¿Recuerdos de los antepasados? La utilización de vasos de alabastro en la necrópolis fenicia del Cerro de San Cristóbal / Laurita (Almuñécar, Granada)
Juan Antonio Martín Ruiz
2020
Museu de Prehistòria de València
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Archivo de Prehistoria Levantina
Vol. XXXIII, Valencia, 2020, p. 119-142
ISSN: 0210-3230 / eISSN: 1989-0508
Juan Antonio MARTÍN RUIZ a
¿Recuerdos de los antepasados?
La utilización de vasos de alabastro en la necrópolis
fenicia del Cerro de San Cristóbal / Laurita
(Almuñécar, Granada)
RESUMEN: Estudiamos los hallazgos efectuados en la necrópolis fenicia del Cerro de San Cristóbal/
Laurita en Almuñécar (Granada), prestando especial atención a los vasos de alabastro usados como
urnas cinerarias. Éstos muestran una discrepancia cronológica respecto a la fecha que se ha asignado
a los enterramientos, cuya datación sigue siendo objeto de polémica entre los investigadores. Creemos
que una explicación a este margen temporal sería considerar que se trata de recuerdos o reliquias de
antepasados traídos desde oriente por un grupo familiar de elevado estatus social, posiblemente de
carácter aristocrático, que habría tenido un gran protagonismo en la fundación de esta colonia.
PALABRAS CLAVE: alabastro, egipcios, antepasados, Cerro de San Cristóbal, Laurita, Almuñécar,
fenicios, necrópolis.
Mementos from ancestors? The use of alabaster vessels in the phoenician
necropolis of Cerro de San Cristóbal / Laurita (Almuñécar, Granada)
ABSTRACT: We study the findings made in the Phoenician necropolis of Cerro de San Cristóbal/
Laurita in Almuñécar (Granada), paying special attention to the alabaster vessels used as cinerary
urns. These show a chronological disagreement with respect to the date that has been assigned to the
burials, whose dating remains controversial among the researchers. We believe that an explanation to
this chronological difference would be to consider them as mementos or relics from ancestors brought
from the east by a family group of high social status, possibly of aristocratic character, which would
have had a great prominence in the foundation of this colony.
KEY WORDS: alabaster, Egiptian, ancestors, Cerro de San Cristóbal, Laurita, Almuñécar, Phoenicians,
necropolis.
a
Universidad Internacional de Valencia.
ORCID: 0000-0002-5272-4815
juanantonio.martinr@campusviu.es
Recibido: 21/03/2019. Aceptado: 17/10/2019.
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I. INTRODUCCIÓN
El sur de la Península Ibérica ha proporcionado una de las colecciones de vasos egipcios de alabastro más
importantes entre las conocidas hasta el momento en todo el Mediterráneo, excepción hecha como es lógico
del propio país del Nilo. Sin lugar a dudas uno de los conjuntos más espectaculares y prolífico de este tipo
de piezas nos remite a la necrópolis fenicia del Cerro de San Cristóbal-Laurita en Almuñécar (Granada)
(fig. 1), cuya presencia ha sido objeto de interesantes debates pues todas ellas ofrecen una cronología más
elevada que la que cabe asignar a los enterramientos en los que fueron depositadas.
Esta circunstancia ha motivado que existan discrepancias respecto a la datación que cabe asignar a este
yacimiento, cuestión que afecta no solo a los recipientes pétreos, sino a otras importaciones como sucede
con las cerámicas griegas e inclusive con los propios materiales fenicios documentados. Por ello creemos
de interés centrar nuestra atención en el examen de este yacimiento contemplando las prácticas rituales
llevadas a cabo, así como los diversos objetos que conforman sus ajuares, de los que por desgracia se ha
perdido una parte.
Fig. 1. Localización del yacimiento
del Cerro de San Cristobal
(Almuñécar, Granada).
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Así mismo, procuramos ofrecer una interpretación a la presencia de estos objetos de piedra, examinando
para ello el uso que les dieron los fenicios en su propia tierra, y que pueden ser considerados como elementos
que contribuyen a unificar la identidad de un grupo social aristocrático colonial instalado en las costas
granadinas. Ello tiene lugar en unos momentos en los que está comenzando a forjarse una nueva sociedad que
hemos dado en llamar fenicia occidental, y que poco a poco comenzamos a constatar que tuvo una identidad
propia aunque siempre ligada a su origen levantino (López Castro, 2004: 155-159). En esta línea el interés
se ha centrado hasta el momento mayoritariamente en precisar cuáles fueron las identidades étnicas de estos
colonos y su posible plasmación en el registro arqueológico, así como los distintos grupos sociales en los que
se integraron (Álvarez Martí-Aguilar y Ferrer Albelda, 2009: 170-180; Ordóñez Fernández, 2013: 10-15),
si bien el papel que jugaron los antepasados ha quedado un tanto relegado, junto con aquellas evidencias
materiales que podían hablarnos de herencias recibidas que ayudarían a simbolizar el estatus social, asunto
con el que justamente relacionamos los vasos de alabastro egipcios hallados en esta necrópolis.
II. LA NECRÓPOLIS DEL CERRO DE SAN CRISTÓBAL
Como es bien sabido, esta necrópolis granadina facilitó una veintena de sepulturas (fig. 2), si bien como reconoce
su propio excavador únicamente pudo excavarse una parte de la misma, apenas el 45% (Pellicer Catalán, 2007:
22), de manera que solo podemos estar seguros de que las tumbas 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19 y 20 conservaban
sus ajuares íntegros, excepción hecha de la sepultura 18 en la que no se halló ningún enterramiento. Otras
cinco fueron parcialmente documentadas (tumbas 1, 2, 3, 10 y 11), en tanto se desconoce casi por completo el
contenido de las seis restantes (tumbas 4, 5, 6, 7, 8 y 9). Todo apunta a que no existieron más sepulturas por lo
que se puede considerar como un área de enterramientos completa (Pellicer Catalán, 1963: 7; 2007: 47 y 65),
aunque hay quien considera que pudo albergar alguna más (Negueruela, 1991: 202).
Todas ellas consisten en pozos más o menos irregulares excavados en la roca del cerro (fig. 3), bien
simples o con uno o dos nichos laterales en los que se depositaban las urnas y sus ajuares, cerrándose
posteriormente los nichos y fondos de los pozos con lajas de piedra tras lo cual se procedía a rellenarlos
con tierra y piedras. Su excavador propuso una tipología de las mismas en función de la cual el tipo A
comprendería las tumbas con urnas en nichos laterales (tumbas 3, 14, 17 y 20), el B las que presentan
dos nichos con enterramientos (tumbas 15 y 19), el C las que muestran un doble enterramiento en nichos
(tumbas 1 y 3), el D incluiría a aquellas que contenían una urna en su fondo (tumbas 10, 11, 12, 13 y 16),
y el E la única que apareció vacía (Pellicer Catalán, 1963: 11). Así mismo, algún autor ha establecido con
posterioridad una tipología de las mismas incluyendo estos enterramientos en varios tipos como serían
el VI-1-a que corresponde a pozos simples, VI-1-b a los pozos simples con urnas, VII-1-b o pozos con
una cámara lateral y urna cineraria, VII-3-a en los que agrupa los pozos con una pequeña cámara lateral
y urna que muestran otra urna opuesta, y un último, como es el VII-3-b, que representa a los pozos con
dos cámaras laterales opuestas (Tejera Gaspar, 1979: 46, 80, 85 y 105). Ahora bien, creemos que ambas
tipologías resultan en exceso complejas, máxime cuando algunos tipos solo son diferenciados por la
presencia o ausencia de urnas confundiéndose así el continente con el contenido (Lull y Picazo, 1989:
17), cuando en realidad se trata de un tipo muy simple de pozo que puede llevar nichos laterales, pero
que en sí mismas no presentan diferencias significativas.
Nueve de ellas son individuales (tumbas 2, 10, 11, 12, 13, 14, 17, 19 y 20), tres dobles (tumbas 1,
3, y 15), y una más, la núm. 18, apareció vacía. En un intento de explicar este hecho su excavador llegó
a sugerir que una vez excavada habría sido abandonada al imponerse el uso de las cámaras funerarias
(Pellicer Catalán, 2007: 25). Sin embargo, por nuestra parte no descartamos que pudiera tratarse de un
cenotafio que recordase a un miembro de la familia fallecido sin que pudiera recuperarse su cuerpo cuando
ya estaban instalados en este lugar, circunstancia que explicaría la presencia de restos cerámicos hallados
en su interior que nos hablarían de posibles ofrendas realizadas en su memoria.
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Fig. 2. Planta de la necrópolis de Cerro de San Cristóbal (fuente: García Alfonso).
De la tumba 1 solo se conservaron dos pendientes y un anillo con escarabeo de oro, mientras que el vaso de
alabastro de mayores dimensiones albergaba, además de los huesos humanos incinerados, un asa de bronce que
M. Pellicer (2007: 67; Aubet Semmler, 1986: 126-127) considera pertenecería a un recipiente ritual con asas de
mano. Ahora bien, aun en el caso de que así fuese, algo que no está claro pues no ha sido incluido en algunos
de los repertorios elaborados sobre estas piezas (Cuadrado, 1966: 9-16; Caldentey Rodríguez et al., 1996: 192196), y en otros se considera posible pero con dudas (Prada Junquera, 1986: 111-112), parece que nunca se
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Fig. 3. Enterramientos de la necrópolis de Cerro de San Cristóbal (fuente: autor).
depositó el recipiente entero como vemos en la cámara funeraria del aristócrata cartaginés Yada’milk del primer
cuarto del siglo VII a. C., la cual mostraba un nicho lateral en el que se había depositado un asa muy parecida
a ésta (Gras et al., 1991: 176-180). De hecho, otros investigadores a los que nos sumamos (Culican, 1970-71:
313) valoran como más factible que tanto este hallazgo como el cartaginés pertenezcan a partes metálicas de
cajas de madera. Por su parte el alabastro de menor tamaño contenía una laña de estaño, tal vez un pasador
como se ha sugerido (Negueruela, 1985: 204), en lo que se valoró como una incineración infantil.
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En la tumba 2 se constató la aparición junto al alabastro de una lucerna de dos mechas y fragmentos de
platos decorados con engobe rojo, así como un brazalete de bronce dentro de la urna. De la tumba 3 solo se
pudo recuperar un pendiente de plata y una cuenta de collar de piedra que fueron halladas dentro de uno de
los vasos de alabastro. Por su parte, de las 4 a 9 procederían algunos de los vasos de alabastro publicados con
posterioridad a los trabajos arqueológicos que carecían de contexto (Molina Fajardo y Padró i Parcerisa, 198384: 284-291; Molina Fajardo, 2000: 1646), mientras que de la tumba 10 provendría una cáscara de huevo de
avestruz (Savio, 2004: 70). Además, con las tumbas 4 a 10 pueden relacionarse otra cáscara de avestruz, así
como fragmentos cerámicos de dos cuencos grises, dos ánforas fenicias y otra jonia, tres ollas y tres platos de
engobe rojo, en tanto que de la tumba 11 solo se conservó la urna.
Hablando ahora de las que pudieron ser excavadas, hemos de aludir a ocho enterramientos, seis
individuales y dos dobles. Respecto a las tumbas 12 y13 diremos que, además de los alabastros, contenían
un plato, un jarro de boca de seta y otro de boca trilobulada, la 14 un alabastro, un amuleto, un estuche
porta-amuletos, un brazalete y una cuenta de collar. La 15 ofreció dos alabastros, un plato y una lucerna de
dos mechas, todos ellos cubiertos de engobe rojo, en tanto a la urna de la 16 le acompañaban un escarabeo
y un plato con un grafito que haría alusión a su propietario, y a la de la 17 un plato de engobe rojo además
de su urna alabastrina (fig. 4). A ellas podemos sumar la 19A con su urna que facilitó una cáscara de huevo
de avestruz (Savio, 2004: 71), la 19B un alabastro (fig. 5), un jarro de boca de seta (fig. 6) y otro trilobulada
con engobe rojo (fig. 7), dos cotilas (fig. 8), una punta o laña de hierro y fragmentos de un plato de engobe
rojo y un ánfora. Por último, la tumba 20 albergaba otros dos jarros como los anteriores, un escaraboide de
pasta vítrea y un fragmento de un ánfora (Pellicer Catalán, 1963: 26-40; 2007: 21-26).
Fig. 4. Vaso de alabastro de la tumba 17A
(fuente: autor).
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Fig. 5. Vaso de la tumba 19A
(fuente: autor).
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Fig. 6. Jarro de boca de seta de la tumba 19B
(fuente: autor).
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Fig. 7. Jarro de boca trilobulada de la tumba 19B
(fuente: autor).
Fig. 8. Cotilas griegas de la tumba 19B (fuente: García Alfonso).
Como cabe advertir, esta necrópolis muestra una gran uniformidad ya señalada por su excavador desde
un primer momento (Pellicer Catalán, 2005: 19), tanto en lo referente al mismo tipo de sepultura en pozo
como al uso común que se hace de la incineración como rito, además de la utilización de vasos de alabastro
como contenedores fúnebres y los elementos de ajuar que se han conservado, donde predomina, aunque
no es exclusiva, la cerámica decorada con engobe rojo que constituye una vajilla entroncada directamente
con el mundo oriental metropolitano.
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III. LAS PRÁCTICAS RITUALES
Según dijimos el ritual seguido en este yacimiento es la incineración, común a todas las sepulturas más
antiguas conocidas hasta el momento en la Península Ibérica (Martín Ruiz, 2017: 124). Consisten en
incineraciones secundarias ya que los cuerpos no fueron quemados en el mismo lugar en el que se depositaron
los restos, y sin que en el proceso de cremación se acompañaran de sus amuletos y objetos de adorno
personal puesto que no muestran signos de haber estado en contacto con las llamas. Con posterioridad los
restos óseos fueron introducidos en los vasos de alabastro, no sabemos si separados de las cenizas aunque
es lo más probable (Ramos Sainz, 1986: 63).
Una vez excavados los pozos, estos vasos eran introducidos en su fondo o bien en un nicho lateral, depositando
las urnas directamente sobre el suelo o calzándolas con piedras o fragmentos cerámicos, siendo probable que
se cubrieran con piedras como sucede en Tiro Al-Bass (Pellicer Catalán, 1963: 64; Aubet Semmler, 2004: 55)
aunque en el caso de la tumba 16 se ha propuesto que fue un plato el que cumplió tal función (Mederos Martín
y Ruiz Cabrero, 2002: 45). Un detalle interesante es que todos los alabastros hallados en el transcurso de la
excavación presentaban sus inscripciones siempre dirigidas hacia la entrada de la sepultura, en lo que puede
considerarse como un deseo de proteger su contenido (Ramos Sainz, 1986: 115).
Cuatro de estas sepulturas (núms. 12, 13, 19B y 20) ofrecen un conjunto formado por un jarro de boca de
seta y otro de boca trilobulada, los primeros conteniendo ungüentos o sustancias perfumadas (Negueruela,
1991: 201), mientras que los segundos habrían servido como contenedores de vino (Delgado Hervás, 2008:
174). Las ofrendas de alimentos son muy escasas, ya que únicamente en una de ellas se documentó la
presencia de restos de fauna, en concreto en un plato de la tumba 12 que, ante la falta de analíticas, se
supone pueden ser de un roedor (Ramos Sainz, 1986: 69), o de un ave (Delgado Hervás, 2008: 178), sin que
su excavador se decidiera por uno u otro (Pellicer Catalán, 1963: 20).
En otras cinco (tumbas 1B, 3, 14, 16B y 20) se encontraron amuletos o estuches porta amuletos, siendo
los escarabeos los más abundantes, cuyo fuerte cariz mágico tenía como finalidad proteger al difunto en el
tránsito a la otra vida (Jiménez Flores, 2001: 182). Para algún autor (Negueruela, 1991: 201) las lucernas
halladas no habrían formado parte de los ajuares ni de las ofrendas colocadas, sino que respondería a su uso
por parte de las personas que depositaron los cuerpos.
Algunos vasos de piedra –tumbas 10 y 11– mostraban en sus superficies restos de ocre rojizo, lo que puede
interpretarse como un elemento de marcado carácter protector, ocre que también vemos en el interior de la cáscara
de huevo de avestruz de la tumba 19A (Ramos Sainz, 1986: 109), aun cuando su decoración está muy gastada pero
sin que impida apreciar el uso de motivos geométricos como las aspas y animales, caso de unas aves. Así mismo,
estas cáscaras, que fueron cortadas tomando el aspecto de un vaso y pueden encuadrarse en la forma II con bordes
lisos rectos de la forma 6a de San Nicolás Pedraz (1976: 83 y 92), ofrecen también un simbolismo religioso por
cuanto el huevo en la religión fenicia tiene un marcado papel regenerador (Savio, 2004: 104).
La aparición de fragmentos cerámicos en el relleno de la tumba 17 consistentes en platos de engobe rojo
y un vaso pintado cerrado, así como en la tumba 18 donde se recogieron restos de ollas a mano y a torno
(Pellicer Catalán, 2007: 25 y 120), podrían asociarse con la realización de honras fúnebres consistentes en
ofrendas o banquetes realizados con posterioridad al sepelio por los familiares, bien conocidos en el ámbito
fenicio (Ramos Sainz, 1986: 117).
IV. LA CRONOLOGÍA DE LA NECRÓPOLIS DEL CERRO DE SAN CRISTÓBAL
No cabe duda que uno de los problemas más debatidos de este yacimiento es la cronología que debe
asignarse a sus enterramientos. En un primer momento estas sepulturas fueron datadas por su excavador
en la primera mitad del siglo VII a. C., tomando como referencia la cronología aportada por las dos cotilas
protocorintias (Pellicer Catalán, 1963: 66; Maluquer de Motes, 1963: 59). Este hecho planteaba un problema
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en relación con la fecha que cabe asignar a los vasos de alabastro al pertenecer a momentos anteriores,
como son los siglos XVI y sobre todo IX y VIII a. C., circunstancia que se solventó considerando que
habían experimentado un amplio período de amortización (Pellicer Catalán, 1963: 51-52), pero sin que en
última instancia se llegara a explicar su causa.
Años más tarde se replanteó la cronología que cabe otorgar al vaso de alabastro de la tumba 3A (fig. 9),
en cuya superficie exterior se había pintado una inscripción de la que se han ofrecido múltiples lecturas y
que fue leída por J. Ferrón (1970: 179-180; Fuentes Estañol, 1986: 10) como “‘ryt mgn bn h(l)s” que cabe
traducir como “restos quemados de Magón, hijo de Hls”, la cual basándose en criterios paleográficos se
consideró que podía fecharse en los últimos años del siglo VIII a. C., lo que venía a ampliar el espectro
temporal del yacimiento. Por su parte J. M. Solá Solé (1976: 193-196) lee “qbr z mgn bn bds bn h(l)s” lo
que se traduciría como “este sepulcro de mgn hijo de bds hijo de h(l)s”. Sin embargo, M. G. Amadasi (1994:
199-200) rebajaba de nuevo su datación hasta el siglo VII a. C. proponiendo una nueva lectura “m’rt mgn
bn h(n)m(l)qrt” que leía de la siguiente forma: “Ipogeo di Magone, figlio di Hannimelqart”, datación que
no desentona en exceso con la indicada por M. A. Zamora, como es mediados del siglo VII a. C., quien
propone que debe leerse como “qbrt mgn bn rs bn hls”, es decir, “tumba de Magón, hijo de Arish, hijo de
Hilles” (Zamora López, 2013: 353-362; 2019: 1488-1491).
Del mismo modo, el grafito escrito post cocción en el plato de la tumba 16 presenta serias dificultades
en su lectura, hasta el punto de dudarse si debe leerse invertido como si hubiera sido usado como tapadera
de la urna. Aceptando el primer sentido de su lectura se ha sugerido que debe ser “b’g”, considerándose
un nombre cuya data se situaría entre los siglos VII-VI a. C. (Rölling, 1986: 56 y 58). Por su parte, como
dijimos, otros autores creen que debe leerse invertida (Mederos Martín y Ruiz Cabrero, 2002: 45), si bien
dudan entre “lzbg” que podría traducirse como “pertenece a zbg”, nombre de origen líbico, y la lectura
“lzbl” que debería interpretarse como “pertenece al príncipe”.
Así mismo, el estudio de los jarros de boca de seta y trilobulada de la Península Ibérica llevó a I.
Negueruela (1983: 262, 265, 274 y 276) a proponer una fecha de finales del siglo VIII a. C. para los
ejemplares localizados en las tumbas 13 y 20, de la primera mitad del siglo VII para la 19B y de la
segunda mitad de dicha centuria para los de la tumba 12. Dicha datación fue mantenida con ocasión
de la revisión efectuada por el citado autor de todo el material cerámico fenicio documentado en la
necrópolis (Negueruela, 1985: 193-205), por lo que estableció una seriación cronológica en virtud de
la cual la tumba 13 se dataría entre los años 710-695 a. C., la 20 entre 705-690, la 19 entre 680-665,
la 12 entre 675-660, la 15 abarcaría desde el 665 al 640, la 2 desde el 650-625 y la 16 entre 635 y
625, siendo la más reciente la tumba 17 que data entre el 635 y el 620 a. C. Por su parte A. Peserico
(1996: 99-100) al examinar los jarros de boca de seta estimó que el más antiguo, que sitúa un poco
antes del 700 a. C., sería el de la tumba 13, en tanto los de las tumbas 12, 19B y 20 ocuparían un
margen temporal que estima entre el 700 y el 625 a. C. De otro lado, en función de los coeficientes
establecidos por H. Schubart (1976: 182-190) para los platos de engobe rojo, su excavador estimó
que el de la tumba 13 se dataría hacia el 700 a. C., los de las tumbas 2 y 12 a mediados del siglo VII
y los de las sepulturas 16 y 17 a finales de esta última centuria (Pellicer Catalán, 2007: 60 y 70). Sin
embargo, la comparación de los jarros y platos aquí hallados con las secuencias estratigráficas de
distintos yacimientos orientales ha llevado a F. J. Núñez (2013: 38-45) a establecer que la totalidad de
estos enterramientos debe situarse temporalmente entre el 650 y el 625 a. C.
El estudio de estos materiales propició que se intentara ofrecer una datación de todas las sepulturas en
lo que se definió como “estratigrafía horizontal” (Pellicer Catalán, 1963: 72; 2007: 10; Mederos Martín
y Ruiz Cabrero, 2002: 46), denominación de la que se ha afirmado que “utilizar datos artefactuales y no
estratigráficos la convierte en estratigrafía falsa, y por eso se desaconseja su actual nomenclatura” (Harris,
1991: 209). En virtud de la cual según Pellicer la tumba 2 debe datarse entre los años 710-700 a. C., la 14
entre 700-670 a. C., la 19 en 670 a. C., la 13 entre 660-650 a. C., la 12 entre 660-640 a. C., las núms. 5, 10
y 11 en 640 a. C., las tumbas 3 y 16 en el 630 a. C. y las 1, 2, 17 y 18 en 625 a. C.
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Fig. 9. Urna alabastrina de la tumba 3
con inscripción fenicia (fuente: autor).
Fig. 10. Vaso de alabastro de Apofis I (fuente: autor).
En todo caso parece aceptarse (Pellicer Catalán, 2007: 72; García Alfonso, 2017: 163) que la mayor
parte de las tumbas más antiguas, aunque no todas, se situarían en las cotas más altas del cerro, siendo en
ese espacio donde se encuentran casi todos los vasos de alabastro, las dos cotilas griegas y las tres cáscaras
de huevo de avestruz. Sin embargo, ello no es obstáculo para que se haya propuesto que son justamente
aquellas situadas en cotas más bajas que albergan vasos de alabastro las que resultan ser más arcaicas
(Ramos Sainz, 1986: 31).
Respecto a los dos recipientes helenos para beber cabe recordar que el más antiguo fue quizás elaborado
en un taller corintio (García Alfonso, 2017: 162), dudándose del origen del más moderno hasta el punto de
que se ha propuesto que se trata de una imitación fabricada en Pitecusa o Cumas, fechando la primera cotila
a comienzos del siglo VIII y la segunda en la primera mitad del VII a. C. (Shefton, 1982: 342). No obstante,
y como necesidad ante el nuevo panorama que han venido aportando las dataciones radiocarbónicas, se ha
producido una revisión de la fecha que debe otorgarse a las producciones geométricas griegas (Torres Ortiz,
1998: 57), de manera que en la actualidad se tiende a elevar la cronología de estos vasos cerámicos hasta
los años finales del siglo VIII a. C. (García Alfonso, 2017: 163 y 167).
En definitiva, vemos cómo existen dos tendencias a la hora de datar esta necrópolis, una que podemos
considerar alta que la sitúa desde finales del siglo VIII hasta las postrimerías del VII a. C., y otra corta que
las ubica temporalmente hacia la mediación de esta última centuria, fechas que en todo caso quedan muy
lejos de la que ofrecen los espléndidos recipientes de alabastro de los que hablaremos enseguida.
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V. LOS VASOS DE ALABASTRO DEL CERRO DE SAN CRISTÓBAL
La veintena de sepulturas documentadas en esta necrópolis han proporcionado un total de 22 recipientes
pétreos de origen egipcio, lo que la convierte en el yacimiento peninsular que más piezas de estas
características ha facilitado. Estos vasos muestran formas egipcias junto a otras que cabe considerar
levantinas (Culican, 1979: 28), pues como se ha puesto de manifiesto (Núñez Calvo, 2013, 40) algunas de
ellas guardan una estrecha similitud con recipientes cerámicos fenicios como ánforas, cráteras y calderos.
Esta circunstancia no debe extrañarnos, ya que a lo largo del Bronce Medio llegaron a Egipto ánforas del
tipo “canaanite jugs” según ponen de manifiesto los ejemplares descubiertos en Menfis, Tell el-Amarna o
Deir el-Medina (Bavay, 2015: 132-140), las cuales fueron copiadas en piedra a partir de la Dinastía XVIII
(Lilyqust, 1995: 7).
Uno de estos recipientes se vincula con la Dinastía XV, en tanto el resto corresponden a piezas fabricadas
durante el reinado de los faraones de la Dinastía XXII, de las que cinco muestran cartelas jeroglíficas
grabadas originalmente que aluden a varios monarcas o altos sacerdotes pertenecientes a dicha dinastía,
mientras que las restantes 16 carecen de ellas aunque en una se pintó un texto fenicio en el momento de su
colocación en la sepultura.
Hablando ya del ejemplar más antiguo de estos objetos alabastrinos, hemos de hacer mención a un
vaso sin asas en cuya superficie se grabó una inscripción jeroglífica del monarca hicso de la Dinastía
XV Apofis I (fig. 10), así como una de sus hermanas llamada Charudjet que es conocida precisamente
gracias a este vaso, el cual cabe fechar entre los últimos años del siglo XVII y comienzos del XVI a. C.
(Molina Fajardo y Padró i Parcerisa, 1983a: 35-43; 1983b: 79-83). Recientemente se ha sugerido que éste
sería uno de los vasos canopos de dicho faraón, siendo el segundo que alcanzaría estas costas junto con
el descubierto en Churriana (Rodríguez Violat, 2013: 11). Sin embargo, creemos que dicha hipótesis no
explica la existencia del texto escrito sobre el borde del vaso sexitano, que no sería visible si se tapase
como sucede en estos contenedores de vísceras, sin olvidar las serias dudas que existen sobre la verdadera
procedencia del ejemplar malagueño. En efecto, este canopo fue publicado por Francisco Pérez Bayer en
1792 como perteneciente a un sacerdote de nombre Wahibra-Hu, quien habría vivido durante la Dinastía
XXVII (Baena del Alcázar, 1979: 16-18). El problema estriba en que la tapadera muestra un babuino que no
se corresponde con la que debía llevar, de manera que todo indica que no es la original sino que ésta habría
sido sustituida en algún momento, lo que ha hecho suponer que su llegada al extremo occidente puede ser
obra de algún coleccionista en época moderna (Martín Ruiz, 2018: 98-99).
Dos de los vasos de la Dinastía XXII que muestran inscripciones jeroglíficas corresponden a Osorkon
II cuyo reinado se viene situando entre los años 874-850 a. C., en uno de los cuales se grabó también una
figura del dios Bes (tumbas 17 y 20). Uno a Takelot II que ocupó el trono entre los años 850 y 825 a. C. –
tumba 1A–, otro más en la tumba 15A en la que se alude a un Osorkon que se ha sugerido pudo ser un hijo
de Takelot II que habría alcanzado el estatus de gran sacerdote de Amón en la ciudad de Tebas falleciendo
hacia el año 785 a. C. (Pellicer Catalán, 2005: 20), y un último a Sheshonq III –tumba 16– quien ejerció el
reinado desde el año 825 al 773 a. C. (Padró i Parcerisa, 1975: 756; 1983a: 57, 64, 69 y 77; 1986: 216-220),
al que se le añadió un texto en pseudojeroglífico que se cree pudo ser redactado en Fenicia por alguien que
debía desconocer dicha escritura (Pellicer Catalán, 2005: 20).
Sobre cómo alcanzaron estos materiales las costas de Almuñécar se han emitido diversas hipótesis.
Así, para unos serían fruto del saqueo de las tumbas reales de Tanis, tras lo cual habrían sido vendidas
(Maluquer de Motes, 1963: 59-60; Gamer-Wallert, 1973: 408; Negueruela, 1984: 200; Velázquez Brieva,
2002: 113-114; Pellicer Catalán, 2005: 20), si bien ello no explicaría la presencia del vaso de Apofis I. Otros
postulan que estos objetos salieron de Sidón con ocasión del saqueo al fue sometido la ciudad por los asirios
en el año 677 a. C. (Culican, 1970: 31), aun cuando ello depende de la cronología que otorguemos a estas
tumbas. Finalmente, y esta opción nos parece la más aceptable, otros autores defienden que estos vasos
fueron empleados por los faraones egipcios como obsequios diplomáticos en sus relaciones internacionales
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con otros reinos, de manera que el principal circuito por el que se movían era el de las casas reales (Padró
i Parcerisa, 1975: 756-757; Oggiano, 2010: 181 y 186; Dixon, 2013: 141, Elayi, 2018: 68), aun cuando por
extensión podemos asociarlos también con individuos pertenecientes a los sectores aristocráticos (López
Castro, 2006: 78-81). En este sentido una prueba a favor de dichos contactos serían los descubrimientos
realizados en Heraclópolis Magna que ponen de manifiesto la existencia de productos fenicios en este lugar
durante el III Período Intermedio, esto es, los siglos IX-VIII a. C. (Padró i Parcerisa, 1988: 1978: 68).
Aunque se ha venido considerando que estos materiales debían contener vino de gran calidad (Padró
i Parcerisa, 1986: 527), los análisis realizados a un ejemplar de la Dinastía XVIII muestran que contenía
ungüentos perfumados, sin olvidar que otro procedente de Asur tenía escrito “aceite de los príncipes”
(López Castro, 2006: 81-82), lo que encaja con los análisis realizados a los recipientes cilíndricos de
alabastro hallados en los depósitos fundacionales del templo de Deir el-Bahri del siglo XV a. C. en los que
se comprobó que también se habían almacenado bálsamos aromáticos (Serpico, 2011: 848-862).
VI. LA DATACIÓN DE LA DINASTÍA XXII EGIPCIA
Puesto que hemos hablado de los vasos hallados en esta necrópolis y el problema cronológico que
suscitan, parece conveniente volver nuestros ojos hacia el lugar de donde vinieron como es Egipto,
y examinar la cronología que cabe otorgar a la Dinastía XXII por ser la más cuestionada en este
sentido. Tradicionalmente la Dinastía XV ha sido fechada entre los siglos XVII y XV a. C., en tanto
la Dinastía XXII lo hace entre los años 950 a 730 a. C., fechas que se basan sobre todo en las listas
reales egipcias redactadas por el sacerdote Manetón en época helenística. Ahora bien, como es sabido
esta célebre obra nos ha llegado a través de autores como Flavio Josefo, Julio el Africano, Eusebio o
Jorge el Monje, este último más conocido como Sincelos, lo que implica que ésta no se ha transmitido
completa, sin olvidar tampoco que en la parte conservada podamos valorar una posible selección,
cuando no manipulación, del texto original.
Decimos esto porque lo cierto es que, según señala C. Vidal (1993: 34-35) en su traducción de dicha
obra, la división establecida por Manetón en 31 dinastías no se sostiene en la actualidad, indicándose que
“los datos sobre la III Dinastía resultan imposibles de utilizar, menciona una VII Dinastía que, posiblemente,
no existió, la etimología relacionada con los hicsos es errónea, su atribución de un origen tanita a la Dinastía
XXIII es equivocada, así como las cifras que da en relación con la Dinastía XXII”. De esta forma si
examinamos la versión del Africano con la que ofrece Eusebio podremos comprobar cómo si en el primero
la duración total de la Dinastía XXII es de 120 años, en el segundo apenas queda reducida a 49, e incluso
tampoco coincide si nos referimos a otra dinastía considerada como menos problemática en este sentido, la
número XV, puesto que según el Africano se habría prolongado durante 284 años, cifra que Eusebio reduce
a 251 años.
Lo cierto es que, aunque se ha afirmado que la cronología egipcia “it is very close to exact from 945/1070
B.C.” (Kitchen, 2002: 11), la evidencia “to show that the existing Egyptian timetable is too long and leads
to chronological problems” (Thins, 2010: 172). Ello resulta particularmente notable en lo concerniente
al Tercer Período Intermedio al que pertenece la Dinastía XXII, la cual resulta ser una etapa compleja
cuya cronología se ve seriamente cuestionada hasta el extremo de haberse propuesto que algún faraón, en
concreto Takelot II, debería incluirse entre los miembros de la siguiente dinastía real (Horning et al., 2006:
493), lo que nos habla de la gran inseguridad con que nos movemos.
Por ello no resulta extraño que se haya puesto en duda la datación asignada a estos monarcas, hasta el
extremo de considerar que sería más acertado rebajar las fechas tradicionales hacia fines del siglo IX y la
mayor parte del VIII a. C. (James, 1993: 228 y 243-249). En consecuencia, recientemente se ha propuesto
que Takelot II habría ascendido al trono el año 770 a. C., en tanto su sucesor Sheshonq III lo habría hecho el
año 766 a. C. (Thijs, 2010: 176-189), lo que acortaría este largo período de amortización. Dicha cronología
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más corta tendría además la ventaja de coincidir con la fecha asignada al origen de algunos tipos de ánforas,
como acontece con las Cintas 282/283 cuya datación inicial se sitúa justamente en el siglo VIII a. C.
(Guerrero, 1989: 157; Oggiano, 2017: 183), las cuales muestran la misma forma que vemos en varios de
estos vasos de alabastro, caso de los hallados en las tumbas 3 y 12.
Esta tendencia a rebajar algunas décadas la cronología de la Dinastía XXII egipcia corre paralela con las
nuevas fechas que se están obteniendo para el inicio de la presencia fenicia en el sur de la Península Ibérica.
En efecto, ha podido comprobarse cómo éstos pueden remontarse cuando menos a las últimas décadas del
siglo IX a. C. según vemos en un número cada vez mayor de yacimientos, tanto fenicios como indígenas,
que ofrecen dataciones en no pocas ocasiones apoyadas en análisis de Carbono 14. Así, en Huelva se han
descubierto materiales que se han datado entre fines del siglo X y el IX a. C. (González de Canales Cerisola
et al., 2004: 179-188), al igual que en La Rebanadilla junto con su necrópolis de Cortijo de San Isidro donde
se han datado en las últimas décadas del siglo IX a. C. (Sánchez Sánchez-Moreno et al., 2011: 189-190 y
193). Un ejemplo significativo lo proporciona el castro Dos Ratinhos donde sobre el 830 a. C. los fenicios
construyeron un recinto sagrado que será destruido hacia el 760 a. C. (Berrocal-Rangel et al., 2012: 170180), fechas que no desentonan con las que aportan otros enclaves autóctonos como Acinipo, Cerro de la
Mora o Vejer de la Frontera (Torres Ortiz, 1998: 51-52). Incluso de yacimientos coloniales clásicos como
pueden ser Toscanos, Morro de Mezquitilla o el cerro de Alarcón se han obtenido muestras que avalan la
mayor antigüedad de este momento inicial (Pingel, 2002: 249; 2006: 150).
Así pues, cabe apreciar cómo en la actualidad se tiende a bajar algunas décadas la cronología que
tradicionalmente se ha venido asignando a estos vasos de piedra, al mismo tiempo que se procede a elevar
la de los productos helenos geométricos y protocorintios. Todo ello de forma paralela a una reconsideración
de los comienzos de la llegada de los primeros navegantes fenicios al sur peninsular que hoy en día se
acepta tuvo lugar a lo largo de la segunda mitad del siglo IX a. C., y que en el caso concreto de Almuñécar
se sitúa en los primeros años del siglo VIII a. C. (Molina Fajardo y Bannour, 2000: 1645), aunque no se
dispone todavía de dataciones radiocarbónicas que podrían retrasar aún más este momento.
VII. LOS VASOS DE ALABASTRO EN FENICIA
En realidad apenas sabemos cuál era el papel que tenían estos recipientes en la propia Fenicia puesto que
se han hallado muy pocos ejemplares en esta zona, buena parte de los cuales fueron descubiertos desde
antiguo por lo que no conocemos bien el contexto con el que debían relacionarse. Sin embargo, queda claro
que al menos ya desde el III milenio a. C. estos vasos se vinculaban en Próximo Oriente con dos ámbitos no
exentos de conexiones entre ellos, como son los dioses y los reyes, poseyendo un elevado valor social no
solo a causa de tratarse de un elemento exótico que representaba el poder y la riqueza, sino por su contenido
simbólico como material grato a los dioses junto con el oro y el marfil, lo que explica también su aparición
en sus necrópolis (Mustafa, 2015: 41-42). En efecto, en emplazamientos tan destacados como Ur, Uruk,
Kish, Lagash, Mari o Akad los reyes, miembros de las familias reales y altos dignatarios depositaron estos
recipientes como ofrendas en los templos, al mismo tiempo que se enterraron con ellos según reflejan los
cementerios reales de Ur o las necrópolis de Tep Hissar IIIC y Sahr-i Soknt (Casanova, 1991: 71-82 y 96).
Como no puede ser de otra forma al tratarse de una sociedad oriental, estos mismos parámetros los vemos
reproducidos en Fenicia. Así, nos consta que ya en el II milenio Ugarit recibía vasos de alabastro como
regalos diplomáticos de los faraones de la Dinastía XVIII (López Castro, 2006: 80), ya que conviene tener
en consideración que la redistribución de objetos de lujo está íntimamente imbricada con el mantenimiento
del liderago (Service, 1984: 93). En este sentido podemos hacer mención a los aposentos reales del Palacio
Real donde los vasos compartían espacio con otros productos de lujo, así como la Habitación 21 en la que
se encontró un fragmento en el que se había representado el matrimonio entre el rey ugarítico Niqmadu y
una princesa egipcia (Cunchillos, 1992: 76-77).
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Igualmente significativo resulta el caso de la ciudad de Biblos, donde los encontramos tanto en el
templo de Ba´lat Gebal en el que se recogieron ejemplares de las Dinastías IV-V (Sowada, 2009: 130-135;
Elayi, 2018: 90), como en sus tumbas reales en las que se enterraron con ricos objetos egipcios elaborados
durante el siglo XIX a. C. junto con un vaso de alabastro que mostraba la cartela del faraón Amenemhat IV
de los siglos XVIII-XVII a. C. (Nigro, 2008: 160-161). Otros dos ejemplares, uno de los cuales presenta un
cartucho del faraón Ramsés II de la Dinastía XIX, formaba parte del ajuar con el que fue enterrado el rey
de Ahiram de esta ciudad alrededor del año 1000 a. C. y que ya por entonces constituían una antigüedad
(Montet, 1928: 225; Dixon, 2013: 38; Elayi, 2018: 169).
El descubrimiento de otro de estos vasos de alabastro con la cartela del faraón Takelot III en el palacio
del monarca asirio Asarhadon en Assur resulta sumamente ilustrativo, por cuanto sabemos gracias a los
textos que mostraba que había pertenecido al “tesoro” del monarca Abdmikulti de Sidón (Culican, 1970:
29-30; García y Bellido, 1970: 20-21), y al que también se ha sugerido que pudo pertenecer otro vaso
depositado en el Museo de Beirut (Oggiano, 2010: 184). Además, se han recuperado varios ejemplares
en Nimrud, en uno de los cuales se había grabado un texto pseudojeroglífico escrito por un fenicio que
desconocía dicha escritura como vimos que sucedía en el caso del vaso de Sheshonq III (Pellicer Catalán,
2007: 52; Oggiano, 12010: 185), habiéndose descubierto en sus necrópolis reales cerca de una veintena de
ejemplares (Mahmoud Hussein, 2015: 65-68, 147 y 160).
Respecto al cauce a través del cual llegaron estos objetos hasta Assur existe un acuerdo generalizado a
la hora de considerar que debieron formar parte del botín que el monarca asirio obtuvo tras acabar con la
sublevación sidonia en el año 667 a. C. Lo que no está tan claro es cómo había conseguido el rey sidonio
estos vasos, aunque parece probable pensar que serían una herencia de monarcas anteriores conformando
el tesoro real como expresamente se nos dice en el ejemplar hallado en Assur. En todo caso, resulta muy
interesante comprobar el elevado valor que tanto el monarca fenicio como el asirio otorgaban a estos
objetos, así como el prolongado uso que se les dio como reflejaría este último vaso pues habiendo sido
fabricado en el siglo VIII a. C. todavía una centuria más tarde seguía teniendo una vida útil.
VIII. ¿RECUERDOS DE LOS ANTEPASADOS?
A tenor de lo expuesto cabe admitir que, sea cual sea la cronología que se otorgue a los materiales cerámicos
de esta necrópolis, existe un desfase temporal respecto a los vasos de alabastro que será también mayor
o menor según la datación que se asigne a la Dinastía XXII, obviando lógicamente el ejemplar de Apofis
I. Ahora bien, el problema sigue siendo cómo debemos interpretar este margen temporal y su aparición
en esta necrópolis. Por nuestra parte estamos de acuerdo en descartar por completo, como se ha hecho
(Pernigotti, 1988: 274), que respondan a un mero afán coleccionista pues creemos que se trata de un tema
mucho más complejo. Desde nuestro punto de vista pensamos que una posible explicación sería considerar
que se trata de objetos que obviamente tenían un marcado valor intrínseco, pero que poseían también
un elevado valor simbólico por cuanto serían herencia o reliquias de los antepasados del grupo familiar
enterrado en Almuñécar (Prados Martínez, 2007: 159-160). E incluso, caso de aceptar la datación baja
para estos enterramientos y confirmarse la cronología elevada para las cotilas griegas, también podrían ser
consideradas como una antigüedad con la que se enterró su último propietario.
En realidad esta circunstancia no resulta en modo alguno inusual en el contexto mediterráneo, pues
cabe recordar cómo los reyes ugaríticos de los siglos XIV y XIII a. C. usaron sellos dinásticos que
fueron fabricados mucho antes, en el siglo XVIII a. C., e incluso uno kasita que se data entre los años
1750 a 1550 a. C. (Cunchillos, 1992: 63-64). Además del caso ya comentado anteriormente de Ahiram
de Biblos que se enterró con un vaso de Ramsés II (Montet, 1928: 225), este mismo hecho ha podido
comprobarse en diversos puntos como la sepultura 176 de Tiro fechable en el siglo IX a. C. donde se
había depositado un escarabeo de los siglos XIII-XII a. C. (Aubet Semmler, 2015: 37), la tumba 67 de
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la necrópolis de Skales en Chipre, fechada en el siglo XI a. C. pero donde se depositó un sello egipcio
de los siglos XV-XIV a. C., así como la fosa 201 del cementerio cretense de Knosos norte datada en la
misma fecha que la tumba anterior y que albergaba un casco micénico del siglo XIV a. C. Igualmente
cabe citar el denominado tesoro griego de Tirinto que contenía un sello hitita del II milenio a. C.,
y varias tumbas de la necrópolis de Perati cerca de Atenas de los siglos XII-XI a. C. en las que se
hallaron cartuchos egipcios, un amuleto hitita y un sello mitannio que se datan en ese mismo milenio,
sin olvidar la necrópolis de Toumba, de los siglos XI-IX a. C, donde se enterraron una mujer con un
collar babilonio y un varón con un cilindro sello sirio que fueron también fabricados en el II milenio
a. C. (Ruiz-Gálvez Priego, 2007: 131, 144, 157, 161 y 164).
Pero no solo podemos traer a colación ejemplos de este hecho en yacimientos del Mediterráneo
central y oriental, sino que en el propio mediodía peninsular es posible citar el caso de la figurita de
alabastro (fig. 11) obra de un taller sirio que se ha venido datando en el siglo VIII a. C., la cual fue
descubierta en la tumba núm. 20 de la necrópolis ibérica de Galera cuya cronología no se remonta más
allá de la segunda mitad del siglo V a. C., y que recientemente se ha vinculado con aspectos regios
(Almagro-Gorbea, 2010: 8-22). Además, en el propio ámbito fenicio se puede aludir a la tumba hallada
en 1874 en Vélez-Málaga (fig. 12) de la que solo se documentó un collar en el que se había insertado un
cilindro sello mitannio de los siglos XV-XIII a. C. que habría sido fabricado en un taller chipriota (García
Alfonso, 1998: 52-63; Mederos Martín, 2005: 45-56). E incluso varios vasos de alabastro de la Dinastía
XXII, junto con otro más que se ha atribuido a la Dinastía XV, fueron empleados como urnas funerarias
en sepulturas gaditanas de época romana, una de ellas colectiva (Muñoz Vicente, 2002: 26), y tal vez otro
más hallado sin contexto que fue reutilizado como urna en un momento indeterminado (García y Bellido,
Fig. 11. Estatuilla de alabastro de Galera
(fuente: autor).
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Fig. 12. Cilindro sello hallado en Vélez-Málaga (fuente: García Alfonso).
1970: 22-23). Finalmente, y para no extendernos en demasía en estos ejemplos, bástenos comentar el
hallazgo de una serie de cráteras griegas así como armas de los siglos V-IV a. C. en la cámara funeraria
aristocrática de la necrópolis de Piquía en Arjona, mucho más tardía puesto que se data en la mediación
del siglo I a. C., y donde se depositaron los restos del príncipe ibérico Iltirtiiltir y su familia, elementos
que se ha sugerido habrían sido trasladados desde un enterramiento a otro a fin de afianzar los lazos
de unión con los antepasados de este linaje indígena (Rueda Galán y Olmos Romera, 2017: 30; Ruiz
Rodríguez y Molinos Molinos, 2017: 43 y 47).
Conviene tener presente cómo en las sociedades antiguas la clase social y la pertenencia a un grupo familiar
eran cuestiones de vital trascendencia para el individuo, de donde la importancia dada a la genealogía como se
advierte en el caso de Magón quien en su urna se remonta hasta su abuelo Hilles. Este hecho confería una gran
relevancia a la herencia de los antepasados que conformaban el “tesoro” familiar, el kemelion que en Homero
está constituido por objetos de metal y tejidos. Estos objetos, que nunca son vendidos, no solo eran atesorados
por su valor intrínseco sino que otorgaban prestigio y estatus a sus poseedores (Finley, 1986: 72, 76 y 91-92).
En este sentido Homero nos proporciona excelentes ejemplos de estos objetos que, como se ha señalado, tienen
una “biografía” propia (González-Ruibal, 2006: 146; Ruiz-Gálvez Priego, 2013: 175), y de los que quizás baste
uno extraído del canto X de la Ilíada donde nos comenta la azarosa vida del casco de Ulises/Odiseo pues “era
el que Antólico había robado en Eleón a Amintor Orménida, horadando la pared de su casa, y que luego dio en
Escandia a Anfidamante de Citera; Anfidamante lo regaló, como presente de hospitalidad, a Molo; este lo cedió
a su hijo Meriones para que lo llevara y entonces hubo de cubrir la cabeza de Ulises”. Estos preciados bienes
solían ser preservados y controlados por las mujeres más destacadas del grupo aristocrático, como también
nos refleja algún pasaje homérico, esta vez de la Odisea (XXI, 30-40), en el que es Penélope quien va a por un
arco al almacén donde su guardan, circunstancia que también se ha sugerido debió ocurrir en el ámbito de la
sociedad ibérica peninsular (Ruiz Rodríguez y Molinos Molinos, 2017: 51-52), pero que no podemos constatar
fehacientemente en lo concerniente al mundo fenicio.
En el caso concreto de Almuñécar creemos que el uso común que hacen de estos contenedores como
urnas cinerarias puede reflejar que se trata de un grupo familiar del más alto estatus social. Algunos indicios
avalan el elevado aprecio que sus propietarios tenían por estos objetos, como es el hecho de que no dudaron
en usarlos como urnas a pesar de faltarles un asa en el caso de los depositados en las tumbas 16 y 20, en
tanto el de la tumba 3 fue reparado y el de la 15A necesitó de un lañado en una de sus asas para que esta no
se separara del resto del cuerpo (Pellicer Catalán, 1963: 18, 22, 24 y 38).
Es preciso recordar que en esta sociedad oriental, como en cualquier otra de ámbito estatal jerarquizado,
resulta de vital importancia pertenecer a un linaje aristocrático por cuanto este hecho permite a sus miembros
acceder a una serie de recursos vetados o de difícil consecución para los restantes grupos sociales. Este
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hecho les iguala a otros sectores privilegiados de distintos ámbitos culturales (Hernando, 2002, 160 y 162),
quienes se dotan de una serie de símbolos que los identifican como tales y que, siendo esta circunstancia de
suma trascendencia, se transmiten de generación en generación incrementando su valor simbólico, pues no
debemos olvidar que cuanto mayor sea el prestigio obtenido por un determinado linaje, mayor será también
el de los hombres y mujeres que lo integran (Friedman, 1977: 202).
Algunos autores han relacionado esta circunstancia con un modelo tomado de la antropología
estructuralista como es el denominado de “sociedades de Casa” (Wilk y Rathje, 1982: 620-625; González
Ruibal, 2006: 144-145; Ruiz-Gálvez Priego, 2013: 104-105). Sin embargo, su aplicación directa al ámbito
que ahora nos ocupa no parece factible, ya que nos hallamos ante una sociedad de carácter estatal para la que
los propios defensores de dicho modelo han indicado que resulta incompatible, dada la existencia de clases
sociales (Ruiz-Gálvez Priego, 2018: 17). Ahora bien, es necesario tener presente que algunos de los aspectos
que definen a las sociedades de Casas, como es el tema que ahora nos incube de los antepasados, también
están presentes en comunidades estatales puesto que, aunque toda sociedad estructurada estatalmente
conlleva un debilitamiento de los lazos parentales en beneficio de la pertenencia a una clase social, esto no
significa su desaparición por cuanto contribuyen precisamente a delimitar los diversos grupos sociales de
un determinado espectro social (Sarmiento Fradera, 1992: 87).
Inclusive cabe admitir que en el ámbito de los más privilegiados estos grupos familiares cobran una gran
relevancia por cuanto defienden su posición de preeminencia, aun cuando entre ellos también existe una clara
jerarquía sobresaliendo, como es lógico suponer, aquel al que pertenece el monarca. Dichos grupos suelen tener
un “cabeza de linaje” que en ocasiones ve reforzado su protagonismo por estar entre los primeros en habitar un
lugar (Mair, 1970: 219-220), entendiendo linaje como grupos de filiación parental con un antepasado común
(Friedman, 1977: 198-199), siendo no pocas veces la mayor o menor cercanía a este ancestro original el que
determine que un linaje pueda gozar de una mayor autoridad y poder que otros (Sarmiento Fradera, 1992: 9192). En este sentido resulta muy interesante recordar que suele ser norma general en los ambientes aristocráticos
que el primogénito detente el mayor rango, lo que conlleva que sean los miembros con menores expectativas de
heredar los más propensos a fundar nuevos establecimientos en otras zonas (Service, 1984: 97).
En las sociedades antiguas suele ser habitual adorar a los antepasados (Service, 1984: 97 y 111), por
lo que debemos intentar comprender la importancia que los ancestros tenían en el marco de la sociedad
fenicia. El culto a unos antepasados regios divinizados, lo que conllevaba un control ideológico sobre el
resto de la sociedad (Sarmiento Fradera, 1992. 92), está presente ya desde el II milenio a. C. como reflejan
algunos textos ugaríticos que aluden a unos rapiuma (Caquot, 1976: 297-299; Olmos Lete, 1996: 74-77),
si bien a lo largo del siguiente milenio pasaron a simbolizar la totalidad de los difuntos bajo el nombre de
refaim, aunque sin perder su vinculación con las casas reales según reflejan las inscripciones grabadas en los
sarcófagos de Ahiram de Biblos y Eshumazor II de Sidón (Ribichini, 2003: 17). Dado que estos ancestros
heroizados, que cabría paralelizar con los Manes romanos según vienen a poner de manifiesto algunas
inscripciones norteafricanas (Ribichini, 2003: 19), podían jugar un importante papel como protectores de
todo el grupo familiar (Xella, 1992: 373), era obligado llevar a cabo una serie de ceremonias sagradas
centradas sobre todo en los banquetes rituales (Jiménez Flores, 2002: 126-127).
IX. EL GRUPO FAMILIAR DEL CERRO DE SAN CRISTÓBAL
Como se ha señalado para el caso de la necrópolis de Al-Bass en Tiro, nos hallamos ante un área de
enterramientos correspondiente a un grupo familiar que ocupa reiteradamente un mismo espacio (Guerrero
Vila, 2017: 18). Dicho grupo se apropia de un lugar como es una colina que usan en exclusiva –el Cerro
de San Cristóbal– y sin que sea en modo alguno casual que sea un accidente geográfico de este tipo, por
cuanto desde el punto de vista religioso fenicio la montaña es el lugar en el que habitan los dioses, hecho
que vemos ya en la Edad del Bronce ugarítico (Cunchillos, 1992: 35 y 93).
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Aunque algunos autores han planteado el origen cartaginés de estos individuos (Ferrón, 1970: 183184; Negueruela, 1991: 203), en la actualidad se considera que se trata de un grupo familiar vinculado
directamente con Fenicia. Estos se habrían enterrado con recipientes traídos de Oriente que fueron
fabricados en el país del Nilo, si bien recientes estudios sugieren la posible existencia de artesanos fenicios
instalados en dicho territorio, sobre todo si tenemos presente el influjo oriental en los vasos que muestran
las formas anfóricas del tipo Cintas 232/233 (Oggiano, 2010: 191-192; Bonadies, 2015: 542-543).
Aquí se depositaron los restos de al menos 22 individuos, aunque por desgracia carecemos de análisis
paleoantropológicos que nos informen acerca de la edad y el sexo de las personas que conformaron este
grupo familiar, por lo que hemos de contentarnos con el escueto comentario que hace su excavador sobre la
tumba 1 según el cual habría contenido un adulto –tumba 1A– y un infante –tumba 1B– (Pellicer Catalán,
1963: 16; 2007: 22). De ser así, resulta tentador pensar que podríamos estar ante un enterramiento femenino
a juzgar por los pendientes, acompañado de su hijo, hecho que está constatado en otra tumba arcaica de
Chorreras (Martín Ruiz, 2017: 125). Además, los textos fenicios conservados en una de las urnas y un
plato nos hablan de otros cuatro varones (mgn, rs, hls y zbg), a los que como acabamos de indicar tal vez
podamos sumar una mujer y un individuo infantil, sin que quepa descartar que otro de sus componentes
hubiera fallecido lejos del hogar.
Si como hemos visto el margen temporal de esta necrópolis es de un siglo aproximadamente, es decir,
unas tres generaciones según se ha señalado (Pellicer Catalán, 2007: 26), no deja de resultar interesante
constatar cómo éstas son precisamente las que se han identificado en el vaso de la tumba 3A, siendo Hilles
el nombre del primero que habría sido enterrado en la necrópolis, seguido de su hijo Arish y su nieto
Magón, quien deja claro su deseo de recordar su genealogía en el texto que le iba a acompañar en su otra
vida. Incluso quizás no debamos descartar que se trate de algún ancestro importante originario de la propia
Fenicia, pues no debemos olvidar que mientras que Magón y Arish son nombres bien conocidos en el marco
colonizador fenicio mediterráneo, Hilles es más extraño y localizado por ahora en la propia área levantina
(Zamora López, 2013: 360-361).
Sobre quiénes fueron los componentes de esta familia apenas podemos especular. Ahora bien, si
recordamos el pasaje sobre la fundación de Cartago transmitido por Justino (XVIII, 4) y corroborado por
Menandro de Éfeso a través de Flavio Josefo (Contra Apión, I, XVII, 106), podemos constatar cómo fue
una empresa eminentemente aristocrática en la que participaron miembros de la casa real tiria pues Elisa
era hija y hermana de reyes (Wagner, 2000: 33-35). Estos hombres y mujeres encabezaban la expedición
dado su elevado estatus social, en el caso concreto de Elisa acompañada de senadores. Tampoco debemos
olvidar que Almuñécar fue el primer punto del extremo occidente en el que desembarcaron los fenicios
como indica Estrabón (Geografía, III, 5, 5), en una empresa en la que claramente era partícipe el estado
tirio (Aubet Semmler, 1987: 231).
Así pues, no consideramos extraño que estos viajes iniciales hasta un territorio todavía no poblado por ellos
fueran dirigidos por personas afines a la casa real de la metrópoli, o muy cercanos a ella. Ello significaría que el
grupo familiar enterrado en la necrópolis del cerro de San Cristóbal, donde se localizan las tumbas más antiguas
conocidas en este enclave y que ya hemos visto tenía un elevado estatus social, podía ser el responsable de la
fundación de esta colonia, el cual se hizo acompañar de valiosas importaciones egipcias que contaban con un
dilatado pasado. Indudablemente este planteamiento se vería reforzado si aceptásemos la lectura “pertenece al
príncipe” del grafito escrito sobre el plato, si bien, y dado que ésta no es segura, preferimos no considerarla.
Aunque las personas aquí enterradas son continuadoras de un linaje que hunde sus raíces en Fenicia
pudiendo representar a aquellos antepasados míticos en lo que se ha llamado “antepasados de memoria
larga”, quienes en última instancia justifican su privilegiado estatus social (Ruiz Rodríguez, Molinos
Molinos, 2018: 53), estos recién llegados resultan ser los fundadores de un nuevo linaje en un territorio
que comenzaba a ser colonizado, dando inicio a lo que se podría definir como la identidad colonial fenicia
occidental (Ordóñez Fernández, 2013-2014: 16-17).
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X. CONCLUSIONES
Como hemos podido comprobar en las páginas anteriores, la necrópolis del Cerro de San Cristóbal/
Laurita presenta una interesante problemática que viene dada por las distintas cronologías que aportan los
materiales depositados en estos enterramientos, si bien no debemos olvidar que por desgracia solamente
pudo excavarse una parte de la misma, lo que significa que algunos de sus ajuares fueron saqueados y nos
son desconocidos hasta el momento. Sus características corresponden a lo que cabría esperar al tratarse de
sepulturas arcaicas, es decir, incineraciones secundarias dentro de pozos excavados en una de las laderas
del cerro que, a veces, pueden mostrar nichos en sus laterales. En este sentido no deja de resultar interesante
constatar que en todos los casos nos hallamos ante un tipo de ritual sumamente homogéneo y estandarizado
que nos recuerda lo constatado en las necrópolis arcaicas tirias como puede ser Al-Bass (Guerrero Vila,
2017: 24), homogeneidad que sin duda ayudaba a fortalecer los lazos de pertenencia a un grupo familiar,
siendo notoria la existencia de estos grupos en Oriente como se ha detectado en las agrupaciones de urnas
cinerarias de la mencionada necrópolis (Aubet Semmler, 2015: 37).
Todas ellas emplearon como urnas cinerarias ricos vasos egipcios de alabastro de la Dinastía XV y,
sobre todo, la XXII, cuya cronología se sitúa entre los siglos IX y VIII a. C. en una tendencia a rebajar
algunos años las fechas asignadas al reinado de varios de sus faraones. Por el contrario, se advierte un
incremento en las dataciones que se han venido otorgando a las cerámicas griegas protocorintias, las cuales
se ha propuesto situar ahora entre 740 y 710 a. C. (García Alfonso, 2017: 169-173). En cuanto a los ajuares,
integrados en su práctica totalidad por recipientes cubiertos de engobe rojo, también se han planteado
diversas dataciones que abarcan desde los últimos años del siglo VIII hasta finales del VII a. C. Ahora
bien, sea cual sea la estimación temporal que asignemos a estos últimos, resulta forzoso admitir que existió
un margen de tiempo entre el momento en el que se fabricaron los vasos de alabastro y aquel en el que se
depositaron en estas tumbas.
Estos vasos tuvieron unos canales de distribución muy restringidos, pues se vinculan con las casas reales
y los sectores aristocráticos ligados a ella. En el mundo antiguo era habitual que estos grupos familiares de
alto estatus acumulasen determinados objetos de elevado valor intrínseco y marcada carga simbólica que
denotaban su posición social privilegiada. Así mismo, era usual que éstos se transmitiesen de generación
en generación, e incluso que se acompasen con ellos en sus sepulturas para ser usados en el más allá.
Creemos que esta circunstancia podría explicar su presencia en estas tumbas de Almuñécar, pues estas
personas constituyen el conjunto más rico de todos los conocidos hasta el momento en este hábitat, siendo
igualmente la que ha proporcionado los enterramientos más antiguos y que cabe descartar por completo
tengan relación con Cartago sino que se vinculan directamente con Fenicia.
Sobre quiénes fueron estas personas apenas podemos decir nada, salvo que quizás los enterrados en la
tumba 1 podían ser una mujer y su hijo, junto con cuatro hombres si aceptamos que todos los nombres escritos
en la urna de Magón fueron enterrados aquí, algo que resulta factible desde el punto de vista cronológico, así
como el del plato de engobe rojo. Así mismo, no cabe descartar que otra de estas personas hubiera fallecido
lejos y no hubieran podido darle sepultura, lo que explicaría que la tumba 18 se encontrase vacía excepción
hecha de algunos fragmentos cerámicos que consideramos responden a ofrendas de los familiares.
En los últimos años se ha incidido en la aplicación de un modelo antropológico, como es el de las
“sociedades de Casa”, a la hora de intentar explicar la trascendencia de los grupos familiares y la existencia
de objetos con una “historia” propia que se heredan de generación en generación por su alto valor simbólico
y social. Ahora bien, aunque algunos principios de este modelo podrían ser aplicables en este caso, no
creemos que pueda caracterizar a esta comunidad habida cuenta que su naturaleza estatal implica la
preeminencia de la pertenencia a una clase social sobre los lazos de parentesco, por más que estos últimos
no desaparezcan sino que adquieran nuevas formas y sirvan para perpetuar las desigualdades sociales,
siendo conveniente no olvidar que dicho modelo fue deducido del comportamiento de casas nobiliarias
medievales que claramente vivían en sociedades estatales.
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Así pues, nos hallaríamos ante el mejor ejemplo conocido hasta el momento del uso de reliquias o
recuerdos de unos antepasados aristocráticos en el ámbito fenicio del extremo occidente. Traídos desde la
metrópolis, estos lujosos vasos de alabastro sirvieron como contenedores de sus últimos restos incinerados,
contribuyendo a homogeneizar este importante núcleo familiar que pensamos pudo encabezar la fundación
de esta colonia.
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Archivo de Prehistoria Levantina
Vol. XXXIII, Valencia, 2020, p. 119-142
ISSN: 0210-3230 / eISSN: 1989-0508
Juan Antonio MARTÍN RUIZ a
¿Recuerdos de los antepasados?
La utilización de vasos de alabastro en la necrópolis
fenicia del Cerro de San Cristóbal / Laurita
(Almuñécar, Granada)
RESUMEN: Estudiamos los hallazgos efectuados en la necrópolis fenicia del Cerro de San Cristóbal/
Laurita en Almuñécar (Granada), prestando especial atención a los vasos de alabastro usados como
urnas cinerarias. Éstos muestran una discrepancia cronológica respecto a la fecha que se ha asignado
a los enterramientos, cuya datación sigue siendo objeto de polémica entre los investigadores. Creemos
que una explicación a este margen temporal sería considerar que se trata de recuerdos o reliquias de
antepasados traídos desde oriente por un grupo familiar de elevado estatus social, posiblemente de
carácter aristocrático, que habría tenido un gran protagonismo en la fundación de esta colonia.
PALABRAS CLAVE: alabastro, egipcios, antepasados, Cerro de San Cristóbal, Laurita, Almuñécar,
fenicios, necrópolis.
Mementos from ancestors? The use of alabaster vessels in the phoenician
necropolis of Cerro de San Cristóbal / Laurita (Almuñécar, Granada)
ABSTRACT: We study the findings made in the Phoenician necropolis of Cerro de San Cristóbal/
Laurita in Almuñécar (Granada), paying special attention to the alabaster vessels used as cinerary
urns. These show a chronological disagreement with respect to the date that has been assigned to the
burials, whose dating remains controversial among the researchers. We believe that an explanation to
this chronological difference would be to consider them as mementos or relics from ancestors brought
from the east by a family group of high social status, possibly of aristocratic character, which would
have had a great prominence in the foundation of this colony.
KEY WORDS: alabaster, Egiptian, ancestors, Cerro de San Cristóbal, Laurita, Almuñécar, Phoenicians,
necropolis.
a
Universidad Internacional de Valencia.
ORCID: 0000-0002-5272-4815
juanantonio.martinr@campusviu.es
Recibido: 21/03/2019. Aceptado: 17/10/2019.
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J. A. Martín Ruiz
I. INTRODUCCIÓN
El sur de la Península Ibérica ha proporcionado una de las colecciones de vasos egipcios de alabastro más
importantes entre las conocidas hasta el momento en todo el Mediterráneo, excepción hecha como es lógico
del propio país del Nilo. Sin lugar a dudas uno de los conjuntos más espectaculares y prolífico de este tipo
de piezas nos remite a la necrópolis fenicia del Cerro de San Cristóbal-Laurita en Almuñécar (Granada)
(fig. 1), cuya presencia ha sido objeto de interesantes debates pues todas ellas ofrecen una cronología más
elevada que la que cabe asignar a los enterramientos en los que fueron depositadas.
Esta circunstancia ha motivado que existan discrepancias respecto a la datación que cabe asignar a este
yacimiento, cuestión que afecta no solo a los recipientes pétreos, sino a otras importaciones como sucede
con las cerámicas griegas e inclusive con los propios materiales fenicios documentados. Por ello creemos
de interés centrar nuestra atención en el examen de este yacimiento contemplando las prácticas rituales
llevadas a cabo, así como los diversos objetos que conforman sus ajuares, de los que por desgracia se ha
perdido una parte.
Fig. 1. Localización del yacimiento
del Cerro de San Cristobal
(Almuñécar, Granada).
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¿Recuerdos de los antepasados? La utilización de vasos de alabastro el Cerro de San Cristóbal / Laurita
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Así mismo, procuramos ofrecer una interpretación a la presencia de estos objetos de piedra, examinando
para ello el uso que les dieron los fenicios en su propia tierra, y que pueden ser considerados como elementos
que contribuyen a unificar la identidad de un grupo social aristocrático colonial instalado en las costas
granadinas. Ello tiene lugar en unos momentos en los que está comenzando a forjarse una nueva sociedad que
hemos dado en llamar fenicia occidental, y que poco a poco comenzamos a constatar que tuvo una identidad
propia aunque siempre ligada a su origen levantino (López Castro, 2004: 155-159). En esta línea el interés
se ha centrado hasta el momento mayoritariamente en precisar cuáles fueron las identidades étnicas de estos
colonos y su posible plasmación en el registro arqueológico, así como los distintos grupos sociales en los que
se integraron (Álvarez Martí-Aguilar y Ferrer Albelda, 2009: 170-180; Ordóñez Fernández, 2013: 10-15),
si bien el papel que jugaron los antepasados ha quedado un tanto relegado, junto con aquellas evidencias
materiales que podían hablarnos de herencias recibidas que ayudarían a simbolizar el estatus social, asunto
con el que justamente relacionamos los vasos de alabastro egipcios hallados en esta necrópolis.
II. LA NECRÓPOLIS DEL CERRO DE SAN CRISTÓBAL
Como es bien sabido, esta necrópolis granadina facilitó una veintena de sepulturas (fig. 2), si bien como reconoce
su propio excavador únicamente pudo excavarse una parte de la misma, apenas el 45% (Pellicer Catalán, 2007:
22), de manera que solo podemos estar seguros de que las tumbas 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19 y 20 conservaban
sus ajuares íntegros, excepción hecha de la sepultura 18 en la que no se halló ningún enterramiento. Otras
cinco fueron parcialmente documentadas (tumbas 1, 2, 3, 10 y 11), en tanto se desconoce casi por completo el
contenido de las seis restantes (tumbas 4, 5, 6, 7, 8 y 9). Todo apunta a que no existieron más sepulturas por lo
que se puede considerar como un área de enterramientos completa (Pellicer Catalán, 1963: 7; 2007: 47 y 65),
aunque hay quien considera que pudo albergar alguna más (Negueruela, 1991: 202).
Todas ellas consisten en pozos más o menos irregulares excavados en la roca del cerro (fig. 3), bien
simples o con uno o dos nichos laterales en los que se depositaban las urnas y sus ajuares, cerrándose
posteriormente los nichos y fondos de los pozos con lajas de piedra tras lo cual se procedía a rellenarlos
con tierra y piedras. Su excavador propuso una tipología de las mismas en función de la cual el tipo A
comprendería las tumbas con urnas en nichos laterales (tumbas 3, 14, 17 y 20), el B las que presentan
dos nichos con enterramientos (tumbas 15 y 19), el C las que muestran un doble enterramiento en nichos
(tumbas 1 y 3), el D incluiría a aquellas que contenían una urna en su fondo (tumbas 10, 11, 12, 13 y 16),
y el E la única que apareció vacía (Pellicer Catalán, 1963: 11). Así mismo, algún autor ha establecido con
posterioridad una tipología de las mismas incluyendo estos enterramientos en varios tipos como serían
el VI-1-a que corresponde a pozos simples, VI-1-b a los pozos simples con urnas, VII-1-b o pozos con
una cámara lateral y urna cineraria, VII-3-a en los que agrupa los pozos con una pequeña cámara lateral
y urna que muestran otra urna opuesta, y un último, como es el VII-3-b, que representa a los pozos con
dos cámaras laterales opuestas (Tejera Gaspar, 1979: 46, 80, 85 y 105). Ahora bien, creemos que ambas
tipologías resultan en exceso complejas, máxime cuando algunos tipos solo son diferenciados por la
presencia o ausencia de urnas confundiéndose así el continente con el contenido (Lull y Picazo, 1989:
17), cuando en realidad se trata de un tipo muy simple de pozo que puede llevar nichos laterales, pero
que en sí mismas no presentan diferencias significativas.
Nueve de ellas son individuales (tumbas 2, 10, 11, 12, 13, 14, 17, 19 y 20), tres dobles (tumbas 1,
3, y 15), y una más, la núm. 18, apareció vacía. En un intento de explicar este hecho su excavador llegó
a sugerir que una vez excavada habría sido abandonada al imponerse el uso de las cámaras funerarias
(Pellicer Catalán, 2007: 25). Sin embargo, por nuestra parte no descartamos que pudiera tratarse de un
cenotafio que recordase a un miembro de la familia fallecido sin que pudiera recuperarse su cuerpo cuando
ya estaban instalados en este lugar, circunstancia que explicaría la presencia de restos cerámicos hallados
en su interior que nos hablarían de posibles ofrendas realizadas en su memoria.
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Fig. 2. Planta de la necrópolis de Cerro de San Cristóbal (fuente: García Alfonso).
De la tumba 1 solo se conservaron dos pendientes y un anillo con escarabeo de oro, mientras que el vaso de
alabastro de mayores dimensiones albergaba, además de los huesos humanos incinerados, un asa de bronce que
M. Pellicer (2007: 67; Aubet Semmler, 1986: 126-127) considera pertenecería a un recipiente ritual con asas de
mano. Ahora bien, aun en el caso de que así fuese, algo que no está claro pues no ha sido incluido en algunos
de los repertorios elaborados sobre estas piezas (Cuadrado, 1966: 9-16; Caldentey Rodríguez et al., 1996: 192196), y en otros se considera posible pero con dudas (Prada Junquera, 1986: 111-112), parece que nunca se
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Fig. 3. Enterramientos de la necrópolis de Cerro de San Cristóbal (fuente: autor).
depositó el recipiente entero como vemos en la cámara funeraria del aristócrata cartaginés Yada’milk del primer
cuarto del siglo VII a. C., la cual mostraba un nicho lateral en el que se había depositado un asa muy parecida
a ésta (Gras et al., 1991: 176-180). De hecho, otros investigadores a los que nos sumamos (Culican, 1970-71:
313) valoran como más factible que tanto este hallazgo como el cartaginés pertenezcan a partes metálicas de
cajas de madera. Por su parte el alabastro de menor tamaño contenía una laña de estaño, tal vez un pasador
como se ha sugerido (Negueruela, 1985: 204), en lo que se valoró como una incineración infantil.
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En la tumba 2 se constató la aparición junto al alabastro de una lucerna de dos mechas y fragmentos de
platos decorados con engobe rojo, así como un brazalete de bronce dentro de la urna. De la tumba 3 solo se
pudo recuperar un pendiente de plata y una cuenta de collar de piedra que fueron halladas dentro de uno de
los vasos de alabastro. Por su parte, de las 4 a 9 procederían algunos de los vasos de alabastro publicados con
posterioridad a los trabajos arqueológicos que carecían de contexto (Molina Fajardo y Padró i Parcerisa, 198384: 284-291; Molina Fajardo, 2000: 1646), mientras que de la tumba 10 provendría una cáscara de huevo de
avestruz (Savio, 2004: 70). Además, con las tumbas 4 a 10 pueden relacionarse otra cáscara de avestruz, así
como fragmentos cerámicos de dos cuencos grises, dos ánforas fenicias y otra jonia, tres ollas y tres platos de
engobe rojo, en tanto que de la tumba 11 solo se conservó la urna.
Hablando ahora de las que pudieron ser excavadas, hemos de aludir a ocho enterramientos, seis
individuales y dos dobles. Respecto a las tumbas 12 y13 diremos que, además de los alabastros, contenían
un plato, un jarro de boca de seta y otro de boca trilobulada, la 14 un alabastro, un amuleto, un estuche
porta-amuletos, un brazalete y una cuenta de collar. La 15 ofreció dos alabastros, un plato y una lucerna de
dos mechas, todos ellos cubiertos de engobe rojo, en tanto a la urna de la 16 le acompañaban un escarabeo
y un plato con un grafito que haría alusión a su propietario, y a la de la 17 un plato de engobe rojo además
de su urna alabastrina (fig. 4). A ellas podemos sumar la 19A con su urna que facilitó una cáscara de huevo
de avestruz (Savio, 2004: 71), la 19B un alabastro (fig. 5), un jarro de boca de seta (fig. 6) y otro trilobulada
con engobe rojo (fig. 7), dos cotilas (fig. 8), una punta o laña de hierro y fragmentos de un plato de engobe
rojo y un ánfora. Por último, la tumba 20 albergaba otros dos jarros como los anteriores, un escaraboide de
pasta vítrea y un fragmento de un ánfora (Pellicer Catalán, 1963: 26-40; 2007: 21-26).
Fig. 4. Vaso de alabastro de la tumba 17A
(fuente: autor).
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Fig. 5. Vaso de la tumba 19A
(fuente: autor).
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Fig. 6. Jarro de boca de seta de la tumba 19B
(fuente: autor).
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Fig. 7. Jarro de boca trilobulada de la tumba 19B
(fuente: autor).
Fig. 8. Cotilas griegas de la tumba 19B (fuente: García Alfonso).
Como cabe advertir, esta necrópolis muestra una gran uniformidad ya señalada por su excavador desde
un primer momento (Pellicer Catalán, 2005: 19), tanto en lo referente al mismo tipo de sepultura en pozo
como al uso común que se hace de la incineración como rito, además de la utilización de vasos de alabastro
como contenedores fúnebres y los elementos de ajuar que se han conservado, donde predomina, aunque
no es exclusiva, la cerámica decorada con engobe rojo que constituye una vajilla entroncada directamente
con el mundo oriental metropolitano.
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III. LAS PRÁCTICAS RITUALES
Según dijimos el ritual seguido en este yacimiento es la incineración, común a todas las sepulturas más
antiguas conocidas hasta el momento en la Península Ibérica (Martín Ruiz, 2017: 124). Consisten en
incineraciones secundarias ya que los cuerpos no fueron quemados en el mismo lugar en el que se depositaron
los restos, y sin que en el proceso de cremación se acompañaran de sus amuletos y objetos de adorno
personal puesto que no muestran signos de haber estado en contacto con las llamas. Con posterioridad los
restos óseos fueron introducidos en los vasos de alabastro, no sabemos si separados de las cenizas aunque
es lo más probable (Ramos Sainz, 1986: 63).
Una vez excavados los pozos, estos vasos eran introducidos en su fondo o bien en un nicho lateral, depositando
las urnas directamente sobre el suelo o calzándolas con piedras o fragmentos cerámicos, siendo probable que
se cubrieran con piedras como sucede en Tiro Al-Bass (Pellicer Catalán, 1963: 64; Aubet Semmler, 2004: 55)
aunque en el caso de la tumba 16 se ha propuesto que fue un plato el que cumplió tal función (Mederos Martín
y Ruiz Cabrero, 2002: 45). Un detalle interesante es que todos los alabastros hallados en el transcurso de la
excavación presentaban sus inscripciones siempre dirigidas hacia la entrada de la sepultura, en lo que puede
considerarse como un deseo de proteger su contenido (Ramos Sainz, 1986: 115).
Cuatro de estas sepulturas (núms. 12, 13, 19B y 20) ofrecen un conjunto formado por un jarro de boca de
seta y otro de boca trilobulada, los primeros conteniendo ungüentos o sustancias perfumadas (Negueruela,
1991: 201), mientras que los segundos habrían servido como contenedores de vino (Delgado Hervás, 2008:
174). Las ofrendas de alimentos son muy escasas, ya que únicamente en una de ellas se documentó la
presencia de restos de fauna, en concreto en un plato de la tumba 12 que, ante la falta de analíticas, se
supone pueden ser de un roedor (Ramos Sainz, 1986: 69), o de un ave (Delgado Hervás, 2008: 178), sin que
su excavador se decidiera por uno u otro (Pellicer Catalán, 1963: 20).
En otras cinco (tumbas 1B, 3, 14, 16B y 20) se encontraron amuletos o estuches porta amuletos, siendo
los escarabeos los más abundantes, cuyo fuerte cariz mágico tenía como finalidad proteger al difunto en el
tránsito a la otra vida (Jiménez Flores, 2001: 182). Para algún autor (Negueruela, 1991: 201) las lucernas
halladas no habrían formado parte de los ajuares ni de las ofrendas colocadas, sino que respondería a su uso
por parte de las personas que depositaron los cuerpos.
Algunos vasos de piedra –tumbas 10 y 11– mostraban en sus superficies restos de ocre rojizo, lo que puede
interpretarse como un elemento de marcado carácter protector, ocre que también vemos en el interior de la cáscara
de huevo de avestruz de la tumba 19A (Ramos Sainz, 1986: 109), aun cuando su decoración está muy gastada pero
sin que impida apreciar el uso de motivos geométricos como las aspas y animales, caso de unas aves. Así mismo,
estas cáscaras, que fueron cortadas tomando el aspecto de un vaso y pueden encuadrarse en la forma II con bordes
lisos rectos de la forma 6a de San Nicolás Pedraz (1976: 83 y 92), ofrecen también un simbolismo religioso por
cuanto el huevo en la religión fenicia tiene un marcado papel regenerador (Savio, 2004: 104).
La aparición de fragmentos cerámicos en el relleno de la tumba 17 consistentes en platos de engobe rojo
y un vaso pintado cerrado, así como en la tumba 18 donde se recogieron restos de ollas a mano y a torno
(Pellicer Catalán, 2007: 25 y 120), podrían asociarse con la realización de honras fúnebres consistentes en
ofrendas o banquetes realizados con posterioridad al sepelio por los familiares, bien conocidos en el ámbito
fenicio (Ramos Sainz, 1986: 117).
IV. LA CRONOLOGÍA DE LA NECRÓPOLIS DEL CERRO DE SAN CRISTÓBAL
No cabe duda que uno de los problemas más debatidos de este yacimiento es la cronología que debe
asignarse a sus enterramientos. En un primer momento estas sepulturas fueron datadas por su excavador
en la primera mitad del siglo VII a. C., tomando como referencia la cronología aportada por las dos cotilas
protocorintias (Pellicer Catalán, 1963: 66; Maluquer de Motes, 1963: 59). Este hecho planteaba un problema
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en relación con la fecha que cabe asignar a los vasos de alabastro al pertenecer a momentos anteriores,
como son los siglos XVI y sobre todo IX y VIII a. C., circunstancia que se solventó considerando que
habían experimentado un amplio período de amortización (Pellicer Catalán, 1963: 51-52), pero sin que en
última instancia se llegara a explicar su causa.
Años más tarde se replanteó la cronología que cabe otorgar al vaso de alabastro de la tumba 3A (fig. 9),
en cuya superficie exterior se había pintado una inscripción de la que se han ofrecido múltiples lecturas y
que fue leída por J. Ferrón (1970: 179-180; Fuentes Estañol, 1986: 10) como “‘ryt mgn bn h(l)s” que cabe
traducir como “restos quemados de Magón, hijo de Hls”, la cual basándose en criterios paleográficos se
consideró que podía fecharse en los últimos años del siglo VIII a. C., lo que venía a ampliar el espectro
temporal del yacimiento. Por su parte J. M. Solá Solé (1976: 193-196) lee “qbr z mgn bn bds bn h(l)s” lo
que se traduciría como “este sepulcro de mgn hijo de bds hijo de h(l)s”. Sin embargo, M. G. Amadasi (1994:
199-200) rebajaba de nuevo su datación hasta el siglo VII a. C. proponiendo una nueva lectura “m’rt mgn
bn h(n)m(l)qrt” que leía de la siguiente forma: “Ipogeo di Magone, figlio di Hannimelqart”, datación que
no desentona en exceso con la indicada por M. A. Zamora, como es mediados del siglo VII a. C., quien
propone que debe leerse como “qbrt mgn bn rs bn hls”, es decir, “tumba de Magón, hijo de Arish, hijo de
Hilles” (Zamora López, 2013: 353-362; 2019: 1488-1491).
Del mismo modo, el grafito escrito post cocción en el plato de la tumba 16 presenta serias dificultades
en su lectura, hasta el punto de dudarse si debe leerse invertido como si hubiera sido usado como tapadera
de la urna. Aceptando el primer sentido de su lectura se ha sugerido que debe ser “b’g”, considerándose
un nombre cuya data se situaría entre los siglos VII-VI a. C. (Rölling, 1986: 56 y 58). Por su parte, como
dijimos, otros autores creen que debe leerse invertida (Mederos Martín y Ruiz Cabrero, 2002: 45), si bien
dudan entre “lzbg” que podría traducirse como “pertenece a zbg”, nombre de origen líbico, y la lectura
“lzbl” que debería interpretarse como “pertenece al príncipe”.
Así mismo, el estudio de los jarros de boca de seta y trilobulada de la Península Ibérica llevó a I.
Negueruela (1983: 262, 265, 274 y 276) a proponer una fecha de finales del siglo VIII a. C. para los
ejemplares localizados en las tumbas 13 y 20, de la primera mitad del siglo VII para la 19B y de la
segunda mitad de dicha centuria para los de la tumba 12. Dicha datación fue mantenida con ocasión
de la revisión efectuada por el citado autor de todo el material cerámico fenicio documentado en la
necrópolis (Negueruela, 1985: 193-205), por lo que estableció una seriación cronológica en virtud de
la cual la tumba 13 se dataría entre los años 710-695 a. C., la 20 entre 705-690, la 19 entre 680-665,
la 12 entre 675-660, la 15 abarcaría desde el 665 al 640, la 2 desde el 650-625 y la 16 entre 635 y
625, siendo la más reciente la tumba 17 que data entre el 635 y el 620 a. C. Por su parte A. Peserico
(1996: 99-100) al examinar los jarros de boca de seta estimó que el más antiguo, que sitúa un poco
antes del 700 a. C., sería el de la tumba 13, en tanto los de las tumbas 12, 19B y 20 ocuparían un
margen temporal que estima entre el 700 y el 625 a. C. De otro lado, en función de los coeficientes
establecidos por H. Schubart (1976: 182-190) para los platos de engobe rojo, su excavador estimó
que el de la tumba 13 se dataría hacia el 700 a. C., los de las tumbas 2 y 12 a mediados del siglo VII
y los de las sepulturas 16 y 17 a finales de esta última centuria (Pellicer Catalán, 2007: 60 y 70). Sin
embargo, la comparación de los jarros y platos aquí hallados con las secuencias estratigráficas de
distintos yacimientos orientales ha llevado a F. J. Núñez (2013: 38-45) a establecer que la totalidad de
estos enterramientos debe situarse temporalmente entre el 650 y el 625 a. C.
El estudio de estos materiales propició que se intentara ofrecer una datación de todas las sepulturas en
lo que se definió como “estratigrafía horizontal” (Pellicer Catalán, 1963: 72; 2007: 10; Mederos Martín
y Ruiz Cabrero, 2002: 46), denominación de la que se ha afirmado que “utilizar datos artefactuales y no
estratigráficos la convierte en estratigrafía falsa, y por eso se desaconseja su actual nomenclatura” (Harris,
1991: 209). En virtud de la cual según Pellicer la tumba 2 debe datarse entre los años 710-700 a. C., la 14
entre 700-670 a. C., la 19 en 670 a. C., la 13 entre 660-650 a. C., la 12 entre 660-640 a. C., las núms. 5, 10
y 11 en 640 a. C., las tumbas 3 y 16 en el 630 a. C. y las 1, 2, 17 y 18 en 625 a. C.
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J. A. Martín Ruiz
Fig. 9. Urna alabastrina de la tumba 3
con inscripción fenicia (fuente: autor).
Fig. 10. Vaso de alabastro de Apofis I (fuente: autor).
En todo caso parece aceptarse (Pellicer Catalán, 2007: 72; García Alfonso, 2017: 163) que la mayor
parte de las tumbas más antiguas, aunque no todas, se situarían en las cotas más altas del cerro, siendo en
ese espacio donde se encuentran casi todos los vasos de alabastro, las dos cotilas griegas y las tres cáscaras
de huevo de avestruz. Sin embargo, ello no es obstáculo para que se haya propuesto que son justamente
aquellas situadas en cotas más bajas que albergan vasos de alabastro las que resultan ser más arcaicas
(Ramos Sainz, 1986: 31).
Respecto a los dos recipientes helenos para beber cabe recordar que el más antiguo fue quizás elaborado
en un taller corintio (García Alfonso, 2017: 162), dudándose del origen del más moderno hasta el punto de
que se ha propuesto que se trata de una imitación fabricada en Pitecusa o Cumas, fechando la primera cotila
a comienzos del siglo VIII y la segunda en la primera mitad del VII a. C. (Shefton, 1982: 342). No obstante,
y como necesidad ante el nuevo panorama que han venido aportando las dataciones radiocarbónicas, se ha
producido una revisión de la fecha que debe otorgarse a las producciones geométricas griegas (Torres Ortiz,
1998: 57), de manera que en la actualidad se tiende a elevar la cronología de estos vasos cerámicos hasta
los años finales del siglo VIII a. C. (García Alfonso, 2017: 163 y 167).
En definitiva, vemos cómo existen dos tendencias a la hora de datar esta necrópolis, una que podemos
considerar alta que la sitúa desde finales del siglo VIII hasta las postrimerías del VII a. C., y otra corta que
las ubica temporalmente hacia la mediación de esta última centuria, fechas que en todo caso quedan muy
lejos de la que ofrecen los espléndidos recipientes de alabastro de los que hablaremos enseguida.
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V. LOS VASOS DE ALABASTRO DEL CERRO DE SAN CRISTÓBAL
La veintena de sepulturas documentadas en esta necrópolis han proporcionado un total de 22 recipientes
pétreos de origen egipcio, lo que la convierte en el yacimiento peninsular que más piezas de estas
características ha facilitado. Estos vasos muestran formas egipcias junto a otras que cabe considerar
levantinas (Culican, 1979: 28), pues como se ha puesto de manifiesto (Núñez Calvo, 2013, 40) algunas de
ellas guardan una estrecha similitud con recipientes cerámicos fenicios como ánforas, cráteras y calderos.
Esta circunstancia no debe extrañarnos, ya que a lo largo del Bronce Medio llegaron a Egipto ánforas del
tipo “canaanite jugs” según ponen de manifiesto los ejemplares descubiertos en Menfis, Tell el-Amarna o
Deir el-Medina (Bavay, 2015: 132-140), las cuales fueron copiadas en piedra a partir de la Dinastía XVIII
(Lilyqust, 1995: 7).
Uno de estos recipientes se vincula con la Dinastía XV, en tanto el resto corresponden a piezas fabricadas
durante el reinado de los faraones de la Dinastía XXII, de las que cinco muestran cartelas jeroglíficas
grabadas originalmente que aluden a varios monarcas o altos sacerdotes pertenecientes a dicha dinastía,
mientras que las restantes 16 carecen de ellas aunque en una se pintó un texto fenicio en el momento de su
colocación en la sepultura.
Hablando ya del ejemplar más antiguo de estos objetos alabastrinos, hemos de hacer mención a un
vaso sin asas en cuya superficie se grabó una inscripción jeroglífica del monarca hicso de la Dinastía
XV Apofis I (fig. 10), así como una de sus hermanas llamada Charudjet que es conocida precisamente
gracias a este vaso, el cual cabe fechar entre los últimos años del siglo XVII y comienzos del XVI a. C.
(Molina Fajardo y Padró i Parcerisa, 1983a: 35-43; 1983b: 79-83). Recientemente se ha sugerido que éste
sería uno de los vasos canopos de dicho faraón, siendo el segundo que alcanzaría estas costas junto con
el descubierto en Churriana (Rodríguez Violat, 2013: 11). Sin embargo, creemos que dicha hipótesis no
explica la existencia del texto escrito sobre el borde del vaso sexitano, que no sería visible si se tapase
como sucede en estos contenedores de vísceras, sin olvidar las serias dudas que existen sobre la verdadera
procedencia del ejemplar malagueño. En efecto, este canopo fue publicado por Francisco Pérez Bayer en
1792 como perteneciente a un sacerdote de nombre Wahibra-Hu, quien habría vivido durante la Dinastía
XXVII (Baena del Alcázar, 1979: 16-18). El problema estriba en que la tapadera muestra un babuino que no
se corresponde con la que debía llevar, de manera que todo indica que no es la original sino que ésta habría
sido sustituida en algún momento, lo que ha hecho suponer que su llegada al extremo occidente puede ser
obra de algún coleccionista en época moderna (Martín Ruiz, 2018: 98-99).
Dos de los vasos de la Dinastía XXII que muestran inscripciones jeroglíficas corresponden a Osorkon
II cuyo reinado se viene situando entre los años 874-850 a. C., en uno de los cuales se grabó también una
figura del dios Bes (tumbas 17 y 20). Uno a Takelot II que ocupó el trono entre los años 850 y 825 a. C. –
tumba 1A–, otro más en la tumba 15A en la que se alude a un Osorkon que se ha sugerido pudo ser un hijo
de Takelot II que habría alcanzado el estatus de gran sacerdote de Amón en la ciudad de Tebas falleciendo
hacia el año 785 a. C. (Pellicer Catalán, 2005: 20), y un último a Sheshonq III –tumba 16– quien ejerció el
reinado desde el año 825 al 773 a. C. (Padró i Parcerisa, 1975: 756; 1983a: 57, 64, 69 y 77; 1986: 216-220),
al que se le añadió un texto en pseudojeroglífico que se cree pudo ser redactado en Fenicia por alguien que
debía desconocer dicha escritura (Pellicer Catalán, 2005: 20).
Sobre cómo alcanzaron estos materiales las costas de Almuñécar se han emitido diversas hipótesis.
Así, para unos serían fruto del saqueo de las tumbas reales de Tanis, tras lo cual habrían sido vendidas
(Maluquer de Motes, 1963: 59-60; Gamer-Wallert, 1973: 408; Negueruela, 1984: 200; Velázquez Brieva,
2002: 113-114; Pellicer Catalán, 2005: 20), si bien ello no explicaría la presencia del vaso de Apofis I. Otros
postulan que estos objetos salieron de Sidón con ocasión del saqueo al fue sometido la ciudad por los asirios
en el año 677 a. C. (Culican, 1970: 31), aun cuando ello depende de la cronología que otorguemos a estas
tumbas. Finalmente, y esta opción nos parece la más aceptable, otros autores defienden que estos vasos
fueron empleados por los faraones egipcios como obsequios diplomáticos en sus relaciones internacionales
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con otros reinos, de manera que el principal circuito por el que se movían era el de las casas reales (Padró
i Parcerisa, 1975: 756-757; Oggiano, 2010: 181 y 186; Dixon, 2013: 141, Elayi, 2018: 68), aun cuando por
extensión podemos asociarlos también con individuos pertenecientes a los sectores aristocráticos (López
Castro, 2006: 78-81). En este sentido una prueba a favor de dichos contactos serían los descubrimientos
realizados en Heraclópolis Magna que ponen de manifiesto la existencia de productos fenicios en este lugar
durante el III Período Intermedio, esto es, los siglos IX-VIII a. C. (Padró i Parcerisa, 1988: 1978: 68).
Aunque se ha venido considerando que estos materiales debían contener vino de gran calidad (Padró
i Parcerisa, 1986: 527), los análisis realizados a un ejemplar de la Dinastía XVIII muestran que contenía
ungüentos perfumados, sin olvidar que otro procedente de Asur tenía escrito “aceite de los príncipes”
(López Castro, 2006: 81-82), lo que encaja con los análisis realizados a los recipientes cilíndricos de
alabastro hallados en los depósitos fundacionales del templo de Deir el-Bahri del siglo XV a. C. en los que
se comprobó que también se habían almacenado bálsamos aromáticos (Serpico, 2011: 848-862).
VI. LA DATACIÓN DE LA DINASTÍA XXII EGIPCIA
Puesto que hemos hablado de los vasos hallados en esta necrópolis y el problema cronológico que
suscitan, parece conveniente volver nuestros ojos hacia el lugar de donde vinieron como es Egipto,
y examinar la cronología que cabe otorgar a la Dinastía XXII por ser la más cuestionada en este
sentido. Tradicionalmente la Dinastía XV ha sido fechada entre los siglos XVII y XV a. C., en tanto
la Dinastía XXII lo hace entre los años 950 a 730 a. C., fechas que se basan sobre todo en las listas
reales egipcias redactadas por el sacerdote Manetón en época helenística. Ahora bien, como es sabido
esta célebre obra nos ha llegado a través de autores como Flavio Josefo, Julio el Africano, Eusebio o
Jorge el Monje, este último más conocido como Sincelos, lo que implica que ésta no se ha transmitido
completa, sin olvidar tampoco que en la parte conservada podamos valorar una posible selección,
cuando no manipulación, del texto original.
Decimos esto porque lo cierto es que, según señala C. Vidal (1993: 34-35) en su traducción de dicha
obra, la división establecida por Manetón en 31 dinastías no se sostiene en la actualidad, indicándose que
“los datos sobre la III Dinastía resultan imposibles de utilizar, menciona una VII Dinastía que, posiblemente,
no existió, la etimología relacionada con los hicsos es errónea, su atribución de un origen tanita a la Dinastía
XXIII es equivocada, así como las cifras que da en relación con la Dinastía XXII”. De esta forma si
examinamos la versión del Africano con la que ofrece Eusebio podremos comprobar cómo si en el primero
la duración total de la Dinastía XXII es de 120 años, en el segundo apenas queda reducida a 49, e incluso
tampoco coincide si nos referimos a otra dinastía considerada como menos problemática en este sentido, la
número XV, puesto que según el Africano se habría prolongado durante 284 años, cifra que Eusebio reduce
a 251 años.
Lo cierto es que, aunque se ha afirmado que la cronología egipcia “it is very close to exact from 945/1070
B.C.” (Kitchen, 2002: 11), la evidencia “to show that the existing Egyptian timetable is too long and leads
to chronological problems” (Thins, 2010: 172). Ello resulta particularmente notable en lo concerniente
al Tercer Período Intermedio al que pertenece la Dinastía XXII, la cual resulta ser una etapa compleja
cuya cronología se ve seriamente cuestionada hasta el extremo de haberse propuesto que algún faraón, en
concreto Takelot II, debería incluirse entre los miembros de la siguiente dinastía real (Horning et al., 2006:
493), lo que nos habla de la gran inseguridad con que nos movemos.
Por ello no resulta extraño que se haya puesto en duda la datación asignada a estos monarcas, hasta el
extremo de considerar que sería más acertado rebajar las fechas tradicionales hacia fines del siglo IX y la
mayor parte del VIII a. C. (James, 1993: 228 y 243-249). En consecuencia, recientemente se ha propuesto
que Takelot II habría ascendido al trono el año 770 a. C., en tanto su sucesor Sheshonq III lo habría hecho el
año 766 a. C. (Thijs, 2010: 176-189), lo que acortaría este largo período de amortización. Dicha cronología
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¿Recuerdos de los antepasados? La utilización de vasos de alabastro el Cerro de San Cristóbal / Laurita
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más corta tendría además la ventaja de coincidir con la fecha asignada al origen de algunos tipos de ánforas,
como acontece con las Cintas 282/283 cuya datación inicial se sitúa justamente en el siglo VIII a. C.
(Guerrero, 1989: 157; Oggiano, 2017: 183), las cuales muestran la misma forma que vemos en varios de
estos vasos de alabastro, caso de los hallados en las tumbas 3 y 12.
Esta tendencia a rebajar algunas décadas la cronología de la Dinastía XXII egipcia corre paralela con las
nuevas fechas que se están obteniendo para el inicio de la presencia fenicia en el sur de la Península Ibérica.
En efecto, ha podido comprobarse cómo éstos pueden remontarse cuando menos a las últimas décadas del
siglo IX a. C. según vemos en un número cada vez mayor de yacimientos, tanto fenicios como indígenas,
que ofrecen dataciones en no pocas ocasiones apoyadas en análisis de Carbono 14. Así, en Huelva se han
descubierto materiales que se han datado entre fines del siglo X y el IX a. C. (González de Canales Cerisola
et al., 2004: 179-188), al igual que en La Rebanadilla junto con su necrópolis de Cortijo de San Isidro donde
se han datado en las últimas décadas del siglo IX a. C. (Sánchez Sánchez-Moreno et al., 2011: 189-190 y
193). Un ejemplo significativo lo proporciona el castro Dos Ratinhos donde sobre el 830 a. C. los fenicios
construyeron un recinto sagrado que será destruido hacia el 760 a. C. (Berrocal-Rangel et al., 2012: 170180), fechas que no desentonan con las que aportan otros enclaves autóctonos como Acinipo, Cerro de la
Mora o Vejer de la Frontera (Torres Ortiz, 1998: 51-52). Incluso de yacimientos coloniales clásicos como
pueden ser Toscanos, Morro de Mezquitilla o el cerro de Alarcón se han obtenido muestras que avalan la
mayor antigüedad de este momento inicial (Pingel, 2002: 249; 2006: 150).
Así pues, cabe apreciar cómo en la actualidad se tiende a bajar algunas décadas la cronología que
tradicionalmente se ha venido asignando a estos vasos de piedra, al mismo tiempo que se procede a elevar
la de los productos helenos geométricos y protocorintios. Todo ello de forma paralela a una reconsideración
de los comienzos de la llegada de los primeros navegantes fenicios al sur peninsular que hoy en día se
acepta tuvo lugar a lo largo de la segunda mitad del siglo IX a. C., y que en el caso concreto de Almuñécar
se sitúa en los primeros años del siglo VIII a. C. (Molina Fajardo y Bannour, 2000: 1645), aunque no se
dispone todavía de dataciones radiocarbónicas que podrían retrasar aún más este momento.
VII. LOS VASOS DE ALABASTRO EN FENICIA
En realidad apenas sabemos cuál era el papel que tenían estos recipientes en la propia Fenicia puesto que
se han hallado muy pocos ejemplares en esta zona, buena parte de los cuales fueron descubiertos desde
antiguo por lo que no conocemos bien el contexto con el que debían relacionarse. Sin embargo, queda claro
que al menos ya desde el III milenio a. C. estos vasos se vinculaban en Próximo Oriente con dos ámbitos no
exentos de conexiones entre ellos, como son los dioses y los reyes, poseyendo un elevado valor social no
solo a causa de tratarse de un elemento exótico que representaba el poder y la riqueza, sino por su contenido
simbólico como material grato a los dioses junto con el oro y el marfil, lo que explica también su aparición
en sus necrópolis (Mustafa, 2015: 41-42). En efecto, en emplazamientos tan destacados como Ur, Uruk,
Kish, Lagash, Mari o Akad los reyes, miembros de las familias reales y altos dignatarios depositaron estos
recipientes como ofrendas en los templos, al mismo tiempo que se enterraron con ellos según reflejan los
cementerios reales de Ur o las necrópolis de Tep Hissar IIIC y Sahr-i Soknt (Casanova, 1991: 71-82 y 96).
Como no puede ser de otra forma al tratarse de una sociedad oriental, estos mismos parámetros los vemos
reproducidos en Fenicia. Así, nos consta que ya en el II milenio Ugarit recibía vasos de alabastro como
regalos diplomáticos de los faraones de la Dinastía XVIII (López Castro, 2006: 80), ya que conviene tener
en consideración que la redistribución de objetos de lujo está íntimamente imbricada con el mantenimiento
del liderago (Service, 1984: 93). En este sentido podemos hacer mención a los aposentos reales del Palacio
Real donde los vasos compartían espacio con otros productos de lujo, así como la Habitación 21 en la que
se encontró un fragmento en el que se había representado el matrimonio entre el rey ugarítico Niqmadu y
una princesa egipcia (Cunchillos, 1992: 76-77).
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Igualmente significativo resulta el caso de la ciudad de Biblos, donde los encontramos tanto en el
templo de Ba´lat Gebal en el que se recogieron ejemplares de las Dinastías IV-V (Sowada, 2009: 130-135;
Elayi, 2018: 90), como en sus tumbas reales en las que se enterraron con ricos objetos egipcios elaborados
durante el siglo XIX a. C. junto con un vaso de alabastro que mostraba la cartela del faraón Amenemhat IV
de los siglos XVIII-XVII a. C. (Nigro, 2008: 160-161). Otros dos ejemplares, uno de los cuales presenta un
cartucho del faraón Ramsés II de la Dinastía XIX, formaba parte del ajuar con el que fue enterrado el rey
de Ahiram de esta ciudad alrededor del año 1000 a. C. y que ya por entonces constituían una antigüedad
(Montet, 1928: 225; Dixon, 2013: 38; Elayi, 2018: 169).
El descubrimiento de otro de estos vasos de alabastro con la cartela del faraón Takelot III en el palacio
del monarca asirio Asarhadon en Assur resulta sumamente ilustrativo, por cuanto sabemos gracias a los
textos que mostraba que había pertenecido al “tesoro” del monarca Abdmikulti de Sidón (Culican, 1970:
29-30; García y Bellido, 1970: 20-21), y al que también se ha sugerido que pudo pertenecer otro vaso
depositado en el Museo de Beirut (Oggiano, 2010: 184). Además, se han recuperado varios ejemplares
en Nimrud, en uno de los cuales se había grabado un texto pseudojeroglífico escrito por un fenicio que
desconocía dicha escritura como vimos que sucedía en el caso del vaso de Sheshonq III (Pellicer Catalán,
2007: 52; Oggiano, 12010: 185), habiéndose descubierto en sus necrópolis reales cerca de una veintena de
ejemplares (Mahmoud Hussein, 2015: 65-68, 147 y 160).
Respecto al cauce a través del cual llegaron estos objetos hasta Assur existe un acuerdo generalizado a
la hora de considerar que debieron formar parte del botín que el monarca asirio obtuvo tras acabar con la
sublevación sidonia en el año 667 a. C. Lo que no está tan claro es cómo había conseguido el rey sidonio
estos vasos, aunque parece probable pensar que serían una herencia de monarcas anteriores conformando
el tesoro real como expresamente se nos dice en el ejemplar hallado en Assur. En todo caso, resulta muy
interesante comprobar el elevado valor que tanto el monarca fenicio como el asirio otorgaban a estos
objetos, así como el prolongado uso que se les dio como reflejaría este último vaso pues habiendo sido
fabricado en el siglo VIII a. C. todavía una centuria más tarde seguía teniendo una vida útil.
VIII. ¿RECUERDOS DE LOS ANTEPASADOS?
A tenor de lo expuesto cabe admitir que, sea cual sea la cronología que se otorgue a los materiales cerámicos
de esta necrópolis, existe un desfase temporal respecto a los vasos de alabastro que será también mayor
o menor según la datación que se asigne a la Dinastía XXII, obviando lógicamente el ejemplar de Apofis
I. Ahora bien, el problema sigue siendo cómo debemos interpretar este margen temporal y su aparición
en esta necrópolis. Por nuestra parte estamos de acuerdo en descartar por completo, como se ha hecho
(Pernigotti, 1988: 274), que respondan a un mero afán coleccionista pues creemos que se trata de un tema
mucho más complejo. Desde nuestro punto de vista pensamos que una posible explicación sería considerar
que se trata de objetos que obviamente tenían un marcado valor intrínseco, pero que poseían también
un elevado valor simbólico por cuanto serían herencia o reliquias de los antepasados del grupo familiar
enterrado en Almuñécar (Prados Martínez, 2007: 159-160). E incluso, caso de aceptar la datación baja
para estos enterramientos y confirmarse la cronología elevada para las cotilas griegas, también podrían ser
consideradas como una antigüedad con la que se enterró su último propietario.
En realidad esta circunstancia no resulta en modo alguno inusual en el contexto mediterráneo, pues
cabe recordar cómo los reyes ugaríticos de los siglos XIV y XIII a. C. usaron sellos dinásticos que
fueron fabricados mucho antes, en el siglo XVIII a. C., e incluso uno kasita que se data entre los años
1750 a 1550 a. C. (Cunchillos, 1992: 63-64). Además del caso ya comentado anteriormente de Ahiram
de Biblos que se enterró con un vaso de Ramsés II (Montet, 1928: 225), este mismo hecho ha podido
comprobarse en diversos puntos como la sepultura 176 de Tiro fechable en el siglo IX a. C. donde se
había depositado un escarabeo de los siglos XIII-XII a. C. (Aubet Semmler, 2015: 37), la tumba 67 de
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¿Recuerdos de los antepasados? La utilización de vasos de alabastro el Cerro de San Cristóbal / Laurita
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la necrópolis de Skales en Chipre, fechada en el siglo XI a. C. pero donde se depositó un sello egipcio
de los siglos XV-XIV a. C., así como la fosa 201 del cementerio cretense de Knosos norte datada en la
misma fecha que la tumba anterior y que albergaba un casco micénico del siglo XIV a. C. Igualmente
cabe citar el denominado tesoro griego de Tirinto que contenía un sello hitita del II milenio a. C.,
y varias tumbas de la necrópolis de Perati cerca de Atenas de los siglos XII-XI a. C. en las que se
hallaron cartuchos egipcios, un amuleto hitita y un sello mitannio que se datan en ese mismo milenio,
sin olvidar la necrópolis de Toumba, de los siglos XI-IX a. C, donde se enterraron una mujer con un
collar babilonio y un varón con un cilindro sello sirio que fueron también fabricados en el II milenio
a. C. (Ruiz-Gálvez Priego, 2007: 131, 144, 157, 161 y 164).
Pero no solo podemos traer a colación ejemplos de este hecho en yacimientos del Mediterráneo
central y oriental, sino que en el propio mediodía peninsular es posible citar el caso de la figurita de
alabastro (fig. 11) obra de un taller sirio que se ha venido datando en el siglo VIII a. C., la cual fue
descubierta en la tumba núm. 20 de la necrópolis ibérica de Galera cuya cronología no se remonta más
allá de la segunda mitad del siglo V a. C., y que recientemente se ha vinculado con aspectos regios
(Almagro-Gorbea, 2010: 8-22). Además, en el propio ámbito fenicio se puede aludir a la tumba hallada
en 1874 en Vélez-Málaga (fig. 12) de la que solo se documentó un collar en el que se había insertado un
cilindro sello mitannio de los siglos XV-XIII a. C. que habría sido fabricado en un taller chipriota (García
Alfonso, 1998: 52-63; Mederos Martín, 2005: 45-56). E incluso varios vasos de alabastro de la Dinastía
XXII, junto con otro más que se ha atribuido a la Dinastía XV, fueron empleados como urnas funerarias
en sepulturas gaditanas de época romana, una de ellas colectiva (Muñoz Vicente, 2002: 26), y tal vez otro
más hallado sin contexto que fue reutilizado como urna en un momento indeterminado (García y Bellido,
Fig. 11. Estatuilla de alabastro de Galera
(fuente: autor).
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Fig. 12. Cilindro sello hallado en Vélez-Málaga (fuente: García Alfonso).
1970: 22-23). Finalmente, y para no extendernos en demasía en estos ejemplos, bástenos comentar el
hallazgo de una serie de cráteras griegas así como armas de los siglos V-IV a. C. en la cámara funeraria
aristocrática de la necrópolis de Piquía en Arjona, mucho más tardía puesto que se data en la mediación
del siglo I a. C., y donde se depositaron los restos del príncipe ibérico Iltirtiiltir y su familia, elementos
que se ha sugerido habrían sido trasladados desde un enterramiento a otro a fin de afianzar los lazos
de unión con los antepasados de este linaje indígena (Rueda Galán y Olmos Romera, 2017: 30; Ruiz
Rodríguez y Molinos Molinos, 2017: 43 y 47).
Conviene tener presente cómo en las sociedades antiguas la clase social y la pertenencia a un grupo familiar
eran cuestiones de vital trascendencia para el individuo, de donde la importancia dada a la genealogía como se
advierte en el caso de Magón quien en su urna se remonta hasta su abuelo Hilles. Este hecho confería una gran
relevancia a la herencia de los antepasados que conformaban el “tesoro” familiar, el kemelion que en Homero
está constituido por objetos de metal y tejidos. Estos objetos, que nunca son vendidos, no solo eran atesorados
por su valor intrínseco sino que otorgaban prestigio y estatus a sus poseedores (Finley, 1986: 72, 76 y 91-92).
En este sentido Homero nos proporciona excelentes ejemplos de estos objetos que, como se ha señalado, tienen
una “biografía” propia (González-Ruibal, 2006: 146; Ruiz-Gálvez Priego, 2013: 175), y de los que quizás baste
uno extraído del canto X de la Ilíada donde nos comenta la azarosa vida del casco de Ulises/Odiseo pues “era
el que Antólico había robado en Eleón a Amintor Orménida, horadando la pared de su casa, y que luego dio en
Escandia a Anfidamante de Citera; Anfidamante lo regaló, como presente de hospitalidad, a Molo; este lo cedió
a su hijo Meriones para que lo llevara y entonces hubo de cubrir la cabeza de Ulises”. Estos preciados bienes
solían ser preservados y controlados por las mujeres más destacadas del grupo aristocrático, como también
nos refleja algún pasaje homérico, esta vez de la Odisea (XXI, 30-40), en el que es Penélope quien va a por un
arco al almacén donde su guardan, circunstancia que también se ha sugerido debió ocurrir en el ámbito de la
sociedad ibérica peninsular (Ruiz Rodríguez y Molinos Molinos, 2017: 51-52), pero que no podemos constatar
fehacientemente en lo concerniente al mundo fenicio.
En el caso concreto de Almuñécar creemos que el uso común que hacen de estos contenedores como
urnas cinerarias puede reflejar que se trata de un grupo familiar del más alto estatus social. Algunos indicios
avalan el elevado aprecio que sus propietarios tenían por estos objetos, como es el hecho de que no dudaron
en usarlos como urnas a pesar de faltarles un asa en el caso de los depositados en las tumbas 16 y 20, en
tanto el de la tumba 3 fue reparado y el de la 15A necesitó de un lañado en una de sus asas para que esta no
se separara del resto del cuerpo (Pellicer Catalán, 1963: 18, 22, 24 y 38).
Es preciso recordar que en esta sociedad oriental, como en cualquier otra de ámbito estatal jerarquizado,
resulta de vital importancia pertenecer a un linaje aristocrático por cuanto este hecho permite a sus miembros
acceder a una serie de recursos vetados o de difícil consecución para los restantes grupos sociales. Este
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hecho les iguala a otros sectores privilegiados de distintos ámbitos culturales (Hernando, 2002, 160 y 162),
quienes se dotan de una serie de símbolos que los identifican como tales y que, siendo esta circunstancia de
suma trascendencia, se transmiten de generación en generación incrementando su valor simbólico, pues no
debemos olvidar que cuanto mayor sea el prestigio obtenido por un determinado linaje, mayor será también
el de los hombres y mujeres que lo integran (Friedman, 1977: 202).
Algunos autores han relacionado esta circunstancia con un modelo tomado de la antropología
estructuralista como es el denominado de “sociedades de Casa” (Wilk y Rathje, 1982: 620-625; González
Ruibal, 2006: 144-145; Ruiz-Gálvez Priego, 2013: 104-105). Sin embargo, su aplicación directa al ámbito
que ahora nos ocupa no parece factible, ya que nos hallamos ante una sociedad de carácter estatal para la que
los propios defensores de dicho modelo han indicado que resulta incompatible, dada la existencia de clases
sociales (Ruiz-Gálvez Priego, 2018: 17). Ahora bien, es necesario tener presente que algunos de los aspectos
que definen a las sociedades de Casas, como es el tema que ahora nos incube de los antepasados, también
están presentes en comunidades estatales puesto que, aunque toda sociedad estructurada estatalmente
conlleva un debilitamiento de los lazos parentales en beneficio de la pertenencia a una clase social, esto no
significa su desaparición por cuanto contribuyen precisamente a delimitar los diversos grupos sociales de
un determinado espectro social (Sarmiento Fradera, 1992: 87).
Inclusive cabe admitir que en el ámbito de los más privilegiados estos grupos familiares cobran una gran
relevancia por cuanto defienden su posición de preeminencia, aun cuando entre ellos también existe una clara
jerarquía sobresaliendo, como es lógico suponer, aquel al que pertenece el monarca. Dichos grupos suelen tener
un “cabeza de linaje” que en ocasiones ve reforzado su protagonismo por estar entre los primeros en habitar un
lugar (Mair, 1970: 219-220), entendiendo linaje como grupos de filiación parental con un antepasado común
(Friedman, 1977: 198-199), siendo no pocas veces la mayor o menor cercanía a este ancestro original el que
determine que un linaje pueda gozar de una mayor autoridad y poder que otros (Sarmiento Fradera, 1992: 9192). En este sentido resulta muy interesante recordar que suele ser norma general en los ambientes aristocráticos
que el primogénito detente el mayor rango, lo que conlleva que sean los miembros con menores expectativas de
heredar los más propensos a fundar nuevos establecimientos en otras zonas (Service, 1984: 97).
En las sociedades antiguas suele ser habitual adorar a los antepasados (Service, 1984: 97 y 111), por
lo que debemos intentar comprender la importancia que los ancestros tenían en el marco de la sociedad
fenicia. El culto a unos antepasados regios divinizados, lo que conllevaba un control ideológico sobre el
resto de la sociedad (Sarmiento Fradera, 1992. 92), está presente ya desde el II milenio a. C. como reflejan
algunos textos ugaríticos que aluden a unos rapiuma (Caquot, 1976: 297-299; Olmos Lete, 1996: 74-77),
si bien a lo largo del siguiente milenio pasaron a simbolizar la totalidad de los difuntos bajo el nombre de
refaim, aunque sin perder su vinculación con las casas reales según reflejan las inscripciones grabadas en los
sarcófagos de Ahiram de Biblos y Eshumazor II de Sidón (Ribichini, 2003: 17). Dado que estos ancestros
heroizados, que cabría paralelizar con los Manes romanos según vienen a poner de manifiesto algunas
inscripciones norteafricanas (Ribichini, 2003: 19), podían jugar un importante papel como protectores de
todo el grupo familiar (Xella, 1992: 373), era obligado llevar a cabo una serie de ceremonias sagradas
centradas sobre todo en los banquetes rituales (Jiménez Flores, 2002: 126-127).
IX. EL GRUPO FAMILIAR DEL CERRO DE SAN CRISTÓBAL
Como se ha señalado para el caso de la necrópolis de Al-Bass en Tiro, nos hallamos ante un área de
enterramientos correspondiente a un grupo familiar que ocupa reiteradamente un mismo espacio (Guerrero
Vila, 2017: 18). Dicho grupo se apropia de un lugar como es una colina que usan en exclusiva –el Cerro
de San Cristóbal– y sin que sea en modo alguno casual que sea un accidente geográfico de este tipo, por
cuanto desde el punto de vista religioso fenicio la montaña es el lugar en el que habitan los dioses, hecho
que vemos ya en la Edad del Bronce ugarítico (Cunchillos, 1992: 35 y 93).
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Aunque algunos autores han planteado el origen cartaginés de estos individuos (Ferrón, 1970: 183184; Negueruela, 1991: 203), en la actualidad se considera que se trata de un grupo familiar vinculado
directamente con Fenicia. Estos se habrían enterrado con recipientes traídos de Oriente que fueron
fabricados en el país del Nilo, si bien recientes estudios sugieren la posible existencia de artesanos fenicios
instalados en dicho territorio, sobre todo si tenemos presente el influjo oriental en los vasos que muestran
las formas anfóricas del tipo Cintas 232/233 (Oggiano, 2010: 191-192; Bonadies, 2015: 542-543).
Aquí se depositaron los restos de al menos 22 individuos, aunque por desgracia carecemos de análisis
paleoantropológicos que nos informen acerca de la edad y el sexo de las personas que conformaron este
grupo familiar, por lo que hemos de contentarnos con el escueto comentario que hace su excavador sobre la
tumba 1 según el cual habría contenido un adulto –tumba 1A– y un infante –tumba 1B– (Pellicer Catalán,
1963: 16; 2007: 22). De ser así, resulta tentador pensar que podríamos estar ante un enterramiento femenino
a juzgar por los pendientes, acompañado de su hijo, hecho que está constatado en otra tumba arcaica de
Chorreras (Martín Ruiz, 2017: 125). Además, los textos fenicios conservados en una de las urnas y un
plato nos hablan de otros cuatro varones (mgn, rs, hls y zbg), a los que como acabamos de indicar tal vez
podamos sumar una mujer y un individuo infantil, sin que quepa descartar que otro de sus componentes
hubiera fallecido lejos del hogar.
Si como hemos visto el margen temporal de esta necrópolis es de un siglo aproximadamente, es decir,
unas tres generaciones según se ha señalado (Pellicer Catalán, 2007: 26), no deja de resultar interesante
constatar cómo éstas son precisamente las que se han identificado en el vaso de la tumba 3A, siendo Hilles
el nombre del primero que habría sido enterrado en la necrópolis, seguido de su hijo Arish y su nieto
Magón, quien deja claro su deseo de recordar su genealogía en el texto que le iba a acompañar en su otra
vida. Incluso quizás no debamos descartar que se trate de algún ancestro importante originario de la propia
Fenicia, pues no debemos olvidar que mientras que Magón y Arish son nombres bien conocidos en el marco
colonizador fenicio mediterráneo, Hilles es más extraño y localizado por ahora en la propia área levantina
(Zamora López, 2013: 360-361).
Sobre quiénes fueron los componentes de esta familia apenas podemos especular. Ahora bien, si
recordamos el pasaje sobre la fundación de Cartago transmitido por Justino (XVIII, 4) y corroborado por
Menandro de Éfeso a través de Flavio Josefo (Contra Apión, I, XVII, 106), podemos constatar cómo fue
una empresa eminentemente aristocrática en la que participaron miembros de la casa real tiria pues Elisa
era hija y hermana de reyes (Wagner, 2000: 33-35). Estos hombres y mujeres encabezaban la expedición
dado su elevado estatus social, en el caso concreto de Elisa acompañada de senadores. Tampoco debemos
olvidar que Almuñécar fue el primer punto del extremo occidente en el que desembarcaron los fenicios
como indica Estrabón (Geografía, III, 5, 5), en una empresa en la que claramente era partícipe el estado
tirio (Aubet Semmler, 1987: 231).
Así pues, no consideramos extraño que estos viajes iniciales hasta un territorio todavía no poblado por ellos
fueran dirigidos por personas afines a la casa real de la metrópoli, o muy cercanos a ella. Ello significaría que el
grupo familiar enterrado en la necrópolis del cerro de San Cristóbal, donde se localizan las tumbas más antiguas
conocidas en este enclave y que ya hemos visto tenía un elevado estatus social, podía ser el responsable de la
fundación de esta colonia, el cual se hizo acompañar de valiosas importaciones egipcias que contaban con un
dilatado pasado. Indudablemente este planteamiento se vería reforzado si aceptásemos la lectura “pertenece al
príncipe” del grafito escrito sobre el plato, si bien, y dado que ésta no es segura, preferimos no considerarla.
Aunque las personas aquí enterradas son continuadoras de un linaje que hunde sus raíces en Fenicia
pudiendo representar a aquellos antepasados míticos en lo que se ha llamado “antepasados de memoria
larga”, quienes en última instancia justifican su privilegiado estatus social (Ruiz Rodríguez, Molinos
Molinos, 2018: 53), estos recién llegados resultan ser los fundadores de un nuevo linaje en un territorio
que comenzaba a ser colonizado, dando inicio a lo que se podría definir como la identidad colonial fenicia
occidental (Ordóñez Fernández, 2013-2014: 16-17).
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X. CONCLUSIONES
Como hemos podido comprobar en las páginas anteriores, la necrópolis del Cerro de San Cristóbal/
Laurita presenta una interesante problemática que viene dada por las distintas cronologías que aportan los
materiales depositados en estos enterramientos, si bien no debemos olvidar que por desgracia solamente
pudo excavarse una parte de la misma, lo que significa que algunos de sus ajuares fueron saqueados y nos
son desconocidos hasta el momento. Sus características corresponden a lo que cabría esperar al tratarse de
sepulturas arcaicas, es decir, incineraciones secundarias dentro de pozos excavados en una de las laderas
del cerro que, a veces, pueden mostrar nichos en sus laterales. En este sentido no deja de resultar interesante
constatar que en todos los casos nos hallamos ante un tipo de ritual sumamente homogéneo y estandarizado
que nos recuerda lo constatado en las necrópolis arcaicas tirias como puede ser Al-Bass (Guerrero Vila,
2017: 24), homogeneidad que sin duda ayudaba a fortalecer los lazos de pertenencia a un grupo familiar,
siendo notoria la existencia de estos grupos en Oriente como se ha detectado en las agrupaciones de urnas
cinerarias de la mencionada necrópolis (Aubet Semmler, 2015: 37).
Todas ellas emplearon como urnas cinerarias ricos vasos egipcios de alabastro de la Dinastía XV y,
sobre todo, la XXII, cuya cronología se sitúa entre los siglos IX y VIII a. C. en una tendencia a rebajar
algunos años las fechas asignadas al reinado de varios de sus faraones. Por el contrario, se advierte un
incremento en las dataciones que se han venido otorgando a las cerámicas griegas protocorintias, las cuales
se ha propuesto situar ahora entre 740 y 710 a. C. (García Alfonso, 2017: 169-173). En cuanto a los ajuares,
integrados en su práctica totalidad por recipientes cubiertos de engobe rojo, también se han planteado
diversas dataciones que abarcan desde los últimos años del siglo VIII hasta finales del VII a. C. Ahora
bien, sea cual sea la estimación temporal que asignemos a estos últimos, resulta forzoso admitir que existió
un margen de tiempo entre el momento en el que se fabricaron los vasos de alabastro y aquel en el que se
depositaron en estas tumbas.
Estos vasos tuvieron unos canales de distribución muy restringidos, pues se vinculan con las casas reales
y los sectores aristocráticos ligados a ella. En el mundo antiguo era habitual que estos grupos familiares de
alto estatus acumulasen determinados objetos de elevado valor intrínseco y marcada carga simbólica que
denotaban su posición social privilegiada. Así mismo, era usual que éstos se transmitiesen de generación
en generación, e incluso que se acompasen con ellos en sus sepulturas para ser usados en el más allá.
Creemos que esta circunstancia podría explicar su presencia en estas tumbas de Almuñécar, pues estas
personas constituyen el conjunto más rico de todos los conocidos hasta el momento en este hábitat, siendo
igualmente la que ha proporcionado los enterramientos más antiguos y que cabe descartar por completo
tengan relación con Cartago sino que se vinculan directamente con Fenicia.
Sobre quiénes fueron estas personas apenas podemos decir nada, salvo que quizás los enterrados en la
tumba 1 podían ser una mujer y su hijo, junto con cuatro hombres si aceptamos que todos los nombres escritos
en la urna de Magón fueron enterrados aquí, algo que resulta factible desde el punto de vista cronológico, así
como el del plato de engobe rojo. Así mismo, no cabe descartar que otra de estas personas hubiera fallecido
lejos y no hubieran podido darle sepultura, lo que explicaría que la tumba 18 se encontrase vacía excepción
hecha de algunos fragmentos cerámicos que consideramos responden a ofrendas de los familiares.
En los últimos años se ha incidido en la aplicación de un modelo antropológico, como es el de las
“sociedades de Casa”, a la hora de intentar explicar la trascendencia de los grupos familiares y la existencia
de objetos con una “historia” propia que se heredan de generación en generación por su alto valor simbólico
y social. Ahora bien, aunque algunos principios de este modelo podrían ser aplicables en este caso, no
creemos que pueda caracterizar a esta comunidad habida cuenta que su naturaleza estatal implica la
preeminencia de la pertenencia a una clase social sobre los lazos de parentesco, por más que estos últimos
no desaparezcan sino que adquieran nuevas formas y sirvan para perpetuar las desigualdades sociales,
siendo conveniente no olvidar que dicho modelo fue deducido del comportamiento de casas nobiliarias
medievales que claramente vivían en sociedades estatales.
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Así pues, nos hallaríamos ante el mejor ejemplo conocido hasta el momento del uso de reliquias o
recuerdos de unos antepasados aristocráticos en el ámbito fenicio del extremo occidente. Traídos desde la
metrópolis, estos lujosos vasos de alabastro sirvieron como contenedores de sus últimos restos incinerados,
contribuyendo a homogeneizar este importante núcleo familiar que pensamos pudo encabezar la fundación
de esta colonia.
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