piedra
como en los exvotos en bronce del Alto Guadalquivir. Por otra
parte, algunos elementos como los gorros cónicos, las faldas
plisadas o las joyas elaboradas mediante grandes rosetones son
127
[page-n-141]
Fig. 5.9. Figurillas de rostro realista (Archivo Museo Arqueológico Municipal de Alcoi).
128
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menos comunes y presentan algunos paralelos en el mundo
púnico (Horn, 2011: 249). Por ejemplo, para el caso de las
características faldas plisadas de las figurillas femeninas de La
Serreta, así como por la técnica de fabricación, encontramos
algunos ejemplares similares en la necrópolis de Puig des Molins o en la Cueva d’Es Cuyeram, ambas en Ibiza.
Los paralelos más cercanos para las cabezas masculinas
también los encontramos en Ibiza, donde encontramos algunas cabezas con peinado representado por incisiones circulares en Puig des Molins. Asimismo, la representación de
orejas desproporcionadas también encuentra sus paralelos
más cercanos en las terracotas ebusitanas y en general en el
ámbito fenicio-púnico (Horn, 2011: 251).
Grupo IV. Figuras humanas esquemáticas
Dentro de este grupo incluimos 23 individuos que constituyen
el 5 % del total de la colección y se corresponderían con los
tipos “Alcoy 1” y “Alcoy 2” de Horn (fig. 5.10). Se trata de
representaciones de bustos tanto masculinos como femeninos
de distintos tipos elaboradas a mano, cuyo rostro se realiza mediante un pellizco en la arcilla fresca que da lugar a la nariz,
mientras que los ojos se representan mediante el añadido de
pastillas de arcilla. En algunas de ellas también se encuentra
representada la boca, bien mediante una línea incisa bien mediante el añadido de dos tiras de pasta. Otros atributos representados serían la mitra, lo que nos permite hablar de figuras
femeninas, o incluso los pechos en dos ejemplares. Dentro de
este grupo se incluyen también algunas figuras, las que Horn
identificó como “Alcoy 2”, que seguramente pertenecerían a
los denominados grupos, cuyo ejemplo paradigmático sería la
famosa representación de la diosa madre o curótrofa de la habitación sagrada del poblado (Grau, Olmos y Perea, 2008).
En cuanto a la cronología de este grupo, sería plausible situarla también en el s. III a.C. por paralelos en el propio poblado, como la pieza nº 2092 o la documentada en la puerta de
entrada (Llobregat et al., 1995: lám 8).
Si atendemos a los posibles paralelos de estas figurillas
esquemáticas, nos damos cuenta de que la técnica utilizada
para la elaboración del rostro, mediante un pellizco en la arcilla fresca, el añadido de dos pastillas de pasta que representan
los ojos o la forma vasiforme de algunos ejemplares a torno,
es bastante característica del mundo púnico, documentándose
entre las terracotas de Bithia (Cerdeña), Neapolis (Cerdeña),
Mozia (Sicilia) e Illa Plana (Ibiza) (Horn, 2011: 253). No en
vano, este grupo ha sido considerado el más púnico de todo el
conjunto (Aubet, 1969) aunque exista un problema cronológico, ya que, en el caso de las terracotas ibicencas, se datan en los
ss. VI y V a.C. Por otro lado, sí existe una mayor coincidencia,
cronológica y estilística, con las del depósito votivo de Bithia
(Pesce, 1965; Uberti, 1973). No obstante, no estamos hablando de una conexión directa, sino más bien de construcciones
Fig. 5.10. Figuras humanas esquemáticas (Archivo Museo Arqueológico Municipal de Alcoi).
129
[page-n-143]
híbridas que combinan elementos típicamente iberos como la
mitra o los cabellos con bucles, con una técnica de elaboración
mediterránea, ya que la coroplastia no es demasiado común en
momentos anteriores.
Grupo V. Representaciones de grupos
Dentro de este conjunto englobamos toda una serie de terracotas
en las que se representa más de un individuo, normalmente de
tipo esquemático y donde suele aparecer una figura central de
mayor tamaño, suponiendo casi un 10% del total de las piezas
documentadas (fig. 5.11). El ejemplo más completo de este tipo
de terracotas lo constituye el conocido como grupo de la Diosa
Madre que, aunque no fue hallado en el propio santuario, nos
permite en cambio el establecimiento de una cronología de la
segunda mitad del s. III a.C. para este tipo de representaciones
(Grau, Olmos y Perea, 2008: 18-20).
El conjunto de la Diosa Madre nos permite interpretar
otras figuras fragmentarias aparecidas en el espacio del santuario como pertenecientes a grupos con características muy
similares que no se han conservado, posiblemente vinculadas
a un mismo taller. También podrían constituir fragmentos incompletos de estos grupos las cabezas esquemáticas de ma-
yores dimensiones que pudieron corresponder a la divinidad
femenina central ataviadas con mitra y bucles a ambos lados
de la cabeza, con un ejemplar documentado en la fortificación
de entrada al poblado (Llobregat et al., 1995: 154) que vendría
de nuevo a avalar una cronología de finales del s. III a.C. para
este conjunto. Además de estas figuras femeninas, también
documentamos en el área del santuario una serie de individuos que se caracterizan por su pequeño tamaño, macizas, sin
rasgos ni peinado que las individualicen y de forma curvada,
que hemos interpretado como niños y que son muy similares
a los lactantes representados en el grupo de la Diosa Madre.
Finalmente, encontramos un ejemplar de paloma que también
encuentra su paralelo más próximo en esta placa.
Aparte de estas representaciones claramente vinculadas al
mismo taller que la terracota de la Diosa Madre, encontramos
otros grupos con un estilo distinto, pero con una temática seguramente muy similar y que pertenecerían a un taller distinto,
donde se puede apreciar una figura central sedente de mayor tamaño, mientras que a los lados se encuentran individuos de pie
e inclinados hacia la figura central. En unos casos, encontramos
figuras del mismo tamaño con una especie de túnica lisa que deja
al descubierto los pies, mientras que en otros portan una falda
Fig. 5.11. Grupos (Archivo Museo Arqueológico Municipal de Alcoi).
130
[page-n-144]
plisada de iguales características a las figuras femeninas realistas
del Grupo I. Esto nos lleva a pensar que las imágenes representadas en estos grupos no solo tienen un carácter esquemático, sino
que también las encontramos en una versión realista, cuyo mejor
ejemplo lo constituye el grupo en que se conserva un individuo
femenino con el rostro realizado a molde, un tocado donde se representa el cabello en la parte inferior y arracadas amorcilladas,
a cuya derecha se situaría otra figura, hoy perdida.
Más allá de los citados ejemplos que constituyen los grupos más completos, encontramos un conjunto bastante numeroso de restos fragmentarios que elevarían el número de
representaciones de grupos presentes en el santuario. Se trata
de hasta 47 fragmentos de pies sobre una placa de terracota,
característicos del segundo taller al que hacíamos referencia
anteriormente, así como 12 cilindros huecos de arcilla utilizados para la representación de los cuerpos de las figuras.
Este tipo de representaciones que incluyen a dos o más individuos, no es exclusivo de La Serreta, sino que las encontramos también en otros espacios sacros del área ibérica. Dentro de
este grupo, cabría incluir las representaciones de parejas que se
vienen documentando, si bien en exvotos metálicos, en los santuarios de la Alta Andalucía como Atalayuelas, Collado de los
Jardines o Castellar (Rueda et al., 2005; Rueda, 2011: 197-199).
También encontramos la representación de una pareja que porta
de forma conjunta un vaso caliciforme en los conocidos oferentes del Cerro de los Santos (Ruiz Bremón, 1989). Muy similar
es la escena representada en el relieve procedente del santuario
de Torreparedones donde aparecen dos figuras femeninas sosteniendo conjuntamente un vaso con el que realizan una libación
(Morena, 1989) o un fragmento de terracota del santuario de
Castellar donde se pueden observar dos figuras que comparten
un vaso caliciforme (Rueda, 2011: 137).
Por otra parte, encontramos diversas representaciones de
carácter colectivo, como por ejemplo la conocida placa de la
“danza bastetana” seguramente procedente del santuario de
Las Atalayuelas y donde se representan siete individuos, cuatro
hombres y tres mujeres agrupados por sexos en ambos lados de
la pieza (Rueda et al., 2005: 89). También procedente del Alto
Guadalquivir, concretamente del santuario de Castellar, encontramos una placa de terracota donde se representan tres figuras,
dos de ellas seguramente adultas que flanquean a un individuo
infantil situado en el centro de la escena (Rueda, 2011: 135). Ya
en el ámbito murciano se han documentado este tipo de terracotas vinculadas a espacios sacros distintos como son las necrópolis. Es el caso del grupo documentado en la sepultura 144 del
Cabecico del Tesoro donde se representa una figura femenina de
mayor tamaño y, delante de la misma y con un tamaño menor,
tres figuras enmarcadas por dos altares pintados con forma de
columna (García Cano y Page, 2004: 127). Finalmente, y procedentes de la necrópolis de El Cigarralejo, encontramos dos
piezas bastante fragmentarias. En la primera de ellas (C330) se
representan dos individuos, uno de ellos portando un diaulós,
aunque posiblemente falte un tercero que no se ha conservado,
mientras que en la segunda (C331) podemos ver al menos dos
figuras (Blech, 1992: 28; Horn, 2011).
Llegados a este punto es importante establecer una distinción entre los materiales correspondientes a la fase del santuario
propia del s. III a.C. y los pertenecientes a momentos posteriores. Cabría incluir en el primer grupo las figuras masculinas y fe-
meninas tanto de carácter realista como esquemático, los grupos
y las cabezas de culto contestanas, basándonos principalmente
en los paralelos existentes tanto en el propio espacio de hábitat
del poblado como en otros yacimientos. Mientras que parte del
grupo de los pebeteros, especialmente los de tipo Guardamar,
podríamos adscribirlo a la fase tardía de los ss. II-I a.C.
Valoración del conjunto
La personificación del culto. El primer elemento destacable
cuando nos aproximamos al estudio de los exvotos característicos de esta centuria con respecto a los ss. V y IV a.C., es
la humanización o personificación del culto. A partir de este
momento las ofrendas se van a caracterizar por la representación del propio devoto, donde la personalidad ya no se diluye
mediante la deposición un objeto, como las armas o las cerámicas del periodo anterior, sino que se opta por la apariencia
humana en una relación directa con la divinidad. Este cambio se constata muy bien en nuestro ámbito de estudio donde
en la fase anterior de los ss. V y IV a.C. encontrábamos un
predominio de los santuarios en cueva y donde los conjuntos
votivos se caracterizaban principalmente por la presencia de
elementos cerámicos como son los vasos caliciformes o las
ollas. Algo similar podríamos decir de las esporádicas frecuentaciones de santuarios contestanos como El Cerro de los
Santos, La Luz o La Malladeta en el s. IV a.C. donde las
evidencias se reducen a algunos restos cerámicos, normalmente importaciones áticas. Un proceso muy similar es que
el que encontramos en el área del Alto Guadalquivir, donde
la generalización de exvotos con la imagen del oferente se
produce en momentos algo más tempranos, concretamente a
mediados del s. IV a.C. (Rueda, 2011). Por último, también
se documenta esta dinámica en otras áreas del mediterráneo
como en los llamados depósitos votivos de tipo etrusco-lacial-campano cuyo máximo desarrollo lo encontramos entre
los ss. IV y III a.C. y donde en momentos precedentes predominaban los vasos y pequeños objetos suntuarios (Comella,
1981; Gentili, 2005).
Esta personificación del culto supone una transformación
ideológica importante que en la práctica ritual supone una mayor importancia del sujeto humano en su relación con la divinidad. Dicho cambio se ha interpretado en el marco de las
importantes transformaciones que a nivel político y social se
producen también en el s. III a.C. con la aparición de nuevas
fórmulas de organización que podríamos caracterizar ya como
de incipiente urbanización o ciudadanas. Este nuevo modo de
vida urbano que se va a ir consolidando se basaría en buena
medida en una mayor visibilidad de grupos sociales hasta este
momento invisibles, dando lugar a formas cultuales abiertas a
un sector más amplio de la sociedad. Este nuevo grupo social,
que se incorpora a las prácticas rituales desarrolladas en los
santuarios, serían las clientelas que, mediante la plasmación
simbólica de su imagen, pasan a ser reconocidos en el marco
de la comunidad (Rueda, 2008: 65; 2011: 285).
Los grupos sociales representados. Otro elemento que nos podría hacer pensar en la posibilidad de una base de representación
más amplia sería la utilización de materiales a priori humildes y
de fácil acceso como la arcilla en el caso de las figurillas de La
Serreta. No obstante, si profundizamos un poco más en el análisis de cuestiones como los atributos representados, el número
131
[page-n-145]
de individuos o el ritmo de deposición, esta ampliación de los
grupos representados en el santuario no parece tan clara como
en los santuarios oretanos. En primer lugar, si atendemos a los
atributos y adornos que portan estas figurillas nos encontramos
con elementos propios de la elite o de los grupos sociales más
elevados, especialmente en el caso de las representaciones femeninas ataviadas con grandes tocados, pendientes y en algunos
casos collares y que encuentran su paralelismo en las matronas
propias de la iconografía vascular. No obstante, cabe la posibilidad de que no solo se encuentren representados los miembros
de la elite, sino que también se incluyan en algunos casos otros
grupos sociales, posiblemente clientelas o grupos dependientes, como se desprende de la combinación de los elementos de
adorno en el caso de las figurillas femeninas. Por ejemplo, nos
encontramos con figuras únicamente ataviadas con el velo o con
una combinación del mismo con rodetes, siendo además el grupo más numeroso, mientras que otro pequeño grupo se representa engalanado con una combinación de velo, toca, rodetes y
en algún caso collares. Esta gradación nos permite suponer la
existencia de una cierta variabilidad en los segmentos sociales
representados en los exvotos depositados en el santuario.
Por otra parte, si analizamos un aspecto como es el ritmo de
deposición de exvotos o densidad ritual, tampoco parece que podamos hablar de una ampliación de la base social representada en
el santuario de La Serreta, sobre todo si establecemos una comparativa con las cuevas-santuario características del periodo anterior
o con otros santuarios coetáneos como los del Alto Guadalquivir.
No obstante, es importante señalar que nos encontramos ante un
ejercicio meramente aproximativo, teniendo en cuenta la problemática derivada del tipo de registro con el que trabajamos, ya
que resulta imposible conocer a ciencia cierta el volumen total
de exvotos depositados originalmente en estos espacios sacros.
Este cálculo hipotético del ritmo de deposición se basa en la identificación de un acto ritual a partir de la presencia de cada objeto
individual recogido en el lugar de culto.
Según nuestros últimos recuentos, contaríamos con un número mínimo de 360 exvotos para el s. III a.C., incluyendo las
llamadas cabezas de culto contestanas cuya datación resulta algo
más compleja, para un periodo de tiempo que no debió ser excesivamente dilatado, como delata el escaso número de generaciones de terracotas y que podría circunscribirse a la segunda mitad del s. III a.C., es decir, un par de generaciones. Teniendo en
cuenta que una generación serían unos 25 años, estos datos dan
lugar a una cifra de 180 individuos por generación que, comparados con los 17 individuos por generación en el caso de la Cova
de l’Agüela o los 28 de la Cova dels Pilars, pueden darnos la idea
de que sí se produce un aumento en la afluencia de devotos al
santuario. No obstante, debemos tener en cuenta que este tipo de
santuarios en cueva únicamente aglutinarían uno o dos oppida,
mientras que el territorio de gracia del santuario de La Serreta
estaría compuesto por al menos siete poblados. Por tanto, el total
de exvotos depositados en las cuevas-santuario de lo que posteriormente será el territorio comarcal de La Serreta (Cova dels Pilars, Cova de la Moneda, Cova de l’Agüela y Cova de la Pastora)
es de 333 individuos en unos 125 años, lo que supone unos 67
individuos por generación. De modo que, sí podríamos estar ante
un aumento del número de personas que toman parte en estas
prácticas rituales, aproximadamente el doble con respecto a la
fase anterior, pero no de tan grandes proporciones como pudie132
ra parecer sin tener en cuenta estas consideraciones. Asimismo,
esta densidad ritual contrasta también con el número de exvotos
depositados en los santuarios del Alto Guadalquivir, donde para
un periodo de unos 150 años, es decir, unas seis generaciones se
depositan miles de exvotos, al menos unos 10.000 conocidos si
sumamos los de los santuarios de Collado de los Jardines y los
Altos del Sotillo (Rueda, 2008: 55).
La representación de grupos. En este caso, podríamos distinguir, al menos, dos conjuntos diferenciados por razones temáticas. Por una parte, nos encontramos con las representaciones
cuyo ejemplo más paradigmático sería la conocida terracota
de la Diosa Madre, donde el elemento más característico sería la presencia de una figura central de mayor tamaño con
respecto al resto de individuos y que se interpreta como una
divinidad, así como una marcada frontalidad de la escena (fig.
5.12). Nos encontramos ante lo que se interpreta como una
diosa nutricia que amamanta a dos lactantes y que se acompaña de otras dos mujeres, posiblemente jóvenes como denota
su peinado con trenzas, que posiblemente presentan sus niños
a la divinidad en un ambiente ritual donde la música debía tener una gran importancia. También destaca el carácter colectivo de la escena, reforzando la idea de participación múltiple
en la línea de las estrategias ideológicas de carácter cooperativo desplegadas por las elites y las nuevas formas de agregación social características del s. III a.C. Este grupo genera
un vínculo que iría más allá de los lazos consanguíneos, convirtiéndose en syntrophoi, es decir, un conjunto de individuos
que han sido bendecidos el mismo día y que han recibido la
misma leche de la divinidad (Olmos, 2000-2001: 367). Como
ya hemos señalado, algunas otras terracotas documentadas en
el santuario podrían estar relacionadas con una temática muy
similar, aunque debido a su estado de conservación no podemos decir mucho más a nivel iconográfico.
Por otra parte, existen otros conjuntos que podrían estar mostrando grupos familiares, aunque en realidad resulte difícil discernir si lo que se pretende representar es, en cambio, un símbolo
de la propia comunidad (Prados, 2014). Dentro de esta interpretación podríamos incluir algunas terracotas del santuario donde no
existe una diferenciación clara de tamaño entre las figuras que nos
permitan hablar de la presencia de un personaje divino, aunque
de nuevo debido a la fragmentación de las piezas, resulte difícil
analizarlas con un mayor detalle. Esta representación de grupos
familiares se puede apreciar más claramente en otros ejemplos
citados anteriormente, como la placa conocida como “La danza bastetana” o la placa de terracota procedente del santuario de
Castellar, donde aparecen dos adultos y un individuo infantil en
posición central (Rueda, 2011: 135).
Esta representación de grupos familiares no excesivamente
extensos nos habla de la importancia que mantendría la familia
de tipo nuclear, una unidad básica en la organización de la
sociedad y en la articulación de la economía, a pesar de que
en esta época se han superado en buena medida las relaciones
consanguíneas que caracterizaban la sociedad parental, predominando otras formas de agregación como puede ser el linaje
gentilicio clientelar. De este modo, podemos entender el santuario como un espacio en el que se escenifican y se activan las
múltiples identidades a las que puede afiliarse un individuo y
que a su vez se superponen, en lo que se ha definido como nested identities (Scopacasa, 2015; 2014; Hakenbeck, 2007). En
[page-n-146]
Fig. 5.12. Grupo de terracota
conocido como “Deessa Mare”
(Archivo Museo Arqueológico
Municipal de Alcoi).
los exvotos de La Serreta se muestran elementos identitarios
diversos relacionados con la pertenencia a un género, clase
social o grupo de edad concretos, a lo que debemos añadir
ahora la voluntad de mostrar la adscripción al grupo familiar,
subrayando la importancia de una participación colectiva en
las prácticas rituales en este tipo de santuarios comunitarios.
Se establece de este modo un juego de identidades, una a nivel
colectivo que se expresa a partir de una forma socialmente
compartida de presentarse ante la divinidad y otra a partir de
la construcción de individualidades expresada en las variadas
formas que adquieren las imágenes.
Los ritos de iniciación. Por otra parte, un buen número de estos exvotos, concretamente los pertenecientes al Grupo III, que
representan figurillas masculinas y femeninas realistas, podrían
estar relacionados con ritos de iniciación, por lo que este santuario asumiría algunas de las funciones religiosas que hasta ese
momento desempeñaban las cuevas-santuario. Proponemos dicha interpretación a partir del análisis iconográfico de estas figurillas. En el caso de las figuras femeninas que, como ya hemos
visto, constituyen el conjunto más abundante de todo el registro,
se representan siempre con la cabeza cubierta, bien por un velo
únicamente o bien por la combinación de velo y toca, además
de portar diversas joyas, siendo ésta una iconografía característica de las matronas ibéricas y que podemos encontrar en muy
diversos soportes, como la escultura en piedra, la decoración
vascular o los exvotos en bronce. Esta representación contrasta,
como veíamos en el capítulo referente a los ritos iniciáticos, con
las representaciones de individuos juveniles, donde tiene gran
relevancia la presencia del peinado en forma en forma de trenzas y la cabeza descubierta, por lo que, aparte de representarse
el género del individuo, se hace también referencia a un grupo o
clase de edad concreto.
Algo similar se constata en las figurillas masculinas donde se
representan, en la gran mayoría de los casos, con la cabeza descubierta y el pelo corto, cuyo paralelo iconográfico más evidente
lo encontramos en el Vas dels Guerrers (Olmos y Grau, 2005)
donde el protagonista de la narración se representa al comienzo
de la iniciación con la cabeza descubierta y los cabellos cortos y
peinados en punta. Posteriormente, en esta misma narración, el
protagonista se representará con la cabeza cubierta al igual que
sucede con algunas de las terracotas masculinas del santuario, por
lo que podrían estar representándose distintas fases del proceso
de iniciación (fig. 5.13). Como ya tratamos en otro capítulo, el
cabello y su tratamiento son elementos con una enorme carga
simbólica, que conlleva toda una serie de significados sociales
y culturales y cuyo tratamiento constituye un código o lenguaje.
La representación del cuerpo. Dentro de ese juego de identidades múltiples a las que puede adscribirse un individuo encontramos una, el género, que resulta esencial en cualquier
sociedad humana. Podríamos definir el género como la propia
133
[page-n-147]
adscripción o identificación de un individuo y la adscripción
que otros hacen de él o ella a una o varias categorías de género
específicas sobre la base de la diferencia sexual socialmente
percibida y por tanto cultural e históricamente determinada. Es
decir, se trata de una construcción social, de los roles y atributos que una sociedad vincula a los distintos sexos y que, al
estar basada precisamente en la diferencia sexual, coinciden en
muchos casos con las categorías de hombre y mujer, aunque no
es algo necesariamente universal (Díaz-Andreu, 2005). Como
constructo social definido a partir de las prácticas sociales de
los individuos, el género va íntimamente ligado a otras cuestiones como el rango o el grupo de edad por lo que resulta necesario un análisis interseccional de todas estas variables.
Un elemento que destacable es la importancia que parece tener la representación del cuerpo en los exvotos femeninos, que
además suelen representarse con las manos sobre el vientre, en
un claro gesto relacionado con la fertilidad y que jugaría un rol
esencial en la iniciación femenina, ya que remite a la conclusión
del ciclo con la adquisición del estado de gravidez. Este importante papel del cuerpo contrasta con su ausencia en el caso de
los exvotos masculinos, donde solo se representa la cabeza con
algunos rasgos destacados como son los grandes ojos y orejas,
así como un marcado prognatismo que transmiten una actitud de
atención hacia la divinidad (fig. 5.13).
Siguiendo con los exvotos masculinos, es también destacable la ausencia en cuanto a la representación de los órganos
reproductores masculinos, rasgo muy destacado en muchos de
los exvotos en bronce de otros santuarios como los de la Alta
Andalucía o el de La Luz. También es importante señalar la ausencia de individuos portadores de armas entre los exvotos del
santuario de La Serreta, ya que solo se conoce un ejemplar de
carácter esquemático que portaría una falcata y que apareció en
el poblado (Grau, 1996b: fig. 19.3).
También cabe destacar la presencia de las pequeñas figurillas
que hemos interpretado como niños de corta edad que todavía no
se han convertido en miembros de pleno derecho de la sociedad
y pertenecientes a una fase del ciclo vital donde las diferencias
de género no son tan importantes. Por ello, su materialidad no se
construye en términos femeninos o masculinos, sino en base a su
condición de criaturas pequeñas: sin peinados, sin decoraciones y
sin rasgos faciales. La forma curvada de las terracotas indica que,
seguramente, éstas estarían en el regazo o en contacto con alguna
figura mayor, como en el caso de la plaqueta. Esta postura denota
la importancia del contacto y del cuidado que la comunidad tendría con los niños, que seguramente quedan bajo la esfera femenina y doméstica en estas primeras etapas. La presencia de niños en
los santuarios también se ha registrado en la toréutica giennense
con los llamados exvotos “enfajados”, cuyo cuerpo está envuelto a excepción de la cabeza y los pies (Prados, 2013). En otras
sociedades mediterráneas es a partir de los 5-7 años cuando se
inicia el aprendizaje fuera del hogar y comienzan a marcarse más
claramente las diferencias entre géneros.
En términos corporales, la principal característica de este
conjunto de exvotos es que nos permiten aproximarnos a la
manera de entender y construir los cuerpos en un contexto ritual como el santuario, siendo éste un elemento moldeable y
el resultado de un conjunto de agregaciones destacadas con
un valor social y personal. De este modo, se concibe como un
juego de partes que se fusionan para crear una unidad concre134
ta, son personal con elementos de quita y pon. Por tanto, la
construcción de la persona social es un ejercicio corporal fruto
de la suma y combinación de objetos y gestos (Grau, Amorós
y López-Bertran, 2017).
Otro aspecto importante es la relativa homogeneidad formal
de los exvotos, con una variabilidad bastante limitada en cuanto a
la expresión material de la ofrenda, ya que en la gran mayoría de
los casos se representa a los devotos, aunque con diversos matices
si atendemos a las representaciones masculinas y femeninas. Esta
cierta uniformidad y estandarización supone al mismo una amortiguación de las expresiones suntuarias por parte de las elites, ya
que se inhiben las ofrendas más ostentosas mediante la limitación
del repertorio de exvotos y se impide la amortización ritual de la
riqueza (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz., 2015: 268). Este hecho
no implica que los distintos grupos sociales o individuos se representen del mismo modo ya que, como hemos visto, existe una
cierta gradación que se expresa a partir de los adornos que presenta cada uno de los exvotos, aunque la calidad y la materia prima
utilizada sean las mismas. Todo ello supone la puesta en práctica
de estrategias ideológicas de cohesión que fomentan la cooperación entre los grupos de poder, tanto de la ciudad que actúa como
capital del territorio como de los oppida secundarios, atenuándose los comportamientos agonísticos o competitivos entre linajes
mediante prácticas rituales compartidas que generarían un sentimiento de pertenencia a la comunidad a través de un lenguaje de
expresión y un espacio comunes. Este desarrollo de estrategias de
carácter colectivo y cooperativo parece una pauta común entre las
sociedades ibéricas de la franja central mediterránea a partir del s.
III a.C. (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015).
El consumo de sustancias psicoactivas o enteógenos. Otra
cuestión que resulta muy interesante es la posibilidad de que
algunas de estas terracotas estén haciendo referencia a estados alterados de consciencia como consecuencia del consumo de sustancias de carácter psicoactivo. En este apartado
nos decantamos por la utilización del término enteógeno, que
implica un matiz más interpretativo, en lugar de otras denominaciones más genéricas como droga, que además conlleva
una serie de connotaciones negativas. El término “enteógeno”
fue acuñado en 1979 y deriva del griego entheos (dios generado dentro), haciendo referencia a sustancias consumidas en
contextos rituales y que producen alteraciones de consciencia
(Ruck et al., 1979: 146). También emplearemos el término
sustancias psicoactivas, algo más neutro, y que hace referencia a la capacidad de modificación de la actividad mental. Por
otra parte, y como se ha podido comprobar a partir de diversos estudios etnográficos, el consumo de enteógenos se da
siempre en un contexto ritual y no como un fin en sí mismo,
cuyo objetivo es establecer una conexión con las divinidades
o con el ámbito de lo sagrado, descartándose un carácter hedonista del mismo (Guerra, 2006: 99).
Uno de los elementos que podrían estar remitiendo a este
consumo serían los grandes ojos (López-Bertran, 2007), presentes especialmente en las terracotas de tipo esquemático y que se
vincularían a la obtención de transformaciones sensoriales que
llevarían a visiones de las divinidades u otros seres durante las
prácticas rituales desarrolladas en el santuario. Uno de los efectos
más visibles del consumo de determinadas plantas alucinógenas
es la dilatación de pupilas o midriasis, que en estos casos se plasmaría con el aumento del tamaño de los ojos (Guerra, 2006: 272).
[page-n-148]
Fig. 5.13. Modelo de representaciones masculinas y femeninas en
el santuario de La Serreta (Grau,
Amorós y Segura, 2017: fig. 4.66) y
diferencias en el peinado masculino
en la decoración del Vas dels Guerrers (Olmos y Grau, 2005).
El repertorio de sustancias psicoactivas presente en contextos ibéricos no resulta especialmente variado a nivel arqueobotánico, reduciéndose a cuatro especies susceptibles
de haber sido utilizadas como enteógenos. Asimismo, resulta
muy difícil discernir si su presencia en el registro arqueológico
es intencional y, en ese caso, si se debe a sus propiedades terapéuticas, culinarias o psicoactivas. No obstante, aunque no se
han documentado restos orgánicos en La Serreta, posiblemente porque no se han llevado a cabo estudios de esta naturaleza,
sí se documentan en otros asentamientos de la franja oriental
peninsular. En el fortín del Puntal dels Llops se documentó
la presencia de polen correspondiente a la especie Ephedra
distachya (Dupré, 1988: 78), cuyo consumo produce efectos
estimulantes en el sistema nervioso central, siendo uno de sus
efectos la dilatación de las pupilas.
También se ha documentado la presencia de Claviceps purpurea, también conocido como cornezuelo del centeno o ergot,
en un contexto sacro en Mas Castellar de Pontós como residuo
del cálculo dental de una mandíbula humana y en un vaso miniaturizado junto a restos de cerveza y levadura, cuya presencia
parece intencional (Juan-Tresserras, 2002). El cornezuelo es un
hongo parasitario que crece en las espigas de diversos cereales
en las zonas cálidas europeas y posee importantes propiedades
alucinógenas (Guerra, 2006: 441), no en vano, la dietilamida
del ácido lisérgico (LSD) se sintetizó a partir de sustancias presentes en este hongo. No debemos olvidar tampoco la teoría de
que el cornezuelo fuera uno de los ingredientes presentes en la
pócima conocida como kykeon y que pudo ser el causante de
las visiones extáticas experimentadas por quienes se iniciaban
en los Misterios Eleusinos (Wasson, Hofmann y Ruck, 1980;
Escohotado, 2008: 157-170). Resulta interesante que, en la
más antigua mención a este brebaje, el poema épico dedicado
a la diosa Deméter en los Himnos homéricos, se citen como
ingredientes únicamente harina de cebada, agua y poleo, que
en principio no lleva a pensar en que tuviese propiedades psicoactivas, a menos que el cereal estuviera parasitado por el cornezuelo. También tendría sentido la mezcla con agua, ya que
los principios activos alucinógenos del ergot son hidrosolubles,
a diferencia de los tóxicos (Guerra, 2006: 138), con lo que se
evitaría también el envenenamiento por este hongo, también
conocido como ergotismo.
Finalmente, se han documentado semillas de Papaver sp. en
varios asentamientos ibéricos relativamente cercanos a La Serreta como el Tossal de les Basses, Kelin y el Castellet de Bernabé
135
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(Pérez Jordà, 2013), sin que se pueda distinguir, al menos en los
dos últimos casos, si se trataría de la especie rhoeas o amapola,
muy común como mala hierba y sin propiedades psicoactivas, o
somniferum o adormidera, de la que se extrae el opio que presenta
importantes propiedades terapéuticas como analgésico. La variedad silvestre de la adormidera (Papaver setigerum) es una planta
autóctona de la cuenca Mediterránea, mientras que pudo ser en
la Península Ibérica donde se dieran las primeras evidencias de
domesticación (dando lugar a la subespecie Papaver somniferum)
durante el Neolítico (Guerra, 2006: 200). Por otra parte, la presencia de semillas, que pudieron utilizarse para la extracción de aceite, tampoco garantiza su uso como enteógeno ya que las sustancias
narcóticas se encuentran en el látex extraído de la cápsula de la
adormidera, generando también alteraciones en las pupilas, en este
caso una contracción de la misma o miosis. Las formas de consumo de esta planta resultan muy variadas, desde la preparación de
una infusión de cápsulas, que también pueden ser fumadas, hasta
el consumo del opio propiamente dicho, fumado, inhalando los
vapores de su combustión o por vía oral. Dicha sustancia actúa
sobre el sistema nervioso central, calmando el dolor y dando lugar
a una sensación de euforia, alegría y bienestar, borrando los límites
entre el sueño y la vigilia y favoreciendo la introspección (Guerra,
2006: 415; Escohotado, 2008: 1197-1205).
Más interesantes resultan las evidencias iconográficas de
cápsulas de adormidera sobre diferentes soportes en el mundo
ibérico (Izquierdo, 1997; Mata et al., 2007: 98-107) y especialmente en La Serreta. Una de las representaciones más claras de
adormidera es la que encontramos en el llamado kalathos de la
paloma hallado en la habitación sagrada del Sector F (Grau, Olmos y Perea, 2008: 16-17) donde se puede observar un ramillete
compuesto por tres cápsulas circulares, realizadas a partir de una
serie de círculos concéntricos con un punto central cuya parte
superior está coronada por el disco estigmático característico de
esta especie (fig. 5.14: 4). Al mismo tiempo son picoteados por
una gran paloma que suele asociarse a la divinidad. Muy similar
es el motivo representado sobre una tinajilla donde se representa
una cápsula con círculos concéntricos y disco estigmático (Mata
et al., 2007: 100) (fig. 5.14: 2). Otro ejemplo lo proporciona la
pátera umbilicata en barniz negro de Cales (Abad, 1983: 178179) que podría constituir en cierta medida una versión alóctona
de la escena que veíamos en el kalathos anterior (fig. 5.14: 5).
Se encuentra decorada por un relieve realizado a molde donde
se pueden apreciar una serie de ramilletes de cápsulas donde se
representa una vez más el característico disco estigmático junto
con erotes y, de nuevo, un par de aves. Finalmente, y aunque
sería de una cronología anterior al momento de uso del santuario,
encontramos la representación de una posible cápsula de adormidera en una falcata con decoración damasquinada depositada
como ajuar en la tumba 53 de la necrópolis de la Serreta y con
unas características muy similares a las de los anteriores ejemplos (Moltó y Reig, 1996: 127) (fig. 5.14: 3). Viendo todos estos
ejemplos no resulta exagerado afirmar que los habitantes de La
Serreta estaban familiarizados con esta planta y conocían tanto
sus propiedades como su simbolismo.
La adormidera se asocia con la muerte y el sueño eterno,
pero también tiene una vertiente femenina, por ejemplo, como
se observa en la Dama de la Adormidera de La Alcudia (Izquierdo, 1997: 70) no sólo en el mundo ibérico sino también
en el griego y el púnico por lo que, en ocasiones, se ha vincu136
lado su consumo con prácticas terapéuticas femeninas. Este
dato resulta muy interesante ya que debemos recordar que la
mayoría de figurillas de La Serreta son mujeres.
También resulta muy plausible que el acceso este tipo de
sustancias estuviese restringido a las clases dominantes, convirtiéndose en bienes de prestigio y en un símbolo de poder (Guerra, 2006: 99). Debemos tener en cuenta también que su consumo estaría limitado a un contexto ritual y cuya manipulación
estaría reservada a determinados “especialistas”.
Las cabezas de culto y los ancestros. Por otra parte, el grupo que
hemos denominado como cabezas de culto contestanas constituye
un grupo muy interesante, a pesar de que no se conozcan ejemplares en el poblado y su datación resulte algo más complicada.
Parece bastante claro que estas cabezas votivas no están representando a una divinidad concreta, aunque su forma parezca estar
inspirada en la de los pebeteros, ya que cada una de ellas posee
rasgos que la individualizan a partir de una base común como son
los rostros elaborados mediante un mismo molde. Posteriormente, se da una combinación de adornos como las características
arracadas o las diademas, no existiendo dos ejemplares exactamente idénticos. Estaríamos, por tanto, ante retratos del oferente,
aunque es cierto que se apartan del resto de representaciones con
unos códigos muy distintos en cuanto a imagen y tamaño, o bien
de los antepasados de las diferentes familias o linajes que habitaban el poblado de La Serreta o su territorio.
Siguiendo esta línea interpretativa, cabría tener en cuenta
dos hipótesis bastante plausibles. La primera de ellas nos llevaría a relacionar estas cabezas con la progresiva penetración en
los talleres locales de la retratística itálica de origen helenístico,
que se observarían también en distintos campos de la plástica
tardoibérica, no solo en la coroplástica, sino también en la toréutica y en la escultura en piedra (Noguera y Rodríguez, 2008:
383). Esta interpretación daría lugar a la propuesta de una cronología tardía para las cabezas contestanas, que se encuadrarían
en el s. II a.C. o inicios del I a.C. y cuya versión pétrea la encontraríamos en numerosas esculturas del Cerro de los Santos.
No obstante, no se trataría de retratos plenamente fisionómicos,
pero sí que es posible advertir una tendencia a la individualización y un cierto grado de singularidad en las mismas.
Este tipo de cabezas también presentan ciertas similitudes
con lo que se conoce como depósitos votivos de tipo etruscolacial-campano, asociaciones de materiales, esencialmente terracotas, caracterizados esencialmente por la representación
completa o parcial del ser humano, entre los que destacan las
cabezas votivas (Comella, 1981). Estos conjuntos se han interpretado en muchos casos como un signo de religiosidad popular
y con una ampliación de la base social que participa en las prácticas rituales que tienen lugar en los santuarios itálicos como
consecuencia de la etapa de recuperación económica del s. IV
a.C. Estas cabezas votivas estarían inspiradas en un primer momento en las máscaras y bustos que formaban parte del culto a
divinidades ctónicas en Sicilia y Magna Grecia, difundiéndose
a partir del último cuarto del s. VI a.C. por la Campania septentrional, el Lacio y Etruria meridional, con un momento álgido
de desarrollo entre los ss. IV y III para ir declinando en el s. II
a.C. (Gentilli, 2005: 367). Con la pérdida de del significado originario asociado a divinidades como Demeter-Koré, la cabeza
se configura como una imagen genérica del oferente, masculino
o femenino, en el seno de un culto popular. Estas cabezas están
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Fig. 5.14. Representaciones de
cápsulas de adormidera en La
Serreta (Fuentes, 2006: lám 4;
Moltó y Reig, 1995: lám 5; Grau,
Olmos y Perea, 2008: fig. 10;
Abad, 1983: fig. 2).
presentes en numerosos depósitos votivos documentados en diversos espacios sacros y santuarios de Italia central tales como
Veio, Lucus Feroniae, Praeneste, Lavinio, Minturno o Roma,
entre muchos otros (Comella, 1981: 720-758). Especialmente
rico en cuanto al número de cabezas votivas resulta el depósito
documentado en el santuario de Carsoli, en el territorio ecuo,
compuesto por 358 fragmentos y datado entre el s. III y mediados del II a.C. (Marinucci, 1976; Lapenna, 2004: 149-196).
No obstante, nos inclinamos más por la búsqueda de paralelos más cercanos geográfica y culturalmente como son
las denominadas cabezas de culto edetanas, sin descartar una
posible influencia centro-itálica, ya que como hemos podido
ver anteriormente, estas cabezas se hallan presentes en todo
el ámbito centro mediterráneo. De este modo coincidimos en
buena medida con la tesis planteada para las cabezas votivas
edetanas (Bonet, Mata y Guérin, 1990: 189) aunque en este
caso, la propuesta de que se trate de representaciones de los
antepasados parece más clara al haberse documentado parte
de estas terracotas en contextos domésticos. Como ya hemos
señalado anteriormente, este culto a las cabezas idealizadas de
los difuntos lo encontramos también en otras culturas mediterráneas como la Grecia Clásica o Roma. También nos resulta
muy interesante, en casos en que se conoce bien el contexto
arqueológico de estas cabezas como en el Puntal dels Llops, su
aparición cerca del umbral de la puerta, un espacio que, en numerosas ocasiones, se connota simbólicamente. Si bien en La
Serreta no han aparecido estas figuras en contextos domésticos,
sí que encontramos la figura del antepasado sacralizado en otro
soporte, como es el caso del Vas dels Guerrers en un espacio de
culto urbano (Olmos y Grau, 2005).
El culto a los antepasados juega un papel fundamental en la
definición genealógica de las relaciones sociales, justificando el
orden social del presente acudiendo a un tiempo ideal y modélico y legitimando el acceso de determinadas familias a ciertos
recursos y al poder político mediante la apropiación del pasado
(González Reyero, 2012: 113-114). En los ss. V y IV a.C. este
tipo de prácticas se llevarían a cabo, en parte, en las cuevassantuario, donde destaca la existencia en prácticamente la totali137
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dad de ellas, de restos funerarios de momentos anteriores al uso
ritual en época ibérica. Estos restos humanos, junto con otros
materiales cerámicos, serían visibles en época ibérica y podrían
ser interpretados como reliquias del pasado relacionadas con
el tiempo mítico y por tanto con los héroes locales que actúan
como ancestros del linaje dominante.
Con los cambios políticos que tienen lugar en el s. III a.C., el
culto a los ancestros practicado hasta el momento en las cuevassantuario situadas en la periferia perdería su papel como sancionador de los límites territoriales entre oppida, trasladándose al
centro del nuevo pagus, es decir, a la ciudad de La Serreta. Este
tipo de prácticas rituales parecen concentrarse en el santuario
local en el caso de los centros políticos del territorio, como La
Serreta o el Tossal de Sant Miquel, mientras que en el caso de
los asentamientos secundarios como el Puntal dels Llops o el
Castellet de Bernabé, se concentrarían en las viviendas destacadas de los cabezas de linaje.
Las prácticas de consumo ritual. Como ya vimos detalladamente en el capítulo referente a las prácticas de comensalidad, el
consumo ritual de comida y bebida resulta un elemento esencial en la articulación de las relaciones sociales y una estrategia
ideológica desplegada de forma frecuente por las elites ibéricas.
Cabe suponer que estas prácticas tendrían lugar también en el
santuario de La Serreta en el s. III a.C. ya que Visedo cita la
existencia de fragmentos de cerámica ibérica, pintada, común y
gris, cerámica fina de barniz negro, que suponemos ática o seguramente campaniense, además de cerámica de cocina (Visedo,
1922a: 8). Este conjunto de materiales debió ser objeto de una
recogida selectiva, que deducimos por la escasez de restos fragmentarios y la completa ausencia de ánforas en los depósitos
del Museo de Alcoi. Esta circunstancia limita en gran medida
nuestro análisis de las pautas de consumo ritual en el santuario
durante el s. III a.C.
En el caso del santuario de La Malladeta, la gran mayoría
de objetos que podemos datar con certeza en el s. III a.C.,
exceptuando algunos fragmentos de pebeteros, corresponden
a importaciones relacionadas con prácticas de consumo, como
son 4 individuos de la forma L.27 ab que se pueden adscribir
al taller de las Pequeñas Estampillas y 11 individuos de las
formas L.26, 27 y 27 ab del taller de las Tres Palmetas Radiales de Roses. También encontramos un predominio de las
importaciones púnicas como las de tipo ebusitanas engobadas,
donde predominan los boles tipo FE-13/13, las producciones
de barniz rojo gadirita o tipo “Kuass” y las ánforas (Rouillard,
Espinosa y Moratalla, 2014: 108-110 y 115-116). Valoraremos
más detenidamente estas evidencias relacionadas con el consumo ritual en la fase correspondiente a los ss. II-I a.C.
5.2.2. Los sAntuArIos en eL pAIsAje
En este apartado trataremos de ampliar nuestra escala de observación con el objetivo de analizar los santuarios del norte de
la Contestania, como son La Serreta, La Malladeta y Coimbra
del Barranco Ancho desde algunos de los presupuestos de la
Arqueología del Paisaje, ya que como hemos ido viendo, estos
espacios contribuyen a la creación y la reproducción de la estructura social. En esta primera fase de los santuarios, la del s.
III a.C., la vinculación no solo con la capital, sino también con
el territorio político, parece clara.
138
Ubicación y visibilización de los santuarios
El primer elemento de importancia a la hora de estudiar los santuarios desde este tipo de presupuestos es la ubicación de los
mismos, situándose, como ya hemos visto, en la parte más alta
del cerro y junto a la ciudad ibérica en el caso de La Serreta o
en un prominente cerro costero cercano a la capital en el caso de
La Malladeta. Este emplazamiento permite suponer una vinculación muy estrecha con el enclave que en estos momentos actúa como capital del territorio, hasta el punto de que para poder
acceder al espacio sacro sería necesario cruzar todo el poblado
en el caso de La Serreta y por tanto desempeñaría un importante
papel en los cultos urbanos. No obstante, igual de evidente parece la relación del santuario con el territorio, que se desprende
de su ubicación destacada en el paisaje y del estrecho vínculo
visual con su entorno, por lo que tendremos en cuenta también
sus funciones de carácter supraurbano.
En definitiva, debemos considerar la importancia del santuario en ambas esferas y centrarnos en las funciones que pudo
desempeñar, sin entrar tanto en discusiones referentes a si nos
encontramos ante un santuario urbano, periurbano o extraurbano. En este caso abogamos por su definición como un santuario
de tipo poliádico, tomando prestado un término acuñado para
el mundo griego, donde no es posible entender el concepto de
polis sin hacer referencia tanto al núcleo habitado, asty, como a
su territorio político, khora (De Polignac, 1984).
Uno de los elementos básicos que debemos tener en
cuenta a la hora de valorar la importancia del santuario a
nivel territorial es la visibilidad, que podría definirse como
la forma de exhibir y destacar determinados productos de
cultura material, reflejando la existencia de un grupo social
(Criado, 1991: 23). En este caso, no tendría tanta importancia la visibilidad del territorio circundante desde el santuario
como el alto grado de visibilización del cerro, como es el
caso de La Serreta que, por su carácter exento, es fácilmente
identificable desde cualquier punto del territorio periférico.
Lo mismo podemos decir para el caso del santuario de la
Malladeta, ubicada en un prominente cerro costero, visible
desde diversos puntos de la llanura circundante y fácilmente
reconocible también desde el mar. La percepción del lugar
donde se ubica el santuario por parte de las poblaciones que
habitan los valles de Alcoi, o de la llanura litoral de la Marina Baixa estaría socialmente determinada e implicaría un
conocimiento previo del mismo, de manera que pueda reconocerse lo percibido a través de los sentidos y resulte además
comprensible (Criado, 1991: 23). Dicha prominencia visual
ha sido comprobada mediante la aplicación de herramientas
SIG de visibilidad acumulada, lo que permite constatar que
los elementos más visibles del paisaje son, por una parte, los
relieves que conforman los límites comarcales y, por otra,
la propia montaña de La Serreta, es decir, los confines y el
centro del territorio político (Grau, 2010a: fig. 8).
Esta alta visibilización se basaría no solo en el relieve
orográfico que supone el monte de La Serreta, sino que también tendrían una gran importancia las alteraciones de origen
antrópico que fueron transformando el cerro a lo largo de su
historia. Nos referimos a toda una serie de estructuras que también serían perceptibles desde la distancia, como por ejemplo
la muralla que delimita el poblado en su vertiente norte o las
construcciones de hábitat dispuestas en terrazas en la ladera
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sudeste. Es posible que esta percepción de las estructuras del
poblado desde la distancia hiciera innecesaria la monumentalización del santuario en el s. III a.C. ya que lo que primaría
sería la visión del conjunto por la íntima vinculación ciudadsantuario. Como veremos, en la segunda fase del santuario y
en un momento en el que el poblado ya ha sido abandonado,
por lo que quedará de alguna forma aislado en el paisaje, sí se
llevarán a cabo diversas actuaciones, una de cuyas motivaciones sería la de dotarlo de una mayor prominencia visual.
Peregrinaciones y rituales cinéticos
Otra cuestión importante son los resultados que se desprenden del análisis del patrón de accesibilidad que nos revela,
una vez más, la posición central del santuario con respecto
al territorio comarcal. Mediante la aplicación de programas
SIG se constata que el 80% de los enclaves habitados en el
s. III a.C. se ubican a una distancia que no va más allá de las
cuatro horas de recorrido, trayecto de ida y vuelta que podría
realizarse en un solo día (Grau, 2010a: 116-117). Por tanto,
debemos entender este espacio comarcal como un “territorio
de gracia” que constituiría el radio de acción desde el centro
cultural con capacidad para atraer a sus habitantes (Morinis,
1992: 18-25) (fig. 5.15). Un modelo muy similar se puede
proponer para el santuario costero de La Malladeta.
Dichas peregrinaciones o romerías han sido tratadas anteriormente en el capítulo referente a la iniciación por lo que trataremos
de no repetirnos demasiado, aunque sí sería interesante recordar
algunas cuestiones para aplicarlas a este caso concreto. En primer
lugar, es necesario tener en cuenta que se trata de un viaje de
carácter centrípeto, ya que incluye tanto el desplazamiento al san-
tuario como el regreso al hábitat y donde juega un papel esencial
el movimiento, entendiéndolo como un ritual cinético (Coleman
y Eade, 2004). Este desplazamiento a través de paisajes cotidianos contribuiría también a generar un sentimiento de pertenencia
al territorio comarcal regido por la ciudad que actúa como capital
del territorio, que sería recorrido, asimilado y reconocido a través
del movimiento. En la misma línea, diversas propuestas antropológicas aplicadas a contextos arqueológicos, evidencian que, tanto la peregrinación como el santuario, tendrían un papel esencial
como factores de cohesión social (Alfayé, 2010; López-Bertrán,
2011), como también se ha propuesto recientemente para la interpretación de los santuarios contestanos (García Cardiel, 2015).
Estas peregrinaciones, que pudieron llevarse a cabo siguiendo un calendario ritual prescrito y basado en los ciclos agrícolas,
se convertirían de este modo en mecanismos rituales integradores que generarían la convergencia de grupos y comunidades diferentes que compartirían experiencias religiosas colectivas, que
se manifestarían a través de prácticas comunitarias (Sallnow,
1981: 163-182). No obstante, dichos rituales no responderían a
una homogeneidad completa, sino que seguramente participarían
grupos sociales muy distintos que darían lugar a una pluralidad
de discursos y prácticas distintos (Alfayé, 2010: 183).
La vinculación con la capital del territorio
Como venimos señalando desde el inicio del capítulo, la vinculación del santuario con la ciudad que actúa en el s. III a.C. como
capital política del territorio es muy estrecha, como se desprende, por ejemplo, de su ubicación. Asistimos en esta centuria a un
cambio importante en el modelo de paisaje sacro característico
de esta zona, produciéndose un traslado del espacio de culto des-
Fig. 5.15. Ubicación del santuario de La Serreta respecto a los principales asentamientos del s. III a.C.
139
[page-n-153]
de la periferia, que caracterizaba el modelo de las cuevas-santuario en los ss. V y IV a.C., al centro del territorio comarcal que
se materializa en la ciudad de La Serreta. De este modo, este enclave se convierte no solo en el referente político, sino también
simbólico de este proyecto geopolítico que supera los límites de
los territorios locales de la fase anterior, convirtiéndose en una
especie de omphalos de la geografía sagrada donde sería posible
alcanzar un contacto más directo con la divinidad (Alfayé, 2010:
179), al mismo tiempo que fomentaría la agregación de las distintas poblaciones que conforman el territorio político.
La ubicación del santuario en uno de los extremos del cerro
donde se asienta la ciudad ibérica y en lo que podríamos catalogar como una especie de acrópolis, implica que para llegar hasta
el mismo sea necesario recorrer todo el poblado a través de la
calle que transcurre por la cima del cerro, que actuaría a modo
de vía sacra. Este requisito para acceder al santuario se traduciría
en un control del mismo por parte de las elites residentes en la
capital del territorio, que de este modo podrían controlar incluso
el acceso, generando así una relación de vasallaje con respecto a
las elites del resto de oppida, que además tienen el privilegio de
albergar la morada de los dioses. Esta cercanía a las divinidades
otorgaría, sin duda, una especial relevancia a los habitantes de
la capital del territorio. La relación de subordinación también se
haría patente en la necesidad de trasladarse desde sus respectivos
asentamientos a la capital para participar en las prácticas rituales
llevadas a cabo en el espacio sacro.
Un proceso similar parece darse en la costa donde el santuario de La Malladeta estaría vinculado al oppidum ubicado
en el Barri Vell de Villajoyosa. El lugar de culto se ubica en un
cerro costero situado a 1,5 km del asentamiento, en un punto
claramente visible tanto desde la llanura circundante como desde el mar, por lo que pudo constituir un elemento importante en
la navegación marítima. En este caso nos encontramos con el
problema que supone el escaso conocimiento de la secuencia de
ocupación del oppidum por ubicarse bajo el casco antiguo de la
ciudad actual y sus características en el s. III a.C., aunque cabe
suponer que se trataría de un enclave fundamental si atendemos
a su importancia en la etapa tanto anterior como posterior (Espinosa, Ruiz y Marcos, 2005), por lo que pudo convertirse en la
capital de un proyecto político de tipo comarcal.
La misma vinculación con el poder político centralizado en
la ciudad que actúa como capital del territorio, la encontramos en
el caso de Coimbra del Barranco Ancho, cuyo santuario se ubica sobre un cerro al este del Cerro del Maestre, donde se ubica
el poblado y las necrópolis, y separado por un collado (García
Cano et al., 1991-1992; 1997). El poblado se ubica en las estribaciones septentrionales de la sierra de Santa Ana, concretamente
en un amplio rellano del primer tercio de la ladera norte y sudeste
del Cerro del Maestre. Este oppidum fortificado estaría ocupado
desde finales del s. V a.C. hasta inicios del s. II a.C., momento
en que es finalmente destruido (García Cano y Page, 2007), seguramente como consecuencia de la reestructuración territorial
que sucede a la conquista romana de esta área. La importancia
del asentamiento también se refleja en la existencia de tres necrópolis de cremación como son, la necrópolis del Barranco donde
se han documentado 10 tumbas datadas en el s. IV a.C.; la necrópolis de la Senda, compuesta por 47 enterramientos con una
cronología entre el 410 y el 330 a.C. y la necrópolis del Poblado,
donde se ha documentado un centenar de tumbas datadas en140
tre inicios del s. IV a.C. y el abandono del poblado a principios
del s. II a.C., siendo la necrópolis más importante del conjunto
en el s. III a.C. y donde se ubican algunas de las tumbas más
destacadas tanto por sus estructuras como por su ajuar (García
Cano et al., 2008). La importancia de esta necrópolis, sumada a
la presencia de un santuario y al tamaño del hábitat, convertirían
a este asentamiento en un importante centro político que pudo
actuar como capital de un territorio comarcal en el s. III a.C. en
el que se insertarían otros oppida secundarios como Coimbra de
la Buitrera o el Cerro del Castillo de Jumilla, así como diversas
aldeas en el llano, así como un enorme control visual del valle
ubicado al norte del asentamiento y de las vías que comunican
con el valle del Segura y el corredor de Almansa que enlazan con
la costa y la Meseta (García Cano et al. 2016). No obstante, sería
necesario un estudio más detallado para conocer mejor los procesos políticos que tienen lugar en este territorio del Altiplano de
Jumilla-Yecla en época ibérica.
Por otra parte, también resulta significativa la posible relación de estas prácticas rituales con ritos de iniciación, que serían
un factor determinante como requisito para el acceso al grupo
dominante. Este tipo de prácticas resultan especialmente importantes en sociedades de tipo heterárquico, como entendemos el
caso ibérico, donde el acceso a los grupos de poder no estaría
únicamente determinado por nacimiento, sino que debería ser
renovado y afianzado constantemente mediante la puesta en
práctica de diversas estrategias ideológicas, como hemos ido
viendo a lo largo de este trabajo. Estos rituales de iniciación
tendrían un carácter excluyente, generando una identidad compartida entre los miembros de la elite de los distintos oppida,
diferenciándose así del resto de la población. Esta función sería
asumida en estos momentos por la capital del territorio y no ya
por las cuevas-santuario ubicadas en la schatià.
La creación de una identidad étnica y los proyectos
geopolíticos comarcales
La última cuestión que abordaremos en este análisis del santuario de La Serreta en el s. III a.C. es la relación que pudo existir
entre este espacio sacro y la creación de una identidad étnica que
formase parte el conjunto de estrategias ideológicas desplegadas
para la legitimación del nuevo proyecto geopolítico. Para abordar
esta cuestión sería necesario explicitar previamente qué entendemos por identidad étnica, ya que se trata de un concepto bastante
complejo que se ha utilizado frecuentemente en arqueología con
connotaciones muy diversas.
A inicios del s. XX y en el seno del paradigma histórico
cultural, la etnicidad era definida atendiendo únicamente a la
cultura material, basándose en una correlación simplista entre
pueblo, lengua y cultura arqueológica y siendo sus principales
exponentes G. Kossinna y V. Gordon Childe. Desde este punto de vista esencialista, los grupos étnicos eran considerados
como entidades estáticas que podían ser claramente definidas
atendiendo a su esencia y distinguidos arqueológicamente por
su cultura material. Asimismo, se trataba de entidades cerradas
que podían ser estudiadas de forma aislada.
A partir de los años 1960 se irán introduciendo nuevas
concepciones en relación a esta cuestión procedentes de las
teorías antropológicas de corte socio-constructivista, donde
destacarían los trabajos de autores como Leach (1964), Moerman (1965) o Barth (1976). A partir de este momento se va a
[page-n-154]
concebir la etnicidad como un constructo social subjetivo, fluido y situacional, además de introducir una perspectiva instrumentalista, afirmando que la afiliación a una identidad étnica
concreta puede estar motivada por razones de tipo económico
o político (Fernández Götz, 2009: 190).
Será a partir de los años 1990 cuando se produzca un auge en
la aplicación de este tipo de planteamientos al campo de los estudios arqueológicos, en el marco de las teorías postprocesualistas
y adaptando también aportaciones desde la llamada Teoría de la
Práctica (Bourdieu, 1977; Giddens, 1986). Cabría destacar en este
sentido la obra The Archaeology of Ethnicity de S. Jones (1997)
o Ethnic Identity in Greek Antiquity de J. Hall (1997). Resultan
especialmente interesantes las definiciones que S. Jones incluye
al inicio de la citada obra, donde define la identidad étnica como
“aquel aspecto de la auto-conceptualización personal que resulta de la identificación con un grupo más amplio por oposición a
otros sobre la base una diferenciación cultural percibida y/o una
descendencia común”. Por otra parte, un grupo étnico sería “cualquier grupo de personas que se considera a sí mismo diferenciado
de otros y/o es diferenciado por otros con los que interactúa o coexiste sobre la base de sus percepciones de diferenciación cultural
y/o descendencia común”. Y para finalizar con las definiciones,
que por otra parte creemos necesarias para clarificar un tema tan
complejo como éste, esta autora define la etnicidad como “todos
aquellos fenómenos sociales y psicológicos asociados con una
identidad de grupo culturalmente construida. El concepto de etnicidad se centra en las maneras por las que los procesos sociales y
culturales se cruzan unos con otros en la identificación de grupos
étnicos y la interacción entre ellos” (Jones, 1997: xiii).
Por tanto, no entenderíamos la etnicidad como un ente estático, sino más bien como una construcción o proceso histórico
cuyos fundamentos se basan principalmente en las propias prácticas sociales de los grupos humanos (Fernández Götz, 2009:
191; Ruiz Zapatero y Álvarez-Sanchís, 2002: 255). En este sentido y por su carácter situacional y fluido, la etnicidad sería solo
una más de las múltiples identidades a las que podría afiliarse
un individuo y que a su vez se superponen y cointegran, tales
como la familia, el género, clase social o territorio, que se activarían o fomentarían dependiendo del contexto histórico, en
lo que se ha definido como nested identities (Scopacasa, 2015;
2014; Hakenbeck, 2007; Díaz-Andreu, 1998).
Si entendemos estas construcciones identitarias como procesos basados en las propias prácticas sociales, sería lógico
pensar que puedan ser abordadas desde un punto de vista arqueológico, si bien con numerosas cautelas, ya que los distintos
grupos étnicos manifiestan su identidad, de forma consciente o
inconsciente, mediante elementos culturales muy diversos que
debemos interpretar (Fernández Götz, 2009: 191).
Como hemos ido viendo a lo largo de este trabajo existen
escenarios muy diversos donde la pertenencia a la comunidad
puede ser negociada, sancionada o disputada, incluyendo en
este caso los santuarios territoriales. El uso común y compartido de este tipo de espacios sacros se convertiría en un recurso esencial para la negociación de la identidad colectiva y la
pertenencia a una comunidad étnica politizada (Earle, 1997:
153), además de legitimar las relaciones jerárquicas mediante
la naturaleza ritual y política de las actividades que se llevarían a cabo en este tipo de espacios (Fernández Götz y Roymans, 2015: 30). Este tipo de recursos serían especialmente
útiles en el caso de comunidades políticas inmersas en un proceso de auto definición, manifestando su cohesión interna mediante rituales de integración (Scopacasa, 2015: 191), como
sería el caso del pagus de La Serreta en el s. III a.C., buscando
así la sanción ideológica del nuevo proyecto político.
Más allá de las consideraciones teóricas, que son muy importantes a la hora de clarificar algunos conceptos, debemos
aplicar dichos planteamientos a nuestro caso concreto de estudio. Dicho de otro modo ¿cómo se reflejan estas cuestiones
relacionadas con la identidad en el registro arqueológico y
más concretamente en el santuario de La Serreta? Debemos
atender no solo a los objetos en sí mismos sino también a
su relación con los agentes, basándonos en el análisis de las
prácticas que dan lugar a dichas construcciones identitarias.
Uno de los medios más efectivos para generar un sentimiento
identitario es el hecho de llevar a cabo un ritual de forma colectiva y bajo unas mismas pautas. En nuestro caso, la acción común
de depositar un mismo tipo de exvotos de arcilla, en un mismo
espacio sacro y en un momento determinado, se convertiría en un
medio para consolidar el habitus colectivo de los participantes,
generando una idea de pertenencia cívica, así como una identificación con el territorio, que se reforzaría también mediante el
acto de la peregrinación (García Cardiel, 2015b: 92).
Otro rasgo característico de este tipo de procesos de etnogénesis o de creación activa de una identidad colectiva es su
importancia en momentos de tensión o inestabilidad política,
ya que es en estas circunstancias cuando las comunidades son
más proclives a establecer unos límites claros entre el propio
grupo y los “otros”. Dicho planteamiento se condice bien con
la situación política en la que se encuentra inmerso el territorio de los valles de Alcoi en la segunda mitad del s. III a.C.,
con un proyecto político de corte centralizador presidido por
La Serreta que pudo generar un cierto clima de inestabilidad
en sus inicios y que requeriría de una legitimación ideológica
impulsada por las elites gobernantes.
Dentro de estas estrategias encaminadas a la creación de
una identidad colectiva, no solo incluiríamos los rituales llevados a cabo en el santuario, sino también otras manifestaciones como por ejemplo las decoraciones figuradas de estilo narrativo sobre soporte cerámico. La ideología del poder
también se materializa en forma de objetos que poseen la
capacidad de transmitir determinados mensajes o ideas entre
individuos o grupos, siendo especialmente eficientes en las
largas distancias. De igual forma, también pueden comunicar
una narrativa estandarizada a un grupo amplio de individuos
de forma simultánea (Demarrais, Castillo y Earle., 1996: 18).
A mediados el s. III a.C. surge un estilo que podríamos considerar como característico del territorio de La Serreta y que
encuentra sus mejores paralelos en las producciones edetanas,
también datadas en este momento (Aranegui et al., 1996; Aranegui, Mata y Pérez Ballester, 1997). Es destacable que a partir de este momento los relatos míticos pasan a plasmarse en
los grandes recipientes cerámicos en forma de escenas pintadas abandonándose otros soportes más costosos y ostentosos
como podía ser la escultura en los espacios funerarios, siendo
estos nuevos códigos simbólicos compartidos por las elites
de diversos territorios políticos generando una identidad común que las legitima. Este tipo de cerámicas serían usadas
y exhibidas en rituales o eventos comunitarios transmitiendo
141
[page-n-155]
de este modo una serie de mensajes relacionados con la naturaleza diferenciada de los miembros de la elite mostrando las
actividades propias de su rango como la caza, la guerra, los
rituales de iniciación, el trabajo textil o la plasmación de los
mitos relacionados con el héroe fundador del linaje dominante. No obstante, esta es una cuestión que requeriría un estudio
mucho más detallado que no abordaremos aquí.
No debemos olvidar tampoco la importancia que la construcción de la identidad de género tendría en el marco del
santuario, donde las mujeres están presentes y además con un
papel protagonista en uno de los espacios públicos más importantes del territorio, donde se está construyendo una identidad
colectiva que legitime el nuevo proyecto geopolítico presidido
por esta ciudad y donde se están negociando las relaciones de
poder. En un momento y un espacio en que se priman las estrategias ideológicas cooperativas frente a las competitivas de la
fase anterior donde tenían un mayor protagonismo elementos
como las armas, ausentes en el santuario, las prácticas rituales
se expresan, en muchos casos, en femenino.
Hasta el momento hemos atendido únicamente a causas
endógenas para explicar este proceso, es decir, a las propias
transformaciones originadas en el seno de las comunidades
locales. No obstante, podríamos considerar también los factores externos, tal y como propone, en nuestra opinión de forma
muy bien argumentada, J. García Cardiel (2014a). Este autor
incide en la posible influencia que pudo tener en el desarrollo del santuario la situación política y militar derivada de la
presencia púnica en las costas contestanas, concretamente en
el Tossal de Manises (Olcina, Guilabert y Tendero, 2010) y
sus posibles vínculos con La Serreta (Olcina et al., 1998: 4142). En este contexto de gran inestabilidad, se haría necesaria
la legitimación ideológica de estos vínculos políticos entre
las elites dirigentes de La Serreta y el Tossal de Manises, lo
que por otra parte fortalecería el poder de los gobernantes
iberos, favoreciendo al mismo tiempo el desarrollo de su proyecto geopolítico comarcal. Dicha estrategia se manifestaría
a través de las prácticas rituales desarrolladas en un espacio
especialmente propicio para la manipulación ideológica como
es el santuario, con un ritual formalmente ibérico como es la
deposición de exvotos, pero revestido de un lenguaje iconográfico punicizante (García Cardiel, 2014a: 87).
Es indudable que existe una influencia púnica en el lenguaje
iconográfico de una parte de la coroplástica ibérica, que no solo
se hace patente en los exvotos del santuario de La Serreta, sino
que también se atestigua en otros casos como el de las cabezas
de culto edetanas o las del santuario de Coimbra del Barranco
Ancho. De igual modo, tampoco descartamos que la compleja situación política derivada de la II Guerra Púnica pudiese tener una
cierta influencia en las estrategias ideológicas de las elites ibéricas a finales del s. III a.C. No obstante, nos inclinamos más por
analizar este proceso de construcción de un territorio político de
carácter supralocal y las consecuentes estrategias de creación de
una identidad colectiva atendiendo a causas endógenas, es decir,
como consecuencia de la evolución de las propias comunidades
locales. De hecho, este tipo de procesos se constata de forma clara
para otros territorios ibéricos y en fechas incluso anteriores, como
puede ser el caso del pagus de Cástulo, cuya configuración se inicia a mediados del s. IV a.C., consolidándose en el III a.C. (Ruiz
et al., 2001; Ruiz y Molinos, 2007: 20). También encontramos
142
otros ejemplos bien conocidos, en la franja central mediterránea,
de configuración de estructuras territoriales presididas por un núcleo urbano ya en el s. IV a.C. como es el caso de los territorios
de Kelin y Edeta (Mata et al., 2001; Bonet, 1995).
5.3. LOS SANTUARIOS EN TIEMPOS
DE LA IMPLANTACIÓN ROMANA (SS. II-I A.C.)
La conquista romana supone toda una serie de cambios profundos que conllevará una reorganización de la estructura territorial en el paisaje del área central de la Contestania. Los
cambios más drásticos de nuestra área de estudio se hacen
patentes en el territorio de La Serreta, cuya capital será abandonada en estos momentos, lo que se desprende de las fases de
destrucción y abandono constatadas arqueológicamente, como
resultado de la II Guerra Púnica a finales del s. III a.C. o de
sus consecuencias inmediatas a inicios del II a.C. (Grau Mira,
2002; Olcina et al., 1998). Con la destrucción y abandono del
núcleo que hasta este momento constituía el centro rector del
territorio político, el nuevo poder romano se aseguraba la eliminación de la unidad geopolítica comarcal que había comenzado a gestarse en el siglo precedente y que había caracterizado el sistema de poblamiento. Sin embargo, el resto de oppida
secundarios no correrán la misma suerte, perviviendo en esta
nueva fase y manteniendo el control de sus respectivos valles,
al igual que sucede con la mayoría de los asentamientos rurales, con lo que podríamos hablar de una cierta continuidad de
las redes de poblamiento precedentes. No obstante, no debemos olvidar los abandonos y destrucciones que se producen en
estos momentos en otras áreas contestanas, como el del oppidum de Coimbra del Barranco Ancho o los centros costeros de
La Escuera y Tossal de Manises, muy vinculados a la presencia bárquida en el sudeste peninsular y por tanto, es donde las
consecuencias derivadas de la conquista serán más visibles.
En el caso de la Vega Baja del Segura, uno de los espacios
más densamente poblados de la Contestania en momentos anteriores se asiste en estas fechas a un relativo despoblamiento,
mientras que en el territorio de l’Alacantí, parece mantenerse
la densidad con el surgimiento de nuevos asentamientos costeros, seguramente como consecuencia del desplazamiento de la
población tras el abandono del Tossal de Manises (Moratalla,
2004: 881-884).
En el territorio de Allon, donde recordemos se ubica el santuario de La Malladeta, los efectos de la conquista romana no
resultan tan evidentes como en los valles de Alcoi, lo que se
debe, en parte, a la imposibilidad de establecer una secuencia de
ocupación detallada de la ciudad ibérica por las características
de su registro arqueológico, derivadas de su ubicación bajo el
casco urbano de la actual Villajoyosa. No obstante, existen numerosos indicios que reflejan la continuidad y desarrollo de este
núcleo de población durante los ss. II y I a.C. (Ruiz y Marcos,
2011) así como una intensa actividad en el santuario comarcal
de La Malladeta (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014) como
iremos viendo a lo largo de este apartado, además de indicios de
un crecimiento demográfico notable en todo el territorio de la
Marina Baixa (Moratalla, 2004: 884).
Finalmente, otro territorio sumamente interesante para el
estudio de los paisajes sacros en estos tiempos de cambio es
el de la ciudad de Saitabi, que no habíamos incluido en nues-
[page-n-156]
tro trabajo hasta ahora. También en esta zona septentrional de
la Contestania habíamos asistido a una reestructuración del
poblamiento desde finales del s. IV a.C., cuando el núcleo de
Saitabi se convertiría en el nuevo centro rector del territorio
compuesto por La Costera y el Valle del Canyoles y cuyo eje
vertebrador sería la Via Heraclea (Pérez Ballester, 2014). Con
la conquista romana, Saitabi pasa a ser una civitas stipendiaria
desde inicios del s. II a.C., seguramente por la aplicación de la
fórmula conocida en las fuentes como deditio, lo que supondría una rendición incondicional de la ciudad garantizando así
su pervivencia (Pérez Ballester, 2014: 62). Es en su territorio
donde se ubica el santuario de La Carraposa, que también será
objeto de nuestro estudio más adelante.
Este nuevo modelo característico de los primeros pasos de
la implantación romana en nuestra área de estudio se basará en
el control efectivo de estos territorios a través de la continuidad
de una red jerarquizada de oppida ibéricos que a su vez dependerían del poder romano (Grau, 2016a).
5.3.1. Los procesos De trAnsformAcIón
De Los espAcIos De cuLto
Las investigaciones llevadas a cabo en los santuarios de La
Encarnación y La Luz permitieron el reconocimiento y presentación de un interesante modelo de monumentalización de los
santuarios ibéricos del sudeste coincidiendo con la implantación romana en la zona (Ramallo, 1993; Ramallo, Noguera y
Brotons, 1998). La investigación detallada de otro santuario del
entorno murciano-albaceteño, como el Cerro de los Santos, que
venía a sumarse a los ejemplos citados, sirvió de base para la
identificación de un proceso de adopción de modelos de templos
centro-itálicos en los lugares de culto ibéricos. Este interesante
fenómeno, que permitía comprender los procesos de adopción de
modelos romanos y la transformación de los lugares de culto, ha
tenido, a nuestro parecer, un efecto historiográfico de homogeneización de todos los procesos de transformación que estaban
teniendo lugar en otros territorios y en fechas relativamente cercanas. Esta problemática ha dado lugar a que espacios de culto de
naturaleza muy diversa hayan tratado de encajarse en esta misma
dinámica de monumentalización de época tardorrepublicana, lo
que ha oscurecido otras realidades y manifestaciones que enriquecerían la visión de un proceso mucho más complejo. En las
siguientes líneas vamos a proceder a la revisión de este modelo
para tratar de presentar algunos elementos que consideramos interesante aportar al debate. Para ello analizaremos diversos casos
de estudio con el objeto de intentar establecer un modelo más
matizado, que tenga en cuenta las peculiaridades de cada uno de
los territorios. Por tanto, creemos que el término “monumentalización” cabría restringirlo únicamente a los procesos que tienen
lugar en el área murciano-albaceteña, donde sí se observa una
adopción de modelos centro-itálicos, mientras que en el resto de
zonas estudiadas hablaremos simplemente de procesos de transformación (fig. 5.16).
La Serreta (Alcoi-Cocentaina-Penàguila, Alicante)
Volvemos de nuevo a uno de los espacios sacros que más información nos aporta, pero al mismo tiempo uno de los más
confusos por las características del registro arqueológico, a
lo que se une que la recogida de los materiales relacionados
con este santuario se llevó a cabo hace casi una centuria. En
el capítulo anterior hemos tratado de identificar el lugar donde C. Visedo recogió la colección de exvotos, concluyendo
que se trataría de una estrecha meseta en la cumbre del cerro
donde se ubicaría un espacio de culto al aire libre, en consonancia con lo que sucedería en otros santuarios contestanos
en el s. III a.C.
Posteriormente, y tras el abandono de la ciudad a finales
del s. III, este espacio sacro continuará siendo frecuentado, con
mayor o menor intensidad dependiendo del periodo, hasta un
momento tan tardío como el s. IV d.C. No obstante, es necesario
preguntarnos cuáles serían las características de este santuario
en época romana y si podemos relacionarlo con los procesos de
monumentalización de los espacios ibéricos del sudeste o si por
el contrario respondería a una dinámica distinta.
En nuestra opinión, se podrían diferenciar dos áreas distintas que se corresponderían con sendos espacios de culto y
que podríamos datar en época romana, aunque seguramente
no tendrían una relación sincrónica. El primero de ellos podría ubicarse en el mismo recinto ubicado en el rellano de la
cumbre donde se documentan los exvotos del s. III a.C. (fig.
5.17). Es en este lugar donde Visedo recogió diversos objetos
votivos, como los fragmentos de pebeteros de tipo Guardamar, cuya cronología podría situarse en los ss. II-I a.C. y que
nos hacen pensar en una continuidad en la actividad ritual, a
diferencia de otros trabajos que proponen un lapso de abandono entre el s. III a.C. y época Altoimperial (Olcina, 2005).
No obstante, argumentaremos más detalladamente estas
cuestiones relacionadas con los exvotos y la cronología en
el apartado correspondiente. Resulta interesante destacar que
Visedo cita la existencia en este mismo lugar de gran cantidad de piedras trabajadas y tejas, aunque todo muy revuelto
y sin orden alguno (Visedo, 1922b). Dichos materiales constructivos deben relacionarse con algún tipo de construcción
en el lugar, ya que no tendría demasiado sentido el acarreo
intencionado de este tipo de elementos hasta esta parte más
elevada y aislada del cerro. Además, los materiales constructivos se entrelazan con los objetos votivos, lo que permite
suponer la conexión entre estructura sacra y depósito ritual
de un modo muy similar a lo que veíamos para los demás
santuarios del mundo ibérico, donde este contacto directo de
las edificaciones romanas con los materiales sacros más antiguos parece recurrente.
Por otra parte, en el denominado Sector A de La Serreta encontramos un interesante edificio compuesto por las estancias
A1-A4 que E. Llobregat identifica como un santuario con un
diseño de influencia semita del tipo ulam-kekal-debir (Llobregat et al., 1992: 69) o en todo caso romana, con una distribución
interna en atrio (A-3), cella (A-2) y opistódomo (A-1), cuyo
suelo, según este autor se encuentra a mayor altura que el de las
otras dos estancias (fig. 5.18). También habla de la existencia
de una gran cantidad de tegulae e imbrices documentados en un
sondeo realizado en 1988.
La datación de este gran edificio resulta muy compleja,
ya que los materiales documentados hasta el momento no son
especialmente precisos a la hora de fijar una cronología y
también es necesario señalar que no se ha llevado a cabo una
excavación arqueológica de la estructura en toda su extensión, tan solo un sondeo en su extremo occidental por parte
143
[page-n-157]
Fig. 5.16. Localización de
los espacios de culto revisados. La estrella señala
La Serreta.
1. Torreparedones
2. Las Atalayuelas
3. La Encarnación
4. La Luz
5. El Cerro de los Santos
6. La Malladeta
7. La Carraposa
8. El Canari
Figura 5.17. Ubicación de
los espacios sacros en La
Serreta (Grau, Amorós y
Segura, 2017: fig. 7.6).
del Museo Arqueológico de Alcoi y el Museo Provincial de
Alicante en 2004.2 Lo que está claro, es que la aparición de
fragmentos de tejas en los estratos de preparación del pavimento de la estancia más occidental, nos llevaría a una cronología claramente romana.
2
Queremos agradecer al Museu Arqueològic Municipal “Camil Visedo” de Alcoi el acceso a la información contenida en la memoria
preliminar, que hasta el momento se encuentra inédita.
144
El edificio se encuentra en un pequeño rellano cercano a la
cumbre del cerro, en un área que constituye el límite occidental
del hábitat del poblado y que en la topografía publicada del
yacimiento se conoce como Sector A (Llobregat et al., 1992).
En esta área son visibles, aunque en un estado de conservación bastante precario, toda una serie de estructuras que detallaremos a continuación. Nos encontramos ante un edificio
de planta cuadrangular del que se conserva un muro transversal en sentido O-E con una longitud conservada de 17,95 m y
que constituye el cierre septentrional del mismo. Se trata de
[page-n-158]
Fig. 5.18. Planta y metrología del edificio romano de La Serreta.
un muro con aparejo muy cuidado, compuesto por sillarejos
de mediano y pequeño tamaño trabados con barro y presenta una anchura de 52-53 cm, dimensiones muy interesantes ya
que coinciden exactamente con el tradicional codo real egipcio,
unidad típicamente semita que se documenta con frecuencia
en la arquitectura fenicio-púnica en África, Sicilia, Cerdeña o
en los principales centros púnicos de Iberia como las murallas
de Cartago Nova, Carteia o Castillo de Doña Blanca (Prados,
2003: 196). Dicha unidad de medida oscilaría entre los 50 y los
55 cm, predominando el de 52 cm, y disponiéndose frecuente-
mente en grupos de tres codos o múltiplos de tres. Este tipo de
codo también es utilizado en varios edificios destacados ibéricos cercanos a nuestra área de estudio y datados en época plena,
como el Templo A de la Illeta dels Banyets, el edificio A de las
Tres Hermanas (Prados, 2010: 68) o en la torre y la casa 200 de
El Puig d’Alcoi (Grau y Segura, 2013: 63 y 105). No obstante,
la distancia cronológica entre los ejemplos citados y el edificio
de La Serreta es muy dilatada, por lo que sería más adecuado
relacionar este último con lo que se conoce como codo helenístico, un patrón cercano a los 50 cm utilizado en la arquitectura
145
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helenística y romana republicana de las provincias occidentales
(Jodin, 1975). Encontramos dicho patrón en diversos edificios
de época republicana del este de Hispania, como en el sacellum
de Osca y otros edificios del Valle del Ebro, en La Vispesa y
Gabarda (Asensio, 2003: 96-97), en las reestructuraciones urbanísticas de finales del s. II a.C. en la Neápolis de Emporion
(Sanmartí, Castanyer y Tremoleda., 1990) o en el foro de Valentia (Escrivá y Ribera, 1993: 580). Uno de los ejemplos más
tardíos y mejor conocidos es el del citado sacellum in antis del
Círculo Católico de Huesca cuya cronología se fija en el tercer
cuarto del s. I a.C., concretamente en época cesariana (Asensio,
2003). En un contexto mucho más cercano a La Serreta como
es el espacio sacro de El Canari, se documenta la utilización de
este tipo de módulo en la anchura de los muros, aunque en este
caso con una cronología algo más temprana, concretamente de
la segunda mitad del s. II a.C. (Pascual y Jardón, 2014: 131 y
141) aunque sus investigadores identificaron diversas reformas
que tuvieron lugar en torno al cambio de era.
El cierre occidental lo identificamos por un recorte de la
roca natural del cerro, sobre el que se asienta un zócalo de
mampostería que constituiría la base del muro, hoy completamente desaparecido. Por su parte, el muro de cierre septentrional se conserva solo en algún tramo, ya que la erosión afectaría
especialmente a esta zona al encontrarse junto a una fuerte
pendiente. Tampoco se conservan restos del límite oriental de
la edificación, lo que nos impide conocer la longitud exacta
del edificio, aunque no podría ser mucho más de la longitud
conservada del muro norte, por la presencia de un resalte de
roca natural en las inmediaciones. Lo que sí podemos conocer
es la anchura del edificio, concretamente 6,05 m.
La estructura interna se articula mediante la presencia de
tres muros transversales de menor grosor, entre los 36 y los 39
cm, que dan lugar a tres estancias bien diferenciadas y posiblemente una cuarta. Esta última resulta difícil de identificar por
la inexistencia del muro de cierre del extremo oriental, por lo
que podría tratarse también de una prolongación de los muros
longitudinales en forma de antas. Parece existir una cierta lógica
metrológica en las proporciones del edificio, ya que la longitud
de 17,95 m (33 codos) supone el triple de la anchura de 6,05 m
(11 codos). Por su parte, la longitud de la primera y la tercera
estancia es de 3,20 m (6 codos), lo que supone la mitad de la
longitud de la estancia central de 6,45 m (12 codos). Seguramente, la techumbre sería tejada, como atestigua la presencia de
tegulae e imbrices en las dos intervenciones que se han llevado
a cabo en este espacio, la de 1988 y la de 2004.
Para la construcción de esta gran edificación se lleva a cabo
una importante obra de aterrazamiento en la ladera septentrional
del cerro. En paralelo al muro de cierre norte y en perpendicular al
sentido de la pendiente, se construye una terraza compuesta por un
muro de piedras de diversos tamaños y sin trabajar, con una cara
bien marcada en su lado norte y relleno de piedras y tierra, cuya
función sería la de contener el muro del edificio y la propia ladera.
Este aterrazamiento se completa con otra plataforma ubicada a una
cota más baja que la anterior, con características muy similares y
que actuaría como refuerzo. Tanto el muro del edificio como las
dos terrazas se construirían seguramente en el mismo momento y
su función no sería solo de carácter estructural, sino que también
otorgaría mayor visibilización al conjunto sacro, especialmente hacia los valles de Alcoi, donde cabría ubicar su territorio de gracia.
146
Como ya hemos señalado, resulta difícil establecer una cronología precisa para este espacio, ya que no se ha excavado completamente y los materiales documentados no resultan excesivamente elocuentes. En el caso del sondeo de 2004 que se llevó a
cabo en la estancia más occidental no se documentó el nivel de
uso, sino los estratos de nivelación compuestos por rellenos con
materiales de distintas épocas que podrían provenir de otras zonas del poblado. No obstante, sí que resulta interesante la presencia de tejas en estos estratos, lo que adscribiría su construcción
al menos a época romana. Lo mismo sucede con los materiales
documentados en los rellenos que formaban parte de las terrazas.
Es posible que su construcción se relacione con las importantes
remodelaciones de espacios sacros que tienen lugar en tiempos
de Augusto, cronología que se aproximaría a los ejemplos más
tardíos de uso del codo helenístico como el caso del sacellum de
Osca, que también documentábamos en otros santuarios ibéricos, cuestión en la que profundizaremos más adelante.
La Malladeta (Villajoyosa, Alicante)
También en el ámbito de nuestra área de estudio se encuentra el importante santuario de La Malladeta, del que ya hemos hablado sucintamente en páginas anteriores pero que presentaremos ahora con
mayor detalle, ya que es en estos momentos cuando parece adquirir
una mayor importancia (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014).
Este santuario se ubica en un promontorio costero cercano al actual
núcleo urbano de Villajoyosa, rodeado por amplios terrenos alomados, lo que lo convierte en un hito geográfico visible desde cualquier punto de la llanura costera circundante. Además, se encuentra
junto a una importante vía de comunicación que conectaría lo que
hoy conocemos como las comarcas de la Marina Baixa y l’Alacantí
y muy vinculado al oppidum ibérico emplazado seguramente en el
promontorio que constituye el actual Barri Vell de Villajoyosa, a
tan solo 1,5 km de distancia (Espinosa, Ruiz y Marcos, 2005).
Este santuario ha sido objeto de estudio por parte de un proyecto conjunto hispano-francés, lo que ha permitido conocer en
detalle la estratigrafía del conjunto, aportando una valiosa información para la comprensión de los procesos de transformación
de los espacios sacros ibéricos en tiempos de la implantación
romana (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 49-85). Previamente a dichos procesos se identifica una primera fase ibérica
en el Tossal de La Malladeta que sus investigadores datan entre
el 375 y el 100 a.C., en la que no se han podido identificar restos
constructivos, sino que se ha podido documentar por la presencia de restos cerámicos en los distintos sectores. También corresponderían a esta fase algunos de los fragmentos de terracota,
por lo que podríamos estar ante un lugar de culto al aire libre de
características muy similares a los documentados en el resto del
mundo ibérico para estas cronologías.
La segunda fase ibérica se dataría entre el 100 y el 25 a.C.
y es a la que correspondería la práctica totalidad de las estructuras documentadas en las laderas este, sur y oeste del promontorio (fig. 5.19: 3). Dichas construcciones se distribuyen
en dos bandas (Sector 1 y Sector 2) a las que cabría añadir una
posible tercera banda central en la parte superior. Se trata de
una serie de departamentos en batería con un tamaño que oscila entre los 7 y los 14 m2, pudiendo agruparse algunos de ellos
en unidades integradas por dos o tres estancias. La circulación
se articularía mediante la presencia de estrechas vías a modo
de calles. Los repertorios presentes en dichas estancias no per-
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miten interpretarlas como espacios de hábitat, dada la ausencia de infraestructuras de tipo doméstico como por ejemplo
hogares, mientras que elementos como la cerámica de cocina
o restos de fauna son también muy escasos. Por otra parte, la
presencia de otros objetos como los pebeteros con forma de
cabeza femenina han llevado a sus investigadores a interpretar
el conjunto como un espacio con connotaciones sacras, posiblemente estancias para dar cobijo y servicio a los visitantes
del santuario. Tanto en el sector 1 como en el 2 se ha datado
la fase de construcción en la transición entre los ss. II y I a.C.,
manteniéndose en uso hasta aproximadamente el 25 a.C., momento en el que se produciría su destrucción y abandono.
Resultan también muy interesantes las evidencias documentadas en el Sector 5, ubicado en la parte superior del cerro. Concretamente en el espacio 3, se documenta un estrato de tierra
cenicienta sobre la roca natural que contenía 5 fragmentos de
terracota pertenecientes a pebeteros y que se data en la segunda
fase ibérica, es decir, en los tres primeros cuartos del s. I a.C.
Este paquete ha sido relacionado con posibles prácticas rituales
que incluirían la realización de fuegos (Rouillard, Espinosa y
Moratalla, 2014: 85). En relación con este estrato y perteneciente a la misma fase, se documenta un muro, aunque resulta
imposible proponer una restitución de las estructuras correspondientes a este momento de uso en el sector.
En el último cuarto del s. I a.C. se producirían importantes
reformas en el santuario, con la destrucción y abandono de estas
estructuras ubicadas en las laderas y el inicio de la última fase,
la romana altoimperial, datada entre el 25 a.C. y el 75 d.C. circunscrita al Sector 5 y posiblemente al 4, y por tanto a la parte
superior del cerro. Las estructuras conservadas correspondientes a esta fase se limitan a tres muros que delimitan un espacio
de planta cuadrangular en el conocido como sector 5.
La Carraposa (Xàtiva, Valencia)
El santuario de La Carraposa (Pérez Ballester y Borredà, 2004;
Pérez Ballester, 2008) se ubica en un cerro amesetado, cerca
de cuya cima y en el punto donde se inicia la ladera meridional
orientada hacia el valle, se documentó una concentración de cerámicas ibéricas y diversos fragmentos de figuras de terracota.
Estos materiales se hallaron dispersos en una extensión de unos
40 x 40 m, con una densidad significativa en un área de 250 m2
(fig. 5.19: 4). A unos 150 m hacia el oeste se encontró otra pequeña concentración, en este caso de unos 25 m2. A excepción de
estos dos puntos, no se han localizado más materiales en el resto
del cerro. Cabe la posibilidad de que este conjunto sea fruto del
desplazamiento de los materiales desde la zona plana superior del
promontorio o bien se trataría de un edificio con muros de adobe
que no se han conservado y que contendrían el material votivo,
dada la alta densidad de objetos en un área muy concreta. Este
conjunto tendría una cronología entre los ss. II y el último cuarto
del s. I a.C., datación aportada por la presencia de ánforas grecoitálicas e itálicas del tipo Dressel 1.
El Canari (Montesa, Valencia)
Junto a estos tres últimos santuarios comunitarios de clara tradición ibérica del centro de la Contestania que hemos analizado,
sería interesante incluir también otro tipo de espacio sacro, cuyas características en este caso, cabría relacionar con una tradición itálica y que nos sirve para ilustrar la complejidad de los
procesos que nos ocupan. Se trata del recientemente estudiado
conjunto de El Canari en Montesa (Valencia) (Pascual y Jardón,
2014), ubicado en el valle medio-bajo del río Cànyoles.
El conjunto estaría compuesto por varios espacios bien diferenciados. Por una parte, encontramos un edificio de planta
rectangular con unas dimensiones de 5,90 m por 4,45m ubicado en la zona noreste del sector excavado. Se trata de muros de
mampostería en seco que, a juzgar por los estratos documentados,
funcionarían como zócalo de un alzado compuesto por adobes.
En cuanto a su estructura interna, se encuentra dividido en dos
espacios, con un posible hogar en la estancia situada más al norte.
La metrología utilizada por los constructores de dicho edificio es
claramente romana, concretamente de 20 por 15 pies romanos de
0,296 m, aunque resulta muy interesante la anchura de los muros,
entre 50 y 52 cm, que coincidiría con el llamado codo helenístico
que hemos tratado anteriormente (fig. 5.19: 5).
Por otra parte, al suroeste del sector, se documentó otra
estructura formada por dos muros paralelos con una anchura
de 52 cm a los que se adosa otra construcción de planta rectangular con unas dimensiones de 3,50 por 2 m, siendo las
características constructivas idénticas a las documentadas para
el edificio anterior. Esta última construcción está formada por
un pequeño suelo empedrado, limitado por dos alineaciones
de piedras que forman parte de una única estructura. Todo este
conjunto del sector suroeste conformaría un espacio de planta cuadrangular a cielo abierto, donde aparece una pequeña
estructura de forma ovalada delimitada por piedras, al que se
accedería por una rampa identificada por un pequeño muro de
contención situada hacia el oeste. Junto a estos dos sectores se
documentan dos grandes fosas donde se documentó una gran
cantidad de elementos cerámicos, útiles de bronce, cuchillos y
otras piezas de hierro y algunos restos de fauna.
Tras el estudio del registro arqueológico, sus investigadores proponen dos momentos cronológicos, uno que correspondería al periodo comprendido entre la segunda mitad del
s. II a.C., cuando se construyeron estas estructuras de nueva
planta, y el cambio de era, y una segunda fase que abarcaría
hasta mediados del s. I d.C. Los materiales documentados
presentan una combinación entre elementos locales como la
cerámica ibérica tardía y la cerámica romana, interpretándose el conjunto como un posible espacio sacro, basándose en
el pequeño tamaño del edificio del área noreste, la escasez de
residuos orgánicos, la acumulación de cerámicas comunes en
las fosas, la aparición de varias piezas completas, así como
la construcción singular del sector sudoeste que podría interpretarse como un pequeño altar. Sería, por tanto, un espacio
de culto rural a cielo abierto o sacellum, relacionado con la
presencia de colonos de origen itálico en la zona (Pascual y
Jardón, 2014: 143).
Otros santuarios del sudeste peninsular
Continuaremos nuestro recorrido por los santuarios del sudeste
peninsular que sirvieron como base para el modelo propuesto
por S. Ramallo y colegas (Ramallo, 1993; Ramallo, Noguera y
Brotons, 1998) y que de alguna forma se convirtió en el paradigma para la interpretación de estas dinámicas de transformación
de los espacios de culto ibéricos en su etapa final, así como algunos ejemplos procedentes de la Alta Andalucía, con el objetivo de comprender mejor este complejo proceso.
147
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Fig. 5.19. 1. Torreparedones (Morena,
2010), 2. La Serreta (Grau, Amorós y
Segura, 2017), 3. La Malladeta
(Rouillard, Espinosa y Moratalla,
2014), 4. La Carraposa (Pérez
Ballester y Borredá, 2004),
5. El Canari (Pascual y Jardón, 2014).
El santuario de la Encarnación (Caravaca de la Cruz, Murcia)
Como ya hemos señalado anteriormente, en el Cerro de la Ermita de la Encarnación se constatan algunas evidencias de prácticas rituales con anterioridad a la fase de monumentalización,
concretamente la deposición de diversos objetos votivos datados en los ss. IV y III a.C. y posiblemente relacionados con
un espacio de culto al aire libre o con estructuras de carácter
perecedero (Ramallo y Brotons, 1997: 261; 2014). Tras esta
primera ocupación ritual se producirá una profunda transformación del espacio sacro a partir del s. II a.C. que incluye varios
episodios constructivos y que se extenderá a lo largo de dos
centurias (Brotons y Ramallo, 2017) (fig. 5.20: 1). Cabría situar
un primer conjunto de reformas en el santuario ibérico con la
construcción del Templo A en la primera mitad del s. II a.C.,
seguida de la construcción del Templo B, seguramente en el
tránsito del s. II al I a.C. y que sería objeto de una importante reforma posterior, probablemente en época augustea. Finalmente,
se ha documentado una interesante práctica ritual, que se data en
148
época altoimperial, bajo el pronaos del Templo B y que consiste
en un depósito de carácter sacro compuesto por un conjunto de
fragmentos escultóricos ibéricos de tipo antropomorfo que se
ha interpretado como un rito de expiación (Ramallo y Brotons,
2014: 33-37).
El conocido como Templo A supone la primera acción
constructiva de envergadura en el santuario y se data, por su
tipología y contexto arqueológico, en la primera mitad del
s. II a.C. (Ramallo y Brotons, 1997: 50-52). Se trata de un
pequeño edificio con una orientación noreste-suroeste y unas
dimensiones totales de 9,48 x 5.10 metros (32 x 17 pies romanos de 0,295 m) compuesto por una cella de 6 m (20 pies) y
un pronaos de 3,48 m (12 pies), todo ello deducido de los recortes y fosas de cimentación labrados en la roca, ya que apenas se conserva una hilada de grandes sillares rectangulares
con una longitud entre 1,16 y 1,22 m y una anchura de entre
0,50 y 0,60 m. La comunicación entre la cella y el pronaos
se establece mediante una puerta con un umbral de 1,70 m de
[page-n-162]
Fig. 5.20. 1. La Encarnación
(Ramallo y Brotons, 2014),
2. La Luz (Tortosa y Comino,
2013), 3. Cerro de los Santos
(Brotons y Ramallo, 2017).
anchura. Existen diversas propuestas en cuanto a la tipología
de la planta conservada, pudiendo tratarse de un templo in
antis, bien con dos columnas entre las antas o con fachada tetrástila; o también se puede interpretar como un templo próstilo tetrástilo. Otros elementos característicos de este templo,
serían el pavimento de opus signinum, la ausencia de podium,
la presencia de terracotas arquitectónicas y la cubierta compuesta por grandes tejas, cuyos paralelos más evidentes se
documentan en el ámbito centro-itálico.
El Templo B presenta unas dimensiones mucho mayores
que el anterior y un aspecto mucho más monumental, al menos
en su fase final (Ramallo y Brotons, 1997: 52-65; Ramallo,
Noguera y Brotons, 1998). A finales del s. II o inicios del I
a.C. se construye una primera plataforma enlosada en la parte
más alta del cerro sobre la que se asentará el templo. En esta
primera fase, el edificio se configura como un templo in antis
de planta itálica con semicolumnas adosadas a la cara interna
de las antae y dos columnas centrales. El alzado de este pri-
mer edificio iría rematado seguramente por un entablamento
de madera y una cubierta de tejas rematada por antefijas, con
claros paralelos en los templos etrusco-itálicos de época republicana como Pyrgi, Lanuvium, Ardea, Civita Castellana, Cosa
(Ramallo, Noguera y Brotons, 1998).
Más adelante se llevará a cabo una profunda transformación del edificio, adoptando un aspecto mucho más monumental, con la construcción de una segunda plataforma enlosada
que rodea el templo anterior por tres de sus lados, con unas
dimensiones de 27,25 m de longitud y 17,25 m de ancho y
la construcción de una fachada octástila. La datación de esta
reforma no es del todo precisa, aunque seguramente se corresponda con época augustea, cuando se lleva a cabo una intensa
política de remodelación de templos. La perístasis por tanto estaría formada por ocho columnas en la fachada y diez de lado,
de orden jónico y que da lugar a un espacio de 4,65 m con respecto a los muros de la cella. Ésta presenta unas dimensiones
de 6,10 m de ancho por 10, 90 m de longitud, construida con
149
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sillares perfectamente escuadrados cuya longitud oscila entre
los 0,94 y 1,18 m, una anchura de 0,45 m y un grosor de 0,60
m que determina el ancho del muro. La cella está precedida
por un pronaos de 7,35 m y ambas estancias estarían separadas
por una puerta. Los paralelos de este modelo arquitectónico de
templos octástilos con diez columnas en los lados largos, se
documentan en Italia central desde época tardo-republicana.
Con posterioridad a esta profunda remodelación que, como
hemos señalado, se produciría en época altoimperial, se ha
documentado la presencia de un depósito secundario que contenía principalmente esculturas ibéricas fragmentadas que se
amortizan en un momento muy posterior al de su elaboración.
La fosa se ubica en el pronaos del Templo B y se oblitera siguiendo unas pautas rituales que implican su señalización mediante una losa de piedra y un sello de mortero sensiblemente
distinto al resto del pavimento que permitiría dejar constancia
de la práctica ritual (Ramallo y Brotons, 2014: 33-37). Una de
las últimas evidencias de uso en el santuario de La Encarnación data del s. II d.C. y se trata de una mención epigráfica que
alude a un L. Emilio Rectus que posiblemente tiene relación
con alguna restauración del templo (Ramallo, 1991: 63).
metro de profundidad y que se ha interpretado como una favissa
(Lillo, 1995-1996: 96-98; Robles y Navarro, 2008: 94). También
es muy posible que la terraza donde se ubican tanto el templo
como dicha estructura se encontrase pavimentada con opus signinum. Esta terraza estaría delimitada por un muro con un grosor
de 0,74 m y 15,55 m de longitud, mientras que en la zona noreste
encontramos otra estructura, quedando entre ambas el acceso a
la plataforma superior. La terraza inferior, con unas dimensiones
de 17,38 por 3 m es contenida por un muro de mampostería de
0,30 m de anchura y en el que se disponen varios bastiones que
tendrían la función de contrafuertes. Finalmente, se ha constatado que la roca natural habría sido recortada en determinados
puntos del cerro, lo que podría estar en relación con las rampas
de acceso que llevarían hasta la terraza superior donde se ubica
el templo (Tortosa y Comino, 2013: 128).
A diferencia de los otros lugares de culto del Sudeste, que
presentan una frecuentación incluso en época altoimperial,
la vida de La Luz finaliza en la segunda mitad del s. II a.C.
cuando se produce una destrucción intencional del santuario
(Tortosa y Comino, 2013: 128).
El santuario de La Luz (Santo Ángel, Murcia)
El famoso espacio sacro del Cerro de los Santos también constituye una pieza clave en el modelo de monumentalización de los
santuarios ibéricos del sudeste. Tras una fase de frecuentación
del espacio de culto, que se identifica como un posible espacio
al aire libre con una cronología centrada en los s. IV y especialmente en el s. III a.C. (García Cardiel, 2015a: 88), se reconoce
una serie de transformaciones importantes con la edificación de
un templo en el extremo norte del cerro (fig. 5.20: 3).
El principal obstáculo a la hora de analizar dicho edificio es
que prácticamente no se ha conservado ningún resto, por lo que
debemos recurrir a los dibujos y descripciones realizados por Lasalde y Savirón en el último tercio del s. XIX. Se trataba de un
edificio de planta rectangular con unas dimensiones de 15,60 m
de longitud por 6,90 m de anchura con una escalinata frontal de
acceso que salvaba el desnivel del terreno. En cuanto al aparejo
empleado, se caracteriza por la utilización de sillares bien escuadrados de 0,45 m de anchura, unidos mediante grapas de plomo y
asentados directamente sobre la roca natural que había sido tallada. Su estructura interna se compartimenta en una cella de 12,02
m de longitud por 6 m de anchura, mientras que el pronaos ocuparía el resto del espacio. El acceso a la cella se realizaría a través
de una puerta de 2,60 m de anchura, precedida por una fachada
con dos columnas ubicadas entre las antas, apoyadas sobre basas
áticas sin plinto. En relación con la pavimentación del edificio, se
han documentado tanto fragmentos de opus signinum como teselas blancas y negras, lo que podría relacionarse con distintas fases
constructivas a lo largo de la vida del templo. Por último, se han
documentado algunos fragmentos de columna que podrían considerarse como una interpretación local de los capiteles jónicoitálicos y una cubierta compuesta seguramente por tejas (Ramallo
y Brotons, 1999; Brotons y Ramallo, 2017).
Por tanto, nos encontraríamos con un templo in antis, de
orden jónico, con posible fachada tetrástila con semicolumnas
adosadas a las antas, tal y como veíamos para la primera fase
del templo B de La Encarnación con el que guarda numerosas
similitudes. En cuanto a la cronología de este templo existen
numerosas incógnitas por las características del registro arqueológico, aunque la mayor parte de los especialistas actualmente
Este santuario es otro buen ejemplo de la monumentalización
temprana a la que se referían S. Ramallo y F. Brotons en sus
trabajos. Con anterioridad a estas importantes transformaciones se ha documentado una primera fase que se iniciaría a finales del s. V a.C. o inicios del IV a.C. y que abarcaría hasta el
s. III a.C. Como ya vimos, se trata de una fase en la que no se
han documentado prácticamente restos arquitectónicos y que
reconoceríamos a partir de diversos objetos muebles, así como
evidencias que se interpretaron en su momento como túmulos,
mesas de ofrendas y fosas con exvotos (Lillo, 1991-1992; Comino, 2015: 587-590).
El área del santuario se divide en tres zonas, aunque las
principales transformaciones van a producirse en lo que se
conoce como la colina del Salent a finales del s. III o inicios
del s. II a.C. (fig. 5.20: 2). En la terraza superior de dicha
colina se construye una estructura de cimentación de opus
caementicium sobre la que se asentará un pequeño edificio
con planta rectangular de unos 6,79 m de longitud por 4,81
m de anchura (Tortosa y Comino, 2013:125). El interior estaría conformado por un pavimento de opus signinum que se
construye directamente sobre la base de roca, respetándose
en algunas zonas. Según la propuesta de P. Lillo se trataría de
un templo in antis, por otra parte, muy similar al denominado
templo A de la Encarnación, con dos grandes columnas de
ladrillo estucado en la parte frontal y cuyo acceso se realizaría a través de una escalinata ubicada en la parte occidental.
Presentaría una cella de poco más de 2 m de longitud y un
pronaos y su cubierta estaría construida con tejas, incluyendo antefijas de terracota con motivos de inspiración itálica
(Comino, 2015: 492-505).
No obstante, la construcción del templo de inspiración itálica
no va a ser la única actividad constructiva llevada a cabo en el
cerro en estos momentos, sino que se va a ver acompañada por
otras estructuras que contribuirán a la monumentalización del
complejo sacro. En primer lugar, muy cerca de la cimentación
del templo se ubica una fosa, excavada en parte en la roca natural y el resto construido con mampuestos calizos, de más de un
150
El Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo, Albacete)
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acepta que puede fecharse hacia el s. II a.C. (Nicolini, 1973: 65;
Noguera, 1994: 200-203; Jaeggi, 1996: 427; Ramallo y Brotons,
1999: 172-173). Aunque algunos elementos como los capiteles,
cuyos paralelos más cercanos se encuentran en Caesaraugusta
y la existencia de mosaicos bícromos, remitirían a una fase de
remodelación en época augustea de este lugar de culto (Ramallo
y Brotons, 2014: 40). Por su parte, el abandono del lugar se produciría en época altoimperial, posiblemente a mediados del s. I
d.C. (García Cardiel, 2015a: 88-89).
Una vez vistos los tres santuarios paradigmáticos del sudeste peninsular nos trasladamos a la zona de la Alta Andalucía, donde se emplazan dos lugares de culto excavados recientemente: Torreparedones y Atalayuelas (Morena, 2010; Rueda
et al., 2005; Rueda, 2011). Ambos reproducen un esquema espacial semejante que se muestra a partir de la ubicación junto
a la muralla de la ciudad y que por tanto pueden calificarse de
periurbanos, dentro del control e influencia de la ciudad, pero
orientados al territorio local (Rueda et al., 2005; RodríguezAriza, Rueda y Gómez, 2008: 195-197).
Torreparedones (Baena-Castro del Río, Córdoba)
Este santuario, ubicado en la parte exterior de la muralla de la ciudad, ha sido objeto de una reciente excavación que ha permitido
corregir y aclarar algunas cuestiones con respecto a la interpretación tradicional del santuario (Morena, 2010: 180-190), aportando un valioso volumen de información que lamentablemente no
es frecuente en el conocimiento de otros espacios de culto.
En los trabajos que se han llevado a cabo se han podido
identificar claramente dos grandes fases en relación con la vida
de este santuario que coincidirían con lo que se ha llamado el
templo A y el templo B (fig. 5.19: 1). El conocimiento del primer espacio de culto, denominado templo A, resulta bastante
más complicado, ya que apenas se conservan estructuras como
consecuencia de la construcción del templo B. Este primer templo se construye en un momento poco precisado del s. II a.C. y
se ha conservado una estructura rectangular, orientada en sentido este-oeste y con unas dimensiones de 7 por 2,4 m. Para
su realización se construyó una terraza que colmató el foso al
exterior de la muralla, clausurando su uso. Los muros están
construidos utilizando mampuestos de pequeño y mediano tamaño trabados con tierra, mientras que el pavimento consistiría
en una capa de tierra compactada. Sería una gran estancia rectangular cuya estructura interna se haya dividida por un muro,
lo que podría interpretarse como una doble cella. Por otra parte,
enotras zonas del sector excavado se han documentado otras
estructuras relacionadas con prácticas cultuales correspondientes a bancos, túmulos, restos de fuegos que podrían relacionarse con sacrificios animales para el consumo ritual, así como los
restos de una primera rampa de acceso. También se han documentado fragmentos de la decoración arquitectónica, como son
dos volutas que formarían parte de capiteles jónicos o restos de
la techumbre, donde se utilizaron tegulae e imbrices.
Los diversos elementos cerámicos, como las cerámicas ibéricas, campanienses y las lucernas republicanas, indican que
este primer edificio de culto estuvo en uso durante los ss. II y
I a.C. En cuanto a su final, no está claro de si se trata de una
destrucción casual o intencionada, pero pudo coincidir con la
construcción del nuevo templo en época altoimperial, aunque
también cabe la posibilidad de que existiese un hiato entre el
abandono del templo A y la construcción del templo B.
El templo B, cuyas estructuras son mucho mejor conocidas,
está formado por tres cuerpos bien definidos y articulados en un
eje en sentido norte-sur. Su construcción dataría de mediados del
s. I d.C. como indica la presencia de una moneda del emperador
Claudio y una serie de ungüentarios del tipo Ising 8 y se construye sobre los restos quemados y ocultos de construcciones y
exvotos de la fase anterior a modo de favissa. El primero de los
espacios se ubica en la zona meridional del edificio y se trata de
un espacio rectangular que funcionaría como vestíbulo o porche
y que posee unas dimensiones de 9 m por 3,4 m. Este espacio
daría paso a un gran patio descubierto, también de planta rectangular, de 9,4 m por 7,2 m, donde se documenta el pavimento
de opus signinum así como diversas ofrendas compuestas por
exvotos, caliciformes y restos de fauna. Finalmente, en la parte
más septentrional del edificio encontramos la cella a la que se
accedería desde el patio a través de un vano. Presenta una planta
cuadrangular con unas dimensiones de 4,9 por 3,9 m y su techumbre, sobre la que se ubicaría un suelo de opus signinum, era
sostenida por una columna ubicada en el centro de la estancia. En
esta misma estancia, resulta especialmente interesante la presencia de una columna de piedra adosada al muro norte, cuya altura
se ha calculado en 2,8 m y que tendría una función decorativa y
cultual, pudiendo tratarse de un betilo estiliforme que representaría la imagen de la divinidad.
Es probable que la entrada al templo estuviese flanqueada por dos columnas sobre basas áticas, sin plinto, con fustes
estriados y capiteles zoomorfos, tal y como se constata por paralelos iconográficos documentados en la propia ciudad, de forma similar a un templo in antis. Por el relieve en el que se basan
dichas propuestas, no parece que la fachada tuviese un frontón,
por lo que podría tratarse de un techado de tegulae a un agua
(Morena, 2010: 183). El acceso al edificio de culto se realizaría
mediante una rampa realizada con mampuestos y un relleno de
piedras y tierra. Por último, este lugar de culto será frecuentado
hasta finales del s. II d.C. como atestiguaría la presencia de una
moneda de Cómodo y lucernas de venera.
Atalayuelas (Fuerte del Rey-Torredelcampo, Jaén)
El santuario se sitúa en la ladera sur del cerro donde se ubica la
ciudad ibérica y junto a la fortificación del s. VI a.C., en desuso en este momento (Rueda, 2011: 185-189). Previamente a la
construcción del edificio se llevarían a cabo toda una serie de
transformaciones con el objeto de acondicionar el terreno mediante un sistema de terrazas para de este modo modificar el
desnivel natural de la ladera, al mismo tiempo que permiten una
mejor visibilización y jerarquización de los espacios.
El santuario presenta una orientación N-NO a S-SE con
el acceso en el extremo sur y se articula en tres terrazas, cuya
diferencia de cota se salvaría mediante algún tipo de sistema
de escalones. Al tratarse de una intervención parcial resulta
difícil establecer las dimensiones exactas del edificio, aunque
se aproximarían a los 12 m de longitud por 6 m de anchura.
En el área excavada se han documentado tres espacios bien diferenciados, siendo el primero de ellos una simple terraza que
podría cumplir las funciones de vestíbulo o antecella donde
no se han documentado más elementos significativos de tipo
estructural o votivo. Desde este primer espacio se accedería
a una segunda terraza donde se ubica la denominada estancia
B, que ha sido interpretada como un thesaurus, con una anchura mínima de 5 m y una longitud de 6 m. Este ambiente
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destaca por la presencia en su interior de una gran cantidad
de material votivo, que se depositaría sobre un banco o mesa
documentado en el lado oeste y compuesto por materiales diversos, principalmente vasos cerámicos, seguramente contenedores de ofrendas de origen animal. Se trata de un espacio
semicubierto con tejas que mostraría una clara intención de visualización del acto público de la ofrenda. Finalmente, y en un
nivel superior, encontramos la estancia A, a la que se accede
desde la anterior a través de una puerta, posiblemente cerrada
con llave, lo que denotaría un acceso restringido a la misma.
En una primera fase se constata un nivel de fuego intencional, posiblemente relacionado con rituales de purificación y
preparación del santuario, siendo muy escasos los materiales
vinculados a la última fase, en contraposición a lo que documentábamos para la estancia B.
En cuanto a la cronología de este santuario, se documenta
una primera fase entre mediados del s. II a.C. y mediados del
I a.C., momento en el que resulta difícil conocer su estructura
espacial. En torno a mediados del s. I a.C. se produce una importante transformación del espacio sacro, momento en el que
el santuario adquiere la estructura tripartita que hemos descrito.
El abandono, por su parte, se ha establecido hacia mediados del
s. I d.C., posiblemente relacionado con la reestructuración administrativa de la ciudad y su municipalización en época flavia.
A continuación, finalizamos nuestro recorrido por las
transformaciones de los espacios sacros ibéricos en época
final, trasladándonos a nuestro ámbito de estudio en el área
central de la Contestania, incluyendo también un par de interesantes ejemplos de la franja septentrional, concretamente del
territorio de la ciudad de Saitabi.
5.3.2. LA AusencIA De un moDeLo constructIvo únIco
pArA Los sAntuArIos tArDíos
Una vez realizado el recorrido por los principales espacios sacros
del amplio entorno del cuadrante sudeste de la Península Ibérica,
entrevemos un complejo panorama de transformaciones que tienen lugar coincidiendo con la implantación romana en la zona. El
análisis del registro arqueológico nos lleva a la conclusión de que
se dieron procesos y modelos muy diversos, lo que nos previene
de una explicación monocausal y debida a un impulso unitario.
Sin duda, uno de los casos más destacados y más detalladamente
estudiados, ha sido el de los santuarios del área murciano-albaceteña, donde se puede distinguir claramente la adopción del modelo de templo itálico, pero como hemos podido ver, no es este el
único modelo constructivo que podemos distinguir en el proceso
de transformación de estos espacios sacros. De hecho, la existencia de otros procesos diferentes en el marco de la redefinición de
los lugares de culto en época republicana ya había sido señalada
por S. Ramallo y F. Brotons (2014: 38).
Esta variedad de procesos nos permite la identificación de al
menos tres modelos constructivos diferentes que coinciden con
tres unidades regionales bien diferenciadas, concretamente, la
región meridional valenciana, el área murciano-albaceteña y la
Alta Andalucía. Nos hemos centrado únicamente en los territorios de un área que podríamos denominar como el sudeste peninsular, en este caso saliendo de nuestra estricta área de estudio
en aras de una mejor comprensión del proceso. Para ello hemos
seguido un criterio no solo geográfico, sino también basado en
las características de los santuarios estudiados, ubicados fuera
152
de las ciudades y centrándonos en zonas escasamente urbanizadas a lo largo de los ss. II-I a.C. Es por ello que hemos dejado al
margen de nuestro trabajo otros ejemplos de procesos similares
más al norte como por ejemplo Valentia, Saguntum, Cabezo de
Alcalá, Emporion, Osca o incluso la más cercana Ilici. Creemos
que este fenómeno debe interpretarse como un proceso plural y
complejo desde la óptica ibérica de redefinición de los grupos
locales en lo que viene denominándose desde la teoría postcolonial como middle ground, en otras palabras, un espacio abstracto de negociación e intercambio entre los distintos agentes
participantes, en este caso las comunidades locales ibéricas y
las poblaciones romanas o itálicas (White, 1991; Malkin, 2002).
Esta idea se basa en una concepción fluida de las culturas como
un constructo social cambiante, cuyas percepciones, comprensiones y valores estructuran sus formas de razonar y resolver
problemas, redefiniendo su cultura a partir de las prácticas sociales concretas (García Cardiel, 2016: 16). En este marco resulta también interesante el concepto de agencia o capacidad
de los distintos sujetos que intervienen en el encuentro colonial
para transformar las estructuras sociales, económicas, políticas
o sociales, aunque esta mayor o menor capacidad dependerá, en
la práctica, de la posición del individuo en la propia sociedad.
Otro concepto esencial para entender los encuentros coloniales desde esta perspectiva es el de hibridación, entendido como
el conjunto de fenómenos y nuevas formas transculturales que
aparecen como consecuencia de la reinterpretación, según los
propios intereses y conforme a su propio imaginario, de ciertos
elementos propios de las sociedades participantes, siendo tomados y transformados con el objetivo de satisfacer las necesidades propias de las comunidades participantes en el contacto colonial (Bhabha, 1994: 110 citado en García Cardiel, 2016: 17).
De este modo, encontramos situaciones de interdependencia
entre los grupos participantes que difícilmente pueden reducirse
a “colonizadores” e “indígenas”.
Los edículos del norte de la Contestania
En la zona meridional del País Valenciano, concretamente la franja que abarca el sur y el norte de las actuales provincias de Valencia y Alicante respectivamente, no encontramos un modelo tan
normalizado como los que veremos en otras áreas del sudeste. Posiblemente sea esta indefinición un elemento característico propio
en esta zona, ya que tanto los antiguos como los recientes trabajos
de campo no han podido precisar una estructura de templo u otra
construcción claramente definida, por lo que es plausible pensar
que ésta nunca existiría pues, en caso contrario, se hubiesen preservado algunos restos. No obstante, sí contamos con algunas
evidencias, como son las concentraciones de restos y vestigios
de muros que, aunque difícilmente interpretables, al menos nos
permiten localizar los depósitos en algún tipo de estructura.
Éste es el caso de los testimonios documentados en el Sector
5 de La Malladeta situado en la parte culminante del cerro y por
tanto el más significativo desde el punto de vista espacial. Recordemos que en este espacio de documentó un estrato de tierra
gris con fragmentos de pebeteros y relacionado con rituales en los
que intervino el fuego, todo ello datado entre el 100 y el 25 a.C.
(Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 85). Esta concentración
de cenizas en un lugar concreto y la existencia de un muro permiten suponer la existencia de alguna edificación en este punto,
aunque se encuentre muy arrasado en la actualidad.
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En el santuario de La Carraposa encontrábamos evidencias
muy similares en un área cercana a la cima del cerro, donde se
localizó una densa concentración de materiales en una superficie de 3,5 x 8 m, con casi 5000 fragmentos (Pérez Ballester y
Borredá, 2004: 284). Esta concentración se ha interpretado, bien
como el resultado del rodamiento de materiales desde algún tipo
de estructura ubicada en la cima o bien como un edificio en la
ladera. En todo caso se trataría de un pequeño espacio delimitado
por muros de adobe que no se han conservado.
El tercer recinto sacro que cabría incluir dentro de este grupo
sería el situado en la cima de La Serreta, concretamente en la
meseta de aproximadamente 8 por 12 m en la que se ubicaban los
depósitos votivos correspondientes al s. III a.C. Es en este punto
donde Visedo cita la existencia de sillarejos trabajados dispersos
sin formar claramente estructuras, junto con tejas y material votivo que podríamos datar en los ss. II-I a.C. como los pebeteros tipo
Guardamar (Visedo, 1922a). Estas evidencias nos llevan a pensar
en la existencia de algún tipo de edificación en el lugar ya que, de
otro modo, no tendría sentido la presencia de todo este material
constructivo en la parte más alta del cerro.
Finalmente, podríamos incluir también el recientemente
excavado espacio sacro de El Canari, que se ha interpretado
como un posible sacellum o espacio de culto rural al aire libre
y que nos daría una idea de cómo pudieron ser estos recintos
del sur valenciano. Como ya hemos visto, estaría constituido
por un pequeño edificio de planta rectangular dividido en dos
estancias, un posible altar y dos fosas con material votivo. Este
conjunto tendría una cronología entre mediados del s. II a.C. y
el cambio de era en su primera fase.
Por tanto, podemos identificar la existencia de unas pautas
comunes en los lugares de culto del norte de la Contestania, muy
alejadas de los procesos de monumentalización que veíamos en
otras áreas, que se caracterizarían por la presencia de estructuras
muy sencillas y a juzgar por la escasa preservación de sus restos, no demasiado consistentes. Nos encontraríamos ante lo que
podríamos interpretar, bien como un aediculum, que se definiría
como un pequeño templo o capilla situado en el interior de un
recinto consagrado, o bien como un sacellum, un lugar de culto
al aire libre de reducidas dimensiones (Castillo, 2000: 88-89).
Los templos de inspiración itálica del ámbito
murciano-albaceteño
Las estructuras de culto erigidas en el sudeste peninsular, en las
actuales regiones de Murcia y Albacete, han tenido una especial
trascendencia a la hora de definir un modelo de construcción
de espacios de culto que se ha convertido en el paradigma de la
trasformación de los santuarios ibéricos como consecuencia de
la nueva situación derivada del contacto con Roma.
No es este el lugar para una descripción pormenorizada del
proceso de monumentalización de este tipo de santuarios, cuyas
particularidades técnicas y decorativas han sido abordadas en
detalle por Ramallo y colegas (Ramallo, 1993; Ramallo, Noguera y Brotons, 1998; 2014), proponiendo además paralelos
en el centro y sur de la península Itálica que servirían como
inspiración para los templos del sudeste ibérico.
No obstante, no estamos ante una mera transposición de modelos itálicos al mundo ibérico, sino más bien ante la adopción
de determinados elementos, condicionada por la propia agencia
de las poblaciones locales, escogiendo los que conjugaban mejor
con su idiosincrasia religiosa y desechando otros. De este modo
se genera un nuevo modelo que podríamos considerar como híbrido, ya que, si bien se incorporan rasgos como la estructura formal, la decoración arquitectónica o las cubiertas tejadas, no sucede lo mismo con otros elementos como por ejemplo el témenos o
el podio propio de los templos clásicos (Ramallo, 1993; Ramallo,
Noguera y Brotons, 1998). La ausencia de estos elementos no
respondería a una cuestión estilística, sino que estaría relacionada con un esquema espacial propio de la mentalidad simbólica
ibérica que la diferencia de la religiosidad característica del mundo clásico. Hemos de reconocer nuestras limitaciones a la hora
de aproximarnos a las concepciones religiosas ibéricas, pero sí
parece que estamos ante un tipo de religiosidad donde tendrían
una gran importancia las divinidades de tipo ctónico o telúrico
(Olmos, 1988-89; 1992a), posiblemente algún tipo de diosa madre relacionada con la fecundidad o la regeneración de la tierra,
documentadas en muy diversas culturas y momentos históricos
(Eliade, 2009: 362-393). Por tanto, nos encontramos con prácticas rituales que implican una conexión directa con la tierra, ya sea
en forma de libaciones o mediante la deposición de ofrendas en el
subsuelo, tal y como se documenta en La Encarnación (Ramallo
y Brotons, 2014) o la favissa del santuario de La Luz (Tortosa y
Comino, 2013: 126). Por tanto, la existencia de un podium rompería esta conexión íntima con el subsuelo y no se entendería en
un esquema religioso como el de las sociedades ibéricas.
En consecuencia, entendemos estos templos como una superestructura aérea que otorga una apariencia foránea al espacio
de culto, al mismo tiempo que predominan y se mantienen los
elementos estructurantes propiamente ibéricos. Sin embargo, la
investigación de estos santuarios ha enfatizado lo ajeno, foráneo
y clásico en detrimento de lo que, a nuestro parecer, supone la
esencia de un lugar de culto, las prácticas y el simbolismo, en
este caso fundamentalmente ibéricos.
Para comprender el significado de este fenómeno de construcción de templos itálicos, es necesario aproximarse a sus
coordenadas espacio-temporales, de lo que se desprenden dos
ideas fundamentales. La primera de ellas la extensión geográfica
del proceso, que en realidad se limita a un área relativamente
reducida en el amplio marco del sudeste ibérico donde encontramos una intensa actividad en los centros de culto durante lo que
denominaríamos romanización. Esta monumentalización de los
antiguos espacios de culto ibéricos, que se plasma en la construcción de templos con características itálicas, parece más la
excepción y no la norma de la reactivación de espacios rituales
mediante la erección de edificaciones. Y no nos parece casual
que los tres santuarios que hemos incluido en este modelo particular se localicen en el hinterland de Carthago Nova, ciudad que
tendrá un enorme protagonismo en el proceso de implantación
tanto bárquida como posteriormente romana en los territorios del
sudeste peninsular. La ciudad se convirtió en la puerta de entrada
de numerosas innovaciones culturales, así como núcleo económico y centro político de toda la región.
En segundo lugar, si atendemos a la cuestión cronológica,
se trata de un fenómeno muy temprano, iniciándose a principios del s. II a.C. y continuado, ya que va a experimentar
diversas fases y reconstrucciones a lo largo de la siguiente
centuria. En los casos de La Encarnación y La Luz, dicho proceso se inicia en la inmediata postguerra Púnica, por lo que
uno de los factores explicativos podría estar relacionado con
153
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el estrés bélico y con la fidelidad hacia Roma de determinadas
comunidades, en detrimento de otros núcleos de población
(Ramallo, Noguera y Brotons, 1998: 67).
Una posibilidad es que la construcción de estos templos se
llevara a cabo en aquellas comunidades que se implicaron en el
conflicto a favor de Roma, siendo la redefinición de sus antiguos
santuarios una compensación a su fidelidad, tal y como propone
S. Ramallo (1991: 63; Ramallo, Noguera y Brotons, 1998). De
hecho, los santuarios que perviven en este momento son los vinculados a oppida que también perduran, como es el caso de Santa Catalina del Monte, al que se vincula La Luz o Los Villaricos,
junto a La Encarnación, mientras que otros poblados como el de
Coimbra del Barranco Ancho serán destruidos, cesando al mismo tiempo la actividad en su santuario tras la conquista romana.
Estas evidencias podrían estar indicándonos de forma indirecta
que son precisamente estas elites locales quienes se encuentran
detrás de estos proyectos de reforma en los santuarios. De este
modo, en los casos en los que se abandona la ciudad que actúa
como capital del territorio, lo que se traduce en la pérdida de poder y desaparición de los grupos dirigentes que encabezaban estos proyectos geopolítcos, no vamos a encontrar estos procesos
de transformación de los espacios de culto, como consecuencia
de la eliminación de los líderes que podían haber emprendido
dichos proyectos. Por tanto, debemos entender estos procesos
en el marco de una nueva realidad sociopolítica que conlleva
una serie de cambios en las estructuras de poder, donde Roma
pudo instrumentalizar las rivalidades entre las diferentes facciones ibéricas con el objetivo de consolidar su dominio y establecer equilibrios a favor de sus intereses.
Los edificios de estructura tripartita de la Alta Andalucía
Este otro modelo ha sido identificado en los santuarios de Torreparedones y Atalayuelas en la zona de la campiña cordobesa y
jienense respectivamente. Éstos son los dos ejemplos que se han
conservado en mejores condiciones, pero es muy probable que pudiéramos incluir dentro de este grupo otros santuarios identificados
únicamente por hallazgos superficiales de carácter votivo, como
por ejemplo los exvotos antropomorfos esquemáticos elaborados
en piedra en esta misma área. A partir de estos elementos, se ha
definido un modelo de santuario propio de esta zona en tiempos de
la romanización, basado en la creación de santuarios periurbanos
vinculados a la continuidad de diversos asentamientos iberos tras la
conquista romana, tales como Torrebenzala, La Bobadilla, Cerro de
los Molinillos, Espejo, Cerro de la Alcoba o Ategua, aunque hasta
el momento se desconozcan en gran medida las estructuras asociadas a estos espacios sacros (Rueda et al., 2005; Rueda, 2011).
En los dos casos mejor conocidos, se ha propuesto que la
estructura tripartita con estancias dispuestas de forma alineada,
tendría su explicación en el peso de la tradición semita en esta
región, acrecentada en tiempos de la dominación bárquida, que
favorecería la selección de este tipo de edificio (Bondí, 1988).
No obstante, sería necesaria una explicación más detallada de los
mecanismos concretos de transmisión de estos influjos a través
de modelos concretos que pudieran materializar esta influencia
genérica y que, por otra parte, no se vislumbran en la región, a
lo que se suma la distancia cronológica de varios siglos. Asimismo, también se ha advertido el carácter híbrido de esta posible
influencia, ya que se documentan también rasgos de tipo itálico
como las cubiertas de teja (Rueda, 2011).
154
En nuestra opinión, no deben descartarse completamente
los influjos semitas en la construcción de estos santuarios, por
otra parte, tan presente en diversos aspectos de las sociedades
ibéricas de toda la región del sudeste peninsular y Alta Andalucía, aunque creemos que también jugaría un papel muy
importante la influencia de los propios santuarios ibéricos de
la región, como Castellar y Collado de los Jardines. Si analizamos detalladamente las plantas de estos espacios, el principio estructurante no se encontraría en la disposición tripartita
enmarcada en un edificio rectangular, a juzgar por la planta de
Torreparedones o las dificultades a la hora de valorar la planta
completa de Atalayuelas, excavada parcialmente, sino que el
principio articulador habría que buscarlo en la disposición en
graderío a diferentes alturas.
Este tipo de estructuración es claramente identificable tanto
en el santuario de Torreparedones como en el de Atalayuelas,
donde el vestíbulo, situado en una plataforma inferior, da paso
a un patio descubierto donde se depositarían los exvotos y finalmente encontraríamos la cella, cuyo nivel de suelo se documenta a una cota superior y cuyo acceso sería más restringido. Esta
disposición articulada a partir de la existencia de terrazas por las
que se va ascendiendo desde la ladera, se documenta también en
el santuario de Castellar (Nicolini et al., 2004) y en Collado de
los Jardines, donde se identificó una monumental terraza que se
reconstruye en época romana (Calvo y Cabré, 1918: 12-14; González Reyero, 2007: 257-258).
Otro punto de convergencia entre estos santuarios es la
importancia del espacio más intensamente connotado desde
el punto de vista de la sacralidad, en el caso de Torreparedones la cella, mientras que en Castellar sería el interior de la
cueva. Es en el interior de estos espacios donde se produce
la hierofanía o manifestación de lo sagrado (Eliade, 2009)
en forma de juegos de luz que contrastan con los elementos
físicos, naturales y construidos que tienen su origen en la
orientación astronómica de estos espacios, generando de este
modo un ambiente escenográfico (Esteban, Rísquez y Rueda, 2014; Morena y Abril, 2013). Trataremos más adelante la
importancia de estas orientaciones astronómicas como marcadores del calendario ritual.
Finalmente, y a pesar de la gran distancia geográfica que
los separa, creemos que este modelo guarda ciertas similitudes
con el edificio romano del sector A de La Serreta que hemos
descrito anteriormente. En primer lugar, se trata de un edificio
posiblemente tripartito, aunque desconocemos el cierre oriental por la falta de excavaciones sistemáticas. Dicha estructura
podría estar compuesta por un primer vestíbulo que daría paso
a una estancia de mayor tamaño, a modo de patio semicubierto como veíamos para los santuarios de la Alta Andalucía y
finalmente una cella de dimensiones muy similares a la del
vestíbulo, concretamente la mitad de la longitud de la estancia central. También cabría destacar escasez de material que
podamos interpretar como votivo en el sondeo llevado a cabo
en 2004 en el interior de lo que interpretamos como la cella,
como sucedía también en los casos de Torreparedones y Atalayuelas, donde las ofrendas se concentraban en el patio. Por
último, y según E. Llobregat, el suelo de esta última estancia,
que él interpreta como un opistódomo, se encontraría a una
mayor altura que el pavimento de las otras dos estancias (Llobregat et al., 1992: 69). No obstante, resulta difícil aseverar
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estas cuestiones mientras no se lleve a cabo una intervención
integral en el edificio que nos permita conocer en detalle la
estructura y el registro material que la acompaña.
5.3.3. LA monumentALIzAcIón como estrAtegIA IDeoLógIcA
Como hemos ido viendo a lo largo de este recorrido, la transformación y construcción de estructuras en los santuarios
ibéricos no fue un fenómeno puntual y restringido cronológicamente, sino que se fueron realizando toda una serie de refacciones y reconstrucciones en los distintos santuarios a lo
largo del tiempo, tal y como se ha podido documentar en los
ejemplos descritos anteriormente.
Estos procesos de transformación episódica de los lugares
de culto deben relacionarse con las propias dinámicas de las
comunidades locales. En el caso de los santuarios de tipo itálico del área murciano-albaceteña parece que los promotores
de estas obras serían las propias elites locales favorecidas por
las autoridades romanas y posiblemente premiadas por su actitud filo-romana durante la II Guerra Púnica y la inmediata
postguerra, hasta el punto de representarse con la característica toga romana en los exvotos en piedra, como en el caso del
Cerro de los Santos o Torreparedones (Ramallo, Noguera y
Brotons, 1998: 68). Por tanto, parece que estas elites preservarían su independencia económica y sus privilegios, aunque
la necesidad de especialistas y la incorporación de elementos
arquitectónicos y decorativos de origen itálico, nos situarían
ante complejas redes de interrelación con los agentes de la
colonización romana.
Lo que está claro es que la construcción y transformación
de los lugares de culto se convierte en un poderoso mecanismo de reafirmación de la comunidad local, requiriendo un esfuerzo organizativo y de recursos muy superior al de los espacios sacros de momentos anteriores. Prueba de ello es que
hubo que desplazar materiales desde lugares lejanos, como
por ejemplo los lotes de tejas importados o producidos en
talleres muy alejados de los cerros donde se ubican los santuarios. También requeriría un mayor esfuerzo la elaboración
de sillares y sillarejos, muy diferentes de los mampuestos
empleados en las construcciones habituales y cuyos muros
debieron soportar la pesada carga de las cubiertas de tejas,
lo que implicaría importantes dificultades técnicas para aliviar las tensiones sustentantes y distribuirlas a los muros de
forma equilibrada. Pero no solo la construcción del edificio
propiamente dicho requeriría un mayor esfuerzo, sino que
también debemos tener en cuenta las obras de acondicionamiento del terreno y que incluyeron imponentes terrazas, plataformas y rellenos con el importante acarreo de materiales
que ello supone. En consecuencia, estas nuevas construcciones, no solo tendrían una apariencia muy distinta a las construcciones locales, sino que también requerirían esfuerzos y
conocimientos técnicos muy diferentes a los habitualmente
empleados en la arquitectura doméstica de la zona.
Nos encontramos, por tanto, ante un buen ejemplo de materialización de la ideología plasmada en un tipo de arquitectura más o menos monumental que requiere una gran inversión
de recursos y capacidad de gestión de la mano de obra, cuyo
elevado coste implica que no todos los grupos sociales puedan
tener acceso a esta fuente de poder (Demarrais, Castillo y Earle, 1996). Estas prácticas constructivas debieron dejar una im-
pronta destacada en el seno de las sociedades que participan en
su erección, ya que, como han señalado diversos autores, las
prácticas de construcción colectiva son una importante forma de
intercambio social (Barrett, 1994).
Posiblemente, uno de los mecanismos empleados por las elites para la gestión de la mano de obra necesaria para la construcción de estos santuarios serían las prácticas rituales de comensalidad, concretamente las denominadas work feasts o “fiestas del
trabajo”, donde la hospitalidad comensal es utilizada para organizar el trabajo colectivo voluntario (Dietler y Herbich, 2001).
Este tipo de prácticas se caracterizan por la convocatoria colectiva de un grupo de personas para trabajar en un determinado
proyecto y a cambio se les invita a participar en un banquete, de
manera que el anfitrión se apropia de los beneficios generados
durante las jornadas de trabajo. Esta estrategia de movilización
de mano de obra por parte de las elites se condice bien con el
gran volumen de vajilla de mesa y ánforas importadas documentados en los asentamientos ibéricos en los ss. II-I a.C.
Estos eventos constructivos se convertirían en un importante espacio de competición para la participación activa de los
grupos de poder, a través de la financiación de las obras o la
coordinación de los trabajos, convirtiendo el capital económico
que supone la inversión y amortización de recursos, en capital
simbólico que se traduciría en un mayor prestigio y en la capacidad de ejercer el poder político en sus respectivas comunidades.
De este modo, estas nuevas estructuras quedarían asociadas a la
memoria particular de determinados linajes, al mismo tiempo
que perdurarían en el tiempo como un recordatorio material de
la identidad colectiva, en un nuevo ejemplo de la dialéctica entre las estrategias excluyentes y las cooperativas. Por otra parte,
estos episodios constructivos son muy característicos de sociedades inmersas en procesos de cambio, no solo a nivel religioso,
sino también socio-político (Cardete, 2005: 43-44).
Otro elemento que pudo jugar un papel muy importante en
este tipo de santuarios es el peso que pudo tener la orientación
astronómica a la hora de seleccionar la ubicación de los mismos,
donde parece tener una especial importancia el orto o el ocaso del sol en fechas cercanas a los equinoccios (Esteban, 2013:
474). Es el caso de tres de los santuarios ubicados en el área
central y septentrional de la Contestania como son La Serreta
(Esteban y Cortell, 1997), La Carraposa (Pérez Ballester y Borredá, 2004) o La Malladeta (Esteban, 2013). En los tres espacios sacros, el orto solar en fechas cercanas a los equinoccios se
produce sobre elementos geográficos destacados en el horizonte
visible desde el emplazamiento del santuario, como es el caso
de La Serreta, donde se produce sobre el perfil lejano de la serra
de l’Aixortà; en La Carraposa, donde la salida del sol en estos
días se da sobre el pico de mayor altura del horizonte visible
como es el Mondúber mientras que en La Malladeta, el orto tiene lugar sobre el perfil de la isla de Benidorm. Por tanto, parece
que estos marcadores equinocciales pudieron ser determinantes
a la hora de seleccionar la ubicación de estos santuarios, lo que
podría estar relacionado con la elaboración de un calendario basado en la posición del disco solar con respecto a los relieves
orográficos durante los ortos (Esteban, 2013: 481), por otra parte, muy relacionados con los ciclos agrarios.
Desde muy diversas corrientes se ha considerado la monopolización del conocimiento astronómico y la elaboración de
los calendarios como una herramienta muy útil en manos de
155
[page-n-169]
las elites y uno de los elementos que favorecerían la estratificación social (Iwaniszewski, 2009: 28). Ya K. Marx habla de
que la necesidad de calcular las crecidas del Nilo conlleva el
nacimiento de la astronomía y el surgimiento de una casta sacerdotal dirigente (Marx, 2005: 623), al igual que Wittfogel que,
en el marco de su teoría hidráulica, considera que el papel de la
astronomía en la medición del tiempo y en la confección de los
calendarios resultó crucial para el surgimiento de una elite dirigente (Wittfogel, 1957: 29-30). En ambos casos, el conocimiento astronómico se considera un elemento muy importante para
el surgimiento de un liderazgo tanto económico como político.
Una de las fuentes de poder establecidas por M. Mann (1991)
es lo que denomina como poder ideológico que implicaría, entre
otras muchas cuestiones, el acceso restringido por parte de las
elites a determinados conocimientos entre los que podríamos
incluir en el caso ibérico la tecnología para la elaboración del
hierro, la escritura o en este caso, conocimientos de tipo astronómico. Este último, contribuiría además a la estrategia de las
elites de dotarse de una naturaleza diferenciada basada en su
relación privilegiada y privativa con la divinidad y las fuerzas
cósmicas, reforzando su papel como intermediarios entre éstas
y el resto de la comunidad y legitimando su preeminencia social
(García Cardiel, 2016: 158; Sanmartí, 2009: 24).
5.3.4. Los exvotos
Los cambios experimentados por los santuarios centro-contestanos en tiempos de la implantación romana, no solo se plasman
en las transformaciones de tipo arquitectónico, sino también en
variaciones significativas de las prácticas rituales que podemos
analizar a partir del estudio de los exvotos depositados en el espacio sacro. Los depósitos votivos de los santuarios contestanos
están formados por un conjunto muy heterogéneo de objetos, en
buena medida vajillas y recipientes cerámicos, pero también se
han documentado exvotos de terracota, como los pebeteros de
cabeza femenina o representaciones de tipo zoomorfo.
Comenzaremos nuestro recorrido con un elemento de gran
importancia como son los pebeteros con forma de cabeza femenina, cuya valoración resulta esencial, no solo desde el punto
de vista de las prácticas rituales desarrolladas en los santuarios,
sino también como argumento cronológico para defender una
continuidad en la frecuentación de estos espacios en los ss. II-I
a.C. Esta cuestión es especialmente relevante en el caso de La
Serreta, donde proponemos una interpretación alternativa a los
planteamientos que abogan por un uso ritual intermitente con
un intervalo de abandono entre finales del s. III a.C. y la fase
altoimperial (Olcina, 2005), cuestión que ya hemos planteado
anteriormente (Amorós y Grau, 2017).
Uno de los objetos más elocuentes a nivel cronológico,
como son las cerámicas de importación, resultan muy escasas en
el área del santuario de La Serreta y se asocian principalmente a
la fase anterior de finales del s. III a.C., ya que se corresponden
con el tipo campaniense A. No obstante, se han documentado
algunos fragmentos de cerámica del tipo campaniense B en las
prospecciones realizadas en los años 90 (Lara, 2005: 124). Es
importante señalar la escasez de importaciones en el contexto de
los santuarios ibéricos que se repite en otros santuarios ibéricos
como La Encarnación o Coimbra del Barranco Ancho, que contrasta en este último caso con la enorme abundancia de este tipo
de cerámicas en la necrópolis del Poblado, con alguna excep156
ción como La Malladeta. Esta circunstancia se repite tanto para
los santuarios del s. III a.C. como para la fase correspondiente
a los ss. II-I a.C., lo que nos induce a pensar en una posible
pauta intencional característica de las prácticas rituales de las
sociedades ibéricas. Esto nos lleva a buscar nuestro argumento
cronológico en otro conjunto de objetos, en este caso los pebeteros con forma de cabeza femenina y más concretamente los que
se conocen como tipo Guardamar (fig. 5.21).
Como veíamos en el apartado anterior, hemos abordado
una revisión de la colección de exvotos depositados en el santuario de La Serreta, donde una de las categorías tipológicas
estaría conformada por estos pebeteros de cabeza femenina.
Estas piezas suponen el 10% del total del conjunto, con 48
individuos, de los que un 8% corresponden al tipo Guardamar
y que además, no se documentan en el poblado. Los pebeteros
de este tipo documentados en el santuario pertenecerían a los
grupos I y II definidos por L. Abad (2010: 126-128), compuestos por un cilindro hueco, cerrado en su parte superior y que
presentan un orificio triangular en la parte trasera, relacionado
con el proceso de elaboración. Sobre este cilindro se aplicaría
el molde, que incluye el negativo de la parte figurada. La parte
superior se cierra con una placa de arcilla, sin que se practiquen los orificios ni existan restos de combustión que caracterizarían su función original para quemar perfumes.
El primero de los grupos definidos por L. Abad se caracteriza por presentar un rostro de forma circular de rasgos poco
marcados y con nariz triangular, prominente y recta, mentón
corto y destacado, boca compuesta por dos labios paralelos
que no se unen en la comisura y ojos constituidos por dos suaves rehundimientos que apenas se remarcan. Bajo el rostro se
encuentra representado el cuello y el borde superior de la vestimenta, que puede ser recto o en V. El cabello se representa en
forma de casquete, que cae en forma de dos mechones a ambos
lados del rostro y en cuya parte central se suele representar un
pequeño disco central flanqueado por dos palomas. Finalmente, en la parte superior se representa un kalathos cilíndrico,
separado del resto de la pieza por una estría. El segundo grupo
es muy similar al anterior, aunque la diferencia radica en la
mayor definición de los rasgos, con una representación más
realista de los ojos, que presentan el párpado superior marcado
y un rehundimiento central que señalaría la pupila.
Este tipo de terracotas documentadas en el espacio sacro se
encuentran completamente ausentes en el área de hábitat, lo que
resulta muy significativo ya que podría estar indicando que estas
piezas no estaban en uso en la fase de ocupación del poblado,
sino que corresponderían a la frecuentación del santuario durante los ss. II-I a.C. No obstante, la ausencia de un contexto
estratigráfico fiable nos impide afinar más su datación, aunque
para ello podemos recurrir a otros espacios regionales.
El pebetero tipo Guardamar en concreto es una elaboración
característica del sudeste peninsular, que adapta formal y funcionalmente un objeto y una imagen común en el Mediterráneo
Central y Occidental a las propias necesidades rituales de las
comunidades locales, lo que lo convierte en un elemento híbrido
(García Cardiel, 2015b: 93-94). Esta hibridación debió producirse cuando existiera una cierta familiarización con los pebeteros originales, en un momento avanzado tras la llegada de los
primeros ejemplares, conceptualizándose ya como una ofrenda
y no tanto como un quema-perfumes.
[page-n-170]
Fig. 5.21. Pebetero tardío
de tipo Guardamar (Abad,
2010: fig. 2).
En cuanto a la cronología de este tipo concreto de pebeteros, existen diversas propuestas, aunque generalmente se ha
situado en época tardía entre los ss. III y I a.C. La datación
más antigua es la aportada por F. Sala y E. Verdú (2014: 3133) que proponen una posible introducción ya en el s. IV a.C.
Por otra parte, los ejemplares documentados en el Castillo de
Guardamar se encontraban junto a materiales propios de los ss.
III-I a.C., aunque en depósitos secundarios y revueltos (Abad,
1992: 233-234; 2010: 130-131). Por último, J. Moratalla y E.
Verdú (2007: 362) situaban su cronología en los ss. II-I a.C., lo
que coincidiría con los escasos niveles de uso que conocemos
donde se ha documentado este tipo de pebeteros.
En l’Alcúdia d’Elx encontramos una máscara o cara recortada de un pebetero tipo Guardamar, el número C889 del catálogo de F. Horn (2011: 605) y que apareció en el templo ibérico, en niveles datados entre el último cuarto del s. III a.C. y el s.
II a.C., acompañado de abundante cerámica decorada de estilo
ilicitano (Ramos, 1995: 48, nº 202, foto 20; Moratalla y Verdú,
2007: 344, fig. 2.2). Al tratarse de un ejemplar recortado, y por
tanto reutilizado, su cronología podría ser algo anterior, aunque
es difícil pensar en un lapso de tiempo excesivamente dilatado.
En el mismo asentamiento apareció un segundo ejemplar, el
número C890, concretamente en una fosa del sector D10 junto con cerámicas campaniense B y C, lucernas republicanas y
cerámica gris romana (Ramos Folqués, 1970: 34-36) con una
datación del s. I a.C., posiblemente anterior al 50 a.C., momen-
to en el que se construye un muro sobre dicha fosa (Moratalla
y Verdú, 2007: 344, lám. 1). De gran interés por su excepcionalidad, es el hallazgo de un molde en el Tossal de les Basses
(Alacant) (Rosser, 2007), que apareció en un sondeo de pequeñas dimensiones que impide identificar claramente el contexto,
aunque se halló junto a otra pieza de coroplastia, una jarra de
cerámica gris y una lucerna romana, que llevaría a datarlo en
época tardorrepublicana. También encontramos estos pebeteros
en otro de los santuarios objeto de nuestro estudio como es el
de La Malladeta. A pesar de que la mayoría se documentan en
depósitos secundarios, aparecieron al menos dos ejemplares en
las UU. EE. 2030 y 2210, que corresponderían al momento de
destrucción del sector 2, aunque los materiales documentados
ya estarían depositados en las estancias con anterioridad a la
caída de los muros y por tanto, con una cronología de la segunda fase ibérica, datada entre el 100 y el 25 a.C. (Rouillard,
Espinosa y Moratalla, 2014: 51-53 y 164).
De este modo, no se ha documentado la presencia de pebeteros de este tipo en contextos fiables del s. III a.C., donde sí
se documentan otros pebeteros, como sucede en el Tossal de
Manises, la necrópolis de l’Albufereta (Sala y Verdú, 2014:
31-32) u otras piezas de terracota como en La Serreta. Por otra
parte, sí los encontramos en depósitos secundarios de cronología tardía, así como en algunos contextos primarios amortizados en el s. I a.C., por lo que podríamos estar ante una ofrenda
característica de algunos santuarios contestanos.
157
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No obstante, el repertorio votivo de los santuarios del centro y norte de la Contestania no se limita a la presencia de
pebeteros, sino que también encontramos terracotas de otro
tipo, como se desprende del repertorio de La Carraposa. En
este santuario del territorio de Saitabi, se ha documentado un
conjunto de figuritas de terracota muy interesante, la mayoría
de ellas elaboradas a mano, aunque también se han documentado algunos fragmentos de molde (Pérez Ballester y Borredá,
2004: 301, fig. 18: 13 y 14). En este conjunto se pueden identificar varios tipos, en primer lugar, dos fragmentos de figuras
antropomorfas, concretamente una cabeza cuya nariz se ha representado mediante un pequeño pellizco y un pie exento que
no parece corresponder a una figura más completa.
Por otra parte, encontramos el grupo compuesto por representaciones de tipo zoomorfo, entre las que se puede identificar
un número mínimo de 19 équidos. Se trata de representaciones
de caballos, de bulto redondo y erguidos sobre cuatro patas verticales con una larga cola. La cabeza es alargada y en ella se indican los orificios nasales y los ojos mediante perforaciones bien
marcadas, así como la boca y en ocasiones las orejas. También se
encuentran representadas las crines mediante el adelgazamiento
del grosor del cuello, mientras que las patas se elaboran con la
adición de rollos cilíndricos de barro al tronco.
También entre las representaciones zoomorfas encontramos los bóvidos, entre los que se incluirían tanto los toros, con
un número mínimo de un individuo, como los carneros, con
un número mínimo de tres ejemplares. Los primeros se caracterizarían por su hocico cuadrado, orejas pequeñas y el nacimiento de los cuernos, mientras que los segundos presentan un
tratamiento diferente del cuello y el inicio de los cuernos, en
este caso enrollados. En ambos grupos, las patas se representan con la pezuña hendida.
Una de las evidencias más claras del cambio en la sintaxis
ritual de los santuarios contestanos en época tardía es la desaparición de las imágenes personales de los devotos, aquello que denominábamos como humanización del culto y que caracterizaba
los exvotos de la fase del s. III a.C. del santuario de La Serreta.
Estas figurillas de terracota que representaban a los oferentes serán sustituidas en este momento por otro tipo de objetos, como
los pebeteros que encontramos en La Serreta y La Malladeta o
las figuras zoomorfas de La Carraposa. A pesar de que la materia
prima sigue siendo la misma, se produce un cambio temático importante que puede estar reflejando cambios esenciales de carácter
social. Este cambio consiste en la sustitución de una práctica ritual
basada en la deposición de una imagen individual del oferente,
aunque basada en unos códigos simbólicos concretos, ante la divinidad, por otra en la que la ofrenda consiste en una representación de la divinidad, con su rostro frontal en el pebetero (Marín,
2000-2001: 195) o en el caso de los exvotos zoomorfos, la imagen
del objeto de la petición o del beneficio divino esperado (Olmos,
1992b: 30), en este caso la fecundidad y protección de los animales que conformarían la cabaña ganadera de estas comunidades.
Nos encontramos de este modo ante una despersonalización de las
ofrendas que da lugar a una cierta estandarización, primando a la
comunidad sobre los individuos, ya que la identidad del oferente
se confundiría con la del resto de la comunidad una vez depositado
el exvoto (García Cardiel, 2015b: 94).
En estos momentos, la representación frontal del rostro de
la divinidad femenina parece adquirir una gran importancia,
no solo en los pebeteros, sino también en la representación
158
vascular ibérica del entorno ilicitano (Olmos, 1992a; 2007;
García Cardiel, 2015b: 94) y que no encontramos en los estilos
propios del s. III a.C. Esta importancia del rostro de la divinidad se refleja en la deposición de rostros de pebetero recortados de forma intencionada, tal y como ha puesto de manifiesto
J. García Cardiel (2015b: 94), y que encontramos en diversos
santuarios tardíos como el de La Encarnación (Brotons, 2007:
328), el templo de l’Alcudia d’Elx (Ramos, 1991-1992: 8788), el Castillo de Guardamar (Abad, 2010: fig. 8) o el propio
santuario de La Serreta. Este mismo autor interpreta estas representaciones como divinidades ctónicas que parecen surgir
directamente de la tierra, que tanta importancia parecen tener
en la cosmología de los iberos.
5.3.5. LAs práctIcAs De consumo rItuAL
Cuando nos aproximamos al análisis de los repertorios depositados en los santuarios, nos encontramos con un conjunto
muy heterogéneo de objetos donde predominan las vajillas
y recipientes de uso doméstico que adquieren un significado
sacro que depende de su uso ritual en determinados contextos
(Bonet y Mata, 1997: 117). Dentro de este conjunto tan variado encontramos platos, copas, ollas, tinajas o ánforas que
no se entenderían como exvotos, sino como contenedores de
los productos verdaderamente ofrendados, como objetos utilizados en otras prácticas rituales como la libación o como
los restos de los banquetes rituales desarrollados en el espacio sacro. Ya hemos tratado en el capítulo correspondiente
la importancia de las prácticas de comensalidad ritual, tan
extendidas entre las sociedades ibéricas, en la articulación de
las relaciones sociales y de poder, así como la importancia
de las vajillas y alimentos importados en el desarrollo de los
banquetes, por lo que no nos extenderemos en este tipo de
consideraciones.
En el caso de los santuarios del área centro-contestana contamos con diversos conjuntos cerámicos de vajilla y almacenamiento que podríamos relacionar con este tipo de prácticas,
especialmente en el caso de La Malladeta y La Carraposa, ya
que, como vimos ya para el s. III a.C., las evidencias relativas a
La Serreta son bastantes escasas, aunque incluyen cerámica de
barniz negro, ibérica y de cocina, seguramente como resultado
de una recogida selectiva por parte de C. Visedo.
En el santuario de La Malladeta encontramos un variado repertorio de vajilla importada correspondiente a los ss. II-I a.C.
(Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 108-110 y 115-116)
donde la producción mayoritaria son las cerámicas ebusitanas
engobadas de los ss. III-II a.C. con 207 individuos y donde
destaca especialmente el bol tipo FE-13/13, una imitación de la
forma L.27 ab, con 186 individuos. También se han documentado producciones de campaniense A, con páteras, cuencos y
boles que suman un total de 68 individuos. La cerámica campaniense B campana cuenta con 32 individuos, que incluyen
cuencos, copitas y páteras, y se encuentra también presente,
aunque en menor medida, la cerámica campaniense C y boles
helenísticos de relieves. No solo se han documentado restos de
vajilla de mesa, sino también de ánforas importadas, siendo las
más comunes las de origen púnico, con 47 individuos, seguidas
por las de origen itálico, con 33 individuos correspondientes a
las formas Dressel 1 (24) y Lamboglia 2 (2); ebusitanas, con 19
individuos y grecoitálicas, con 7-9 individuos.
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Por otra parte, en el santuario de La Carraposa se documentó
también un repertorio cerámico bastante amplio (Pérez Ballester
y Borredá, 2004: 287-296), aunque en este caso las evidencias
de cerámicas de importación son muy escasas y se reducen a la
presencia de dos ánforas de importación correspondientes al tipo
grecoitálico o al tipo Dressel 1, en todo caso relacionadas con el
transporte de vino de origen itálico. Entre las cerámicas ibéricas,
la función mayoritariamente representada es la de almacenaje,
con un 73% del total y entre las que se incluyen tinajillas (185),
tinajas (27), ánforas (43) y kalathos (2). La vajilla de mesa supone casi un 27% del total, donde predominan las páteras (94)
junto con un jarro y un caliciforme. Finalmente, se documentaron
también 5 ollas de cerámica de cocina.
Una vez presentados los datos, podemos hacer algunas valoraciones generales sobre algunas pautas relacionadas con el
consumo ritual en estos santuarios. En primer lugar, la presencia mayoritaria de elementos relacionados con el transporte y el
almacenaje en La Carraposa y especialmente tinajillas, cabría
relacionarla con la ofrenda de productos, lo cual no implica que
no fuesen consumidos posteriormente, aunque es una cuestión
difícil de dilucidar. En segundo lugar, destaca el porcentaje de
páteras entre la vajilla de mesa, que podría estar relacionado con
el consumo de alimentos sólidos o con prácticas de libación.
En tercer lugar, es destacable la escasez de recipientes relacionados con el cocinado de los alimentos, al igual que sucede en
La Malladeta, lo que nos lleva a pensar que el procesado de
los alimentos se realizaba en otro lugar, transportándose posteriormente para ser consumidos en el santuario. Por su parte, en
La Malladeta también observamos un predominio de elementos
como cuencos, boles y platos y una menor presencia de copas y
vasos para beber.
Otra cuestión interesante es la ausencia de restos faunísticos
en el santuario de La Malladeta que, junto con la escasez de cerámicas de cocina y equipamientos domésticos (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014: 107), podría estar en relación con patrones
de comportamiento específicos relacionados con la prescripción
litúrgica en las pautas de alimentación. Este tipo de singularidades en los registros rituales se documentan también en otros
espacios sacros del área ibérica tras el análisis detallado de la
distribución de los materiales, como es el caso del Cerro de los
Santos (García Cardiel, 2015a). En este santuario existe una clara
diferencia entre los materiales documentados en diversas zonas
del cerro que podrían interpretarse en estos términos. En el sector
conocido como Ladera Norte, el registro cerámico estaría compuesto por casi un 50% de cerámica gris, donde predominan los
vasos caliciformes, seguidos por las tinajillas, mientras que la otra
mitad son cerámicas de tipo oxidante, siendo destacables las reducidas dimensiones de un importante número de vasos (Sánchez
Gómez, 2002). Por otra parte, el registro faunístico está compuesto, prácticamente en su totalidad, por ovicaprinos sacrificados a
distintas edades (Soto, 1980). Estas características contrastan con
las evidencias documentadas en la cata 4, próxima a la cima, por
parte de T. Chapa (1984) donde la cerámica de pastas claras es
claramente predominante, especialmente cuencos y escudillas,
pero también recipientes anfóricos; se da una mayor presencia de
cerámicas de cocina y el tamaño de los vasos es mayor. También
se documentan abundantes objetos de metal, pudiéndose identificar un cuchillo. Los restos de fauna son también cuantiosos, pero
comprenden, aparte de los ovicaprinos, restos de bóvidos, caba-
llos y ciervos. Por tanto, se podrían identificar usos rituales distintos dependiendo del área del cerro en la que nos encontremos,
estando dedicada la zona septentrional a prácticas relacionadas
con la libación y el sacrificio, mientras la zona donde se ubica la
cata 4 estaría destinada a prácticas relacionadas con la preparación y el consumo de alimentos (García Cardiel, 2015a: 89-91).
Estas pautas concretas que se intuyen en las prácticas rituales
ibéricas, también se documentan en los santuarios bastetanos al
aire libre, como los del territorio de Basti (Adroher y Caballero,
2008) o el santuario periurbano de Tutugi (Rodríguez-Ariza, Rueda y Gómez, 2008) donde se da la práctica de la deposición de
vajillas, sobre todo platos, y a una cierta distancia se depositarían
las ollas. Estamos, por tanto, ante un comportamiento ritual específico (Adroher, 2013: 160) que prescribe el modo en que debe ser
realizada la ofrenda y seguramente también el consumo de estos
productos contenidos en las ollas.
5.3.6. Los sAntuArIos en eL pAIsAje
En este apartado trataremos de aproximarnos de nuevo a la relación existente entre los santuarios y el territorio en que se ubican.
Si bien, algunas consideraciones ya han sido tratadas en el apartado referente a los santuarios del s. III a.C., ya que en la mayoría
de los casos se ubican en el mismo lugar, existen algunos matices
que debemos tener en cuenta, como una mayor incidencia en la
visibilización puntual del santuario desde el territorio, la existencia de posibles estructuras relacionadas con la asistencia a los peregrinos o los cambios en la estructura territorial que conlleva la
implantación romana en estas tierras.
Ubicación y visibilización de los santuarios
Como veíamos anteriormente, la intencionalidad a la hora de ubicar el santuario es esencial, seleccionándose relieves destacados
desde el punto de vista visual en el paisaje. No obstante, en el
caso de La Serreta y La Malladeta, los lugares de culto de los ss.
II-I a.C. se van a ubicar en los mismos cerros que los santuarios
al aire libre de la anterior centuria, por lo que no nos detendremos
de nuevo en esta cuestión. No es este el caso del espacio sacro
de La Carraposa, que parece crearse en estos momentos, por lo
que sí creemos necesaria una valoración sobre su emplazamiento.
Este espacio de culto se sitúa en un cerro amesetado que se
alza a 254 m.s.n.m. y a unos 100-120 sobre el nivel del valle
circundante. Este promontorio se sitúa frente a la sierra del
Castell de Xàtiva, emplazamiento del oppidum ibérico de Saitabi, y a una distancia aproximada de 5 km hacia el noreste. La
ausencia de un asentamiento directamente relacionado, siendo
el más cercano el de La Coroneta, ubicado a 1,5 km nos hace
pensar en un vínculo con la capital del territorio, la ciudad de
Saitabi, interpretación que refuerza también su estrecha relación visual con la misma. Su ubicación junto a la Via Heraclea
y más concretamente en las inmediaciones de una bifurcación
de caminos que se dirigen hacia el norte y hacia el noroeste ha
llevado a interpretarlo como un santuario de paso o bien como
un santuario de confín, en el límite entre los territorios de los
oppida de Cerro Lucena y Xàtiva (Pérez Ballester y Borredá,
2004: 309), interpretación esta última que creemos menos probable al estar ambos oppida englobados en un mismo territorio
bajo la autoridad del centro setabense ya desde el s. III a.C.
(Pérez Ballester y Borredá, 2008: 284-285).
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En esta fase tardía parece cobrar una mayor importancia la
visibilización del edificio del culto, a diferencia de lo que ocurría
con los espacios de culto al aire libre de la fase anterior, donde el
acento se pondría sobre los relieves orográficos y no tanto en las
transformaciones antrópicas. Esta cuestión parece especialmente
relevante en el caso de La Serreta, donde la construcción del edificio tripartito se acompaña de imponentes obras de aterrazamiento
con la construcción de una doble plataforma de piedra en la ladera
norte del cerro y que sería claramente perceptible desde los valles de Alcoi, donde presumiblemente se encontraba su territorio
de gracia y de donde provendrían mayoritariamente los devotos.
Este factor también debió tener una gran importancia en el santuario de La Malladeta, donde las estancias en batería ubicadas
en las laderas del cerro debieron ser muy visibles, tanto desde la
llanura costera circundante como desde el mar, por lo que podría
tener también una cierta significación para los navegantes que recorrían las costas de la Contestania. Esta pauta se repite en otros
santuarios del área ibérica que se transforman en esta etapa, como
por ejemplo los templos de inspiración itálica de La Encarnación
o los potentes aterrazamientos de La Luz.
La peregrinación
Las consideraciones planteadas, tanto en el apartado referente a
los santuarios del s. III a.C. como en el capítulo referente a la
iniciación, pueden ser aplicadas también al caso de los espacios
de culto en los ss. II y I a.C., destacando la importancia del movimiento, que en estos casos debía adoptar una forma ritual. Los
devotos que visitarían estos santuarios en determinadas fechas del
año provendrían principalmente del ámbito comarcal, es decir, de
las ciudades, oppida y núcleos rurales más cercanos y cuyo desplazamiento podría cubrirse en una jornada (fig. 5.22).
En esta fase tardía documentamos lo que nos parece un cambio
significativo con respecto a la etapa anterior y es la presencia de
estructuras que pudieron estar destinadas a dar cobijo y asistencia a
los visitantes (Rouillard, Espinosa y Moratalla, 2014). El caso que
presenta unas evidencias más claras es el de La Malladeta donde,
recordemos, en la fase del s. I a.C. se construyen una serie de habitáculos de planta cuadrangular distribuidos en dos bandas en las
laderas oriental y occidental del cerro, aunque posiblemente también se extendiesen por la ladera sur y en otra banda central en la
parte cimera. La superficie de las estancias conservadas oscila entre
los 7 y los 14 m2 y la inexistencia de compartimentaciones internas,
la ausencia de equipamientos como hogares o bancos y la falta de
cerámicas de cocina o restos de fauna, dificulta su interpretación
como espacios domésticos.
Como hemos visto anteriormente, también en el Cerro de los
Santos existieron una serie de ambientes, en la denominada cata
4, donde aparecieron materiales relacionados con la preparación y
consumo de alimentos que se datarían entre la segunda mitad del
s. III e inicios del s. I a.C. Por otra parte, su abandono coincidiría
con la construcción de un edificio a los pies del cerro con unas
funciones muy similares y que podría estar relacionado con el
alojamiento y asistencia a los viajeros que transitaban la Via Heraclea (García Cardiel, 2015a: 96). Finalmente, en otro espacio
sacro algo más alejado de nuestro ámbito de estudio, el santuario
de Castellar, se documentaron en la tercera terraza un mínimo de
tres ambientes cuadrangulares que se interpretan como espacios
relacionados con el desarrollo de los rituales, posiblemente con
prácticas de comensalidad (Rueda, 2011: 96-100).
160
Los santuarios y su vinculación con las nuevas estructuras
territoriales
Si algo caracterizaba la relación de los santuarios con el territorio en que se ubicaban durante el s. III a.C., era la estrecha
relación existente con el núcleo de población que funcionaba
como capital del territorio comarcal, como veíamos en los
casos de La Serreta, La Malladeta o Coimbra del Barranco
Ancho. Esta situación cambia con la conquista romana dando lugar a una variedad de situaciones, ya que algunos de
estos núcleos son abandonados o destruidos, como es el caso
de los oppida de Coimbra del Barranco Ancho o La Serreta,
mientras que otros perdurarán en el tiempo, como Saitabi o
Allon, llegando incluso a convertirse en municipios romanos
al final del periodo.
Por tanto, es importante establecer una diferenciación desde el punto de vista territorial entre ambas etapas y que resulta determinante a la hora de comprender los paisajes sacros
propios de estos territorios. Por una parte, en el s. III a.C. nos
encontramos ante lo que podríamos definir como un paisaje
político unificado, estrechamente vinculado a la ciudad que
ejerce como capital del territorio y por tanto a las elites que
encabezan este proyecto. Frente a ello, en los ss. II y I a.C. la
situación es muy distinta ya que estamos ante lo que podríamos calificar como un paisaje fragmentado, donde no existe un
centro de poder claramente destacado y donde la implantación
romana no resulta tan intensa como en otras áreas peninsulares, aunque sí tendrá sus consecuencias. Es importante señalar
que los santuarios de esta etapa no se vinculan de forma clara
a una ciudad preeminente como en la fase precedente, sino
que se alejan y se convierten en periféricos en un momento en
que existe una mayor igualdad entre los oppida que perduran
tras la conquista. Profundicemos en esta idea que nos parece
esencial para abordar el análisis de estos procesos.
En el caso de La Serreta, y a pesar de la destrucción y
abandono de la capital, se va a mantener en líneas generales
el sistema de oppida secundarios, que parecen revitalizarse en
este periodo, así como la red de poblamiento rural. Como hemos podido ver, el abandono de la ciudad no implica el cese de
las actividades rituales en el santuario, que se extenderá todavía varios siglos en el tiempo. En el caso de Allon, la conquista
romana no conllevaría la destrucción de la ciudad al igual que
en el caso de Saitabi, que pasa a ser una civitas stipendiaria,
convirtiéndose en una de las ciudades más importantes a nivel
regional. Por tanto, nos encontraríamos ante un modelo territorial para los ss. II-I a.C. basado en el control efectivo de estos territorios a través de esta red jerarquizada de oppida, que
a su vez dependerían de la nueva autoridad romana presente
en núcleos de control directo como la colonia de Valentia o la
ciudad de Saitabi (Grau, 2016a).
Estos lugares de culto se convertirían en espacios de agregación que sin duda tuvieron una función clave en el nuevo contexto caracterizado por la implantación romana y marcadamente
híbrido, con la incorporación de innovaciones procedentes del
ámbito itálico, pero también con la recreación de elementos
seculares que se resignifican, en lo que podríamos interpretar
como una reinvención de la tradición (Hobsbawm y Ranger,
2012). Nos encontramos ante lo que podríamos denominar
como nuevas comunidades que buscan redefinirse en un clima
de cambio y competición como consecuencia de la conquista ro-
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Fig. 5.22. Ubicación del santuario de La Malladeta respecto a los principales asentamientos de los ss. II-I a.C.
mana. En este sentido, los santuarios se convierten en el foco de
afirmación para la nueva comunidad, que en buena medida trata
de presentarse como lo más tradicional posible, donde cobran
especial relevancia las prácticas rituales (Stek, 2009).
Llegados a este punto cabe preguntarnos cómo se crea esta
identidad colectiva, que podríamos definir como la auto-conceptualización de una sociedad a partir de su identificación
como una comunidad culturalmente diferenciada con respecto
a otros grupos. Al tratarse de una construcción histórica, coyuntural y dinámica, presenta una gran capacidad para adaptarse a las circunstancias y necesidades propias de cada momento histórico (García Cardiel, 2016: 91). En la práctica y
en este caso concreto, el sentimiento de pertenencia a la nueva
comunidad se generaría, de manera similar a lo que señalábamos para la fase anterior, mediante prácticas compartidas que
hemos catalogado como rituales de agregación, con un lenguaje de expresión común y desarrolladas en un mismo espacio, la vinculación a un mismo territorio de gracia adscrito al
santuario comunitario y a lo que se une ahora la construcción
colectiva de un edificio para el culto.
Según diversos autores, el concepto de identidad étnica va más
allá de lo que entendemos por identidad colectiva y suele estar íntimamente relacionada con la existencia de un poder político fuerte
que la impulse (Jenkins, 1997: 57-70; Fernández Götz, 2009: 193194; Cardete, 2010: 128). Sería este aparato político el que pone en
marcha las distintas estrategias para la codificación simbólica de
dicha etnicidad, así como su materialización, por lo que parte con
una cierta ventaja a la hora de difundirse e imponerse sobre otros
discursos identitarios alternativos (García Cardiel, 2016: 92). Sin
embargo, en época tardía desaparece ese elemento político vinculado a la ciudad que constituía el centro de poder a escala comarcal,
por lo que no podríamos hablar de una identidad étnica propiamente dicha, sino de una identidad meramente territorial o geográfica
compartida por las comunidades que habitan estas tierras y que
sería una más entre las distintas adscripciones superpuestas que
tratábamos anteriormente.
Este tipo de cuestiones se plasman también en la transformación de los cultos gentilicios hacia cultos comunitarios con una
evolución de la divinidad objeto del culto. En el caso de La Serreta y La Malladeta se evidenciaba claramente el paso de la representación de los devotos en las terracotas a las de la divinidad
con rostro frontal que podríamos interpretar como una deidad de
tipo poliádico que representaría a toda la comunidad, pasando el
sujeto de la práctica ritual a un segundo plano (Brelich, 1969:
437). Este proceso se reconoce también en las prácticas cultuales de los santuarios extraurbanos itálicos, que se interpreta como
una deriva hacia cultos de carácter más popular (Torelli, 1984) o
en el área ibérica (Moneo, 2003: 296), que reflejaría una transformación ideológica desde la sociedad aristocrática hacia nuevas
formas urbanas (Ruiz Rodríguez, 2009). El cambio en el tema
representado en los exvotos también podría relacionarse con la
desaparición de los linajes que detentaban el poder en las ciudades ibéricas centro-contestanas, con la consecuente transformación de su tejido social y de las formas de poder.
Otro rasgo especialmente interesante es que estos procesos de transformación de los santuarios ibéricos no fueron
un fenómeno puntual, sino que en la mayoría de los casos se
documentan diversas reformas y refacciones durante más de
dos siglos, destacando el episodio de renovación que tiene
lugar en muchos de ellos en época augustea, aproximadamente en torno al cambio de era. Son muchos los espacios
de culto que experimentan cambios en estos momentos como
161
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por ejemplo el santuario de La Encarnación, cuando se produce una importante reforma en el Templo B, con la construcción de una gran plataforma enlosada y su conversión en
un templo de tipo octástilo. También a esta época remiten algunos elementos constructivos del Cerro de los Santos, como
los capiteles o los mosaicos bícromos. La misma pauta se
repite en Las Atalayuelas, donde a mediados del s. I a.C. se
da una importante transformación del santuario, adquiriendo
en estos momentos su estructura tripartita. Algo más tardía,
pero también en época altoimperial, es la profunda reforma
del espacio de culto de Torreparedones a mediados del s. I
d.C. Trasladándonos ya a nuestro ámbito de estudio, nos encontramos en La Serreta con el edificio tripartito del sector
A, cuya datación resulta bastante complicada pero que remite
claramente a época romana, seguramente altoimperial, que
vendría a sustituir al pequeño edículo de la parte alta como
recinto cultual en un momento de grandes transformaciones
a nivel territorial. En el caso de La Malladeta se han identificado importantes cambios en torno al 25 a.C., momento en
que se abandonan las estructuras ubicadas en las laderas e
iniciándose la última fase de uso del santuario. Finalmente,
en el espacio de culto de El Canari también se han identificado cambios y transformaciones que, en torno al cambio de
era, dan inicio a una nueva fase de uso.
En una situación que hemos catalogado anteriormente como
un middle ground colonial, es importante valorar el papel que
juega la autoridad romana en todo este proceso. En el norte de
la Contestania, como ya hemos visto, la influencia romana en
época republicana resulta algo más limitada, si la comparamos
con otras zonas como por ejemplo el hinterland de Carthago
Nova, cuyo control se ejercería indirectamente a través de una
red jerarquizada de oppida que ya existían en la fase anterior.
No obstante, los cambios en el paisaje sacro y el hecho de que
los santuarios ya no se vinculen a un asentamiento concreto,
podría estar reflejando, en cierta medida, la actitud de la autoridad romana. De este modo, se trataría impedir un desequilibrio
de poder con el encumbramiento de una ciudad sobre el resto
de oppida y la configuración de territorios políticos fuertes que
habían caracterizado la fase anterior y que podrían oponerse al
nuevo dominio romano. Por otra parte, sí parece que se fomenta,
o al menos se tolera, la existencia de espacios sacros que articulen estos territorios, que no se urbanizan al menos hasta época
altoimperial, mediante la creación de una identidad colectiva
territorial, pero sin el componente político y étnico. Esta estrategia se basaría en la promoción de un equilibrio, que podríamos
catalogar como heterárquico, con un poder muy repartido entre
las elites de los distintos asentamientos, de manera que no supongan una amenaza para el nuevo poder romano.
Resulta interesante que, en nuestra región de estudio, los
procesos de monumentalización de las ciudades, que implican
toda una serie de transformaciones urbanas, se producen hacia
época augustea (Ramallo, 2003), lo que coincide con toda una
serie de profundos cambios en los santuarios, por lo que este
momento pudo tener una especial relevancia también en el
entorno rural. Nos encontramos, por tanto, ante una dualidad
entre paisajes urbanos y paisajes rurales que se hace especialmente patente cuando se producen los procesos de municipalización en nuestra área de estudio a partir de época augustea,
como veremos en el siguiente apartado.
162
5.3.7. eL fInAL De Los sAntuArIos IbérIcos contestAnos
El análisis del cese de la actividad ritual y el abandono de los
santuarios centro-contestanos nos aporta una gran información
acerca de las implicaciones territoriales de estos lugares de
culto. Este cese en la frecuentación de los espacios sacros se
produciría en momentos distintos dependiendo del área concreta donde nos encontremos, ya que parece existir una estrecha vinculación con los procesos de municipalización puestos
en marcha por la autoridad romana.
El santuario donde se produce un abandono más temprano es el
de La Carraposa, a pesar de que los materiales no resultan especialmente elocuentes a nivel cronológico. Los elementos más recientes
serían los fragmentos de un ánfora itálica del tipo Dressel 1, cuya
datación no iría más allá del último cuarto del s. I a.C. y nada nos
lleva a pensar en una frecuentación más allá de estas fechas. Por
su parte, el santuario de La Malladeta presenta una vida algo más
dilatada en el tiempo, constatándose una última fase circunscrita
a la parte más alta, el sector 5, que, atendiendo a los materiales
cerámicos presentes en estos niveles, se dataría en torno al 75 d.C.
Finalmente, el santuario de La Serreta es el que presenta una frecuentación más prolongada en el tiempo. Se ha documentado una
actividad ritual relativamente intensa durante toda la fase altoimperial que se refleja en la existencia de numerosas cerámicas del
tipo Terra Sigillata así como lucernas (Poveda, 2005; Lara, 2005).
Ya en época bajoimperial, durante los s. III y IV aún se constata la
existencia de diversas ofrendas en forma de monedas (Garrigós y
Mellado, 2004) y algunas cerámicas (Poveda, 2005: 120), alcanzando los inicios del s. V d.C.
Una vez señalado el momento en el que se produce el cese de
la actividad en estos espacios sacros, cabe preguntarse cuáles fueron las causas que llevaron a esta situación. Creemos que, tanto los
abandonos como la pervivencia en el caso de La Serreta, pudieron
estar relacionados con los procesos de municipalización impulsados por Roma entre las comunidades hispanas. Dicho proceso, que
suponía un cambio en el estatus de estas ciudades que pasaban a
organizarse bajo fórmulas plenamente romanas, conlleva una asunción por parte del nuevo municipium de toda una serie de funciones
políticas, sociales y económicas, así como religiosas. Esta nueva
situación pudo implicar el traslado de las funciones sacras, hasta
este momento desempeñadas por los santuarios extraurbanos de
tradición ibérica, que a partir de ahora pasan a concentrarse en el
núcleo urbano.
En nuestro ámbito caso, el proceso de municipalización más
temprano corresponde a la ciudad de Saitabi, como demuestran
varias evidencias. En primer lugar, Plinio cita esta ciudad como
una de las poblaciones que goza del privilegio de ser un municipio
de derecho latino, concretamente uno de los oppidani Latii ueteris
(Nat. Hist. III, 25). A ello se uniría la denominación de la ciudad
como Saetabi Augustanorum que se documenta en algunas inscripciones (CIL II, 3625, 3655 y 3782) y también la pertenencia
de sus ciudadanos a la tribu Galeria, que podría estar indicando
la promoción jurídica al rango de municipium en época augustea
(Cebrián, 2000: 51). En este sentido, J. M. Abascal (2006: 75-76)
señala que este cambio de estatuto podría estar en relación con el
viaje que Augusto realiza a la península entre los años 27 y 24 a.C.
y que coincide con un importante proceso de reorganización jurídica llevado a cabo en el sudeste y oriente peninsular en estas fechas,
lo que viene a coincidir también a grandes rasgos con el abandono
del santuario de La Carraposa.
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En el caso de Allon, la concesión de la categoría de municipium al antiguo núcleo ibérico es algo más tardía y estaría en relación con la extensión del ius Latii uniuersae Hispaniae en época
Flavia citado por Plinio (Nat. Hist. III, 30) y que tendría lugar
en torno al 70 d.C. Existen diversos argumentos arqueológicos
y epigráficos que avalan la consideración de la ciudad de Allon
como un núcleo urbano con categoría de municipio, como son la
presencia de magistrados, edificios públicos (como un macellum,
un foro donde debía ubicarse un templo dedicado al culto imperial, ambos constatados indirectamente por la epigrafía, la torre
funeraria de Sant Josep, las termas monumentales…), un denso
poblamiento suburbano y rural con un gran número de villae o un
destacado puerto (Espinosa, 2006: 233). De nuevo, el abandono
del santuario de La Malladeta en torno al 75 d.C. vendría a coincidir con la promoción jurídica de la ciudad al rango de municipio
de derecho latino en tiempos de Vespasiano.
Finalmente, en el caso del santuario de La Serreta, no solo no
se produce el abandono del espacio sacro en época altoimperial,
sino que se constata una frecuentación del mismo hasta un momento tan tardío como el s. IV d.C. Esta pervivencia puede tener
también mucho que ver con los procesos de municipalización o,
mejor dicho, con la ausencia de ellos. El territorio de los valles de
Alcoi se va a caracterizar, durante todo el periodo romano y tras el
abandono de los últimos oppida en el s. I a.C., por la existencia de
un gran número de pequeños asentamientos rurales, algunos de los
cuales podríamos catalogar como villas rústicas (Grau y Garrigós,
2007; Grau et al., 2012; Grau et al., 2015b). A pesar de este denso
poblamiento rural, es destacable la ausencia de un asentamiento
urbano o ciudad que actúe como centro rector del territorio, convirtiéndose esta región en un área periférica dependiente de otro municipium relativamente cercano como podría ser Saitabi o más bien
Dianium, con la que además comparte una fuente hídrica común.
La ausencia de una ciudad cercana podría explicar la continuidad del santuario de La Serreta hasta momentos tan avanzados, jugando un papel integrador clave en la construcción
de la identidad local ante la inexistencia de un centro urbano
que diese cohesión socio-religiosa a una comunidad asentada
en una unidad territorial bien definida como son estos valles
interiores. No cabe duda que, en estos territorios eminentemente rurales, existirían otros modos de estructuración social
al margen de la existencia de un núcleo urbano que aglutine
estas funciones. Estos procesos son bien conocidos en Italia
Central y Meridional donde los santuarios ejercen como focos
de integración territorial en espacios escasamente urbanizados
(Torelli, 1983; Stek, 2009).
Esta comunidad dispersa en los distintos núcleos rurales
debió encontrar una poderosa fuerza de cohesión y un elemento identitario de primer orden en el ámbito de lo simbólico y lo
ideológico, que se materializa en el santuario. De esta forma,
los campesinos de la comarca compartieron un lugar de culto
y un “territorio de gracia”, es decir, un espacio bajo la advocación de una divinidad tutelar comunitaria que se formalizaría
mediante una serie de prácticas comunes tradicionales, como
las romerías o rituales de carácter periódico, en que se basarían las relaciones comunales de la población rural. Este tipo de
prácticas vendrían a sustituir las formas de relación ciudadanas
que de otro modo no sería posible desarrollar dada la inexistencia de núcleos de carácter urbano (Amorós y Grau, 2017).
Esta estrategia ideológica se reforzaría con la construcción de
un edificio destacado, muy cerca de la ubicación del antiguo
santuario ibérico, posiblemente en las mismas fechas en que se
estaban produciendo los procesos municipalización en las ciudades del entorno, como Saitabi y Dianium en época augustea
o Allon en época Flavia.
163
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6
Rituales, violencia e identidad guerrera
Llegados a este punto, no podíamos concluir nuestro recorrido por los diferentes rituales y estrategias ideológicas de las
elites sin prestar atención a un elemento tan presente en la
sociedad ibérica como es la violencia. No pretendemos, sin
embargo, abordar en este capítulo de forma exhaustiva todas
las cuestiones relacionadas con el armamento y la guerra en
el mundo ibérico, sino más bien aproximarnos a la materialización de los discursos de la violencia y el papel que juega
en las distintas prácticas rituales. Asimismo, creemos que las
armas constituyen un elemento definidor de primer orden de
la identidad guerrera del individuo y de las elites, siendo ésta
una más de las identidades superpuestas que los individuos o
grupos refuerzan o atenúan dependiendo del contexto, en el
marco de las estrategias excluyentes y corporativas.
6.1. LA VIOLENCIA Y LA EDAD DEL HIERRO
Cuando nos aproximamos al estudio de las sociedades ibéricas y
en general a las comunidades de la Edad del Hierro en el ámbito europeo, nos encontramos con que uno de los elementos más
presentes en la historiografía es la violencia y la existencia de sociedades jerarquizadas presididas por una elite de guerreros. Estas
sociedades han sido definidas en ocasiones como heroicas, desde
posiciones teóricas cercanas al marxismo pero también con influencias del estructuralismo (Parcero, 2002: 183-184; Dumézil,
1990; Almagro-Gorbea, 1996; Ruiz, 2008), donde un grupo minoritario dentro del cuerpo social organizado de modo clientelar
es quien ejerce el poder y donde existe una preeminencia simbólica e ideológica de la actividad guerrera que se traducirá en una
materialización de la violencia en el registro arqueológico.
Por otra parte, la visión de las fuentes clásicas también
ha contribuido a la conceptualización de los iberos como una
sociedad guerrera con episodios como el sitio de Sagunto,
descrito por Plutarco o Tito Livio, o el rito conocido como
devotio iberica, que se refiere a los lazos clientelares establecidos entre un jefe militar y sus devoti, dispuestos a dar
su vida por él, considerando una vergüenza la posibilidad de
sobrevivirle en el campo de batalla (Str., 3, 4, 18; Plu., Sert.
14, 5-6). Estas visiones calaron profundamente en buena parte de la producción historiográfica relacionada con el mundo
ibérico desde finales del s. XIX hasta el franquismo, donde el
carácter guerrero e indomable de las poblaciones prerromanas tiene un enorme peso en la concepción de las poblaciones
ibéricas (Quesada, 1997: 46-47).
El interés científico por el armamento ibérico se remonta a la
segunda mitad del s. XIX, momento en el que se producen los primeros hallazgos significativos, constituyendo un hito el descubrimiento y la excavación en 1867 de la necrópolis de Los Collados
(Almedinilla, Córdoba) (Maraver, 1867; 1868). No obstante, en
estos primeros momentos todavía existe una fuerte dependencia
de las fuentes literarias y estas armas se reconocen básicamente
como prerromanas. No será hasta inicios del s. XX cuando estas
armas se identifiquen claramente como ibéricas, elaborándose incluso las primeras tipologías de la mano de P. Paris, aunque el
gran avance en la investigación se produce con la publicación de
H. Sandars The Weapons of the Iberians (1913).
Los estudios relacionados con el mundo ibérico en las décadas posteriores se van a ver condicionados en buena medida por
la primacía de que suponen los hallazgos de miles de armas en la
Meseta, que ensombrecen los hallazgos en el área costera, problemática que perdura hasta finales del s. XX con la polémica entre “mediterraneistas” y “continentalistas” acerca de la dirección
de los influjos (Quesada, 1997: 45-46). Otro rasgo característico
que se agudiza en los años posteriores a la Guerra Civil, aunque
tiene su origen en el surgimiento de los nacionalismos en el s.
XIX, es el esencialismo que conecta a los antiguos iberos y sus
presuntas virtudes militares con la nación española, fenómeno,
por otra parte extensible a otras naciones europeas. Este tipo de
concepción de la Historia dará lugar a finales de la centuria a una
165
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cierta desconfianza hacia los estudios relacionados con la guerra
y el armamento, como un ejemplo más de la lógica pendular en la
investigación (Quesada, 1997: 46).
Entre las décadas de los sesenta y ochenta se produce un cierto estancamiento en lo que a estudios sobre el armamento ibérico
se refiere, primando todavía planteamientos como la procedencia
de los tipos, con un marcado carácter difusionista, y la definición
de tipologías (Quesada, 1997: 47-50). A finales de los ochenta, en
cambio, se asiste a un nuevo impulso en la investigación, motivado en parte por la proliferación de nuevos estudios de materiales como por la aplicación de nuevos enfoques, entendiendo las
armas como elementos simbólicos relacionados con los grupos
dominantes, más allá de su función defensiva.
Sin duda alguna, la publicación del trabajo de F. Quesada El
armamento ibérico. Estudio tipológico, geográfico, funcional,
social y simbólico de las armas en la Cultura Ibérica (siglos
VI-I a.C.) (1997) supone un punto de inflexión en la investigación. Se trata de un trabajo muy completo y sistemático que
recoge las evidencias conocidas y divide la obra en armas ofensivas, defensivas, así como diversas consideraciones acerca de
la panoplia ibérica. Se trata de una obra donde prima el componente analítico sobre el interpretativo, que servirá de base para
trabajos posteriores. No obstante, también existe una preocupación por cuestiones sociales y simbólicas, especialmente en
relación a la presencia de armas en el ámbito funerario.
El estudio del armamento y la guerra en el mundo ibérico ha experimentado una revitalización en los últimos veinte
años con la profundización en algunos temas y la apertura
de nuevas líneas de investigación (Quesada, 2016). En primer lugar, se ha incrementado el corpus de evidencias con
la publicación de nuevos repertorios, nuevos yacimientos y
la revisión y reinterpretación de excavaciones antiguas, principalmente necrópolis, como Pozo Moro (Alcalá-Zamora y
Bueno, 2000), El Molar (Peña Ligero, 2003), Casa del Monte
(Cisneros, 2008), Los Nietos (García Cano, 2005), El Puntal
de Salinas (Hernández y Sala, 2000), Castillejo de los Baños
(García Cano y Page, 2001), El Cigarralejo (Quesada 2005),
La Serreta (Reig, 2000), Lorca (Cárceles et al., 2008) o
L’Albufereta (Verdú, 2015a), por citar solo algunos ejemplos
del área de estudio y sus proximidades. Los mismos avances
se han producido también en el ámbito de los poblados, destacando el caso de La Bastida de les Alcusses (Quesada, 2011).
Tampoco se han abandonado los temas clásicos como es la
profundización en cuestiones tipológicas, prestando especial
atención a armas exóticas o pequeños elementos. Otro tema
interesante, sobre el que profundizaremos más adelante, es la
presencia de armas en determinados contextos rituales más
allá de la aparición en contextos funerarios. En los últimos
años también ha cobrado importancia la valoración de elementos relacionados con la caballería, los análisis metalúrgicos y tecnológicos y el análisis espacial del armamento en sus
contextos a diversas escalas o la arqueología de los campos de
batalla (Quesada, 2016: 174 y ss.) También encontramos algunas líneas de carácter más interpretativo como son estudios
desde la arqueología de género, así como temas relacionados
con las formas de combate y la concepción de la guerra en
el mundo ibérico, con aspectos interesantes como es el de la
importancia del mercenariado en el mundo ibérico (Quesada,
2016: 176 y 179; Graells, 2013; 2014).
166
6.2. LA MATERIALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA
EN EL REGISTRO ARQUEOLÓGICO
Más allá de discursos esencialistas y de la visión ofrecida por las
fuentes clásicas, por otra parte mediatizadas por los conflictos bélicos que enfrentaron a las poblaciones locales y al poder romano
entre los ss. III y I a.C., sí encontramos huellas de este componente social relacionado con la violencia en el registro arqueológico.
Estos indicadores contrastan con las evidencias de nuestra zona
de estudio durante el Bronce Final, donde la presencia de este
tipo de elementos no se aprecia de forma tan clara en el patrón de
asentamiento, las estructuras defensivas, el hábitat o el mundo funerario, como sí sucede en momentos posteriores. Será durante el
periodo que conocemos como Hierro Antiguo cuando este tipo de
elementos relacionados con la violencia se hagan más evidentes
en el registro arqueológico, con la construcción de algunas fortificaciones y los primeros ajuares funerarios con armas.
6.2.1. eL pAtrón De AsentAmIento, LAs fortIfIcAcIones
y eL ArmAmento en contextos De hábItAt
Esta importancia de la violencia en las sociedades ibéricas se
plasma en primer lugar en el paisaje y más concretamente en el
patrón de asentamiento. Los oppida, asentamientos que actúan
como centros políticos y rectores de sus respectivos territorios,
se ubican en emplazamientos en altura y difícilmente accesibles, patrón característico de nuestra zona de estudio (Grau,
2002) pero que podemos extender a grandes rasgos a toda el
área ibérica. Este dato nos está indicando un cierto clima de
inseguridad que implica la elección de estos espacios sacrificando el beneficio que supondría una ubicación en el llano,
más próxima a los campos de cultivo que constituyen la base
económica de estas comunidades.
Esta ubicación busca dotar a la capital del territorio, donde
además residen las elites, de una cierta inexpugnabilidad mediante la elección de puntos estratégicos con acusadas pendientes y relieves escarpados que constituyen importantes defensas
naturales. Asimismo, su emplazamiento en cerros de cierta
altura sobre el nivel de base otorga un dominio visual, lo que
permite prevenir ataques por parte de otras comunidades, pero
al mismo tiempo ejercer el control sobre su territorio político.
Estas características derivadas de la situación topográfica
de los oppida, se conjugan con la presencia de defensas artificiales en forma de murallas y torres en las partes más accesibles, contando con buenos ejemplos en el área central de la
Contestania como El Puig (Grau y Segura, 2013: 47-66) o La
Serreta (Llobregat et al., 1995). Por tanto, a la hora de analizar
la inaccesibilidad de los oppida es necesario atender de forma
conjunta la combinación de elementos naturales y construidos. No obstante, más allá de las implicaciones prácticas que
tendrían estos elementos para la defensa de la comunidad residente en el asentamiento, debemos también tener en cuenta el
impacto visual que supondría, no solo para los enemigos, con
un efecto disuasorio, sino también para los miembros de la
comunidad residentes en los asentamientos del llano.
En este sentido, debemos tener en cuenta, no solo la visibilidad desde el oppidum que permite el control efectivo del territorio, sino la visibilización fruto de la conjunción de elementos
naturales y antrópicos, dicho de otro modo, no solo “ver” sino
también “ser visto” (Grau y Segura, 2013: 65) (fig. 6.1). En este
[page-n-180]
Fig. 6.1. Vista aérea del poblado de El Puig d’Alcoi (Imagen: El Tossal Topografía-Museo Arqueológico Municipal de Alcoi)
e interrelación del oppidum con los asentamientos dependientes (Grau, 2016c: fig. 7).
167
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Fig. 6.2. Distribución general de las armas en la Bastida de les Alcusses (Quesada, 2011: fig. 16).
punto entra en juego la manipulación de la violencia simbólica, concepto en el que profundizaremos más adelante, como
estrategia ideológica por parte de las elites. El núcleo principal
garantiza la seguridad de los asentamientos secundarios ya que
podría dar la alarma y actuar como refugio en caso de conflicto.
Pero por otra parte, esta prominencia visual tendría importantes
connotaciones simbólicas, ya que los núcleos dependientes del
valle se verían continuamente vigilados por las elites que detentan el poder en el territorio, con una sensación psicológica
constante de subordinación al oppidum, generándose así toda
una escenografía del poder (Grau y Segura, 2013: 66).
Es importante destacar que las fortificaciones, como cara
visible de los oppida, constituyen la principal obra pública y
casi único foco de monumentalización entre los iberos (Moret,
1998: 91). Como hemos podido ver en otros capítulos de este
trabajo, los espacios de reunión o los lugares de culto no se
distinguen por sus formas constructivas destacadas, quedando
las fortificaciones como la única construcción colectiva en la
que participaría buena parte de la comunidad.
Otro aspecto que debemos tener en cuenta a la hora de analizar el armamento ibérico es su aparición en espacios de hábitat. No obstante, solo un 13 % de las armas documentadas en el
ámbito ibérico y celtibérico proceden de poblados, cuyo estudio
plantea sus propias problemáticas ya que únicamente en casos de
destrucción violenta y abandono del poblado cabe hallar conjuntos significativos de armas, lo que al mismo tiempo nos da una
168
foto fija de este momento que cabría entender como excepcional
(Quesada, 2010: 18). En este sentido, el oppidum de la Bastida
de les Alcusses constituye un caso excepcional para el estudio
del armamento ibérico ya que supone el 16 % del total de armas
recuperadas en este tipo de contexto, proporcionando un gran volumen de información (Quesada, 2011).
El análisis del caso de la Bastida nos permite conocer además
la distribución espacial de un importante conjunto de armas (138
objetos), con una gran densidad de hallazgos que se distribuyen
de modo bastante uniforme a lo largo de la amplia zona excavada
con 250 departamentos (fig. 6.2). Resulta interesante el hecho de
que no parece existir una concentración de armamento en viviendas más ricas o aristocráticas ni en posibles arsenales aislados de
las demás casas o estancias (Quesada, 2011: 217). Esta amplia
distribución del armamento, por otro lado muy similar al patrón
documentado en el Tossal de Sant Miquel a finales del s. III a.C.
(Quesada, 2010: 28-29), ha llevado a pensar que la producción y
control de las armas en el mundo ibérico se correspondería con
una “mentalidad arcaica”, con un acceso generalizado por parte
de hombres libres propietarios, hasta el punto de identificarlos
como tales, como se desprende también de las fuentes literarias y
de los ajuares funerarios (Quesada, 2010: 37).
No obstante, si atendemos a los tipos de armas documentados podemos apreciar un gran predominio de regatones y otros
elementos como puntas de lanza y armas arrojadizas, en muchos
casos de pequeño tamaño y que pudieron utilizarse en activida-
[page-n-182]
des cinegéticas. Por otra parte, el hallazgo de objetos relacionados directamente con la guerra, como espadas y manillas de
escudo, es mucho menos frecuente. Por tanto, deberíamos tener
en cuenta que no se atribuirían los mismos significados a todos
los elementos considerados actualmente como armamento y que
sí pudo existir una cierta restricción en el acceso a las armas
propiamente de guerra en contraste con las que pudieron ser
utilizadas también para la caza. Es posible que espadas y escudos fueran los elementos más estrechamente vinculados con la
definición de la identidad guerrera de las elites.
Otro elemento realmente interesante y que retomaremos
posteriormente es el de la aparición de numerosos elementos relacionados con la monta ecuestre, al igual que sucede en la ciudad de La Serreta en el s. III a.C. (Quesada, 2002-2003) y cuya
aparición en necrópolis es sumamente escasa. Este hecho nos
lleva de nuevo a reflexionar acerca de los significados otorgados
por la sociedad ibérica a los distintos tipos de armamento y que
pudo estar en relación con el juego de identidades superpuestas
que se activan o atenúan dependiendo del contexto.
Una vez realizado este sucinto repaso a la presencia de la violencia en ámbitos más “profanos”, aunque ya hemos señalado que
la separación entre la esfera de lo sagrado y lo profano es muy difusa en las sociedades antiguas, pasaremos a analizar con algo más
de detalle la documentación de armas en contextos simbólicos o
rituales como son las necrópolis, la iconografía o los santuarios.
En la segunda parte del capítulo, trataremos de poner en relación
dichas prácticas con la puesta en marcha de estrategias ideológicas
por parte de las elites que tendrían como base la violencia y la
identidad guerrera asociada a estos grupos dominantes.
6.2.2. LAs ArmAs en contextos sImbóLIcos
El armamento en las necrópolis ibéricas
El primer dato que debemos tener en cuenta a la hora de analizar
el tema del armamento en la Edad del Hierro es que casi el 80
% de las armas documentadas procede de contextos funerarios
(Quesada, 2010: 18). Este dato nos lleva a suponer que este es el
espacio por excelencia donde se negocian las cuestiones relacionadas con la identidad guerrera de las elites y donde se despliegan
principalmente las estrategias excluyentes o de red.
Otro elemento que aboga por el carácter exclusivo de las
necrópolis ibéricas, compartido por buena parte de la investigación (Chapa, 1991; Quesada, 1997: 632), es el hecho de que no
parecen estar representados todos los grupos sociales, sino que
solo podría acceder a ese espacio funerario un segmento de la
sociedad, seguramente las elites y sus clientelas más cercanas.
Esta apreciación se fundamenta básicamente en una cuestión
demográfica, ya que, si se compara el número de tumbas de una
necrópolis y el ritmo de deposición durante su periodo de uso,
con las estimaciones acerca de la población que habitaría en los
oppida a los que pertenecen, los números no coinciden.
Para ilustrar este desajuste entre la población presente en las
necrópolis y la que habitaría en el poblado proponemos un ejercicio hipotético aplicado a tres casos de estudio, La Serreta, el
Puntal de Salinas y Cabezo Lucero, sin ánimo de establecer conclusiones definitivas y siendo conscientes de las problemáticas y
limitaciones que implican los estudios de carácter paleodemográfico. El primer paso consiste en elaborar un cálculo aproximativo
de la población que habitaría estos oppida a partir de su superfi-
cie, para lo que seguimos la propuesta aplicada en el caso, relativamente cercano, del poblado de Kelin, donde se establece el
cálculo a partir de la relación entre superficie excavada, superficie
habitada, superficie comunitaria, superficie media construida de
las viviendas y un ratio de 4,5 personas por unidad habitacional,
para posteriormente extrapolar los datos al resto del asentamiento
(para una explicación más detallada del método y los estudios
previos en que se apoya véase Moreno y Valor, 2010).
La aplicación de dicha fórmula arroja una densidad de 26
m2/hab., que concuerda con los 25 m2/hab. asignados por Sanmartí y Belarte (2001), y que la superficie habitada, descartando las superficies comunitarias, como calles, espacios abiertos,
murallas… es de unos 2/3 del total de la superficie del poblado.
El oppidum de La Serreta, tendría en el s. IV a.C. un tamaño
entre 1,5 y 2 ha., como parece indicar la dispersión de cerámicas
áticas, limitadas a la cumbre y las laderas superiores del cerro
(Grau Mira, 2002: 331). Estableciendo una superficie intermedia de 1,75 ha. y aplicando las premisas anteriores de densidad y superficie habitada (P = Superficie habitada (1,17 ha.) /
Densidad demográfica (26 m2/hab.)), obtenemos una población
de 448 habitantes. Si aplicamos la misma fórmula en el asentamiento de El Puntal de Salinas, con una superficie de 0,5 ha.,
obtenemos una población de 128 habitantes. Por su parte, en el
caso del poblado asociado a la necrópolis de Cabezo Lucero,
con una superficie de 1,5 ha. obtendríamos una población de
384 habitantes. Es justo señalar que los resultados no van a resultar tan ajustados como en el caso de Kelin, ya que, en el caso
de La Serreta especialmente, desconocemos las estructuras y el
tamaño de las casas correspondientes a este momento, aunque
los datos obtenidos resultan bastantes plausibles.
A continuación, pasamos a calcular la tasa de mortalidad anual
de cada una de estas necrópolis en el supuesto de que toda la población del oppidum se encontrara presente en la necrópolis. En el
caso de La Serreta la necrópolis está compuesta por 80 sepulturas
para un periodo de 150 años, que abarca el s. IV y mediados del
III a.C. (Cortell et al., 1992; Reig, 2000), a lo que debemos añadir la población aproximada del poblado que hemos calculado en
unos 448 habitantes. Aplicando la fórmula comúnmente utilizada
por los estudios demográficos para calcular la tasa de mortalidad
general quedaría del siguiente modo:
80 sep. / 150 años
Tm = ———————— x 1000 = 1,18 ‰
448 hab.
Para el caso del Puntal de Salinas, contamos con una necrópolis compuesta por 37 sepulturas, aunque cabe la posibilidad de
que algunas de ellas no sean enterramientos, por lo que el número
podría ser de 24, en un periodo de 50 años que coincidiría con la
primera mitad del s. IV a.C. (Sala y Hernández, 1998). Aplicando
la misma fórmula obtenemos una tasa de mortalidad de 5,78 ‰ si
contabilizamos 37 tumbas y de 3,75 ‰ si tenemos en cuenta solo
24 sepulturas. Finalmente, para el caso de Cabezo Lucero contamos con 94 sepulturas entre inicios del s. V y finales del segundo
tercio del s. IV a.C., unos 166 años (Aranegui et al., 1993), por
tanto, una tasa de mortalidad del 1,48 ‰.
Estos datos resultarían totalmente inverosímiles si tenemos
en cuenta que en un país desarrollado como España nos encontramos con tasas de mortalidad en torno al 9 ‰ en la actualidad.
Pero el contraste aún se aprecia mejor si tratamos de calcular
el número de tumbas que debería haber si toda la población del
169
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asentamiento estuviese representada durante el período de uso
de la necrópolis y con una tasa de mortalidad acorde con lo que
se conoce como Régimen demográfico tradicional, con unos índices entre el 30 y el 40 ‰ (Berrocal-Rangel, 2001: 101). En ese
caso, en La Serreta contaríamos con 2352 tumbas, 224 enterramientos en El Puntal y 2231 sepulturas en Cabezo Lucero, por
lo que las tumbas que se han documentado supondrían un 3,4,
un 11-16 y un 4,21 % respectivamente.
Estos datos constituyen un argumento más a la hora de
defender un acceso restringido al espacio funerario por parte
de un segmento distinguido de la población que se correspondería con las elites dominantes. Cabría asimismo preguntarse
dónde se encuentra este segmento social cuyo rango le impide
acceder a la necrópolis y cuya invisibilidad puede deberse a
una variación en las prácticas funerarias que no dejan huella
en el registro arqueológico.
En primer lugar, debemos atender a la composición demográfica representada en las necrópolis, acudiendo a un caso
bien estudiado y con una muestra bastante representativa como
es el de La Serreta, cuyas conclusiones generales podríamos
extrapolar a otros cementerios de la región sudoriental peninsular (Gómez Bellard, 2011). Nos encontramos con una población donde se encuentran representados todos los grupos de
edad desde neonatos a ancianos, tanto hombres como mujeres,
con un predominio de los primeros en los casos en que se ha
podido determinar el sexo (34,6 % de individuos varones frente
a un 16 % de individuos femeninos). Los adultos representan la
gran mayoría de los individuos presentes en la necrópolis (78
%) con un porcentaje importante de jóvenes tanto entre la población femenina (50 %), posiblemente debido a la alta mortalidad perimaternal, como masculina (27 %). Finalmente, el armamento es un elemento esencialmente asociado a individuos
de sexo masculino, teniendo en cuenta la dificultad que entraña
determinar el sexo a partir de los restos cremados, siendo francamente inusual la presencia inequívoca de armas en tumbas
femeninas (Quesada, 1997: 636-639).
El estudio de las necrópolis, junto al patrón de asentamiento,
aporta la documentación necesaria para construir uno de los argumentos más sólidos para hablar de jerarquización en la sociedad
ibérica y de un patrón estratificado donde el armamento parece tener un enorme peso a la hora de expresar el estatus del individuo.
En general, las tumbas que presentan armas tienen sistemáticamente ajuares más ricos que las que no las tienen y se acompañan en
muchas ocasiones de otros bienes de prestigio como es la cerámica
griega de importación (Quesada, 1997: 633).
Para una mejor comprensión del proceso debemos retrotraernos al periodo inmediatamente anterior a lo que comúnmente denominamos fase ibérica, es decir, el Hierro Antiguo que se desarrolla entre los ss. VII y VI a.C. La deposición de armamento en
tumbas se identifica de forma clara durante el s. VI a.C. aunque
podemos apreciar una cierta escasez relativa si lo comparamos
con las necrópolis datadas ya en época ibérica.
En nuestra área de estudio contamos con una interesante necrópolis como es la de Les Casetes (Villajoyosa) donde encontramos cinco tumbas con armas suponen un 17 % del total, un
20 % si tomamos como referencia el total de 25 sepulturas cuyo
carácter de enterramientos es indudable (García Gandía, 2009:
118), un porcentaje algo inferior al que veremos para momentos
posteriores. El elemento más característico en este caso son las
170
puntas de lanza de grandes dimensiones, en ocasiones acompañadas de regatones, lo que las convierte en armas diseñadas
para ser empuñadas y no arrojadas. Se documentan un total de
siete moharras en cinco tumbas de cremación (6, 10, 18, 20 y
21), datadas en la primera mitad del s. VII a.C. y pertenecientes
todas ellas a individuos varones adultos (García Gandía, 2009:
232). Estas puntas de lanza se acompañan en el caso de las tumbas 20 y 21 de elementos arrojadizos como son un soliferreum
y dos pila. La presencia de puntas de lanza en necrópolis catalogadas como pertenecientes al Hierro Antiguo u Orientalizantes tiene paralelos tanto en el suroeste peninsular (Alcácer do
Sal, Mealha Nova, Pego) como en Andalucía (La Angorrilla,
El Palmarón, Estacar de Robarinas, Illora) (Quesada, Casado y
Ferrer, 2014: 352). La escasez de armas en tumbas del periodo
orientalizante contrasta con la abundancia relativa en contextos
del noreste peninsular donde el contacto con poblaciones semitas fue menos intenso, aunque es importante señalar que no se
trata de una costumbre del todo ajena al mundo fenicio, como
podemos comprobar en algunas necrópolis de las colonias occidentales de Cerdeña como los casos de Bithia, Tharros, Othoca
o Paniloriga (Quesada, Casado y Ferrer, 2014: 373).
La proporción de tumbas con armamento en las necrópolis
ibéricas del sureste y la Alta Andalucía se sitúa en la mayoría de
los casos entre un 25 y un 45 % aunque debemos tener en cuenta
también la variable cronológica. Según Quesada, podemos distinguir dos fases claramente diferenciadas en cuanto a la presencia de armamento en el contexto funerario. Por una parte, durante
el s. V a.C. las tumbas con armas son más escasas, aunque suelen
corresponder a panoplias con una importante presencia de armamento metálico de carácter defensivo que también encontramos
en los conjuntos escultóricos. Por otra parte, durante el s. IV a.C.
asistimos a una generalización, estandarización y simplificación
del armamento en las necrópolis, que al mismo tiempo crecen en
tamaño con el acceso de un segmento mayor de la sociedad a la
posesión de armas (Quesada, 1997: 634).
Atendiendo más concretamente a las necrópolis más cercanas
a nuestra área de estudio encontramos armas en 162 de las 383
sepulturas de El Cigarralejo (fin s. V- s. I a.C.), lo que supone un
42,3 % (Quesada, 1997: 636); en la necrópolis de La Senda (s. IV
a.C.) aparecen en 13 de las 45 tumbas, un 28,8 %; en la necrópolis del Poblado (s. IV- inicios s. II a.C.), también en Coimbra del
Barranco Ancho, se documentan armas en 34 de las 72 tumbas
excavadas, que suponen un 41,2 % (García Cano, 1997: 194); en
la necrópolis del Puntal de Salinas (s. IV a.C.) aparecen armas en
18 de las 32 incineraciones, un 56 % (Sala y Hernández, 1998);
por su parte, en la necrópolis de Cabezo Lucero encontramos una
proporción de tumbas con armas bastante superior a la media que
representa un 60,5 % del total, es decir en 51 de las 94 sepulturas;
finalmente, en el caso de La Serreta, de las 80 tumbas excavadas, 29 cuentan con armamento, lo que supone un 36 % del total
(Reig, 2000). Como podemos ver el derecho a la posesión de armas y a enterrarse con ellas no es mayoritario ni siquiera en un
espacio ya de por sí exclusivo como es la necrópolis.
Una cuestión interesante en relación con el armamento en
las necrópolis ibéricas es la inutilización de las armas en una
proporción significativa. Se han propuesto numerosas hipótesis explicativas para este hecho que podemos agrupar en dos
líneas. Por un lado, los autores que abogan por una explicación
práctica, bien para evitar el expolio de las armas o bien para
[page-n-184]
Fig. 6.3. Panoplia básica ibérica compuesta por falcata, manilla de escudo, soliferreum, y lanza, procedentes de la Bastida de
les Alcusses (elaboración a partir de Quesada, 2011: figs. 2-6).
poder introducirlas en el hoyo que conforma la tumba. Por otro
lado, encontramos otra línea que aboga más por una causa ritual
detrás de estas inutilizaciones y que nosotros creemos también
más plausible. Entre estas prácticas encontramos el doblado
de las armas (espadas, manillas de escudo, puntas de lanza y
soliferrea) y el mellado o embotamiento deliberado del filo de
las espadas. Las causas para esta inutilización ritual pueden ser
múltiples y variadas, aunque para el propósito de este capítulo
puede resultar especialmente interesante la estrecha asociación
personal e identitaria de las armas con el difunto, de modo que,
tras su muerte, nadie más podría utilizarlas.
Otro elemento a valorar es la asociación de armas en los
ajuares ibéricos para tratar de entender si estamos ante grupos de carácter funcional o panoplias o si por el contrario las
armas se han depositado siguiendo un criterio simbólico o de
prestigio sin un significado militar (fig. 6.3). En este sentido,
resulta muy interesante el estudio de Quesada sobre una muestra de un total de 700 sepulturas con armamento (Quesada,
1997: 643-651). El primer dato que se desprende es la inexistencia de aleatoriedad en las asociaciones. La combinación
más recurrente es la de la presencia de una sola arma, especialmente una sola espada, normalmente una falcata, en el 11,7
% de los casos. La sobrerrepresentación de la falcata en los
contextos funerarios nos informa del enorme peso simbólico
que debió tener esta arma en la construcción de la persona
social del individuo. Destaca también la presencia en solitario
de armas de asta (tanto lanzas para el combate cuerpo a cuerpo
como arrojadizas) con o sin regatón que llega hasta el 16,4 %
de los casos, que podría deberse a que era ésta el arma más habitual entre los guerreros y posiblemente la única que podrían
proporcionarse los combatientes menos pudientes (Quesada,
1997: 644). Más allá de estas deposiciones, que podrían deberse a motivaciones de tipo simbólico, encontramos un 38,4 %
de las tumbas que presentan unas asociaciones con una lógica
funcional, con combinaciones de espada y lanza (18,9 %) y
espada, lanza y escudo (19,5 %) (Quesada, 1997: 645).
Si tenemos en cuenta la variable cronológica vemos que
para el periodo más antiguo (ss. VI-V a.C.), que supone un
12 % del total de tumbas, es característica la presencia de
armas defensivas y la aparición de una gran lanza con regatón, a veces acompañada de otros elementos como grebas o
manillas de escudo, mientras que la presencia de espadas es
prácticamente anecdótica. Para el periodo mejor conocido, el
de los ss. IV y III a.C., que supone un 66,7 % de los casos, se
agudizan los patrones generales que veíamos antes. El período ibérico final (finales del s. III- I a.C.), que supone el 9,8 %
del total de tumbas, se aprecia una disminución del número
de tumbas con armamento, siendo la asociación más frecuente
la aparición de una sola espada (17,4 %) y con un patrón de
asociaciones muy similar al del periodo anterior, aunque algo
más simplificado (Quesada, 1997: 645).
Por otra parte, también debemos tener en cuenta la aparición de tumbas con un exceso de armas que resultan poco
lógicas desde el punto de vista funcional y que suponen en
171
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torno a un 6 % de las tumbas ibéricas con armas. Entre estas
duplicaciones, la más frecuente es la aparición de dos espadas
o puñales, seguida de dos manillas de escudo, mientras que la
aparición de dos puntas de dos lanzas, tanto arrojadizas como
de combate cuerpo a cuerpo es bastante infrecuente (Quesada,
1997: 645-646). Seguramente, esta reduplicación de armas en
las tumbas ibéricas se deba a la acumulación de objetos, ya
sean armas o bienes de prestigio, para expresar estatus por parte de algunos individuos de la elite.
Armamento e iconografía
Otra forma de materialización de la ideología del poder y de
estos discursos que tienen que ver con la violencia consiste en
la plasmación de estas ideas, valores, historias y mitos en una
realidad física y tangible como es la iconografía, más concretamente la escultura y la decoración vascular (DeMarrais, Castillo y Earle, 1996: 16-17). Estas manifestaciones requieren un
conocimiento especializado y una inversión de recursos para su
elaboración, cuyo coste impide que todos los grupos sociales
tengan acceso a esta fuente de poder.
Escultura
Uno de los conjuntos escultóricos más antiguos y más interesantes en los albores del mundo ibérico es sin duda el monumento
funerario de Pozo Moro, datado a finales del s. VI a.C. En esta
estructura turriforme encontramos tres relieves con la representación de un varón que en actitud heroica y fuertemente armado
en los distintos episodios (harpé, cascos, caetra, lanza y espada) se enfrenta a enemigos monstruosos, poniendo en riesgo su
vida para defender a su comunidad (García Cardiel, 2016: 213214). El héroe protagonista de estas hazañas sería considerado
seguramente un ancestro del aristócrata o linaje que financió la
construcción del monumento. Otro elemento escultórico correspondiente a la misma época es la Estela de Altea la Vella, donde
encontramos representado, mediante diversos trazos en la piedra y de forma bastante esquemática, un personaje vestido con
túnica larga con escote triangular y cinturón, portando además
un cuchillo afalcatado y posiblemente una exótica espada de antenas (Morote, 1981; Martínez y Sala, 2016).
Durante el s. V a.C. este tipo de representaciones escultóricas de las elites va a ser mucho más frecuente. De principios
de esta centuria data el conjunto escultórico de Cerrillo Blanco donde encontramos, entre otros muchos elementos, toda una
serie de personajes varones con un evidente carácter guerrero
(Negueruela, 1990). Se trata de individuos ataviados con completas panoplias, entre las que podemos identificar armamento
defensivo como cascos, discos-coraza, corazas acolchadas, escudos y grebas; espadas de frontón, de antenas, falcatas, puñales,
lanzas y finalmente caballos con sus atalajes (Quesada, 1997:
938-940). Todos estos personajes se representan por parejas en
combate singular, en escenas de caza o enfrentándose a seres
monstruosos. Asistimos a un cambio conceptual con respecto a
las representaciones de Pozo Moro, donde nos encontrábamos
con un tono más mítico donde el protagonista es un héroe sobrehumano con atributos semidivinos, frente al caso de Porcuna
con un discurso más épico donde la distancia entre estos héroes
y el resto de la comunidad se reduce y con un armamento más
estandarizado, aunque propio de miembros de la elite (Aranegui,
2006: 117-118; García Cardiel, 2016: 215).
172
Más cerca de nuestra área de estudio, en La Alcudia de
Elche encontramos una serie de elementos escultóricos que,
aunque muy fragmentados y reutilizados, pudieron constituir
un conjunto muy similar al de Cerrillo Blanco, una especie de
heroon que se dataría entre finales del s. V e inicios del IV a.C.
(León, 1998: 158-159; Sala, 2007). Entre los restos, encontramos un torso humano con pectoral circular decorado con cabeza de lobo y disco gemelo en la espalda; un tronco masculino
empuñando una falcata; una cabeza masculina con guardanuca;
un fragmento de escudo redondo y cóncavo por fuera y con un
umbo circular que lleva en su centro un botón con los remaches
de los clavos de la manilla; una mano agarrando el interior de
un escudo en el que se observa la manilla y la almohadilla y
finalmente un relieve representando los cuartos traseros de un
caballo con un fragmento de lanza. A todo ello hay que unir los
hallazgos cercanos al oppidum como el fragmento descontextualizado de pierna con greba y una mano que agarra el tobillo
y el fragmento de busto de guerrero con protecciones almohadilladas (Quesada, 1997: 937). Junto a las citadas representaciones de guerreros, a las que cabría añadir otros hallazgos aislados
que no hemos incluido, encontramos las representaciones caballos y jinetes ricamente enjaezados como el que coronaba una
de las tumbas de comienzos del s. V a.C. de la necrópolis de Los
Villares (Blánquez, 1992: 126-128).
A partir del s. IV a.C. en adelante no encontramos estas escenas de combate que caracterizaban los grandes conjuntos escultóricos de Cerrillo Blanco y La Alcudia, incluso parece que
las representaciones en las que aparecen guerreros no se otorga un rol protagonista al armamento, sino que simplemente
forman parte de la indumentaria del personaje (García Cardiel,
2016: 222). No obstante, hemos de hacer una excepción con
uno de los personajes representados en el conjunto escultórico
de El Pajarillo, donde podemos ver a un guerrero a pie en el
momento previo a su enfrentamiento con un lobo, que esconde
una falcata entre los pliegues de su capa. De nuevo nos encontraríamos con el antepasado del linaje dominante que realiza
una hazaña heroica en beneficio de la comunidad y que aparece en un conjunto escultórico en los límites del territorio del
oppidum de Úbeda la Vieja (Ruiz et al., 1998).
En el cipo procedente de la necrópolis de El Poblado de
Coimbra del Barranco Ancho, datado a mediados del s. IV
a.C., se representa a un jinete en tres de sus caras, escena en
la que ya no vemos una ostentación de las armas, aunque hay
elementos mucho más sutiles como el pendiente anular que
se ha interpretado como un elemento propio de los guerreros
ibéricos (Aranegui, 1996: 94), el puñal del personaje entronizado (Chapa y Olmos, 2004: 74-75) o el cubrenucas de uno
de los jinetes. Una escena similar encontramos el pinax de la
necrópolis de La Albufereta donde encontramos a un personaje masculino que porta un pendiente anular y se apoya en
una lanza, posiblemente disponiéndose a acceder al Más Allá
(García Cardiel, 2016: 222). Seguramente perteneciente al
mismo pilar-estela de Coimbra, encontramos un fragmento
de nacela muy erosionado con la representación de varios
guerreros muertos o tumbados (García Cano, 1997: 263). Un
segundo jinete procedente de Los Villares y datado en este
momento va en la línea de la propuesta de que el armamento
pierde un cierto protagonismo en el ámbito de la escultura,
ya que si lo comparamos con el jinete que veíamos anterior-
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Fig. 6.4. Jinete de la Bastida (a partir de Lorrio y Almagro-Gorbea, 2004-2005: fig. 1).
mente en la misma necrópolis, vemos que tanto el personaje como el animal se representan más pobremente ataviados
(García Cardiel, 2016: 222-223).
Antes de finalizar con este apartado, hemos querido incluir
una manifestación iconográfica aunque no resulte estrictamente
escultórica. Nos referimos a la pequeña figurilla de bronce conocida como Jinete de la Bastida o Guerrer de Moixent, procedente
del oppidum de la Bastida de les Alcusses (Lorrio y AlmagroGorbea, 2004-2005) (fig. 6.4). Se trata de un jinete desnudo que
porta un casco rematado por una alta cimera o penacho, que porta
una falcata en su brazo derecho y un escudo redondo en la mano
izquierda, al mismo tiempo que sostiene las riendas. El caballo
presenta una clara desproporción con el jinete, resultando mucho
más pequeño. En este caso sí que se enfatiza claramente el carácter guerrero del individuo, con una hipercaracterización de las
armas y el casco. En cuanto a su interpretación, se ha propuesto
que podría tratarse de la parte superior de un cetro, rematando
un enmangue en bronce que a su vez iría ensartado en un astil de
madera, como se documenta en ejemplares muy similares como
el Jinete de Cuenca. No obstante, el ejemplar de la Bastida se encuentra posiblemente recortado al nivel de las patas del caballo,
por lo que pudo convertirse al final de su vida útil en un exvoto
de ámbito doméstico, quizá visto como la imagen de un ancestro
(Bonet y Vives-Ferrándiz, 2011: 159). Esta vinculación con las
elites dominantes del poblado se acentúa si tenemos en cuenta su
contexto de aparición, concretamente en el Depto. 218 que forma parte de una de las dos viviendas que conforman el Conjunto
4, en una posición privilegiada en la parte central del poblado,
junto a un gran espacio abierto, posiblemente una plaza y frente
al Conjunto 7, un interesante edificio interpretado como almacén
(Bonet y Vives-Ferrándiz, 2011: 88).
Decoración vascular
La ideología del poder también puede materializarse en forma de
objetos que transmiten determinados mensajes, ideas o narrativas
estandarizadas entre individuos y grupos, siendo muy efectivos
en las largas distancias, debido a su carácter mueble. A mediados
del s. III a.C. las manifestaciones iconográficas relacionadas con
la violencia y las armas se trasladan a un nuevo soporte como es
la cerámica y sus decoraciones pintadas, surgiendo estilos como
los vinculados a las ciudades de Edeta y de La Serreta (fig. 6.5).
Como veíamos en el capítulo anterior, estas producciones van a
estar íntimamente ligadas a las elites dirigentes de estas ciudades,
que comparten ciertos códigos simbólicos, y con el proceso de
etnogénesis y de creación activa de identidades que conlleva la
construcción de proyectos geopolíticos de ámbito comarcal o supralocal (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015).
Resulta interesante en este sentido el estudio de M. Fuentes
y C. Mata (2009) en el que se recogen diversas imágenes con
violencia pintadas sobre cerámica, la mayoría de ellas con una
cronología entre la segunda mitad del s. III a.C. e inicios del s.
II a.C., aunque también hay algunas datadas en el s. II a.C. Entre
las escenas encontramos diferentes enfrentamientos de hombres
armados, ya sea entre infantes o entre jinetes e infantes, en lo
que parecen ser, bien batallas o bien combates de carácter ritual.
Asimismo, las armas representadas son también muy variadas
con representación de espada, falcata, lanza o jabalina, caetra,
scutum, casco y espuelas. La mayoría de estas escenas provienen
del Tossal de Sant Miquel, concretamente 14, o de su territorio
político como es el Puntal dels Llops o La Monravana, aunque
por ubicarse en nuestra área de estudio nos interesa especialmente
el caso recogido procedente de La Serreta. Se trata de la conocida escena del Vas dels Guerrers y donde se representan varias
escenas que se han relacionado con distintas hazañas llevadas a
cabo por un héroe, con un claro carácter iniciático (Olmos y Grau,
2005). Los tres episodios serían, el enfrentamiento con una bestia
salvaje, en este caso un lobo, la caza de un ciervo y el enfrentamiento cuerpo a cuerpo de dos guerreros, uno de ellos con caetra
y espada y su oponente con escudo oblongo y lanza. No obstante,
hemos de decir que existen más ejemplos de personajes armados
y jinetes en la cerámica figurada que no se han recogido en el trabajo de Fuentes y Mata, por no tratarse de enfrentamientos entre
dos o más individuos o por no existir una violencia explícita.
173
[page-n-187]
Fig. 6.5. Vaso de los Guerreros del Tossal de Sant Miquel (Bonet, 1995: fig. 25) y Vas dels Guerrers de La Serreta
(a partir de Olmos y Grau, 2005: figs. 3 y 4).
174
[page-n-188]
Otra conclusión que se desprende del estudio de este tipo de
representaciones es que no existe una relación directa entre recipiente y escena, aunque predominan los recipientes de almacenaje
de tamaño mediano y grande, como son tinajas, lebetes, tinajillas,
kalathoi y tarros, además de dos jarros. Muy interesante resulta
también el contexto donde aparecen este tipo de piezas, con un 70
% de recipientes procedentes de espacios domésticos o de hábitat,
un 13 % de necrópolis y finalmente, un 17 % de espacios sacros
como el templo del Tossal de Sant Miquel o el departamento F1
de La Serreta (Fuentes y Mata, 2009: 82). Asistimos por tanto a
un cambio importante en cuanto a la materialización de los discursos iconográficos de la violencia, pasando de la piedra a la
cerámica, aunque se sigan representando temas similares, como
la representación de las elites y sus actividades o de las hazañas
de los antepasados míticos heroizados. Estos objetos serían vasos
de prestigio encargados por las elites que serían mostrados con
motivo de ciertas celebraciones, seguramente relacionadas con
prácticas de comensalidad ritual (Olmos, 1987).
El armamento en lugares de culto
La presencia de armamento en lugares de culto o que podamos
considerar como espacios sacros en el mundo ibérico es realmente escasa, ya que, como veíamos, en torno al 80 % de las armas
han sido documentadas en contextos funerarios y poco más del
10 % en contextos de hábitat. El restante 9,5 % corresponde a
otros contextos como santuarios, subacuáticos, posibles campos
de batalla, campamentos o se desconoce su procedencia concreta (Quesada, 2010: 18). En este caso resulta muy interesante el
trabajo de M. Gabaldón (2004) donde se recogen las evidencias
conocidas y cuya escasez relaciona principalmente con la falta de
costumbre de los iberos de depositar armas como ofrendas en sus
santuarios y por otra parte con una posible falta de interés en este
tipo de objetos por parte de quienes excavaron muchos de estos
santuarios a finales del s. XIX e inicios del XX (Gabaldón, 2004:
338-339). En este apartado recogeremos las escasas evidencias
constatadas, incluyendo una comparación con otros ámbitos culturales, mientras que en el apartado interpretativo al final de este
capítulo trataremos de profundizar en las causas que pudieron
llevar a gran parte de las comunidades ibéricas a no depositar ni
ofrendar su armamento en los lugares de culto.
Siguiendo la lógica geográfica que proponíamos en el capítulo anterior, referente a los santuarios, comenzaremos nuestro
recorrido por los lugares de culto de la Alta Andalucía. En el santuario de Torreparedones se documenta una punta de lanza en las
estructuras relacionadas con prácticas cultuales en la primera fase
del santuario, datada en los ss. II-I a.C. (Morena, 2010). En el posible santuario de Casas Viejas, en Granada, se documentan falcatas en miniatura encajadas de forma intencionada en las fisuras
de la roca (Lillo, 1986-1987). Por su parte, en las excavaciones
llevadas a cabo por I. Calvo y J. Cabré en Collado de los Jardines
a inicios del siglo pasado, también se documentaron numerosas
armas, aunque descontextualizadas y con documentación poco
precisa, entre ellas una falcata votiva, lanzas, puñales, puntas de
flecha, regatones, falcatas, escudos y arreos de caballo (Calvo y
Cabré, 1917; 1918; 1919). En el cercano santuario de Castellar
se documentan también algunas armas durante las excavaciones
antiguas como una punta de lanza de hierro con decoración damasquinada, puntas de flecha de bronce, lanzas y regatones (Lantier, 1917: 108-109). Hemos de tener en cuenta que en ambos
santuarios jienenses se han documentado numerosos exvotos de
bronce que representan al oferente como portador de armas, en
ocasiones con panoplias completas compuestas por escudo, lanza
y falcata (Rueda, 2008; 2011). Por tanto, podríamos decir que en
estos dos últimos santuarios sí existe una presencia de elementos
relacionados con la identidad guerrera de las elites, especialmente
reflejada en sus exvotos y no tanto por la presencia de armas reales, a diferencia de lo que encontramos en los espacios de culto
ubicados más al norte, en el sureste y oriente peninsular.
Ya en el área que definíamos como murciano-albaceteña,
encontramos una falcata en miniatura con empuñadura en forma de cabeza de caballo en la favissa del santuario de El Cigarralejo, junto con un regatón y un glande de honda (Cuadrado,
1950a), fechadas entre los ss. IV y III a.C. aunque la ocultación
no se lleve a cabo hasta el II a.C. También en el santuario de La
Encarnación se han documentado falcatas en miniatura y cuchillos afalcatados muy esquemáticos colocados entre las grietas
rocosas de la parte alta del cerro, al igual que en el santuario
de la Luz, de donde provendría otra falcata en miniatura y fragmentos de otras (Lillo, 1986-1987: 35-36), aunque muy posiblemente se trate de cuchillos afalcatados relacionados con el
culto y los sacrificios. En este último santuario hemos de tener
en cuenta la presencia de exvotos de bronce que representan individuos con armas, como son varios jinetes con falcata y caetra
o un guerrero en actitud de marcha armado con falcata y lanza
(Tortosa y Comino, 2013: 133-138). También en el Cerro de los
Santos se conocen diversas menciones antiguas a la presencia
de armamento, habiéndose perdido en la actualidad la mayoría
de ellas, como lanzas, regatones, soliferrea, falcatas, puñales y
puntas de flecha (Gabaldón, 2004: 345).
Finalmente, en nuestra área de estudio solo encontramos una
vaga referencia a la presencia de una lanza y un regatón en el
santuario ibérico de La Serreta (Gabaldón, 2004: 349) sin que
podamos aportar nada más. La presencia de armamento en La
Serreta es prácticamente inexistente y en el caso de existir sería
anecdótica, pauta que se extiende también a la enorme colección
de exvotos procedentes del santuario donde no se ha documentado
ni un solo individuo portando armas entre las más de 400 piezas
identificadas. De hecho, el único exvoto de terracota que porta un
arma se encuentra en el hábitat y no en el espacio de culto. Se trata
de una figurilla humana del tipo esquemático que porta una falcata
al cinto y a la que falta la cabeza (Grau, 1996b: 108).
Una vez finalizado este breve recorrido, resulta destacable la
escasa presencia o incluso ausencia de elementos relacionados con
el armamento en los espacios de culto ibérico. Creemos que esta
ausencia de armas, o representaciones de armas en los exvotos,
en los santuarios ibéricos del sector sudoriental peninsular podría
estar en relación, por una parte, con una conceptualización específica de las armas en relación con la construcción identitaria de los
individuos que impide su deposición en estos espacios y por otro,
el contexto sociopolítico concreto en el que se encuentran enmarcados este tipo de santuarios territoriales que tienen su momento
álgido de uso en el s. III a.C. Este patrón de comportamiento, sobre el que volveremos más adelante, contrasta con las prácticas
en relación con las armas y los espacios sacros en otros ámbitos
culturales como Grecia, la península Itálica o el mundo céltico.
En el caso de los santuarios griegos, la presencia de armas
es bastante frecuente en época arcaica y clásica, especialmente
durante el s. VI y la primera mitad del V a.C. (Gabaldón, 2004:
175
[page-n-189]
161). Según diversos autores, este fenómeno vendría a coincidir
en muchos casos con la desaparición de las armas en los contextos personales de las necrópolis, pasando al espacio público
del santuario. El armamento depositado en los espacios de culto
helenos consiste en la mayoría de los casos en los despojos de
guerra capturados en el campo de batalla, los spolia hostium, y
en menor medida armas personales, siendo el lugar preferente
los santuarios panhelénicos, donde las poleis competían por exhibir las ofrendas más ostentosas. En buena medida, este auge de
las ofrendas de armamento en los santuarios se ha relacionado
con el desarrollo de la polis y del ejército hoplítico como uno
de sus fundamentos, vinculándose su declive a un creciente sentimiento panhelénico que hacía poco digna la ofrenda de armas
capturadas a otros griegos, a la prohibición de entrada de armas
en los santuarios. También se ha relacionado con cambios en las
formas de guerra, con enfrentamientos, no ya entre poleis sino
por la hegemonía de la Hélade con un carácter más racional y
estratégico (Gabaldón, 2004: 164-166). No obstante, durante el
periodo helenístico se seguirán depositando armas en los santuarios y construyéndose trofeos en los campos de batalla.
Entre los pueblos que habitaban la península itálica, etruscos, samnitas, lucanos, umbros…, el armamento era preferentemente depositado en las tumbas al igual que sucede en el ámbito
ibérico. No obstante, sí se dan casos en que se ofrendan como
exvotos en los santuarios, incluso de forma abundante en algunas ocasiones. En las fuentes se afirma que en la Roma monárquica y republicana existía la costumbre de depositar los spolia
hostium bien en los templos y otros espacios públicos, o bien
en espacios privados como las casas de los vencedores. En este
caso se trata de una práctica ritual de carácter individual, a diferencia de lo que sucedía en Grecia donde era un rito colectivo de
la polis, siendo, por otra parte, mucho más frecuentes y masivos
en el ámbito heleno. Más común, aunque tampoco excesivamente habituales, son las armas ofrecidas de modo individual
como exvotos (Gabaldón, 2004: 265).
Por último, en los santuarios galos de la Segunda Edad del
Hierro se han documentado grandes cantidades de armas ofrendadas. Estos espacios sacros suelen estar rodeados por un sistema de fosas y empalizadas que distinguen claramente el espacio
sagrado del profano, junto a algunos pozos votivos y construcciones en su interior. Las armas, normalmente lanzas, escudos
y espadas, es decir, la panoplia básica de los guerreros galos, se
exhibirían durante un tiempo en el santuario para ser posteriormente inutilizadas y depositadas en el foso. Según las fuentes
clásicas, estos botines de guerra eran amontonados junto con los
restos de sacrificios, tanto humanos como de animales, a modo
de trofeos o monumentos de victoria. Estas prácticas rituales
perdurarán hasta el s. I a.C., momento en el que desaparecerán coincidiendo con la pacificación de Augusto y el progresivo
proceso de romanización (Gabaldón, 2004: 333-334).
Un depósito singular bajo la Puerta Oeste de la Bastida
de les Alcusses
Nos centramos ahora en un interesante depósito de carácter
ritual documentado sobre el pavimento de la primera fase de
la Puerta Oeste del oppidum de la Bastida de les Alcusses. Se
trata de un contexto excepcional por varias razones, en primer
lugar, porque es uno de los pocos rituales con armas en un
contexto no funerario bien documentados en el mundo ibé176
rico y muy cercano a nuestra área de estudio, aunque en un
ámbito cultural compartido como es la zona septentrional de
la Contestania. En segundo lugar, porque el registro ha sido
minuciosamente estudiado por un equipo multidisciplinar, lo
que aporta un enorme volumen de información que nos permite conocer mejor una práctica ritual compleja en un oppidum
ibérico del s. IV a.C. (Vives-Ferrándiz et al., 2015).
Este depósito ritual estaría vinculado a una renovación de las
estructuras de la Puerta Oeste del poblado en algún momento entre
el 375 y el 350 a.C. e incluye materiales tan variados como herrajes, maderas, armas, cerámica, semillas, frutos, fauna y restos
constructivos (fig. 6.6). Nos centraremos en primer lugar en el armamento documentado por ser éste el objeto de interés de nuestro
capítulo (Vives-Ferrándiz et al., 2015: 290-293). Se han documentado cinco falcatas que definen los conjuntos, elementos de vaina,
6-9 soliferrea, moharras de lanza o jabalina, un regatón, cuatro
manillas de escudo y un cuchillo afalcatado. Estos elementos se
agrupan en cinco conjuntos que guardan una gran similitud con
los ajuares funerarios ibéricos propios de esta zona y que coincidirían con la panoplia funcional formada por espada, arma de astil
y escudo. Solo el conjunto 5 está formado por una única falcata,
precisamente con una tipología diferente, con empuñadura de cabeza de caballo, mientras que el resto presentan empuñadura con
cabeza de ave. También se puede apreciar un cierto formalismo en
la colocación de las armas, junto con herrajes y cerámica, sobre
el pavimento de la puerta, colocándose la manilla de escudo y la
espada de forma paralela en el conjunto 3 o formando una cruz en
el caso de los conjuntos 1 y 2. Este cuidado en la deposición podría
deberse a una prescripción ritual que entrañaría un gran simbolismo, además de que han sido intencionalmente inutilizadas, en el
caso de las falcatas las puntas han sido plegadas y las hojas curvadas en “S”, además de un mellado sistemático del filo en uno de
los casos. Esta última falcata se acompaña de un pequeño yunque
y una herramienta de percusión directa, objetos posiblemente utilizados para mellar la hoja. Por su parte, los soliferrea también se
encuentran cizallados y doblados.
Junto al armamento se documentan otros elementos como por
ejemplo una serie de herrajes que pueden agruparse en tres tipos,
remaches, pletinas remachadas y clavos junto con numerosos
fragmentos de madera, todo ello perteneciente a los batientes de
la puerta (Vives-Ferrándiz et al. 2015: 285-289). También encontramos cerámica ibérica fina (tinajas, tinajillas, lebes, botellita,
páteras y escudillas y plato de pescado), de cocina (ollas y tonel)
y cerámica de importación (4 vasos áticos de barniz negro y 2
cráteras de campana de figuras rojas con escenas dionisíacas). Es
destacable también la presencia de 23 tejuelos, 11 de ellos asociados directamente con los conjuntos, que debieron tener alguna
significación simbólica (Vives-Ferrándiz, 2015: 293-294).
También se han podido analizar los restos de semillas
con presencia mayoritaria de trigos desnudos, seguido por
la cebada vestida, vezas, habas, higos y aceitunas, junto con
restos arbustivos que pudieron estar relacionados con su uso
como combustible y flores de Adonis sp. que pudieron ser
utilizadas como ofrenda por su color (Vives-Ferrándiz et al.,
2015: 294-296). Entre la fauna documentada es destacable
la presencia mayoritaria de restos de ovicaprinos y varios
fragmentos de un metatarso de ciervo, identificándose restos
de huesos calcinados y un caso con marcas de carnicería,
lo que podría estar relacionado con prácticas de consumo
[page-n-190]
Fig. 6.6. Planta de los materiales hallados en el depósito
ritual de la puerta oeste de la
Bastida de les Alcusses (VivesFerrándiz et al., 2015: fig. 2).
(Vives-Ferrándiz et al., 2015: 296-297). Finalmente, se han
documentado también restos de barro y conglomerado, seguramente pertenecientes a estructuras relacionadas con la
puerta (Vives-Ferrándiz et al., 2015: 297-298).
Este concienzudo estudio del registro ha permitido a los investigadores aproximarse a la secuencia ritual que se desarrolló
en la puerta del oppidum. Tras la deposición de los conjuntos de
armas sobre el pavimento de la primera fase de la puerta de la muralla, junto con otros elementos como herrajes, cerámica o restos
de fauna, frutos y semillas, se cubren con un paquete compuesto
por restos quemados de todo tipo, como restos de madera de la
puerta, elementos constructivos, fauna o metales. El fuego que
afectó a parte de los materiales parece que se produjo en dos cremaciones, una llevada a cabo en la propia entrada y otra pira que
alcanzó mayores temperaturas en algún lugar cercano. Por otra
parte, la presencia de elementos como la fauna con marcas de
consumo, el cuchillo afalcatado con posibles connotaciones sa-
crificiales, los recipientes de cocina o un posible rallador, indican
el desarrollo de prácticas de consumo ritual. Volveremos sobre
este interesante depósito y sus connotaciones sociales, políticas e
ideológicas en la última parte de este capítulo.
6.3. VIOLENCIA E IDENTIDAD GUERRERA COMO
ESTRATEGIA IDEOLÓGICA
Tras haber realizado un breve repaso a la presencia de armas en
el contexto arqueológico, trataremos de dar un sentido a estas evidencias dispersas y poco explícitas. De este modo, comenzaremos
analizando el concepto de violencia y su monopolio por parte de los
grupos dominantes como una de las fuentes de poder. Asimismo,
valoraremos el papel de las armas como elemento definidor de una
de las múltiples identidades de los miembros de la elite, en este
caso la identidad guerrera y su rol en el marco de las estrategias
ideológicas desplegadas en distintos momentos históricos.
177
[page-n-191]
6.3.1. vIoLencIA reAL y vIoLencIA sImbóLIcA
Como definió M. Mann, el poder es la capacidad para perseguir
y alcanzar objetivos mediante el dominio del medio en el que se
habita, es decir, la probabilidad de que un actor en una relación
social se encuentre en condiciones de llevar a cabo sus deseos,
aunque halle resistencia (Mann, 1991: 21). Este autor señala que
una de las fuentes de poder sería, junto a otras, el poder militar,
por tanto, debemos tener en cuenta la violencia como una herramienta importante para que este poder sea efectivo.
La violencia sería la capacidad ejecutiva de determinados agentes para modificar las conductas ajenas por distintos
medios, ya sea la agresión física o la amenaza, no resultando
nunca aleatoria, sino que se trata de un instrumento, orientado
a fines concretos, para lograr objetivos a corto, medio o largo
plazo. Se trata de influir en los actos futuros de aquellos que
son objeto de la violencia o en la anulación de estos actos si la
consecuencia es la muerte (Lull et al. 2006: 89-90). No obstante, el mantenimiento de un orden social desigual únicamente
mediante la aplicación constante de la violencia física genera
problemas en el medio y largo plazo, especialmente en sociedades de tipo heterárquico, como la ibérica, donde las fuentes
de poder son múltiples, difusas y difíciles de monopolizar, lo
que las convierte en inestables. Para la naturalización de estas relaciones sociales de desigualdad, es necesario revestir la
violencia de un discurso ideológico, que podríamos catalogar
como violencia simbólica (Bourdieu y Passeron, 1979).
Podríamos definir esta modalidad de violencia simbólica,
discursiva o psíquica como el discurso ideológico tendente a
infundir en alguien un temor a sufrir un daño en su persona,
bienes o allegados con el fin de doblegar su voluntad e imponer
los objetivos propios de quien ejerce esta violencia. Este miedo
afecta al subconsciente colectivo, aunque en ocasiones no sea
percibido por una parte de la sociedad, condicionando la praxis
del individuo y de las sociedades, mediatizando sus decisiones
y que incluso puede llegar a ordenar su cosmogonía, en definitiva, pasando a formar parte de su habitus (García Cardiel,
2016: 201-202). Para que este discurso sea plenamente efectivo
es necesario asegurarse en parte el consentimiento de los dominados (Godelier, 1998b: 19), lo que podríamos denominar también como poder difuso, que se extiende de forma espontánea,
inconsciente y descentralizada entre la sociedad y que da lugar
a la concepción de que estas prácticas son naturales o resultados
de un interés común evidente (Mann, 1991: 23).
Una de las claves para entender la importancia de la violencia
en la sociedad ibérica es su monopolio por parte de un reducido
segmento social coincidente con las elites, apropiándose de las
funciones de defensa y protección de la comunidad. Como vemos
plasmado principalmente en las necrópolis, son estos miembros
del grupo dominante quienes tienen el derecho a poseer y ostentar sus armas, aunque la imagen que reflejan algunos espacios de
hábitat, principalmente oppida y no asentamientos rurales, por
lo que la muestra podría estar algo distorsionada, sea la de una
difusión homogénea del armamento, lo que ha llevado a proponer
un acceso más o menos generalizado al mismo por parte de la
población libre (Quesada, 2010). No obstante, si atendemos al
caso mejor estudiado, el de la Bastida de Les Alcusses, el elemento más abundante con diferencia son los regatones que pudieron
ser utilizados también como conteras o instrumentos para usos
no bélicos. En segundo lugar, los objetos que se pueden relacio178
nar inequívocamente con la actividad guerrera y no con la caza,
como espadas, escudos y lanzas largas, no son tan frecuentes. Finalmente, dichas armas aparecen en un contexto excepcional de
destrucción violenta del poblado, al igual que sucede en el Tossal
de Sant Miquel, que refleja un clima de tensión previo a un posible ataque, que finalmente se produjo, como evidencia también el
tapiado de dos de las cuatro entradas (Bonet y Vives-Ferrándiz,
2011: 254-255). Por ello, seguimos pensando que el derecho a
poseer y portar armas es privilegio de unos pocos.
Aparte del acceso a las armas, la creación de un discurso
ideológico relacionado con la violencia se plasma también en
la construcción de fortificaciones, que más allá de su función
práctica para la defensa del oppidum, juegan un papel como
símbolo del poder de la capital del territorio y de sus elites
gobernantes (Moret, 1998). Esta cuestión queda bien ejemplificada en el caso de El Puig d’Alcoi, donde a finales del s. V
a.C. se construye un potente torreón de planta cuadrangular
que se adosa al bastión curvo preexistente, que ya cubría las
funciones meramente defensivas, con técnicas constructivas
mucho más cuidadas y que sería mucho más visible desde el
territorio. Esta construcción, que requeriría una nada desdeñable movilización de recursos y mano de obra, a lo que se
une la capacidad de gestión por parte de las elites, se convierte en una expresión de prestigio y poder de estos grupos (Grau
y Segura, 2013: 47-66). La concentración de los programas
de fortificación en el oppidum genera también una situación
de dependencia de las aldeas agrícolas con respecto al centro
rector del territorio en materia de defensa, actuando como refugio en caso de ataque, al mismo tiempo que se verían constantemente vigilados desde la capital.
Según algunos autores, la expansión demográfica y agrícola que caracteriza el periodo ibérico llevaría, en muchos
casos, a alcanzar los límites de la capacidad de sustentación,
con una consecuente competencia por los recursos (Sanmartí,
2009). Se alcance o no ese límite, las oscilaciones características de los ciclos agrícolas y las condiciones propias de
comunidades con niveles de riqueza desiguales, generarían
toda una serie de rivalidades entre las distintas poblaciones.
Este clima de inestabilidad e inseguridad resultaría muy propicio para las elites, que podrían presentarse de este modo
como protectores de la comunidad frente a la amenaza, real
o ficticia, de los “otros”, es decir, las comunidades vecinas.
Esta relación de dependencia se manipula hasta tal punto que
las elites se presentan como servidores que se sacrifican para
proteger al grupo, ofreciendo más de lo que reciben (Grau,
2007: 135-136), lo que podríamos entender como una relación don/contradon, ya que el resto de la sociedad queda en
una situación de deuda perpetua. Es en este contexto, en el
que determinados individuos, y no otros, adquieren una identidad que podríamos catalogar como guerrera, elemento que
distingue el caso ibérico, ya que en otras sociedades, todos
o la mayoría de sus miembros son guerreros. El origen de
esta materialización de la ideología del poder mediante la deposición de armamento en las tumbas parece vincularse en
un primer momento a sociedades fuertemente hibridadas y a
espacios de negociación donde el contacto con las poblaciones orientales es más intenso (Casetes, suroeste peninsular,
Cerdeña…) durante el s. VI a.C.
[page-n-192]
6.3.2. LA IDentIDAD guerrerA De LAs eLItes IbérIcAs
La violencia y las armas constituyen un elemento esencial en la
construcción de la persona social de los miembros de la elite,
presentándose a menudo como guerreros, tal y como hemos podido ir comprobando a lo largo de todo el capítulo. También las
fuentes insisten en el carácter guerrero de los pueblos prerromanos en general y de los iberos en particular, con casos extremos
como la fórmula de la devotio, que implicaba la ofrenda de la
vida del cliente al príncipe, en caso de la muerte de éste.
Como venimos defendiendo a lo largo de todo nuestro
trabajo, las identidades a las que puede afiliarse un individuo
son múltiples y se superponen, activándose u ocultándose dependiendo del contexto. Según esta concepción, la identidad
guerrera sería una más de las muchas identidades a las que
podría asociarse un miembro de la elite como la clase social,
el género, grupo de edad, linaje, asentamiento, etnia, territorio,
intermediario de los dioses… No obstante, dentro del armamento se otorgarían significados distintos en cada momento
dependiendo del tipo de arma. En el caso de las necrópolis
correspondientes al Hierro Antiguo la identidad guerrera se
construye en torno a la lanza y no la espada, que prácticamente
no encontramos en nuestro ámbito de estudio en momentos tan
tempranos (Farnié y Quesada, 2005).
También cabría la posibilidad de que los distintos tipos de
armas se asocien a grupos de edad diversos, como para el caso
de la necrópolis de Cabezo Lucero donde se ha propuesto que
los individuos más jóvenes suelen asociarse a la lanza mientras que los adultos se asocian a la falcata (Ruiz, 1998: 293).
No obstante, cuando acudimos al estudio antropológico vemos
que ha resultado prácticamente imposible determinar grupos de
edad entre los individuos adultos que son los que se asocian a
las armas (Aranegui et al., 1993: 54). Esta diferenciación la
encontramos también en las Tabulae Iguvinae de carácter ritual
y halladas en la región de Umbria, donde los hombres se agrupan en diversos estamentos a partir de criterios de edad y por
un censo definido en términos militares, es decir, los que tienen
derecho a portar armas y los que no (Ruiz, 1998: 293). Otro elemento diacrítico por su escasa presencia en las necrópolis son
los asociados al mundo ecuestre, que podrían estar definiendo
una identidad de caballeros en la cúspide de la pirámide social (fig. 6.8: 1-4). En cambio, este tipo de objetos relacionados
con la equitación son más abundantes en espacios de hábitat,
como en los poblados de la Bastida de les Alcusses y La Serreta (Quesada, 2010; 2002-2003), lo que nos lleva a pensar de
nuevo en la atribución de significados distintos dependiendo
del tipo de arma, las cuales se muestran o se ocultan según las
arenas políticas de competición social.
Como adelantábamos anteriormente, los datos procedentes
de las necrópolis aportan uno de los argumentos más sólidos,
junto con el estudio de los patrones de asentamiento, para hablar de la existencia de sociedades jerarquizadas en el mundo
ibérico. Según diversas propuestas es posible aproximarse a la
estructura de los grupos gentilicios clientelares a través del análisis de las asociaciones existentes entre el tamaño y sistema
constructivo de la tumba, cantidad y calidad del ajuar y la disposición en el espacio funerario en relación con los demás enterramientos. Entre los elementos de ajuar, sin duda el armamento
jugará un papel importante a la hora de definir los distintos niveles sociales reflejados en el paisaje funerario.
Uno de los ejemplos paradigmáticos de este tipo de análisis es el de un sector de la necrópolis de Baza, donde se han
podido establecer varios grupos o niveles (Ruiz, Rísquez y
Hornos, 1992) (fig. 6.7). En la cúspide social encontramos el
nivel aristocrático con dos tumbas de pozo que se caracterizan
por su mayor tamaño y un ajuar destacado tanto cualitativa
como cuantitativamente, siendo una de ellas, la 155, donde
apareció la Dama de Baza acompañada de varias panoplias y
que se ha interpretado como el punto inicial de la necrópolis
(Ruiz, Rísquez y Hornos, 1992: 415), mientras que la otra,
la 176, presenta armamento acompañado de cerámica ibérica,
recipientes áticos de figuras rojas, un caldero de bronce y un
carro. Ambas tumbas se encuentran rodeadas por un área de
respeto donde no existen otros enterramientos y es la tumba
176 la que se convierte en el punto de referencia del paisaje
funerario, a partir del cual se organiza buena parte del resto de
tumbas de la necrópolis. El segundo subgrupo aristocrático,
que actuaría como puente entre el primer grupo y las clientelas, se encuentra formado por tres tumbas ubicadas en un radio
de 10 m de la tumba 176 y se caracterizan por una estructura en cista o pozo, un tamaño algo menor, un número menor
de recipientes griegos, aunque siguen incluyendo la crátera,
un caldero y panoplias completas. Finalmente encontramos
el grupo de los clientes, con tumbas constructivamente simples, en ocasiones un simple hoyo, y que muestran una mayor o menor riqueza dependiendo de su cercanía a las tumbas
aristocráticas del primer nivel. Entre sus ajuares encontramos
también cerámicas griegas, aunque en número mucho menor
y armamento como falcata o soliferreum. En definitiva, estos
autores proponen que la estructura de la necrópolis es la de
un grupo gentilicio o linaje clientelar, donde la jerarquía se
manifiesta en las armas, la desigualdad en la riqueza y en la
lógica distanciamiento-proximidad en la distribución espacial
de los enterramientos, siendo los niveles aristocráticos los que
ordenan el espacio funerario.
En las necrópolis de Coimbra del Barranco Ancho se observan también varios niveles, con un gran número de tumbas pobres o muy pobres, un segundo grupo con ajuares que
cuentan con menos de 20 ítems, que suponen un 26 % en la
necrópolis de El Poblado y un 15 % en La Senda y finalmente
las tumbas más ricas que suponen únicamente el 5 %, destacando la tumba 70 de El Poblado con 94 objetos y con un monumento de tipo pilar-estela (García-Cano, 1997: 96). Cabría
destacar la importancia que tendrían los objetos relacionados
con el mundo ecuestre como elemento diacrítico con la presencia de bocado de caballo, frontalera y espuelas en la tumba
55, la sepultura con el segundo ajuar más rico y espuelas en
las tumbas 48 y 70, la más opulenta de toda la necrópolis. En
la necrópolis de La Senda parece que son las dos tumbas del
segundo nivel, con 16 y 14 ítems, las que ordenan el espacio
funerario y a partir de las cuales se va ocupando el espacio que
inicialmente las separaba y con una distribución en áreas de
preferencia masculina y femenina.
En el caso de la necrópolis de El Cigarralejo se aprecia la
existencia de un espacio ordenado por dos tumbas aristocráticas
(200 y 277), dispuestas excéntricamente y separadas del resto
de tumbas por un pequeño muro que define el área de respeto
(Ruiz, 2008: 791-792). La presencia de elementos relacionados con la equitación es también muy escasa en esta necrópolis
179
[page-n-193]
Fig. 6.7. Lectura concéntrica de la necrópolis de Baza (elaboración a partir de Ruiz, Rísquez y Hornos, 1992: fig.8).
murciana, con la presencia de bocados de caballo (tumbas 200,
277, 301 y 103), frontalera (tumba 200) y espuelas (tumbas 200,
277 y 206). Debemos destacar la presencia de estos elementos
ecuestres en las dos tumbas llamadas “principescas”, que además son las que ordenan el espacio funerario.
En este sentido resulta muy interesante la tumba 75 de Cabezo Lucero, datada en la primera mitad del s. V a.C. y por lo
tanto una de las tumbas fundacionales de la necrópolis y por
tanto una de las articularía el espacio. En ella se depositaron
dos urnas, cada una con un individuo, seguramente una pareja hombre-mujer. Entre el ajuar se documenta una interesante
panoplia compuesta por dos grebas de bronce, parte de una
caetra, una punta de lanza, dos regatones y dos cuchillos afalcatados. Aparte se documentan dos cerámicas orientalizantes,
una de ellas del tipo Cruz del Negro, una cerámica ática de
figuras negras y una fíbula anular hispánica (Aranegui et al.,
1993: 241-245). Nos encontramos también en este caso ante
un espacio marcadamente híbrido y estrechamente vinculado
a las panoplias de la fase orientalizante caracterizadas por la
presencia de lanzas y no tanto de falcatas, elemento que encontraremos de forma abundante en fases más recientes de la
necrópolis, concretamente en el s. IV a.C.
Finalmente, y volviendo a nuestra área de estudio, también
se ha llevado a cabo un análisis del orden social que ordenaría el
paisaje funerario de La Serreta, basándose en el papel del armamento como uno de los elementos diacríticos de la jerarquización
social (Grau, 2007; Reig, 2000; Cortell et al., 1992). Según esta
lectura, encontraríamos un primer rango representado por dos enterramientos, el número 1 y el 53, donde la significación de los
180
elementos relacionados con el mundo ecuestre, un par de espuelas en la sepultura 1 y otro par, además de restos de un bocado de
caballo en la sepultura 53, sería muy importante a la hora de definir la persona social de estos individuos. Además de presentarse
como aristócratas a caballo, estos individuos incluyen panoplias
completas, con una acumulación de armas en la tumba 1 y una ostentosa falcata con un extraordinario trabajo de damasquinado en
la tumba 53 (fig. 6.8: 5). No obstante, el estatus no solo se define
a partir de la presencia de armamento, ya que en el caso de esta
sepultura encontramos también tres cerámicas áticas de barniz
negro, diversos vasos y platos de cerámica ibérica y elementos de
adorno como una hebilla de cinturón, un brazalete de bronce, una
arracada de oro y un aplique de pasta vítrea (Moltó y Reig, 1996).
Junto a estos individuos que se definen como caballeros encontramos otras tumbas que podríamos incluir en este primer
rango de la comunidad que habitaba La Serreta, con sepulturas
que se caracterizan por la acumulación de armas y restos de
infraestructuras de piedra. Todas estas tumbas constituyen solamente el 5 % del total de enterramientos de la necrópolis.
Dentro de un segundo nivel cabría incluir el 31 % de las
tumbas que presentan algún tipo de armamento en sus ajuares,
entre las que se puede observar una amplia gradación, desde
aquellas que solo tienen un arma, siempre de tipo ofensivo,
hasta las que presentan panoplias más completas, mostrando
su pertenencia a la elite mediante la posesión de armamento.
El tercer nivel estaría constituido por las sepulturas que no
presentan armas entre sus ajuares y que podría corresponderse
con las clientelas. Hemos de señalar que existen numerosas
variaciones dentro de este grupo, en el que las diferencias de
[page-n-194]
Fig. 6.8. 1 y 2: Bocados de caballo, 3 y 4: espuelas (a partir de Quesada, 2011: fig. 5) y falcata damasquinada de la
sepultura 53 de la necrópolis de La Serreta (Reig, 2000: lám. III)
estatus o identidad se muestran con otro tipo de elementos
como pueden ser las importaciones o los elementos de adorno,
aunque la ausencia de una publicación detallada de los ajuares nos impide profundizar más. Finalmente, hemos de tener
también en cuenta el grupo de población que no se encuentra
representado en la necrópolis, seguramente porque el privilegio de acceder al espacio funerario estaría reservado a los
miembros de la elite y sus clientelas más próximas. También
es destacable la ausencia en el estamento aristocrático de elementos de rango o estatus especialmente marcados o excepcionales como es el caso de grandes monumentos funerarios,
escultura, carros, grandes cráteras… como hemos visto en las
necrópolis de Baza o Coimbra del Barranco Ancho. Este hecho
podría deberse a la ausencia de una marcada acumulación de
poder o a que los miembros de la cúspide social se entierran en
otros lugares como podría ser el caso del monumento turriforme de l’Horta Major, que además se encontraría espacialmente
segregado del resto de la sociedad (Grau, 2007: 131).
Si cruzamos los datos relativos a la combinación de armas
(Reig, 2000) con los datos paleantropológicos (Gómez Bellard,
2011) vemos que la mayoría de los individuos son adultos o
adultos jóvenes masculinos, mientras que los individuos femeninos, infantiles y neonatos se limitan a las tumbas dobles o
triples (tabla 6.1). Se documenta un posible individuo femenino
en la tumba 45, aunque su adscripción no es clara (Gómez Bellard, 2011: 119). En los casos de necrópolis en que contamos
con estudios de carácter antropológico resulta difícil reconocer
pautas de asociación entre tipo de armamento y grupo de edad,
ni siquiera en el caso de Cabezo Lucero, a pesar de que se haya
propuesto una hipotética asociación de la falcata a individuos
adultos y lanza a jóvenes (Ruiz, 1998: 293). En nuestro caso,
encontramos sujetos jóvenes y también un adolescente, asociados a falcatas. Es importante señalar que en la inmensa mayoría
de los casos no es posible discernir la fase concreta dentro de la
etapa adulta, por lo que es difícil saber si nos encontramos ante
adultos jóvenes, en edad media o maduros.
181
[page-n-195]
Tabla 6.1. Asociaciones entre armas, edad y sexo en la necrópolis de La Serreta.
Combinación de armas
Falcata
Falcata / Lanza
Falcata / Lanza / Arma arrojadiza
Falcata / Lanza / Escudo
Falcata / Lanza / Regatón / Escudo
Falcata / Lanza / Regatón / Escudo / Disco-Coraza
Falcata / Lanza/ Regatón / Arma arrojadiza / Escudo / Espuelas
Falcata / Lanza / Regatón / Escudo / Espuelas / Bocado
Falcata / Lanza / Regatón / Escudo
Falcata / Regatón / Arma arrojadiza
Falcata / Regatón / Arma arrojadiza / Escudo
Lanza
Lanza / Regatón
Espada / Regatón
Puñal / Lanza
Regatones
Como hemos visto, la posesión de armas se convierte en un
elemento esencial a la hora de expresar el rango y de definir la
persona social de los individuos de la elite en un momento clave
como es el tránsito a la otra vida. Las armas estarían íntimamente vinculadas a la persona, constituyendo una parte inseparable
de su identidad, hasta el punto de “morir” simbólicamente junto
con su propietario, como mostrarían las inutilizaciones mediante el doblado o mellado de los objetos. Esta concepción podría
ser una de las razones por la que no se documentan armas en
los santuarios ibéricos, lo que explicaría también su ausencia
en cuevas-santuario, ya que no estamos ante simples bienes de
prestigio, sino ante un elemento definitorio de la identidad del
individuo y que, por tanto, se encuentra fuera de los circuitos
del don/contradon. De hecho, tampoco encontramos espacios
182
Sepultura
Edad
Sexo
15
22
43
74
23
38
67
41
27
31
45
29
72
4
4
1
53
26
69
70
70
6
6
11
20
51
80
35
50
5
19
19
19
25
25
Adulto
Adulto
Adolescente
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto med.
Adulto joven
Adulto
Adulto joven
Adulto med.
Adulto joven
Adulto
Infantil
Adulto joven
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto
Adolescente
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto
Adulto joven
Adulto joven
Adulto
Adulto
Neonato
Adulto
Infantil
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V
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V
M
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V
V
V
V
V
M
V
-
que podamos interpretar como armerías destinados a su almacenamiento y posterior redistribución (Quesada, 2010), como
sí sucede con otros bienes como por ejemplo las cerámicas. Es
decir, este tipo de piezas no pueden ser objeto de intercambio,
no se pueden donar ni ofrendar, ni siquiera a los dioses.
No obstante, existe una interesante excepción a esta tendencia a la escasa o nula existencia de armamento en los espacios
sacros o de carácter público en el mundo ibérico más allá de las
necrópolis y es el depósito ritual de la Puerta Oeste de la Bastida de les Alcusses, cercana nuestro ámbito de estudio (VivesFerrándiz et al., 2015: 300-301). Para este ritual, datado en el
segundo cuarto del s. IV a.C., se elige un lugar connotado simbólicamente como es la entrada principal al poblado, un espacio
público con una gran significación para la identidad de la comu-
[page-n-196]
nidad. Con este acto se sanciona un episodio constructivo tan
importante como es la renovación de las estructuras, que puede interpretarse también como una transformación mediante el
fuego. Nos encontramos también ante un ritual de memoria ya
que el espacio se señaliza con la colocación de tres losas y dos
piedras hincadas, visibles en fases posteriores. De este modo, la
puerta principal del poblado se convierte en un escenario para
la construcción de la memoria colectiva de la comunidad que
habitaba la Bastida y que podríamos definir como la percepción
que tienen los miembros de una sociedad de su pasado común.
Esta memoria colectiva es siempre un constructo social que no
se corresponde exactamente con el pasado sino una reconstrucción basada en las necesidades de la comunidad o de los grupos
dominantes y que se va negociando continuamente a medida
que cambian estas necesidades (García Cardiel, 2016: 94).
La deposición e inutilización de las armas en este ritual parece seguir los códigos simbólicos de los rituales funerarios ibéricos, aunque no se ha documentado ningún resto humano, por lo
que podrían interpretarse como cenotafios o tumbas de guerrero
sin cadáveres que conmemorarían algún hecho relevante para la
comunidad (Bonet y Vives-Ferrándiz, 2011: 243), por lo que no
nos alejaríamos tanto de las pautas rituales en relación con el armamento que hemos ido viendo a lo largo de todo el capítulo.
Independientemente de que se trate de un ritual funerario o no, lo
que está claro es que estamos ante una acción colectiva llevada a
cabo por las elites del poblado, en la que posiblemente las cinco
panoplias representan a sendos grupos de poder (cabezas de linaje,
facciones…) con derecho a tener un papel político y a actuar como
representantes de la comunidad (Vives-Ferrándiz et al., 2015: 300301). Se trata, en definitiva, de un ejemplo de relaciones sociales
colaborativas entre grupos de poder pero al mismo tiempo excluyente respecto al resto de la comunidad, ya que está restringida a
un grupo reducido de personas, como indica la participación en
las prácticas comensales y la intervención de experimentados artesanos vinculados a las elites como son herreros para inutilizar las
armas, carpinteros para desmontar la puerta y otros especialistas
para la preparación de la comida y la bebida o el control del fuego.
Estamos ante un ritual que refleja muy bien el juego dialéctico
que combina estrategias cooperativas y excluyentes, propio de
una concepción heterárquica del poder. También parece bastante
claro que esta estrategia ideológica que implica la deposición de
armas en un contexto público y simbólico más allá de la necrópolis
no se va a generalizar entre las comunidades ibéricas, del mismo
modo que el proyecto político de las elites de la Bastida, con los
primeros intentos de control de espacios territoriales más allá del
oppidum en el norte de la Contestania, se aborta repentinamente
con la destrucción y abandono del poblado a finales del s. IV a.C.
(Bonet y Vives-Ferrándiz, 2011: 254-255).
Precisamente sería esta dialéctica entre las distintas estrategias de poder desplegadas por las elites, definidas por la teoría
procesual-dual como excluyentes o de red y corporativas, la que
podría explicar la presencia o ausencia de armas en distintos
espacios y contextos sociopolíticos a lo largo del tiempo. Recordemos que dichas estrategias no son excluyentes entre sí, sino
que pueden coexistir, predominando unas u otras dependiendo
del contexto o incluso alternarse cíclicamente (Feinman, 2000).
Del análisis del registro se desprende que el armamento constituye un elemento altamente excluyente entre las sociedades
ibéricas, al que no todos los segmentos sociales tienen acceso
y que aparecen mayoritariamente en las necrópolis. El recinto
funerario, al que solo accederían los aristócratas y sus clientelas más cercanas, se convierte en el espacio ritual competitivo
y excluyente por excelencia, con un gran peso en las estrategias ideológicas de las elites en los ss. V y IV a.C. Por tanto,
este mayor protagonismo de las armas se daría en el contexto
agonístico que caracteriza la emergencia y consolidación de las
aristocracias y los linajes dominantes y cuyo mejor reflejo lo
encontramos en el patrón de asentamiento, con un paisaje teselado donde los oppida de pequeño y mediano tamaño controlan
pequeños territorios locales. Por tanto, las armas, elementos con
una enorme carga simbólica, se escogen para una serie de ritos
y no para otros, dando lugar a una ritualidad en un momento y
espacio muy concretos, básicamente las necrópolis en los ss. V
y muy especialmente IV a.C. Como hemos podido comprobar,
en muy raras ocasiones la presencia de armamento en espacios
rituales trasciende este ámbito, por lo que nos encontramos con
un instrumento en manos de las elites que resulta útil y efectivo
en un contexto histórico muy concreto, como es el del ascenso y
afianzamiento de determinados grupos en el poder.
En este contexto cabe preguntarse dónde se encuentran las armas en el s. III a.C. y si es posible que las elites hayan renunciado
sin más a una parte esencial de su identidad como es su condición
de guerreros. La violencia y su correlato material, las armas, se
van a seguir mostrando principalmente, aunque de una forma más
indirecta e inhibida, en los diferentes estilos narrativos de la decoración vascular. En las cerámicas de La Serreta y Edeta se muestran principalmente imágenes colectivas donde se representan los
grupos dirigentes tales como escenas de combate con un claro
componente guerrero, pero también otras actividades propias de
las elites como danzas, procesiones, escenas de caza… enfatizándose de nuevo los comportamientos colaborativos (Bonet, Grau
y Vives-Ferrándiz, 2015: 267), alejándose en la mayoría de los
casos de los combates singulares característicos de las representaciones pétreas de momentos anteriores.
Uno de los casos que mejor ejemplifica este cambio lo
constituye el conjunto de materiales documentado bajo la
puerta de acceso a la ciudad de La Serreta, seguramente depositado con motivo de la construcción de la fortificación a
finales del s. III a.C. y del que ya hemos hablado anteriormente
en referencia a su relación con posibles prácticas de comensalidad (Llobregat et al., 1995). En este momento nos interesa
destacar la presencia de un oinochoe con decoración figurada
en el que se representa un caballo y un guerrero desmontado y
armado con scutum y arma arrojadiza, seguramente una lanza.
En este caso, por tanto, se mantendría esa vinculación entre la
identidad guerrera y la puerta principal de acceso, tal y como
veíamos para la Bastida de Les Alcusses dos siglos antes, pero
con la diferencia de que ya no se plasma en panoplias reales
sino en la decoración pintada de un recipiente cerámico.
Este tipo de decoración cerámica también nos permite hablar de una diferencia en cuanto al tipo de armamento según
el grupo de edad o estatus al que se pertenece, de forma similar al caso de las Tablas Iguvinas que veíamos anteriormente
y que se refleja muy bien en el Vas dels Guerrers de La Serreta (Olmos y Grau, 2005), así como en otros vasos edetanos
(fig. 6.9). En esta gran tinaja se representa una narración en
tres episodios que seguramente hace referencia a la iniciación
de un joven de la elite, enfrentándose en primer lugar a un
183
[page-n-197]
Fig. 6.9. Posibles diferencias de edad o estatus en la decoración vascular del s. III a.C. 1. Vaso de los Guerreros del Tossal de San Miquel
(Archivo Museu de Prehistòria de València), 2 y 3. Vas dels Guerrers de La Serreta (Archivo Museo Arqueológico Municipal de Alcoi), 4.
Vaso de la danza guerrera del Tossal de Sant Miquel (Archivo Museu de Prehistòria de València).
184
[page-n-198]
Fig. 6.10. Decoración del Vaso del héroe y la esfinge del Corral de Saus (Izquierdo, 2000: fig. 103) (arriba) y as de Saitabi (Ripollés,
2007: fig. 74; col. Vidal Valle).
lobo al que ha atravesado con una jabalina y representándose
con la cabeza descubierta y con un tamaño menor al resto de
figuras humanas, posiblemente como indicador de que no ha
llegado aún a la edad plena. En el segundo de los episodios,
el de la caza del ciervo, vemos a dos jinetes que a juzgar por
los atributos deben pertenecer a dos grupos de edad o estatus
diferentes (fig. 6.9: 2). A la izquierda encontramos un jinete con túnica corta, cintas cruzadas sobre el cuello, cinturón,
escudo redondo o caetra, jabalina y espuelas. En cambio,
nuestro protagonista se representa con túnica corta, cintas en
el cuello, jabalina y cabeza cubierta, pero sin otros elementos de rango como la caetra o las espuelas que sí lleva su
compañero, seguramente de mayor edad y que actuaría como
testigo del proceso iniciático. Finalmente, se representa un
combate singular donde también se aprecia esta diferencia en
el armamento, donde el iniciando ha conseguido su derecho a
portar el escudo oblongo, así como la lanza, mientras que su
contrincante, seguramente alguien de mayor rango para que
el protagonista pueda consumar su hazaña, porta caetra y espada (fig. 6.9: 3). Cabe pensar, por tanto, que el armamento
no sería considerado como un conjunto homogéneo, sino que
los distintos tipos de armas tendrían significados diversos y
jugarían un papel importante en la definición de identidades
vinculadas a edad y estatus.
185
[page-n-199]
Aunque la asociación entre individuos femeninos y armamento en el mundo ibérico es muy infrecuente, encontramos
una representación de un posible individuo femenino armado
en el Vaso de los Guerreros del Castellar de Oliva (Aranegui,
2001-2002). Se trata de una tinaja donde se ha representado
dos escenas de batalla, la primera entre un grupo de jinetes e
infantes, armados con scutum, lanza y uno de ellos con falcata,
y la segunda enfrenta a un grupo de infantes que portan lanza
y scutum. La figura que nos interesa se encuentra en la primera
escena y se trata de un individuo armado con lanza y scutum
que viste un traje y presenta un rizo por delante de la oreja. Su
indumentaria ha llevado a algunos autores a interpretarla como
una figura femenina, posiblemente una divinidad de carácter
guerrero que acude en auxilio de la comunidad (Olmos, Tortosa e Iguacel, 1992: 139; Griñó, 1987: 346). Posteriormente,
otras propuestas han descartado que pueda tratarse de una diosa debido a la presencia de otra figura incompleta y los pies de
una tercera de carácter muy similar a la anterior, lo que eliminaría su singularidad (Aranegui, 2001-2002: 231). Esta misma
autora interpreta las diferencias en la indumentaria como la
voluntad de destacar las diferencias en la condición social de
los guerreros y no diferencias de género.
Algunas de estas representaciones podrían estar relacionadas con los antepasados heroizados, fundadores de los linajes
dominantes, que se utilizarían para sancionar el acceso de determinadas familias a ciertos recursos y al poder político mediante la apropiación del pasado ideal y modélico de los héroes, ya sean estos vínculos reales o ficticios, y presentándose
a sí mismos como intermediarios de los dioses (González,
2012: 113-114). Estos discursos míticos, que en fases anteriores encontramos principalmente en la escultura, con ejemplos
en El Pajarillo o en Cerrillo Blanco, pasan ahora a plasmarse
en la decoración pintada sobre cerámica, en escenas como las
representadas en el Vas dels Guerrers de La Serreta (Olmos
y Grau, 2005). No obstante, el complejo mundo de los héroes
y ancestros requeriría un estudio de carácter monográfico y
en este punto solo nos interesa destacar esa vertiente relacionada con la identidad. Podríamos considerar al protagonista
de este relato como un ancestro o antepasado heroizado que
186
sirve para rememorar la historia mítica del grupo dominante,
que trata de remontar sus orígenes a un héroe fundador del
linaje, justificando así su posición privilegiada dentro de la
sociedad. En buena medida, la construcción de la identidad
guerrera descansa en la voluntad de emular las hazañas de
estos antepasados. En este sentido, las armas y la violencia
siguen estando presentes y asociadas a las elites, pero trasladándose en muchos casos a la difusa esfera del tiempo mítico
de los antepasados.
En los ss. II-I a.C. se producen profundos cambios a nivel
sociopolítico como consecuencia de la integración de estos territorios en la órbita romana que va a dar lugar a una menor
presencia de armas en todos los ámbitos. Como vemos con la
promoción en esta época de los santuarios comunitarios, con
funciones distintas a las de la fase anterior, se siguen fomentando las estrategias corporativas sobre las excluyentes. En el caso
de las necrópolis se aprecia una disminución en la amortización
de armamento entre los ajuares, hasta ser prácticamente inexistente en el s. I a.C. (Quesada, 1997: 651-652). La ostentación de
las armas también va a desaparecer de los discursos ideológicos
plasmados en la cerámica vascular con un estilo mucho más
simbólico y abstracto, propio de los diversos talleres del sureste.
En los casos en que se representa algún tipo de escena de tipo
narrativo se recupera el mitema de la zoomaquia con el enfrentamiento entre un personaje y un ser monstruoso, normalmente
un carnassier (García Cardiel, 2014b) (fig. 6.10). No obstante, la identidad guerrera de las elites debió seguir teniendo una
cierta importancia, como se aprecia en la elección de un jinete
con lanza en el reverso de las monedas acuñadas por numerosas cecas ibéricas (Paz y Ortiz, 2007; Almagro-Gorbea, 2005)
(fig. 6.10) o en ciertas manifestaciones iconográficas vasculares, como en el caso de Libisosa (Uroz, 2013). Finalmente, cabe
destacar que la inhibición de las armas y la violencia en las estrategias ideológicas del poder en época final es perfectamente
lógica en el contexto de la implantación romana, donde al nuevo
dominador surgido tras la conquista no interesaría la existencia
de discursos ideológicos basados en la violencia ni un fomento
de la identidad guerrera de las elites que pudiera suponer una
amenaza al nuevo orden establecido.
[page-n-200]
7
Dinámicas territoriales.
Prácticas rituales y estrategias ideológicas
en el espacio y en el tiempo
Llegados a este punto nos aproximamos al final de nuestro
trabajo y se hace necesario un ejercicio de síntesis de todos los
elementos que hemos ido tratando a lo largo de nuestra investigación. El objeto de este capítulo final será el planteamiento
de algunas conclusiones que nos permitan comprender mejor
cuáles fueron los mecanismos del poder en el seno de los distintos grupos sociales ibéricos que habitaron el área central
de la Contestania. En este sentido, trataremos de imbricar tres
elementos que han constituido las líneas básicas de nuestro
trabajo como son las prácticas rituales y las estrategias ideológicas, siendo el paisaje y su evolución en el tiempo, el hilo
conductor de nuestro discurso (fig. 7.1).
Con el objeto de estructurar claramente este capítulo final,
proponemos una periodización precisamente basada en las
transformaciones que observamos en la estructura territorial y
geopolítica y que se alejaría en parte de las tradicionales etapas
del Ibérico Antiguo, Pleno y Final, aunque lógicamente basada
en ésta o adaptada a los procesos reconocidos en las dinámicas
sociales del área de estudio. De este modo, planteamos una primera fase comprendida aproximadamente entre el 700 y el 425
a.C. que resulta algo amplia si la comparamos con el resto de
fases establecidas, lo cual se debe principalmente a su dependencia de un registro aún poco explícito para estos momentos
iniciales que nos permita afinar más en la periodización. En este
periodo se empiezan a apreciar toda una serie de cambios sociales que evidencian una mayor jerarquización social con el despliegue de nuevas estrategias ideológicas con respecto al Bronce Final, que se reflejan en las prácticas de consumo ritual o en
la deposición de armas en las necrópolis. La segunda fase, comprendida entre el 425 y el 300 a.C., supone la consolidación de
los poderes locales surgidos en la fase anterior. La tercera etapa
se corresponde a grandes rasgos con el s. III a.C. y se caracteriza
por la construcción de territorios étnicos de escala comarcal que
requerirán la puesta en marcha de estrategias de legitimación
distintas. Por último, analizaremos la fase correspondiente a los
ss. II y I a.C. mediatizada por la implantación del poder romano
en la zona y donde se producirá la consolidación urbana y la
configuración de sociedades ciudadanas.
Por otra parte, a nivel espacial centramos nuestro estudio en
el área central de lo que denominamos Contestania ibérica y que
coincidiría con los actuales territorios de los Valles de Alcoi, la
Marina Alta y la Marina Baixa, bien definidos geográficamente.
Nuestra elección se basa en que son tres áreas donde el volumen
de información es suficiente para poder realizar un análisis comparativo con el que poder establecer conclusiones contrastadas,
ya que son zonas intensamente prospectadas y estudiadas. Se
trata, por tanto, de una zona donde podemos abordar el estudio
de los importantes cambios que se producen a todos los niveles
tanto en un contexto costero como en el interior, así como constatar dinámicas y matices distintos para cada una de las áreas.
7.1. LA GÉNESIS DE UNA SOCIEDAD Y UN PAISAJE
(700-425 A.C.)
Comenzaremos nuestro recorrido con lo que, en la periodización tradicional establecida para la cultura ibérica, vendría a coincidir con el
Hierro Antiguo y el Ibérico Antiguo. Antes de centrarnos en la fase
conocida tradicionalmente como Hierro Antiguo o I, vamos a dedicar unas breves líneas al paisaje característico de los momentos finales de la Edad del Bronce en la zona con el objeto de evidenciar más
claramente los contrastes existentes con respecto a la fase posterior.
Como viene siendo habitual en nuestro trabajo existen diferencias
en cuanto a la elocuencia del registro material en los tres ámbitos,
ya que en los casos de la Marina Alta y Baixa esta fase no ha sido
bien definida, seguramente por la ausencia de fósiles directores que
permitan reconocerla claramente, a diferencia de lo que sucedería en
las comarcas costeras más meridionales (Moratalla, 2004: 575). Por
tanto, nuestro espacio comarcal de referencia volverá a ser los Valles
de Alcoi. En esta zona, el patrón de asentamiento se caracterizaría
187
[page-n-201]
Fig. 7.1. Resumen de las distintas evidencias rituales en cada uno de los periodos establecidos.
por la presencia de un reducido número de poblados de pequeño
tamaño ubicados en cerros o antecerros, como es el caso de La Mola
d’Agres, El Cabeçó de Mariola, el Castell de Perputxent o la Ermita del Cristo, vinculados en buena medida a vías de comunicación.
También se documentan hábitats compuestos por fondos de cabaña,
ubicados en laderas y con una orientación agrícola. Finalmente, encontramos también cuevas que, aparte de su uso funerario, pudieron
funcionar como refugio de pastores, lo que implicaría una estrategia
complementaria de aprovechamiento de recursos agrícolas y pecuarios (Pascual Benito, 1990: 86; Hernández y Mataix, 2015; Hernández, Ferrer y Mataix, 2016). Podríamos estar ante la aparición de
incipientes territorios en cada unidad del paisaje, que trascienden
el ámbito del poblado, pero sin que podamos apreciar todavía la
jerarquización que caracterizará las estructuras territoriales de fases posteriores. A nivel social, nos encontramos con comunidades
campesinas de tipo aldeano, con grupos reducidos y seguramente
con una filiación consanguínea, donde predominan las relaciones
basadas en lazos de parentesco y con las desigualdades sociales aún
muy amortiguadas (Grau y Segura, 2013: 60-62).
A partir del s. VIII a.C. se van a producir toda una serie de
importantes cambios que suponen una verdadera transformación
de las relaciones socio-políticas entre las poblaciones locales, con
el surgimiento de diversas estrategias ideológicas que buscan la
legitimación de un nuevo orden social en el que las desigualdades
se hacen mucho más palpables. En estos momentos se produce
la apertura de estos territorios al intercambio fenicio que va a
actuar como catalizador de las dinámicas sociales tendentes a la
jerarquización, proceso que también se refleja en los patrones de
asentamiento, con el surgimiento del oppidum como centro rector
del territorio político y la configuración de un poblamiento rural
subordinado. La integración de estos territorios en las redes de in188
tercambio de bienes de prestigio resulta clave a la hora de entender las estrategias ideológicas desplegadas por las nuevas elites,
proceso que ha sido bien reconocido en el caso del oppidum de El
Puig d’Alcoi y su territorio (Grau y Segura, 2013).
Resulta bastante evidente que en estos momentos se produce una intensificación agrícola o mejor dicho una ampliación
del área cultivada, cuyo reflejo sería la aparición de numerosos
asentamientos en el llano, cercanos a las tierras más fértiles en
un proceso común a buena parte del área ibérica. Este cambio
en el modelo económico se ha interpretado como la respuesta a
un incremento demográfico importante y por tanto a la necesidad de alimentar a esta creciente población, lo que supondría al
mismo tiempo toda una serie de dificultades que darían lugar a
un mayor desarrollo de la economía política y en consecuencia
de las desigualdades sociales (Sanmartí, 2009). Sin descartar la
importancia del factor demográfico, cabe la posibilidad de interpretar este incremento en la producción como una maniobra
de las elites para la generación de excedentes que invertir posteriormente en la adquisición de bienes importados. Se trata de un
elemento clave a la hora de comprender los complejos procesos
sociales que se van a desarrollar durante toda la época ibérica y
cuya explicación no responde a una única causa sino a la conjunción de múltiples factores que futuras investigaciones deberán ir dilucidando en la medida de lo posible. Este excedente
apropiado tímidamente por las elites se canaliza principalmente
en dos sentidos, gran parte se destina a la construcción de obras
comunitarias, principalmente las fortificaciones del oppidum o
núcleo rector del poblamiento y otra parte, como ya hemos indicado, a la obtención de productos foráneos, relacionados principalmente con el consumo de vino a través del intercambio con
las zonas costeras (Grau, 2007: 127).
[page-n-202]
7.1.1. LA comensALIDAD rItuAL y LA AcentuAcIón
De LAs DesIguALDADes
En este momento las prácticas de consumo ritual se van a convertir en la estrategia ideológica por excelencia de este periodo
inicial. Con ello no queremos afirmar que las prácticas de comensalidad no fuesen importantes para las sociedades precedentes,
sino que en este momento se detectan evidencias que conducen
a pensar en que se convierten en un instrumento en manos de
los nuevos grupos dominantes para la manipulación ideológica y
la legitimación de las desigualdades. Cuando nos aproximamos
al estudio de un fenómeno complejo como son las prácticas de
comensalidad durante el Hierro y el Ibérico antiguos, nos damos
cuenta de que no es posible uniformizar los procesos en una gran
área geográfica, sino que incluso en el caso de una zona relativamente acotada como es la franja central de la Contestania, hemos
podido comprobar la existencia de dinámicas distintas para cada
uno de los tres territorios estudiados. Esta diversidad de procesos
tiene sentido si concebimos los grupos sociales locales, no como
meros actores pasivos y receptores de los productos fenicios, sino
como comunidades complejas con su propia agencia, que redefinen su cultura a partir de prácticas sociales concretas (VivesFerrándiz, 2005; Riva y Vella, 2006).
Los intereses propios de las poblaciones locales, con la adquisición de determinados elementos y no otros con el objetivo
de satisfacer sus propias necesidades, se refleja muy bien en la
selección de bienes importados. Existe una clara preferencia por
la importación del vino, que se infiere a partir de la documentación de un gran número de ánforas del tipo R1. Se trata de un
producto potencialmente ritualizable por sus propiedades embriagadoras, que permite alcanzar estados alterados de conciencia y que tiene un importante papel en las relaciones humanas,
habiéndose definido las bebidas alcohólicas en general como
“lubricante social” (Dietler, 2010). Mucho menos frecuente es
la aparición de objetos relacionados con la preparación como
son los cuencos-trípode, que pudieron ser utilizados como morteros (Vives-Ferrándiz, 2004), o el caso del infundibulum de Xàbia (Vives-Ferrándiz, 2007) y que pudieron constituir elementos
diacríticos que otorgarían un mayor prestigio a quien los poseyera. Finalmente, la importación de vajilla es muy minoritaria,
exceptuando algún plato de ala ancha y algún cuenco, por lo
que cabe pensar que el consumo se llevaría a cabo en la vajilla a
mano de producción local. En cuanto a los lugares de consumo,
no se han documentado espacios especialmente destinados a la
celebración de banquetes y éstos se llevarían a cabo seguramente en contextos domésticos o en espacios al aire libre.
En cuanto a lo que podríamos denominar como el paisaje
de la comensalidad nos encontramos con distribuciones distintas en cada uno de los territorios analizados. En el caso de
los Valles de Alcoi, los patrones de distribución de elementos
importados se caracterizan por una gran dispersión ya que los
encontramos en todos los tipos de asentamiento como son los
oppida, las aldeas y los caseríos. Predominan los recipientes
de almacenamiento y transporte, con una presencia muy minoritaria de objetos relacionados con la preparación como los
cuencos-trípode. Esta gran difusión contrasta con lo que sucede en otras áreas geográficas peninsulares como el Bajo Ebro,
donde existe una concentración de elementos relacionados con
la comensalidad en espacios muy concretos y edificios destacados arquitectónicamente (Sardà, 2010a).
El caso de la Marina Alta es bastante similar al anterior, pero
con algunos matices. En este territorio, los elementos relacionados con prácticas de comensalidad, principalmente ánforas y
en menor medida objetos relacionados con la preparación, se
documentan en la práctica totalidad de los asentamientos de este
periodo, con la diferencia de que todos son poblados en altura
sin que se haya documentado la existencia de poblaciones en el
llano, lo que en sí mismo ya nos remite a procesos de centralización más acentuados. Una de las diferencias más importantes en
este caso es que estos asentamientos no solo están distribuyendo
y consumiendo vino, sino que también lo producen, junto con
ánforas que imitan a las de origen fenicio, como se ha podido
constatar en el poblado del Alt de Benimaquia (Gómez y Guérin, 1993; 1995) aunque cabe la posibilidad de que también esté
sucediendo en otros poblados menos conocidos aunque de similares características como Morro Castellar, Castellet de Garga
(Costa y Castelló, 1999; Grau, 2000: 440) o la Plana Justa, donde se han documentado numerosas ánforas fenicio-occidentales, imitaciones y cuencos-trípode fenicios y locales (Bolufer y
Vives-Ferrándiz, 2003). Se trata de pequeños poblados con una
extensión en torno a las 0,5 ha., ubicados en altura, lo que les
otorga un buen dominio visual de las vías de comunicación y
fuertemente fortificados.
Por su parte, en la Marina Baixa nos encontramos con una
situación completamente distinta ya que este tipo de objetos
relacionados con la comensalidad se encuentran concentrados
en las necrópolis de Les Casetes y Poble Nou, seguramente
vinculadas a un oppidum ubicado en el actual Barri Vell de La
Vila Joiosa (García Gandía, 2009; Espinosa, Ruiz y Marcos,
2005), no circulando más allá de este núcleo y por tanto ante
un control más directo de estos bienes por parte de las elites.
No son excesivamente abundantes, predominando la vajilla de
mesa con los platos de ala ancha en ambas necrópolis y un
cuenco-trípode en Casetes. Posiblemente con la deposición en
la tumba de un elemento diacrítico como es el mortero-trípode
se está construyendo la identidad del individuo a partir de un
rol protagonista en los banquetes rituales. Tampoco se documentan evidencias claras de celebración de banquetes funerarios en las necrópolis, salvo algunos restos de fauna quemada
y de una hoguera en Casetes, que se han interpretado como un
fuego ritual (García Gandía, 2009: 94-95).
Posiblemente la Marina Baixa constituye un foco orientalizante donde la interacción cultural con las poblaciones foráneas es mucho más intensa dando lugar a poblaciones híbridas
(Vives-Ferrándiz, 2005), intensidad que decrece en cierto modo
si nos trasladamos a la Marina Alta, aunque nos encontramos
con contextos donde se está produciendo vino en momentos
muy tempranos y con un cierto control de las importaciones por
parte de los poblados de altura, lo que llevaría a pensar en otra
interacción, distinta pero igualmente intensa o incluso mayor.
Esta situación del litoral contrasta en cambio con los procesos
que se están dando al mismo tiempo en las tierras del interior
donde parece estar reflejándose una mayor frecuencia de este
tipo de rituales, en otras palabras, una mayor participación y
menor segmentación en el consumo, así como un menor control
directo por parte de grupos restringidos.
Pasando ya a las estrategias ideológicas relacionadas con
las prácticas de consumo ritual, es lógico pensar que las elites
están controlando el acceso a los intercambios, aunque hemos
189
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podido comprobar cómo estos bienes son redistribuidos entre
un amplio segmento de la sociedad por lo que la celebración
de este tipo de banquetes debió ser relativamente frecuente y
con una participación muy amplia por parte de la población,
al menos en los casos de los Valles de Alcoi y la Marina Alta.
Por tanto, en este contexto se están primando las estrategias
inclusivas frente a las de exclusión y podrían estar en relación
con lo que M. Dietler define como Entrepeneurial Feasts o
Empowering Feasts (Dietler, 1999: 144). Este tipo de banquetes es propio de sociedades en las que el poder político no es
del todo estable ni concentrado, siendo los mismos un medio
para acumular prestigio que permita ejercer el liderazgo dentro de la comunidad. Durante el banquete se genera una deuda
por la que los invitados aceptan la obligación de dar algo a
cambio, por ejemplo su fuerza de trabajo. Por tanto, se trata
de un poder que debe ser negociado a través de estas estrategias basadas en el consumo ritual.
Este tipo de estrategias ideológicas buscan convertir un capital económico, como es el excedente agropecuario y los productos importados, en un capital simbólico. Éste último permite
adquirir un poder político informal, es decir, la capacidad de
influir en las decisiones o acciones del grupo, característico de
sociedades como las denominadas por la antropología como de
tipo Big Man en las que el poder no está todavía institucionalizado, por lo que debe ser continuamente renegociado mediante
estas estrategias ideológicas competitivas o agonísticas a través
de instituciones como el don (Godelier, 1998a).
A mediados del s. VI a.C. se produce una interrupción en
la llegada de ánforas fenicio-occidentales que puede explicarse
tanto por causas exógenas como endógenas, por la producción
y consumo de vino elaborado por las poblaciones locales, como
refleja el citado caso de Benimaquia o la presencia de restos
carpológicos correspondientes a vid en diversos asentamientos,
especialmente a partir del s. V a.C. (Pérez Jordà, 2013). También se va a producir un cambio en el origen de estas importaciones que ahora provienen de la región del Ática, así como
en el tipo de productos, ya que ahora predominan los objetos
correspondientes al tipo de vajilla de mesa y más concretamente recipientes para el consumo de líquidos, aunque el volumen
general de las importaciones es mucho menor que durante el
Hierro Antiguo. Los datos disponibles son escasos y únicamente nos permiten señalar una posible continuidad de las pautas
arcaicas que deberán ser refrendadas en futuros trabajos. La
distribución de las importaciones para el s. V a.C. va a ser muy
similar a la de momentos previos salvo en el caso de la Marina
Alta, donde encontramos un número mucho más reducido de
evidencias. Estos cambios suponen el inicio de una tendencia
que se va a generalizar en la siguiente centuria.
7.1.2. Los InIcIos De LA creAcIón De unA IDentIDAD guerrerA
El excedente surgido de la intensificación agraria que tiene lugar en este periodo se va a canalizar, como hemos señalado,
principalmente en dos sentidos, por una parte, hacia la adquisición de bienes de prestigio relacionados con el consumo ritual y
por otra, hacia la construcción de estructuras comunitarias, básicamente de carácter defensivo con algunos ejemplos tempranos
como el bastión curvo de El Puig (Grau y Segura, 2013) o las
defensas del Alt de Benimaquia (Gómez Bellard et al., 1993),
por citar dos ejemplos, ambos datados en el Hierro Antiguo. Es
190
en este momento cuando se van a iniciar una serie de estrategias relacionadas con la preeminencia ideológica de la violencia
simbólica que se va a materializar en el registro arqueológico y
que va a caracterizar las sociedades de la Edad del Hierro.
Las primeras evidencias de deposición de armamento en
necrópolis de nuestra área de estudio se remonta a la primera
mitad del s. VI a.C. en Les Casetes, donde aparecen en 5 tumbas que suponen el 17 % del total (García Gandía, 2009:118).
Se trata todavía de un porcentaje algo inferior al que veremos
ya en época ibérica y se caracteriza por el protagonismo de las
puntas de lanza de grandes dimensiones en tumbas de individuos varones adultos. Esta presencia de armamento contrasta
con lo que vemos en otras necrópolis de cronología inmediatamente anterior y situadas más al interior como Les Moreres, a
pesar de que se documenta su producción en el cercano poblado de Peña Negra (González Prats, 1992), o los enterramientos
de Mas de Regall cercanos a El Puig. En este último se documentaron cuatro tumbas de cremación en urnas, algunas de
ellas importadas, datadas en torno a los ss. VII-VI a.C. y con
sencillos ajuares, compuestos por algunos adornos personales
metálicos y pétreos (López Seguí et al., 2013).
La presencia de elementos tan destacados como las armas
en la necrópolis de Les Casetes refuerza la hipótesis de que
nos encontramos ante un foco orientalizante donde el contacto con poblaciones foráneas es mucho más intenso y decrece
a medida que nos movemos hacia el interior. Se trata seguramente de sociedades fuertemente hibridadas donde el poder
comienza a materializarse a través de la deposición de armamento en contextos funerarios, como sucede en otras áreas
donde el contacto con sociedades fenicias es más intenso a
partir de finales del s. VII a.C., como en el caso del suroeste
peninsular o Cerdeña (Quesada, Casado y Ferrer, 2014). No
obstante, la presencia de armamento es relativamente escasa
por lo que la identidad y prestigio de los individuos parece
estar definiéndose por otros parámetros, como el ya de por
sí restringido acceso al espacio funerario, las cerámicas importadas, los adornos personales o las estructuras funerarias
destacadas (Vives-Ferrándiz, 2005).
Conforme avanzamos hacia finales del s. VI y sobre todo
durante el s. V a.C. vemos que la presencia de armamento formando parte de ajuares es mucho más frecuente, aunque sin
alcanzar las cotas que veremos en el s. IV a.C. El elemento principal para la construcción de la identidad guerrera sigue siendo
las puntas de lanza, presentes en Cabezo Lucero, Poble Nou,
El Molar y posiblemente Altea la Vella, donde además se documentó una estela con una representación esquemática de un
personaje portando un cuchillo afalcatado y una espada de antenas (Martínez y Sala, 2016). También destaca la presencia de
armamento metálico de carácter defensivo.
Todo este registro se enmarca en un contexto de creación
de mensajes simbólicos, como se documenta en los conjuntos escultóricos que empiezan a aparecer en este momento y
que suponen otro soporte para la plasmación de la ideología
guerrera de las elites. En este tipo de esculturas se representa
normalmente a los antepasados heroizados armados de los linajes dominantes realizando toda una serie de hazañas como
el enfrentamiento a seres monstruosos (Chapa, 2003; Ruiz Rodríguez y Sánchez Vizcaíno, 2003). Fuera de nuestra área de
estudio encontramos casos como el del monumento turriforme
[page-n-204]
de Pozo Moro, con un discurso de carácter más mítico y un
protagonista con atributos semidivinos, o casos como el de
Cerrillo Blanco de Porcuna o La Alcudia, con un discurso más
épico y donde estos héroes se presentan con panoplias más estandarizadas y propias de los miembros de la elite (Aranegui,
2006: 117-118; García Cardiel, 2016: 215).
7.1.3. vALorAcIón generAL
En definitiva, nos encontramos durante esta fase con unas elites que controlan, pero no plenamente, las fuentes de poder
tales como el excedente, el metal o los contactos con agentes
foráneos, generando liderazgos inestables, no sistémicos y
poco institucionalizados que deben ser continuamente negociados. Esta situación da lugar a un predominio de las estrategias corporativas como las prácticas de comensalidad ritual
que en estos momentos se basan en la participación de un
sector relativamente extenso de la sociedad, como podemos
inferir de su amplia distribución en el paisaje (figs. 7.2 y 7.4).
Esta realidad se condice bien con lo que conocemos a partir
de otros testimonios arqueológicos, donde no destaca ningún
asentamiento, ni casas, ni elementos materiales.
Sin embargo, no están exentas de un cierto matiz excluyente, ya que no toda la sociedad tiene acceso a los circuitos de
distribución, que sería un privilegio de los grupos dominantes.
A pesar de este predominio, comienzan a darse una serie de
estrategias de carácter excluyente, que veremos acentuadas
en el siguiente periodo, como es la creación de una identidad
guerrera de los grupos destacados (fig. 7.3). Esta identidad se
basa en la violencia y el carácter guerrero con la deposición de
armamento en ciertas tumbas, siendo ya de por sí sumamente
restringido el acceso al espacio funerario a un reducido segmento de la población, y la creación de conjuntos escultóricos
donde predomina esta ideología a partir del s. V a.C. en territorios cercanos a nuestra área de estudio.
Para explicar estos procesos es necesario atender a la conjunción de factores endógenos como es la continuidad de las
poblaciones locales inmersas desde momentos precedentes en
dinámicas de cambio social, como exógenos, ya que la apertura a
las redes de intercambio mediterráneo va a suponer importantes
transformaciones en las relaciones socio-políticas de las comunidades locales. Este contacto supondrá una acentuación de las
desigualdades sociales con el acceso por parte de determinados
grupos a mayores cotas de poder, controlando los excedentes
agropecuarios y los intercambios (Grau, 2007). Este nuevo contexto supone un campo propicio para la competición social que
favorecerá el surgimiento de nuevas estrategias ideológicas que
legitimen y consoliden las nuevas relaciones jerárquicas.
7.2. LA CONSOLIDACIÓN DEL PODER LOCAL
(425-300 A.C.)
Durante esta fase observamos como a nivel territorial se va a
producir una consolidación de las dinámicas que habíamos visto empezar a desarrollarse en el periodo anterior. El patrón de
asentamiento en toda esta zona, y en especial en el caso de los
Valles de Alcoi que representa el modelo mejor conocido, se va a
caracterizar por una clara jerarquización, así como por una cierta
atomización, con la existencia de diversos núcleos de poder a nivel comarcal (Grau, 2002). Como si de un mosaico se tratase, el
Fig. 7.2. Evidencias rituales en los Valles de Alcoi entre los ss. VII y V a.C.
191
[page-n-205]
Fig. 7.3. Evidencias rituales en la Marina Baixa entre los ss. VII y V a.C.
Fig. 7.4. Evidencias rituales en la Marina Alta entre los ss. VII y V a.C.
192
[page-n-206]
paisaje se encuentra fragmentado en diversos territorios políticos
independientes que coinciden con unidades geográficas bien diferenciadas como son los pequeños valles intramontanos que caracterizan la orografía del área central de la Contestania o la llanura
costera en el caso de la Marina Baixa. Dichos territorios estarían
presididos por asentamientos del tipo oppidum, caracterizados
por su ubicación en altura para una mejor defensa y visibilidad,
así como fortificaciones, con un tamaño normalmente entre 1,5 y
3 ha. y que actúan como residencia de la mayor parte de las elites
que habitan el territorio, convirtiéndose en el centro político y
económico del mismo. Dispersos por el territorio y subordinados
a los anteriores, encontramos diversos asentamientos de menor
tamaño como son las aldeas y los caseríos, ubicados normalmente
en el llano o en laderas poco pronunciadas para un mejor acceso
a las tierras de cultivo (Grau, 2002).
El registro arqueológico refleja una sociedad con un modelo
de organización basado en el modelo gentilicio clientelar con un
poder dividido ya sea en facciones, linajes o Casas dependiendo de las distintas propuestas, altamente competitivos y cambiantes, pero al mismo tiempo frágiles, lo que da lugar a una
cierta inestabilidad social e incluso violencia entre los mismos
(Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015). Este tipo de sociedades
podría catalogarse también como de tipo heterárquico, con un
poder diluido entre diversos grupos locales dominantes, sin que
se imponga un liderazgo fuerte a escala comarcal y donde la
toma de decisiones se realiza de forma simultánea por parte de
diferentes personas o grupos con relaciones variables entre sí,
que pueden ser tanto cooperativas como competitivas (Crumley,
1995; Rodríguez, Pavón y Duque, 2010; Bonet, Grau y VivesFerrándiz, 2015). Es importante destacar que la existencia de
relaciones heterárquicas no excluye la presencia de relaciones
de tipo jerárquico. Este modelo dinámico de sociedad donde el
poder debe ser continuamente negociado constituye un campo
muy propicio para el despliegue de estrategias ideológicas, que
van a ser especialmente variadas en este periodo de consolidación de los poderes locales.
7.2.1. rItos De InIcIAcIón, cuevAs-sAntuArIo y DeLImItAcIón
terrItorIAL
Una de las prácticas rituales más interesantes que defendemos
se desarrolló en este momento son los ritos de iniciación, tan
presentes en la mayoría de los grupos humanos y que constituyen un subconjunto dentro de lo que se conoce comúnmente
como ritos de paso. Este tipo de ritos se definen como aquellas
prácticas rituales que acompañan todo cambio de lugar, estado, posición social y edad, entendiendo por estado cualquier
tipo de condición estable o culturalmente reconocida (Gennep,
2013: 22; Turner, 1988: 101) y suponen una ritualización de
las etapas del ciclo vital y del aprendizaje de la vida social.
En nuestro trabajo, relacionamos este tipo de prácticas rituales iniciáticas con varias cuevas-santuario de nuestra área de
estudio, vinculación que ya ha sido propuesta anteriormente para el mundo ibérico (González-Alcalde y Chapa, 1993;
González-Alcalde, 1993; 2002) y que también se ha propuesto
para otras áreas del Mediterráneo como Creta (Faure, 1964) o
la península itálica (Moneo, 2003: 303-304).
Estos ritos de paso se caracterizan normalmente por un
esquema muy bien definido por A. van Gennep (1909) y que
comenzaría con una preparación previa al ritual propiamente
dicho que incluiría la adquisición de un aspecto adecuado
como el peinado y el vestido, la adquisición de los objetos
litúrgicos y una cierta preparación psicológica. Tras ello pasaríamos a los ritos de separación que suponen la desvinculación simbólica del estado anterior, a través del traslado
ritual a la cueva-santuario desde el lugar de hábitat, que suele
encontrarse en los límites del territorio, un espacio con fuertes connotaciones simbólicas o la ofrenda del cabello y/o del
vestido que supone un cambio de atributos. A continuación,
entramos en lo que se conoce como ritos de margen, donde
el iniciando se encuentra en una situación especial entre dos
mundos y que coincidirían con las prácticas rituales en el
interior de la cavidad. Finalmente, se producen los ritos de
agregación, que suponen la resurrección simbólica del individuo y su reintegración en la sociedad con un nuevo estatus
y que incluirían la salida de la cueva, posibles banquetes y
el regreso al lugar de hábitat. Como podemos ver se trata de
rituales estrictamente pautados que se materializan a través
de las prácticas que dejan su huella en el interior de las cavidades y a las que podemos aproximarnos también a través del
análisis territorial de las mismas.
Existe un número relativamente extenso de cuevas con materiales ibéricos en nuestra área de estudio, pero únicamente
hemos tenido en cuenta seis (Cova de la Moneda, Cova dels
Pilars, Cova de l’Agüela, Cova de la Pinta, Cova Fosca y Cova
de la Pastora), basándonos en el criterio de la intensidad de uso
o densidad ritual (Bell, 1997: 173-209) que nos permite realizar un análisis cuantitativo, cuáles son las cuevas más frecuentadas, y diacrónico, en qué periodo, lo que permite establecer
una gradación en el espacio y en el tiempo. El indicador utilizado para establecer esta densidad ritual han sido las ofrendas, que se caracterizan por la repetición de un mismo tipo de
elemento, normalmente vasos caliciformes y ollas, elemento
este último que parece configurar un patrón ritual recurrente
en nuestra área de estudio. Pero no son estos los únicos elementos ofrendados, sino que encontramos también, aunque en
menor medida, otro tipo de cerámicas ibéricas, cerámicas de
importación ática o la presencia de pequeños aretes de metal
que en nuestra opinión pueden ser la evidencia material de la
ofrenda del cabello (Grau y Amorós, 2013), un claro rito de
separación que simboliza el abandono de una etapa anterior
del ciclo vital como es la niñez. Todas estas prácticas se desarrollan normalmente en las partes más profundas de las cuevas, que en muchas ocasiones presentan una estructura interna
que favorece el desarrollo de los ritos, además de que se trata
de espacios multisensoriales con una fuerte carga simbólica
(Machause, 2017; Skeates, 2010).
Podemos analizar también la iniciación como estrategia
ideológica excluyente en la medida en que parece ser una práctica ritual restringida a un segmento de la población o al menos
en la forma en que se materializa en las cuevas-santuario. Defendemos esta propuesta basándonos en el ritmo de deposición
de ofrendas que observamos en este tipo de lugares sacros,
aunque seamos conscientes de las limitaciones que conlleva
un análisis de este tipo, siendo un ejercicio aproximativo y
tomando como base la asociación de un objeto individual con
un acto ritual. Si tomamos como ejemplo la Cueva II del Puntal del Horno Ciego, a pesar de estar fuera de nuestra área
de estudio, excavada con metodología arqueológica y como
193
[page-n-207]
elemento de referencia los vasos caliciformes, nos encontramos con un ritmo de deposición de 17 vasos por generación.
Una cifra similar observamos en la Cova de l’Agüela tomando
como referencia los vasos caliciformes, con 14 individuos por
generación, mientras que en la Cova dels Pilars la cifra es algo
mayor, de 25 ollas por generación.
Independientemente de los números concretos y a pesar
de que puede haberse perdido un cierto porcentaje del registro original, no estamos ante una afluencia masiva de toda la
población del territorio político para iniciarse en la cueva-santuario. La iniciación sería, por tanto, un requisito para formar
parte de la elite, dotándose estos individuos a partir de estas
prácticas de una naturaleza diferenciada con respecto al resto
de la sociedad, legitimando así su acceso diferenciado al poder. Este tipo de rituales llevados a cabo en un mismo espacio
y de un mismo modo favorecería el desarrollo de una identidad compartida entre los individuos del grupo dominante. En
el caso masculino es muy probable que esta iniciación tenga
como objetivo la adquisición del estatus de guerrero mientras
que en el caso femenino estaría relacionado con el matrimonio
y la maternidad (Prados, 1997; Rueda, 2013).
Otra cuestión que nos parece muy sugerente es la relación existente entre el ritmo de iniciaciones y el ritmo de
enterramientos en las necrópolis ibéricas, que también van a
tener una enorme importancia como estrategia ideológica en
esta fase y sobre las que volveremos un poco más adelante.
Como hemos tratado de demostrar en el capítulo correspondiente, parece evidente que no toda la sociedad se encuentra
representada en las necrópolis, siendo restringido el acceso al
espacio funerario como por otra parte se había propuesto anteriormente (Chapa, 1991; Quesada, 1997: 632). Si calculamos
el ritmo de deposición de tres necrópolis bien estudiadas de
la Contestania, una de ellas incluso en nuestra propia área de
estudio, vemos unos ritmos de 13 tumbas por generación en
La Serreta, 12 en el Puntal de Salinas y 14 en Cabezo Lucero,
índices comparables a la intensidad ritual que veíamos para las
cuevas-santuario. Estos indicios nos sugieren la posibilidad de
que el restringido grupo que tiene acceso al espacio funerario
podría corresponderse con el mismo grupo que años antes había completado la iniciación, lo que ahonda de nuevo en esa
naturaleza diferenciada de las elites que justifica su acceso a
determinadas fuentes de poder. Asimismo, podemos considerar la muerte y las prácticas funerarias como un rito de paso
más, con una estructura muy similar a la que veíamos para la
iniciación. Por tanto, es necesario entender todos estos ritos de
paso de forma integral y en estrecha relación entre ellos, como
una ritualización del ciclo vital no solo biológico sino también
social, a cuyo desarrollo completo solo tendrían acceso los
grupos dominantes de la sociedad.
Otro elemento muy interesante en el análisis de estas prácticas iniciáticas estaría relacionado con la presencia de restos humanos en la mayoría de las cuevas de esta región, fruto de su
utilización como espacios funerarios durante la Prehistoria y que
tendrían importantes connotaciones simbólicas para los iberos
que acudieron posteriormente a realizar sus ritos. No queremos
decir que exista una memoria directa, sino que estos restos pudieron reinterpretarse como reliquias de un tiempo mítico, vinculándose de este modo a los ancestros, que actuarían de nuevo como
un elemento legitimador al vincularse a ellos ciertos linajes, del
194
mismo modo que se reclamaría el dominio sobre un determinado
territorio político basándose en estos mismos antepasados heroizados (Grau y Amorós, 2013; Antonaccio, 1994; 1995).
Precisamente, si analizamos el papel de las cuevas-santuario desde un punto de vista territorial llegamos a conclusiones
sumamente interesantes. Todas estas cuevas se encuentran en
los límites físicos de las unidades geográficas que definen el
paisaje de esta zona, en lo que podríamos denominar como la
schatià o espacio donde la naturaleza está escasamente alterada y en la periferia de los núcleos de población con claras
connotaciones liminares. Si tenemos en cuenta el principal
momento de uso de estas cuevas, los ss. V y IV a.C., vemos
que se ubican en los límites de los espacios políticos de uno o
varios poblados, en el momento en que dichos territorios están
configurándose y consolidándose (Grau y Amorós, 2013). De
este modo, se sancionan simbólicamente a partir de la ubicación de un espacio sacro en los límites que certifica la adscripción territorial, modelo por otra parte común en otras áreas del
Mediterráneo (De Polignac, 1984; Edlund, 1987).
7.2.2. LA comensALIDAD rItuAL y LAs estrAtegIAs
De fomento De consumIDores
Ya hemos visto como a mediados del periodo anterior se habían
producido toda una serie de cambios que se van a consolidar en este
periodo. El más importante de ellos era el cese de la importación de
vino fenicio, seguramente sustituido por la producción local, como
atestigua el temprano caso del Alt de Benimaquia, así como la aparición de restos arqueobotánicos de vid en diversos asentamientos
durante los ss. V y IV a.C. (Pérez Jordà, 2013), que generaría seguramente un comercio interior entre las distintas áreas ibéricas.
También se observa un cambio importante en el origen de estas
importaciones con una llegada abundante de productos áticos de
barniz negro especialmente entre finales del s. V y durante todo el s.
IV a.C. y con un predominio de objetos relacionados con la mezcla
y consumo de líquidos, seguramente vino.
La llegada de ánforas en este periodo resulta muy escasa y
proceden mayoritariamente de enclaves púnicos, tanto del Círculo del Estrecho como de Ibiza, relacionadas, además de con
el vino, con el transporte de salazones que pudieron tener cierta
importancia en los banquetes rituales como un producto foráneo y de difícil adquisición. Entre los elementos de preparación
encontramos las cráteras utilizadas para la mezcla del vino con
otras sustancias tales como agua, miel, hierbas, queso rallado…
(Vives-Ferrándiz, 2006-2007: 322) y que tendría un papel protagonista en la distribución del mismo entre los participantes.
Otro elemento relacionado con la preparación y que podríamos
considerar como diacrítico y excepcional es el colador etrusco
de bronce hallado formando parte de un ajuar en la necrópolis
de Poble Nou (Espinosa, 2011: 305). En cuanto a la vajilla de
mesa, el grupo mayoritario lo componen los recipientes para
el consumo de líquidos, principalmente boles, que dependiendo
del tamaño también podrían utilizarse para el consumo de sólidos o incluso salsas, pero también varios tipos de copas.
Los lugares de consumo siguen estando bastante relacionados con el ámbito doméstico, asociándose normalmente a
casas con estancias de dimensiones reducidas, lo que puede
deberse a que estas reuniones se celebraran en espacios al aire
libre, tanto en el interior como en el exterior del poblado, como
por ejemplo en espacios simbólicamente connotados como las
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puertas. En el caso de la Bastida de les Alcusses, encontramos un edificio destacado, el Conjunto 5, interpretado como
un espacio de reunión colectiva donde pudieron llevarse a cabo
estas prácticas (Vives-Ferrándiz, 2013: 106). También resulta
interesante el ritual de la Puerta Oeste, donde se documentaron restos de fauna con marcas de consumo, frutos, semillas,
abundante cerámica ibérica correspondiente a los tipos de almacenamiento, vajilla de mesa y de cocina, cerámica ática y
un cuchillo afalcatado seguramente relacionados con la celebración de un ágape que acompañaría al complejo ritual de
remodelación de la puerta (Vives-Ferrándiz et al., 2015). Por
otra parte, encontramos evidencias de este tipo de prácticas en
espacios sacros característicos de este periodo, como son los
santuarios en cueva donde se documentan restos de vajilla ibérica de mesa, ollas y cerámica de barniz negro que pueden interpretarse tanto como exvotos en sí mismos, contenedores de
ofrendas o restos de banquetes rituales. En otro de los espacios
rituales de referencia característicos de este periodo, como son
las necrópolis, encontramos cerámicas de importación formando parte de ajuares destacados y cuya función en este caso es la
de actuar como bienes de prestigio o definir el rol protagonista
de determinados individuos en la esfera de la comensalidad
ritual, mientras que no se documentan agrupaciones del tipo
silicernia, depósitos donde se amortizan los objetos utilizados
en el transcurso de un banquete funerario, como puede ser el
caso de otras necrópolis como Los Villares (Blánquez, 1990;
1992) o El Molar (Monraval y López, 1984).
Si atendemos a la dispersión de estos productos en el
paisaje, observamos una llegada relativamente abundante de
estas vajillas importadas, especialmente durante el s. IV a.C.
En los Valles de Alcoi se documentan en más de la mitad de
los asentamientos datados en este periodo, porcentaje que aumenta si tenemos solo en cuenta los oppida, centros rectores
del territorio donde habitaría buena parte de la elite, estando
presentes en 9 de los 10 asentamientos de este tipo, donde además se concentran las piezas con un fuerte componente diacrítico como serían las cráteras. Pero este tipo de bienes no se
restringen únicamente a estos lugares centrales, sino que los
encontramos también en los asentamientos secundarios como
son las aldeas y en espacios sacros como necrópolis y cuevassantuario, mientras que se encuentran ausentes en los núcleos
rurales más pequeños que se adscriben a la categoría de caseríos. En la Marina Baixa, a diferencia de la fase anterior, donde
estas evidencias se concentraban en el importante núcleo de la
Vila Joiosa y más concretamente en sus necrópolis, para este
momento encontramos cerámicas de importación en un 75 %
de los núcleos datados en el s. IV a.C. tanto en asentamientos
del tipo oppidum como en pequeños poblados de altura, cerros
costeros, asentamientos rurales, necrópolis y santuarios. Finalmente, el caso de la Marina Alta contrasta con la situación de
los otros dos territorios, ya que solo aparecen en un 40 % de
los asentamientos, documentándose en cuatro oppida, dos poblados costeros, una torre vigía y una cueva-santuario.
Desde el punto de vista de las estrategias ideológicas, creemos que siguen siendo los linajes dominantes los que tienen
el acceso a los circuitos comerciales y a las vajillas de importación, aunque estos productos fueran luego ampliamente redistribuidos entre sus redes clientelares como se desprende del
estudio de la distribución de estas vajillas tanto en el paisaje
como en el interior de los asentamientos. Por tanto, nos encontramos ante estrategias inclusivas de fomento de consumidores
(Grau, 2007: 134; 2010b: 267) donde no se da demasiada importancia a la calidad de las vajillas ya que en la mayoría de los
casos son bastante mediocres y encontramos un predominio de
los vasos de barniz negro frente a los que presentan decoración
figurada. Sin embargo, sí nos encontramos con un elemento
que podemos considerar como diacrítico como son las cráteras que parecen tener una distribución más restringida. En el
symposion griego, que nos puede servir de comparativa acerca
del uso de estos vasos, la crátera posee una gran importancia
ritual ya que es el recipiente en el que se mezcla el vino para
posteriormente ser distribuido al resto de asistentes a través de
la vajilla para beber compuesta por copas y boles. Por tanto, la
posesión de la crátera otorga a su propietario una serie de atributos o condiciones sociales especiales ya que conoce la norma
social de la mezcla del vino y controla una parte importante del
excedente que le permite financiar banquetes de este tipo, demostrando su capacidad de liderazgo, remarcando la jerarquía
social y obteniendo el apoyo de la comunidad (Luke, 1994). Al
mismo tiempo, la crátera constituye un símbolo de poder no
sólo durante el desarrollo de este tipo de banquetes, sino que
también se trata de un elemento de prestigio importante, de ahí
su frecuente aparición en las necrópolis ibéricas.
Este tipo de banquetes podríamos enmarcarlos en lo que
Dietler describía como patron-role feasts o banquetes patronales en los que se manipula la hospitalidad comensal con el
objetivo de naturalizar y legitimar simbólicamente la existencia
de relaciones sociales y de poder de carácter desigual (Dietler,
1999: 144). Este tipo de prácticas donde se escenifican las relaciones entre patrón y clientes, aparentemente permiten la autorepresentación de los miembros de la comunidad en un marco
de competición abierta donde poder aumentar su estatus social,
aunque realmente se están enmascarando unas relaciones de
desigualdad ya que es el patrono quien está controlando los mecanismos de redistribución de estos bienes de prestigio (Grau,
2007: 134-135). De este modo se estaría transformando un capital económico, básicamente excedentes agrícolas y ganaderos en un capital simbólico que se traduce en prestigio y poder
político en la organización social. De esta forma se genera un
sentimiento de deuda social ya que los clientes son incapaces
de responder recíprocamente a este don otorgado por el patrón,
perpetuando de este modo las desigualdades. Junto a este tipo
de banquetes, perdurarían los entrepeneurial feasts o banquetes
emprendedores (Dietler, 1999: 142-143) que veíamos en el período anterior organizados para adquirir poder social y ventajas
económicas en el marco de una sociedad donde no existe un
poder político excesivamente concentrado. Dentro de este tipo
de banquetes debemos incluir las denominadas work feasts o
fiestas de trabajo cuyo objetivo es la movilización de mano de
obra a una escala comunitaria más allá de la doméstica y que
podrían explicar la presencia de vajilla importada en ámbitos
rurales como l’Alt del Punxó (Espí et al., 2009).
En una sociedad donde el poder tiene un claro componente heterárquico, las estrategias ideológicas relacionadas con
la comensalidad tendrían un importante carácter agonístico o
competitivo y las prácticas de consumo ritual serían manipuladas con el objetivo de captar un mayor número de clientes
e incorporarlos al linaje. De este modo nos encontramos ante
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una estrategia ideológica con dos caras, ya que por una parte
es una estrategia de carácter inclusivo, donde se busca que un
número relativamente amplio de la sociedad participe en estas
celebraciones, incluyendo no solo a la elite sino también a sus
clientelas. Por otra parte, existe un cierto carácter exclusivo tras
esta apariencia de igualdad, ya que solo un reducido grupo tiene
acceso a las redes de intercambio, además de que se introducen
ciertos elementos diacríticos como la posesión de cráteras que
nos habla de roles distintos en el desarrollo de los banquetes.
7.2.3. vIoLencIA e IDentIDAD guerrerA
Durante esta fase vamos a asistir a un apogeo de las estrategias
relacionadas con la violencia simbólica y la creación de una
identidad guerrera, ya que en este momento nos encontramos
con un mayor protagonismo de elementos relacionados con la
violencia. La creación de una identidad guerrera por parte de
las elites se va a materializar en diversos ámbitos, como por
ejemplo en la construcción de imponentes fortificaciones, no
solo motivadas por una preocupación defensiva, sino también
con un importante componente simbólico, ya que tendrían un
fuerte impacto visual sobre el poblamiento subordinado del
territorio político, lanzando un doble mensaje, el de garantizar
su seguridad al mismo tiempo que se sentirían constantemente vigilados. También encontramos armas en diversos oppida sin que podamos reconocer, al menos en nuestra opinión,
una distribución generalizada entre toda la población, siendo
francamente escasa la presencia de armamento propiamente de
guerra como las falcatas o los escudos.
Este acceso restringido al armamento parece corroborarse si
nos aproximamos a las necrópolis del periodo, que por otra parte
es donde se acumula la mayor parte de las armas documentadas
y que ya de por sí es el espacio ritual excluyente por excelencia del mundo ibérico. El primer argumento que aboga por esta
exclusividad de las necrópolis es que parece evidente que no
están representados todos los grupos sociales que compondrían
la sociedad ibérica, sino un grupo muy reducido, como hemos
tratado de ilustrar con diversos cálculos en el capítulo correspondiente, comparando algunos casos de necrópolis de la zona
con los poblados a los que pertenecen. Asimismo, las tumbas
con armas en el área del sureste suponen una media de en torno
al 45 % del total y suelen coincidir con los ajuares masculinos
más ricos, pudiéndose establecer una cierta gradación con una
serie de rangos, donde las armas juegan un papel diacrítico, seguramente asociándose a identidades distintas dependiendo del
tipo de arma. En este momento la identidad guerrera se asocia
especialmente a la falcata, sobrerrepresentada en las necrópolis
del s. IV a.C., y no tanto a la lanza como en la fase anterior.
También los elementos relacionados con la monta ecuestre, que
resultan bastante exclusivos entre los ajuares, debieron jugar
un papel importante en la definición de la identidad de algunos
miembros de la elite como caballeros. Es importante no olvidar
que las identidades a las que podría adscribirse un individuo
son múltiples y la persona social se define también por otros
elementos del ajuar y no solo el armamento.
El armamento se concentra casi de forma exclusiva en
las necrópolis, estando completamente ausentes en otros espacios sacros característicos de este periodo como son las
cuevas-santuario, lo que corroboraría la función en ritos de
iniciación de jóvenes que no tenían categoría de guerreros
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adultos. Es posible que estas armas se vinculen tan íntimamente a su propietario, hasta el punto de constituir una parte
inseparable de su identidad y “morir” simbólicamente junto
con él a través de diversas inutilizaciones, que no se donan
ni se ofrendan, ni siquiera a los dioses. La excepción a esta
tendencia la encontramos en el depósito ritual de la Bastida
de les Alcusses, donde se depositan cinco panoplias, entre
otros muchos materiales, en un espacio connotado simbólicamente como es la puerta principal del poblado, seguramente con motivo de su reforma (Vives-Ferrándiz et al., 2015).
No obstante, el lenguaje simbólico en el que se expresa este
ritual se basa en códigos propios de los rituales funerarios,
como se refleja en la deposición e inutilización de las armas.
A pesar de la enorme complejidad y de los numerosos significados que pudo tener para los participantes, parece que
nos encontramos ante una estrategia con una doble vertiente,
por una parte presenta un carácter excluyente, ya que estaría restringida a un número reducido de participantes, como
indican los restos que podemos relacionar con prácticas de
comensalidad. Por otra, refleja un comportamiento corporativo o colaborativo entre los distintos grupos de poder (linajes,
facciones, Casas…) que conformarían la elite del poblado,
pudiendo estar representados en las cinco panoplias (VivesFerrándiz et al., 2015: 301).
En definitiva, vemos como la violencia, en especial la de
tipo simbólico que resulta mucho más efectiva en el medio
y largo plazo, se convierte en una importante herramienta en
manos de las elites a la hora de imponer sus propios intereses
y objetivos y se extiende de forma espontánea, inconsciente y
descentralizada entre la sociedad, hasta el punto de formar parte
del habitus, de modo que este tipo de prácticas pueden llegar a
parecer naturales o resultado de un interés común evidente. El
éxito de este tipo de estrategias radica en el monopolio de esta
violencia por parte de un segmento reducido de la sociedad, que
se apropia de las funciones de defensa y protección de la comunidad, siendo la identidad guerrera una de las diferentes identidades superpuestas a las que podría afiliarse un individuo o grupo. Se genera así una relación de dependencia que se manipula
hasta el punto de que las elites se presentan como servidores que
se sacrifican para proteger a la comunidad, ofreciendo más de lo
que reciben, quedando el resto de la sociedad en una situación
de deuda perpetua (Grau, 2007: 135-136).
7.2.4. vALorAcIón generAL
En conclusión, el análisis de todas estas variables refleja un panorama para el periodo entre finales del s. V y todo el s. IV a.C.
donde observamos un claro predominio de las estrategias excluyentes si lo comparamos con la fase previa o con las posteriores,
como veremos, siendo los exponentes más claros el acceso enormemente restringido a las prácticas iniciáticas y funerarias. Como
contrapunto, algo menos restringida parece la participación en
prácticas de consumo ritual donde prevalece un cierto interés en
el fomento de consumidores y en el acceso de segmentos relativamente amplios de la sociedad, aunque es innegable que solo determinados individuos tendrían acceso a las redes de intercambio
y a exclusivos elementos diacríticos como las cráteras (figs. 7.5,
7.6 y 7.7). Este tipo de comportamientos competitivos se condicen bien con una sociedad de tipo heterárquico formada por unidades sociales del tipo facción donde existiría una alta rivalidad
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Fig. 7.5. Evidencias rituales en los Valles de Alcoi entre finales del s. V y el s. IV a.C.
Fig. 7.6. Evidencias rituales en la Marina Baixa entre finales del s. V y el s. IV a.C.
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Fig. 7.7. Evidencias rituales en la Marina Alta entre finales del s. V y el s. IV a.C.
entre los distintos linajes o Casas con diversas cotas de poder,
cuya exacerbación podría conllevar las destrucciones violentas de
numerosos poblados durante este periodo (Bonet, Grau y VivesFerrándiz, 2015). No obstante, el predominio de las estrategias
de red o excluyentes no implican la inexistencia de otro tipo de
comportamientos más colaborativos entre las distintas facciones
que comparten el poder, como refleja el ritual de la puerta oeste de
la Bastida de les Alcusses (Bonet, Grau y Vives-Ferrándiz, 2015)
y que preludian lo que va a predominar claramente en la siguiente
fase, la de los territorios étnicos del s. III a.C.
Si bien es cierto que, ampliando nuestra escala de análisis,
observamos que se encuentran ausentes las grandes manifestaciones de ostentación propias de los grupos dirigentes de otras
áreas ibéricas como el sureste o la Alta Andalucía (Grau y Segura, 2013: 284-285) En primer lugar, no encontramos en las
necrópolis de nuestra área de estudio evidencias de lo que podamos catalogar como tumbas monumentales como sí se documentan en necrópolis como Baza, Tutugi, Toya, El Cigarralejo,
Coimbra del Barranco Ancho o Corral de Saus, por poner solo
algunos ejemplos. Tampoco encontramos ejemplos de complejos programas escultóricos como los documentados en el Cerrillo Blanco, El Pajarillo o La Alcudia, reduciéndose los restos
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escultóricos en la zona de los Valles de Alcoi al monumento turriforme de l’Horta Major, que podría ser algo posterior (Abad,
2000; Prados Martínez, 2002-2003); los restos escultóricos de
La Vall de Seta, territorio político del oppidum de El Pitxòcol,
de donde proceden dos leones, un toro y una dama sedente que
debieron formar parte de monumentos funerarios; la escultura
del león hallado en la Lloma de Galbis junto al nacimiento del
río Vinalopó, así como algunos restos de bóvidos en la Marina Baixa, concretamente en la necrópolis de Poble Nou y en el
Tossal de la Cala (Sala, 2007). Lo mismo sucede con las vajillas
áticas importadas d