El papel de la fotografía en el encuentro con el otro
José Mª Azkárraga
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EL PAPEL DE LA FOTOGRAFÍA
EN EL ENCUENTRO CON EL OTRO
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA
...there is nothing transparent or inherently truthful in the
world of images.
Gustavo E. Fischman
Cuando en 1839 el físico François Arago presentó la fotografía como el gran invento de
Daguerre ante la Academia de Ciencias en París, ya vislumbraba la amplia utilidad que
iba a tener en todos los campos del conocimiento. Incluso tuvo palabras para referirse a la
arqueología expresando que “.... para copiar los millones y millones de jeroglíficos que
cubren, en el exterior incluso, los grandes monumentos de Tebas, de Menfis, de Karnak,
etc. ... se necesitarían veintenas de años y legiones de dibujantes. Con el daguerrotipo, un
solo hombre podría llevar a buen fin ese trabajo inmenso....” (en Figuier, 1851, 57 ). Unos
meses antes, en la Gazette de France del 6 de enero, se habían pronosticado los beneficios
de aquel invento para los viajeros: “pronto podréis adquirir, quizás a un costo de algunos
cientos de francos, el aparato inventado por Daguerre, y podréis traer a Francia los más
famosos monumentos y paisajes del mundo entero” (en Newhall, 2002, 19). Y pocos años
después, a partir de 1845, esta cámara oscura capaz de capturar y fijar imágenes, fue incorporada al equipo de todo tipo de científicos, incluyendo aquellos que realizaban trabajo
de campo como arqueólogos y antropólogos, que la utilizaron para registrar datos visuales y ampliar así los conocimientos sobre el mundo. Las primeras cámaras que salieron al
mercado tenían un precio elevado, pero para quien podía permitirse el lujo de viajar a
mediados del siglo XIX no era el precio el mayor problema. Como expresó Maxime du
Camp, compañero de Flaubert en su viaje por Egipto durante el año 1849: “Aprender
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como tomar una fotografía no es demasiado trabajoso, pero transportar todo el equipo
necesario a lomos de una mula o de un camello, o a la espalda de un hombre es ciertamente duro” (en Frizot, 1998, 158).
De todas formas, a pesar de la aparatosidad en tamaño y en peso de cámaras, trípodes y todo tipo de accesorios, y a pesar del engorroso procedimiento químico que
suponía el revelado de aquellas primeras placas, no fueron pocos los exploradores y viajeros que sobrecargaron su equipaje con todos los útiles necesarios para fotografiar los
lugares y las gentes de países exóticos y lejanos. Desde instancias oficiales de diferentes
países se dieron instrucciones a “...cónsules, jefes de expediciones, gobernadores y
comandantes navales, diseminados por el mundo entero, para realizar -a expensas del
presupuesto nacional- fotografías (de frente, de espaldas y de perfil) de hombres y mujeres de todo tipo de razas...y ejecutarlas sobre una escala uniforme de acuerdo con las
reglas de medición...” (Maury et alii, 1857, 609).
En aquellos años, donde la fotografía y la antropología moderna iniciaban su
andadura, no era sólo el peso del equipo, superior a una tonelada en algunas expediciones, el único inconveniente. También las condiciones técnicas eran determinantes a la
hora de establecer las limitaciones de las fotografías. Las primeras emulsiones fotosensibles necesitaban de un largo periodo de exposición a la luz para que la imagen se impresionara, de modo que las escenas que se pretendían captar, si estas incluían personas,
debían disponerse de forma tal que los sujetos fotografiados pudieran mantener una postura estable e inmóvil durante varios segundos. De hecho, incluso en el trabajo de
campo, llegaban a colocarse soportes que facilitaban el estatismo y, como consecuencia,
mejoraba el resultado final de la toma al disminuir la borrosidad provocada por el movimiento frente a la cámara. Estas posturas “congeladas” convertían a las imágenes en una
especie de dioramas donde, a veces, la única espontaneidad quedaba relegada a las miradas entre orgullosas y temerosas de los nativos fotografiados. Nativos que, en un primer
momento fueron fotografiados con un mero interés antropométrico, forzados a situarse
en posturas poco naturales junto a metros y escalas que indicaban sus tamaños y proporciones. En 1896 aparece publicado en el Journal of the Anthropological Institute of
Great Britain and Ireland un artículo, escrito por M. V. Portman, titulado “Photography
for Anthropologist”, donde se dan indicaciones precisas (y muy reveladoras sobre el tipo
de relación “colonizante” establecida entre el foto-antropólogo occidental y el modelo
“salvaje”) del planteamiento de las fotografías. Podemos leer en este artículo párrafos
como el que sigue:
“Respecto a la fotografía de las razas salvajes, los siguientes consejos pueden ser de utilidad.
Es absolutamente necesario ser paciente con los modelos y no tener ninguna prisa. Si un
sujeto es un mal modelo y no se dispone de una cámara manual, lo mejor es prescindir de
él y buscar otro, pero no hay que perder nunca la calma y decirle a un salvaje que piensas
que es estúpido y que haciendo el tonto puede irritarte y retrasar tu trabajo, ni tampoco
que estás dispuesto a sobornarle para que se calle. Antes de hacer posar a un grupo de salvajes, hay que fijar la cámara (salvo si se trabaja con una cámara manual, obviamente) y
enfocar el punto en el que se van a colocar. Es fácil hacerlo marcando en el suelo el espacio en el que van a situarse los modelos y enfocando directamente a un trozo de madera o
a una piedra. El portaplacas debe estar montado y todo dispuesto para que, en cuanto los
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sujetos se coloquen satisfactoriamente se pueda retirar la tapa del objetivo y se produzca la
exposición. La etnología requiere precisión. No se busca una iluminación delicada ni una
fotografía pintoresca; lo importante es que la iluminación general sea correcta y que un
arma o una pierna inoportuna no oculten objetos importantes” (Portman, 1896, 79-80).
También en este texto, el autor se extiende
sobre las características del equipo fotográfico que
debe llevar un antropólogo, recomendando cámaras
como la Meagher (fabricada en Londres en 1889)
con unas medidas de 38,1 x 30,48 cm, lentes como
la Double Anastigmatic de Goerz, y listando toda
una serie de elementos necesarios como placas, barniz para negativos, papel para copias, paños para el
enfoque, tapas de los objetivos, nivel para la cámara, trípode con patas de una pieza, así como todos
los accesorios y productos químicos para el revelado
“in situ” de las fotografías. La fotografía, con estas
premisas, no dejaba de ser una forma más de colonialismo, utilizando a los sujetos fotografiados
como simples objetos de estudio y comparación, en
un intento de afianzar una supuesta superioridad de
la raza blanca para justificar las ocupaciones territoriales. E.F. im Thurn, explorador, fotógrafo y, posteriormente, gobernador inglés de las
islas Fiji, propuso, utilizando crudas palabras y aprovechando un contexto técnico más
favorable, un nuevo uso de la cámara más allá de la antropología física
“…. para registrar con precisión, no los meros cuerpos de los hombres primitivos (que,
para estos propósitos, se pueden fotografiar y medir con más precisión muertos que vivos,
siempre que se puedan conseguir convenientemente en ese estado), sino la propia vida de
esos pueblos. Ésta es de hecho una aplicación mucho más problemática, mucho menos
puesta en práctica por los antropólogos, y me temo que muchos de ellos se mostrarán de
entrada, inclinados a cuestionar su utilidad para la antropología, considerada como una
ciencia exacta, tal y como es deseo de todos” (Thurn, im,1893, 184).
Esta propuesta de fotografiar algo más que cuerpos inmóviles, se apoyaba en un
antecedente tecnológico: a finales de la década de 1880 los avances en la investigación química hicieron posible que la Eastman Dry Plate Company desarrollara y pusiera en el
mercado emulsiones más sensibles y películas flexibles, inicialmente ligadas a un soporte
de papel. Ambas características supusieron una enorme ventaja para todos aquellos fotógrafos obligados a transportar su equipo. La cámara se independizaba del trípode al disminuir el tiempo requerido para la exposición a la luz y, al mismo tiempo, dejaban de ser
imprescindibles las pesadas y frágiles placas de vidrio, tan incómodas de transportar. Un
nuevo término, el de instantánea, hace su entrada en el escenario de la fotografía. También
se conseguía acortar el tiempo transcurrido entre dos fotografías seguidas: la película evitaba la lenta recarga de la cámara tras cada disparo. El acceso a una mayor espontaneidad
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Fig. 1.- Única fotografía publicada
en el libro de Höhnel “Discovery
of Lakes Rudolf and Stephanie”,
en 1894. En la foto aparece Teleki
con salakof.
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se había convertido en una realidad. Es entonces, cuando los antropólogos empiezan a
considerar un nuevo enfoque de lo visual y a valorar la fotografía como una herramienta
imprescindible para su trabajo. Los antropólogos comienzan a usar la cámara como la utilizamos hoy día: como un instrumento familiar que facilita la exploración del mundo.
Sin embargo habrá que esperar a la década de los años 30 del pasado siglo para
que la fotografía empleada por los modernos antropólogos reciba un
mayor reconocimiento y adquiera un carácter científico y una mayor independencia de los textos y descripciones. A partir de entonces a las fotografías se les otorga voz propia y se considerarán material de estudio de primera mano. Entre los pioneros se encuentran el etnólogo francés Marcel
Griaule, director de la Misión Dakar-Djibuti (1931-1932), y los antropólogos Margaret Mead y Gregory Bateson que a finales de los años 30 integran fotos y cine en un proyecto de investigación en Bali y Nueva Guinea.
Griaule, discípulo de Marcel Mauss, llega a utilizar varias cámaras a la vez,
realiza series para mostrar los procesos de fabricación de objetos y, en las
acciones fotografiadas, llegará a actuar como un director de fotografía en
un montaje cinematográfico a gran escala (López, 2007, 117). Mead y
Bateson aplicarán un sistematismo esencialmente cuantitativo, llegando a
producir más de 25.000 fotos y 6.000 metros de película (Bonte e Izard,
2005, 164). En su trabajo de Bali les interesaba la comunicación gestual y,
evidentemente, la obtención de imágenes era esencial.
Fig. 2.- Portada del libro publicado en Bucarest con las fotos de la
expedición de Teleki y Höhnel en
el Valle del Omo. Año 1977.
Primeras fotografías en el valle del Omo, el norte de Australia, y las tierras
altas de Papúa
Los primeros encuentros fotográficos en las regiones que nos ocupan se
producirán entre 1887 y 1938, unos años ya alejados de los inicios tanto de la fotografía como de la antropología. En estas tres regiones los primeros occidentales que accedieron provistos de cámaras fotográficas coincidían en su interés prioritario por la naturaleza y por carecer de una formación específica en el campo de la antropología y, a
excepción de Baldwin Spencer, también en el de la fotografía. Para estos primeros exploradores la cámara era una simple herramienta auxiliar sin un propósito claramente definido. Ninguno de ellos aparece citado en las historias al uso de la fotografía y tampoco
en las historias de la antropología. A pesar de ello, y como afirma Demetrio Brisset,
“tanto las fotos obtenidas en investigaciones etnográficas como las procedentes de cualquier autoría para usos diversos, pueden aportar valiosas informaciones culturales, siempre que se las sepa interrogar adecuadamente” (Brisset, 2004, 1). Cabe recordar que
vivimos un momento de puesta en valor de un tipo de fotografía antigua que, realizada
sin grandes pretensiones, incluso en el ámbito doméstico o en el estudio fotográfico
rural, aporta un acceso a la comprensión del pasado a través de la simple visualización
de rostros, posturas, actitudes, ropas y otros objetos materiales.
El valle del Omo (1887-1888)
En el caso de los pueblos del valle del río Omo la historia fotográfica se inicia con la expedición del conde húngaro Samuel Teleki, en 1887. A Teleki, que en un principio tenía
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como objetivo organizar un recorrido cinegético, le convenció el oficial naval austriaco
Ludwig Ritter von Höhnel para reorientar la expedición hacia fines geográficos. Su viaje
se convirtió en la exploración austrohúngara de mayor éxito por tierras africanas, llegando a descubrir para el mundo occidental el lago Turkana (bautizado entonces como lago
Rodolfo en honor al príncipe heredero de Austria). En sus más de 3.000 km recorridos
por una región que hoy se reparten
entre Etiopía y Kenia, Teleki y
Höhnel recogieron muestras y datos
sobre la fauna, la flora y el clima, y
reunieron una colección de más de
400 objetos etnográficos (Borsos,
2005). Pero lo que resulta más interesante en el contexto de este artículo es que establecieron contacto por
primera vez con algunas tribus del
valle del río Omo y que fueron los
pioneros en el uso de la fotografía en
aquella zona. De las fotografías son
autores el mismo Teleki, Höhnel y
un acompañante africano (caso
inédito en el que un “no blanco”
hacía uso de la cámara). De estas
fotografías, que se repartieron entre los dos europeos al término de la expedición, sólo se
publicó una en la obra en dos volúmenes donde Höhnel, en 1894, da cuenta de los avatares y los logros de su viaje (fig. 1). Ahora bien, como era muy común en la época dada
la dificultad de conseguir unas impresiones de calidad del material fotográfico, se utilizaron como base de los grabados, mucho más fáciles de imprimir, que ilustran el libro. Las
dos partes en las que quedó dividida la colección de fotos sufrieron suertes distintas. Las
fotos que habían quedado en poder de Höhnel fueron destruidas durante la Segunda
Guerra Mundial, mientras que la colección que guardaba Teleki en el castillo de su familia fue recuperada en los últimos años de la década de 1940 y publicada en 1977 por
Lajos Erdélyi (fig. 2). Estas fotografías fueron hechas en un tiempo de avances técnicos
que facilitaban el uso de la cámara y, en cierta medida, pueden considerarse precursoras
de la moderna fotografía de viaje. No se limitan a los paisajes e incluyen escenas con grupos humanos donde ha desaparecido la excesiva teatralización en el posado.
Los dos autores que han publicado sobre esta colección, Borsos y Erdélyi, coinciden en adjudicar a estas fotografías un nivel de calidad alto, a pesar de que mantienen
alguna discrepancia. Para Erdélyi las fotos de la expedición de Teleki son las primeras de la
exploración del África ecuatorial, mientras que Borsos, sin desmerecer la calidad y el interés de esta colección, cita otras expediciones y concede al viaje del famoso Dr. Livingstone
entre 1858 y 1864, el mérito de ser la primera exploración africana que hace uso de la
fotografía. En el relato publicado del viaje del Dr. Livingstone (Livingstone y Livingstone,
1865) sucede lo mismo que con el libro de Höhnel: las imágenes que acompañan al texto
son grabados, aunque muchos de ellos han sido dibujados a partir de fotografías.
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Fig. 3.- Jóvenes aborígenes danzando después de la extracción de
un diente. Spencer y Gillen, 1901.
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Fig. 4.- Libro publicado en
Australia (2005) con una selección
de las fotos de Spencer y Gillen.
Fig. 5.- Escena con aborígenes
recreada en el estudio del fotógrafo.
Obsérvese el uso artificial de pieles
para cubrirse . J. W. Lindt. c.a. 1873.
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El norte de Australia (1901 y 1912)
Treinta años antes del uso sistemático de las imágenes por parte de los antropólogos, el
biólogo y explorador Baldwin Spencer, junto con su socio y amigo Frank Gillen, un
empleado de telégrafos, se adelantarán a su tiempo haciendo un uso moderno y exhaustivo de la herramienta fotográfica. En sus viajes de 1901 y 1912 por las tierras del norte
de Australia llegarán a utilizar más de 2.000 m de película para filmar y fotografiar
la vida diaria y ceremonial de los aborígenes. Spencer mantuvo un registro diario
de todas sus observaciones hasta el punto de pretender construir, en línea con su
formación original como científico, una historia natural de esa sociedad. Su fotografía inicia la línea del documentalismo que años más tarde emprenderán reporteros de todo el mundo. Manejan la cámara de una forma radicalmente novedosa,
fotografiando las mismas escenas desde ángulos diferentes y recogiendo series y
secuencias fotográficas de procesos (construcción de herramientas, elaboración de
cuerdas, encendido del fuego, etc.) y de ritos ceremoniales diversos (fig. 3). Además
hacen un buen uso de los diafragmas para ejercer un control sobre la profundidad
de campo, disminuyéndola en los retratos para desenfocar el fondo y así centrar la
atención en las personas fotografiadas, y aumentándola en los paisajes. También
consiguen una amplia gama tonal en sus negativos, lo que permite mostrar los rostros con todo detalle a pesar de las dificultades que entraña fotografiar a personas
de piel oscura a pleno sol. Estas colecciones de fotografías son poco conocidas fuera
de Australia. Allí se encuentran archivados los miles de negativos de los dos autores: en el South Australian Museum de Adelaida las de Gillen, y en el Victoria
Museum de Melbourne las realizadas conjuntamente por Spencer y Gillen. Con fotografías de esta última colección se ha publicado recientemente (Batty et alii, 2005) un libro
donde se puede comprobar la frescura de unas imágenes que no han envejecido a pesar
del tiempo transcurrido (fig.4).
Spencer y Gillen no son los primeros en fotografiar aborígenes australianos. Unos años antes, en el sur, el fotógrafo de origen alemán John W. Lindt
había realizado un trabajo, con unas características muy diferentes, cuya comparación resulta muy ilustrativa. Lindt, para facilitar la obtención de las fotografías y mejorar el control técnico de la toma, trasladó a los aborígenes a un estudio
donde recreó, incluso con plantas recogidas del entorno real, escenarios de la
vida cotidiana aborigen. Frente a un fondo artificial y sobre un suelo de madera sobre el que se esparcía hojarasca, se disponían, a modo de grupo escultórico,
uno o varios aborígenes junto a utensilios diversos y armas, llegando a recrear,
incluso, escenas de caza (fig. 5). Muchas de estas fotografías aparecieron en el
Picturesque Atlas of Australasia (1886-1888), una publicación por fascículos de
gran éxito y difusión en aquellos años. Las fotos de Lindt, calificadas por Tony
Hughes-d’Aeth (1999), de ingénuas y siniestras al mismo tiempo, sirven a una
visión “extincionista” de los aborígenes. Junto a ellas aparecen afirmaciones
como ésta: “Dondequiera que los negros australianos han entrado en contacto
con el hombre blanco, se están extinguiendo rápidamente”.... “su extinción final
de la escena parece ser sólo una cuestión de tiempo” (Garran, 1886, 714). Por el contrario, las fotografías de Spencer y Gillen, enclavadas en lo que González Alcantud
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(1999, 39) considera como “fotografía expedicionaria nativista”, centran su interés en el
comportamiento colectivo, están tomadas directamente en el entorno natural y rompen
con el hieratismo anterior. Lástima que sus fotos, al contrario de las de Lindt que llegaron a exhibirse en Nueva York, no tuvieran, en aquellos años, un eco y un reconocimiento fuera de Australia. Hubieran supuesto una renovación en las formas de mirar.
Las Tierras Altas de Papúa (1938 y 1961)
Corre el año 1938. La fotografía se ha convertido en una práctica social extendida y divulgada por numerosos medios impresos. Grandes fotógrafos han recorrido un mundo lleno de conflictos. Cartier-Bresson, André Kerstész y Robert Capa
ya han hecho algunas de sus mejores fotos. La cámara Leica, capaz de disparar a
1/1000 de segundo, se ha abierto paso en el terreno del fotoperiodismo y del documentalismo. Al mismo tiempo, la tensa situación que se vive a escala internacional ha hecho decaer el interés por lo exótico. Los millones de postales con imágenes de tipos humanos pertenecientes a otras culturas que se habían puesto de
moda en Europa a principios del siglo XX, pasaron a la historia. Y es en ese contexto cuando un hidroavión fletado y pilotado por el millonario y naturalista estadounidense Richard Archbold, aterriza en un lago de las tierras altas de Papúa y se
encuentra con un valle habitado por más de 60.000 personas cuya existencia era
desconocida. La expedición tenía un interés prioritario por la fauna y por la flora,
y en el avión, junto a Archbold, completaban el equipo científico un ornitólogo,
un botánico y un experto en mamíferos. La etnografía no estaba entre los propósitos de este viaje y eso se puede apreciar en el artículo publicado en el National
Geographic de marzo de 1941 (Archbold). En dicho artículo, publicado más de dos años
después del descubrimiento, aparecen tantas fotos de los pobladores del valle como de los
porteadores trasladados desde Borneo. De hecho, son los militares holandeses de la escolta, como administradores durante aquellos años de estas tierras, los que muestran un
mayor interés por sus pobladores. Las fotografías publicadas junto al artículo de National
Geographic carecen de autoría personal y todas se adjudican directamente a la expedición.
Este archivo fotográfico, compuesto mayoritariamente de fotografías de flora, fauna y paisaje, y de fotografías del grupo de exploradores con la presencia del hidroavión, se encuentra depositado en el American Museun of Natural History de Nueva York (fig.6-7).
Habrá que esperar al año 1961 para que una expedición organizada por el Museo
Peabody de la Universidad de Harvard, concretamente por el Film Study Center, una
nueva sección del museo que se acababa de crear, se plantee un exhaustivo registro fotográfico de las tribus que habitan estas tierras altas de Papúa. Hasta ese año el contacto
con el exterior de los habitantes del valle había sido escaso y esporádico. Durante la
segunda guerra mundial fue sobrevolada la zona por la aviación norteamericana con el
objeto de establecer una base de operaciones que al final fue desestimada. Incluso se
produjo un accidente de aviación y la zona fue recorrida por una misión de rescate, pero
este contacto no pasó de ser un hecho anecdótico. De modo que cuando los integrantes de la expedición Peabody-Harvard llegan en 1961 se encuentran con un territorio
casi virgen de la influencia exterior, aunque los primeros misioneros ya habían visitado
la zona, y califican a sus gentes -los dani- como “...tribus de granjeros y guerreros que
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Fig. 6.- Número de National
Geographic de marzo de 1941 donde
se divulgaron los hallazgos de la
expedición Archbold en Papua.
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viven en el neolítico al margen de cualquier forma de civilización moderna”. El valor del
material fotográfico que obtuvieron (y también del cinematográfico) es inmenso y es
el resultado de un minucioso e intenso trabajo antropológico. Efectivamente, el grupo
de fotóantropólogos de la expedición, formado por Jan Th. Broekhuijse, Eliot Elisifon,
Robert Gardner, Karl G. Heider, Peter Matthiessen, Samuel Putnam y Michael C.
Rockefeller, supo entablar unas relaciones con los dani basadas en la confianza mutua y de esta forma acceder a su vida
cotidiana perturbándola lo menos posible. El resultado fueron más de 18.000 fotografías en blanco y negro y 8.500 en
color tomadas entre febrero de 1961 y diciembre de 1963.
Con una selección de 337 imágenes de esta enorme colección se compuso uno de los mejores relatos de la antropología visual: Gardens of War. Life and Death in the New Guinea
Stone Age (Gardner y Heider: 1974) (fig.8). Margaret Mead
afirma en su prólogo:
Fig. 7.- Grupo de hombres dani,
fotografiados por la expedición
Archbold en 1938. Foto American
Museum of Natural History de
Nueva York.
“Obtener estas imágenes significó muchos meses de trabajo paciente, requerido para establecer una base, y aprender a hablar, a entender y a conocer a aquellas gentes. Pero las fotografías mismas son
lo que muchos de nosotros podíamos haber visto si hubiéramos
estado allí. No son fotos cándidas robadas de forma sutil a personas desprevenidas; no
son acontecimientos artificiosamente construidos sólo para la cámara y divorciados de
la vida real: la participación es auténtica. Son fotos tomadas por quienes estaban - y se
sabía que estaban allí - en medio de aquella próspera sociedad”.
En este libro, donde el relato es predominantemente visual, con escasas páginas
dedicadas al texto, se abordan, entre otras, cuestiones como el juego, la violencia, el mundo mágico y la obtención del alimento. Lo que hace especial a
este trabajo es el momento en el que se realiza, donde confluyen unas condiciones técnicas avanzadas, cierta independencia de intereses coloniales por
parte de los fotógrafos, una formación antropológica de los participantes y
unas tribus, compuestas por varias decenas de miles de individuos, que mantenían sus costumbres tradicionales alejadas de interferencias exteriores. Hoy
sería imposible repetir una experiencia similar.
La mirada de la cámara, hoy
Nada tan falso como describir la realidad
Walter Shunt
Fig. 8.- Gardens of War, publicado
en 1974, es un relato antropológico de las tierras altas de Papua
donde predominan las imágenes.
Mucho ha cambiado el mundo de la fotografía desde las fotos que se hicieron
en la expedición de Teleki hasta nuestros días. La revolución digital ha hecho
posible obtener tantas imágenes en unos minutos como todas las que consiguieron aquellos primeros expedicionarios del valle del Omo en todo un año.
Pero tal vez no sea la evolución tecnológica lo que más ha trastocado el hecho fotográfico frente al otro. Los cambios producidos en el comercio mundial asociados al fenó-
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meno de la globalización y la facilidad de viajar a cualquier lugar recóndito del planeta
han desbaratado muchas peculiaridades culturales y, quizás, el otro lejano ha pasado a ser
menos otro. Aún así, con la mayoría de los viajeros sucede un fenómeno curioso: el
número de fotografías obtenidas de los habitantes del lugar de destino es directamente
proporcional a la distancia cultural. Nadie regresa de Francia cargado con retratos de
franceses. Malinowsky (1922) escribió que los tiempos que describían
a los indígenas como una caricatura grotesca e infantil del ser humano
habían pasado. Pero fue una afirmación prematura. Se sigue buscando
lo raro, lo efectista, lo singular, incluso lo caricaturesco. Y eso tiene sus
consecuencias dado que el número de cámaras dispersas desde hace
décadas por la superficie del globo es inmenso. Al mismo tiempo, el
otro fotografiado ha aprendido a atraer la mirada de la cámara, ha
aprendido a conocer lo que buscan los fotógrafos, sean éstos turistas o
etnógrafos. Y ha aprendido, en definitiva, a sacar un provecho totalmente legítimo de ese interés desmedido por parte del intruso, generalmente occidental o japonés, por unas imágenes que, a su regreso a
casa, certifiquen su estancia entre “salvajes”. Este fenómeno de los viajeros que supeditan su experiencia de viajar a la cámara fotográfica ya
fue analizado de forma lúcida por Susan Sontag (1977). Sontag llega
a afirmar que, para muchos, sin fotografía, no habría viaje. Como consecuencia positiva del uso masivo de la fotografía podría citarse cierto
empuje a favor de mantener unas tradiciones, que sin la presencia de
ese ojo curioso, se habrían ido desvaneciendo hasta desaparecer por
completo. No obstante, en muchas ocasiones van a ser tradiciones teatralizadas y, como las tradiciones que sirven de pretexto para las fiestas
en los países del primer mundo, quedarán más próximas del simulacro
que de la realidad cotidiana. El etnógrafo
no puede caer en esa trampa. El caso de los
mursi, en el valle del Omo es paradigmático. En los últimos años, a partir de la llegada de turistas a su territorio, los miembros
de esta tribu adornan sus cuerpos de forma
exagerada y llamativa con pinturas y objetos variopintos, seguramente con el propósito de atraer el interés de la cámara y conseguir unas pocas monedas a cambio de
dejarse fotografiar (figs. 9 y 10).
La cámara, que nunca fue inocente, ha adquirido un papel clave en la adaptación y, por tanto, modificación, de las
culturas nativas. A pesar de los vaivenes
conceptuales a los que actualmente se ve
sometida la fotografía y a pesar de las dudas
que surgen sobre su credibilidad a partir de
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fig. 9.- Mujer mursi con un tocado de mazorcas de maíz.
Fig. 10- Grupo de turistas americanos fotografiando una ceremonia hamer.
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la era digital, su difusión y democratización han posibilitado una mayor demanda y
comprensión de las imágenes. Cada vez más, la fotografía interviene e influye no sólo
en la configuración de nuestras ideas y en la visión que tenemos del mundo y de sus
gentes, sino también, de manera directa, en el mundo y en sus gentes. La fotografía, una
vez explicitados y entendidos sus códigos, posibilita la transmisión de realidades de
otros pueblos, incluso de otros tiempos. Pero para ello es necesario explicitar las limitaciones del medio fotográfico haciendo patente el engaño al que se ve sometido el ojo
que examina una fotografía. Es preciso aprender a leer las fotografías como un artefacto que media entre la realidad y el observador para no confundir la imagen con la realidad de un determinado contexto social o cultural. Y hay que entender que la cámara
no es un instrumento aséptico y que su uso y su presencia alteran la realidad.
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EL PAPEL DE LA FOTOGRAFÍA
EN EL ENCUENTRO CON EL OTRO
JOSÉ Mª AZKÁRRAGA
...there is nothing transparent or inherently truthful in the
world of images.
Gustavo E. Fischman
Cuando en 1839 el físico François Arago presentó la fotografía como el gran invento de
Daguerre ante la Academia de Ciencias en París, ya vislumbraba la amplia utilidad que
iba a tener en todos los campos del conocimiento. Incluso tuvo palabras para referirse a la
arqueología expresando que “.... para copiar los millones y millones de jeroglíficos que
cubren, en el exterior incluso, los grandes monumentos de Tebas, de Menfis, de Karnak,
etc. ... se necesitarían veintenas de años y legiones de dibujantes. Con el daguerrotipo, un
solo hombre podría llevar a buen fin ese trabajo inmenso....” (en Figuier, 1851, 57 ). Unos
meses antes, en la Gazette de France del 6 de enero, se habían pronosticado los beneficios
de aquel invento para los viajeros: “pronto podréis adquirir, quizás a un costo de algunos
cientos de francos, el aparato inventado por Daguerre, y podréis traer a Francia los más
famosos monumentos y paisajes del mundo entero” (en Newhall, 2002, 19). Y pocos años
después, a partir de 1845, esta cámara oscura capaz de capturar y fijar imágenes, fue incorporada al equipo de todo tipo de científicos, incluyendo aquellos que realizaban trabajo
de campo como arqueólogos y antropólogos, que la utilizaron para registrar datos visuales y ampliar así los conocimientos sobre el mundo. Las primeras cámaras que salieron al
mercado tenían un precio elevado, pero para quien podía permitirse el lujo de viajar a
mediados del siglo XIX no era el precio el mayor problema. Como expresó Maxime du
Camp, compañero de Flaubert en su viaje por Egipto durante el año 1849: “Aprender
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como tomar una fotografía no es demasiado trabajoso, pero transportar todo el equipo
necesario a lomos de una mula o de un camello, o a la espalda de un hombre es ciertamente duro” (en Frizot, 1998, 158).
De todas formas, a pesar de la aparatosidad en tamaño y en peso de cámaras, trípodes y todo tipo de accesorios, y a pesar del engorroso procedimiento químico que
suponía el revelado de aquellas primeras placas, no fueron pocos los exploradores y viajeros que sobrecargaron su equipaje con todos los útiles necesarios para fotografiar los
lugares y las gentes de países exóticos y lejanos. Desde instancias oficiales de diferentes
países se dieron instrucciones a “...cónsules, jefes de expediciones, gobernadores y
comandantes navales, diseminados por el mundo entero, para realizar -a expensas del
presupuesto nacional- fotografías (de frente, de espaldas y de perfil) de hombres y mujeres de todo tipo de razas...y ejecutarlas sobre una escala uniforme de acuerdo con las
reglas de medición...” (Maury et alii, 1857, 609).
En aquellos años, donde la fotografía y la antropología moderna iniciaban su
andadura, no era sólo el peso del equipo, superior a una tonelada en algunas expediciones, el único inconveniente. También las condiciones técnicas eran determinantes a la
hora de establecer las limitaciones de las fotografías. Las primeras emulsiones fotosensibles necesitaban de un largo periodo de exposición a la luz para que la imagen se impresionara, de modo que las escenas que se pretendían captar, si estas incluían personas,
debían disponerse de forma tal que los sujetos fotografiados pudieran mantener una postura estable e inmóvil durante varios segundos. De hecho, incluso en el trabajo de
campo, llegaban a colocarse soportes que facilitaban el estatismo y, como consecuencia,
mejoraba el resultado final de la toma al disminuir la borrosidad provocada por el movimiento frente a la cámara. Estas posturas “congeladas” convertían a las imágenes en una
especie de dioramas donde, a veces, la única espontaneidad quedaba relegada a las miradas entre orgullosas y temerosas de los nativos fotografiados. Nativos que, en un primer
momento fueron fotografiados con un mero interés antropométrico, forzados a situarse
en posturas poco naturales junto a metros y escalas que indicaban sus tamaños y proporciones. En 1896 aparece publicado en el Journal of the Anthropological Institute of
Great Britain and Ireland un artículo, escrito por M. V. Portman, titulado “Photography
for Anthropologist”, donde se dan indicaciones precisas (y muy reveladoras sobre el tipo
de relación “colonizante” establecida entre el foto-antropólogo occidental y el modelo
“salvaje”) del planteamiento de las fotografías. Podemos leer en este artículo párrafos
como el que sigue:
“Respecto a la fotografía de las razas salvajes, los siguientes consejos pueden ser de utilidad.
Es absolutamente necesario ser paciente con los modelos y no tener ninguna prisa. Si un
sujeto es un mal modelo y no se dispone de una cámara manual, lo mejor es prescindir de
él y buscar otro, pero no hay que perder nunca la calma y decirle a un salvaje que piensas
que es estúpido y que haciendo el tonto puede irritarte y retrasar tu trabajo, ni tampoco
que estás dispuesto a sobornarle para que se calle. Antes de hacer posar a un grupo de salvajes, hay que fijar la cámara (salvo si se trabaja con una cámara manual, obviamente) y
enfocar el punto en el que se van a colocar. Es fácil hacerlo marcando en el suelo el espacio en el que van a situarse los modelos y enfocando directamente a un trozo de madera o
a una piedra. El portaplacas debe estar montado y todo dispuesto para que, en cuanto los
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sujetos se coloquen satisfactoriamente se pueda retirar la tapa del objetivo y se produzca la
exposición. La etnología requiere precisión. No se busca una iluminación delicada ni una
fotografía pintoresca; lo importante es que la iluminación general sea correcta y que un
arma o una pierna inoportuna no oculten objetos importantes” (Portman, 1896, 79-80).
También en este texto, el autor se extiende
sobre las características del equipo fotográfico que
debe llevar un antropólogo, recomendando cámaras
como la Meagher (fabricada en Londres en 1889)
con unas medidas de 38,1 x 30,48 cm, lentes como
la Double Anastigmatic de Goerz, y listando toda
una serie de elementos necesarios como placas, barniz para negativos, papel para copias, paños para el
enfoque, tapas de los objetivos, nivel para la cámara, trípode con patas de una pieza, así como todos
los accesorios y productos químicos para el revelado
“in situ” de las fotografías. La fotografía, con estas
premisas, no dejaba de ser una forma más de colonialismo, utilizando a los sujetos fotografiados
como simples objetos de estudio y comparación, en
un intento de afianzar una supuesta superioridad de
la raza blanca para justificar las ocupaciones territoriales. E.F. im Thurn, explorador, fotógrafo y, posteriormente, gobernador inglés de las
islas Fiji, propuso, utilizando crudas palabras y aprovechando un contexto técnico más
favorable, un nuevo uso de la cámara más allá de la antropología física
“…. para registrar con precisión, no los meros cuerpos de los hombres primitivos (que,
para estos propósitos, se pueden fotografiar y medir con más precisión muertos que vivos,
siempre que se puedan conseguir convenientemente en ese estado), sino la propia vida de
esos pueblos. Ésta es de hecho una aplicación mucho más problemática, mucho menos
puesta en práctica por los antropólogos, y me temo que muchos de ellos se mostrarán de
entrada, inclinados a cuestionar su utilidad para la antropología, considerada como una
ciencia exacta, tal y como es deseo de todos” (Thurn, im,1893, 184).
Esta propuesta de fotografiar algo más que cuerpos inmóviles, se apoyaba en un
antecedente tecnológico: a finales de la década de 1880 los avances en la investigación química hicieron posible que la Eastman Dry Plate Company desarrollara y pusiera en el
mercado emulsiones más sensibles y películas flexibles, inicialmente ligadas a un soporte
de papel. Ambas características supusieron una enorme ventaja para todos aquellos fotógrafos obligados a transportar su equipo. La cámara se independizaba del trípode al disminuir el tiempo requerido para la exposición a la luz y, al mismo tiempo, dejaban de ser
imprescindibles las pesadas y frágiles placas de vidrio, tan incómodas de transportar. Un
nuevo término, el de instantánea, hace su entrada en el escenario de la fotografía. También
se conseguía acortar el tiempo transcurrido entre dos fotografías seguidas: la película evitaba la lenta recarga de la cámara tras cada disparo. El acceso a una mayor espontaneidad
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Fig. 1.- Única fotografía publicada
en el libro de Höhnel “Discovery
of Lakes Rudolf and Stephanie”,
en 1894. En la foto aparece Teleki
con salakof.
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se había convertido en una realidad. Es entonces, cuando los antropólogos empiezan a
considerar un nuevo enfoque de lo visual y a valorar la fotografía como una herramienta
imprescindible para su trabajo. Los antropólogos comienzan a usar la cámara como la utilizamos hoy día: como un instrumento familiar que facilita la exploración del mundo.
Sin embargo habrá que esperar a la década de los años 30 del pasado siglo para
que la fotografía empleada por los modernos antropólogos reciba un
mayor reconocimiento y adquiera un carácter científico y una mayor independencia de los textos y descripciones. A partir de entonces a las fotografías se les otorga voz propia y se considerarán material de estudio de primera mano. Entre los pioneros se encuentran el etnólogo francés Marcel
Griaule, director de la Misión Dakar-Djibuti (1931-1932), y los antropólogos Margaret Mead y Gregory Bateson que a finales de los años 30 integran fotos y cine en un proyecto de investigación en Bali y Nueva Guinea.
Griaule, discípulo de Marcel Mauss, llega a utilizar varias cámaras a la vez,
realiza series para mostrar los procesos de fabricación de objetos y, en las
acciones fotografiadas, llegará a actuar como un director de fotografía en
un montaje cinematográfico a gran escala (López, 2007, 117). Mead y
Bateson aplicarán un sistematismo esencialmente cuantitativo, llegando a
producir más de 25.000 fotos y 6.000 metros de película (Bonte e Izard,
2005, 164). En su trabajo de Bali les interesaba la comunicación gestual y,
evidentemente, la obtención de imágenes era esencial.
Fig. 2.- Portada del libro publicado en Bucarest con las fotos de la
expedición de Teleki y Höhnel en
el Valle del Omo. Año 1977.
Primeras fotografías en el valle del Omo, el norte de Australia, y las tierras
altas de Papúa
Los primeros encuentros fotográficos en las regiones que nos ocupan se
producirán entre 1887 y 1938, unos años ya alejados de los inicios tanto de la fotografía como de la antropología. En estas tres regiones los primeros occidentales que accedieron provistos de cámaras fotográficas coincidían en su interés prioritario por la naturaleza y por carecer de una formación específica en el campo de la antropología y, a
excepción de Baldwin Spencer, también en el de la fotografía. Para estos primeros exploradores la cámara era una simple herramienta auxiliar sin un propósito claramente definido. Ninguno de ellos aparece citado en las historias al uso de la fotografía y tampoco
en las historias de la antropología. A pesar de ello, y como afirma Demetrio Brisset,
“tanto las fotos obtenidas en investigaciones etnográficas como las procedentes de cualquier autoría para usos diversos, pueden aportar valiosas informaciones culturales, siempre que se las sepa interrogar adecuadamente” (Brisset, 2004, 1). Cabe recordar que
vivimos un momento de puesta en valor de un tipo de fotografía antigua que, realizada
sin grandes pretensiones, incluso en el ámbito doméstico o en el estudio fotográfico
rural, aporta un acceso a la comprensión del pasado a través de la simple visualización
de rostros, posturas, actitudes, ropas y otros objetos materiales.
El valle del Omo (1887-1888)
En el caso de los pueblos del valle del río Omo la historia fotográfica se inicia con la expedición del conde húngaro Samuel Teleki, en 1887. A Teleki, que en un principio tenía
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como objetivo organizar un recorrido cinegético, le convenció el oficial naval austriaco
Ludwig Ritter von Höhnel para reorientar la expedición hacia fines geográficos. Su viaje
se convirtió en la exploración austrohúngara de mayor éxito por tierras africanas, llegando a descubrir para el mundo occidental el lago Turkana (bautizado entonces como lago
Rodolfo en honor al príncipe heredero de Austria). En sus más de 3.000 km recorridos
por una región que hoy se reparten
entre Etiopía y Kenia, Teleki y
Höhnel recogieron muestras y datos
sobre la fauna, la flora y el clima, y
reunieron una colección de más de
400 objetos etnográficos (Borsos,
2005). Pero lo que resulta más interesante en el contexto de este artículo es que establecieron contacto por
primera vez con algunas tribus del
valle del río Omo y que fueron los
pioneros en el uso de la fotografía en
aquella zona. De las fotografías son
autores el mismo Teleki, Höhnel y
un acompañante africano (caso
inédito en el que un “no blanco”
hacía uso de la cámara). De estas
fotografías, que se repartieron entre los dos europeos al término de la expedición, sólo se
publicó una en la obra en dos volúmenes donde Höhnel, en 1894, da cuenta de los avatares y los logros de su viaje (fig. 1). Ahora bien, como era muy común en la época dada
la dificultad de conseguir unas impresiones de calidad del material fotográfico, se utilizaron como base de los grabados, mucho más fáciles de imprimir, que ilustran el libro. Las
dos partes en las que quedó dividida la colección de fotos sufrieron suertes distintas. Las
fotos que habían quedado en poder de Höhnel fueron destruidas durante la Segunda
Guerra Mundial, mientras que la colección que guardaba Teleki en el castillo de su familia fue recuperada en los últimos años de la década de 1940 y publicada en 1977 por
Lajos Erdélyi (fig. 2). Estas fotografías fueron hechas en un tiempo de avances técnicos
que facilitaban el uso de la cámara y, en cierta medida, pueden considerarse precursoras
de la moderna fotografía de viaje. No se limitan a los paisajes e incluyen escenas con grupos humanos donde ha desaparecido la excesiva teatralización en el posado.
Los dos autores que han publicado sobre esta colección, Borsos y Erdélyi, coinciden en adjudicar a estas fotografías un nivel de calidad alto, a pesar de que mantienen
alguna discrepancia. Para Erdélyi las fotos de la expedición de Teleki son las primeras de la
exploración del África ecuatorial, mientras que Borsos, sin desmerecer la calidad y el interés de esta colección, cita otras expediciones y concede al viaje del famoso Dr. Livingstone
entre 1858 y 1864, el mérito de ser la primera exploración africana que hace uso de la
fotografía. En el relato publicado del viaje del Dr. Livingstone (Livingstone y Livingstone,
1865) sucede lo mismo que con el libro de Höhnel: las imágenes que acompañan al texto
son grabados, aunque muchos de ellos han sido dibujados a partir de fotografías.
32 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
Fig. 3.- Jóvenes aborígenes danzando después de la extracción de
un diente. Spencer y Gillen, 1901.
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Fig. 4.- Libro publicado en
Australia (2005) con una selección
de las fotos de Spencer y Gillen.
Fig. 5.- Escena con aborígenes
recreada en el estudio del fotógrafo.
Obsérvese el uso artificial de pieles
para cubrirse . J. W. Lindt. c.a. 1873.
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El norte de Australia (1901 y 1912)
Treinta años antes del uso sistemático de las imágenes por parte de los antropólogos, el
biólogo y explorador Baldwin Spencer, junto con su socio y amigo Frank Gillen, un
empleado de telégrafos, se adelantarán a su tiempo haciendo un uso moderno y exhaustivo de la herramienta fotográfica. En sus viajes de 1901 y 1912 por las tierras del norte
de Australia llegarán a utilizar más de 2.000 m de película para filmar y fotografiar
la vida diaria y ceremonial de los aborígenes. Spencer mantuvo un registro diario
de todas sus observaciones hasta el punto de pretender construir, en línea con su
formación original como científico, una historia natural de esa sociedad. Su fotografía inicia la línea del documentalismo que años más tarde emprenderán reporteros de todo el mundo. Manejan la cámara de una forma radicalmente novedosa,
fotografiando las mismas escenas desde ángulos diferentes y recogiendo series y
secuencias fotográficas de procesos (construcción de herramientas, elaboración de
cuerdas, encendido del fuego, etc.) y de ritos ceremoniales diversos (fig. 3). Además
hacen un buen uso de los diafragmas para ejercer un control sobre la profundidad
de campo, disminuyéndola en los retratos para desenfocar el fondo y así centrar la
atención en las personas fotografiadas, y aumentándola en los paisajes. También
consiguen una amplia gama tonal en sus negativos, lo que permite mostrar los rostros con todo detalle a pesar de las dificultades que entraña fotografiar a personas
de piel oscura a pleno sol. Estas colecciones de fotografías son poco conocidas fuera
de Australia. Allí se encuentran archivados los miles de negativos de los dos autores: en el South Australian Museum de Adelaida las de Gillen, y en el Victoria
Museum de Melbourne las realizadas conjuntamente por Spencer y Gillen. Con fotografías de esta última colección se ha publicado recientemente (Batty et alii, 2005) un libro
donde se puede comprobar la frescura de unas imágenes que no han envejecido a pesar
del tiempo transcurrido (fig.4).
Spencer y Gillen no son los primeros en fotografiar aborígenes australianos. Unos años antes, en el sur, el fotógrafo de origen alemán John W. Lindt
había realizado un trabajo, con unas características muy diferentes, cuya comparación resulta muy ilustrativa. Lindt, para facilitar la obtención de las fotografías y mejorar el control técnico de la toma, trasladó a los aborígenes a un estudio
donde recreó, incluso con plantas recogidas del entorno real, escenarios de la
vida cotidiana aborigen. Frente a un fondo artificial y sobre un suelo de madera sobre el que se esparcía hojarasca, se disponían, a modo de grupo escultórico,
uno o varios aborígenes junto a utensilios diversos y armas, llegando a recrear,
incluso, escenas de caza (fig. 5). Muchas de estas fotografías aparecieron en el
Picturesque Atlas of Australasia (1886-1888), una publicación por fascículos de
gran éxito y difusión en aquellos años. Las fotos de Lindt, calificadas por Tony
Hughes-d’Aeth (1999), de ingénuas y siniestras al mismo tiempo, sirven a una
visión “extincionista” de los aborígenes. Junto a ellas aparecen afirmaciones
como ésta: “Dondequiera que los negros australianos han entrado en contacto
con el hombre blanco, se están extinguiendo rápidamente”.... “su extinción final
de la escena parece ser sólo una cuestión de tiempo” (Garran, 1886, 714). Por el contrario, las fotografías de Spencer y Gillen, enclavadas en lo que González Alcantud
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(1999, 39) considera como “fotografía expedicionaria nativista”, centran su interés en el
comportamiento colectivo, están tomadas directamente en el entorno natural y rompen
con el hieratismo anterior. Lástima que sus fotos, al contrario de las de Lindt que llegaron a exhibirse en Nueva York, no tuvieran, en aquellos años, un eco y un reconocimiento fuera de Australia. Hubieran supuesto una renovación en las formas de mirar.
Las Tierras Altas de Papúa (1938 y 1961)
Corre el año 1938. La fotografía se ha convertido en una práctica social extendida y divulgada por numerosos medios impresos. Grandes fotógrafos han recorrido un mundo lleno de conflictos. Cartier-Bresson, André Kerstész y Robert Capa
ya han hecho algunas de sus mejores fotos. La cámara Leica, capaz de disparar a
1/1000 de segundo, se ha abierto paso en el terreno del fotoperiodismo y del documentalismo. Al mismo tiempo, la tensa situación que se vive a escala internacional ha hecho decaer el interés por lo exótico. Los millones de postales con imágenes de tipos humanos pertenecientes a otras culturas que se habían puesto de
moda en Europa a principios del siglo XX, pasaron a la historia. Y es en ese contexto cuando un hidroavión fletado y pilotado por el millonario y naturalista estadounidense Richard Archbold, aterriza en un lago de las tierras altas de Papúa y se
encuentra con un valle habitado por más de 60.000 personas cuya existencia era
desconocida. La expedición tenía un interés prioritario por la fauna y por la flora,
y en el avión, junto a Archbold, completaban el equipo científico un ornitólogo,
un botánico y un experto en mamíferos. La etnografía no estaba entre los propósitos de este viaje y eso se puede apreciar en el artículo publicado en el National
Geographic de marzo de 1941 (Archbold). En dicho artículo, publicado más de dos años
después del descubrimiento, aparecen tantas fotos de los pobladores del valle como de los
porteadores trasladados desde Borneo. De hecho, son los militares holandeses de la escolta, como administradores durante aquellos años de estas tierras, los que muestran un
mayor interés por sus pobladores. Las fotografías publicadas junto al artículo de National
Geographic carecen de autoría personal y todas se adjudican directamente a la expedición.
Este archivo fotográfico, compuesto mayoritariamente de fotografías de flora, fauna y paisaje, y de fotografías del grupo de exploradores con la presencia del hidroavión, se encuentra depositado en el American Museun of Natural History de Nueva York (fig.6-7).
Habrá que esperar al año 1961 para que una expedición organizada por el Museo
Peabody de la Universidad de Harvard, concretamente por el Film Study Center, una
nueva sección del museo que se acababa de crear, se plantee un exhaustivo registro fotográfico de las tribus que habitan estas tierras altas de Papúa. Hasta ese año el contacto
con el exterior de los habitantes del valle había sido escaso y esporádico. Durante la
segunda guerra mundial fue sobrevolada la zona por la aviación norteamericana con el
objeto de establecer una base de operaciones que al final fue desestimada. Incluso se
produjo un accidente de aviación y la zona fue recorrida por una misión de rescate, pero
este contacto no pasó de ser un hecho anecdótico. De modo que cuando los integrantes de la expedición Peabody-Harvard llegan en 1961 se encuentran con un territorio
casi virgen de la influencia exterior, aunque los primeros misioneros ya habían visitado
la zona, y califican a sus gentes -los dani- como “...tribus de granjeros y guerreros que
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Fig. 6.- Número de National
Geographic de marzo de 1941 donde
se divulgaron los hallazgos de la
expedición Archbold en Papua.
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viven en el neolítico al margen de cualquier forma de civilización moderna”. El valor del
material fotográfico que obtuvieron (y también del cinematográfico) es inmenso y es
el resultado de un minucioso e intenso trabajo antropológico. Efectivamente, el grupo
de fotóantropólogos de la expedición, formado por Jan Th. Broekhuijse, Eliot Elisifon,
Robert Gardner, Karl G. Heider, Peter Matthiessen, Samuel Putnam y Michael C.
Rockefeller, supo entablar unas relaciones con los dani basadas en la confianza mutua y de esta forma acceder a su vida
cotidiana perturbándola lo menos posible. El resultado fueron más de 18.000 fotografías en blanco y negro y 8.500 en
color tomadas entre febrero de 1961 y diciembre de 1963.
Con una selección de 337 imágenes de esta enorme colección se compuso uno de los mejores relatos de la antropología visual: Gardens of War. Life and Death in the New Guinea
Stone Age (Gardner y Heider: 1974) (fig.8). Margaret Mead
afirma en su prólogo:
Fig. 7.- Grupo de hombres dani,
fotografiados por la expedición
Archbold en 1938. Foto American
Museum of Natural History de
Nueva York.
“Obtener estas imágenes significó muchos meses de trabajo paciente, requerido para establecer una base, y aprender a hablar, a entender y a conocer a aquellas gentes. Pero las fotografías mismas son
lo que muchos de nosotros podíamos haber visto si hubiéramos
estado allí. No son fotos cándidas robadas de forma sutil a personas desprevenidas; no
son acontecimientos artificiosamente construidos sólo para la cámara y divorciados de
la vida real: la participación es auténtica. Son fotos tomadas por quienes estaban - y se
sabía que estaban allí - en medio de aquella próspera sociedad”.
En este libro, donde el relato es predominantemente visual, con escasas páginas
dedicadas al texto, se abordan, entre otras, cuestiones como el juego, la violencia, el mundo mágico y la obtención del alimento. Lo que hace especial a
este trabajo es el momento en el que se realiza, donde confluyen unas condiciones técnicas avanzadas, cierta independencia de intereses coloniales por
parte de los fotógrafos, una formación antropológica de los participantes y
unas tribus, compuestas por varias decenas de miles de individuos, que mantenían sus costumbres tradicionales alejadas de interferencias exteriores. Hoy
sería imposible repetir una experiencia similar.
La mirada de la cámara, hoy
Nada tan falso como describir la realidad
Walter Shunt
Fig. 8.- Gardens of War, publicado
en 1974, es un relato antropológico de las tierras altas de Papua
donde predominan las imágenes.
Mucho ha cambiado el mundo de la fotografía desde las fotos que se hicieron
en la expedición de Teleki hasta nuestros días. La revolución digital ha hecho
posible obtener tantas imágenes en unos minutos como todas las que consiguieron aquellos primeros expedicionarios del valle del Omo en todo un año.
Pero tal vez no sea la evolución tecnológica lo que más ha trastocado el hecho fotográfico frente al otro. Los cambios producidos en el comercio mundial asociados al fenó-
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meno de la globalización y la facilidad de viajar a cualquier lugar recóndito del planeta
han desbaratado muchas peculiaridades culturales y, quizás, el otro lejano ha pasado a ser
menos otro. Aún así, con la mayoría de los viajeros sucede un fenómeno curioso: el
número de fotografías obtenidas de los habitantes del lugar de destino es directamente
proporcional a la distancia cultural. Nadie regresa de Francia cargado con retratos de
franceses. Malinowsky (1922) escribió que los tiempos que describían
a los indígenas como una caricatura grotesca e infantil del ser humano
habían pasado. Pero fue una afirmación prematura. Se sigue buscando
lo raro, lo efectista, lo singular, incluso lo caricaturesco. Y eso tiene sus
consecuencias dado que el número de cámaras dispersas desde hace
décadas por la superficie del globo es inmenso. Al mismo tiempo, el
otro fotografiado ha aprendido a atraer la mirada de la cámara, ha
aprendido a conocer lo que buscan los fotógrafos, sean éstos turistas o
etnógrafos. Y ha aprendido, en definitiva, a sacar un provecho totalmente legítimo de ese interés desmedido por parte del intruso, generalmente occidental o japonés, por unas imágenes que, a su regreso a
casa, certifiquen su estancia entre “salvajes”. Este fenómeno de los viajeros que supeditan su experiencia de viajar a la cámara fotográfica ya
fue analizado de forma lúcida por Susan Sontag (1977). Sontag llega
a afirmar que, para muchos, sin fotografía, no habría viaje. Como consecuencia positiva del uso masivo de la fotografía podría citarse cierto
empuje a favor de mantener unas tradiciones, que sin la presencia de
ese ojo curioso, se habrían ido desvaneciendo hasta desaparecer por
completo. No obstante, en muchas ocasiones van a ser tradiciones teatralizadas y, como las tradiciones que sirven de pretexto para las fiestas
en los países del primer mundo, quedarán más próximas del simulacro
que de la realidad cotidiana. El etnógrafo
no puede caer en esa trampa. El caso de los
mursi, en el valle del Omo es paradigmático. En los últimos años, a partir de la llegada de turistas a su territorio, los miembros
de esta tribu adornan sus cuerpos de forma
exagerada y llamativa con pinturas y objetos variopintos, seguramente con el propósito de atraer el interés de la cámara y conseguir unas pocas monedas a cambio de
dejarse fotografiar (figs. 9 y 10).
La cámara, que nunca fue inocente, ha adquirido un papel clave en la adaptación y, por tanto, modificación, de las
culturas nativas. A pesar de los vaivenes
conceptuales a los que actualmente se ve
sometida la fotografía y a pesar de las dudas
que surgen sobre su credibilidad a partir de
36 MUNDOS TRIBALES. UNA VISIÓN ETNOARQUEOLÓGICA
fig. 9.- Mujer mursi con un tocado de mazorcas de maíz.
Fig. 10- Grupo de turistas americanos fotografiando una ceremonia hamer.
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la era digital, su difusión y democratización han posibilitado una mayor demanda y
comprensión de las imágenes. Cada vez más, la fotografía interviene e influye no sólo
en la configuración de nuestras ideas y en la visión que tenemos del mundo y de sus
gentes, sino también, de manera directa, en el mundo y en sus gentes. La fotografía, una
vez explicitados y entendidos sus códigos, posibilita la transmisión de realidades de
otros pueblos, incluso de otros tiempos. Pero para ello es necesario explicitar las limitaciones del medio fotográfico haciendo patente el engaño al que se ve sometido el ojo
que examina una fotografía. Es preciso aprender a leer las fotografías como un artefacto que media entre la realidad y el observador para no confundir la imagen con la realidad de un determinado contexto social o cultural. Y hay que entender que la cámara
no es un instrumento aséptico y que su uso y su presencia alteran la realidad.
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EL PAPEL DE LA FOTOGRAFÍA EN EL ENCUENTRO CON EL OTRO
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